A muchos kilómetros de Oahu, Kate y Terry se divertían como llevaban tiempo sin hacerlo. Los modelazos las llevaron a cenar a Votruart. Un restaurante elitista al que solo se entraba si eras rico o famoso. Kate, acostumbrada al lujo, estaba feliz al verse rodeada por actores que tantas y tantas veces había visto en las películas.
A lo largo de la noche, Jack intentó agradar en todo a Kate, y Gary a Terry. Ambas se habían dado cuenta de aquello y de momento, entre sonrisas pícaras, se dejaban querer. Se tomaban la libertad de tomarlas por la cintura y besarlas en el cuello. Mientras esperaban en una especie de barra a que un camarero les sirviera un cóctel, de pronto, Kate vio a alguien y cuchicheó.
—Terry… Terry… disimula pero mira quién está allí.
Dándose la vuelta rápidamente Terry susurró.
—Oh… Dios… Es todavía más guapo al natural.
Ambas rieron como dos colegialas y Kate añadió:
—Como diría Cat ¡está que cruje!
Gary que no había podido evitar escuchar lo que decían, mirándolas con sus preciosos ojos verdes preguntó:
—¿Queréis que os lo presente?
Ambas se miraron incrédulas y Terry clamó.
—¿Que si queremos conocer a George Clooney? Por supuesto que queremos.
Gary divertido hizo las presentaciones. George era amigo suyo y las chicas pudieron comprobar que el actorazo era encantador y con un gran sentido del humor. Les presentaron a Channing Tatum, Valeria Mazza, Estela Ponce, Eric Dane, Nicolas Cage y a Cher, quien al ver el vestido de Kate le preguntó por el diseñador y ésta sin pensárselo señaló a su hermana Terry, que se atragantó.
Sobre las seis de la mañana y, tras una noche diferente y maravillosa, se disponían a marcharse de la fiesta cuando de pronto Terry se paró en seco y preguntó:
—Gary, ¿conoces a ese actor que está allí?
Mirando hacia donde indicaba asintió divertido:
—Es Robert Pattinson. Un tío muy agradable. ¿Quieres que te lo presente?
—Por supuesto —sonrió Terry, mientras Kate, al intuir sus intenciones se echaba a reír.
Sobre las ocho de la mañana, Serena entró en la cocina. Casi le da un síncope al ver la aglomeración de gente que había alrededor de la mesa tomando café: sus hijas, los hombres con los que habían salido y otro chico al que no reconoció. Terry le indicó con gestos a su madre que no les descubriera y que llamara a las niñas para que bajaran a desayunar. Entre divertida y anonadada Serena obedeció y todos, incluida Serena, corrieron a esconderse. Solo quedó uno de ellos a la mesa. Cinco minutos después, se escuchaban los pasos de Cat y Ollie que bajaban a desayunar protestando porque era domingo y no entendían por qué tenían que madrugar.
Cuando entraron en la cocina vieron a la persona que creyeron que era su abuela leyendo el periódico. Serena, todas las mañanas, tenía su ritual; su café y su diario En pijama y con los pelos revueltos, continuaron con sus protestas, cogieron sus tazones y se dirigieron hacia la mesa. En cuanto se sentaron, Robert Pattinson bajó el periódico, descubríéndose, y mirándolas fijamente preguntó:
—¿Leche o copos de maíz?
Las chicas se quedaron blancas. Ante ellas estaba su gran ídolo y no supieron qué decir hasta que oyeron las risas de su madre y de su tía, que acercándose a ellas dijo:
—¿Veis como hasta lo más increíble puede ser verdad? —las chicas asintieron alucinadas—. ¿Quién os iba a decir que Robert Pattinson estaría sentado en vuestra mesa desayunando con vosotras?
Todos se pusieron a reír. Y, entonces, Ollie se dio cuenta de algo. Si era posible que su actor favorito estuviera en su casa desayunando, algo que no hubiera creído en un millón de años. ¿Por qué no iba a ser posible que sus padres volvieran a estar juntos? ¿O incluso que sus tíos, Terry y Michael, se dieran una oportunidad? Y así, se prometió a sí misma, que haría todo lo posible porque aquello se cumpliera.
De madrugada, en Oahu, un pensativo Sam se sentaba en el porche trasero de su casa mientras se tomaba un café y observaba las olas. Le gustaba ver cómo llegaban enfurecidas hasta casi la orilla y rompían con bravura, con su resplandeciente brillo espumoso. Aquella tarde, tras la conversación con sus hijas no había podido quitarse a Kate de la cabeza. Solo podía pensar en ella. Su Kate. Por la noche no había sido capaz de conciliar el sueño y, finalmente, tras dar cientos de vueltas en la cama había decidido levantarse. Y allí estaba, a las seis y media de la mañana tomándose una taza de café cuando apareció Michael, que, por su aspecto, no había corrido mejor suerte.
—¿Quieres más café? —preguntó Michael desde la cocina al ver a Sam fuera sentado.
Este miró el interior de su taza y asintió.
Michael llenó dos tazas con abundante café caliente, les echó dos cucharadas de azúcar y salió por la puerta trasera para sentarse junto a él.
—Que temprano te has levantado hoy, colega.
—Creo que no soy el único —respondió Sam.
Michael asintió y miró hacia el mar. Así estuvieron diez minutos, en completo silencio, hasta que este se levantó y dijo.
—Hoy hace viento. Será un buen día para coger olas.
Apurando su café entró de nuevo en la cocina bajo la atenta mirada de Sam, quien le conocía bien y sabía que cuando tenía un problema procuraba eludir el tema. Era su método de autodefensa. Algo que empleaba desde niño. Minutos más tarde, salió de la casa con el traje de neopreno negro puesto y con su tabla de surf bajo el brazo.
—Voy un rato al agua, ¿te animas?
Sam le miró, aún con la taza de café en la mano.
—Cuando llegue Honey para hacerse cargo de los niños iré.
Michael asintió con una sonrisa, se recogió el pelo en una coleta y se encaminó hacia la playa.
—Aprovechemos ahora, colega, que dentro de unas horas esto se llenará de gente y no podremos bailar tranquilamente con las olas —pero de pronto se detuvo y volviéndose hacia Sam dijo—. Por cierto, las chicas se merecen lo mejor y estoy seguro de que esos guaperas no son gays.
Sam asintió. Y Michael, tras encogerse de hombros, siguió su camino hacia la playa. Sin quitarle el ojo de encima, vio como se enganchaba el cable de la tabla al tobillo y luego se metía en la playa para nadar hacia su interior. Sam apuró los últimos restos del café, dejó la taza sobre la mesita y tocándose el cabello murmuró.
—Probablemente tengas razón, hermano. Probablemente tengas razón.