Filadelfia 8 de junio de 2010
—Papi, papi, ven. Tommy no me deja coger mi osito.
—Tommy —regañó cariñosamente Samuel—. Deja el osito a Sasha, tú tienes tus juguetes allí.
—Es inútil —protestó Nicole— por más que se lo digas, ni caso. Seguirá cogiendo todo lo de Sasha.
Nicole se agachó y tras coger en brazos al niño cariñosamente, le levantó la camiseta y le mordió la barriguita. Tommy era un bebé de veinte meses y rio ante lo que su mamá le hacía.
—Todo para ti, muñeca —dijo Samuel a su hija de cuatro años—. Mamá se lleva a Tommy para bañarle. Aprovecha y juega tranquilamente.
—Yo también me quiero bañar —exigió la niña que corrió tras su madre.
—¡Samuel… cariño, necesito una mano! —gritó Nicole desde el baño.
Media hora más tarde todos chorreaban de agua, pero reían mientras jugaban como niños.
Al día siguiente, Samuel regaba el césped de su pequeño jardín, cuando encontró entre los arbustos un pendiente de oro. Sonrió al reconocerlo. Era de Nicole y él se los había regalado el día que nació Tommy.
Seguro que lo había perdido la noche anterior, cuando tras dormir a las fierecillas de sus niños, decidieron darse un bañito en su piscina y acabaron haciendo el amor sobre el césped. Feliz, se guardó el pendiente en el bolsillo del vaquero en el momento que sonaba el teléfono. Tras cerrar el grifo de la manguera entró en la casa para cogerlo.
—Dígame.
—Samuel, soy Natasha. Buenos días, ¿qué tal todo?
Al escuchar la agria voz de su suegra se sentó y sonrió. Su suegra era una fría rusa que, en general no tenía muchas ganas de charlar. Especialmente con él.
—Bien, todo bien —respondió rascándose la nuca.
Sin variar su tono de voz la mujer exigió:
—Dile a Nicola que se ponga.
—No está. Salió con los niños a comprar helado y aún no ha regresado. ¿Querías algo en especial?
Molesta por no poder hablar con su hija la mujer siseó:
—Quería saber de vosotros. Lleváis sin llamar dos días.
—Natasha —sonrió Samuel— no te preocupes. Si pasara algo malo te enterarías en seguida. De todas formas cuando venga Nicole, le diré que te llame.
—De acuerdo. Dile a Nicola que me llame. Adiós.
Acto seguido, colgó y Samuel, convencido de que no cambiaría nunca, hizo lo mismo. La relación entre ellos no era demasiado buena. Natasha no entendía que su hija hubiera preferido el amor de un americano al de un hombre ruso. Y menos aún que hubiera tenido hijos con él y que viviera en pecado.
A pesar de que Natasha llevaba viviendo en Filadelfia quince años, seguía pensado que nada americano podía era bueno; ni su Coca-Cola, ni su Pepsi, y, por supuesto, no quería ni oír hablar de hamburguesas o cualquier cosa que ella considerase producto americano. Así que cuando supo de la existencia de Samuel, quiso morir. Aquel americano, padre de sus nietos, ni siquiera vivía en Filadelfia a tiempo completo, sino que solo estaba en casa con su hija unos cuantos días cada quincena. Además, ninguno de los dos quería pasar por la vicaría y, aún menos, darle explicaciones a Natasha sobre su estilo de vida. Nicole y él deseaban vivir así, y eso la hacía rabiar.
Aquella tarde, cuando Nicole regresó a casa con los niños, Samuel le indicó que debía llamar a su madre, y como era de esperar, aburrido, la escuchó discutir. Tras colgar, Nicole fue directamente a la cocina a coger un vaso de agua. Hablar con su madre era tan difícil que le dejaba la boca seca de los nervios que le entraban al ver que era imposible hacerle entrar en razón. Samuel, paciente, se acercó a ella y tomándola de la cintura le preguntó:
—Vamos a ver, cariño ¿qué os ha pasado ahora?
Dejando de mala gana el vaso en la encimera de piedra siseó:
—Lo de siempre, Samuel. Mi madre es odiosa. La quiero porque es mi madre pero es cruel conmigo.
Con resignación, besó el cuello de la joven tratando de tranquilizarla.
—No digas eso, cuéntame y veremos qué se puede hacer —murmuró.
Cogidos de la mano se sentaron en el sofá y Nicole le expuso el problema.
—El jueves dieciséis vienen unos primos míos de Rusia y estarán aquí dos semanas. Se van a hospedar en casa de mi madre y quiere que me vaya allí con los niños a vivir. No quiere que sepan que vivo con un hombre sin estar casada.
—¡Jajaja! —rio Samuel al enterarse de las ocurrencias de Natasha—. Y los niños quienes serán ¿los hijos del vecino del primero?
—¡Samuel! No hagas que me enfade más —gritó Nicole.
—Vale, vale… tienes razón. Perdona, ha sido una tontería decir eso.
Desesperada suspiró y, retirándose el flequillo de la cara, la joven comentó:
—No, cariño. Es normal que digas algo así. Con los niños no hay problema. Dice que a pesar del deshonor que supone haberlos tenido de soltera, los quiere y los defenderá ante quien sea. Pero ya se ha inventado una historia sobre que mi marido y yo nos hemos separado y él vive en Houston.
—Vaya con tu madre.
—Lo que no quiere es que mis primos sepan que existes y, menos aún, que vivo en pecado contigo.
Fastidiado por toda la película que aquella absurda mujer quería montar preguntó:
—Pero ¿y tus primos como van a saber que vives en pecado, si ellos no conocen cómo es tu vida aquí?
Descolocada, Nicole confesó.
—La última vez que estuvimos en Rusia, mi madre se inventó que yo estaba casada.
—Esto es increíble —respondió incrédulo—. Sorpréndeme. Realmente ¿qué intenciones tiene tu madre?
—No quiere que aparezcas por casa el tiempo que mis primos estén aquí.
—Joder con tu madre —resopló.
—Le he dicho que ni hablar. Yo no reniego de ti, ni de mi vida, porque te quiero y sé que me quieres. Tenemos dos niños preciosos, una casa bonita, y un futuro por delante. Pero entonces me ha dicho que si no hago lo que ella quiere, que me olvide de ella y que no querrá saber nada más de mí. Y lo peor de todo, Samuel, es que me hace sentir culpable.
—¿Culpable?
Ella asintió y murmuró.
—Me siento culpable por haberla decepcionado. Me siento culpable porque no esté en Rusia. Me siento culpable de que la vida le quitara primero a mi padre y luego a mi hermana. Me siento culpable de tantas y tantas cosas que yo…
—Eso es una tontería —cortó Samuel abrazándola—. No puedes sentirte culpable por nada de eso. Ella es la que se tendría que sentir culpable de tratarte como te trata y de ser tan poco comprensiva con tu felicidad. —Y al ver la desesperación en los ojos de la joven añadió—: Mira, vamos a hacer una cosa. Tus primos vienen el dieciséis y estarán hasta el día dos, ¿verdad?
—Sí.
—Tú sabes que yo me voy el dieciocho, ¿verdad? —ella asintió—. Pues adelanto el viaje unos días y no vuelvo hasta que se vayan. Venga tonta hagamos feliz a tu madre. Ve con ella ese tiempo y así le demostraremos que, a pesar de que se comporte como una bruja con nosotros, nos importa más de lo que ella piensa.
Con una espectacular sonrisa ella le miró y susurró hechizada por su encanto:
—Eres tan bueno, que a veces pienso que no te merezco.
—Venga, llámala y haz las paces con ella y dile que me lo has contado y voy hacia su casa con un cuchillo de cocina para clavárselo en su duro corazón y…
—¡Samuel! —rio Nicole— no seas tonto.
Solucionado aquel problema pasaron un estupendo día en familia, como a él le gustaba. Fueron a un pequeño parque de atracciones y disfrutaron viendo a sus hijos divertirse en las atracciones.
Días después llegaron los esperados familiares de Rusia. Los días que pasaron juntos fueron una bendición para Natasha, pero aquellas vacaciones acabaron y regresaron a sus casas. Tras dejarlos en el aeropuerto y de camino a casa, los niños iban sentados y atados detrás en sus sillas dormidos. Nicole conducía y Natasha iba a su lado.
—Mamá no te pongas triste. Han dicho que volverán.
—Lo sé. Pero no creo que vuelvan mañana, ni el mes que viene. Quizá con un poco de suerte vendrán dentro de unos años —respondió Natasha con los ojos encharcados en lágrimas.
La joven asintió. Sentía la pena de su madre por estar tan lejos de su tierra. Le había propuesto centenares de veces que ella regresara con su familia pero nunca había aceptado. Le gustara o no el que su hija hubiera echado raíces en América la ataba a aquel continente.
—Mamá, de verdad, no te preocupes. Ya verás como el tiempo pasa rápido y pronto vendrá la tía Vietrina otra vez.
Sin querer sonreír, la mujer miró con malicia a su hija y preguntó:
—¿Crees que Andrey volverá también?
Nicole suspiró. No había escapado a sus ojos como su madre y su tía Vietrina procuraban que, en todo momento, el amigo de su primo, Andrey, estuviera cerca de ella. Por ello, advirtió:
—Me parecerá bien que vuelva. Siempre y cuando no sea yo la causa.
—Es un hombre maravilloso… ruso ¡Y soltero!
Sin querer discutir con ella apostilló:
—Andrey es un chico encantador y estoy segura que en Rusia le esperará alguna mujer.
—¿Y por qué no puedes ser tú esa mujer? —preguntó Natasha molesta.
—Mamá, no empecemos. Yo soy feliz con mi vida.
Incapaz de callar, la mujer siseó con amargura:
—Feliz… ¿feliz con tu vida? ¿Cómo puedes decir eso?
La paciencia de Nicole comenzó a resquebrajarse y, consciente de que su madre nunca la dejaría tranquila con aquel tema, protestó.
—¿Pero qué te pasa mamá? ¿No ves que soy dichosa con Sam? ¿O acaso te molesta que sea feliz con él?
—Ese americano no es hombre para ti.
—Pues lo siento, mamá pero amo a ese americano y mi vida la dirijo yo. No tú.
—Oh, Nicola. ¿Cómo puedes decir ese?… ese hombre no te conviene y…
—Siempre estas igual. Samuel es maravilloso con todos. Incluso contigo. Y, antes de que sueltes algo que haga que me enfade de verdad, quiero que sepas que si acepté lo de estar viviendo contigo estos días, fue porque ese americano al que tú tanto aborreces, me convenció para que no estuvieses enfada conmigo porque…
—Me avergüenza Nicola… ¡Me avergüenza! —cortó con desprecio la mujer.
—¡Basta mamá! —gritó Nicole descontrolada. No podía aguantar más—. Cómo puedes ser tan cruel. ¿Pero no te das cuenta que quien tiene que aceptar a Samuel, soy yo y no tú? Estás mal, mamá. Creo sinceramente que lo que a ti te gustaría es verme otra vez sola e infeliz.
—¿Mal? ¿Qué quieres decir? ¿Crees que estoy loca? —gritó Natasha atónita—. Tú sí que estás loca que aceptas y te conformas con las migajas de los demás y…
—¡Cállate, mamá, cállate! —gritó Nicole con los ojos fuera de las órbitas, mientras Sasha, desde su asiento trasero abría los ojitos al oír los gritos.
—¡No me da la gana callarme! ¡No quieres oírlo pero eres una zorra! —chilló Natasha.
—¡Cállate! ¡Ni una palabra más, mamá! —rugió Nicole mirando a su madre y desviando la atención de la carretera.
Acto seguido, tras un brusco volantazo el coche comenzó a dar vueltas de campana en la autopista hasta que un camión lo detuvo con un tremendo estruendo. Tras unos instantes de silencio total, tan solo se oyó el llanto de un niño… y poco después el sonido de las ambulancias.