Capítulo 29

Durante los tres primeros días todos disfrutaron de playa, sol y mar. Todos parecían felices y como Sam y Michael imaginaban, Serena aceptó sin ninguna condición a los niños con quienes jugaba mucho y a quienes atendía con cariño. Rápidamente memorizó qué zumo le gustaba más a Sasha o la mejor manera de dormir a Tommy. Serena, como siempre, estaba en todo y tenerla junto a ellos les facilitaba la vida.

Una noche, mientras Sam le leía un cuento a su hija antes de ir a dormir, le interrumpió con una de sus inesperadas preguntas.

—Papi, ¿crees que Serena querría ser mi abuelita?

«Lo sabía cielo, sabía que tarde o temprano me lo preguntarías», pensó Sam y dejó el cuento sobre la cama.

—Tú ya tienes una abuelita, princesa.

—No la tengo, papi. Se fue con mami al cielo.

Dolido asintió.

—Ya lo sé, cariño pero ella era tu abuelita —y cogiendo el cuento puntualizó—. Túmbate. Cierra los ojitos y venga, duérmete.

—Pero papi. Yo quiero tener una abuelita como Ollie y Cat ¿Por qué no puedo?

Tragando con dificultad Sam repitió de nuevo.

—Sasha. Tú la tienes, cariño. Pero está en el cielo mirando lo que haces junto con mami.

—Eso ya lo sé —insistió la niña, y cogiendo la foto que tenía en su mesita de noche dijo—: Ya sé que mi mamá y mi abuelita son estas, pero yo quiero tener una mamá que me dé abrazos y me haga sándwiches de queso y una abuelita que me dé besitos y me compre helados. Ollie y Cat las tienen. ¿Por qué yo no?

—Escucha, cariño —musitó cada vez más acorralado por las insistentes preguntas de la pequeña—. Serena te quiere mucho y te dará todos los besitos que tú quieras, pero ella no es tu abuela y…

—Pero quizá si se lo preguntó me dice que sí —cortó sin darse por vencida—. Ella es muy buena conmigo y a lo mejor le parece buena idea.

Confundido, Sam soltó de nuevo el cuento e intentando no ser excesivamente duro con una niña tan pequeña respondió:

—Escucha Sasha, eso no es buena idea. Eres muy pequeña para entender ciertas cosas pero yo soy tu papá y necesito que te fíes de lo que te digo. No preguntes nada más, por favor. ¿Me lo prometes?

Serena podía ser un encanto de mujer, pero aquello ya le parecía excesivo.

—Pero papiiiiiiiiiiii —se quejó la niña.

—Princesa, Serena te quiere muchísimo. Te aseguro que ella va a jugar contigo, te va a comprar cientos de helados y te va a dar mil besos y abrazos, pero por favor prométeme que no le vas a pedir eso.

El gesto serio de su padre unido a las lágrimas que vio en sus ojos hizo a la pequeña asentir finalmente.

—De acuerdo papi.

Sam la abrazó y la besó con adoración en la cabeza. A pesar de estar rodeada de personas que la querían, su pequeña añoraba lo que nunca podría tener y eso le atenazaba el corazón. Desde el otro lado de la puerta Michael había escuchado la conversación entre padre e hija y no pudo evitar resoplar al ver a Sam encogerse de tristeza, así que regresó a su habitación sin mediar palabra.

Al día siguiente, sobre las once de la mañana estaban casi todos en la playa tomando el sol. Era un bonito día pero con aire, por ello la playa se llenó rápidamente de gente dispuesta a practicar el surf.

—Papá —dijo Ollie—, ¿crees que me podré meter hoy en la playa con vosotros y con la tabla?

Al ver como Serena torcía el gesto, entendió que no le hacía mucha gracia.

—Ni lo pienses, princesa. Hoy solo se meten con sus tablas las personas que saben hacer surf en condiciones, y tú, mi preciosa rubita, todavía no sabes lo suficiente como para poder manejarte sola allí dentro.

Serena asintió aliviada y señaló.

—¿Lo ves Ollie? Qué cabezona eres.

La joven fue a protestar cuando se escuchó la vocecita de Sasha.

—Ollie, ¿juegas conmigo en la arena?

Tras mirar a su padre y sonreír, la joven se levantó.

—Sí. Ahora mismo voy.

Sasha cogió su cubo y se dirigió hacia la orilla. Pero se paró por el camino para mirar muy seriamente a Serena. Al ver que la niña le miraba sonrió. Segundos después la pequeña la imitó. A Serena no se la había pasado por alto como la niña la miraba. Incluso cuando estaba haciendo algún cariño a alguna de sus nietas, reclamaba su atención con sus ojos o sus actos. Sasha era una niña muy cariñosa y necesitaba continuamente que alguien la abrazara y, aunque Michael y Sam se deshacían con ella, la niña buscaba continuamente a Serena.

—Vaya… vaya —se mofó Michael mientras no perdía de vista donde muchos otros surfistas miraban—. ¿Has visto el trasero de la chica que le está poniendo un gorrito a Tommy?

Sam dirigió la mirada hacia donde Michael le indicaba. Junto a su hijo había una chica agachada con un minúsculo bikini que más que tapar, destapaba.

—Impresionante la vista —rio Sam mirando descaradamente como todos.

De pronto la chica se incorporó y cuál no sería su sorpresa al ver quién era.

—¡Cat! —gritó asombrado mientras se acercaba a ella corriendo con una toalla—. Pero ¿cómo sales así de casa?

—Pero ¿qué dices papá? —contestó contrariada al sentirse glamurosa con aquel bikini negro, las gafas de Moschino y una pamela en la cabeza—. Papá, por favor quítame esa toalla ahora mismo.

—Pero ¿estás loca? —la regañó Michael acercándose a ella con otra toalla—. ¿Cómo sales así?

Desesperada por el acoso y derribo de su padre y su tío con las toallas gritó fuera de sí.

—¿Estáis locos o qué? ¿No habéis visto nunca un bikini?

—¿A eso se le llamas tú bikini? —exclamó Michael perplejo, y al ver cómo unos tipos les observaban voceó—. ¡Eh… tú! ¡O dejas de mirar a mi sobrina con esa cara o voy y te la parto!

—¡Tío Michael! —volvió a chillar Cat avergonzada.

—A mirar a otro lado —bufó Sam dirigiéndose a unos chicos—. Esta es mi hija y cuidadito con acercaros a ella.

—¡Papá! ¡Tío Michael! —farfulló horrorizada—. O quitáis las toallas de delante de mí o como las quite yo va a ser peor. Esto es un bikini y no enseño nada que las demás no enseñen. ¡Quitad las toallas ahora mismo o no respondo de mis actos!

Aquel ultimátum, unido a la cara de mala leche de la joven hizo que Sam y Michael bajaran las toallas para dejar pasar a una despampanante Cat que, avergonzada por su padre y su tío, se sentó junto a su abuela y su hermana que se morían de risa.

—Me siento fatal, Sam —susurró Michael avergonzado.

Sam no podía dar crédito a lo ocurrido.

—¿Cómo ha podido crecer así?

—Por Dios, le he mirado el culo a Cat, a mi sobrina, de una manera indecente —resopló preocupado—. Me siento fatal —repitió Michael.

—Si te sirve de consuelo —susurró Sam—, yo se lo he mirado de manera tan indecente como tú, sin reparar en que era mi hija.

Cruzaron las miradas con semblante serio y al ver lo absurdo de la situación al final rompieron a reír mientras las chicas les miraban desconcertadas.

Por la tarde, tras un maravilloso día de sol y playa, Serena comentó que quería llamar a sus hijas. Sus muchachotes no dudaron en ofrecerle el teléfono de casa. Miró el reloj. Marcó el número de teléfono y calculó la hora en Nueva York.

—Hola Kate, ¿cómo estás cariño?

Al reconocer la voz de su madre la joven sonrió.

—Bien mamá ¿y vosotras? ¿Qué tal estáis allí? —contestó dejándose caer en el sofá al lado de su hermana.

Serena, al ver por el rabillo del ojo que Sam y Michael estaban pendientes de su conversación respondió alto y claro.

—Estupendamente hija. Esto es una maravilla. La casa es preciosa y el sitio donde viven los muchachotes es un paraíso.

Kate, al recordar con cariño aquella casita, sonrió.

—Sí, mamá. Lo recuerdo como un sitio muy bonito. ¿Cómo están las niñas?

—Estupendas. Hoy fuimos en la playa y estuve viendo a los chicos hacer surf. Kate, nunca me dijiste que estos muchachotes fueran tan buenos. Eso sí ¡qué angustia cada vez que sea caen! Me da la sensación de que se van a romper la crisma.

—Mamá, eso te lo dije hace muchos años. Y tranquila, Sam y Michael saben muy bien lo que hacen en el agua. Por cierto, ¿cómo estás de tus mareos?

—No he vuelto a tener. Debe ser que el ambiente de aquí me sienta a las mil maravillas. Bueno, ¿Terry dónde anda?

—Aquí a mi lado. Espera, que te la paso. Un beso mamá y diles a las niñas que las quiero.

—De acuerdo cariño. Se lo diré.

Terry cogiendo el teléfono que le daba su hermana saludó.

—Mamá, hola cómo estás.

—Muy bien, Terry —dijo a propósito y vio que Michael se ponía tenso—. Aquí pasando unas vacaciones de ensueño. Hija esto es verdaderamente un paraíso.

Terry no pudo evitar sonreír, y murmuró para quitarle importancia:

—Bueno, bueno, no será para tanto.

—Que sí hija —insistió—. Esto es maravilloso. Sol, bebidas fresquitas y excelente compañía. Ainsss hija, me encantaría que vinierais a pasar unos días con nosotras. Sería estupendo y creo que os sentarían muy bien estos aires.

Michael se quedó petrificado. ¿Terry allí?

—No creo que sea buena idea mamá —respondió rápidamente—. Las cosas no están como para estar todos juntos, precisamente.

Con una sonrisa Serena volvió a repetir alto y claro:

—Hija, por Dios que no pasaría nada. No creo que a los muchachotes les importara que os vinierais unos días Kate y tú. ¿Quieres que se lo pregunte?

—No.

—¿Seguro hija? Mira que…

Terry se levantó de un salto del sillón, alarmando a su hermana.

—No, mamá. La respuesta es no.

—Vale hija… vale. No hace falta que te pongas así.

Michael sonrió al intuir su respuesta y se relajó.

—Mamá, escucha —dijo Terry más tranquila—. Lo importante es que vosotras lo paséis fenomenal y que regreséis morenitas y descansadas.

—De acuerdo, hija —y al ver que Sam y Michael atendían a los niños indicó—. Anotaros este teléfono por si necesitarais algo y los móviles no funcionaran.

Una vez Serena se cercioró de que su hija había apuntado el teléfono, se despidió de ella y colgó.

—Hora de dormir —comentó Michael levantándose mientras cogía en brazos a Tommy e incitaba a Sasha a dar las buenas noches.

—Jopetas, tío ¡un ratito más! —pidió la pequeña.

Michael se rascó la incipiente barba.

—Vamos a ver ¿tú quieres que te lea la parte del cuento en el que Blancapiedras luchaba contra el enano verde y apestoso?

—¡Sí!

—Pues entonces, princesa debes acostarte ahora, si se hace más tarde ya no podré leértelo.

—Valeeeeeeeeeeeeee —gritó la pequeña que desapareció en décimas de segundos del salón.

Serena, sorprendida por como había sabido manejar la situación asintió.

—Vaya Michael, veo que el cuidado de los pequeños no se te da mal.

—Me encanta ocuparme de estos diablillos. Y hoy me toca leer a Sasha nuestro cuento preferido de Blancapiedras.

Sam que entraba con un biberón para Tommy en las manos tomó al niño en brazos.

—No sé qué haría sin él. Se ocupa de todas mis necesidades —dijo.

—¿De todas? —bromeó Ollie.

Al entender la picardía de su hija Sam rio y Michael aclaró divertido:

—Podemos decir de casi todas, pues lo creas o no también me encargo de que tu padre conozca a algunas muchachas de la isla.

A Ollie no le gustó nada aquello pero disimuló.

—Por cierto, son guapísimas las chicas de la isla —intervino Serena—. No tienen nada que ver con las chicas de Nueva York. Son unos bellezones exóticos.

—Tienen unos cuerpazos increíbles —asintió Cat.

—Son muy exóticas. ¡Como yo! —bromeó Michael caminando tras Sasha.

—Tú lo que eres es un payaso —añadió Serena.

—De eso no hay duda —asintió Sam.

—Hablando de las islas. Podríamos ir mañana de excursión a Pearl Harbor y a la playa de Waikiki ¿qué os parece? —dijo Ollie tratando de cambiar de tema.

—¡Perfecto! —aplaudió Serena.

—Pues no se hable más —asintió Sam—. Mañana todo el mundo a Waikiki.

La excursión fue un éxito. Primero fueron a Pearl Harbor. Un legendario lugar donde el 7 de diciembre de 1941 murieron 2335 marinos norteamericanos al ser atacados por sorpresa por los japoneses. Aquel ataque tuvo como consecuencia que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial.

Con el corazón encogido, visitaron las instalaciones, incluido el submarino Bowfin. Aquel tour incluía un paseo en una lancha de la marina norteamericana. Desembarcaron en el Memorial Arizona, que estaba construido sobre el casco hundido del acorazado U.S.S. Arizona. Con lágrimas en los ojos, Serena salió de allí. Todo aquello le traía recuerdos que durante años habían estado guardados en su corazón. Sam, al verla tan triste, la abrazó para que pudiera desahogarse. Después se dirigieron a Waikiki, donde disfrutaron de una increíble playa.

—Soy una pesada —comentó Serena más animada—. Pero es que es increíble.

—Papá —dijo Ollie— qué mogollón de gente que hay aquí.

Sam al mirar alrededor sonrió.

—Hija ¡estamos en Waikiki! El mayor destino turístico de las islas. Esto es el paraíso para el turismo.

—Y no veas lo caro que es —apuntó Michael—. Aquí se paga hasta casi por respirar.

Ollie, al ver una casetilla de madera pintada en tonos verdes dijo:

—Mira papá, en aquel puesto de tablas de surf tienen carteles en los que pone que se enseña a hacer surf.

Sam asintió.

—Claro hija. Es la manera de ganarse la vida muchos viejos surfistas.

Michael miró con curiosidad hacia el puesto.

—A lo mejor está Bumasa.

—¿Bumasa? —preguntaron en trío Serena y las chicas.

—Es un viejo amigo. Vive de dar clases a los turistas que quieren aprender —aclaró Sam.

Michael miró a su alrededor para localizarle y señaló en su dirección.

—Mira allí está, vamos a saludarle.

Se dirigieron hacia el puesto donde, al verles acercarse, Bumasa salió y se fundió en un abrazo con ellos. Sam les presentó a Serena y a sus hijas y este, educadamente, las elogió diciéndoles que eran muy guapas. Tras hablar un rato con él, se despidieron y siguieron su camino. Por la tarde mientras se tostaban en la playa, Ollie preguntó:

—Papá, ¿vosotros podríais dar clases de surf?

Incorporándose para mirarla Sam asintió.

—Ya las hemos dado, hija.

—¿De verdad? —preguntó extrañada Cat.

Michael, tras ponerle el gorrito de cuadros verdes a Tommy asintió.

—Sí, cielo. Hace años, cuando no éramos abogados, era una forma fácil de ganar dinero.

—Y también seguro que os servía para ganaros a las chicas —sonrió Serena y añadió—:… y no me extrañaría que todavía os las ganarais.

Michael le guiñó el ojo.

—Se hace lo que se puede Serena —replicó.

Una carcajada general llenó el aire tras aquello, hasta que Cat señaló con el dedo.

—Mira papá, tu amigo Bumasa va a dar una clase.

En ese momento Bumasa, aquel surfista entrado en años pero fibroso, se dirigía al agua en compañía de una jovencita.

—Claro princesa, es su trabajo. Las clases de surf en esta playa se llevan dando desde los años treinta. Las olas no son enormes pero tienen fuerza para que la plancha se deslice por ellas y así poder bailar con las olas.

—¿Cuánto cobran por las clases? —preguntó curiosamente Cat.

—Creo que unos cuarenta y cinco dólares la hora —dijo Michael—. ¿Por qué lo preguntas?

—Solo es curiosidad tío.

—Es gracioso oírte decir eso de bailar con las olas. Suena raro —apuntó Serena.

Michael la miró y, tras guiñar el ojo a unas chicas que le miraban, añadió:

—Cuando uno hace surf, siente como si el cuerpo, el mar y el cielo fueran una sola cosa. Es la unión de los elementos y ese conjunto que te he dicho te hace sentir el «Mana».

—¿Mana? —preguntó Cat—. ¿Qué es eso?

Sam y Michael se miraron y fue este último quien respondió.

—El Mana es la unión de varias cosas. Es el poder que se siente cuando haces un buen baile con las olas. Cuando tu cuerpo siente el Mana, consigues volar por los aires.

Al ver las caras de las niñas Sam añadió:

—Es increíble sentirlo y aún más difícil de explicar. Es como dice tu tío. Un poder especial. Un subidón de adrenalina increíble. El Mana es el poder.

—Suena bien —susurró Ollie—. La verdad es que la primera vez que pude quedarme un segundo de pie encima de la tabla sentí un subidón increíble.

—Pues imagínate cuando puedas cabalgar durante algo más de unos segundos encima de las olas —dijo Michael mientras le tocaba su rubia cabellera.

—Espero sentir el Mana ¡Me encantaría! —asintió sonriendo.

Orgulloso por como su niña observaba el mar y el surf, cruzó una mirada con su hermano y abrazando a aquella pequeña rubia murmuró.

—Estoy seguro que tú lo sentirás.