Capítulo 37

Cuando Michael llegó a la puerta de su despacho, Thais ya estaba allí.

Aloha. ¿Llevas mucho tiempo esperando? —saludó.

—Acabo de llegar —respondió mientras él abría la puerta.

Una vez entraron se acomodaron sentados frente a la mesa de despacho marrón oscura.

—Vamos a ver. Cuéntame lo que ha pasado.

La muchacha, nerviosa, se retiró el cabello oscuro de la cara.

—Esta mañana, a las nueve y media, sonó el teléfono. Era un tal Stephen, de la compañía de seguros Mulahoe. Dijo que tras revisar el caso del accidente de mi padre, teníamos que pagar no sé qué… y… y…

Con una sonrisa Michael miró a la muchacha e indicó cogiendo el teléfono.

—Tranquila. Dame el teléfono de la compañía para que les llame.

—Yo… bueno… yo… también quiero comentarte otra cosa.

Al ver su cara de circunstancias colgó el teléfono.

—¿Qué me quieres comentar?

La niña abrió su bolso y sacando una especie de librito se lo tendió mientras explicaba.

—Ayer mientras estaba recogiendo la ropa de mi padre para donarla a la beneficencia encontré esto en uno de sus cajones.

Michael cogió lo que ella le entregaba.

—Esto es una cartilla del banco Aloha Oahu. Una cuenta a nombre de tu padre.

—Sí… eso he visto.

—Thais ¿tus padres tenían alguna cuenta conjunta?

—Sí —asintió tendiéndole otra cartilla—. Esta es la que tenían ellos —y tras un suspiro murmuró—. Yo creo que mamá no sabe de la existencia de esta cartilla. En ella hay suficiente dinero como para que mamá pueda vivir muchos años tranquilamente sin preocuparse de trabajar. Con ese dinero podríamos terminar de pagar la casa y arreglar unas cuantas cosas pero el problema es que la cartilla solo está a su nombre ¿Podemos sacar ese dinero del banco?

—No es fácil —suspiró aquel—. Pero veremos qué se puede hacer. Dame unos días para ver si puedo hacer algo. ¿De acuerdo?

La cría asintió con una sonrisa.

—No le comentes nada a tu madre. No quisiera que se hiciera ilusiones sobre algo que quizá no pueda ser. ¿Llamamos ahora a la compañía?

—Tranquilo, mi boca está sellada —contestó.

Michael marcó el número y preguntó por el Sr. Mawnster. Veinte minutos después colgó.

—Iré directo al grano, Thais. Tu padre firmó una cláusula en el seguro en la que ponía que si el accidente era por embriaguez, la compañía no os abonaría nada. Por lo tanto el dinero que la compañía suele entregar por muerte se niega a dároslo.

—No lo queremos —respondió rápidamente—. Pero ¿qué es lo que tenemos que pagar?

—Tráfico os exige los desperfectos que tu padre ocasionó con su accidente en la mediana de la carretera.

—¿En serio? —preguntó incrédula.

Michael asintió.

—Sí, cielo. En serio. Hay que abonar seiscientos dólares.

—¿Y eso es todo?

—Sí. No hay más —sonrió al ver cómo esta respiraba aliviada.

Después de hablar un rato entre ellos se levantaron y se dirigieron hacia la puerta.

—¿Te puedo acercar a algún sitio? —preguntó Michael.

La joven negó con la cabeza y miró la hora en su reloj.

—Tengo que ir a la joyería de aquí al lado a dejar una cosa de mi madre. Luego iré al hospital.

—Venga —dijo tomándola por el brazo—. Te acompaño a la joyería y luego te acerco al hospital. Me viene de camino.

Al llegar a la joyería Michael entró junto a la muchacha.

Aloha.

Aloha —respondieron Michael y Thais.

—¿Qué desean? —preguntó el dependiente mientras Michael observaba uno de los escaparates.

La muchacha abrió su bolso y sacó algo.

—Quería que arreglaran el enganche de este broche.

El dependiente lo cogió y lo miró durante unos segundos.

—Llevaba tiempo sin ver uno de estos. Ya no se hacen piezas como estas tan delicadas y sobre todo tan bien trabajadas. Oh… y esta además puede ser utilizada de colgante. Qué interesante.

La joven sonrió. Era una reliquia familiar.

—Es una joya de mi familia. Algo muy especial.

Michael se acercó a ellos.

—¿El qué es especial?

—Este broche —dijo Thais enseñándoselo—. Es una joya de mi familia que se puede utilizar de broche o colgante. ¿Te gusta?

Michael se fijó por primera vez en aquello y con la boca seca preguntó:

—¿Puedo cogerlo?

Thais asintió mientras hablaba con el dependiente. El broche era la mitad de un corazón labrado en plata fina. Michael se había quedado sin palabras, ni tan siquiera parpadeó mientras intentaba fijarse en cada detalle. ¿Cómo podía ser? Era igual, por no decir idéntico, al que su madre le había dejado en el orfanato metido en un sobre para mamá Daula.

—Es una maravilla —repitió el dependiente—. Trabajos como este ya no se hacen. Si fueras a un anticuario seguro que te daría un buen dinero por él.

—¿Tan antiguo es? —preguntó Michael sin dejar de observarlo.

El hombre asintió tras el mostrador.

—Esta pieza tiene por lo menos doscientos años.

—Nunca lo llevaría a un anticuario —dijo Thais mirándolo—. Es algo especial para nosotras.

Cómo si le quemara en las manos Michael lo soltó.

—¿Y la otra mitad del broche? —preguntó el dependiente, curioso.

—¡¿Cómo?! —preguntó Thais.

—Este broche es la mitad de un corazón entrelazado ¿lo ves? —Señaló un filito de plata que esperaba ser unido a otro—. Solo se puede entrelazar con el gemelo que se hizo en su momento. Ya le dije que estas piezas son únicas. Irrepetibles. No puedes unir dos piezas que en su momento no fueran creadas juntas.

—Nunca me han hablado de que hubiera otra mitad. Se lo preguntaré a mi madre o a mi abuela. Seguro que ellas saben algo —respondió Thais sorprendida.

El dependiente introdujo el broche en una bolsita marrón.

—Lo tendrás listo en tres días.

—Perfecto —sonrió Thais—. Adiós.

Salieron a la calle pero Michael seguía callado. Su cabeza no paraba de dar vueltas.

—Michael, ¿ocurre algo?

Reaccionando al segundo sonrió, pero no podía quitarse de la cabeza la pregunta del joyero: ¿Dónde está la otra mitad?

—No. No. Solo pensaba en la historia de ese broche.

—Mamá y yo lo teníamos escondido. Sabíamos que si papá lo encontraba lo vendería. Estuvo durante mucho tiempo intentando encontrarlo pero yo se lo entregué a mi amiga Luna y ella nos lo guardó en su casa. Ayer, por fin, mamá me pidió que se lo llevara al hospital. Según ella y la abuela, ese broche o colgante es un amuleto de la suerte. Aunque por desgracia a mi madre nunca se la ha dado.

—Debéis olvidar el pasado y pensar en que la vida sigue.

—Lo pensamos Michael. Pero no es fácil olvidar.

—Ya sé que no es fácil olvidar. Pero ahora todo será diferente, incluso está aquí tu abuela y estoy segura de que ella os ayudará —explicó él conmovido.

—Es una mujer genial. La quiero un montón.

Michael asintió. Y, de pronto, sintió deseos de saber más de ella.

—Recuerdo que Samantha me dijo que no vivía en Oahu ¿verdad?

—Sí, vive en Lanai.

—¿Es de allí?

—No. Es de aquí, de Oahu. Lo que pasa es que cuando se casó con mi abuelo se fueron a vivir a Hawái. Él trabajaba en el Banco Isleño y allí nació mi madre. Cuando la madre de mi abuelo se quedó viuda todos se trasladaron a vivir a Maui y al morir esta se trasladaron todos a Lanai hasta hoy.

—¿Y tu abuelo?

—Murió hace dos años. Él tampoco le daba una buena vida a mi abuela —suspiró la muchacha—. La verdad es que ni mi madre ni ella han tenido suerte en el amor. Pero cuando mi abuelo murió y la abuela comenzó a visitarnos todo comenzó a ir peor. Mi padre no soportaba a la abuela.

—¿Por qué?

—Porque mi abuela siempre supo que él no era bueno para mi madre. Cuando yo tenía seis años mi padre nos trajo a Oahu para alejarnos del cariño de la abuela. Y cada vez que ella venía a visitarnos y nos veía a mi madre o a mí mal vestidas o alimentadas, se enfadaba y se enfrentaba a mi padre.

—Lógico —asintió Michael.

—Las visitas cada vez se fueron alargando más hasta que llegó un momento en que la abuela solo venía tres o cuatro veces al año para no causarle más problemas a mi madre…

—Pobre señora Bahole. Realmente ha tenido que sufrir lo suyo.

—Sí —asintió la joven—. La abuela tampoco tuvo una vida fácil, el abuelo era bastante rígido con ella. Él era de los de la antigua usanza y le tenía que servir en todo, si no se enfadaba. Le recordaba continuamente que ella comía y vestía gracias a él.

—La verdad es que a veces resulta curiosa la vida de las personas —dijo Michael—. Tu abuela parece tan activa, tan dinámica y tan buena persona que uno siente tristeza al oír esto.

—Es triste y más aún cuando ves que se le llenan los ojos de lágrimas y como respuesta a mis preguntas dice que en ocasiones los recuerdos pasados son tan reales que le hacen llorar. Me imagino que pensará en sus padres o en su familia ya desaparecida.

Michael se sentía cada vez más confuso. La historia. El broche.

—¿Cuál es el nombre de tu abuela?

—Ella se llama Thalia —respondió al llegar junto a la moto—. Me encanta ese nombre. Si alguna vez tengo una hija se llamará así.

Al oír el nombre, Michael se quedó sin respiración. No podía creer lo que estaba ocurriendo. En su garganta se quedó atascada la saliva y las palabras eran como si se hubieran esfumado para nunca volver. Su mente iba a estallar ¿Cómo podía ser? ¿Realmente Thalia podía ser su madre?

Una vez montaron en la moto, Michael, por inercia, condujo hasta el hospital sin realmente ver la carretera. Aquella suposición de lo que podía ser le tenía atontado y, al llegar al hospital, aparcó la moto para subir a ver a Vaitere.

Vaitere estaba más recuperada y al verle llegar junto a su hija le dedicó una gran sonrisa y escuchó atentamente lo que Michael tenía que contarle sobre el problema del seguro. De la cartilla no dijo nada. Instantes después, la puerta de la habitación se abrió y entró la abuela de la muchacha con un sándwich en la mano.

Aloha —saludó de buen humor—. Qué alegría ver a mi preciosa nieta y a su guapísimo amigo.

Nervioso, Michael le tendió la mano y dijo en apenas un hilo de voz:

Aloha, señora Bahole. Encantado de volver a verla.

—Lo mismo digo —y mostrándole el sándwich dijo—. Había comprado esto para comer, pero si queréis bajo y compro alguno más para vosotros.

—Mamá —protestó Vaitere—. Te he dicho que comieras algo más que un simple sándwich.

—No tengo mucho apetito, hija —sonrió con cariño.

—Eso no puede ser, señora Bahole —insistió Michael—. Se va a poner usted enferma y después vamos a tener que cuidarla a usted también.

La mujer le miró a los ojos y se dirigió a él en un tono dulce y melosón.

—Ya te dije el otro día, Michael, que no me llames de usted. Lo mejor será que me llames por mi nombre, Thalia.

El joven asintió.

—Pues entonces, Thalia, creo que debes de bajar a comer algo. Thais ¿por qué no te llevas a tu abuela y coméis las dos tranquilamente? Yo me quedaré con tu madre y así charlo con ella un ratito.

La muchacha se levantó rápidamente.

—Venga, abuela, yo no he comido tampoco. Bajemos y comamos juntas.

Tahlia se dio finalmente por vencida.

—De acuerdo. Pero que quede claro que voy a la cafetería porque creo que te dejo en buenas manos. Aun así, no tardaremos mucho.

—Venga mamá, ve con Thais y que coma ella también.

Las dos desaparecieron por la puerta dejando solos a Michael y a Vaitere. Durante un buen rato estuvieron hablando de las cosas legales que deberían arreglar tras la muerte de su marido. Michael la observaba con discreción. Se percató de que los ojos de Vaitere, a pesar del color amarillento que tenían a causa de la grave paliza que había sufrido, eran iguales que los de su madre y por primera vez admitió que aquellos ojos eran iguales a los suyos. ¿Sería verdad que aquella podía ser su hermana?

Vaitere se dio cuenta de cómo la miraba y se inquietó un poco. Aquel abogado era demasiado amable con ella. ¿Querría algo más además de ser su abogado? Tres cuartos de hora más tarde, aparecieron Thalia y Thais con una sonrisa en los labios.

—Toma, Michael —dijo Thalia entregándole un paquete envuelto en papel de aluminio—. Cómete estos sándwiches calentitos. Tú tampoco has comido.

Él asintió con cara de tonto.

—La verdad es que tengo hambre.

Sobre las seis se despidió de ellas y prometió regresar otro día. Necesitaba respuestas y solo las podría encontrar con un poco de investigación.