El curso acabó, llegaron las vacaciones de verano, y cada uno debía volver a sus respectivos hogares. Kate, a su elegante casa en Nueva York, y Sam junto con Michael a Oahu, una de las islas de Hawái, donde habían vivido y crecido, y donde compartían una bonita casa frente al mar.
Pero así como Kate volvía con su acaudalada familia a su hogar, los muchachos solo se tenían a ellos mismos. Se habían conocido en la casa de acogida para niños sin hogar de Oahu, y juraron que nunca se separarían, cosa que hasta el momento habían cumplido. Eran su única familia, y eso era importante para ellos. Habían sido abandonados en la casa de acogida por circunstancias diferentes, pero con un trasfondo parecido.
En el caso de Sam, cuando cumplió la mayoría de edad, se enteró de quiénes habían sido sus padres: su padre había sido un inglés llegado a la isla, y su madre una muchacha llamada Thalma, quien fue repudiada por su familia por haberse enamorado de un extranjero. El pequeño Sam se quedó solo en el mundo al perecer sus padres en un trágico accidente aéreo. Ni en Hawái, ni en Londres, nadie quiso hacerse cargo del muchacho de seis años, y así fue como fue a parar a la casa grande amarilla, donde una encantadora mamá Daula le cuidó e hizo todo lo posible para transmitirle los valores de una familia.
Michael, por su lado, solo sabía que sus padres habían sido dos jóvenes nativos humildes, y que cuando su madre, presionada por su entorno, le llevó a la casa grande amarilla, pidió y suplicó que se llamara Michael. De su madre también sabía que se llamaba Thalia y que le había dejado la mitad de un corazón de plata muy trabajado que mamá Daula le entregó al cumplir dieciocho.
Pasaron los años y dentro de las posibilidades que les proporcionó mamá Daula, consiguieron terminar sus estudios y, llegado el momento de ingresar en la universidad, consiguieron matricularse en una estatal donde cursaron derecho. Siempre habían creído que aquella carrera les serviría para ayudar a la gente, pues por su condición en la vida, conocían a muchas personas a las que podrían serles de ayuda.
Kate y Sam estaban desesperados. Era la primera vez que dejarían de verse durante unos meses, y a Sam eso le partía el corazón. Kate se echaba a llorar solo con pensarlo.
—Te llamaré todos los días —prometió Sam mientras la besaba—. Recuerda, te quiero y te llamaré todos los días, y no dejaré de pensar en ti ni un solo momento.
—No te olvides de mí —susurró Kate mirándole a los ojos.
Con ojos de enamorado Sam la miró y tras darle un dulce beso en los labios murmuró:
—Eres lo más bonito y preciado que tengo, aunque quisiera no podría olvidarme de ti en la vida.
Y efectivamente no se olvidó de ella.
Aquel verano la llamó diariamente a su casa, trabajó todo lo que pudo y cuando llevaba sin verla casi dos meses, una mañana apareció por sorpresa en Nueva York con un enorme ramo de rosas rojas. Llamó al timbre de su puerta y le abrió Serena, la madre de Kate, quien al ver a semejante muchacho estupefacto con cara de circunstancias y con un maravilloso ramo en la mano, dedujo que era el tan nombrado por su hija Sam.
Esbozando una sonrisa cómplice llamó a Kate y esta, al salir y verle allí, se lanzó a sus brazos y le besó sin ningún recato delante de su madre. Sam se quedó pasmado en un principio, pero al ver que la madre de la muchacha les miraba feliz, dejó caer el ramo, abrazó a Kate, y dio gracias al cielo por haber cogido aquel avión.
Serena estaba encantada de ver a su hija tan feliz. Pudo comprobar de primera mano que aquel muchacho era tan maravilloso como su hija le había contado. En aquel viaje le acompañó Michael, quien en un principio le dijo a Sam que fuera él solo a Nueva York. Pero este le indicó que nunca le había dejado solo, y que aquella no iba a ser la primera vez. Así que, tras reunir sus ahorros, embarcaron juntos.
Terry, la hermana pequeña de Kate, tuvo que reconocer que aquellos que tenía enfrente eran tal y cómo le había contado su hermana. Lo que más le gustó de ellos era lo diferentes que eran de los chicos que ella conocía en Nueva York. Sus amigos solían ser hijos de padres adinerados que se quejaban por norma de lo que no tenían. En cambio, los chicos que tenía frente a ella prácticamente no tenían nada, ni a nadie, salvo a ellos mismos, y con su valentía y sus ganas de vivir, salían adelante sin quejas. Pronto se dejó seducir al oírles hablar del surf, de coger olas gigantescas, del mar, de los cielos estrellados, etc. Lo que a otros chicos les parecía soso y aburrido, como contemplar el cielo estrellado con el ruido del mar de fondo, a Sam y a Michael les maravillaba.
A sus diecisiete años Terry se quedó impresionada con Michael… era guapísimo. Encontraba encantadores sus ojos negros rasgados, que estaban llenos de vida, quizás los más bonitos que había visto en su vida. Los jeans sin marca alguna le quedaban estupendos, y la camiseta verde que llevaba junto con la cazadora vaquera, le sentaba mejor que a nadie.
* * *
Durante los años siguientes Sam y Michael se encargaron de cuidar a cada una de las tres mujeres que habían entrado en su vida. Y cuando finalizaron la carrera, la misma noche de la graduación, Sam le pidió a Kate matrimonio y esta aceptó. Se casaron en una boda de lo más romántica. De viaje de novios Sam la llevó a Hawái donde, orgulloso, le presentó a mamá Daula. Poco tiempo después, Shalma, la mejor amiga de Kate, se casó embarazada con un tipo que nada tenía que ver con ella. Tuvo mellizos y se separó. Terry, la alocada hermana de Kate, tras ir de fiesta a Las Vegas y pasar una noche loca, amaneció casada con un tal Morgan. Aquello fue un bombazo para su madre, y un disgusto horroroso para Michael.
Sam y Michael se afincaron definitivamente en Nueva York y terminaron por adaptarse a la frenética vida de la ciudad, aunque fueron muchas las veces que Kate les oía hablar con nostalgia de Hawái, de las olas, de los amigos que habían dejado atrás, de mamá Daula…
Con mucho esfuerzo, Kate y Sam consiguieron abrir su propio bufete: Dallet & Malcovich. Un negocio que en seguida funcionó a la perfección pero que les exigía mucha dedicación, trabajo y energía.
Tras unas semanas que habían resultado especialmente estresantes para ambos, Sam y Kate decidieron tomarse una noche libre para ellos dos.
—Estoy agotada —suspiró Kate dándose un relajante baño en su bañera redonda—, no hago más que darle vueltas al caso Preston.
—Cariño —respondió Sam con dos copas de champan en la mano—, olvídate ahora del despacho. —Y desnudándose para meterse en la bañera con ella dijo—: Piensa en que solo estamos aquí tú y yo, escuchando música de Barry White con dos copas de champan, y que tenemos toda la noche.
—Vaya —sonrió al ver las intenciones de su marido—. ¿Me propones algo señor Malcovich, o es mi imaginación?
—Ven aquí y te lo cuento —le respondió con una sonrisa lobuna.
Kate se dejó besar. Habían pasado seis años desde el comienzo de su relación, pero la pasión no había menguado.
—Me encanta cuando sonríes así —le susurró él.
—A mí me encanta hacerte el amor así… —Y sin dejarle decir nada más, Kate se sentó a horcajadas sobre él en la bañera y, tras agarrarle su húmedo y escurridizo pene con las manos, se montó en él y comenzó a moverse rítmicamente—. Me gusta sentirte, y notar que estás dentro de mí. Me gusta ver como el deseo te llena la cara y la mirada, y me gusta saber que eres tú quien me pone así.
—Princesa, me vuelves loco —suspiró Sam por la sensualidad de su mujer, y agarrándola de las caderas, la ayudó a subir y bajar mientras todo él enloquecía de placer.
Aquella noche, tras haber hecho el amor repetidas veces primero en la bañera y luego en la cama, mientras descansaban desnudos sobre la cama, Sam le pidió a Kate:
—Cariño, dame una aspirina de tu mesilla.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó preocupada.
—Sí, un poco —dijo él sonriendo.
Kate, abrió el cajón de su mesilla y se encontró con un paquete envuelto en papel celofán rojo, con un lazo dorado.
—Pero… ¿esto qué es? —preguntó mirándole.
—Feliz aniversario, cariño —sonrió al comprobar que ella se llevaba la mano a la boca en señal de olvido.
—Sam, se me ha olvidado. No tengo perdón.
—No te preocupes. Te perdono —sonrió este, a quien en realidad, no le importaba que ella lo hubiera olvidado—. Ahora ábrelo, y dime si te gusta.
Con una sonrisa en los labios pero maldiciendo su torpeza, se quedó perpleja al ver el anillo tan precioso que acababa de aparecer al abrir la cajita. Era un anillo de oro con las iniciales de ambos en diamantes chiquititos.
—¡Es precioso! —chilló poniéndoselo en seguida, y tras darle un beso le susurró al oído—: Gracias cariño. Gracias por quererme tanto. Gracias por ocuparte siempre de todo, gracias… gracias.
Y volvieron a hacer el amor con la dulzura que el momento requería. Un rato después, se levantaron por fin, y decidieron darse una ducha rápida.
—Voy abriendo el grifo —dijo Kate dirigiéndose al baño—. Cariño tengo sed, ¿puedes traerme agua de la nevera?
—Marchando una de agua —contestó Sam.
Cuando abrió la nevera, vio una jarra de la cual colgaba un sobrecito en el que ponía su nombre. Este no se percató de que Kate le había seguido de puntillas y estaba apoyada en la puerta, deseosa de ver su reacción. Sam miró extrañado aquella nota, la abrió y al leerla, no daba crédito a lo que ponía en ella.
—Feliz aniversario, tesoro —sonrió Kate.
Sam, al escucharla, se volvió hacia su mujer y acercándose a ella la besó como loco.
—¿Vamos a ser papás? —preguntó atontado.
—Sí, tesoro. Dentro de seis meses y medio exactamente. ¿Estás contento? —preguntó Kate muerta de risa al ver cómo le temblaban las manos a su marido.
—Es la mejor noticia que me han dado en mi vida —sonrió abrazándola.
—Pensé en comprarte algo por el aniversario. Pero luego pensé que la noticia del bebé era el mejor regalo que podía hacerte.
—Serás bruja —sonrió este—, y tú haciéndome creer que te habías olvidado —luego mirándola preocupado comentó—. ¿Estás bien? ¿Quieres algo?
—Tranquilo, cariño, todo va bien. El médico me ha dicho que tengo que llevar una vida normal, no soy ni la primera mujer ni la última que va a tener un hijo.
—Un bebé —repitió Sam pensando en que le iba a dar todo el amor y felicidad que él no había tenido—. Vamos a tener un bebé, cariño.
Y como cuando uno es feliz el tiempo vuela, aquellos seis meses y medio, pasaron a toda prisa. Sam veía preciosa a su mujer con aquella barriguita, y aunque ella se quejaba de que estaba gorda y deforme él la adoraba tal y como la veía. Cuando llegó el ansiado día, Kate rompió aguas en casa y Sam estaba tan nervioso que cuando salió hacia el hospital cerró la puerta de casa con Kate dentro muerta de risa. Media hora más tarde llegaron al hospital, desde donde Sam llamó a Michael, Serena y Terry que, al recibir la llamada que tanto habían estado esperando, volaron hacia el hospital. El parto fue largo y doloroso, pero a las dos menos diez de la madrugada, llegó al mundo Catherine Malcovich Dallet, una preciosa niña morena que peso tres kilos seiscientos gramos, y la cual les demostró a todos que tenía unos pulmones espléndidos, pues no paraba de llorar.
Dos años después, nació Olivia Malcovich Dallet, que pesó tres kilos doscientos cincuenta gramos, y que, al igual que su hermana también poseía buenos pulmones.