El aspecto plácido de Bronovski nunca engañaba a quien llegaba a conocerle moderadamente bien. Era inteligente y no dejaba de preocuparse por un problema hasta que tenía la solución o hasta que lo había desmenuzado de tal manera que se convencía de que no existía solución.
Consideremos las inscripciones etruscas a las cuales debía su reputación. La lengua se había mantenido viva hasta el siglo primero de la era cristiana, pero el imperialismo cultural de los romanos la absorbió y la hizo desaparecer casi por completo. Las inscripciones que sobrevivieron a la hostilidad romana y —aún peor— a su indiferencia estaban escritas en letras griegas para que pudieran ser pronunciadas, pero nada más. El etrusco no parecía tener afinidades con ninguna de las lenguas vecinas; era muy arcaico, ni siquiera parecía indoeuropeo.
Por lo tanto, Bronovski se dedicó a otra lengua que tampoco parecía relacionada con ninguna lengua vecina, que era muy arcaica y que ni siquiera parecía indoeuropea, pero que estaba bien viva y que se hablaba en una región no muy lejana de donde habían vivido los etruscos.
¿Qué relación tendrían con la lengua vasca?, se preguntó Bronovski. Y tomó el vasco como guía. Otros habían intentado lo mismo antes que él, pero habían renunciado a proseguir. Bronovski no renunció.
Era un trabajo agotador, porque el vasco, de por sí una lengua extraordinariamente difícil, representaba una ayuda muy poco sólida. A medida que avanzaba, Bronovski encontraba cada vez más razones para sospechar alguna conexión cultural entre los habitantes del norte de la antigua Italia y los del norte de la antigua España. Incluso se hubiera atrevido a afirmar, con bastante fundamento, la existencia de una numerosa tribu pre-céltica en la Europa occidental, de cuya lengua descendían el etrusco y el vasco. Sin embargo, en dos mil años, el vasco había evolucionado, contaminándose mucho del español. El intento, primero, de analizar su estructura en la época romana y después de relacionarlo con el etrusco, fue una hazaña intelectual de tremendas dificultades, y Bronovski dejó estupefactos a los filólogos del mundo entero cuando triunfó.
Las propias traducciones etruscas eran una maravilla de torpeza y no tenían la menor importancia; en su mayor parte, eran inscripciones funerarias. Sin embargo, el hecho de haber sido traducidas era admirable y, en un momento dado, resultaron de la mayor importancia para Lamont.
Pero no al principio. A decir verdad, las traducciones existían ya cinco años antes de que Lamont adquiriera los primeros conocimientos acerca de la existencia, en la antigüedad, del pueblo etrusco. Pero entonces, Bronovski fue a la universidad para pronunciar una de las anuales Conferencias de Confraternidad, y Lamont, que en general rehuía el deber de los miembros de la facultad de asistir a ellas, hizo acto de presencia en aquélla.
No porque reconociera la importancia del tema o porque sintiera el menor interés por él, sino porque salía con una chica graduada en el departamento de lenguas románicas, y ella le ofreció la alternativa de ir a la conferencia o a un festival de música al que Lamont no quería asistir. La amistad que les unía, aunque era superficial y poco satisfactoria para Lamont, fue el motivo que le llevó a la conferencia. Pero inesperadamente el tema le resultó interesante. La lejana civilización etrusca entró por vez primera en su mente como una cuestión de relativa importancia y el problema de resolver una lengua aún no descifrada se le antojó fascinante. En su juventud le había gustado resolver criptogramas, pero lo dejó junto con otros pasatiempos infantiles en favor de los criptogramas mucho más importantes planteados por la naturaleza, lo cual le condujo a la parateoría. Ahora, la charla de Bronovski le recordó gozosas horas de su juventud dedicadas a extraer algún significado de una desordenada colección de símbolos, con dificultad suficiente para hallar interesante la tarea. Bronovski era un criptógrafo en gran escala, y lo que entusiasmó a Lamont fue la descripción del constante sondeo de la razón hacia el fondo de lo desconocido.
Todo hubiera acabado aquí (la triple coincidencia de la aparición de Bronovski en la universidad, la juvenil afición de Lamont por la criptografía y la presión social de una joven atractiva) de no ser por el hecho de que al día siguiente Lamont vio a Hallam y se colocó firmemente, y, como pudo comprobar después, de un modo permanente en la sombra.
Al cabo de una hora de haber concluido la entrevista, Lamont adoptó la decisión de ver a Bronovski. El motivo era el mismo que a él le parecía tan obvio que había ofendido tanto a Hallam. Por la sencilla razón de haber sido censurado, Lamont se sintió en la obligación de replicar y en relación específica con el punto de censura. Los parahombres eran más inteligentes que los hombres. Lamont lo creía de un modo casual hasta entonces, basándose en su intuición. Ahora se había convertido en algo vital. Debía probarlo y hacérselo tragar a Hallam; de través, a ser posible, y con todos los cantos hacia fuera.
Lamont se sentía ya tan liberado de su reciente admiración que disfrutaba con aquella perspectiva.
Bronovski aún estaba en la universidad, y Lamont dio con él e insistió en verle. Al ser abordado, Bronovski demostró una plácida cortesía. Pero Lamont correspondió bruscamente a las frases corteses, se presentó con evidente impaciencia y dijo:
—Doctor Bronovski, estoy encantado de haberle visto antes de que se haya marchado. Espero poder convencerle de que se quede aquí durante algún tiempo.
Bronovski contestó:
—Quizá no le resulte difícil. Me han ofrecido un puesto en la facultad.
—¿Y usted va a aceptarlo?
—Lo estoy pensando. Es posible que sí.
—Debe hacerlo. Lo hará cuando oiga lo que tengo que decirle. Doctor Bronovski, ¿cuál será su tarea ahora que ha descifrado las inscripciones etruscas?
—Este no es mi único trabajo, joven. —Tenía cinco años más que Lamont—. Soy arqueólogo, y la cultura etrusca consiste en algo más que en simples inscripciones, y también deben investigarse otros aspectos de la cultura italiana preclásica.
—Pero, con seguridad, no existe nada tan emocionante y atractivo para usted como las inscripciones etruscas.
—En eso tiene razón.
—Por lo tanto, acogería con los brazos abiertos algo igualmente emocionante y atractivo, pero un trillón de veces más importante que esas inscripciones.
—¿En qué está pensando usted, doctor Lamont?
—Tenemos unas inscripciones que no forman parte de una cultura muerta, ni de nada existente en el mundo ni en el universo. Tenemos algo que se llama parasímbolos.
—He oído hablar de ellos. Mejor dicho, los he visto.
—Entonces habrá sentido el deseo de solucionar este problema, ¿no es cierto, doctor Bronovski? ¿Habrá deseado descifrar su significado?
—En absoluto, doctor Lamont, porque no existe tal problema.
Lamont le miró con suspicacia.
—¿Quiere decir que sabe leerlos?
Bronovski meneó la cabeza.
—No me ha comprendido. Quiero decir que no es posible descifrarlos. Carecemos de pase. En el caso de las lenguas de la Tierra, por más muertas que estén, siempre existe la posibilidad de encontrar una lengua viva, o una lengua muerta ya descifrada, que tenga alguna relación con ellas, por vaga que sea. En caso contrario, por lo menos contamos con el hecho de que cualquier lengua de la Tierra ha sido escrita por seres humanos, con una mentalidad humana. Esto representa un punto de partida, aunque sea insignificante. Nada de esto puede aplicarse a los parasímbolos, por lo cual constituyen un problema insoluble. Una insolubilidad no es un problema.
Lamont había hecho un gran esfuerzo para no interrumpirle, y ahora exclamó:
—Se equivoca, doctor Bronovski. No quiero producirle el efecto de que le enseño su profesión, pero usted desconoce algunos de los factores que mi profesión ha descubierto. Estamos tratando con parahombres, de los cuales no sabemos casi nada. No sabemos cómo son, cómo piensan, en qué mundo viven; casi nada, por fundamental y básico que sea. Hasta aquí, usted tiene razón.
—Pero hay algo que usted sí sabe, ¿verdad?
Bronovski no parecía impresionado. Sacó del bolsillo un paquete de higos secos, lo abrió y empezó a comer. Ofreció a Lamont, pero éste rehusó y dijo:
—Exacto. Sabemos una cosa de crucial importancia. Son más inteligentes que nosotros. Punto primero: pueden hacer el intercambio a través del interuniverso, mientras nosotros sólo desempeñamos un papel pasivo.
Se interrumpió a sí mismo para preguntar:
—¿Sabe usted algo acerca de la Bomba de Electrones Interuniversal?
—Un poco —repuso Bronovski—. Lo suficiente para seguirle, doctor, si no usa demasiados tecnicismos.
Lamont se apresuró a continuar:
—Punto segundo: nos enviaron instrucciones respecto a la fabricación de nuestra parte de la Bomba. Nosotros no podíamos comprenderlas, pero sí pudimos interpretar los diagramas lo bastante bien como para deducir muchas cosas. Punto tercero: de algún modo, son capaces de tener conciencia de nosotros. Un ejemplo es que por lo menos se enteran de que dejamos tungsteno para que ellos lo recojan. Saben dónde está y saben manejarlo. Nosotros no sabemos hacer nada comparable a esto. Hay otros puntos, pero éstos son suficientes para demostrar que los parahombres son más inteligentes que nosotros.
Bronovski dijo:
—Me imagino, sin embargo, que aquí usted forma parte de la minoría. Con seguridad, sus colegas no aceptan esto.
—No, no lo aceptan. Pero ¿qué le hace llegar a esta conclusión?
—Que usted está completamente equivocado, según mi opinión.
—Mis datos son correctos. Y puesto que lo son, ¿cómo puedo estar equivocado?
—Usted prueba simplemente que la tecnología de los parahombres es más avanzada que la nuestra. ¿Qué tiene que ver esto con la inteligencia? Escuche —Bronovski se levantó para quitarse la chaqueta y, entonces, volvió a sentarse en una posición reclinada, para relajar y acomodar su macizo cuerpo como si el descanso físico le ayudase a pensar—, hace unos dos siglos y medio, el comandante de la marina americana mandó una flotilla al puerto de Tokio. Los japoneses, aislados hasta entonces, se encontraron frente a una tecnología que sobrepasaba en mucho la suya propia y decidieron que era improcedente oponer resistencia. Una nación guerrera de millones de habitantes se vio indefensa frente a unos cuantos barcos procedentes del otro lado del océano. ¿Probaba aquello que los americanos eran más inteligentes que los japoneses o, simplemente, que la cultura occidental había tomado otro rumbo? Resulta obvio que se trataba de esto último, ya que medio siglo después los japoneses imitaron con éxito la tecnología de Occidente, y al cabo de otro medio siglo se convirtieron en una importante potencia industrial, pese al hecho de haber sido derrotados en una de las guerras de la época.
Lamont escuchó con gravedad y, entonces, dijo:
—Yo también he pensado en eso, doctor Bronovski, aunque ignoraba la historia japonesa; me gustaría disponer de tiempo para estudiar historia. Sin embargo, la analogía está mal aplicada. Es más que superioridad técnica, es una cuestión de diferencia en el grado de inteligencia.
—¿Cómo puede afirmarlo, basándose sólo en la intuición?
—Por el mero hecho de que nos mandaron directrices. Estaban ansiosos de que nosotros construyéramos nuestra parte de la Bomba; tenían que inducirnos a fabricarla. No podían venir físicamente; incluso las finas chapas de hierro (la sustancia más estable en ambos mundos) sobre las que grababan sus mensajes, pronto se hicieron demasiado radiactivas para conservarlas enteras, aunque, naturalmente, antes tomamos copias permanentes con nuestros propios materiales.
Se detuvo para recobrar el aliento, pues se sentía demasiado excitado, demasiado ansioso. No quería demostrar un exceso de entusiasmo.
Bronovski le contemplaba con curiosidad.
—Muy bien, nos enviaron mensajes. ¿Qué intenta usted deducir de ello?
—Que confiaban en que les comprenderíamos. ¿Podían ser tan tontos como para mandar mensajes tan intrincados y, en algunos casos, de considerable longitud, sabiendo que no los comprenderíamos…? De no haber sido por sus diagramas, no hubiéramos conseguido nada. Y si confiaban en nuestra comprensión, ha de ser únicamente porque consideraban que unos seres como nosotros, con una tecnología más o menos avanzada como la suya (y deben haberla calculado de algún modo… otro punto a favor de mi tesis), también teníamos que ser tan inteligentes como ellos y no encontrar mucha dificultad en interpretar sus símbolos.
—Esto podría achacarse a su ingenuidad —comentó Bronovski, sin impresionarse.
—¿Se refiere usted a que piensan que sólo existe una lengua, hablada y escrita, y que otra inteligencia en otro universo habla y escribe como ellos? ¡No me diga!
Bronovski replicó:
—Incluso aunque le dé la razón, ¿qué quiere que haga yo? He visto los parasímbolos; supongo que los han visto todos los arqueólogos y filólogos de la Tierra. No comprendo qué puedo hacer yo, o cualquier otra persona. En más de veinte años no se ha progresado nada.
Lamont dijo vehementemente:
—Lo cierto es que durante veinte años no se ha querido progresar. La Autoridad de la Bomba no quiere resolver los símbolos.
—¿Por qué no habría de quererlo?
—A causa de la humillante posibilidad de que la comunicación con los parahombres demuestre que son mucho más inteligentes. Porque ello implicaría que los seres humanos somos unos socios marionetas en relación con la Bomba, algo ofensivo para nuestra vanidad. Y, específicamente —y Lamont procuró ocultar el veneno de su voz—, porque Hallam perdería el título de Padre de la Bomba de Electrones.
—Suponga que, en efecto, querían progresar. ¿Qué puede hacerse? Usted sabe que querer no es poder.
—Se puede conseguir que los parahombres cooperen. Se pueden enviar mensajes al parauniverso. No se ha hecho nunca, pero puede hacerse. Podría colocarse un mensaje impreso en una chapa de metal debajo de una bola de tungsteno.
—¿Usted cree? ¿Todavía siguen buscando nuevas muestras de tungsteno con las Bombas en operación?
—No, pero se fijarán en el tungsteno y supondrán que lo estamos utilizando para llamar su atención. Incluso podríamos mandar el mensaje en una chapa de tungsteno. Si recogen el mensaje y lo comprenden, aunque sea en una mínima parte, nos enviarán otro, describiendo sus deducciones. Es posible que elaboren una tabla de equivalencia entre sus palabras y las nuestras, o que usen una mezcla de ambas lenguas. Sería un intento de diálogo, primero por su parte, después por la nuestra, después por la suya, hasta el infinito.
—Y ellos —dijo Bronovski— harían la mayor parte del trabajo.
—Sí.
Bronovski meneó la cabeza.
—Poco divertido, ¿no cree? La idea no me seduce.
Lamont le miró con visible cólera.
—¿Por qué? ¿Teme que no le reporte la suficiente fama? ¿Qué es usted, un aficionado a la celebridad? Por todos los diablos, ¿qué fama le han reportado sus inscripciones etruscas? Ha vencido a cinco personas en todo el mundo. Tal vez a seis. Para ellas es usted muy conocido, muy famoso, y el objeto de su odio. ¿Qué más? Se pasea dando conferencias sobre el tema a un grupo de oyentes que al día siguiente ya se han olvidado de su nombre. ¿Es esto lo que persigue?
—No sea dramático.
—Muy bien, no lo seré. Buscaré a otro. Tardaremos más, pero como usted dice, los parahombres harán la mayor parte del trabajo, de todos modos. Si es necesario, lo haré yo mismo.
—¿Le ha sido asignado este proyecto?
—No, no me ha sido asignado. ¿Y qué? ¿O es ésta otra de las razones por las cuales no quiere verse implicado? ¿Problemas disciplinarios? No existe una ley contra las traducciones y siempre puedo poner tungsteno sobre mi mesa. Me negaré a informar sobre los mensajes que reciba en lugar del tungsteno, con lo cual infringiré el código de la investigación. Una vez hecha la traducción, ¿quién podrá quejarse? ¿Trabajaría usted para mí si le garantizaba su seguridad y mantenía en secreto su participación en el asunto? No ganaría la fama, pero es posible que valore más su seguridad. En fin —añadió Lamont, encogiéndose de hombros—, si lo hago yo mismo, tendré la ventaja de ahorrarme preocupaciones por la impunidad de otra persona.
Se levantó para irse. Los dos hombres estaban acalorados y asumían la actitud de rígida cortesía que se emplea con un interlocutor hostil, pero educado.
—Supongo —dijo Lamont— que por lo menos tratará usted esta conversación como confidencial.
Bronovski también se había levantado.
—Puede estar seguro de ello —repuso con frialdad, y ambos se estrecharon brevemente las manos.
Lamont no esperaba volver a tener noticias de Bronovski. Inició, pues, el proceso de convencerse a sí mismo de que sería mucho mejor dedicarse a la tarea de la traducción sin ayuda de nadie.
Sin embargo, dos días después, Bronovski apareció en el laboratorio de Lamont. Le dijo, con cierta brusquedad:
—Me voy de la ciudad ahora mismo, pero volveré en septiembre. He aceptado el puesto que me han ofrecido aquí; en caso de que usted siga interesado, veré qué puedo hacer respecto al problema de traducción que me mencionó.
Lamont, sorprendido, apenas tuvo tiempo de expresar su reconocimiento, pues Bronovski se alejó en seguida a grandes pasos, al parecer más enojado por su aceptación que la vez anterior por su negativa.
Con el tiempo se hicieron amigos; y Lamont supo por qué Bronovski había claudicado. Al día siguiente a su conversación, Bronovski había almorzado en el Club de la Facultad con un grupo de hombres eminentes de la universidad, incluyendo, naturalmente, al presidente de la misma. Bronovski les anunció que aceptaría la cátedra, que a su debido tiempo les mandaría una carta con su consentimiento formal, y todos expresaron su contento.
El presidente dijo:
—Será un gran honor para nosotros tener al famoso traductor de las inscripciones itascanas en la universidad.
El barbarismo no fue corregido, naturalmente, y la sonrisa de Bronovski, aunque tensa, no le traicionó del todo. Después, el jefe del Departamento de Historia Antigua explicó que el presidente era de Minnesota y no precisamente una eminencia en estudios clásicos, y como el lago Itasca era el punto de origen del caudaloso Mississipi, el trabalenguas había sido natural.
Pero unida a la burla de Lamont sobre la extensión de su fama, Bronovski consideró que la expresión era exasperante.
Cuando, mucho después, Lamont le oyó hablar del incidente, lo encontró muy gracioso.
—No siga —dijo—; conozco estas situaciones por experiencia. Usted se dijo a sí mismo: «Por Dios que haré algo que incluso este zoquete se aprenderá de memoria».
—Algo parecido —concedió Bronovski.