Alrededor de las tres de la madrugada de aquel día lunes comenzó a nevar. Ben Staad vio los primeros copos mientras Naomi y él contemplaban el castillo desde el borde de las Reservas del Rey. Frisky jadeaba, sentada sobre sus cuartos traseros. Los humanos estaban cansados, y la perra también; pero se sentía ansiosa por continuar; el olor se hacía cada vez más intenso.
Frisky los había guiado fácilmente desde la cabaña de Peyna hasta la casa abandonada en la que Dennis permaneció durante cuatro días, comiendo patatas crudas y teniendo pensamientos agrios acerca de los nabos, que resultaron ser tan agrios como sus pensamientos. En aquella vacía casa de campo de las Baronías Interiores, el olor azul eléctrico que ella había rastreado desde lejos se hallaba por toda la casa. Frisky ladró excitada, corriendo de un cuarto a otro, con la nariz contra el suelo y meneando alegremente la cola.
—Mira —dijo Naomi—. Nuestro Dennis quemó aquí algunas cosa —y señaló el hogar de la chimenea.
Ben se acercó y miró, pero no pudo descubrir nada; sólo había unos montoncitos de cenizas que se deshacían cuando él las atizaba. Se trataba, por supuesto, de los borradores de la nota de Dennis.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Naomi—. Está claro que de este lugar se marchó al castillo. ¿Le seguimos o pasamos la noche aquí?
Eran ya las seis de la tarde. Afuera había oscurecido.
—Creo que es mejor continuar —repuso Ben pausadamente—. Después de todo, has sido tú quien dijo que necesitábamos la nariz de Frisky y no sus ojos…, y yo declararé ante el trono de cualquier rey recién elegido que Frisky posee una nariz noble.
Frisky, sentada en la puerta de entrada, ladró para dar a entender que ella lo sabía.
—Muy bien —dijo Naomi.
Ben la miró atentamente. Habían hecho un largo recorrido desde el campamento de los exiliados, y apenas tuvieron un momento de descanso. Sabía que debían quedarse…, pero la premura le ponía al límite de la desesperación.
—¿Podrás continuar? —preguntó él—. Naomi Reechul, no digas que puedes si no te sientes capaz.
Ella puso los brazos en jarras y lo miró con altanería.
—Yo podría hacer otros cien koners desde el sitio en que tú cayeses muerto, Ben Staad.
Ben se rió irónicamente.
—Ya tendrás oportunidad de demostrarlo —comentó—. Pero antes comeremos algo.
Comieron de prisa. En cuanto acabaron, Naomi se arrodilló junto a Frisky y con calma le comunicó que debía encontrar nuevamente el rastro. No tuvieron que decírselo dos veces. Los tres abandonaron la casa de campo, Ben con un gran morral sobre sus espaldas, Naomi con otro apenas un poco más pequeño.
Para Frisky, el olor de Dennis era como una marca azul en la noche, tan claro como un alambre incandescente por una descarga eléctrica. Comenzó a husmear al instante, y se sintió confundida cuando «la joven» la llamó para que volviera. En seguida se dio cuenta del porqué; si Frisky hubiera sido humana, se habría dado una palmada en la frente echándose a gemir. En su impaciencia por ponerse en marcha, había comenzado a husmear en dirección contraria las huellas de Denis. A medianoche les volvería a dejar en la casa de campo de Peyna.
—No te preocupes, Frisky —dijo Naomi—. Tómate tiempo.
—Seguro —replicó Ben—. Tómate una semana o dos, Frisky. Puedes tomarte un mes si lo deseas.
Naomi lanzó una severa mirada en dirección a Ben, el cual se calló; por prudencia tal vez. Ambos observaron la nariz de Frisky que iba de un lado a otro, primero a través de la puerta de entrada de la cabaña desierta, luego por el camino.
—¿Lo ha perdido? —preguntó Ben.
—No, lo retomará en uno o dos minutos. —Naomi no agregó en voz alta, eso creo—. Simplemente ha encontrado una gran variedad de olores en el camino y ahora tiene que clasificarlos.
—¡Mira! —dijo Ben, dudoso—. Ahora se ha metido en los campos. Debe estar equivocada, ¿no es cierto?
—No lo sé. ¿Acaso crees que Dennis tomó el camino para dirigirse al castillo?
Ben Staad era un ser humano, y por lo tanto se palmeó la frente.
—No, por supuesto que no. Es que soy un tonto.
Naomi sonrió dulcemente sin decir nada.
Frisky se había detenido en los campos. Se giró hacia «la joven» y «el muchacho alto», ladrándoles con impaciencia para que la siguiesen. Los perros esquimales de Andua eran descendientes domesticados de los grandes lobos blancos que los habitantes de la Baronía Septentrional tanto temieron en tiempos pasados; pero, domesticados o no, eran sobre todas las cosas perros cazadores y rastreadores. Frisky había aislado otra vez aquel intenso olor azul brillante, y estaba impaciente por partir.
—En marcha —dijo Ben—. Sólo espero que haya encontrado el rastro correcto.
—¡Pues claro que sí! ¡Mira!
Naomi señaló con el dedo, y Ben apenas percibió en la nieve unas huellas largas y poco profundas. Incluso el la oscuridad, Ben y Naomi podían reconocer aquellas huellas como lo que realmente eran: raquetas para la nieve.
Frisky volvió a ladrar.
—Démonos prisa —apremió Ben.
Hacia la medianoche, cuando ya se encontraban cerca de las Reservas del Rey, Naomi comenzó a arrepentirse de su comentario de que era capaz de continuar cien koners desde el sitio en que Ben cayese muerto, debido a que se estaba sintiendo como si aquello le fuera a ocurrir a ella muy pronto.
Dennis había realizado el recorrido en mucho menos tiempo, pero lo hizo luego de cuatro días de descanso. Además, llevaba raquetas para la nieve, y no tuvo que seguir a un perro que de vez en cuando perdía el olor y tenía que volver a rastrearlo. Naomi notaba las piernas calientes y elásticas. Le ardían los pulmones. En su costado izquierdo sentía una punzada. Había tomado unos cuantos bocados de nieve, pero no lograron aplacar su tremenda sed.
Frisky, que no tenía que portar un morral y que podía correr por la nieve sin hundirse demasiado, no estaba en absoluto cansada. Había pequeños trechos durante los cuales Naomi podía caminar sobre la capa de nieve, pero al cabo de un rato aparecía un paraje en mal estado y se hundía hasta las rodillas…, y, en muchas ocasiones, hasta las caderas. En cierto momento, se hundió hasta la cintura y forcejeó torpemente con denodada furia hasta que Ben logró llegar hasta ella y ayudarle a salir.
—Desearía… ir en trineo —dijo ella agitada.
—…deseos, caballos…, paseo de pordioseros —le respondió él jadeando, sonriendo a pesar de su fatiga.
—Muy gracioso —protestó Naomi sin aliento—. Ja, ja. Deberías ser bufón de la corte, Ben Staad.
—Ahí están las Reservas del Rey. Menos nieve…, más fácil.
Ben se inclinó hacia delante, y apoyando las manos en sus rodillas, trató de recuperar el aliento. Naomi sintió de pronto que había sido egoísta y poco amable, sólo pensando en sí mismo, cuando Ben debía estar cerca del agotamiento; él era mucho más pesado que ella, especialmente con la carga del morral más grande que llevaba añadido. Había estado abriendo paso por la capa de nieve, brincando a través de los extensos campos como si corriera en aguas profundas, y sin embargo no emitió ni una sola queja ni aminoró la marcha.
—Ben, ¿te encuentras bien?
—No —dijo, jadeando y sonriendo—. Pero lo conseguiré, niña bonita.
—¡Yo no soy una niña! —replicó ella enfadada.
—Pero eres bonita —contestó él, colocando el pulgar en la punta de su nariz. Se burló de ella meneando los dedos.
—Oh, ya verás lo que te hago por esto…
—Más tarde —jadeó Ben—. Una carrera hasta el bosque. Venga.
Así que corrieron, con Frisky delante persiguiendo el rastro, y Ben fue el vencedor, lo que la puso más furiosa que nunca…, pero también le admiró.
Ahora volvemos a encontrarles mirando a través de los setenta koners de espacio abierto que separaban los límites del bosque en el que el rey Roland cierta vez aniquiló a un dragón, y los muros del castillo donde le habían aniquilado a él. Del cielo cayeron aleteando unos cuantos copos más de nieve…, y súbitamente, de un modo mágico, el aire estuvo repleto de ellos.
A pesar de su cansancio, Ben disfrutó de un momento de paz y alegría. Miró sonriente a Naomi. Ella quiso responderle con una mirada ceñuda pero se dio cuenta de que no encajaría con su cara y también le sonrió. Un momento después, sacó la lengua tratando de atrapar algún copo de nieve. Ben se rió silenciosamente.
—¿Cómo habrá entrado, si es que lo logró? —preguntó Naomi.
—No lo sé —contestó Ben, que se había criado en una granja y no sabía nada acerca del sistema de desagüe del castillo; probablemente mucho mejor para él, debéis pensar, y estaréis en lo cierto—. Tal vez tu perro campeón pueda enseñarnos cómo lo hizo.
—Realmente crees que lo ha conseguido, ¿verdad, Ben?
—Oh, sí —declaró—. ¿Tú qué crees, Frisky?
A1 oír su nombre, Frisky se incorporó; correteó unos metros rastreando el olor, y luego clavó su vista en los jóvenes.
Naomi miró a Ben, el cual meneó la cabeza.
—Todavía no —dijo.
Naomi llamó a Frisky suavemente, y la perra se acercó moviendo la cola.
—Si ella pudiese hablar, te diría que teme perder el rastro. La nieve lo cubrirá.
—No esperaremos mucho. Dennis tenía raquetas para la nieve; pero nosotros contaremos con algo que él no tuvo, Naomi.
—¿Qué es?
—Protección.
Pese a la creciente inquietud de Frisky por inspeccionar el rastro, Ben les hizo aguardar quince minutos. Para entonces el aire se había convertido en una evasiva nube blanca. La nieve congeló el cabello castaño de Naomi, y también el cabello, rubio, de Ben; Frisky estaba cubierta por una fría estola de armiño. Ahora les era imposible divisar delante de ellos los muros del castillo.
—Muy bien —dijo Ben con calma—, en marcha.
Cruzaron el espacio abierto detrás de Frisky. La enorme perra esquimal se movía con lentitud, la nariz constantemente pegada al suelo, levantándola a ratos con débiles resoplidos helados. El rastro del olor azul brillante se hacía más débil al ser cubierto por la blanca manta inodora que caía del cielo.
—Creo que hemos esperado demasiado tiempo —dijo Naomi detrás de él en voz baja.
Ben permaneció callado. Lo sabía, y esto le roía el corazón como una rata.
En medio de aquella blancura ahora podían percibir una mole oscura: el muro del castillo. Naomi comenzó a adelantarse con ligereza. Ben le dio alcance y la agarró del brazo.
—El foso —dijo—. No lo olvides. Está por aquí en alguna parte. Te resbalarás y caerás sobre el hielo rompiéndote el cue…
Al llegar aquí los ojos de Naomi brillaron alarmados y se soltó.
—¡Frisky! —dijo, haciendo silbar las palabras—. ¡Eh! ¡Frisky! ¡Peligro! ¡Te caerás!
Naomi se lanzó detrás de la perra.
Esta muchacha es absolutamente atolondrada, pensó Ben con cierta admiración. Luego, se lanzó detrás de ella.
Naomi no tenía que haberse preocupado. Frisky se había detenido al borde del foso. Tenía la nariz hundida en la nieve y meneaba alegremente la cola. Acababa de desenterrar alguna cosa. Miró a Naomi, y en sus ojos se podía leer: ¿Soy o no una buena perra? ¿Tú qué opinas?
Naomi abrazó a su perra lanzando una carcajada.
Ben echó un vistazo hacia el muro del castillo.
—¡Calla! —le susurró a la chica—. Si los guardias te oyen de seguro nos azotarán hasta hacernos pedazos. ¿Dónde te crees que estamos? ¿En tu patio trasero?
—¡Bah! Si han oído algo, creerán que son los espíritus de la nieve y correrán en busca de sus mamis.
Pero Naomi también habló en susurros. Después enterró su rostro en el pelaje de Frisky y volvió a decirle lo buena perra que era.
Ben rascó la cabeza de Frisky. A causa de la nieve, ninguno de los dos se sintió tan terriblemente expuesto como Dennis cuando se sentó en aquel mismo sitio para quitarse las raquetas, descubiertas ahora por Frisky.
—Por la nariz de los dioses, muy bien —elogió Ben—. ¿Pero qué sucedió luego de que él se quitara las raquetas para la nieve, Frisky? ¿Le salieron alas y sobrevoló el Rediente del Oeste? ¿Hacia dónde crees que se dirigió?
Como si quisiera contestarle, Frisky se alejó de ellos, deslizándose y bajando torpemente por el empinado terraplén hacia el foso congelado.
—¡Frisky! —exclamó Naomi, en voz baja pero alarmada.
La perra se detuvo cuando se hallaba en medio del hielo, con nieve reciente hasta las corvas. Les miró. Meneaba levemente la cola, y con los ojos les imploraba que la siguiesen. Pero no ladró; a pesar de que Naomi no se lo había advertido, Frisky sabía muy bien que debía permanecer en silencio. Pero ladró mentalmente. El olor continuaba allí, y ella quería rastrearlo antes de que desapareciese por completo, lo cual podía ocurrir en los próximos minutos.
Naomi miró interrogante a Ben.
—Sí —dijo él—. Por supuesto. Tenemos que hacerlo. Vamos. Pero mantenla a tu lado; no dejes que se te adelante. Esto es peligroso. Puedo sentirlo.
Ben le tendió su mano. Naomi se aferró a ella, y ambos se deslizaron hasta el pozo.
Frisky les guió lentamente a través del hielo hasta el muro del castillo. Ahora en realidad estaba excavando el rastro, con la nariz enterrada debajo de la nieve. Poco a poco en el aire comenzó a percibirse un olor fuerte, desagradable; a agua caliente y sucia, a excrementos y basura.
Dennis había sabido que al acercarse al desagüe de las cloacas el hielo se tornaría peligrosamente quebradizo. Incluso si no lo hubiese sabido, era capaz de ver los aproximadamente noventa centímetros de agua al descubierto junto al muro del castillo.
Las cosas no eran tan fáciles para Ben, Naomi y Frisky. Ellos supusieron que si el hielo era grueso a lo largo de la orilla exterior del foso, también debía serlo en la orilla opuesta. Y sus ojos no les servían de mucho a causa de la intensa nevada.
La visión de Frisky era la más débil, y ella les guiaba. Sus oídos eran sumamente agudos, y podía escuchar los crujidos del hielo debajo de la nieve nueva…, pero estaba demasiado absorta por el olor para prestarle atención a aquellos tenues sonidos…, hasta que el hielo cedió debajo de ella y se precipitó dentro del foso con un chapoteo.
—¡Frisky! Fr…
Ben le tapó la boca a Naomi con una mano. Ella luchó para zafarse de él.
Sin embargo, Ben había visto el peligro y la arrastraba hacia atrás.
Naomi no tendría que haberse inquietado. Todos los perros pueden nadar, por supuesto, y con su gruesa y aceitosa piel, Frisky estaba mucho más a salvo en el agua que cualquier ser humano. La perra chapoteó casi hasta el muro del castillo entre témpanos de agua podrida y terrones de nieve parecidos a nata montada que pronto se convirtieron en sucia aguanieve y luego desaparecieron. Alzó la cabeza, husmeando, en busca del rastro…, y cuando supo dónde se hallaba, dio media vuelta y chapoteó hacia Ben y Naomi. Al llegar al borde del hielo, intentó trepar, pero sus patas lo rompieron, por lo que volvió a intentarlo. Naomi lanzó una exclamación.
—Tranquila, Naomi, o harás que al rayar el alba estemos en las mazmorras —advirtió Ben—. Agárrate a mis tobillos.
Esperó a que ella se alejase, y después se tendió boca abajo. Naomi se acuclilló detrás de él apresando sus botas. Al estar tan cerca del hielo, Ben podía escuchar cómo éste crujía bajo su peso. Pudo haber sido uno de nosotros dos, pensó, y eso sí que habría representado un verdadero problema.
Abrió un poco las piernas para distribuir mejor el peso.
Después cogió a Frisky de las patas delanteras, justo por debajo de su amplio y poderoso pecho.
—Allá vamos, chica —dijo Ben con voz ronca—. Eso espero.
Después tiró.
Por un momento, al arrastrar a Frisky fuera del agua, Ben pensó que el hielo se quebraría bajo el peso de la perra; primero él y luego Naomi seguirían a Frisky dentro del pozo. Ben se vio cruzando aquel pozo para ir a jugar con su amigo Peter en el castillo un día de verano, el cielo azul y las blancas nubes reflejándose sobre su superficie, y recordó que en aquel entonces le parecía hermoso, como una pintura. Nunca sospechó que podría morir en él durante una tenebrosa noche de tormenta de nieve. Además olía de un modo espantoso.
—¡Tira de mí hacia atrás! —dijo entre gruñidos—. ¡Tu maldito perro pesa una tonelada!
—¡Ben Staad, no te permito que insultes a mi perra! Los ojos de Ben se hallaban entrecerrados debido al esfuerzo, los labios abiertos mostrando los dientes apretados.
—Un millón de perdones. Y si no comienzas a tirar de mí, creo que muy pronto tomaré un baño.
De algún modo consiguió hacerlo, pese a que Ben y Frisky juntos debían pesar casi tres veces su propio peso. El postrado y extendido cuerpo de Ben cavó un túnel en el frío polvo; entre sus entrepiernas se había formado una pirámide de nieve, como si hubiese sido hecha por un arado de madera.
Por fin —a Ben y a Naomi les pareció «por fin», si bien en realidad se trató probablemente de una cuestión de segundos— el pecho de Frisky dejó de romper el hielo apoyándose sobre su superficie. Unos momentos después, sus patas traseras conseguían afianzarse en terreno sólido. Se paró sobre las cuatro patas, sacudiéndose enérgicamente. La sucia agua del foso salpicó el rostro de Ben.
—¡Uf! —Hizo una mueca, secándose—. ¡Mil gracias, Frisky!
Pero Frisky no le prestó atención. Otra vez miraba hacia el muro del castillo. Aunque su pelaje se estaba congelando en sucias espiguillas, lo único que le interesaba era el rastro. Lo había olfateado con claridad, encima de ella pero no muy alto. Se trataba de algo opaco. Allí no había la capa blanca inodora.
—Perdón por haber gritado de esa manera —susurró Naomi—. Si hubiera sido cualquier otro perro y no Frisky… ¿Crees que me habrán oído?
Ben se estaba incorporando, quitándose la nieve de encima.
—Si te hubieran oído, tendrían que haber dado el quién vive —le dijo Ben, también en voz muy queda—. Dioses, eso sí que estuvo cerca.
Ahora podían ver el agua al descubierto justo enfrente del antiguo muro de piedra del rediente exterior del castillo de Delain, porque la estuvieron buscando.
—¿Y qué haremos?
—No podemos continuar —susurró Ben—, eso es evidente. ¿Pero qué hizo él, Naomi? ¿Hacia dónde se dirigió desde aquí? Tal vez haya volado.
—Y si nos…
Pero Naomi jamás terminó su pensamiento, porque fue en ese momento cuando Frisky se hizo cargo del asunto. Todos sus ancestros habían sido cazadores famosos, y ella lo llevaba en la sangre. Se le había encomendado rastrear aquel estimulante y tentador olor azul eléctrico, y no podía dejar de seguirlo. Así que afirmó sus cuartos traseros sobre el hielo, y tensionando sus elásticos músculos, saltó hacia la oscuridad. Su visión, como ya dijimos, era el más pobre de sus sentidos, y por lo tanto su salto fue en verdad ciego; desde el borde del hielo ella no alcanzaba a ver el negro agujero del desagüe de las cloacas.
Pero lo pudo ver desde el agua, y aunque no lo hubiese visto, ella tenía su olfato, y sabía que estaba allí.
Es Flagg, pensó la amodorrada mente de Dennis cuando la sombra con ardientes ojos se le abalanzó encima. Es Flagg, me ha encontrado, y ahora me arrancará la garganta con sus propios dientes…
Intentó gritar, pero no pudo articular ningún sonido.
La boca del intruso se abrió; Dennis pudo ver unos dientes grandes y blancos…, y entonces una cálida y larga lengua comenzó a lamerle la cara.
—¡Uff! —exclamó Dennis, tratando de apartar de sí aquella cosa; pero unas patas se apoyaron sobre sus hombros, y cayó tendido sobre su colchón de servilletas reales como un luchador inmovilizado; la lengua no dejaba de lamerle—. ¡Uff! —volvió a exclamar, y la negra y peluda criatura profirió un grave y amigable ladrido, como si dijese: Ya lo sé, yo también me alegro de verte.
—¡Frisky! —llamó una voz ronca desde la oscuridad—. ¡Retírate, Frisky! ¡Sin ruidos!
La figura negra no era en absoluto Flagg; se trataba de un perro grandísimo, un perro que se parecía demasiado a un lobo para sentirse tranquilo, pensó Dennis. A las palabras de la chica, el animal se alejó, y se sentó. Miraba a Dennis con alegría; su cola aporreaba sordamente el lecho de servilletas.
Otras dos figuras aparecieron en la oscuridad, una más alta que la otra. No era Flagg, eso estaba claro. Los guardias del castillo, entonces. Dennis cogió su daga. Si los dioses estaban de su parte, tal vez sería capaz de poner fuera de combate a los dos. Y si no, entonces intentaría morir con honor al servicio de su rey.
Las dos figuras se detuvieron muy cerca de él.
—Vamos —dijo Dennis, alzando su daga (en realidad no era mucho más grande que un cortaplumas, y se encontraba herrumbrosa y bastante desafilada) en un gesto valeroso—. ¡Primero vosotros dos, y después vuestra fiera!
—¿Dennis? —La voz le resultó muy familiar—. Dennis, ¿en verdad te hemos encontrado?
Dennis comenzó a bajar su arma, y luego volvió a subirla. Tenía que ser un truco. Tenía que serlo. Pero la voz sonaba tan parecida a la de…
—¿Ben? —susurró—. ¿Eres Ben Staad?
—Soy Ben —confirmó la figura más alta, llenando de gozo el corazón del joven y arriesgado mayordomo. La figura empezó a acercarse. Alarmado, Dennis volvió a levantar su daga.
—¡Espera! ¿Tienes una luz?
—Sí, un pedernal y un eslabón.
—Ráspalos.
—Bien.
Al cabo de un rato, un gran resplandor amarillento, sin duda peligroso en aquel cuarto repleto con secas servilletas, iluminó el lugar.
—Acércate, Ben —dijo Dennis, volviendo a envainar su modesta daga.
Se puso en pie, temblando de alegría y alivio. Ben estaba allí. Gracias a qué magia Dennis no lo sabía; pero lo cierto era que había sucedido. Los pies se le enredaron en las servilletas y dio un traspiés, mas no llegó a caerse, ya que los brazos de Ben lo acogieron con un fuerte abrazo. Ben se hallaba a su lado y todo saldría bien, pensó Dennis, y fue todo lo que pudo hacer para no echarse a llorar de un modo impropio en un hombre.
A continuación hubo un gran intercambio de historias; creo que vosotros ya conocéis la mayoría de ellas, y las partes que ignoráis, pueden ser contadas con suma rapidez.
El salto de Frisky fue un éxito completo. Una vez dentro del conducto se volvió para mirar si Naomi y Ben pensaban seguirla.
Si no lo hubiesen hecho, a la larga Frisky habría vuelto a saltar sobre el hielo; esto podría haberle causado una gran decepción, pero no dejaría a su ama ni por el olor más excitante del mundo. Frisky estaba convencida de ello; Naomi no tanto. Ni siquiera se atrevió a llamar a Frisky por temor a ser escuchada por algún guardia. Por lo tanto trató de seguir a su perra. Ella no pensaba dejar que se fuera, y si Ben intentaba lo contrario, le derribaría con un gancho de derecha.
Naomi no tendría que haberse inquietado. En el instante en que localizó el conducto, Ben comprendió por dónde se había introducido Dennis.
—Una nariz noble, Frisky —volvió a decir, y se volvió hacia Naomi—. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Si retrocedo un poco y tomo carrera, lo haré.
—Trata de no errar, has de evitar pisar donde el hielo comienza a hacerse quebradizo, o te remojarás. Y las pesadas ropas que llevas te arrastrarán rápidamente hacia el fondo.
—No erraré.
—Deja que yo salte primero —dijo Ben—. Tal vez tenga que atraparte.
Retrocedió unos pasos y saltó con tanta energía que estuvo a punto de que la base de la cabeza chocase con la curva superior del conducto. Excitada, Frisky lanzó un ladrido.
—¡Cállate, perro! —ordenó Ben.
Naomi se alejó hasta el borde del foso, permaneció allí unos segundos (para entonces estaba nevando con tanta intensidad que Ben no podía verla), y luego echó a correr. Ben contuvo el aliento, esperando a que no fallara al borde del hielo resistente. Si corría mucho antes de intentar el salto, ni los brazos más largos del mundo podrían agarrarla.
Pero Naomi calculó a la perfección. Ben no necesitó ayudarle; todo lo que tuvo que hacer fue quitarse de en medio cuando ella hizo su entrada en el conducto. Ni siquiera se golpeó la cabeza, como le había sucedido a Ben.
—Lo peor de todo fue el hedor —dijo Naomi, haciendo una pausa en su relato y mirando al sorprendido Dennis—. ¿Cómo pudiste tú soportarlo?
—Pues me estuve recordando a mi mismo lo que podría sucederme si me atrapaban —explicó Dennis—. Cada vez que lo hacía, el aire parecía oler un poco mejor.
Ben rió ante este comentario y afirmó con la cabeza, mientras Dennis le contemplaba durante unos instantes con los ojos brillantes. Luego volvió a posar su mirada en Naomi.
—Sin embargo, en realidad olía espantosamente —convino—. Recuerdo que cuando yo era niño olía mal, pero no tan mal. Quizás un niño no sepa en verdad lo que es un mal olor. O algo por el estilo.
—Supongo que eso podría ser —admitió Naomi.
Frisky se hallaba tendida sobre una pila de servilletas reales, tenía el hocico entre las patas y llevaba sus ojos de una persona a otra mientras cada una de ellas hablaba. No era capaz de comprender lo que decían; pero, si eso hubiese sido posible, le habría dicho a Dennis que su capacidad de percibir los malos olores no había cambiado desde su niñez. Lo que ellos olieron, naturalmente, eran los últimos restos de la Arena Dragón. El olor había sido mucho más penetrante para Frisky que para «la joven» y «el muchacho alto». El olor de Dennis aún permanecía, pero esparcido y en forma de salpicaduras a lo largo de las paredes curvas (se trataba de los lugares que Dennis tocó con sus manos; el suelo de los conductos estaba cubierto por una pestilente agua tibia que había borrado todos los demás olores). Era el mismo olor azul eléctrico. El otro olor era de un insípido verde correoso; Frisky le temía. Ella sabía que algunos olores podían matar, y descubrió que no hacia tanto tiempo que aquel olor había tenido esas características. Pero ahora estaba perdiendo su potencia, y de cualquier forma, el rastro que seguía la alejó de sus grandes concentraciones. Un poco antes de llegar a la rejilla utilizada por Dennis para salir del sistema de cloacas, Frisky comenzó a dejar de percibir el olor verde; y, en toda su vida, aquella perra jamás estuvo tan feliz de perder un olor.
—¿No os habéis cruzado con nadie? ¿Con nadie en absoluto? —preguntó Dennis, ansioso.
—Con nadie —respondió Ben—. Yo iba un poco adelantado para poder vigilar mejor. Vi varias veces a unos guardias, pero siempre tuvimos suficiente tiempo para ocultarnos antes de ser descubiertos. A decir verdad, creo que al venir hacia aquí nos hemos encontrado por lo menos con veinte guardias y sólo una o dos veces nos dieron el quién vive. La mayoría estaban borrachos.
Naomi asintió.
—Centinelas de Guardia —dijo—. Borrachos. Y no estamos hablando de borrachos en un puesto de vigilancia a lo largo de las fronteras septentrionales de alguna pequeña baronía acerca de la cual uno jamás oyó hablar; sino que borrachos en el castillo. ¡Dentro del mismo castillo!
Dennis, recordando al desaliñado cantor que se hurgaba en sus narices, asintió con tristeza.
—Supongo que tendríamos que estar contentos. Si los Centinelas de Guardia hubieran sido como en tiempos de Roland, ahora estaríamos encerrados en la Aguja con Peter. Pero por alguna razón no me puedo alegrar.
—Te diré algo —musitó Ben en voz baja—, si yo fuera Thomas y a mi alrededor sólo tuviera sujetos como los que hemos visto esta noche, cada vez que mirase hacia el Norte me estremecería dentro de mis botas.
Esto pareció inquietar mucho a Naomi.
—Recemos a los dioses para que jamás se llegue a eso —dijo la muchacha.
Ben asintió con la cabeza.
Dennis estiró el brazo y acarició a Frisky.
—Me has rastreado desde la casa de Peyna, ¿no es así? ¡En verdad eres una perra muy lista!
Feliz, Frisky meneó fuertemente su cola.
Naomi dijo:
—Si quisieras contármela de nuevo, Dennis, me gustaría escuchar esa historia acerca del rey sonámbulo.
Así que Dennis le contó la historia, muy parecida a como se la había contado a Peyna y a como os la he contado yo, y ambos escucharon fascinados como niños a quienes se les narra el relato del lobo hablador vestido con el gorro de dormir de la abuelita.
Cuando acabó su relato, eran ya las siete de la mañana. Afuera, una luz gris opaca había cubierto Delain; aquella apagada luz de tormenta era tan luminosa a las siete como lo sería a mediodía, debido a que la nevada más fuerte de aquel invierno, y tal vez de la historia, había llegado a Delain. El viento soplaba alrededor de los aleros del castillo como una tribu de espíritus. Incluso desde su refugio los fugitivos podían verlo. Frisky levantó la cabeza y gimoteó intranquila.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Dennis.
Ben, que había estado leyendo una y otra vez la nota de Peter, dijo:
—Nada, hasta esta noche. Ahora en el castillo existe mucho movimiento, y no hay modo alguno de salir de aquí sin ser vistos. Dormiremos. Recobraremos nuestras energías. Y esta noche, antes de que den las doce…
Ben habló brevemente. Naomi sonreía; los ojos de Dennis brillaban debido a la excitación.
—¡Sí! —dijo Dennis—. ¡Por todos los dioses! ¡Eres un genio, Ben!
—Por favor, yo no diría tanto —protestó Naomi, pero su sonrisa era tan amplia que parecía estar en peligro de que su cabeza se partiese en dos. Se estiró hacia delante, y rodeando a Ben con sus brazos le dio un sonoro beso.
Ben se puso completamente rojo; parecía como si estuviese a punto de «estallarle el cerebro», como decían en Delain en aquellos lejanos tiempos. Aunque debo deciros que también se hallaba encantado.
—¿Frisky podrá ayudarnos? —preguntó Ben, cuando volvió a recuperar su aliento.
Al oír su nombre, Frisky levantó la cabeza.
—Claro que podrá. Pero necesitaríamos…
Durante un buen rato hablaron acerca del nuevo plan, y en un momento dado la mandíbula inferior de Ben pareció casi desaparecer detrás de un gran bostezo. Naomi también se hallaba muy cansada. Habían estado despiertos cerca de veinticuatro horas, recordaréis, además de haber recorrido una distancia enorme.
—Basta ya —dijo Ben—. Es hora de dormir.
—¡Hurra! —exclamó Naomi, comenzando a disponer más servilletas junto a Frisky—. Siento mis piernas como si…
Dennis se aclaró la garganta con educación.
—¿Qué sucede? —preguntó Ben.
Dennis miró los morrales; el grande de Ben, y el apenas más pequeño de Naomi.
—Supongo que no tendréis aquí…, nada para comer ¿no es así?
Impacientemente, la chica dijo:
—¡Pues claro que sí! ¡Qué te crees…!
Entonces recordaron que Dennis salió de la casa de Peyna hacia seis días, y que desde entonces se había pasado todo el tiempo escondiéndose y andando furtivamente. Tenía mirada de desnutrido, y su rostro era pálido, enjuto y descarnado.
—¡Oh, lo siento, Dennis, somos unos idiotas! ¿Cuándo fue la última vez que comiste?
Dennis meditó acerca de esto.
—No lo recuerdo con exactitud —respondió—. Pero la última comida que tuve sentado a la mesa fue mi almuerzo, hace una semana.
—¿Y por qué no lo has dicho desde un principio, tonto? —le amonestó Ben.
—Creo que porque estaba demasiado excitado de veros —respondió Dennis sonriendo.
Mientras les observaba abrir los morrales y buscar entre los restos de sus víveres, el estómago le gorgoriteaba ruidosamente. La boca se le hacia agua. Entonces una idea se le cruzó por la cabeza.
—¿No habréis traído nabos por casualidad?
Naomi giró la cabeza y lo miró desconcertada.
—¿Nabos? Yo no tengo ninguno. ¿Y tú, Ben?
—Tampoco.
Una sonrisa dulce y sumamente feliz se extendió por el rostro de Dennis.
—Magnifico —dijo.
Aquella tormenta fue sin duda extraordinaria, y todavía hoy se habla de ella en Delain. Antes de que un anochecer temprano y ventoso cubriese la ciudadela del castillo, ya había caído un metro y medio de nieve. Tanta cantidad en un solo día era realmente extraordinario, pero los montones que hacía el viento eran muchísimo más altos. Cuando oscureció, ya no soplaba un fuerte ventarrón, sino que se había transformado en un huracán. En algunos sitios alrededor del castillo, la nieve se acumulaba contra los muros formando rampas de más de siete metros de altura que cubrían no sólo las ventanas de la primera planta sino de la segunda y de la tercera.
Quizás estaréis pensando que esto convenía mucho a los planes de fuga de Peter, y así habría sido si la Aguja no hubiese estado erguida sola en medio de la plaza. Pero lo estaba, y allí el viento soplaba con mayor fuerza. Un hombre robusto no era capaz de hacer frente a aquel viento, pues saldría rodando hasta estrellarse contra el primer muro de piedra al otro extremo de la plaza. Y el vendaval tenía además otro efecto: era como una escoba gigantesca. Tan pronto como caía la nieve, la barría del suelo de la plaza. Al anochecer había enormes amontonamientos blancos contra el castillo, y atascos en la mayoría de los callejones de la parte oeste de la ciudadela; pero la plaza estaba tan limpia como una patena. Lo único que había eran helados adoquines esperando quebrarle los huesos a Peter en caso de que su cuerda se partiera.
Y debo decir que la cuerda de Peter estaba destinada a romperse. Cuando él la probó, soportaba su peso…, pero existía un hecho acerca de aquella cosa mítica llamada «punto de ruptura» que Peter no conocía. Yosef tampoco lo sabía. Sin embargo, los conductores de bueyes estaban enterados, y si Peter les hubiera preguntado, ellos le habrían contestado con un viejo axioma, conocido por marinos, leñadores, costureras, y todos aquellos que trabajaban con hilos o cuerdas: Cuanto más larga la cuerda, más rápida la rotura.
Peter había probado con una cuerda de un metro veinte de longitud, y ésta le soportó.
El cordón al cual pensaba confiar su vida (una cuerda muy delgada) medía unos setenta y cinco metros.
Estaba destinada a romperse, os lo digo, y los adoquines esperaban la caída del fugitivo para romperle los huesos y hacer que muriese desangrado.
Durante aquel largo y tormentoso día ocurrieron muchos desastres mayores y menores, del mismo modo que hubo muchos actos de heroísmo, algunos exitosos y otros predestinados al fracaso. En las Baronías Interiores algunas granjas fueron arrasadas por el viento, igual que en el viejo cuento el lobo hambriento tira abajo de un soplido la casa de los indolentes cerditos. Algunos de los que se quedaron sin hogar por esta causa se las arreglaron para llegar hasta la ciudadela del castillo a través de las blancas planicies, amarrados todos juntos a una cuerda para mayor seguridad; otros erraron en la búsqueda del Gran Camino de Delain y se perdieron en medio de la blancura; sus cuerpos congelados y mordisqueados por los lobos no serían descubiertos hasta la primavera.
Pero a las siete de la tarde, la nevada finalmente disminuyó un poco, y el viento dejó de soplar con tanta fuerza. La inquietud fue cediendo, y en el castillo se acostaron temprano. Había muy poco más que hacer. Se alimentaron los hogares, los niños fueron arrojados en sus camas, se bebieron la última taza de té, y se dijeron las oraciones.
Una por una, las luces fueron apagándose. El pregonero gritaba lo más fuerte que podía, pero tanto a las ocho como a las nueve el viento dispersó los sonidos de su boca; a las diez volvió a oírsele de nuevo, mas para entonces, la mayoría de la gente dormía.
Thomas también; pero su sueño no era tranquilo. Aquella noche no estaba Dennis para dormir cerca de él y consolarle; aún continuaba enfermo en su casa. Thomas había pensado muchas veces en enviar a un paje para que lo comprobara (e incluso ir él mismo; Dennis le agradaba mucho); pero siempre surgía algo para hacer: papeles que había que firmar…, peticiones que escuchar… y, naturalmente, botellas de vino que beber. Thomas esperaba que Flagg viniera a verle, trayéndole unos polvos que le ayudasen a dormir…, pero desde su inútil viaje hacia el Norte, el mago se comportaba de un modo extraño y distante. Era como si Flagg supiese que algo no iba bien, pero no estaba seguro de lo que era. Thomas deseaba que el mago acudiese a su lado; pero no se atrevía a mandarlo llamar.
Como siempre, el gemido del viento le hacía recordar a Thomas la noche en que murió su padre; temía que le costara conciliar el sueño… y que, una vez dormido, viniesen horribles pesadillas, sueños en los que Roland gritaría, despotricaría y finalmente sería consumido por las llamas. Así que Thomas hizo aquello a lo cual se había acostumbrado durante los últimos años; se pasaba todo el día con una copa de vino en la mano, y si yo os dijese cuántas botellas de vino consumía este muchachito hasta que finalmente alrededor de las diez se marchaba a dormir, vosotros probablemente no me creeríais; por lo tanto no lo diré. Pero si que eran muchas.
Tendido sobre el sofá, sintiéndose pésimamente y deseando que Dennis estuviera en el acostumbrado sitio junto a la chimenea, Thomas pensaba: Me duele ta cabeza y tengo el estómago revuelto… ¿Vale la pena sufrir todo esto para ser rey? Lo dudo. Vosotros también podréis dudarlo…, pero antes de que Thomas pudiese seguir dudando, ya estaba en el más profundo sueño.
Durmió cerca de una hora…, luego se levantó y comenzó a caminar. Parecía un fantasma con su camisón blanco. Deambuló por los pasillos. Una doncella que se había quedado trabajando hasta más tarde y que llevaba los brazos cargados con sábanas acertó a verle, y como era tan parecido al difunto rey Roland, la mujer dejó caer su cargamento y echó a correr gritando.
El dormido cerebro de Thomas oyó los gritos, confundiéndolos con los de su padre.
Continuó caminando hasta dar con el corredor menos utilizado. A medio camino se detuvo y empujó la piedra secreta. Entró en el pasadizo, cerró la puerta y se dirigió hasta el final del pasillo. Deslizó los paneles que estaban detrás de los ojos de vidrio de Niner y a pesar de que todavía dormía, colocó su rostro contra los dos agujeros, haciendo como que miraba la sala de estar de su difunto padre. Y aquí dejaremos por algún tiempo al desafortunado muchacho, rodeado por el olor a vino y con lágrimas de remordimiento corriéndole por las mejillas desde sus somnolientos ojos.
Este pretendido rey era unas veces un muchacho cruel; otras, un muchacho triste; y casi siempre había sido un muchacho débil…, pero debo deciros que incluso ahora sigo sin creer que en realidad fuese un muchacho malo. Que le odiéis por las cosas que hizo, y por las cosas que permitió que se hicieran, es algo que puedo comprender; pero me sorprendería que a la vez no le tuvierais un poco de lástima.
A las once y cuarto de aquella trascendental noche, la tormenta concluyó. Una tremenda ráfaga de viento frío pasó sobre el castillo. Soplaba a más de cien kilómetros por hora, y desgarraba las ralas nubes como la bofetada de una gigantesca mano.
En el Tercer Callejón del Este había una torre baja de piedra a la cual llamaban Iglesia de los Grandes Dioses; llevaba allí desde tiempos inmemoriales. Mucha gente rendía culto en ella, pero ahora se hallaba vacía. Algo también muy favorable. La torre no era muy elevada (ni de lejos podía compararse con la Aguja); no obstante se alzaba sobre los edificios aledaños del Tercer Callejón del Este, y durante todo el día había sido azotada por la inquebrantable fuerza del temporal. La última ráfaga fue demasiado para ella. La cúspide de nueve metros, toda de piedra, se desplomó, del mismo modo que podría volarse el sombrero de un espantapájaros durante un viento muy fuerte. Una parte aterrizó en el callejón; otra sobre las casas vecinas. El estrépito fue tremendo.
La mayoría de la gente que vivía en la ciudadela del castillo, agotada por la excitación de la tormenta y sumida en un profundó sueño, no reparó en el desmoronamiento de la Iglesia de los Grandes Dioses (si bien a la mañana siguiente se sorprenderían muchísimo ante las ruinas cubiertas de nieve). Casi todos se limitaron a refunfuñar y, cambiando de posición, se volvieron a dormir.
Algunos Centinelas de Guardia, los que no estaban muy borrachos, lo oyeron, naturalmente, y corrieron para ver lo que había sucedido. Salvo por estos pocos, el desmoronamiento de la torre pasó casi por completo inadvertido en el momento de suceder…, pero hubo unas cuantas personas que lo oyeron, y creo que vosotros ya las conocéis a todas.
Ben, Dennis y Naomi, que se preparaban para intentar rescatar al legitimo rey, oyeron el ruido desde el cuarto de las servilletas, mirándose unos a otros con los ojos bien abiertos.
—No os preocupéis —dijo Ben al cabo de unos instantes—. No sé lo que ha podido ser; pero carece de importancia. Continuemos con lo nuestro.
Beson y los carceleros inferiores, todos ellos borrachos, no sintieron desmoronarse la Iglesia de los Grandes Dioses, pero Peter si lo percibió. Se hallaba sentado sobre el pavimento de su dormitorio, pasando cuidadosamente su cuerda entre los dedos en busca de trozos flojos. Al oír el estrépito de las piedras amortiguado por la nieve, alzó la cabeza y se dirigió con premura a la ventana. No podía ver nada; lo que quiera que se hubiese derrumbado estaba al otro extremo de la Aguja. Después de reflexionar sobre ello durante unos segundos, Peter volvió a su cuerda. Faltaba poco para la medianoche, y él había llegado a la misma conclusión que su amigo Ben. No tenía importancia. La suerte ya estaba echada. Ahora había que mirar adelante.
En la profunda oscuridad del pasadizo secreto, Thomas oyó el ruido sordo de la torre al caerse y se despertó. Al oír debajo de él los apagados ladridos de los perros comprendió horrorizado dónde se encontraba.
Y había otra persona cuyo sueño ligero salpicado de pesadillas fue perturbado por el estrépito de la caída de la torre. Se despertó pese a hallarse en lo más recóndito del castillo.
—¡Desastre! —chilló una de las cabezas del loro.
—¡Fuego, diluvio y evasión! —gritó la otra.
Flagg se había despertado. Creo haberos dicho que a veces el demonio es extrañamente ciego, y eso es cierto. A veces el demonio se aquieta, y duerme.
Pero ahora el mago se había despertado.
Flagg regresó de su viaje al Norte con un poco de fiebre, un fuerte resfriado y una sensación de inquietud.
Algo no marcha bien, algo no marcha bien. Las mismísimas piedras del castillo parecían estar susurrándoselo, pero él no tenía ni idea de lo que podía ser. Por lo pronto todo lo que sabía era que aquella incógnita, algo no marcha bien, poseía dientes afilados. La sensación era como de tener en el cerebro un hurón o una marta cibellina, que le iba mordisqueando en un sitio y en otro. El mago sabía exactamente cuándo había comenzado aquel animal a corretear y a roer: al volver de su infructuosa expedición en busca de los rebeldes. Porque… porque…
¡Porque los rebeldes debían haber estado allí!
Pero no habían aparecido y Flagg odiaba ser engañado. Peor aún, odiaba sentir que él podía haber cometido un error. Si se había equivocado en su búsqueda de los rebeldes, entonces tal vez había cometido fallos en otras cosas. ¿En qué cosas? No lo sabía. Pero sus sueños eran desfavorables. Aquel pequeño e irascible animal correteaba por su cabeza, inquietándole, insistiendo en que se había olvidado de cosas, que otras cosas estaban sucediendo a sus espaldas. Corría, mordisqueaba y le arruinaba el sueño. Flagg tenía medicinas que podían terminar con un resfriado, pero ninguna de ellas lograría hacer efecto sobre aquel animal roedor que llevaba en su cerebro.
¿Qué es lo que podía haber salido mal?
Se repitió esta pregunta una y otra vez, y en verdad parecía, al menos a primera vista, que nada en absoluto. Durante muchos siglos, el viejo y oscuro caos que latía dentro de él había odiado el amor, la luz y el orden de Delain, y trabajó duramente para destruir todo aquello; para derribarlo al igual que la última ráfaga de la tormenta había tirado abajo la Iglesia de los Grandes Dioses. Siempre hubo algo que se interfirió con sus planes; una Kyla la Buena, una Sasha, alguna persona, alguna cosa. Pero ahora no veía ninguna posible interferencia, mirase en la dirección que mirase. Thomas era por completo su criatura; si Flagg le ordenaba que midiese a pasos el más alto parapeto del castillo el tonto sólo atinaría a preguntarse a qué hora debía hacerlo. Los granjeros rugían bajo el peso de los agobiantes impuestos aplicados por Thomas como consecuencia de la persuasión ejercida por el mago.
Cierta vez Yosef le dijo a Peter que, al igual que las cuerdas y cadenas, las personas también tenían un punto de ruptura, y así era; los granjeros y comerciantes de Delain casi habían llegado al suyo. La cuerda que une a la ciudadanía con el gran paquete de impuestos es pura lealtad; lealtad al soberano, al país, al gobierno. Flagg sabía que si hacía los impuestos lo bastante pesados, todas las cuerdas se romperían, y el estúpido buey, que así era como él consideraba al pueblo de Delain, saldría corriendo desbocado, arrasando con todo lo que se le pusiera al paso. El primero de los bueyes ya estaba libre y se escondía en el Norte. Se hacían llamar exiliados, pero Flagg no dudaba que muy pronto lo cambiarían por rebeldes. Peyna se había apartado y Peter estaba encerrado en la Aguja.
Por lo tanto, ¿qué era lo que estaba mal?
¡Nada! ¡Maldita sea, nada!
Pero el hurón correteaba, roía, mordisqueaba y se retorcía. En las tres o cuatro últimas semanas muchas veces Flagg se despertó bañado en un sudor frío, no a causa de la fiebre habitual sino porque había tenido algún sueño terrible. ¿Cuál era la esencia de aquel sueño? Jamás conseguía recordarlo. Sólo sabía que se despertaba con la mano izquierda apretando el ojo izquierdo, como si tuviese allí una herida; y a pesar de que no había nada malo en él, ese ojo le ardía.
Aquella noche, Flagg se despertó con su sueño fresco en la cabeza, porque se había interrumpido antes de que terminara. Fue, por supuesto, el derrumbe de la Iglesia de los Grandes Dioses lo que le hizo abrir los ojos.
—¡Hum! —exclamó Flagg, sentándose erguido en su silla. Tenía los párpados bien abiertos y las pupilas atentas; las mejillas, blancas húmedas, se hallaban lustrosas por el sudor.
—¡Desastre! —chilló una de las cabezas del loro.
—¡Fuego, diluvio y evasión! —gritó la otra.
Evasión, pensó Flagg. Sí; eso es lo que tenía en mi mente durante todo este tiempo, eso es lo que me estaba carcomiendo.
Se miró las manos y vio que le temblaban, lo cual le puso furioso, y se levantó de la silla de un salto.
—Él tiene la intención de evadirse —murmuró, pasándose las manos por el cabello—. Es sólo una intención, de todos modos. ¿Pero cómo? ¿Cómo? ¿Cuál es su plan? ¿Quiénes le han ayudado? Lo pagarán con sus cabezas, lo prometo… ¡Y no se las cortarán de un solo hachazo no! Se las irán cortando de a dos centímetros…, de a un centímetro…, de a medio centímetro…, cada vez. Se volverán locos por la agonía mucho antes de morir…
—¡Loco! —chilló una de las cabezas del loro.
—¡Agonía! —vociferó la otra.
—¡Queréis callaros y dejarme pensar! —aulló Flagg. Cogió de una mesa cercana una jarra llena de un liquido marrón oscuro y la arrojó contra la jaula del pajarraco. Al chocar la jarra se hizo añicos produciendo un brillante destello frío. Las dos cabezas del loro graznaron aterrorizadas; el cuerpo se desplomó de la percha y permaneció inconsciente sobre el fondo de la jaula hasta la mañana siguiente.
Flagg comenzó a pasearse rápidamente de un lado a otro, mostrando los dientes. Jugueteaba con sus manos sin parar, los dedos de una luchando con los de la otra. Sus botas estaban sucias con una costra verdosa de salitre procedente de las piedras del pavimento de su laboratorio; aquellas manchas olían a tormenta eléctrica de verano.
¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién le ayudó?
Flagg no podía recordarlo. Su sueño ya se estaba desvaneciendo. Pero…
—¡Tengo que saberlo! —siseó—. ¡Tengo que saberlo!
Porque aquello acontecería muy pronto; podía sentirlo con intensidad. Sucedería muy, muy pronto.
Buscó su llavero y con él abrió el último cajón de su escritorio. Extrajo una caja de madera de tamarindo exquisitamente tallada, la abrió, retirando de dentro una bolsa de cuero. Tiró de las cintas que cerraban la boca de la bolsa y con sumo cuidado sacó un pedazo de roca que irradiaba una luz intensa de su interior. La roca era de un color lechoso semejante al ojo de un viejo ciego. Parecía un pedazo de jaboncillo de sastre, pero en realidad era un cristal, el cristal mágico de Flagg.
Recorrió la habitación, apagando todas las lámparas y velas. Muy pronto su estancia estaba en la más absoluta penumbra. A pesar de ello, Flagg regresó a su escritorio con total seguridad, esquivando objetos que tanto vosotros como yo nos habríamos llevado por delante. La oscuridad no le afectaba en lo más mínimo al mago del rey; le agradaba, y se movía en ella como un gato.
Se sentó ante el escritorio y tocó la piedra. Le pasó las palmas por los lados, sintiendo los ásperos bordes y los ángulos.
—Muéstrame —murmuró—. Muéstrame aquello que preciso saber. Ésa es mi orden.
Al principio no sucedió nada. Luego, poco a poco, el cristal comenzó a iluminarse desde dentro. La tenue luz que apareció era pálida y difusa. Flagg volvió a tocar el cristal, esta vez con la punta de sus dedos. La luz se hizo más cálida.
—Muéstrame a Peter. Esa es mi orden. Muéstrame al mozalbete que se atreve a entrometerse en mi camino, y muéstrame qué es lo que planea hacer.
La luz empezó a brillar…, a brillar…, a brillar. Con los ojos resplandecientes mostrando los dientes entre sus finos y crueles labios, Flagg se inclinó sobre el cristal. Ahora Peter, Ben, Dennis y Naomi podrían haber reconocido su sueño, y habrían reconocido también el resplandor que iluminaba el rostro del mago, un resplandor que no provenía de una vela.
El matiz lechoso del cristal desapareció súbitamente, absorbido por el brillante resplandor. Ahora Flagg podía ver en lo más profundo de su interior. Sus ojos se dilataron… y luego los entrecerró azorado.
Era Sasha, visiblemente embarazada, sentada sobre la cama de un niño. El niño tenía en sus manos una pizarra. En ella se podían leer dos palabras: DIOS y PERRO.
Con impaciencia, Flagg pasó las manos sobre el cristal, que ahora respondió con ondas de calor.
—¡Muéstrame lo que necesito saber! ¡Ésa es mi orden!
El cristal volvió a aclararse.
Era Peter, jugando con la casa de muñecas de su madre, simulando que la vivienda y la familia que la habitaba eran atacadas por los indios…, o por dragones…, o por alguna otra cosa tonta. El viejo rey se hallaba en un rincón, observando a su hijo, deseando unírsele en su…
—¡Bah! —exclamó Flagg, frotando nuevamente sus manos contra el cristal—. ¿Por qué me muestras estas viejas historias sin sentido? ¡Yo preciso saber cómo planea escapar… y cuándo! ¡Ahora muéstramelo! ¡Ésa es mi orden!
El cristal estaba cada vez más caliente. Si no le permitía apagarse pronto, Flagg sabía que se podía quebrar para siempre, y no era fácil hacerse con un cristal mágico; aquél lo había encontrado después de treinta años de búsqueda.
Pero preferiría verlo partido en billones de fragmentos antes que rendirse.
—¡Ésa es mi orden! —volvió a decir y, por tercera vez, el aspecto lechoso del cristal se retiró hacia dentro. Flagg se inclinó sobre él hasta que el calor hizo que se le saltaran las lágrimas. Se restregó los ojos… y entonces, a pesar del calor, los abrió de par en par, sobresaltado y furioso.
Era Peter. Descendía lentamente por la pared de la Aguja. No cabía duda de que se trataba de alguna magia engañosa, porque, a pesar de que pasaba una mano sobre la otra, por ningún lado se veía la cuerda…
¿O… estaba allí?
Flagg se pasó una mano por la cara, disipando el calor por unos instantes. ¿Una cuerda? No exactamente. Pero allí había algo…, algo tan sutil como el hilo de una telaraña y sin embargo soportaba su peso.
—Peter —dijo Flagg jadeando, y ante el sonido de su voz, la diminuta figura miró a su alrededor.
Flagg sopló el cristal y su brillante y oscilante luz desapareció. Al sentarse, el mago pudo observar frente a él su resplandor crepuscular.
Peter. Evadiéndose. ¿Cuándo? En el cristal era de noche, y Flagg había visto algunos errantes copos de nieve pasar volando junto a la pequeña figura que bajaba por la pared curva. ¿Iba a suceder esta noche? ¿Mañana por la noche? ¿Alguna noche de la próxima semana? O…
Flagg con un empujón se alejó del escritorio y, vacilante se puso de pie. Sus pupilas se llenaron de fuego al mirar en torno a sus sombrías y pestilentes habitaciones subterráneas.
¿…o ya ha sucedido?
—Suficiente —resolló—. Por todos los dioses que han existido y que siempre existirán, esto es suficiente.
Cruzó a zancadas el oscuro cuarto, cogiendo una enorme arma que colgaba sobre la pared. Era incómoda, pero el mago la sostuvo familiarizado y sin dificultad. ¿Familiarizado con ella? ¡Si, naturalmente que lo estaba! La había utilizado muchas veces cuando vivió allí e hizo sus negocios bajo el nombre de Bill Hinch, el más temido verdugo que Delain jamás haya conocido. Aquella terrible cuchilla había mordido cientos de cuellos. Sobre la hoja, que era de acero de Andua dos veces forjado, había una modificación introducida por Flagg: una bola de hierro con púas. Cada púa estaba bañada en veneno.
—¡Suficiente! —Flagg volvió a gritar en un arrebato de ira, frustración y temor. El loro bicéfalo incluso desde las profundidades de su inconsciencia, gimió ante aquella exclamación.
Flagg tiró de su manto colgado en un gancho junto a la puerta, se lo colocó sobre los hombros, abrochándose al cuello la hebilla, un escarabajo elaborado primorosamente en plata.
Era suficiente. Esta vez sus planes no serían desbaratados; no, desde luego que no lo serían por un odioso muchacho. Roland estaba muerto. Peyna desbancado, los nobles forzados al exilio. No quedaba nadie que pudiese protestar por la muerte de un príncipe… y menos por uno que había asesinado a su propio padre.
Si todavía no te has evadido mi bello principito, ya nunca lo harás; y algo me dice que aún te encuentras en chirona. Pero una parte tuya SALDRÁ esta noche, te lo prometo; la parte que tengo intención de arrastrar por los cabellos.
Mientras avanzaba dando zancadas en dirección al Portón de la Mazmorra, Flagg comenzó a reír…, un sonido que le hubiese provocado pesadillas hasta a una estatua de piedra.
La intuición de Flagg era acertada. Peter había terminado de revisar su cuerda hecha con retorcidos hilos de lino, pero aún estaba en su celda, esperando a que el Pregonero anunciase la medianoche, cuando Flagg se abrió paso por el Portón de la Mazmorra y comenzó a cruzar la Plaza de la Aguja. La Iglesia de los Grandes Dioses se había derrumbado a las once y cuarto; eran las doce menos cuarto cuando el cristal le mostró a Flagg lo que quería saber (y quizás estaréis de acuerdo conmigo en que al principio trató de mostrarle la verdad en otras dos formas diferentes), y cuando Flagg comenzó a atravesar la Plaza, aún faltaban diez minutos para medianoche.
El Portón de la Mazmorra se encontraba al noreste de la Aguja. En la parte suroeste había una pequeña entrada al castillo, conocida como el Portón de los Buhoneros. Entre el Portón de la Mazmorra y el Portón de los Buhoneros podía trazarse una linea en diagonal. Por supuesto, justo en el centro de esta linea se hallaba la Aguja.
Casi al mismo tiempo en que Flagg salió por el Portón de la Mazmorra, Ben, Naomi, Dennis y Frisky salieron por el Portón de los Buhoneros. Se estaban aproximando sin saberlo. La torre de la Aguja se alzaba entre ellos, pero el viento había amainado, y el grupo de Ben tendría que haber oído el eco de los tacones de Flagg contra los adoquines; Flagg tendría que haber oído el débil chirrido de una rueda sin engrasar. Pero todos ellos, incluyendo a Frisky (la cual había vuelto otra vez a su antigua tarea de porteadora), estaban absortos por sus propios pensamientos.
Ben y su grupo llegaron primero a la Aguja.
—Ahora… —comenzó a decir Ben, y en aquel mismo momento, desde el otro lado de la torre, a menos de cuarenta pasos de distancia de donde se hallaban, Flagg empezó a martillear en la Puerta de los Carceleros triplemente acerrojada.
—¡Abrid! —gritó Flagg—. ¡Abrid en nombre del rey!
—Pero qué… —comenzó a decir Dennis.
Naomi le tapó la boca con una mano que parecía de acero, mirando a Ben con ojos alarmados.
La voz subió en espiral hasta Peter a través del frio aire que había dejado la tormenta. Era tenue, pero perfectamente clara.
—¡Abrid en nombre del rey!
Abrid en nombre del infierno, querrás decir, pensó Peter.
Aquel bravo y buen muchacho se había convertido en un bravo y buen hombre; pero cuando oyó esa áspera voz y recordó ese pálido y enjuto rostro de enrojecidos ojos, siempre a la sombra de la capucha de su túnica, los huesos se convirtieron en hielo y el estómago en fuego. La boca se le secó como una astilla vieja. La lengua se le adhirió al paladar. Los pelos se le pusieron de punta. Si alguna vez os han dicho que por ser buenos y bravos jamás tendréis miedo, os han contado una mentira. Hasta ese momento, Peter jamás había sentido tanto miedo en toda su vida.
Es Flagg, y ha venido a por mí.
Peter se puso en pie y, durante un momento, pensó que se iba a caer, pues sus rodillas estaban a punto de doblarse. Allí abajo estaba la Fatalidad, martilleando la Puerta de los Carceleros para que le dejasen entrar.
—¡Abrid! ¡En pie, piojosos y borrachos bribones! ¡Tú, Beson, hijo de un borrachín!
No te apresures, se dijo Peter. De lo contrario cometerás un error y harás el trabajo por él. Aún no ha ido nadie a abrirle. Beson está borracho; se tambaleaba a la hora de la cena y probablemente estuviera paralizado cuando se fue a dormir. Flagg no tiene la llave porque, si la tuviera, no perdería el tiempo dando golpes. Por lo tanto…, un paso cada vez. Tal y como lo has planeado. El tiene que entrar y luego subir todos esos escalones, trescientos en total. Todavía puedes derrotarle.
Regresó a su dormitorio y tiró de la tosca chaveta que mantenía unido el armazón de la cama, esta se desplomó. Peter cogió una de las barras laterales y la arrastró hasta la sala de estar. Había medido esta barra con cuidado y sabía que era más ancha que la ventana, y a pesar de que su superficie se hallaba oxidada, a Peter le pareció que en su interior aún debía ser resistente. Mejor que lo sea, se dijo. Sería una cruel broma que mi cuerpo resista pero que el áncora se rompa.
Lanzó una breve mirada hacia fuera. No podía ver a nadie ahora, pero antes de que Flagg comenzara a golpear salvajemente la puerta, él observó a tres figuras atravesar la Plaza en dirección hacia la torre de la Aguja. Eso quería decir que Dennis había reclutado a algunos amigos. ¿Era Ben uno de ellos? Peter esperaba que si, pero en realidad no se atrevía a creerlo. ¿Quién sería el tercero? ¿Y para qué el carretón? Eran preguntas a las cuales no tenía tiempo de buscar respuesta.
—¡Oh, si seréis perros! ¡Abrid esta puerta! ¡Abridla en nombre del Rey! ¡Abridla en nombre de FLAGG! ¡Abrid la puerta! ¡Abrid…!
En la quietud de la medianoche, Peter oyó desde abajo el resonar de los gruesos cerrojos de hierro al deslizarse de sus anillas. Supuso que habían franqueado la entrada; pero no logró oír ruido de puerta. Silencio y luego un grito gorgoteante y sofocado.
El desgraciado carcelero inferior que finalmente respondió a la llamada de Flagg vivió menos de cuatro segundos después de haber descorrido el tercer cerrojo de la Puerta de los Carceleros. Tuvo la breve y espeluznante visión de un rostro blanco, con furiosos ojos enrojecidos, y de un manto negro que flotaba en la muriente brisa como las alas de un cuervo. E1 pobre hombre chilló. Entonces el aire se llenó con el seco sonido de un silbido. E1 carcelero inferior, que aún se hallaba medio borracho, alcanzó a mirar a Flagg justo en el momento en que su hacha de combate le partía la cabeza en dos mitades.
—¡La próxima vez que alguien llame en nombre del rey, moved vuestros esqueletos y así no tendréis que limpiar un amasijo a la mañana siguiente! —vociferó Flagg.
Riéndose salvajemente, empujó el cuerpo de una patada y se lanzó por el pasillo que daba a las escaleras. Las cosas todavía estaban a salvo. Se había despertado ante el peligro justo a tiempo. Flagg lo sabía.
Él lo sentía.
Abrió la puerta de la derecha y penetró en el corredor principal que se alejaba de la sala del tribunal donde en otros tiempos Anders Peyna había administrado justicia. Al final de este corredor, comenzaban las escaleras. El mago miró hacia arriba, esbozando su espantosa sonrisa de tiburón.
—¡Allá voy, Peter! —dijo alegremente, su voz resonando y reverberando en espiral hacia todo lo alto, donde Peter se hallaba atando su fina cuerda a la barra que había sacado de la cama—. ¡Allá voy, querido Peter, a realizar un trabajo que tendría que haber hecho hace mucho, mucho tiempo!
La sonrisa de Flagg se agrandó y ahora si que se veía verdaderamente terrible; se parecía a un demonio que acabara de salir de la tierra a través de un pozo maloliente. Flagg levantó su hacha de verdugo; unas gotas de sangre del carcelero aniquilado cayeron sobre su rostro, deslizándose por sus mejillas como si fueran lágrimas.
—¡Allá voy, querido Peter, a cortarte la cabeza! —gritó Flagg y comenzó a subir corriendo las escaleras.
Uno. Tres. Seis. Diez.
Por alguna razón, las temblorosas manos de Peter no le respondían. Un nudo que anteriormente había hecho con facilidad más de mil veces ahora se le deshacía y tenía que comenzar todo desde el principio.
No permitas que te asuste.
Aquello era tonto. Él estaba asustado, claro que sí; asustado hasta la médula. Thomas se hubiera asombrado al saber que Peter siempre había estado atemorizado por Flagg; sólo que lo supo ocultar muy bien.
¡Si viene a matarte, deja que lo haga ÉL! ¡No le facilites la tarea!
Aquel pensamiento surgió de su propia cabeza, pero sonaba a la voz de su madre. Sus manos se calmaron un poco, y Peter comenzó a atar otra vez el extremo de la cuerda al áncora.
—¡Llevaré tu cabeza en mi asta de montar durante mil años! —gritaba Flagg, mientras subía y subía dando vueltas—. ¡Oh, qué bello trofeo serás!
Veinte. Treinta. Cuarenta.
Los tacones de sus botas sacaban chispas verdes de las piedras. Sus ojos expresaban ferocidad. Su sonrisa era veneno.
—¡ALLÁ VOY, PETER!
Setenta.
Faltaban doscientos treinta escalones.
Si alguna vez os habéis despertado en un sitio desconocido en medio de la noche, sabréis que estar solos en la oscuridad puede llegar a ser bastante aterrador; ahora tratad de imaginaros despertando en un pasadizo secreto, mirando por unos agujeros disimulados la habitación donde habéis visto asesinar a vuestro propio padre.
Thomas lanzó un alarido. Nadie le oyó. A no ser los perros de la planta de abajo, y aún así lo dudo; pues eran viejos, estaban sordos y, además, hacían entre ellos demasiado ruido.
Ahora bien, en Delain existía una creencia acerca de los sonámbulos; una que en nuestro mundo también ha sido considerada comúnmente como verdadera. Según esta creencia, si el sonámbulo o sonámbula se despertaban antes de llegar a su cama, él o ella se volverían locos.
Es probable que Thomas hubiese escuchado este chisme. Si así era, podía dar fe de su falsedad. Había sufrido un fuerte susto, y por eso gritó, pero ni siquiera estuvo cerca de volverse loco.
De hecho, el sobresalto inicial se le pasó bastante pronto, más rápido de lo que muchas personas pudieran creer, y volvió a mirar otra vez por las mirillas. A algunos de vosotros esto podrá sorprenderos, pero tenéis que recordar que, antes de la terrible noche cuando Flagg trajo su propia copa de vino después de que Peter se hubiera marchado, Thomas había pasado agradables momentos en este oscuro pasadizo. No obstante, aquel placer tenía un áspero matiz de culpa, aunque también se sentía próximo a su padre. Ahora que se hallaba allí otra vez, tenía una peculiar sensación de nostalgia.
Descubrió que la sala no había cambiado nada. Las cabezas disecadas aún continuaban colgadas de las paredes: Bonsey, el Alce; Cascanueces, el lince; Castañuela, el gran oso blanco del Norte. Y, por supuesto, Niner el dragón, a través del cual estaba mirando, con el arco de Roland y su flecha Ensartadora de Adversarios cruzados debajo del trofeo de caza.
Bonsey… Cascanueces… Castañuela… Niner.
Recuerdo todos sus nombres, pensó Thomas algo sorprendido. Y te recuerdo a ti, papá. Desearía que ahora estuvieses vivo y que Peter se hallara en libertad, a pesar de que eso signifique que nadie se fije en mí que no me tengan en cuenta. Al menos podría dormir por las noches.
Algunos muebles habían sido cubiertos con sábanas blancas para protegerlos del polvo; pero sólo unos cuantos. E1 hogar de la chimenea estaba frío y oscuro, aunque había madera dispuesta para hacer fuego. Thomas observó con creciente curiosidad que incluso el viejo abrigo de su padre seguía colgado en el sitio acostumbrado junto a la puerta del cuarto de baño. El hogar estaba frío, pero únicamente precisaba una cerilla encendida para volver a la vida, cálido y crepitante; la habitación quería que sólo fuese su padre quien hiciese esos rituales.
De repente, Thomas comenzó a sentir un extraño y casi misterioso deseo; él quería entrar en aquella habitación. Quería encender el fuego. Quería ponerse el abrigo de Roland. Quería beber una copa de su aguamiel. La bebería a pesar de que estuviese pasada y amarga. Dennis pensó…, pensó que allí dentro podría ser capaz de dormir.
Una lánguida y cansada sonrisa se posó sobre el rostro del muchacho. Ni siquiera le tenía miedo al fantasma del viejo rey. Casi deseó que apareciera. Si esto sucedía, él podría contarle algo a su padre.
Podría contarle a su padre que estaba arrepentido.
—¡ESTOY LLEGANDO, PETER! —chilló Flagg, sonriendo. Olía a sangre y muerte; sus ojos revelaban un fuego mortal. El hacha de verdugo silbaba al cortar el aire, y las últimas gotas de sangre se derramaron de la cuchilla salpicando las paredes—. ¡YA ESTOY LLEGANDO! ¡VOY EN BUSCA DE TU CABEZA!
Subía y subía en espiral, cada vez más alto. Flagg era una fiera con la idea fija de matar.
Cien. Ciento veinticinco.
—Más rápido —dijo jadeando Ben Staad a Dennis y Naomi.
La temperatura otra vez había comenzado a descender, pero los tres estaban sudando. Parte de aquel sudor provenía del ejercicio; habían estado trabajando muy duro. Pero su transpiración se debía sobre todo al miedo. Ellos podían escuchar los chillidos de Flagg. Incluso Frisky, con su bravo espíritu, se sentía atemorizada. La perra se había agazapado a un lado y lloriqueaba.
—¡ESTOY LLEGANDO, MOZALBETE!
Se hallaba más cerca; su voz era más apagada, sin tanto eco.
—¡VOY A HACER ALGO QUE TENDRÍA QUE HABER HECHO MUCHO TIEMPO ATRÁS!
La cuchilla doble cortó el aire con un silbido.
Esta vez el nudo no se deshizo.
Ayudadme, dioses, pensó Peter, y miró hacia donde provenían los chillidos, cada vez más próximos, de Flagg. Ahora ayudadme, dioses.
Peter sacó una pierna fuera de la ventana. Se sentó a horcajadas sobre el alféizar, como si fuera la silla de montar de Peonía, una pierna apoyada en el pavimento de piedra de su sala de estar, la otra pendiendo en las alturas. Sostuvo sobre su regazo el rollo de cuerda y la barra de hierro de su cama. Después, arrojó la cuerda por la ventana y vio cómo caía. A medio camino, la cuerda se enredó, y Peter tuvo que perder más tiempo sacudiéndola como si fuese un hilo de pescar antes de conseguir desengancharla.
Entonces, pronunciando una última oración, tomó la barra de hierro y la ajustó contra la ventana. La cuerda colgaba por el centro. Deslizando por encima del alféizar la pierna que tenía en el lado de adentro, Peter giró sobre su cintura, agarrándose a la barra de la que dependería su seguridad. Ahora sólo su trasero se hallaba apoyado sobre el alféizar. Peter se torció un poco para que el frío borde exterior de la ventana presionara su estómago y no las nalgas. Sus piernas quedaron suspendidas en el aire. La barra de hierro estaba firmemente asegurada, atravesada en el marco.
Peter quitó la mano izquierda de la barra, aferrándose con fuerza a su angosta cuerda de servilletas. Durante unos instantes permaneció indeciso, luchando contra su miedo.
Luego, cerró los ojos y soltó la mano derecha. Ahora todo el peso de su cuerpo era soportado por la cuerda. Peter se entregó a su destino Para bien o para mal, desde aquel momento su vida dependía de las servilletas. Peter comenzó a bajar.
—¡YA ESTOY LLEGANDO…
Doscientos.
—EN BUSCA DE TU CABEZA…
Doscientos cincuenta.
—MI QUERIDO PRÍNCIPE!
Doscientos setenta y cinco.
Ben, Dennis y Naomi podían ver a Peter, una negra silueta de hombre contra la curvada pared de la torre de la Aguja, muy alto sobre sus cabezas; mucho más alto de lo que se atrevería a ir el más valiente de los acróbatas.
—Apresuraos —dijo Ben sin aliento, casi en un gemido—. ¡Por vuestras vidas…, por su vida!
Continuaron vaciando el carretón aún mucho más rápido…, pero, a decir verdad, todo lo que ellos podían hacer ya estaba casi hecho.
Flagg subía a toda prisa por las escaleras, con la capucha cayéndole sobre los hombros, el lacio cabello negro ondeando delante de su rostro ceñudo.
Ya casi llegaba…, casi llegaba.
El viento soplaba suave, pero era muy frio. A Peter le daba en las manos y las mejillas desnudas, entumeciéndoselas. Descendía muy despacio, muy despacio, moviéndose con deliberada precaución. Sabía que si no llegaba a controlar su descenso, se caería. Frente a el, los grandes bloques de argamasa se sucedían ininterrumpidamente hacia arriba; muy pronto comenzó a tener la sensación de que él se hallaba inmóvil y que era la torre de la Aguja la que se movía. Respiraba con breves jadeos. Nieve fría y seca le golpeaba en la cara. La cuerda era delgada; si sus manos seguían entumeciéndose, pronto no sería capaz ni de sentirlas.
¿Hasta dónde había llegado?
Peter no se atrevía a mirar hacia abajo.
Encima de él, algunas filas de hilos, hábilmente trenzados entre si como el entramado de una alfombra hecho por la mano de una mujer, comenzaron a soltarse. Peter no lo sabía, lo que probablemente era mejor. Faltaba poco para alcanzar el punto de ruptura.
—¡Más rápido, Rey Peter! —susurró Dennis. Entre los tres, ya habían terminado de vaciar el carretón; ahora sólo les quedaba observar. Peter había descendido casi la mitad del trecho.
—Está tan alto —gimió Naomi—. Si se cae…
—Si se cae, se matará —dijo Ben con voz apagada, y de un modo tan concluyente que no hubo nada más que hablar.
Flagg llegó al final de las escaleras y se dirigió corriendo por el pasillo, el pecho henchido mientras intentaba recuperar el aliento. Tenía la cara sudorosa. Su sonrisa era amplia, horrible.
Dejó el hacha en el suelo y descorrió el primero de los tres cerrojos de la puerta que daba a la celda de Peter. Descorrió el segundo… y se detuvo. No sería muy inteligente entrar de pronto; oh, no, nada inteligente. El pájaro enjaulado podría estar intentado escapar de su prisión en este mismo momento; pero también podría estar junto a la puerta, preparado para romperle la cabeza con alguna cosa en el mismo instante en que él irrumpiera precipitadamente.
Cuando abrió la mirilla que se encontraba en el centro de la puerta y vio la barra de la cama de Peter atravesada en la ventana, comprendió todo y rugió furioso.
—¡No creas que será tan fácil, mi joven pájaro! Ahora vamos a ver cómo vuelas con la cuerda cortada. ¿Qué te parece?
Flagg tiró violentamente del tercer cerrojo y se abalanzó en la celda de Peter con el hacha alzada sobre su cabeza. Luego de una rápida mirada por la ventana, su sonrisa volvió a renacer. Decidió no cortar la cuerda, después de todo.
Peter continuaba bajando, bajando Los músculos de sus brazos le temblaban de cansancio. Tenía la boca seca; no podía recordar haber tenido jamás tanta sed como en esos instantes. Le pareció que se hallaba suspendido de la cuerda desde hacía mucho tiempo, y una peculiar certeza se apoderó de su corazón: jamás tendría el trago de agua que tanto deseaba. Estaba destinado a morir, y esto no era lo peor de todo. Iba a morir sediento. En ese momento, eso le pareció lo peor de todo.
Seguía sin atreverse a mirar hacia abajo; pero sentía la extraña compulsión, una compulsión tan fuerte como la de su hermano por entrar en la sala de estar de su padre, de mirar hacia arriba. La obedeció, y a unos cincuenta metros por encima de él, vio el blanco y sanguinario rostro de Flagg que le observaba desde lo alto con una sonrisa.
—Hola, mi pajarito —le gritó el mago con regocijo—. Tengo un hacha, pero en realidad no creo que haya necesidad de utilizarla. Así que la he dejado a un lado, ¿lo ves? —Sacó por la ventana sus manos desnudas.
A Peter se le comenzaron a agotar todas las fuerzas; la simple vista del detestable rostro de Flagg lo había logrado. Se concentró en seguir sujetándose. Ya no podía sentir la delgada cuerda; sabía que aún la tenía porque la veía salir de sus puños, pero eso era todo. La respiración le raspaba la garganta con jadeos acalorados.
Entonces miró hacia abajo… y vio los círculos blancos de tres rostros vueltos hacia arriba. Aquellos círculos eran pequeñísimos; no se hallaba a seis metros de los adoquines, ni siquiera a veinte; aún se encontraba a treinta metros de altura, algo así como en la planta catorce de uno de nuestros edificios.
Peter trató de moverse y se dio cuenta de que no podía; si lo hiciese, se caería. Así que se quedó allí colgado frente a la pared de la torre. Una fría y pulverulenta nieve le azotaba en la cara, y escuchó cómo desde arriba Flagg comenzaba a reírse.
—¿Por qué no se mueve? —exclamó Naomi, hundiendo los dedos de su enguantada mano en el hombro de Ben, fijos los ojos en la figura suspendida de Peter, y al ver la manera en que colgaba, girando lentamente sobre si mismo, tuvo la horrible sensación de estar observando el cuerpo de un ahorcado—. ¿Qué es lo que le pasa?
—No lo…
Por encima de ellos, la escalofriante risa de Flagg cesó en seco.
—¿Quién anda ahí? —gritó, y su voz tronó con un dejo de fatalidad—. ¡Contestadme, si es que queréis conservar vuestras cabezas! ¿Quién anda ahí?
Frisky gimoteó, acurrucándose junto a Naomi.
—¡Oh dioses, ahora si que la has hecho! —se lamentó Dennis—. ¿Qué vamos a hacer, Ben?
—Esperar —repuso Ben en tono sombrío—. Y si el mago baja, pelear. Esperaremos a ver lo que sucede ahora. Nosotros…
Pero eso fue todo lo que tuvieron que esperar, ya que en los siguientes segundos, se resolvió gran parte del problema.
Flagg había visto lo fina que era la cuerda de Peter, su blancura, y en un abrir y cerrar de ojos lo comprendió todo, desde el principio hasta el final, el porqué de las servilletas y de la casa de muñecas. Peter había preparado la evasión delante de sus narices, y él casi no se dio cuenta. Pero… Flagg también descubrió otra cosa. A unos cuatro metros hacia abajo, unos cuantos hilos de la tirante cuerda comenzaban a soltarse.
Flagg podría haber girado la barra de metal, en la que apoyaba su mano, y dejar que Peter cayese en picado, llevando consigo el áncora, la cual quizá le golpease en la cabeza una vez que él estuviera tendido sobre los adoquines. Podría también haber cortado la frágil cuerda con su hacha de combate.
Pero prefirió dejar que las cosas siguieran su propio curso, y un momento después de que hubiera dado el quién vive a las voces, los acontecimientos siguieron su propio proceso.
Finalmente el cordón de hilos de servilletas alcanzó su punto de ruptura. Se partió con un sonido vibrante al igual que la cuerda de un laúd que ha sido estirada demasiado lejos de su clavija.
—Adiós, pajarito —exclamó Flagg jubiloso, asomándose por la ventana para ver la caída de Peter, al tiempo que reía—. Adio…
Su voz cesó por completo y sus ojos se abrieron tanto como cuando vio en el cristal la diminuta figura descendiendo por la pared de la Aguja. Abrió la boca y lanzó un grito de furia…
Aquel atroz grito despertó en Delain a mucha más gente que la caída de la torre.
Peter oyó el vibrante sonido, sintió que la cuerda se rompía. Una ráfaga de viento frío le pasó por la cara. Trató de prepararse para el choque, sabiendo que llegaría en menos de un segundo. Si no moría instantáneamente lo peor sería el dolor.
Y en aquel instante Peter se estrelló contra la alta y mullida pila de servilletas que Frisky había arrastrado desde el castillo y a través de la Plaza en un carretón robado, las servilletas reales que Ben, Dennis y Naomi apilaron con tanto trabajo. El tamaño de aquella pila, que parecía un almiar blanqueado, nunca se supo con exactitud, debido a que Ben, Dennis y Naomi tenían una estimación diferente del tema. Quizás el que podría tener una mejor idea de ello era Peter, puesto que fue quien cayó de lleno sobre ella. No creía que aquella desordenada, encantadora y salvadora pila de servilletas debía tener por lo menos cinco metros de altura y, por lo que yo sé, creo que llevaba toda la razón.
Cayó de frente y justo en el centro, como ya he dicho, haciendo un cráter. En seguida se dio la vuelta hasta quedar sobre la espalda, y permaneció quieto. Ben oyó el grito furioso de Flagg que venía desde las alturas y pensó: No tienes que hacer eso, mago, ya que todas las cosas saldrán bien para ti. Él ha muerto, por mucho que hayamos hecho.
Entonces Peter se incorporó. Se veía aturdido pero con mucha vida. A pesar de Flagg, a pesar de que podía haber Centinelas de Guardia corriendo hacia ellos en aquel preciso instante, Ben Staad estalló en clamores de alegría. Era el sonido del absoluto triunfo. También abrazó a Naomi y la besó.
—¡Hurra! —exclamó Dennis, sonriendo entusiasmado—. ¡Hurra por el rey!
Entonces Flagg volvió a chillar por encima de ellos. Era el grito de un pájaro diabólico a quien han quitado su presa. El clamoreo, los besos y los hurras cesaron al momento.
—¡Lo pagaréis con vuestras cabezas! —aulló Flagg, rabioso—. ¡Lo pagaréis con vuestras cabezas! ¡Todos vosotros! ¡Centinelas de la Guardia, a la Aguja! ¡A la Aguja! ¡El regicida se ha escapado! ¡A la Aguja! ¡Matad al príncipe asesino! ¡Matad a su banda! ¡Matadlos a todos!
Por los cuatro costados del castillo que rodeaban la Plaza de la Aguja, las ventanas comenzaron a iluminarse… y desde dos lados llegó el sonido de pasos corriendo y el entrechocar metálico de las espadas al ser desenvainadas.
—¡Matad al príncipe! —chilló Flagg como un endemoniado desde lo alto de la Aguja—. ¡Matad a su banda! ¡MATADLOS A TODOS!
Con dificultad, Peter trató de levantarse, pero volvió a caerse sentado. Una parte de su mente le impelía a ponerse en pie y le decía que debían salir de allí o los matarían…, pero su otra parte insistía en que ya estaba muerto, o gravemente herido, y que todo aquello no era más que un sueño de su fenecido ser. Por lo visto había aterrizado sobre un lecho de las mismas servilletas que habían estado ocupando su tiempo durante los cinco últimos años… ¿Y qué otra cosa podía ser que un sueño?
La fuerte mano de Ben le agarró el antebrazo, y Peter supo que todo era verdad, que aquello estaba sucediendo.
—Peter, ¿te encuentras bien? ¿De verdad te encuentras bien?
—No tengo ni un solo rasguño. ¿Hemos de alejarnos de aquí?
—¡Mi rey! —exclamó Dennis, cayendo de rodillas ante Peter, con la misma sonrisa embobada—. ¡Mi juramento de eterna fidelidad! ¡Juro por…!
—¡Jura más tarde! —exclamó Peter, riéndose a pesar suyo, y del mismo modo en que Ben le ayudó a ponerse en pie, ahora Peter hizo lo mismo con Dennis—. ¡Larguémonos de aquí!
—¿Cuál portón? —preguntó Ben.
Al igual que Peter, sabía que Flagg pronto estaría abajo. Por el sonido, se acercaban de todas partes.
A decir verdad, Ben pensaba que cualquier dirección conduciría a la lucha que con seguridad irían a sostener, y cuya consecuencia sería la muerte de todos ellos. Pero, atontado o no, tenía una idea muy clara de hacia dónde quería ir.
—¡El Portón Oeste! —dijo—. ¡Y de prisa! ¡Corred!
Los cuatro salieron disparados, con Frisky pisándoles los talones.
Cincuenta metros antes de llegar al Portón Oeste, el grupo de Peter se topó con una partida de siete guardias somnolientos y confundidos. La mayoría de ellos habían buscado refugio de la tormenta en una de las cálidas cocinas bajas del castillo, bebiendo aguamiel y diciéndose unos a otros que tendrían algo que contarles a sus nietos. Si esto tuviera que suceder, ellos no podrían acordarse ni de la mitad de lo que tendrían que relatar a sus nietos. Su «jefe» era un muchacho de apenas veinte años, y sólo un azor… (supongo que nosotros le llamaríamos cabo). Sin embargo, no había bebido nada y estaba razonablemente alerta. Se le veía determinado a cumplir su misión.
—¡Alto en nombre del rey! —exclamó cuando el grupo de Peter se enfrentó con el suyo.
Trató de que su orden sonase amenazante. Pero, como un narrador debe ceñirse siempre a la verdad de los hechos, debo decir que la voz del azor era más un chillido de protesta que una amenaza.
Peter se hallaba desarmado, naturalmente; pero tanto Ben como Naomi portaban espadas cortas, y Dennis su daga oxidada. En el acto los tres se colocaron delante de Peter. Las manos de Ben y de Naomi se posaron sobre las empuñaduras de sus armas. Dennis ya había desenvainado su daga.
—¡Deteneos! —exclamó Peter, y su voz si que era amenazante—. ¡No debéis sacar las armas!
Sorprendido —incluso conmocionado—, Ben le dirigió una mirada.
Peter dio unos pasos al frente. Sus ojos se hallaban iluminados por la luna y su barba era peinada por el suave y cortante viento. Tenía puestas las toscas ropas de prisionero; pero en su rostro se reflejaban autoridad y realeza.
—Alto en nombre del rey, habéis dicho —comentó Peter acercándose tranquilamente al aterrorizado azor hasta que ambos estuvieron casi pecho contra pecho, separados apenas quince centímetros; el guardia dio un paso hacia atrás a pesar de que llevaba la espada desenvainada y Peter tenía las manos vacías—. Y, empero, azor, yo te digo: Yo soy el rey.
El guardia se pasó la lengua por los labios. Luego, echó una mirada a sus hombres.
—Pero… —comenzó a decir—. Tu…
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Peter con calma.
El azor lo miró con la boca abierta. Podría haberlo atravesado con su arma en un segundo; pero sólo atinó a abrir la boca impotente, como un pez fuera del agua.
—¿Tu nombre, azor?
—Mi señor…, quiero decir…, prisionero…, tu…, yo… —el joven soldado volvió a balbucear y por último dijo vencido—: Me llamo Galen.
—¿Y tú sabes quién soy yo?
—Sí —gruñó otro de los guardias—. Sabemos quién eres, asesino.
—Yo no he asesinado a mi padre —se apresuró a decir Peter—. Fue el mago del rey quien lo hizo. Ahora nos persigue hecho una furia, y yo os aconsejo, y os lo aconsejo enérgicamente, que os cuidéis de él. Muy pronto dejará de perturbar Delain para siempre; lo prometo en el nombre de mi padre. Pero ahora debéis dejarme pasar.
Siguió un largo silencio. Galen volvió a alzar su espada como si quisiera atravesar a Peter con ella. Peter no retrocedió. Le debía a los dioses una muerte; era una deuda que tenía desde que había salido chillando del vientre de su madre. Era una deuda que tienen todo hombre y toda mujer del universo. Si había de pagar ahora su deuda, que así fuera…, pero él era el legitimo rey, no un rebelde, no un usurpador, y no echaría a correr, ni se mantendría apartado, ni dejaría que sus amigos lastimasen a aquel muchacho.
La espada osciló. Entonces Galen la dejó caer hasta que la punta tocó los fríos adoquines.
—Dejadlos pasar —murmuró—. Tal vez haya asesinado, tal vez no; todo lo que sé es que se trata de inmundicia real y yo no me ensuciaré con ella, y menos aún me meteré en las arenas movedizas de reyes y príncipes.
—Has tenido una madre juiciosa, azor —dijo Ben Staad con severidad.
—Sí, dejadlos pasar —exclamó inesperadamente otra voz—. Por los dioses, yo no descargaría mi espada sobre él; su mirada me quemaría la mano al tocarle.
—Seréis tenidos en cuenta —dijo Peter, y luego miró a sus amigos—. Ahora seguidme —dijo—, y hacedlo rápido. Sé lo que necesito y sé dónde conseguirlo.
En aquel mismo momento Flagg salía violentamente de la torre de la Aguja, y el alarido de furia que emergió en medio de la noche fue tan terrible que los jóvenes guardias se acobardaron completamente ante él. Retrocedieron unos pasos y, dando media vuelta, salieron corriendo en todas las direcciones.
—En marcha —ordenó Peter—. Seguidme. ¡Hacia el Portón Oeste!
Flagg corrió como jamás lo había hecho en su vida. Sentía que se acercaba el desbaratamiento de todos sus planes, en un momento que era prácticamente trascendental. ¡Eso no tenía que suceder! Y sabía tan bien como Peter en qué lugar todo esto debía finalizar.
Pasó por delante de los guardias agazapados sin mirar a su alrededor. Respiraron con alivio, pensando que él no les había visto…, pero Flagg los vio. Había identificado a todos. Después de que Peter muriera, sus cabezas decorarían los muros de la torre durante un año y un día, pensó el mago. Y en cuanto al rapaz que estaba a cargo de la patrulla, primero moriría mil veces en la mazmorra.
Pasó corriendo debajo del arco del Portón Oeste, y se dirigió por la Galería Principal del Oeste hacia el castillo. Vecinos somnolientos, que habían salido en sus ropas de noche a ver a qué se debía tanto alboroto, se cubrieron echándose a un lado ante el paso de aquel ardiente rostro blanco, haciendo con sus dedos unos cuernos para ahuyentar al demonio…, ya que ahora Flagg se mostraba como realmente era: un demonio. Saltó por encima de la balaustrada de la primera escalera a la que llegó, cayó de pie (sus tacones de hierro arrancaron chispas verdes como los ojos de un lince), y continuó corriendo.
En dirección a las habitaciones de Roland.
—El relicario —le dijo jadeando Peter a Dennis mientras corrían—. ¿Aún tienes el relicario que te arrojé?
Dennis se llevó la mano a la garganta, y al encontrar el corazón de oro, que conservaba la sangre seca de Peter en su punta, asintió con la cabeza.
—Dámelo.
Dennis se lo pasó mientras seguían corriendo. Peter no se puso la cadena al cuello, pero se la enrolló en el puño, con lo cual el corazón giraba y se balanceaba al ritmo de su carrera, destellando reflejos rojos y dorados a la luz de las antorchas de los muros.
—Muy pronto, mis amigos —dijo Peter sin aliento.
Doblaron una esquina. Más adelante, Peter vio la puerta que comunicaba con las habitaciones de su padre. Allí fue la última vez que lo había visto. Roland había sido un rey responsable de las vidas y del bienestar de miles de súbditos; también había sido un hombre viejo agradecido por la calidez de una copa de vino y por poder hablar durante unos minutos con su hijo. Fue en aquel sitio donde murió.
Una vez, hacía mucho tiempo, su padre había aniquilado a un dragón con una flecha llamada Ensartadora de Adversarios.
Peter pensó, mientras la sangre le martilleaba en las sienes y el corazón estaba a punto de estallarle: Ahora debo intentar aniquilar a otro dragón, uno mucho más grande, con la misma flecha.
Thomas encendió el fuego, se puso el abrigo de su difunto padre y acercó al hogar la silla de Roland. Sentía que muy pronto se dormiría profundamente, y eso le entusiasmaba. Pero al rato de estar allí sentado, asintiendo con la cabeza como un búho, observando los trofeos colgados de las paredes con sus ojos de vidrio brillando misteriosamente a causa del fuego, le vinieron a la mente dos cosas que él deseaba, cosas que eran casi sagradas, cosas que a él jamás se le habría ocurrido tocar mientras su padre vivía. Pero Roland estaba muerto, así que Thomas usó otra silla para subirse en ella y descolgar de la pared el arco de su padre y su gran flecha Ensartadora de Adversarios, cruzados justo debajo de la cabeza de Niner. Se detuvo unos instantes para mirar fijamente en los ojos verdeamarillentos del dragón. Había visto muchas cosas a través de aquellos ojos, pero ahora, mirando dentro de ellos, sólo alcanzaba a ver su propio pálido rostro, como si fuera el de un prisionero que se asoma al ventanillo de su celda.
Si bien en la habitación todas las cosas estaban rígidas por el frío (el fuego llegaría a calentar al menos a las que se hallaban alrededor de la chimenea, pero tardaría un buen rato), le pareció que la flecha permanecía extrañamente caliente. Le vino el vago recuerdo de un viejo relato que había escuchado cuando era niño, según el cual, el arma utilizada para matar a un dragón jamás perdía el calor del cuerpo del monstruo. Por lo visto el relato era verdad, pensó Thomas somnoliento. Pero no había nada alarmante en el calor de la flecha; por el contrario, era reconfortante. Volvió a sentarse con el arco sujeto en una mano y Ensartadora de Adversarios, con su extraña y adormecedora calidez, empuñada en la otra, sin poder imaginarse que, en esos momentos, su hermano se encaminaba hacia allí en busca de la misma arma, y que Flagg, el autor de su reinado y el Carcelero Jefe de su vida, le venía pisando los talones enfurecido.