DURANTE TODOS AQUELLOS DÍAS, Alicia no pudo, sino muy ocasionalmente, cumplir el horario normal de los demás recluidos. Pasaba más tiempo del lado de «allá» de «la frontera» que del lado de acá. Se le hicieron exámenes de orina y diversos de sangre; se le midió la tensión arterial antes y después de las comidas, así como antes y después de un ejercicio violento —previamente programado—; las funciones de su hígado, corazón y pulmones fueron medidas, controladas y sopesadas. Al fin, se le hizo un electroencefalograma.
—Muchas dolencias mentales —le explicaba más tarde don César Arellano— tienen su origen en lesiones o perturbaciones somáticas.
—¿Qué quiere decir «somático»?
—He querido decir que muchas enfermedades psíquicas están producidas por causas fisiológicas: tumores cerebrales, excesos glandulares, número defectuoso de hormonas. Y es muy importante averiguar esto porque, llegado el momento de medicar, lo que es bueno para conseguir una reacción concreta, puede ser perjudicial para la deficiencia o la lesión funcional del individuo. De modo que todas las perrerías que le estamos haciendo a usted tienen una utilidad excepcional para…
—Para almacenar trocitos del alma de Alice Gould —respondió ésta—. Y esperar a que el doctor Alvar recomponga el puzzle, a su regreso.
Las entrevistas Almenara Arellano (tres o cuatro semanales) tenían sin duda un fondo psicoterapéutico. Eran especies de psicoanálisis de otro estilo a los habituales. Pero lo cierto es que se parecían mucho más a una tertulia social o a una reunión entre viejos amigos. Cuando Alicia entraba, ya estaba preparada una bandeja con tetera, pastas y golosinas. Y charlaban de Historia, Religión, Arte, Política, Educación o viajes por países exóticos, por no agotar la lista variadísima de temas. El médico preguntaba, planteaba la cuestión y no intervenía más que para provocar a Alicia a hablar. No era tampoco extraño que fuera él quien tomara la palabra sobre temas muy concretos —sexuales, agresivos, milagros, visiones, alucinaciones—, en cuyo caso hundía la mirada en ella para leer en su alma la reacción que le producía.
A Alicia le gustaba mucho este hombre. Era sin duda un gran médico. Pero también le agradaba el individuo: irradiaba autoridad y su sosiego era venturosamente contagioso. Una tarde que entró en su despacho visiblemente alterada (porque la mujer de los morritos la abofeteó y la llamó «monja sacrílega») se tranquilizó con sólo verle sonreír y sonrojarse. Era realmente sorprendente este fenómeno. César Arellano, con todo su aplomo y su edad y su prestigio, era un tímido congénito y se sonrojaba cada vez que estrechaba su mano.
Una tarde le dijo:
—Hoy, Alicia, va a ser usted quien fije el tema de nuestra charla.
—¿Aunque mis preguntas sean indiscretas?
—¡Aunque sean indiscretas!
—¿Y si son impertinentes?
—¡Aunque lo sean!
—Pues bien, doctor. No me gustan nada esos lentes que usted usa, que le pinchan la nariz y que acabarán dejándole dos marcas o dos llagas junto a los ojos. Debería usar gafas grandes de carey y bifocales, para no quitárselas y volvérselas a poner continuamente, según mire de cerca o de lejos. Y además estaría usted mucho más guapo e interesante.
Rio el doctor Arellano de buena gana.
—¡Le juro, señora de Almenara, que a pesar de mi larga experiencia clínica, nunca he tenido un paciente que osara hacerme esa observación!
—Es que tampoco ha tenido una paciente que le admirara y apreciara tanto como yo —dijo Alicia a modo de disculpa cortés—. Bien. Esto era sólo la impertinencia. Ahora voy con las indiscreciones.
—La escucho.
—Algunos compañeros míos de residencia… me conmueven hondamente; de otros me apasiona su personalidad. ¿Podría usted decirme qué tienen, cuáles son sus males y si son curables o no?
—En algunos casos… sí. Depende de sus preguntas. ¿Quién le interesa más?
—Uno de los niños gemelos que se llama Rómulo. Y «la Niña Basculante», que él cree que es su hermana; y el verdadero hermano, Remo, ¡siempre tan triste!
—Los tres son oligofrénicos, y en tres grados distintos —respondió el doctor—. La niña es idiota u oligofrénica profunda; Remo, imbécil u oligofrénico medio, y Rómulo, leve, o simplemente débil mental. Este último podría llegar a aprender un oficio y ser socialmente recuperable, siempre que no se entremezclen otras complicaciones a su insuficiencia congénita. Su habilidad mimética me preocupa, así como sus crisis de agresividad. De todos ellos, clínicamente es el más interesante.
—¿Por qué, don César?
—Porque su dolencia no es pura. Está entremezclada con otros síndromes de diagnóstico muy difícil. Así como la pequeña Alicia…
—¿Quién es esa Alicia?
—La que usted denomina «la Niña Basculante» se llama Alicia, igual que usted.
—¡No lo sabía!
—Pues bien, esa pequeña que, como le he dicho, es oligofrénica profunda posee, además, síndromes catatónicos. Está perfectamente diagnosticada. Su idiocia es irreversible. No sufre. No sabe lo que es sufrir.
—¡Somos los demás los que sufrimos al verla! —exclamó Alicia—. Me produce una gran pena contemplarla. ¡Y es tan bonita! Su perfil parece el de un camafeo. No es sólo piedad lo que siento por ella, sino una especie de atracción maternal.
—Remo es distinto —prosiguió el doctor—. Su tristeza es verdadera. La imbecilidad que padece no es tan grande como para no conocer y darse cuenta de su invalidez. No entiende lo que ocurre en torno suyo… pero entiende que no entiende. Su doble (es decir, su hermano Rómulo) se mueve, gesticula, habla, ríe. ¿Por qué Rómulo sí, y él no? La pregunta no se la formula con esta nitidez, por supuesto. Pero es como una perplejidad difusa y latente que le hace sufrir. Por supuesto, Rómulo, para él, es un ser excepcional. Un sabio que sabe leer y sabe reír: un superhombre. Más he aquí que Rómulo no le reconoce como hermano. ¡Su ídolo no le mira, no le quiere, le ignora! Y esto es lo que aún no está resuelto en el caso de Rómulo. ¿Por qué ha renunciado a su hermano y lo ha sustituido por la niña oligofrénica? Algo hay en ese chico clínicamente impuro que me impide trazar un pronóstico de su evolución. Lo mismo puede ser recuperable que derivar a tendencias asesinas o suicidas. Nadie sabe eso todavía… O al menos yo no lo sé. Dígame, Alicia, esos tres pacientes ¿son los que más le afectan?
—Sí. Son los que por su edad podrían ser mis hijos… y… a veces siento… ¡oh, no! ¡Es demasiado estúpido lo que iba a decir!
—¡Dígalo, Alicia! No olvide que, mientras hablamos, me está ayudando a trazar su propio diagnóstico.
—¡Le digo que es demasiado estúpido, doctor!
—Sea sincera conmigo. Y dígame qué es eso que, a veces, siente.
—Siento la impresión de que estoy llamada a hacer las veces de su madre. ¡Pero ya le dije que era una necedad!
—¿Por qué?
—Porque mi marido se ha opuesto siempre a que adoptáramos niños normales. ¡Imagínese si le propusiera adoptar a éstos!
Miróla asombrado el médico y meditó un instante… Fue a decir algo y prefirió callar. ¿Olvidaba esta señora que estaba recluida a petición de su marido, a quien había pretendido envenenar?
—También me interesaría saber —continuó Alice Gould sin advertir el gesto de perplejidad que aún quedaba en el doctor— por qué llora tanto y tan desconsoladamente un caballero que llaman don Luis. Su dolor parece sincero y muy hondo. Cuantos le miran se sienten afectados y contagiados por su pena, cuyas causas deben conocer y que yo ignoro. ¿Qué le ha ocurrido en la vida a don Luis?
—¿Conoce usted, Alicia, la diferencia que va de una neurosis a una psicosis?
—Cuando entré aquí tenía una vaga idea… Por aproximación, imaginaba que la neurosis era algo relacionado con los nervios, y la psicosis con la mente. Pero ahora estoy completamente perdida.
—Pues se los voy a explicar con el ejemplo de ese don Luis, que tanto le interesa. Este caballero, que es viudo, cometió una felonía de muchos quilates. Tenía un hijo único a quien quería mucho… lo cual no fue óbice para que cometiera con él una de las tropelías más grandes que un padre puede cometer contra su hijo. Éste iba a casarse con una muchacha alemana muy joven y, según se supo después, un tanto ligera de cascos. Pues bien, don Luis la sedujo, y se la llevó a la cama no una sino muchas veces…
—¡Qué miserable! —exclamó Alicia sin poder ocultar su indignación.
—Se hizo el amante de su futura nuera, a la que dejó preñada. Ella tuvo que acelerar su boda, y, al cabo del tiempo justo, dio a luz una criatura, que todo el mundo considera nieta de don Luis, cuando en realidad es hija suya… ¡y hermana, por tanto, del que toman por su padre!
—¡Me deja anonadada, doctor! El tal don Luis, ni por su físico ni por su modo de comportarse parece precisamente un don Juan, ni un felón. ¡Pero es un perfecto canalla!
—No se precipite en sus juicios, señora de Almenara. No son los aspectos morales del caso los que ahora nos interesan, sino el proceso de su hipotética neurosis.
—¿Por qué dice «neurosis»?
—Porque este tipo de dolencias está siempre provocado por vivencias traumatizantes: es decir, por sucesos reales, no imaginarios, que han acaecido en la historia del sujeto: sucesos, lo suficientemente poderosos como para haber modificado la mente y la conducta de individuos que antes eran normales. El arrepentimiento, el horror de la infamia cometida, la vergüenza de enfrentarse con su hijo injuriado, el pensar constantemente en ello le trastornaron de tal modo que hoy es el pobre diablo enfermo que usted conoce. Pensamos que padecía una depresión reactiva cronificada, y como tal iniciamos el tratamiento, con grandes esperanzas de recuperarlo. Pero el paciente no mejoró. ¡Lo suyo no era una neurosis!
—¿No era una neurosis? ¡Merecía serlo, porque la bellaquería que cometió contra su hijo… era como para traumatizar a cualquiera!
—No cometió infamia alguna…
—¿No considera una canallada, una bribonada incalificable lo que…?
—No. Por la sencilla razón de que es mentira…
—No entiendo.
—Él no tuvo nunca amores con su futura nuera; no le hizo un crío; no engañó a su hijo. La niña que todos consideran que es su nieta… ¡es su nieta en efecto! ¿Me comprende usted ahora…?
—¡Ahhh…! —dijo Alice Gould; y volvió a exclamar «¡ahhh…!», y, al final—: No. No lo entiendo.
—Toda esa historia que él nos contó, puesto que ingresó aquí voluntariamente y no por solicitud de ningún familiar… ¡es falsa! Él cree que es verdadera. Lo cree a pie juntillas. Pero es una idea delirante. De haber sido cierta, su diagnóstico sería: neurosis, y en su caso neurastenia. Al ser falsa, su diagnóstico es psicosis y, en su caso, psicosis depresiva endógena.
—Me ha dejado usted fascinada… ¡Qué bien me lo ha explicado, doctor! No sólo es usted un gran clínico, como dice Montserrat Castell, sino un gran profesor. A pocas lecciones como éstas, conseguiré doctorarme en psiquiatría.
—Pues aproveche usted mis buenas cualidades docentes —río don César— y siga preguntando.
—«El Hombre Elefante», doctor y «el Hombre de Cera» y «el Hortelano»: los tres me intrigan, aunque por razones distintas…
—Los tres, no obstante, tienen una historia común: son seres abandonados. Sus familias los depositaron aquí, como fardos, y jamás los han visitado, ni enviado algún regalo, ni siquiera preguntaron por ellos… en los últimos cuarenta años. Perdón, rectifico: los dos oligofrénicos son más modernos: el que lleva cuarenta años abandonado es «el Hortelano». Ingresó a los veinte; sanó a los veinticinco. Ya ha cumplido sesenta.
—Y al sanar…, ¿por qué no le dejaron libre?
—Ninguno de los actuales médicos trabajábamos entonces aquí. Pero conocemos bien la historia, que es ésta: los padres fueron avisados de que viniesen a recogerle, tal como vinieron a depositarle. Se negaron. Eran gentes modestas, pero no insolventes. Tenían tierras propias y las cultivaban con sus manos. Entonces, como dispone la ley, fue llevado a su pueblo acompañado de un enfermero. A medida que se acercaban al lugar, «el Hortelano» comenzó a sentir una gran agitación, tuvo un acceso súbito de fiebre, vomitó y comenzó a delirar. Con muy buen criterio, el enfermero interrumpió el viaje y tomaron el autobús de regreso. A medida que se acercaban al manicomio, que entonces se denominaba así, la fiebre comenzó a descender, los delirios cesaron y, cuando cruzó la verja de entrada, estaba completamente curado. Tres años después se repitió la experiencia. Esta vez viajó en ferrocarril y, al acercarse a la aldea, quiso tirarse por la ventanilla del tren en marcha. No se volvió a repetir la prueba. Él considera éste su hogar. Y aquí quiere vivir y morir. Cuando falleció su padre, unos sobrinos suyos quisieron alzarse con la herencia. El manicomio intervino en nombre y defensa de su residente. Y éste heredó. Y donó todo su dinero al hospital, alegando que no quería nada de una familia que nada quiso de él; y que le bastaba para sus caprichos superfluos con el salario que recibía como jardinero y cuidador de la huerta. Ésta es, Alicia, la historia de «el Hortelano».
Alice, que había escuchado boquiabierta el relato, no pudo evitar que las lágrimas aflorasen a sus ojos y resbalasen por sus mejillas.
—¡Ah, qué boba soy! —protestó contra sí misma, secándose los ojos.
—Y ahora, señora de Almenara, voy a decirle los trocitos que ya tengo detectados del alma de Alice Gould. ¿Le interesa conocerlos? Alicia afirmó con la cabeza y le miró expectante.
—Personalidad superior. Espíritu exquisito. Altamente cultivada. Gran lealtad a sus mayores. Deseos de perfección cultural y moral. Sentido de la maternidad. Compasiva frente al sufrimiento ajeno, juicio crítico y autocrítico. Presencia muy activa de su infancia en las líneas actuales de su pensamiento y su conducta, lo que la priva de ciertas defensas para luchar contra maldades ajenas, inconcebibles para ella. Algo altiva, orgullosa; no soberbia. Demasiado segura de sí misma. Excesivamente aventurada en sus juicios, bien que capaz de rectificarlos en el momento mismo en que entienda haber errado. Organismo sano. Gran poder de seducción, que ella conoce y ejerce. Tendencia a mentir o a ocultar algo. Y ahora viene lo más grave de todo: ¡Crasa impotencia de su médico para saber en qué miente o qué es lo que oculta! Pero ¿qué es eso, Alicia? ¿Está usted llorando?
—¡No! —respondió Alice Gould, sin dejar de llorar.
—¡Ahí tiene usted su tendencia a mentir! ¿Puedo saber qué es lo que la hace llorar?
—¡La historia de «el Hortelano»!
—Nueva mentira.
—¡Lloro porque no me gustan sus lentes!
—Otro embuste.
—Lloro… porque tengo ganas de llorar.
—¡Ahora ha dicho la verdad!
El caso es que Alice Gould no sabía interpretar su acceso de lágrimas. Pero el doctor Arellano, sí.
Cuando Alice Gould, un poco turbada, cruzó al otro lado de «la frontera» cayó en la cuenta de que no había preguntado a don César lo que más le interesaba: saber qué enfermedad padecía un hombre aparentemente tan equilibrado como Ignacio Urquieta.
La siguiente entrevista que tuvo Alicia con su médico le reservó una gran sorpresa: César Arellano había prescindido de sus pintorescos lentes de pinza y llevaba unas grandes gafas, con montura de carey. En efecto, ¡estaba mucho más atractivo!