Pasaron los meses y la magia entre Kate y Sam surgió de una manera salvaje como suele ocurrir cuando las flechas de Cupido te llegan al corazón. Muchas tardes, Kate esperaba a que Sam y Michael terminaran de trabajar en el burguer para salir con ellos, en especial con Sam. Fueron muchas las madrugadas en las que Kate se acercaba a la playa para verles hacer surf. Al principio Shalma les acompañaba, pero con el tiempo se cansó y prefirió quedarse en la cama. Un día, mientras Kate observaba cómo se divertían haciendo surf, decidió que quería saber más sobre ese deporte que tanto les apasionaba, y cuando Sam salió del agua y se tiró junto a ella en la arena le dijo:
—Me gustaría que me explicaras más cosas sobre el surf.
—¿Qué quieres que te cuente? —La miró mientras las gotas de agua salada le chorreaban provocativamente por el pelo.
—Lo que quieras —insistió besándole.
—Ok, princesa —asintió él, y echándose para atrás el pelo empezó—. Te contaré lo que nos contaba Mahuto, un hombre mayor que vivía al lado de nuestra casa. Este hombre era un antiguo surfista y siempre nos decía que el surf era uno de los deportes más antiguos del mundo. Por lo visto, en la antigüedad, los polinesios hacían campeonatos que eran considerados duelos; amorosos o de cualquier otra índole.
—¿Duelos? —sonrió Kate.
—El duelo consistía en coger olas en los rompientes más arriesgados. Según nos contaba Mahuto, era raro pasar un fin de semana sin que hubiera unos cuantos duelos. Se cuenta que ya en el año 1770, el capitán James Cook describió en su diario un extraño ejercicio que practicaban los nativos de mis islas cuando se adentraban en el mar sobre sus tablas de madera y que denominaban choroee que para ellos significaba «pillar olas», «cabalgar olas», etc… El surf siempre ha sido para nosotros un modo de vida, incluso se construían templos llamados Heyau, en los cuales se dejaban ofrendas y el Kahuma que significa brujo de la tribu, rezaba para que vinieran buenas olas.
—¿De verdad que rezaban para que vinieran buenas olas?
—Sí, cariño, ya te he dicho que el surf, allí en Hawái y las islas es un modo de vida. ¿Quieres que continúe?
—Por supuesto. Es muy interesante —asintió Kate.
—Cuando murió el capitán Cook, un tal James King escribió también sobre los hawaianos, y su particular forma de divertirse haciendo malabares peligrosos y asombrosas piruetas sobre una tabla en el mar. Con el tiempo, la iglesia se metió por medio. No veía con buenos ojos a quienes practicaban el surf, se les llegó a acusar de indecentes por practicarlo medio desnudos. Por eso durante un tiempo aquel fenómeno llamado choroee, junto con la danza del hula, fueron duramente castigados y la gente dejó de practicarlo con la libertad de otros tiempos. Pero como todo en esta vida, con el tiempo siempre hay alguien que ayuda a que regresen las cosas buenas, y surgieron movimientos hawaianos que exigieron su pasado, y su historia de vuelta, y volvieron a darle al surf la importancia que siempre había tenido en la isla.
Kate le escuchaba con atención. Se notaba pasión cuando hablaba de su hogar.
—Se habló de John Papa Li, un hombre que escribió sobre cómo se practicaba aquel deporte, pero sobre todo se centró en hablar de los tipos de madera que se usaban para hacer aquellas maravillosas planchas, tratadas con aceites y esencias. George Freeth, más conocido como Brown Mercury, fue un surfista medio irlandés, medio hawaiano. Él fue el primero en mostrar al resto del mundo lo que era el surf. Durante los años que vivió en California, se dedicó a enseñar a todo aquel que quisiera a surfear al estilo hawaiano. Desgraciadamente murió joven, pero por suerte para nosotros y para el surf, en su memoria, en Redondo Beach, hay un busto de bronce en cuya placa se puede leer la siguiente leyenda…
—«El primer surfista de los EE.UU., el joven que recibió el último arte de la Polinesia, el Surf». —Señaló Michael mientras se sentaba junto a ellos.
—Muy bien hermano —sonrió Sam y prosiguió—. Duke Kahanawoku, entre otros, creó en Waikiki el club de surf Hui Nalo. Duke fue campeón olímpico de natación en 1912, y en 1915 Australia le invitó a visitar sus playas, concretamente una playa al norte de Sidney. Allí impartió clases de surf y construyó una tabla de madera de secuoya, a la que hizo terriblemente famosa, y que aún se encuentra en el club de surf australiano que fundó allí. El resto… ya te puedes imaginar. La gente comenzó a practicarlo, aunque en honor a la verdad, los hawaianos somos los reyes en este deporte.
—No lo dudes —sonrió Michael, al ver como se pavoneaba delante de Kate.
—Es fascinante —dijo con una sonrisa Kate.
—Sí, el surf es fascinante —respondió Michael mirando al mar.
A la mañana siguiente, cuando pasaron a recoger a Kate, se sorprendieron cuando la vieron esperándoles enfundada en un traje de neopreno azul y con una tabla bajo el brazo. Kate, al ver sus caras, no pudo reprimir una sonrisa cómplice.
—Lo siento, chicos pero ya me he cansado de mirar. Vais a tener que dedicaros durante un tiempo a enseñarme, yo también me quiero divertir, quiero saber qué se siente cuando «coges una buena ola» como decís vosotros.
—Vaya —sonrió Michael— los tienes bien puestos Kate, así me gustan a mí las chicas. ¿No tendrás alguna hermana?
Kate sonrió y puso los ojos en blanco.
—Esta es mi chica —se enorgulleció Sam, tomándola por la cintura—. Cada día estoy más loco por ti. Venga vamos a la playa.
Y así empezó el aprendizaje de Kate. Los primeros días fueron duros, lo que más hacía era tragar agua y revolcarse por la playa. Pero pronto le enseñaron que, para ponerse en pie sobre una tabla, debía repartir el peso de su cuerpo entre los dos pies y doblar las piernas, y que el pecho debía caer hacia delante; le explicaron qué era un take off, el pato, el tubo, y cómo había que balancear los hombros en el sentido en que rompía la ola para hacer un bottom turn y así poder girar; aprendió que antes de meterse en el agua siempre debía controlar dónde estaban las rocas o hacia dónde iba la corriente o cómo eran las olas. También le enseñaron que no debía esperar a salir del agua hasta que estuviera agotada, sino que debía hacerlo cuando tuviera frío o sintiera los primeros indicios de cansancio.
Practicando casi a diario y con una tremenda fuerza de voluntad que sorprendió a ambos, Kate consiguió aprender y, con el tiempo, comenzó a disfrutar. Así, cada mañana, cualquiera podía ver como los tres acudían a la playa con sus tablas enganchadas a los tobillos y bailaban con las olas.