UNA LINDA MUCHACHA deportivamente vestida con unos pantalones vaqueros, una alegre blusa de colores y una chaqueta de lana sin abrochar, asomó entre las jambas. Para Alice fue como la aparición de un ángel, pues había imaginado la llegada de una bruja robusta y desgreñada, vestida con bata blanca y enarbolando una camisa de fuerza.
—Soy Montserrat —dijo jovialmente la recién venida. Y al punto añadió—: ¡Uf! ¡Qué señora tan distinguida!
Es usted una joven muy bonita —comentó Alice con voz débil, devolviendo el cumplido—. ¿Es realmente Montserrat? ¿Montserrat Castell?
—La misma. ¿Por qué me lo pregunta con tanta alegría?
—Porque la imaginaba a usted muy distinta.
—Cuénteme cómo me imaginaba.
—Fea, gorda, baja y fuerte como un toro: capaz de dominar, si llegara el caso, a un loco furioso.
Montserrat rio de buena gana.
—No soy bonita —exclamó sin dejar de reír—, pero tampoco el carcamal que usted imaginaba. En cambio, ha acertado usted en lo de creerme capaz de dominar a un hombre. En efecto, soy capaz. He tomado clases de judo.
—¡No es posible! —Palmoteó Alice Gould.
—¿Tanto la sorprende?
—No me sorprende. Me alegra. ¡Porque yo las he dado también! ¡Soy cinturón azul!
—¿Usted…?
—¿Se sorprende?
—Me ocurre lo que a usted: me alegro. ¡Así podremos practicar! Aunque yo soy de muy inferior categoría.
Rompieron ambas a reír con la mayor jovialidad del mundo. Una clara corriente de simpatía fluía en ambas direcciones entre las dos.
—Y dígame, Montserrat, ¿cuál es la misión que desempeña en esta casa?
—Enseguida lo verá. Venga usted conmigo y le contaré mis secretos.
Cruzaron el umbral de la puerta por la que Alice sentía tanta prevención, y penetraron en un pasillo, largo y estrecho, bordeado a uno y otro flanco por módulos acristalados y al que llegaban, como afluentes al río principal, otros corredores. No se oía otro ruido que el tecleo monótono de una máquina de escribir. Al fondo del pasaje, un portalón de acero, de mayor envergadura y consistencia, cubría todo el panel. Avanzaron amistosamente agarradas del brazo, como si se conocieran desde siempre.
Alice se detuvo.
—¿Qué puertas son éstas?
—Corresponden a las oficinas.
—¿Y aquella grande, del fondo?
—La llamamos «La Frontera». Ahora estamos en la «aduana». ¡De todo hablaremos en su momento! Mire: éste es mi despacho. Pase usted. Es pequeño, pero confortable.
Era una habitación muy modesta. El presupuesto del sanatorio no daba para más. Con todo se veía la mano de una persona delicada, en pequeños detalles, como flores, aunque estuviesen colocadas en un vaso de beber; fotografías artísticas haciendo las veces de cuadros; el buen orden de cada objeto y la absoluta limpieza. Encima de la mesa, un pequeño crucifijo de hueso que imitaba marfil, y, en el suelo, la maleta, el neceser y un saco de mano —todo haciendo juego— que había traído consigo al sanatorio Alice Gould. Tras un pequeño biombo, un lavabo y un espejo.
Tomó Alice asiento en el sillón de una minúscula salita y Montserrat se dejó caer de espaldas sobre el frontero, levantando, al hacerlo, los pies hacia el techo.
—A usted no la han sometido «todavía» a ningún tratamiento, ¿verdad?
—No. «Todavía», no.
—Entonces haremos una pequeña picardía.
Se incorporó con tanta agilidad como se había sentado, levantando para tomar impulso las piernas al aire; entrecerró sigilosamente la puerta y extrajo de un armario una botella de jerez y dos copas.
—¿Está usted segura —preguntó Alice— de que está permitido beber?
—Puede que cuando le hagan el tratamiento se lo prohiban. Entretanto, ¡aprovechémonos!
Llenó ambas copas.
—Chin, chin… —murmuró Montserrat, al golpear cristal contra cristal, a modo de brindis.
—Chin, chin… —repitió Alice maquinalmente. Y enseguida, con añoranza:
—A mi padre, que era inglés, le entusiasmaba el jerez. ¡Lo que ignoraba es que también les gustara a los españoles!
—¿Es usted hija de ingleses?
—Ya hablaremos de mí —respondió Alice—. Ahora ardo en deseos de saber qué hace aquí mi equipaje y cuál es la misión, en qué trabaja y en qué se ocupa una muchacha tan agradable y tan simpática como usted.
—Se lo diré: yo ingresé aquí como asistenta social, hace ocho años… —Alice Gould la interrumpió asombrada.
—¿Ocho años dice? Sería usted una niña…
—No lo crea. Tengo treinta.
—¡Yo no le hacía más de veinte!
Rio Montserrat con la jovialidad que solía. No era la suya una risa fingida ni simplemente cortés. Le manaba espontáneamente del alma, como el agua que rebosa de un manantial.
—Bien, prosigo —dijo Montserrat—. Años después se necesitó un monitor de gimnasia, y gané, por concurso, el puesto de monitor. Más tarde se creó una plaza de psicólogo. Para preparar los tests, estudié a fondo… ¡y la plaza de psicólogo fue cubierta por una psicóloga! Ésos son mis tres puestos «oficiales». Pero, además, me han encargado otras funciones que antes dependían de múltiples personas que, según dicen, no siempre actuaban con acierto. Y una de esas funciones es la que estoy realizando ahora con usted: ayudarla a dar los primeros pasos, informarla de las costumbres obligadas del sanatorio y… siempre que usted me lo permita, aconsejarla.
—No sólo se lo permito, Montserrat: se lo ruego…
—¿Puedo entonces comenzar mis clases?
Bebió Alice un sorbo de jerez, asintió con la cabeza y mostró la mayor atención.
—No sólo ha de cambiarse de ropa, como le ha sugerido el doctor, sino también de nombre. Llámese Alicia simplemente: el apellido ni lo mencione. Para las gentes que va usted a tratar, hasta una fonética extranjera marca un signo de excesiva «diferenciación». Y ya está usted más que diferenciada con su estatura, sus rasgos faciales tan perfectos, su distinción natural y su clara inteligencia, para «además» llamarse o vestirse de un modo distinto a como ellos acostumbran a oír o a ver.
—La diferencia que me separa de los otros residentes es más profunda que la fonética de un nombre o una manera de vestir —comentó Alice, pronunciando cada palabra con intencionada lentitud.
Y humedeció de nuevo los labios en el jerez, bien que apenas lo sorbió.
Sin mirarla directamente a los ojos, y a sabiendas de cuál sería la respuesta, Montserrat preguntó:
—¿A qué diferencia se refiere usted?
—Muy sencillo. Ellos están enfermos. Y yo, no.
Montserrat no hizo comentario alguno. ¡Cuántas veces a lo largo de los años había escuchado la misma cantinela! Pero no era lo mismo oírla de labios de un ser cuyos rasgos —o cuyos ojos— denunciaban a las claras su deformidad mental, que de los de esta mujer cuyas ideas y cuyos sentimientos parecían tan bien ordenados y equilibrados como sus movimientos, o como la armonía de los tonos del bolso, los zapatos, el vestido y el equipaje.
—Dentro de unos minutos vivirá usted tres experiencias: una, por cierto, muy entretenida; las otras, no.
—Comencemos por la peor.
—Después de que escojamos la ropa que más le conviene, y ya se haya vestido con ella, habrá usted de entregar (contra recibo y un inventario) todos los enseres que tenga encima, la ropa que lleva puesta y su dinero. Todo —insistió con énfasis—: El reloj, el encendedor, el anillo, el broche. En la celda no podrá usted tener nada personal.
—¿Ni algodón?
—Ni algodón.
—¿Ni cigarrillos?
—Ni cigarrillos. De día puede usted fumar, pidiéndoselo al vigilante de turno. De noche, no. Todos sus enseres serán precintados y almacenados, en tanto esté usted en «observación». Y se los devolverán al salir, cuando esté curada o, simplemente, cuando consideren que no significan un peligro para usted o para los demás.
—Ya le dije que no estoy enferma —insistió Alice—: Estoy secuestrada. Soy víctima de un secuestro legal.
Apenas lo hubo dicho tomó la copa de jerez en sus manos. Continente y contenido temblaban entre sus dedos.
—La experiencia «entretenida» —continuó Montserrat haciendo oídos sordos a la declaración de sanidad psíquica de la señora de Almenara— es el test psicológico para medir la edad mental, la capacidad de concentración, la velocidad de decisión, los reflejos y otras cosas similares. Estoy segura de que pasará la prueba brillantísimamente. Pero no es obligatorio que sea hoy. Si se siente usted cansada o deprimida, puede aplazarse para otro día.
—No tengo motivos para estar deprimida —dijo Alice mordiendo cada palabra—. Pero lo cierto es que estoy cansada. Muy cansada.
Dio un brusco giro a su cabeza, corrió para apartar de la frente un bucle o un pensamiento que la estorbara, y bebióse el contenido de la copa de un solo golpe.
—¿Puedo fumar?
—¡Se lo ruego!
—¿Puedo encender… con mi encendedor, por última vez?
—¡Por favor, Alicia!
Encendió el cigarrillo sin poder dominar el temblor de sus labios y de sus manos; pasó la yema del índice por cada una de sus aristas; lo mantuvo un instante en la palma de la mano, como si quisiese grabar en la memoria su peso y su forma, y extendió el brazo hacia Montserrat Castell.
—Acéptemelo, se lo ruego. —La asistenta social tomó cariñosamente con ambas manos la que le tendían y se la cerró con el encendedor dentro.
—Nos está prohibido aceptar regalos de los residentes. Me jugaría el puesto. Y créame —añadió con voz amistosa— que deseo estar cerca de usted toda la temporada que viva aquí.
—¡Entonces, tampoco lo quiero yo! —gritó Alice Gould. Y llena de despecho lanzó al suelo la pieza de oro blanco.
No tuvo tiempo de arrepentirse ni disculparse. La puerta, que estaba sólo entrecerrada, se abrió con brusquedad. Una sesentona de aire severo (en cierto modo semejante, si no parecida, a como había imaginado que sería Montserrat Castell) penetró sin llamar. Extendió la vista de un lado a otro, hasta descubrir en el suelo lo que buscaba.
—¡Recójalo! —ordenó con tono y modales que no admitían réplica. Alice palideció más aún de lo que parecía permitir la blancura natural de su piel.
—Esta señora —intervino Montserrat— no es residente «todavía».
—¡Sí, es residente! ¡Acaban de darme su «ingreso»! ¡Vamos, recójalo!
Alice, señora de Almenara, se inclinó sobre el suelo, recogió con mano temblorosa el encendedor y se lo entregó a quien lo pedía.
—¡Guárdelo en su bolso!
Obedeció.
—Cuando terminéis y se haya desnudado, me llamáis —dijo la mujer fuerte. Y sin añadir más, salió.
La nueva reclusa (sólo ahora comprendió que ya lo era) se llevó ambas manos al rostro. No lloró. Su voz se oyó hueca y opaca.
—Juro a Dios que nunca, nunca, volveré a tener, mientras esté aquí, arrebato de cólera. —Se cubrió los ojos con las manos. Repitió:
—Lo juro ante Dios vivo… —Y una vez más:
—Lo juro.
Montserrat, como si no hubiese ocurrido nada, comentó:
—Esta mujer se llama Conrada Azpilicueta. Es la decana del sanatorio. Ella y yo somos más antiguas que el director y que todos los médicos y los enfermeros. Salvo los pacientes, claro. Hay algunos que llevan aquí más de cuarenta años. Alicia… ¿le sirvo otra copa de jerez?
Alice Gould negó con la cabeza.
—Tal vez lo vaya usted a necesitar…
Negó de nuevo.
—Se me olvidó decirle que hemos recibido órdenes de practicar un trámite que será, sin duda, muy humillante para usted. ¡A no todos los humilla, por supuesto! Hay algunos que se ríen y se divierten con estas pruebas. Yo no las puedo sufrir. Se trata de esculcar a algunos enferm… quiero decir algunos residentes, una vez que están desnudos. Deben hacer algunas flexiones y dejarse hurgar en sus partes más intimas por… por… esta señora que acaba de conocer. —Las pecas que cubrían parte del rostro y el dorso de las manos de Alicia se volvieron cárdenas.
—¿A todos los que ingresan se les hace pasar por esa prueba?
—A todos, no. Sólo a muy pocos: a los drogadictos o a los sospechosos de querer atentar contra su vida o la ajena…
—Pero ¡no es mi caso!
—Tal vez esa estúpida historia del veneno de su historial clínico sea la causa de que…
—¿Piensan que puedo traer veneno escondido en… en esas partes?
—Yo… —precisó Montserrat, eludiendo la pregunta— no asisto nunca a esos cateos. ¡Es más fuerte que yo!
—¿Y si yo le suplicara, con toda mi alma, que no se fuese? —rogó Alicia con un hilo de voz—. ¡No me deje sola con esa mujer!
—Cada cosa requiere su orden. Antes de desnudarse, veamos si tiene usted ropa que le sirva para diario.
Extendieron las maletas sobre la mesa: faldas de tweed, suéteres y chaquetas de Cachemira, ropa interior de encaje, blusas de seda francesas e italianas, zapatos de marca…
—¿No tiene usted unos pantalones vaqueros?
—No.
Conrada penetró en la habitación y husmeó el contenido de la maleta.
—Nada de esto sirve. ¡Vaya usted desnudándose!
La prueba se realizó en el propio despacho de Montserrat; Alice Gould se desnudó despacio, doblando cuidadosamente su ropa sobre la mesa. Tenía los labios apretados y la mirada febril. Montserrat consideró que la nueva enferma tenía una gran facha… vestida: mas no un buen cuerpo desnudo. Tal vez lo tuviera, seguramente lo tuvo cuando era más joven. Pero ya no lo era. Su distinción, su exquisita elegancia eran producto a medias de su modisto y de su apostura. Así, desnuda, parecía un ser desvalido e inerme.
La primera parte de la operación tuvo lugar sobre el sofá donde Alice hubo de tumbarse y ofrecer su cuerpo como a la intervención del ginecólogo.
—Ahora, póngase en pie y doble las piernas —ordenó Conrada—. Suponga que está en el campo y que se dispone a orinar. ¡Vamos! ¡Hágalo!
Montserrat Castell se volvió de espaldas y se mordió los labios. Consideró la humillación que para esa señora tan exquisita debía suponer someterse a semejante ceremonia. Recordó al «Tarugo» unos años más atrás, radiante por la novedad de esta experiencia, pidiendo a gritos que le hurgasen más adentro del ano, pues era más arriba donde guardaba un secreto.
A las mujeres, esta investigación se hacía por igual en el recto y en la vagina, donde alguna vez ocultaban drogas o limas, o pequeños punzones capaces de matar, o tal vez veneno, cuidadosamente envuelto en bolsitas de plástico, sin sospechar que nadie pudiese hallarlas en tal escondrijo.
Cuando la degradante y exhaustiva operación hubo concluido, Conrada ordenó: «¡Vístase esto!». Montserrat se volvió hacia Alicia que así de pie, desnuda, sofocada —con grandes manchas violáceas bajo los párpados—, parecía la imagen misma de la desolación.
—Me ha dicho que me vista. ¿Qué he de vestirme?
—Eso… —señaló Conrada.
—¿Puedo… puedo… conservar mi ropa interior antigua?
—Sí —respondió rápida Montserrat, anticipándose a cualquier otra decisión—. Póngasela. —Conrada, entretanto, se lavaba las manos, mirándola vestirse a través del espejo.
—Y antes —preguntó Alice Gould tartajeando de rabia— ¿se las había lavado usted? —Procuró dominarse, pues se había jurado no dejarse llevar por la cólera.
Vistióse Alicia con unos pantalones de hombre, aunque limpios, viejos; unos calcetines, también varoniles; y unos zapatos bajos. En cuanto a la prenda superior no sabía cuál era el revés y cuál el derecho. Era una blusa descolorida, mil veces lavada en lejía. Sobre ella una chaqueta de punto, nueva, pero tan basta y desangelada que daba pena contemplarla. Conservó, como hemos dicho, su ropa interior como reliquias de su pasado. Cuando hubo concluido de vestirse, declaró:
—Estoy dispuesta.
Salió Montserrat del cuarto, rogando a Alicia que la esperara, y al poco tiempo regresó: «La ecónomo —dijo— no puede ahora atendernos. Ya nos avisará».
Sentáronse. Montserrat respetó el tenso silencio de Alicia. Con miradas furtivas, la reclusa contemplaba la parte visible de los calcetines entre los bastos zapatos de agujetas y el borde del pantalón hombruno; las mangas de su blusa blancuzca —que no blanca— y que un día fue de colores estampados, algunos de los cuales resistieron heroicamente los embates de la lejía.
Alicia se comparó con un soldado romano. ¡Qué extraña asociación de ideas! Lo cierto es que, llegada la hora del combate, el soldado, armado de todos sus instrumentos ofensivos y protegido por el casco, el escudo y la coraza, se comportaría de otra suerte que si le lanzasen desnudo a un cuerpo a cuerpo con el enemigo. Ella contaba entre sus armas con su buen gusto en el vestir y su poder de seducción. Tal como la habían disfrazado se sintió inerme y desamparada. La batalla había empezado y la privaron de su armadura. Su osadía no era ya la misma. Sentíase insegura y desmoralizada. Sin su atuendo acostumbrado, Alicia era como un milite romano sin su coraza.
El traje de color crema, con el que llegó al sanatorio, yacía sobre la mesa, caída la falda hasta cerca del suelo y doblado el corpiño hacia atrás, como una mujer muerta, tumbada de espaldas.
—Me dijo usted antes —preguntó Montserrat por romper el hielo— que conocía el judo. ¿Cómo se le ocurrió aprenderlo?
—Soy detective diplomado —respondió secamente Alicia. La ecónoma asomó el rostro por el vano.
—Cuando quieran.
—Hemos de transportar los bártulos a su departamento —explicó Montserrat—. Yo la ayudaré.
El recuento de la ropa fue exhaustivo, así como los objetos de tocador del neceser y cuanto contenía su bolso y su saco de mano. Todo fue precintado.
—¿Los libros también?
—También.
Éstos eran tres: Introducción a la Filosofía, de Kóesler; Antropología del delincuente, con un subtítulo que decía: «Crítica a Lombroso», y Dietética, salud y belleza, de Jeannete Leroux.
—¿El cepillo de pelo? ¿A quién puede molestar que tenga un cepillo de pelo?
Alice Gould estaba sentada frente a la ecónoma, al otro lado de la mesa en que se anotaban cuidadosamente los objetos guardados. La funcionaría, al oír a Alice, tuvo una asociación de ideas, y rogó a ésta que acercara su cabeza. La palpó cuidadosamente y extrajo de su pelo una, dos, hasta diez horquillas. Las contó, las anotó y las guardó. El cabello cuidadosamente recogido cayó, lacio, sobre la nuca.
—¿A todos los que entran aquí los desvalijan de esta manera? —protestó Alicia.
Montserrat prefirió callar. ¿No serían excesivas las precauciones que tomaban con esta señora? Se guardó muy bien de confesar que el médico había dado instrucciones de que se comprobase que no había algún objeto extraño en las cremas, los tarros, los frascos. Hasta ordenó que se desmenuzase el jabón de tocador. Y que se la privase de la posesión de todo objeto punzante. Pero se abstuvo de informar a la nueva paciente de que un cateo tan exhaustivo era excepcional. Y, como no le gustaba mentir, optó por guardar silencio.
La señora de Almenara se puso en pie.
—¿Qué he de hacer ahora?
—Espéreme en mi despacho —rogó Montserrat.
Cuando regresó, tras unas diligencias, Alice Gould, señora de Almenara —definitivamente Alicia desde entonces— se contemplaba llorando ante el espejo. A la propia Montserrat Castell se le saltaron las lágrimas. En media hora escasa, la dama se había transformado en pordiosera; su elegante atuendo, en un hato de harapos; su cuidado cabello, en greñas; su aspecto había envejecido en diez años; y, al aproximarse a ella, por carecer de tacones, la descubrió más baja. Si esta mutación se había producido en pocos minutos, ¿qué no sería dentro de dos, diez, veinte años?
Cerró Montserrat los ojos para que no se borrara de su memoria, antes que fuera tarde, el recuerdo de la mujer grácil y armoniosa que le sorprendió por su elegante apostura cuando fue a buscarla al despacho del doctor Ruipérez, y se aproximó a la ruina que la había reemplazado.
—Alicia —murmuró—, tenemos ya permiso para entrar. Los reclusos han concluido de comer y se disponen a acostarse. Usted y yo iremos al comedor. Cenaré con usted y más tarde la acompañaré a su celda, que es individual, por ser de pago.
—No tengo apetito para cenar.
—Tenemos que cumplir el reglamento. ¿Vamos?
Junto a la puerta de metal que culminaba el pasillo, había un enfermero, descorrió dos cerrojos y empujó el pesado armatoste.
—Ésta es Alicia, la nueva reclusa.
—Ya sé, ya sé…
—Buenas noches —dijo Alicia cortésmente; pero el hombre no le respondió.
La sala era inmensa y estaba repleta de múltiples mesas y sillas. Sobre las primeras, ceniceros llenos de colillas, y en algunas, juegos de damas, parchís, dados y ajedrez. Se notaba que la gran sala —o enorme galería— había estado ocupada pocos momentos antes. También había un asiento corrido de cemento que bordeaba —como un zócalo— casi toda la habitación y una cristalera —ahora cerrada— que daba al parque. El techo era muy alto. A una distancia desproporcionada del suelo estaban las ventanas (Alicia las contó: dos, tres, seis…) enrejadas y cubiertas, además, por una telilla metálica.
—Antes —explicó Montserrat—, todas las ventanas estaban enrejadas. Ya no. Estas que ahora vemos son las únicas supervivientes. Hoy los mani…, los hospitales psiquiátricos, están mucho más humanizados. Nuestro actual director ha hecho una gran labor en ese sentido.
—¿El doctor Alvar?
—Sí. ¿Le conoce usted?
—Nos conocemos… indirectamente. A través de un amigo común.
—Esta sala en que estamos —comentó Montserrat— la llaman «De los Desamparados».
—¿Por qué?
Montserrat se limitó a decir:
—Mañana lo comprenderá usted mejor.
Tras varias galerías —todas grandes, todas altas— llegaron al comedor. Aquel edificio —todo lo contrario de una casa de muñecas— parecía construido para gigantes. En el refectorio, muchas mesas —de treinta o cuarenta cubiertos casi todas—, de las cuales sólo una estaba ocupada por un inmenso hombretón, de cara desvaída y cabeza desproporcionadamente pequeña para su cuerpo, al que una enfermera daba de comer, llevándole la cuchara a la boca, como a un niño.
Alicia y Montserrat se sentaron alejadas de él.
—¿Está paralítico? —preguntó Alicia.
—No. Es un demenciado profundo. No es ciego, pero no ve; no es sordo, pero no oye. Tampoco sabe hablar ni andar. Su cerebro está sin conectar. Es como una lámpara desenchufada.
—¿Y siempre ha sido así?
—No. Se ha ido degradando lenta, progresiva, irreversiblemente.
—¿Es peligroso?
—¡En absoluto! Si lo fuese, estaría en lo que algunos llaman, ¡muy cruelmente!, la jaula de los leones.
—¿Qué significa eso?
—La unidad en la que residen los más deteriorados.
Comieron en silencio un guiso de patatas cocidas con algunos trozos, pocos, de pescado, excesivamente aliñado todo ello con azafrán. El alimento estaba tan amarillo por la especia, que parecía de oro. De postre, dos manzanas.
A media comida, concluyó la del otro comensal. La enfermera, con alguna dificultad, logró ponerle en pie, alzándole por las axilas. Retiró la silla que había tras él, y se fue, llevándose el plato. El hombre quedó de pie, inmóvil, los brazos separados, los hombros encogidos, en la misma postura que le habían dejado, tal como si siguiesen alzándole por los sobacos.
—¿Se va a quedar solo? —preguntó Alicia.
—No. Enseguida vendrán dos enfermeros a desnudarle y acostarle. Le llamamos «el Hombre de Cera» porque mantiene la postura en que le colocan los demás. Y no la cambia jamás ni puede cambiarla.
—¿Aunque hubiese un incendio?
—¡Aunque lo hubiese!
—¿Cómo se llama ese mal?
—Es una variante de la catatonía.
—¿Sufre mucho?
—No; no sufre. Hubo una pausa.
—¿Y usted, Alicia? ¿Sufre usted?
—Yo estoy resignada.
—Cuando usted quiera, la acompaño a su cuarto.
Penetraron en una nave tan grande como las acostumbradas. Una mujer —que no era Conrada, aunque se asemejaba a ella— sentada en una silla, junto a la puerta, hacía de cancerbero de aquel recinto.
—Ésta es Alicia, la nueva. Como hoy es su primera noche, le voy a hacer un poco de compañía —explicó Montserrat.
—Está prohibido.
—Ya sé, ya sé…
—Vaya con ella, pero que conste que está prohibido.
—Gracias —murmuró Alicia.
La guardiana simuló no haber oído y se cruzó de brazos.
El gran pabellón estaba dividido en dos bloques desiguales, por un pasillo. Según se avanzaba, el bloque de la izquierda —que ocupaba un quinto del gran pabellón— correspondía a las habitaciones individuales; y el de la derecha, que ocupaba los otros cuatro quintos, al dormitorio colectivo de mujeres. Eran cuadrículas pequeñas y sin techo dentro del gran pabellón, del mismo modo que las celdillas de las abejas abiertas en el conjunto de un panal. Pronto supo Alicia que no era el único dormitorio. Allí sólo dormían las tranquilas. Tanto la pared del pasillo que daba a la pieza colectiva como la que bordeaba los cuartos de una sola cama, estaban agujereadas por ventanucos sin cristal, de modo que la guardiana de noche pudiese observar lo que ocurría, lo mismo en el interior del bloque multitudinario como en el de las celdas privadas. De aquél llegaban murmullos, risas contenidas, cuchicheos apagados. Las reclusas debían de estar acostadas, mas no dormidas.
—Ésos son los servicios y los lavabos —explicó Montserrat, señalando unas puertas lejanas—. Más para ir a ellos, de noche, hay que pedir permiso a Roberta, la vigilante nocturna.
Sobre la cama de Alicia había un camisón de tela blanca, de mangas cortas, sin lazos ni botones.
—¿No puedo limpiarme los dientes?
—Mañana le darán todo lo necesario.
—¿Ni cepillarme el pelo?
Montserrat negó con la cabeza.
—¿Ni ponerme una crema hidratante en la cara?
Nueva negativa.
—A mi edad, si no se cuida la piel se reseca enseguida, y se agrieta y llena de arrugas.
—No faltarán ocasiones en que yo pueda hacer alguna trampa para usted… como la del jerez de hoy. Más por ahora le conviene cumplir el reglamento lo más estrictamente posible. Y no distinguirse en nada de las demás. Dígame, Alicia, ¿quiere que me quede un rato mientras se acuesta?
Alicia movió afirmativamente la cabeza.
—Mañana —explicó Montserrat mientras aquélla se desnudaba— en cuanto suene el timbre va usted a los servicios. Roberta le asignará un lavabo y un casillero para sus cosas de tocador. Muy pocas, ¿sabe? Un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un jabón y un peine. En treinta minutos todos deben estar vestidos. Después cada uno arreglará su cuarto, hará las camas y fregará un trozo de pasillo. La limpieza es la norma de esta casa. ¡Hace sólo quince años esta nave parecía una porqueriza o un corral de gallinas! Y ahora, ya ve usted, está más limpia que los chorros del oro. Tenemos un gran director. Hay un recreo de media hora antes del desayuno —prosiguió— en el que se reúnen los inquilinos del pabellón de hombres y de este de mujeres. ¡Después… más de doce se enamorarán de usted!
Alicia la interrumpió.
—¡Montserrat! ¡Mi cuarto no tiene techo!
—Es una medida de prudencia, para el caso de que las puertas quedasen bloqueadas por dentro. Y no olvide que muchos padecen claustrofobia.
Metióse Alicia en la cama y la Castell sentóse en su borde.
—¿Por qué es usted tan buena conmigo?
No esperó a que le contestasen.
—¡Odio que me compadezcan! No soy digna de compasión, puesto que no estoy enferma. Pronto todos lo comprenderán, y saldré de aquí; pero hoy, ahora, tengo miedo. No quiero que apaguen la luz. Dígale a la hermana de Conrada que no la apaguen…
—¿Cómo sabe que la guardiana de noche es hermana de Conrada?
—Usted me lo dijo antes.
—No. No se lo dije.
—Lo habré adivinado —comentó Alicia. Y siguió hablando entrecortadamente, como si jadeara. La tensión emocional se reflejaba en su rostro—. ¡Dígale que no apague la luz, y que no asome su horrible cabeza por ese agujero que hay en la pared! Se me paralizaría el corazón. Deme la mano, Montse. Ha sido usted muy buena conmigo. No se marche hasta que me haya dormido. Gracias, gracias, que Dios se lo pague. Apriéteme fuerte la mano y no se vaya. Estoy muy cansada…
Minutos después las luces fueron apagándose, manteniéndose sólo encendidas las que bordeaban el inmenso pabellón, de modo que la celda quedó en una vaga penumbra. Las voces, risas y toses del dormitorio común fueron también cediendo. Cuando la consideró dormida, Montserrat despegó suavemente los dedos de Alicia que oprimían su mano; la besó en la frente, y se fue. Los quehaceres de la jornada no habían concluido para ella.
Pero Alicia no dormía.
Súbitamente, la cabeza de la hermana de Conrada asomó por la ventana abierta sobre su celda. Alicia, que no se esperaba esta aparición, no pudo evitar un sobresalto y dio un grito. Al instante, en el dormitorio común se oyó un alarido —provocado, según supo después, por su propio grito—; al alarido siguió un llanto quejumbroso; al llanto, un clamor horrísono y espantable, como el aullido de un lobo. Y a poco se organizó una algarabía de lamentos, ayes y voces, en el que participaron casi todas, por no decir todas, sus vecinas de pabellón, y que llenó de pavor a la nueva reclusa. Sobre aquel estruendo, destacó como un trueno la voz de Roberta, dominando a todas:
—¡A la que grite la saco a dormir al fresco, entre culebras! Cesaron los gritos, pero prosiguieron los lloros.
—¡Y a la que llore, también; que sé muy bien quién es!
Se aplacó el llanto, pero siguieron los gimoteos. Se oyeron los pasos secos y rápidos de la guardiana de noche y, al punto, dos sonoras bofetadas. Se hizo el silencio. A poco, la puerta de la celda de Alicia se abrió y entró Roberta con la palma de la mano extendida y amenazadora. «La nueva» —como la llamarían durante muchos días— se irguió en la cama y la contempló con tal autoridad que la mano de la guardiana de noche se distendió: «¡Atrévase!», parecía expresar Alicia, sin pronunciar palabra.
—¡Estúpida! —Se limitó Roberta a decir.
Alicia se deslizó entre las sábanas y cerró los ojos. El corazón le batía en el pecho. Pensó que aquella noche le sería imposible conciliar el sueño. ¿Cuántas locas habría allí, en el dormitorio común? ¿Cómo serían? ¿Qué edades tendrían? ¿Cuáles las malformaciones de sus mentes? Pero también había oído gritos del lado de acá; en las celdas individuales que eran —según supo después— unas de pago, y otras para enfermas características: las llamadas «sucias», que se excrementaban al dormir; las que no podían valerse por sí mismas, las sonámbulas, las epilépticas y las que añadían a su cuadro clínico la condición de lesbianas.
Entre aquel mundo, sumado al de los hombres, que pernoctaban en otros pabellones, habría de descubrir un asesino, autor material de un crimen, o bien a su inductor; o, por ventura, a ambos.
Alicia deseaba dormir para estar lúcida y despejada a la mañana siguiente. Mas entre el querer y el poder media un abismo. Estaba físicamente cansada, pero su mente no cesaba un punto de maquinar y ese galán esquivo que era el descanso parecía haber renunciado definitivamente a visitarla. Cuando al fin consiguió adormecerse tuvo un sueño tan profundo cuanto parlanchín y desasosegado. Soñó que un león la trasladaba entre sus poderosas mandíbulas hacia un lugar incógnito, sin herirla ni siquiera dañarla. El león penetró en una cueva tenebrosa cuya luz se iba apagando a medida que profundizaba en ella. Cuando la oscuridad fue total, dejó de tener conciencia de sí misma.