Capítulo 8

En la comisaría de Filadelfia, Peter Crowne le había indicado a Kate que tenía que dirigirse al Hospital Meison y preguntar por el doctor John Trevolar. Una vez en la recepción del hospital, y tras esperar unos pocos segundos apareció el doctor.

—Buenos días. Mi nombre es Kate Malcovich. Estoy aquí porque nos han avisado que nuestro coche, un Mitsubishi, ha tenido un accidente. El coche está a nombre de mi marido, Samuel Malcovich, y… y… no le puedo decir más —balbuceó Kate cada segundo más desconcertada. ¿Qué estaba haciendo ella allí?

—Por favor, acompáñeme señora Malcovich —contestó el doctor con amabilidad.

Una vez dentro de la consulta, Kate, aturdida, tomó asiento mientras el doctor ojeaba una carpeta.

—Sobre las once y media de la noche hubo un accidente en la autopista A-22 en dirección a Filadelfia. Dentro de él viajaban cuatro personas, dos mujeres y dos niños. Los nombres de las mujeres son Natasha Ulchenka y Nicola Uldock Ulchenka. ¿Las conoce?

Kate, sin entender nada, asintió mientras se retorcía las manos. Necesitaba saber por qué el coche en el que iban aquellas mujeres estaba a nombre de Sam, así que se limitó a asentir.

—Sí, son conocidas nuestras. ¿Qué ha ocurrido?

El doctor prosiguió.

—También viajaban dos niños: Sasha y Tommy Malcovich Uldock.

Kate quiso morir. Contuvo la respiración y preguntó en un susurro:

—¿Qué nombres ha dicho doctor?

Sin mirarla, este se limitó a cumplir su trabajo y repitió:

—Los niños se llaman Sasha y Tommy Malcovich Uldock.

Al levantar la vista de los papeles y ver la palidez de su rostro el médico aclaró:

—El niño está fuera de peligro, solo tiene cortes y magulladuras. A la niña la hemos tenido que operar de una pierna, se la había fracturado y nos hemos visto obligados a intervenirla quirúrgicamente —y tomando aire continuó—: En cuanto a las dos mujeres que les acompañaban, lamento informarle que murieron en el acto.

—Dios mío… —gimió Kate llevándose las manos a la boca.

—Lo siento mucho, señora —prosiguió el médico—. Pero debo pedirle que identifique los cadáveres.

Kate negó con la cabeza y sintió unas náuseas terribles. Aun así consiguió balbucear a duras penas.

—No. Yo no. Mi marido lo hará cuando venga.

—De acuerdo. No se preocupe. Podemos esperar.

Kate todavía no podía creer lo que estaba oyendo, parecía vivir en una pesadilla. ¿Qué era todo aquello? Y sobre todo ¿Por qué aquellos niños llevaban el apellido de Sam? Se sentía incapaz de creer lo que estaba empezando a sospechar, y quiso pensar que todo se solucionaría cuando su marido llegase.

El doctor se acercó hasta ella.

—Lo lamento muchísimo. No se pudo hacer nada por ellas —Kate asintió conmocionada y el doctor prosiguió—. Si quiere puedo llevarla a ver a los niños.

Kate aceptó asintiendo, casi sin saber qué hacía. Subieron las tres plantas que les separaban de pediatría en silencio, donde el médico le indicó que los pequeños se encontraban en la habitación 326.

Como una autómata, Kate se adentró lentamente por aquel pasillo. Pensó mil veces en darse la vuelta y regresar por donde había venido y olvidarse de todo, pero algo en su interior no se lo permitía y la arrastraba irremediablemente hacia aquella habitación. Al llegar allí, extendió la mano y abrió la puerta, incapaz de dar marcha atrás. Allí, ante ella, estaban los dos niños dormidos en sus camitas con barras laterales.

Con el corazón en un puño se acercó hasta una de las camitas donde estaba el niño. Quietecito y dormidito. Tenía un enorme apósito en la frente y se le veían varios puntos en el cuello, la carita y los bracitos. Era igual que Sam. Incluso sin poder ver el color de sus ojos intuyó que los tendría oscuros como él. Atormentada, miró a la niña. Era rubia y blanquita de piel. Nada que ver con Sam. Durante un rato les observó confundida, sumida en un sinfín de pensamientos contradictorios, y cuando no pudo más salió despavorida de la habitación. Como pudo salió a la calle. Necesitaba que el aire fresco del día entrara en sus pulmones. Y sobre todo, necesitaba llorar.