EXPERIMENTÓ UNA SENSACIÓN de alivio al cruzar la gran puerta de hierro que separaba los pabellones de los enfermos de la zona reservada a los administrativos, a los médicos y a las asistentas sociales. Eran dos mundos opuestos a los que aquella gruesa puerta servía de frontera. Montserrat Castell la esperaba en la misma aduana:

—El doctor don César Arellano, jefe de los Servicios Clínicos, va a examinarla, Alicia. ¡Venga conmigo! Y si, al concluir, no la reclaman para otra cosa… ¡no deje de pasarse por mi despacho! ¿Me permite un consejo? ¡Por lo que más quiera, no diga una sola mentira! ¡No intente engañar al médico… al menos, de un modo consciente!

Meditó Alicia estas palabras: «¡… al menos de un modo consciente…!». ¿Por qué le habría dicho eso Montserrat?

—Pase, por aquí, por favor…

El doctor Arellano era un hombre de mediana edad, pelo canoso y abundante, cara ancha y sonriente, nariz gruesa y unos grotescos lentes de pinza y cristales sin montura, que se ponía y quitaba constantemente mientras hablaba, para humedecerlos de vaho y limpiarlos después con una pequeña gamuza. «Si no fuera por esos lentes —pensó Alicia—, podría pasar por un hombre atractivo».

—Siéntese, señora.

Del mismo modo que Alicia apreció de un solo vistazo que el doctor Ruipérez no era un individuo de mucha categoría, juzgó que este otro médico tenía peso específico. Irradiaba serenidad, equilibrio, inteligencia y, sobre todo, autoridad. Su cara, de tez sanguínea, era más joven de lo que correspondía a la blancura de su pelo. Era alto, ancho, tal vez un poco cargado de hombros. A Alicia se le antojó pensar que su cara recordaba vagamente al actor norteamericano Spencer Tracy y su cuerpo al jugador rumano de tenis «Ilie Nastase».

Apenas ocupó un asiento frente a la mesa escritorio del médico, éste le ofreció un cigarrillo.

Tras ver la marca, Alicia lo rehusó.

—Fumo «rubio», doctor. El «negro» me hace toser. Abrió el médico un cajón y le ofreció otra marca.

—Gracias —dijo Alice Gould aceptándolo.

El doctor Arellano comenzó a hablar, mientras le encendía el cigarrillo con su encendedor.

—Señora de Almenara: junto a la solicitud de ingreso había una carta particular del doctor Donadío dirigida al doctor Alvar, con determinadas sugestiones clínicas que sólo el director deberá decidir si son convenientes o no. Es usted, por tanto, una paciente directa del doctor Alvar… y, en consecuencia, el doctor Ruipérez y yo hemos considerado más conveniente no someterla a ningún tratamiento en tanto no regrese de sus vacaciones el director del hospital. Él decidirá, por tanto, qué médico ha de encargarse de usted. Veo que esta noticia le produce alegría.

—¡No he movido un músculo de la cara —respondió Alicia con jovialidad—: Es usted un buen lector de almas, doctor!

—Es mi profesión —replicó amablemente el médico. Y volviendo a tomar el hilo de sus palabras, prosiguió:

—Ello quiere decir que permanecerá usted aquí en régimen de observación hasta que él llegue. Nuestra única labor será la de almacenar datos y ponerlos a disposición suya para que él decida la medicación más apropiada.

—Luego no seré medicada…

—Con psicofármacos, desde luego, no. A pesar de ello, si siente usted neuralgias o padece insomnio, puede pedir las pastillas que más confianza le merezcan: lo mismo que si estuviese en su casa. Tampoco se le aplicará terapéutica insulínica ni, por supuesto, electroconvulsionante.

—Me tranquiliza usted mucho, doctor. Pero me pregunto en qué consistirán sus métodos para almacenar esos datos que busca, meterlos en un saquito y dárselos al director diciendo: «Toma, Samuel: aquí tienes unos trochos del alma de Alice Gould…».

—Su conversación, señora, es particularmente expresiva. ¡Eso es precisamente lo que pretendo entregarle a nuestro director, don Samuel Alvar, trochos de su alma, para que él los junte como en un puzzle y trace el diagnóstico exacto de su personalidad! Y sin usar el narcoanálisis, ni la tomografía computarizada, ni la gramagrafía cerebral.

—No le pregunto, doctor, qué significa todo eso, porque no lo entendería. ¡Los médicos son ustedes amiguísimos de las palabras complicadas!

—Veamos si me entiende usted ahora: quiero, en primer lugar, conocer su consciente: lo que usted sabe de sí misma cómo es, y cómo desearía ser. Esto lo lograremos simplemente charlando con sinceridad. Después quiero conocer lo que usted ignora de sí misma (su subconsciente) y hacerlo aflorar a su plano consciente. De modo que preciso de usted dos declaraciones: que me cuente lo que sabe… ¡y lo que no sabe de Alice Gould!

—Esa última parte —bromeó ella— debe ser un tanto complicada. ¿Cómo voy a contarle «yo» lo que desconozco?

—No dude que acabará contándomelo. ¿Está usted dispuesta?

Alicia meditó un instante. Deseaba ser totalmente veraz y sincera con aquel hombre amable y bondadoso, que irradiaba comprensión y confianza. Pero era evidente que no podía decirle «todo» —sin traicionar a su cliente García del Olmo— y esto la contrariaba y la confundía.

—Hay una parte, doctor, que desearía reservar a don Samuel Alvar para cuando regrese. ¡No sería justo darle todo el trabajo hecho! Él tendrá que poner algo de su parte, ¿no le parece? ¿Cómo, si no, justificar su sueldo, no sólo de director, sino de «médico personal mío», ya que usted mismo me ha dicho que yo seré su «paciente particular»? Si usted me lo permite, doctor Arellano, hay una parte de mi vida (¡una muy pequeña parte, créame!) que desearía reservar a don Samuel para cuando éste venga.

—Acepto el trato. Cuando usted penetre en esa zona reservada al director, no tiene más que decir «¡Acotado de caza!». Por cierto, ¿desea usted que le sirva algo?

—Sí, doctor, se lo agradezco: una taza de té.

—¿Acostumbra a beber alcohol?

—Nunca por las mañanas.

—¿Y por las tardes?

—A veces.

—¿A diario?

—No, pero sí con frecuencia. Cuando mi marido y yo regresamos de nuestros quehaceres, nos gusta tomarnos un whisky, o dos, antes de cenar, y contarnos nuestras respectivas experiencias.

—¿Qué opina usted de su marido?

—«¡Acotado de caza!».

—Le pediré una taza de té. Pulsó un timbre e hizo el encargo.

—¡Dos tés! —Meditó un instante.

—¿Tiene usted hijos?

—No.

—¿No ha deseado tenerlos?

—Fervientemente. ¡Ahí tiene usted, doctor, un campo bien abonado para hallar en mí una frustración!

—¿De quién es la culpa de no tener descendencia?

—Lo ignoro, doctor.

—¿Por qué?

—Porque de ser la culpa de mi marido, hubiera representado una gran humillación para él saberlo, que de ningún modo quise ni quiero causarle.

—¿No deseó nunca adoptar un niño?

—Sí. Y yo misma hice las gestiones legales, pero mi esposo se opuso. Yo respeté, claro es, sus sentimientos.

—¿Le ha sido siempre fiel?

—¿Él a mí?

—Sí. Él a usted.

—No lo he indagado.

—¿Por qué?

—Porque hubiera supuesto una ofensa para él esa muestra de desconfianza.

—Nunca se habría enterado.

—Ello no obsta para que yo, en mi fuero interno, le hubiese ofendido.

—Y usted, señora de Almenara, ¿le ha sido siempre fiel?

—Siempre.

—¿No ha sido nunca solicitada por otro hombre?

—Muchas veces, doctor, y por muchos.

—¿Ello la halagaba?

—No puedo ocultarlo. Sí, me halagaba.

—¿Y nunca cedió a ese halago?

—Nunca.

—¿Alguno de sus pretendientes le agradaba?

—Sí, y mucho.

—Y a pesar de ello…

—Jamás, doctor.

—Explíqueme detalladamente por qué.

—Por respeto a mi marido, pero también por respeto a mí misma. Tengo un alto concepto de la dignidad humana; creo que somos una especie… distinta. Y que esta distinción nos impone derechos y deberes. No podemos exigir los primeros sin sentirnos solidarios con los segundos. Si me lo permite, doctor, éstas son convicciones muy arraigadas en mí.

—¿Es usted creyente?

—No lo fui en mi infancia. Ahora sí.

—Eso contradice la… norma general.

—¡Nunca me ha interesado la norma general!

—¿Esas convicciones las heredó usted de su padre?

—No sé si esas cosas se heredan. Ignoro si se transmiten en los genes. Más exacto sería decir que las recibí de mi padre: no que las heredé. Fue conmigo un educador excepcional. A medida que pasa el tiempo su figura se agranda dentro de mí.

—¿Y la de su madre?

—Mi madre murió siendo yo muy niña. Y mi padre tuvo el acierto de ensalzarla grandemente a mis ojos. Hablaba de ella con mucha ternura. Más también con sincera admiración. Cuando me reprendía, era frecuente que dijera: «Tu madre no hubiera dicho eso» o «no hubiera hecho eso».

—¿Y no la molestaba o no hería su sensibilidad infantil esa comparación constante con una mujer que, aun siendo su madre, usted no llegó prácticamente a conocer?

—No, doctor, no. Mi madre era el ideal que yo debía alcanzar. Mi padre me la pintaba como la suma de las perfecciones, como el modelo que yo (si quería ser digna, bondadosa y fuerte) debía imitar.

—¿No tuvo nunca celos del amor que su padre manifestaba por su madre?

—No, doctor. Sigmund Freud, que es quien ha metido esa idea en la cabeza de todos los psicoanalistas, era un perfecto cretino…

—No exactamente un cretino —murmuró el doctor.

—Pero sí equivocado en las interpretaciones exclusivamente sexuales que daba a los símbolos, los sueños y los secretos ocultos de nuestro subconsciente. ¡Vamos, vamos! Pensar que quien sueñe con la aguja de una catedral o con el obelisco de Trajano en Roma está expresando anhelos relacionados con el órgano viril… ¡ésa no puede ser más que la interpretación de un obseso! ¿Por qué no podía Freud viajar en tren? ¿Qué clase de extraña fobia era ésa? ¡Me gustaría ser yo quien hiciese el psicoanálisis a ese caballero! Creo verdaderamente que el obseso sexual era él y no sus pacientes. ¡Eso es lo que pienso! ¡Y no retiro lo de cretino!

—Si eso le sirve de consuelo, le diré, señora, que opino lo mismo que usted; salvo en lo de cretino… Freud era un sabio que descubrió uno de los métodos más eficaces para hacer aflorar al consciente secretos morbosos, escondidos en nuestro interior, perdidos en la memoria, como un niño abandonado en el bosque… que sabe que existe un camino para su salvación, pero que no lo encuentra. Su error estriba en la dirección unilateral que dio a sus interpretaciones.

—¡No sólo somos sexo, doctor! ¡Odio a Freud!

—¿Le odia usted realmente?

—No, doctor; es una manera de decir. Yo no odio a nadie, pero siento una indecible aversión por los obsesos, por las cabezas cuadradas y por los que aplican la geometría al estudio del alma humana. Tienden a simplificar lo que es tan variado, tan complejo, tan interesante y tan grande… como… como el espíritu. ¡Ah, doctor, disculpe usted mi audacia! En realidad, me estoy metiendo en el campo de usted.

—Y ello me agrada profundamente, señora. Tal vez sus ideas sean apasionadas, pero son inteligentes y apoyadas en criterios sanos y lúcidos. ¿Puede usted escuchar a un hombre de edad, sin que ello la ofenda, que me agrada usted mucho?

—Oír eso no puede ofender a ninguna mujer, doctor. Y, además, usted no es un «hombre de edad».

—Vamos a proseguir. ¿Le agrada el silencio?

—El silencio no existe, doctor.

—Anoto que eso tiene usted que desarrollarlo después. ¿Le agrada la soledad?

—A veces la busco y la necesito. Pero con limitaciones. ¡Soy humana y como humana un animal social! Mis incursiones en la soledad son esporádicas… pero si persistieran contra mi voluntad, estaría dispuesta a echarme en brazos del primer ser viviente con quien me topara… ¡y traicionar todos mis prejuicios puritanos!

—Ha dicho usted el primer ser viviente. ¿Aunque fuese una mujer?

—¡Ay, doctor! Recuerde usted las palabras de Valle-Inclán, puestas en boca del marqués de Bradomín: «Hay sólo dos cosas que no entiendo: el amor de los efebos y la música de Wagner». Cámbieme usted a Wagner (al que adoro) por Mahler (al que no entiendo) y a los efebos por las ninfas: y mi respuesta sería igual. Carezco de esas inclinaciones, aunque me siento profundamente impresionada y atraída por la personalidad de algunas mujeres cuando reúnen al completo las cualidades esenciales de la feminidad.

—¿Qué cualidades son esas que más admira usted en la mujer?

—La abnegación, la delicadeza, la intuición y el buen gusto.

—¿Y la belleza?

—¡Ah, doctor! Por supuesto que sí. También admiro la belleza en la mujer, sobre todo cuando su exterior es como un reflejo de su interioridad…

—Perdóneme esta pregunta delicada, señora de Almenara: ¿es usted frígida?

—No, no, no, doctor.

—Muchas mujeres lo son.

—O no son mujeres o sus maridos son muy torpes… o muy egoístas.

—Ése es un mundo muy complicado —murmuró el doctor Arellano.

—Para mí es un mundo resuelto, doctor. No es ése mi caso. Y creo que pierde usted el tiempo buceando en esas aguas.

—¿Por qué intentó usted envenenar a su marido?

—¡Campo acotado!

—¿Qué le indujo a hacerse detective?

—¡Vedado de caza!

—Dígame: ¿qué es lo que más le desagrada de usted misma?

—¡Verme así vestida!

—¿De qué está usted más satisfecha?

—De mi afán de superación…

—¿Y más descontenta?

—De no hacer todo lo que debo por cultivar mi espíritu y ayudar a los demás.

—¿Qué piensa usted de las artes?

—El arte es la ciencia de lo inútil.

El médico frunció la frente, sorprendido. Aquella respuesta no cuadraba con la personalidad que había creído adivinar en su paciente.

—¿Quiere decir que desprecia usted las artes; que las considera algo trivial, y a quiénes las practican gentes desocupadas que no tienen otra cosa mejor que hacer?

—¡Nada de eso, doctor! ¡Considero que el arte es tanto más sublime cuanto mayor es su inutilidad!

—Explíquese mejor.

—El hombre es el único animal que se crea necesidades que nada tienen que ver con la subsistencia del individuo y con la reproducción de la especie. No le basta comer para alimentarse, sino que condimenta los alimentos, de modo que añadan placer a la satisfacción de su necesidad. No le basta vestirse para abrigarse, sino que añade, a esta función tan elemental, la exigencia de confeccionar su ropa con determinadas formas y colores. No se contenta con cobijarse, sino que construye edificios con líneas armoniosas y caprichosas que exceden de su necesidad: lo cual no ocurre con la guarida del zorro, la madriguera del conejo o el nido de la cigüeña. ¿Hay algo más inútil que la corbata que lleva usted puesta? ¿De qué le sirve al estómago una salsa cumberland o un Chateaubriand a la Périgord? ¿Qué añade al cobijo del hombre el friso de una escayola o las orlas en forma de signos de interrogación de los hierros que sostienen el pasamanos de una escalera? Pues bien: todo eso que está inútilmente «añadido a la pura necesidad»… ¡ya es arte! La gastronomía, la hoy llamada alta costura y la decoración son las primeras artes creadas por nuestra especie, porque representan los excesos inútiles añadidos a las necesidades primarias de comer, abrigarse y guarecerse.

—Dígame, señora de Almenara, ¿dónde ha leído ese ensayo sobre la inutilidad? ¡Me gustaría conocerlo!

—¡No necesito leer a los demás para formarme una opinión, doctor!

—Prosiga, señora: me tiene usted absolutamente fascinado.

—Pues bien —continuó Alicia—, en el momento mismo en que el espíritu creador del hombre se despegó incluso de la necesidad primaria para producir sus lucubraciones, nacieron las grandes Artes: la Poesía, la Danza, la Música y la Pintura.

—Olvida la Arquitectura.

—Considero a la Arquitectura, como a la Gastronomía, un añadido inútil a una necesidad «primaria». La Danza, en cierto modo, también tiene este lastre, pero se aleja más de la necesidad. Es… ¿cómo explicarme?, una… una… ¡una mímica sublimada! ¡Eso es lo que quería decir! Tal vez la Danza sea anterior al lenguaje y tuviera en sus orígenes una intencionalidad práctica: con carga erótica, reverencial o religiosa. ¡Yo no estaba allí, y no sé qué «intencionalidad» tenía! Pero no hay duda que encerraba «un propósito», encaminado a la consecución de un fin. No sé si me explico, pero la intencionalidad es algo muy superior a la «necesidad primaria». Está ya directamente relacionada con el juicio y la voluntad. «Quiero esto y voy a demostrarlo con gestos y ademanes rítmicos». ¡Y la Humanidad se puso a danzar! ¡De ahí a la Paulova o a Nureyev no había más que un paso! La Pintura pertenece a un género superior. ¡Es más inútil todavía! Tiene un lejanísimo parentesco con la escritura ideográfica, mas una vez añadida su carga de inutilidad, la distancia entre lo necesario y lo que no sirve para nada, se hace tan grande, que la considero entre las primeras de las Artes Mayores. ¿No opina lo mismo, doctor?

—Mi querida amiga, no es mi opinión lo que interesa, sino la suya.

—¿Y no le interesa que a mí me interese conocer su opinión, doctor? ¡Sería muy poco galante de su parte dejarme hablar y hablar sin intervenir!

—Eso es precisamente lo que deseo, señora. Y empiezo a pensar que se le ha acabado la inspiración. ¿Cómo juzga usted la Poesía?

—Paralela en méritos a la Pintura, aunque un tanto más inútil todavía. ¿Qué quiere decir, o para qué sirve decir: Mi corazón, como una sierpe se ha desprendido de su piel, y aquí la miro entre mis dedos llena de heridas y de miel?

»¡Oh, doctor! Ni el corazón tiene una piel como la de las serpientes que se la cambian cada temporada como las modas de las mujeres, ni los ofidios ni el corazón acostumbran a impregnarse del zumo de las abejas; ni hay hombre que pueda contemplar viscera tan delicada entre las manos: pues si estuviese vivo moriría en el intento; y si muerto, no podría contemplarla. ¡Y sin embargo este poemilla de García Lorca es arte puro!

»Queda, por último, la Música. ¿Qué mayor inutilidad que unir unos ruidos con otros ruidos que no expresan directamente nada y que pueden ser interpretados de mil distintas maneras según el estado de ánimo de quien los escuche? ¿A quién alimenta eso? ¿A quién abriga? ¿A quién cobija? ¡A nadie! La Música es la más inútil, biológicamente hablando, de todas las Artes y, por ello, por su pavorosa y radical inutilidad, es la más grande de todas ellas; la menos irracional, la más intelectual, la más espiritual, la más humana, en tanto que esto signifique superación de los seres inferiores. Porque lo cierto es que hay quien entiende, ¡equivocadamente, claro está!, por “humano”…

Alicia se detuvo y se sonrojó:

—¡Ah, doctor, estoy hablando como un ser pedante e insufrible! Discúlpeme. No quiero hablar más.

—La he llamado precisamente para que conversemos —insistió el doctor.

—Estoy tan avergonzada de mi charlatanería… que ahora desearía ser «mutista», como mi compañero de mesa.

—¿Un tal Rosendo López? —preguntó el doctor.

—No. Mi vecino de mesa se llama Bocanegra, o algo parecido, y me ha escrito una nota diciendo que «no habla porque no le da la gana».

—Ése sí que es un verdadero enfermo —comentó el doctor—. ¡Un verdadero enfermo!

Y al punto se arrepintió de haberlo dicho, porque indirectamente había insinuado que ella no lo era. Y afirmar eso sería tanto como engañarla.

—Me estaba usted diciendo qué es lo que se entiende y lo que no debe entenderse por «humano».

—La gente equivoca este término y entiende por «debilidades humanas» lo que en realidad son «debilidades animales». Lo humano, por el contrario, es lo que supera a lo animal: lo que está por encima de lo que hay en nosotros, de fieras.

—Me dijo usted antes, señora de Almenara, que el silencio no existía… ¡He aquí un tema que me gustaría escucharle!

—¿Me va usted a tolerar seguir parloteando, doctor?

—La voy a provocar a seguir hablando.

—Pero, doctor, me avergüenza el concepto que va usted a formarse de mí. ¡Yo nunca he sido charlatana!

—¿Y si le dijera que además de conocerla clínicamente me interesa conocerla intelectualmente?

—¡Me sentiría muy pedante, doctor Arellano! Me gusta tener cierto sentido de la medida.

—Expláyese mejor. ¿Por qué afirmó antes que el silencio no existía?

—Por puro sentido de la observación, doctor.

—Explíqueme eso con cierto detalle.

—Muchos afirman —comenzó Alice Gould con aire distraído y distante— que el hombre ha matado el silencio. Es muy injusto decir eso, porque el silencio ¡no existe! A veces huimos de la gran ciudad para escapar del bullicio, pero no hacemos sino trocar unos ruidos por otros. Cuando se acercan las vacaciones, deseamos conscientemente cambiar de ocupación: la máquina de calcular, por la bicicleta; o la de escribir, por el arpón submarino. También de un modo consciente deseamos cambiar de paisaje: la ventana del inquilino de enfrente por la montaña, el campo o la playa. Pero de una manera inconsciente, lo que anhelamos, sin saberlo, es cambiar de ruidos: el bocinazo, el frenazo, el chirriar de las máquinas, las radios del vecino, por otros menos desapacibles, como el rumor del viento entre los pinos o la honda y angustiada respiración del mar.

—¿Considera usted al mar como un ser vivo?

—¡Naturalmente, doctor! La tierra no es un planeta muerto. Y el mar ocupa las tres quintas partes de la tierra… o… o algo parecido. Y además se mueve y hace ruido. ¡Todo lo que vive lleva el sonido consigo!

—Me sorprendió usted, señora de Almenara, desde que entró por esa puerta; sería injusto negarle que mi sorpresa va de aumento en aumento. No obstante, sigo creyendo que la total soledad se aproxima mucho al silencio.

—No, doctor. No hay bosque, por oculto y lejano que se halle, por tranquilo que esté el aire que lo envuelve, que no tenga su propio idioma sonoro. ¿Usted no ha oído hablar a los árboles? ¡Todo el mundo los ha oído hablar! No se sabe bien qué es lo que se escucha, qué es lo que suena. No hay arroyos en las proximidades, no hay pájaros, no hay insectos, y las copas están quietas. Con esto y con todo, hay un pálpito indefinible, indescifrable. Se dice entonces que se oye el silencio. Es una manera de decir porque lo cierto es que «algo» se oye… mientras que el silencio es inaudible.

—No se interrumpa, señora. Estoy embobado escuchándola.

Animada y halagada por la admiración que despertaba en el doctor, Alice Gould prosiguió:

—He aquí una palabra, «silencio», que el hombre ha inventado para expresar una realidad que no ha experimentado jamás, para describir lo que nunca ha conocido: porque todo en él y alrededor de él es un cúmulo de mínimos estruendos. Y la voz que sonó una vez no se pierde para siempre. La vibración de la onda sonora se expande y aleja, pero permanece eternamente. Esta conversación que estamos teniendo, doctor, existirá en el futuro en algún lugar lejano.

—¿Quiere usted decir que toda palabra es eterna?

—Es una simpleza lo que digo. No hay nada de original en ello, puesto que está probado. La curiosidad insaciable del hombre creó grandes ojos (los telescopios) para ver más allá de lo que la vista alcanza. Ahora ha creado grandes orejas (los radiotelescopios) para captar los ruidos del Universo. Y he leído que aún se oye el sordo clamor de la primera explosión: la que fue origen de la creación del mundo y de la fuga de las galaxias. ¡Antes de esto, sí existía el silencio! ¡Y se acabó! ¡No hablo más! ¡Me ha forzado usted a expresarme ex cátedra, pedantescamente! Ha conseguido avergonzarme. ¡Me siento muy ridícula!

Quedó mudo el doctor y observó descaradamente —entre compadecido y admirado— a aquella singular mujer, inteligente, sensitiva, fina, atacada de una enfermedad aún sin diagnosticar.

—¡Oh, doctor, le he aburrido; estoy segura de que le he aburrido! ¿No me responde, don César?

—Después de sus admirables palabras sobre el silencio, respéteme usted, señora de Almenara, que me recree recordándolas. Estuvo callado mucho más tiempo de lo que Alicia hubiese querido.

—¿Le he molestado en algo, doctor?

—Sí. ¡Cállese!

Al cabo de unos segundos, preguntó:

—¿Puedo retirarme?

—¡¡No!! —Fue la respuesta desabrida de César Arellano. Y, enseguida, añadió disculpándose:

—He dicho «no»… porque me faltaba preguntarle si necesita usted algo… y si yo puedo proporcionárselo.

—Sí, doctor… ¡Míreme! ¡No estoy acostumbrada a andar vestida así! Ello me deprime. He visto a algunos residentes correctamente vestidos: tal vez exageradamente bien vestidos. Yo no aspiro a tanto. Quiero, sencillamente, no estar disfrazada de lo que no soy: un chulo de barrio, un hortera de pueblo. ¡Quiero vestirme de mí misma! ¡Claro que no quiero galas ni elegancias sofisticadas! Pero, eso sí, vestirme con cierta armonía, de acuerdo con las circunstancias en las que estoy… y… y… recuperar mis objetos de tocador.

—Cuando suba usted a su cuarto se encontrará con sus objetos personales. Sólo le ruego que se vista usted con cierta discreción.

—¡Oh, doctor! ¿Es cierto lo que me dice? —exclamó con gran alegría.

—Un momento… un momento… ¡No quiero precipitarme! ¿Quién dio la orden de…? En realidad haré todo lo posible para que recupere usted sus cosas… en cuanto hable con el doctor Ruipérez. ¡Vamos, señora, no vale la pena de que se afecte tanto por haber rectificado! Me precipité en decirle que sí, impulsado por un gran deseo de complacerla. Mañana proseguiremos nuestras conversaciones.

—Esto que hemos hecho hoy, ¿se llama psicoanálisis?

—¡No! ¡En absoluto! Yo no usaré esa terapia con usted; ni siquiera la hipnosis; salvo que me lo ordene el doctor Alvar. Pretendo simplemente conocerla… y que usted me conozca, hasta confesarme voluntariamente su secreto, que intuyo no está alveolado en su subconsciente, sino flotando libre y alegremente en su consciente. ¿Me equivoco?

—Zona rastrillai

—¿Qué quiere decir eso?

—Zona acotada…, en ruso.

—Hábleme de su secreto.

—¡Vedado de caza!

—Bien, señora de Almenara. Es usted una mujer… «modélica»… ¡Qué expresión más torpe! Es usted una mujer admirable; ésa es la palabra: digna de admiración, y con una personalidad cautivadora. Me siento realmente satisfecho de haberla conocido. Sólo lamento… el sitio… y la ocasión.

—Doctor, ¿qué dije antes para que usted se enfadara?

—No me enfadé con usted, Alicia, sino con el hecho de que… sea usted tan perfecta y que a pesar de ello… ¡Bien! ¡Me callo! Algún día se lo diré.

Cuando la paciente hubo salido, el médico anotó unas palabras en un bloc. A las que añadió con gesto malhumorado: «¡No es usual ver a los ángeles en el infierno!». Mas enseguida lo tachó porque se avergonzaba de haberse dejado fascinar, cautivar, por la belleza, el encanto y la rara personalidad de Alice Gould.