Dennis narró la historia que vosotros ya sabéis, y hay que reconocer que no intentó mentir acerca de su propio pánico, ni disimularlo. Mientras hablaba, afuera el viento gemía lastimosamente, y al tiempo que el fuego se consumía, los ojos de Peyna se tornaban cada vez más ardientes. Aquí, pensó, había peores cosas de las que jamás se hubiera imaginado. No sólo Peter envenenó a Roland, sino que Thomas vio cómo sucedía.
No era de extrañarse que el niño rey estuviera tan a menudo malhumorado y deprimido. Quizá los rumores que corrían por las tabernas, rumores que ya tenían a Thomas medio loco, no fueran tan improbables como Peyna había pensado.
Pero cuando Dennis hizo una pausa para tomar más té (Arlen llenó su taza apurando hasta la última gota que quedaba en la tetera), Peyna descartó aquel pensamiento. Si Thomas presenció cómo Peter envenenaba a Roland, ¿para qué había venido entonces Dennis…, y con un gran pavor de Flagg?
—Escuchaste algo más —dedujo Peyna.
—Sí, mi señor Juez General —repuso Dennis—. Thomas…, a veces desvaría por completo. Los dos estuvimos encerrados a oscuras largo rato.
El joven mayordomo se esforzó por ser más claro, pero no encontró palabras para transmitir el horror de aquel estrecho pasadizo, con Thomas chillando frente a él en la negrura, y los pocos perros supervivientes del rey muerto ladrando debajo de ellos. No había frases para describir el olor de aquel sitio, un olor a secretos que se habían puesto rancios como leche derramada en una cueva. No hallaba el modo de expresar su creciente temor de que su amo se hubiese vuelto loco en medio de su sueño.
Thomas había gritado una y otra vez el nombre del mago del rey; imploró al soberano que inspeccionara bien su copa para ver en el fondo al ratón que simultáneamente se quemaba y se ahogaba en el vino. ¿Por qué me miras de ese modo?, había chillado. Y luego: Os he traído una copa de vino, mi rey, para demostraros que yo también os amo. Y finalmente comenzó a decir a gritos palabras que Peter hubiese reconocido, palabras que se remontaban a más de cuatrocientos años de antigüedad: ¡Fue Flagg! ¡Flagg! ¡Fue Flagg!
Dennis levantó su taza y, al llevársela a la boca se le escapó de la mano y se estrelló contra la solera del hogar.
Los tres se quedaron mirando los fragmentos de la loza.
—¿Y después? —preguntó Peyna, con una voz engañosamente amable.
—Nada durante un largo rato —respondió Dennis con vacilación—. Mis ojos se…, se acostumbraron a la oscuridad y logré verle un poco. Estaba dormido…, dormido ante aquellos dos pequeños agujeros, con el mentón apoyado en el pecho y los ojos cerrados.
—¿Y durante cuánto tiempo se quedó en esa posición?
—Mi señor, no lo sé, los perros se habían calmado. Y quizá yo…, yo…
—¿Estabas un poco adormecido? Yo creo que es probable, Dennis.
—Luego, más tarde, pareció despertarse. Al menos sus ojos se abrieron. Cerró los pequeños paneles y todo volvió a oscurecerse. Escuché que se movía así, que retiré mis piernas para que no tropezara con ellas… Su camisa de dormir… me rozó la cara…
Dennis esbozó una mueca al recordar la sensación de telarañas acariciándole la mejilla izquierda.
—Fui tras él. Salió de aquel lugar…, yo le seguía de cerca. Cerró la puerta, con lo cual volvió a ser una simple pared de piedra. Regresó a sus habitaciones y yo continué detrás.
—¿Os habéis cruzado con alguien? —preguntó Peyna tan bruscamente que Dennis casi dio un salto—. ¿Quién os ha visto?
—No. No, mi señor Juez General. Nadie nos ha visto.
—Ah. —Peyna se tranquilizó—. Eso está muy bien. ¿Y no sucedió nada más aquella noche?
—No, mi señor. Se metió en la cama y durmió como si estuviera muerto. —Dennis hizo una pausa antes de añadir—: Yo pasé la noche en blanco, y desde entonces no he podido dormir mucho.
—¿Y a la mañana siguiente él…?
—No se acordaba de nada.
Peyna lanzó un gruñido. Juntó las yemas de los dedos y miró lo poco que restaba del fuego a través de la pequeña estructura que había formado con sus manos.
—¿Y tú has vuelto a ese pasadizo?
Curiosamente, Dennis preguntó:
—¿Vos hubierais vuelto, mi señor?
—Sí —afirmó Peyna con sequedad—. Pero te pregunto si has vuelto tú.
—Sí, lo hice.
—Por supuesto lo has hecho. ¿Te han visto?
—No. Una doncella pasó a mi lado en el pasillo. Creo que la lavandería se encuentra más abajo. Pude percibir el olor a jabón de lejía, igual al que usa mi madre. Cuando la doncella desapareció, conté cuatro piedras hacia arriba a partir de la muesca y entré.
—¿Para ver lo que Thomas había visto?
—Si señor.
—¿Y lo conseguiste?
—Sí, mi señor.
—¿Y qué era? —preguntó Peyna con perspicacia—. ¿Qué viste cuando corriste aquellos paneles?
—Mi señor, vi la sala de estar del rey Roland —contestó Dennis—. Estaba llena de cabezas colgadas de las paredes. Y… mi señor… —A pesar del calor que todavía emanaba del escaso fuego, Dennis se estremeció—. Todas aquellas cabezas… parecían estar mirándome.
—Pero había una cabeza que tú no podías ver —dijo Peyna.
—No, mi señor, las he visto to… —Dennis se detuvo, con los ojos muy abiertos—. ¡Niner! —exclamó sin aliento—. Las mirillas.
Se detuvo, con los ojos casi tan grandes como platos.
El silencio volvió a inundar la habitación. Afuera, el viento continuaba soplando y gimiendo. Y a varios kilómetros de distancia, Peter, el legítimo rey de Delain, se encorvaba sobre un diminuto telar en su elevada celda, hilando una cuerda tan fina que era casi imperceptible.
Por último, Peyna lanzó un profundo suspiro. Desde su sitio junto al hogar, Dennis le observaba suplicante…, lleno de esperanzas…, temeroso… Peyna se inclinó hacia delante con lentitud y le tocó el hombro.
—Has hecho bien en venir aquí, Dennis, hijo de Brandon. Has hecho bien al dar una razón de tu ausencia, una muy verosímil, según mi opinión. Esta noche dormirás con nosotros, en el ático, debajo del alero. Hará frío, pero me parece que tendrás un sueño mucho más tranquilo que en los últimos días. ¿O me equivoco?
Dennis movió la cabeza despacio, una sola vez, y de su ojo derecho se escapó una lágrima que le recorrió lentamente la mejilla.
—¿Y tu madre no sabe nada acerca del motivo por el cual has tenido que marcharte por un tiempo?
—No.
Entonces no hay que temer de que ella se preocupe por tu ausencia. Arlen te conducirá arriba. Ésas son sus mantas, creo, y tendrás que devolvérselas. Pero en el desván hay paja, y está limpia.
—Yo puedo arreglármelas para dormir con una sola manta, mi señor —dijo Arlen.
—¡Calla! La sangre joven permanece caliente incluso mientras duerme, Arlen. Tu sangre se ha enfriado. Y es probable que necesites tus mantas…, en caso de que gnomos y duendes se aparezcan en tus sueños.
Arlen apenas sonrió.
—Por la mañana, ya hablaremos más, Dennis, pero no verás a tu madre durante una temporada; es algo que debo decirte, aunque sospecho que ya te habrás dado cuenta de que quizá no sería para ti muy saludable regresar a Delain, viendo tu aspecto.
Dennis trató de sonreír, pero sus ojos irradiaban temor.
—Al venir aquí no sólo pensaba en el asunto de la gripe, y ésa es la pura verdad. Pero ahora también he puesto vuestra salud en peligro, ¿no es así?
Peyna le dirigió una fría sonrisa.
—Yo soy viejo, y Arlen también. La salud de los viejos nunca es muy buena. Por lo general, eso hace que sean más precavidos de lo que debieran…, pero a veces les lleva a ser más osados.
Especialmente, pensó, si tienen muchas cosas que expiar.
—Seguiremos hablando por la mañana. Mientras tanto, tú te mereces un descanso. Arlen, ¿le alumbrarás el camino hacia el desván?
—Sí, mi señor.
—Y luego regresa aquí.
—Sí, mi señor.
Arlen condujo al exhausto Dennis fuera de la habitación, dejando a Anders Peyna meditando delante del casi extinguido fuego.
Cuando Arlen regresó, Peyna le dijo con calma:
—Tenemos planes que hacer, Arlen, pero quizás antes puedas servirnos una gota de vino. Será mejor que esperemos a que el muchacho esté dormido.
—Mi señor, ya estaba dormido antes de apoyar la cabeza sobre el heno que amontonó a modo de almohada.
—Perfecto. De todos modos, nos tomaremos una gota de vino.
—Una gota es todo lo que nos queda —informó Arlen.
—Bien. Así mañana no tendremos que partir con la cabeza embotada ¿no te parece?
—¿Mi señor?
—Arlen, mañana partimos, los tres juntos, hacia el Norte. Yo lo séy tú lo sabes. Dennis dijo que en Delain hay gripe, por lo tanto debe haberla; de todos modos, hay uno que si pudiera nos la contagiaría. Nos marchamos debido a «nuestra salud».
Arlen asintió en silencio.
—Sería un crimen dejarle ese buen vino al recaudador de impuestos. Por lo tanto nos lo beberemos… y luego nos meteremos en la cama.
—Como digáis, mi señor.
Los ojos de Peyna destellaron.
—Pero antes de acostarte, subirás al ático y traerás la manta que le has dejado al muchacho, desoyendo mis estrictas y precisas instrucciones.
Arlen se quedó mirando boquiabierto a Peyna, el cual se burló de su mirada atónita con extraña capacidad. Y por primera y última vez durante su servicio como mayordomo, Arlen se rió en voz alta.
Peyna se acostó pero no pudo dormir. No era el sonido del viento lo que no le dejaba dormir, sino el sonido de una risa impasible que provenía de dentro de su propia cabeza.
Cuando ya no pudo seguir aguantándola más, se levantó, regresó a la sala de estar y se sentó delante de las tibias cenizas del hogar, con el cabello cano formándole una especie de pequeña nube sobre el cráneo. Inconsciente de su cómico aspecto (y si se hubiese percatado de él, no le habría dado importancia), se sentó envuelto en sus mantas, como si fuera el indio más viejo del universo, contemplando el fuego extinguido.
El orgullo antecede a la caída, le había dicho su madre cuando era pequeño, y Peyna lo comprendió. El orgullo es una broma que tarde o temprano hará reír al desconocido que llevamos dentro, también le había dicho su madre, pero aquello él no lo comprendió…, sin embargo, ahora lo comprendía. Esta noche el desconocido se estaba riendo muy fuerte. Demasiado fuerte para que él pudiese dormir, a pesar de que a la mañana siguiente comenzaría un día largo y difícil.
Peyna era perfectamente capaz de apreciar la ironía de su posición.
Toda su vida había servido a la idea de la ley. Conceptos como «fuga de prisión» y «rebelión armada» le horrorizaban. Aún lo hacían, pero había que enfrentarse a ciertas verdades. Por ejemplo, que en Delain estaban en marcha los mecanismos para una revuelta. Peyna sabía que los nobles que se habían escapado hacia el Norte se hacían llamar «exiliados», aunque tampoco pasaba por alto que muy pronto pasarían a llamarse «rebeldes». Y si él pensaba detener los inicios de una revuelta, tendría que utilizar los mecanismos de rebelión para ayudar a un prisionero a fugarse de la Aguja. Ésta era la broma de la cual se reía el desconocido que llevaba dentro, y se reía tan alto que dormir era una remota posibilidad.
Acciones como aquellas en las que ahora se hallaba pensando iban en contra de la esencia de toda su vida, pero él no daría marcha atrás, ni aunque le ocasionasen la muerte (lo que bien podría sucederle). Peter había sido injustamente encarcelado. El verdadero rey de Delain no ocupaba el trono, sino que permanecía encerrado en una fría celda de dos cuartos en lo alto de la Aguja. Y si para enderezar las cosas era preciso utilizar métodos anárquicos, así se haría. Pero…
—Las servilletas —murmuró Peyna.
Sus pensamientos no dejaban de rondar en torno a ellas. Antes de recurrir a la fuerza de las armas para liberar al legítimo rey y verle recuperar el trono, el asunto de las servilletas tendrá que ser investigado. Se hacía necesario preguntarle a Peter. Dennis… y el joven Staad, tal vez… si…
—¿Mi señor? —preguntó Arlen tras él—. ¿Os encontráis indispuesto?
Arlen había oído levantarse a su amo, algo que no podía escapar a casi ningún mayordomo.
—Estoy indispuesto —asintió Peyna abatido—. Pero no es nada que pueda curar mi médico, Arlen.
—Lo siento mucho, mi señor.
Peyna se giró hacia Arlen y posó en él sus claros y hundidos ojos.
—Antes de convertirnos en forajidos, quiero saber por qué pidió la casa de muñecas de su madre… y las servilletas con cada una de sus comidas.
—¿Regresar al castillo? —preguntó Dennis a la siguiente mañana, con una voz tan ronca que casi parecía un susurro—. ¿Regresar donde está él?
—Si sientes que no puedes hacerlo, no te presionaré —dijo Peyna—. Pero me parece que tú conoces el castillo lo bastante bien como para mantenerte alejado de su camino. Si es así, sabrás cómo entrar sin ser visto. Si te descubren lo pasarás mal. Tienes un aspecto demasiado saludable para ser un muchacho que se supone está en casa enfermo.
Aquel día era frío y despejado. La nieve acumulada sobre las extensas y ondulantes colinas de las Baronías Interiores devolvían un reflejo deslumbrante que hacía que los ojos lagrimeasen. Probablemente a mediodía esté deslumbrado por la nieve, y me lo tendré bien merecido, pensó Peyna ofuscado. En su interior, el desconocido parecía hallar esta perspectiva sumamente graciosa.
El castillo de Delain podía verse en el horizonte, azul y con un aire de irrealidad, sus muros y torres le hacían semejante a la ilustración de un libro de cuentos de hadas. Sin embargo, Dennis no parecía un joven héroe en busca de aventuras. Sus pupilas estaban llenas de miedo, y su rostro tenía la expresión de un hombre que hubiese escapado de una guarida de leones…, sólo para ser informado de que se había olvidado su almuerzo, y debía regresar a recogerlo, a pesar de que hubiera perdido el apetito.
—Tiene que haber una manera de entrar —dijo—. Pero si él me huele, no importará cómo entro ni dónde me escondo. Si él me huele, irá por mi.
Peyna asintió con la cabeza. No deseaba acrecentar el temor del muchacho, pero en aquella situación, solamente la verdad podría serles útil.
—Lo que dices es cierto.
—¿Y así y todo me pide que vaya?
—Si puedes hacerlo, seguiré pidiéndotelo.
Durante un frugal desayuno, Peyna le explicó a Dennis lo que quería saber, y le sugirió algunos modos de conseguir la información. Dennis meneó su cabeza, no porque se negara sino porque estaba confundido.
—Servilletas —dijo.
Peyna asintió.
—Servilletas.
Los asustados ojos de Dennis volvieron a posarse en aquel distante castillo de cuento de hadas adormilado en el horizonte.
—Cuando mi padre se estaba muriendo, me dijo que, si llegaba el momento de hacerle un servicio a mi primer amo, yo debía realizarlo. Pensé que lo había hecho al venir aquí. Pero si debo regresar…
El mayordomo, que había estado ocupado cerrando definitivamente la casa, se unió a ellos.
—Arlen, tu llave de la casa, por favor —pidió Peyna.
El criado se la entregó a su amo, quien a su vez se la dio a Dennis.
—Arlen y yo iremos en dirección Norte para unirnos con —Peyna hizo una pausa y se aclaró la garganta— los exiliados —concluyó—. Te he dado una llave de esta casa. Cuando lleguemos al campamento, le daré otra, la mía, a un mozo que tú conoces, si es que se encuentra allí. Y creo que si.
—¿Quién es? —preguntó Dennis.
—Ben Staad.
La triste cara de Dennis se iluminó con alegría.
—¿Ben? ¿Ben está con ellos?
—Es muy probable —vaticinó Peyna.
A decir verdad, él sabía muy bien que toda la familia Staad se encontraba con los exiliados, pues él había permanecido alerta, y todavía no estaba tan sordo como para no enterarse de los desplazamientos que tenían lugar en el reino.
—¿Y le enviaréis aquí?
—Ésa es mi intención, si él quiere venir.
—¿Para qué? Mi señor, eso es algo que todavía no tengo claro.
—Ni tampoco yo —repuso Peyna, con aspecto enfadado.
Se sentía más que enfadado; estaba perplejo.
—Me he pasado toda mi vida haciendo cosas porque las consideraba lógicas y dejando de hacer otras porque pensaba que no lo eran. He visto lo que sucede cuando las personas actúan intuitivamente, o por razones absurdas. A veces los resultados son disparatados y vergonzosos; más a menudo son sencillamente horribles. Pero aquí estoy yo, el mismo de siempre, comportándome como un chiflado adivinador del futuro.
—No os comprendo, mi señor.
—Ni tampoco yo, Dennis. Ni tampoco yo. ¿Sabes en qué día estamos?
Dennis se vio sorprendido ante aquel repentino cambio de conversación; pero contestó con suficiente prontitud.
—Si. Martes.
—Martes. Bien. Ahora voy a preguntarte algo que mi maldita intuición me dice que es muy importante. Si no sabes la respuesta, o no estás demasiado seguro, ¡por todos los dioses, dilo! ¿Estás listo para la pregunta?
—Sí, mi señor —contestó Dennis, pero no se hallaba muy convencido de ello; los penetrantes ojos azules de Peyna debajo de sus profusas cejas blancas le ponían nervioso, y la pregunta parecía que iba a ser realmente difícil—. Es decir, me parece que sí.
Peyna hizo la pregunta, y Dennis se tranquilizó. No le veía mucho sentido, hasta donde él alcanzaba, se trataba de otra tontería acerca de las servilletas; pero al menos sabía la respuesta, y se la dio.
—¿Estás seguro? —insistió Peyna.
—Sí, mi señor.
—Bien. Por lo tanto he aquí lo que quiero hacer.
Peyna le habló a Dennis durante un rato, mientras los tres permanecían en la fría luz del sol frente a la «cabaña de retiro» a la que el viejo juez jamás volvería. Dennis escuchó con seriedad, y cuando Peyna le instó a que repitiese las instrucciones que le había dado, el muchacho fue capaz de hacerlo correctamente.
—Bien —aprobó Peyna—. Muy, muy bien.
—Me alegro de haberos complacido, señor.
—Nada en todo este asunto me complace, Dennis. Nada de nada. Si Ben Staad llegara a estar con aquellos desdichados parias en los Bosques Lejanos, me veré en la coyuntura de tener que sacarlo de una relativa seguridad y exponerlo al peligro, ya que quizá pueda serle de alguna utilidad al rey Peter. Quiero que regreses al castillo porque mi corazón me dice que hay algo raro acerca de esas servilletas que pidió… y de la casa de muñecas… Algo. A veces creo que ya casi lo tengo, pero en seguida vuelve a escapárseme. Dennis, él no solicitó esas cosas porque sí. Apuesto mi vida. Pero yo no lo sé. —Frustrado, Peyna dejó caer rudamente el puño sobre su pierna—. Estoy poniendo en terrible peligro la vida de dos jóvenes excelentes, y mi corazón me dice que hago lo correcto; pero yo… no… lo sé… ¡TOMA!
Y en el interior del hombre que cierta vez condenó de corazón a un muchacho a causa de sus lágrimas, el desconocido reía y reía y reía.
Los dos viejos se alejaron de Dennis, después de estrecharse las manos. Dennis había besado el anillo del juez, un anillo en el que se hallaba el Gran Sello de Delain. Peyna pudo renunciar a su sitial de Juez General, pero no fue capaz de deshacerse de aquella joya, que para él representaba todas las bondades de la ley. Sabía que de tanto en tanto había cometido errores; pero no dejaba que le rompieran el corazón. Incluso con este último y más grande de todos, su corazón no se había roto. Peyna sabía, al igual que nosotros en nuestro propio mundo, que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. También sabía que, para los seres humanos, a veces las buenas intenciones sólo se quedan en eso. Los ángeles podrían estar a salvo del castigo eterno, pero las personas eran criaturas menos afortunadas, para las que el infierno siempre se encuentra cerca.
Peyna puso reparos a que Dennis le besara el anillo, pero el chico insistió. Luego, Arlen le dio un apretón de manos, augurándole que fuera con los dioses. Sonriendo (aunque Peyna aún percibía en sus ojos un temor latente), Dennis les deseó a ellos lo mismo. El joven mayordomo partió hacia el Este, en dirección al castillo, y los dos hombres viejos hacia el Oeste, hacia la granja de un sujeto llamado Charles Reechul, el cual se dedicaba a la cría de perros esquimales de Andua, pagaba, sin quejarse, los excesivos impuestos ordenados por el rey, y debido a esto era considerado leal…, pero Peyna sabía que Reechul simpatizaba con los exiliados que acampaban en los Bosques Lejanos, y había ayudado a otros a unírseles. Peyna jamás sospechó que algún día necesitaría de los servicios de Reechul, pero el momento había llegado.
La hija mayor del granjero, Naomi, condujo a Peyna y Arlen hacia el Norte en un trineo tirado por doce de los más fuertes perros esquimales. El miércoles por la noche llegaron al borde de los Bosques Lejanos.
—¿Cuánto falta para el campamento de los exiliados? —le preguntó Peyna a Naomi.
Ella arrojó al fuego el delgado y maloliente cigarro que había estado fumando.
—Dos días más si los esquíes aguantan. Cuatro días si nieva. Si hay tempestad, quizá nunca lleguemos.
Peyna se acostó. Logró dormirse casi al instante. Lógico o ilógico, hacía años que no dormía tan bien.
Durante la jornada siguiente, el tiempo se mantuvo despejado, y lo mismo ocurrió el viernes. Al anochecer de aquel día, el cuarto desde que Peyna y Arlen se separaron de Dennis, llegaron a la pequeña masa de tiendas y chozas de madera que Flagg había estado buscando en vano.
—¡Alto! ¿Quién viene, y cuál es la contraseña? —exclamó una voz. Era fuerte, resuelta, animada y audaz. Peyna la reconoció.
—Soy Naomi Reechul —gritó la muchacha—, y la contraseña de hace dos semanas era «trípode». ¡Si ha cambiado, entonces detenme con una flecha, Ben Staad, y yo regresaré para visitarte como un fantasma!
Ben salió riéndose de detrás de una roca.
—¡No me atrevería a encontrarme contigo en forma de fantasma, Naomi; viva ya eres lo bastante temible!
Ignorándole, la chica se giró hacia Peyna.
—Hemos llegado —dijo.
—Sí —respondió el juez—. Ya lo veo.
Y siento que es bueno que lo hayamos hecho…, porque algo me dice que nos queda poco tiempo…, en realidad muy poco.
Peter tenía el mismo presentimiento.
El domingo, dos días después de que Peyna y Arlen hubieran llegado al campamento de los exiliados, a su cuerda aún le faltaban, según sus cálculos, nueve metros para llegar hasta el suelo. Esto quería decir que al suspenderse de su extremo con los brazos completamente estirados, tendría que habérselas con un salto de por lo menos siete metros y medio de altura. Sabía que sería mucho más prudente si continuaba con la cuerda otros cuatro meses, incluso dos más. Si al tirarse de la cuerda caía mal y se rompía las piernas, sería descubierto, gimiendo sobre los adoquines, por los guardias de la Plaza durante su ronda diaria, habría malgastado más de cuatro años, sencillamente por no haber tenido la paciencia de continuar con su labor otros cuatro meses.
Esta era la clase de lógica que Peyna hubiera apreciado, pero Peter ahora sentía con mucha mayor premura la necesidad de apurar las cosas. En otros tiempos Peyna habría lanzado un bufido ante la idea de que los sentimientos podían ser más fiables que la razón…, pero ya no estaba tan seguro de ello.
Peter había estado teniendo el mismo sueño. Durante casi una semana estuvo soñando lo mismo, aunque gradualmente se tornaba distinto. Veía a Flagg, agachado sobre un objeto brillante y luminoso que proyectaba sobre el rostro del mago una luz verde amarillenta. En este sueño, siempre había un momento en el que los ojos de Flagg se abrían muchísimo, como si estuviera sorprendido, y después se cerraban formando unas crueles ranuras. El hechicero bajaba las cejas; la frente se le ensombrecía; su boca esbozaba una sonrisa amarga parecida a una luna creciente. En esta expresión, el soñador Peter sólo podía leer una cosa: muerte. Flagg pronunciaba nada más que una palabra cuando se agachaba soplando sobre el resplandeciente objeto, que vacilaba como una vela al ser alcanzado por el aliento del mago. Sólo una palabra, pero era suficiente. La palabra que salía de la boca de Flagg era el nombre de Peter pronunciado con un tono de airada revelación.
La noche anterior, la del sábado, la luna había estado rodeada por una banda circular. Los carceleros inferiores creían que pronto iba a nevar. Examinando el cielo por la tarde, Peter supo que estaban en lo cierto. Su padre le había enseñado a pronosticar el tiempo, y de pie frente a la ventana, Peter sintió una punzada de tristeza… y una renovada chispa de fría y sosegada cólera…, la necesidad de volver a hacer las cosas correctamente.
Haré el intento protegido por la oscuridad y por la tormenta, pensó. Incluso habrá un poco de nieve para amortiguar mi caída. Tuvo que sonreírse ante esa idea; siete centímetros de liviana nieve polvo entre él y los adoquines modificaban muy poco su situación. O la peligrosamente delgada cuerda le soportaba… o se rompía. Suponiendo que le soportara, él daría el salto. Y sus piernas o aguantaban el golpe… o no lo hacían.
¿Y si aguantan el choque, hacia dónde te dirigirás con ellas? le susurró una débil voz. Cualquiera de los que podrían haberte protegido o ayudado… Ben Staad, por ejemplo… Has oído que su familia hace tiempo que ha sido desalojada de la ciudadela del castillo… y hasta del mismo reino.
Se confiaría a su suerte, entonces. Suerte de rey. Era algo acerca de lo cual su padre solía hablarle a menudo. Hay reyes con suerte y reyes desafortunados. Pero tú serás tu propio rey y tendrás tu propia suerte. A mi parecer, tú has de ser muy afortunado.
Había sido rey de Delain, al menos en su corazón, por cinco años, y creía que su suerte era de esa clase que la familia Staad, famosos por su mala fortuna, sabría comprender. Pero quizás esta noche todo fuera posible.
Su cuerda, sus piernas, su suerte. O todo le sostenía o todo se rompía, con toda probabilidad al mismo tiempo. No importaba. Confiaría en su suerte, a pesar de que había sido tan escasa.
—Esta noche —murmuró alejándose de la ventana…
Pero algo sucedió a la hora de la cena que le hizo cambiar de idea.
Peyna y Arlen necesitaron todo el martes para hacer los quince kilómetros hasta la granja de Reechul, y cuando llegaron estaban agotados. El castillo Delain se hallaba al doble de distancia, pero Dennis probablemente estaría llamando al Portal Oeste, si era lo bastante insensato como para hacer una cosa así, hacia las dos de la tarde, a pesar de su larga caminata del día anterior. Naturalmente, tal es la diferencia entre los jóvenes y los viejos. Pero lo que podría haber hecho en verdad no importaba, ya que Peyna había sido muy claro en sus instrucciones (a pesar de que aseguraba no tener la menor idea de lo que estaba haciendo), y Dennis tenía la intención de seguirlas al pie de la letra. Debido a ello, pasaría algún tiempo antes de que pudiese entrar en el castillo.
Cuando aún no había recorrido la mitad de la distancia, Dennis comenzó a buscar un lugar donde poder esconderse durante los próximos días. Hasta el momento no se había cruzado con nadie en el camino, pero ya era más de mediodía y pronto habría gente regresando del mercado del castillo. Dennis no quería ser visto ni identificado por persona alguna. Después de todo, se suponía que él estaba enfermo, guardando cama en su casa. No tuvo que buscar mucho para encontrar un sitio adecuado a sus propósitos. Era una granja abandonada, en otros tiempos bien conservada pero que ahora se había convertido en una ruina. Gracias a Thomas el Portador de Impuestos, se podían encontrar muchos lugares así a lo largo de los caminos que conducían hacia el castillo.
Dennis permaneció allí hasta entrada la tarde del sábado: cuatro días en total. Para entonces, Ben Staad y Naomi ya habían partido de los Bosques Lejanos e iban en dirección a la cabaña de Peyna, con Naomi exigiendo el máximo de su equipo de perros esquimales. De haberlo sabido, Dennis se hubiese sentido un poco más tranquilo; pero por supuesto lo ignoraba, y se sentía solo.
En la granja no había nada de comida, aunque en el sótano encontró unas cuantas patatas y un puñado de nabos. Se comió las patatas (Dennis odiaba los nabos, siempre los había odiado y siempre los odiaría), quitándoles con su cuchillo las partes podridas, lo que quería decir que desechaba unas tres cuartas partes de cada patata. Le quedó un puñado de esferas blancas del tamaño de huevos de paloma. Comió unas cuantas y, echando una mirada hacia el cajón de verduras con los nabos, lanzó un suspiro. Le gustasen o no, era de suponer que para el viernes o así se vería forzado a comérselos.
Si estoy lo bastante hambriento, pensó resignado, quizá no me sepan tan mal. ¡Hasta es probable que me zampe esos viejos nabos y quiera más!
Finalmente se tuvo que comer una buena cantidad de ellos, si bien Dennis se las arregló para mantenerse a salvo hasta el mediodía del sábado. Para entonces, los nabos comenzaron a tener mejor aspecto; más a pesar del hambre que tenía, le supieron de un modo espantoso.
Pero, como sospechaba que los próximos días serían difíciles, se los zampó.
Dennis también encontró en el sótano un viejo par de raquetas para caminar sobre la nieve. Las correas eran demasiado largas, pero le sobraba tiempo para acortarlas. Los cordones habían comenzado a deteriorarse, y en esto Dennis no podía hacer nada, pero creyó que le servirían para su propósito. No las necesitaría por mucho tiempo.
Durmió en el sótano, temiendo ser cogido por sorpresa, pero a lo largo de las horas de luz de aquellos cuatro largos días, Dennis se pasaba la mayor parte del tiempo en la sala de la granja desierta, observando la circulación en ambas direcciones. La poca que había comenzaba alrededor de las tres en punto y casi cesaba a las cinco, cuando las tempranas sombras invernales comenzaban a cubrir los campos. La sala era un sitio triste y vacío. Antiguamente había sido un lugar animado donde la familia se reunía para comentar los sucesos de la jornada. Ahora pertenecía únicamente a los ratones… y a Dennis, por supuesto.
Peyna, luego de escucharle decir al mayordomo del rey que era capaz de leer y escribir «bastante bien por ser alguien de la servidumbre» y de ver cómo hacia las Letras Mayores (esto había sucedido durante el desayuno del martes, la última verdadera comida que Dennis tuvo desde su almuerzo del lunes, una comida que recordaba con comprensible nostalgia), le proporcionó varias hojas de papel y un lápiz de grafito. Y durante la mayor parte de las horas que permaneció en la casa abandonada, Dennis trabajó con ahínco en una nota. Escribió, tachó, volvió a escribir, ponía caras horribles al releerla, se rascaba la cabeza, sacaba punta al lápiz con su cuchillo, y escribía de nuevo. Estaba avergonzado de su pronunciación, y le aterrorizaba la idea de olvidarse algunos puntos cruciales que Peyna le dijo que pusiera. Había momentos, cuando su pobre cerebro agotado era incapaz de seguir progresando, en los cuales deseaba que Peyna se hubiese quedado una hora más aquella noche en la cual él llegó y tuvo que escribir su condenada nota, o que se la hubiera dicho en voz alta a Arlen. Sin embargo, muchas veces se sentía satisfecho con el trabajo. Toda su vida había laborado duro, y la holgazanería le ponía nervioso e intranquilo. Habría preferido tener que trabajar con su robusto cuerpo de hombre joven antes que con su no tan robusto cerebro de hombre joven, pero el trabajo era el trabajo, y él se alegraba de poder tenerlo.
El sábado a mediodía tenía terminada una carta con la que estaba bastante satisfecho (y eso era bueno, puesto que ya no le quedaba más papel). La observó con cierta admiración. Llenaba las dos carillas de la hoja, y era la cosa más larga que jamás había escrito. La dobló hasta reducirla al tamaño de un comprimido medicinal, y después miró a través de la ventana de la sala de estar, esperando con impaciencia a que se hiciera de noche y poder partir. Peter veía los cúmulos de nubes desde su pobre sala de estar en lo alto de la Aguja, Dennis desde la sala de estar de su casa abandonada; pero ambos aprendieron de sus padres, uno el rey y el otro el mayordomo de ese rey, a leer el cielo y también Dennis creyó que al día siguiente nevaría.
Hacia las cuatro, la larga y azul sombra de la casa comenzó a escurrirse de los cimientos, y Dennis ya no tuvo tanta prisa por marcharse. Le esperaba el peligro…, un peligro mortal. Tenía que ir al sitio en el que, quizá desde hace tiempo, Flagg se cernía con sus hechizos infernales, incluso tal vez estuviese comprobando la enfermedad de cierto mayordomo. Pero cómo él se sintiera en realidad no importaba, y eso Dennis lo sabía; había llegado el momento de cumplir con su obligación, y como lo habían hecho todos los mayordomos de su linea familiar durante siglos y siglos, Dennis lo haría lo mejor posible.
Dejó la casa en la sombría hora del crepúsculo, calzado con las raquetas para la nieve, y emprendió el camino por los campos en linea recta hacia la ciudadela del castillo. Le vino a la mente la presencia de los lobos; esperó que no hubiese ninguno y, en caso contrario, confió en que le dejaran en paz. No tenía la menor idea de que Peter pensaba realizar su peligroso intento de fuga la siguiente noche; pero, al igual que Peyna (y el mismo Peter), sentía la necesidad de apresurarse; le parecía que, al igual que el cielo, su corazón estaba surcado por nubes plomizas.
Mientras caminaba pesadamente por los desolados campos cubiertos de nieve, los pensamientos de Dennis giraban en torno a la idea de cómo entrar en el castillo sin ser visto ni rendir explicaciones. Creyó que sabía cómo lograrlo si, claro estaba, Flagg no le olía.
No bien acababa de pensar en el nombre del mago cuando un lobo aulló en alguna parte de aquella blanca llanura. En una oscura habitación debajo del castillo, la sala de estar de Flagg, el mago se irguió repentinamente en su silla, en la que se había quedado dormido con un libro de ciencia arcana abierto sobre el regazo.
—¿Quién ha pronunciado el nombre de Flagg? —susurró el mago, y el loro de dos cabezas emitió un chillido.
De pie en medio de un extenso y desolado campo cubierto de nieve, Dennis escuchó aquella voz, seca e inquietante como la huida de una araña, en su propia cabeza. Esperó vacilante, conteniendo el aliento. Cuando finalmente lo dejó escapar, de su boca salió una nube de vapor. Sentía frio en todo su cuerpo, pero sobre su frente había gotas de sudor caliente.
Desde sus pies le vino el sonido de una serie de chasquidos (¡Plik! ¡Plik! ¡Plik!) al rompérsele varios de los cordones podridos de las raquetas.
El lobo cortó el silencio con su aullido. Era un sonido hambriento y despiadado.
—Nadie —dijo Flagg entre dientes en la sala de estar de sus oscuras habitaciones.
Rara vez enfermaba; recordaba haberlo estado sólo tres o cuatro veces en toda su larga vida; pero en el Norte había cogido un fuerte resfriado, por dormir sobre la tierra congelada, y a pesar de estar mejorando, todavía no se sentía bien.
—Nadie. Un sueño. Eso es todo.
Cogió el libro de su regazo, lo cerró, colocándolo sobre una mesa lateral (la superficie de esa mesa estaba hermosamente recubierta con piel humana) y volvió a apoyarse en su silla. En seguida estaba durmiendo de nuevo.
En la nevada planicie al oeste del castillo, Dennis lentamente se relajó. Una gota de sudor salado se deslizó hasta su ojo y él se la limpió con gesto distraído. Había pensado en Flagg… y de alguna forma Flagg logró escucharle. Pero ahora la oscura sombra del pensamiento del mago ya había pasado, al igual que la sombra de un halcón pasa sobre un conejo agazapado. Dennis lanzó un largo y tembloroso suspiro. Sentía las piernas flojas. Intentaría (oh, lo intentaría con todas sus fuerzas) no pensar más en el mago. Pero con la caída de la noche y la aparición en el cielo de la luna con su fantasmal banda circular, aquello era una cosa mucho más fácil de decidir que de cumplir.
A las ocho en punto, Dennis dejó atrás los campos y se adentró en las Reservas del Rey. Las conocía bastante bien. Había sido escudero de su padre cuando Brandon prestaba servicios al viejo rey en los cotos de caza y Roland solía ir a menudo, a pesar de su avanzada edad. Thomas no venía tan seguido, pero en las pocas ocasiones que el niño rey fue de caza, se requería, naturalmente, la presencia de Dennis. Muy pronto fue a parar a un sendero que conocía, y justo antes de la medianoche llegó al borde de aquel bosque de juguete.
Se quedó detrás de un árbol, observando los muros del castillo, que se alzaba a unos setecientos metros, a través de un espacio abierto cubierto de nieve. La luna continuaba brillando, y Dennis sabía que los centinelas caminaban por la barbacana del castillo. Tendría que esperar hasta que el príncipe Ailon cruzara con su carruaje de plata por encima del limite del mundo antes de poder atravesar aquel tramo blanco. Incluso entonces estaría terriblemente expuesto. Desde un principio supo que esta parte sería la más arriesgada de toda la aventura. Al separarse de Peyna y de Arlen, bajo los agradables rayos del sol, el riesgo parecía aceptable. Ahora se le antojaba descabellado.
Regresa, le suplicaba en su interior una voz cobarde; pero Dennis sabía que no podía. Su padre le había dejado una tarea que cumplir, y si la intención de los dioses era que muriese al tratar de llevarla a cabo, entonces moriría.
Débil pero clara, como oída en un sueño, le llegó la voz del Pregonero desde la torre central del castillo: «Las doce en punto y sereno…»
Nada está sereno, pensó Dennis con angustia. Ni la más mínima cosa. Se ajustó al cuerpo su ligera chaqueta dispuesto a esperar a que se ocultase la luna.
Finalmente desapareció del cielo, y Dennis supo que había llegado el momento de moverse. El tiempo se estaba acortando. Se incorporó, rezó una breve oración a sus dioses, y comenzó a caminar a través del espacio abierto lo más de prisa que podía, esperando en cualquier momento el grito de ¿Quién anda ahí? desde los muros del castillo. El grito no se produjo. Las nubes formaban una masa compacta por todo el cielo nocturno. Alrededor del muro del castillo había sólo una sombra oscura. En menos de diez minutos, Dennis estaba al borde del foso. Se sentó en la angosta orilla, con la nieve crujiendo debajo de su trasero, y se quitó las raquetas de los pies. Se deslizó dentro del foso, que ahora estaba congelado y cubierto de nieve.
El trepidante corazón de Dennis disminuyó su velocidad. Se encontraba ahora a la sombra del imponente muro del castillo, y no sería visto a menos que un centinela mirase directamente hacia abajo, y era posible que ni siquiera entonces.
Dennis tenía cuidado de no atravesar todo el foso (todavía no) porque el hielo cercano al muro del castillo estaría delgado y quebradizo. Sabía el motivo de esto; el delgado hielo y el desagradable olor que se percibía allí además de la musgosa humedad sobre las enormes piedras exteriores del muro eran su esperanza de entrar secretamente en el castillo. Se desplazó con cuidado hacia la izquierda, con las orejas bien abiertas para escuchar el sonido de agua corriente.
Al fin logró oírla, y miró hacia arriba. Allí, a la altura de sus ojos, había un redondo agujero negro en el sólido muro del castillo, de donde huía apáticamente el liquido. Era el desagüe de las cloacas.
—¡Venga, ahora! —se dijo Dennis por lo bajo.
Retrocedió cinco pasos, echó a correr, y saltó. En ese momento pudo sentir que el hielo, quebradizo por el constante chorro tibio de desechos que salía del desagüe, desaparecía debajo de sus pies. Luego, se encontró aferrado al mohoso borde del desagüe. Estaba resbaladizo, y tuvo que asirse con mucha fuerza para no caerse. Trepó, buscando dónde apoyar los pies, y por último, de un tirón, logró meterse adentro. Se detuvo unos instantes, tratando de recuperar el aliento, y después comenzó a arrastrarse lentamente por el conducto, en constante ascendencia. Cuando eran niños, él y sus compañeros de juego habían descubierto estos conductos, y fueron rápidamente advertidos por sus padres, en parte porque podrían perderse, pero sobre todo a causa de las ratas de alcantarilla. No obstante, Dennis creía saber en qué parte saldría.
Una hora más tarde, en un pasillo desierto del ala este del castillo, una rejilla del sistema de alcantarillado se movió sin hacer ruido y luego volvió a moverse. Fue empujada en parte hacia el lado, y al cabo de unos instantes un mayordomo muy sucio (y maloliente) llamado Dennis salió del agujero que había en el suelo y se tendió jadeante sobre las frías losas. Podría haberse quedado descansando un poco más, pero incluso a esa extraña hora era posible que pasara alguien. Así que colocó la rejilla en su sitio y miró a su alrededor.
En un primer momento no logró reconocer el corredor, cosa que en modo alguno le fastidió. Se puso en marcha hacia la intersección en forma de T que se hallaba en el lejano extremo del corredor. Al menos, reflexionó, no había habido ratas en la maraña de conductos de cloacas debajo del castillo. Eso había sido un gran alivio. Estaba preparado para ellas no sólo debido a los horripilantes relatos contados por su padre, sino porque habían encontrado ratas en algunas de las ocasiones en que él y sus compañeros se aventuraron de niños por aquellos conductos, con temerosos chillidos de alegría, pues las ratas eran parte de la pavorosa y arriesgada aventura.
Probablemente no eran más que unos cuantos ratones, y tu memoria los ha aumentado hasta transformarlos en ratas, pensó Dennis. Esto no era cierto, pero Dennis nunca lo sabría. Su recuerdo de las ratas era veraz. Los conductos habían estado infestados de enormes roedores, portadores de enfermedades, desde tiempos inmemoriales. Sólo durante los últimos cinco años dejaron de proliferar en las cloacas. Habían sido aniquiladas por Flagg. El mago se deshizo de un trozo de piedra y de su propia daga utilizando una rejilla del alcantarillado similar a aquella por la que Dennis emergió en la madrugada del domingo. Se había deshecho de estas cosas, naturalmente, porque cada una de ellas portaba unos cuantos granos de la verde y mortífera Arena Dragón. Los vapores de aquellos escasos granos terminaron con las ratas, incluso quemando vivas a muchas mientras chapoteaban en las pútridas aguas residuales, y sofocando a las restantes antes de que pudiesen huir. Cinco anos después, las ratas aún no habían vuelto, a pesar de que la mayor parte de los vapores ya estaban disipados. La mayor parte, pero no todos. Si Dennis hubiera entrado en uno de los conductos cercano a las habitaciones de Flagg, probablemente habría muerto. Quizá le salvó su buena suerte, o el destino, o aquellos dioses a quienes él le rezaba; yo no me pronunciaré en este asunto. Yo cuento historias, no leo hojas de té, y en cuanto al tema de la supervivencia de Dennis, dejo que saquéis vuestras propias conclusiones.
Al llegar a la confluencia de los dos corredores Dennis se asomó mirando desde la esquina, y vio a un somnoliento joven Centinela de Guardia que se paseaba más adelante. Se apresuró a esconderse. El corazón volvía a latirle con fuerza, pero estaba satisfecho; sabía en dónde se hallaba. Cuando volvió a mirar, el guardia ya se había marchado.
Dennis se movió rápidamente, atravesando los pasillos, bajando por un tramo de las escaleras atravesando una galería. Actuaba con una veloz seguridad, ya que había pasado toda su vida en el castillo. Lo conocía lo bastante bien como para guiarse desde el ala este, donde emergió de las cloacas, hasta el ala inferior oeste, en la que se hallaban almacenadas las servilletas.
Pero como no deseaba ser visto por nadie, utilizó los pasillos más oscuros que conocía, y al sonido de cualquier clase de pisadas (reales o imaginarias, y yo creo que muy pocas fueron imaginarias), se ocultaba en la abertura o rincón más cercano. Finalmente, el recorrido le llevó alrededor de una hora.
Pensó que jamás había estado tan hambriento en toda su vida.
No te preocupes ahora de tu miserable barriga, Dennis; primero ocúpate de tu señor, y después de tu panza.
Se encontraba de pie apoyado en un portal en penumbra. A lo lejos escuchó al Pregonero que gritaba las cuatro en punto. En el precisó momento en que se disponía a avanzar, desde el pasillo le llegó el débil eco de unas pisadas…, un ruido metálico de acero; el crujido de polainas de cuero.
Dennis se ocultó aún más en las sombras, sudando.
Un Centinela de Guardia se detuvo delante del vano de la puerta levemente oscurecido, justo donde se escondía Dennis. El sujeto permaneció unos instantes hurgándose en la nariz con el dedo meñique, y luego se inclinó lanzando un chorro de mocos entre los nudillos. Dennis podía estirar el brazo y tocarlo; y tuvo la certeza de que en cualquier momento el guardia se daría la vuelta…, con los ojos muy abiertos… desenvainaría su espada corta… y ése sería el final de Dennis, hijo de Brandon.
Por favor, susurró la paralizada mente de Dennis. Por favor, oh, por favor…
Podía oler al guardia, podía oler su aliento a vino rancio y carne quemada, y el sudor acre que emanaba de su piel.
El centinela se puso en marcha… Dennis comenzó a relajarse…, entonces el guardia volvió a detenerse y a hurgarse la nariz. Dennis podría haber gritado.
—Yo tengo una chica llamada Marchy—Marchy Melda —comenzó a cantar el guardia con una voz grave y monótona, mientras continuaba metiéndose el dedo en la nariz. Sacó una larga cosa verde, la examinó con detenimiento y la aplastó contra la pared. Plas—. Tiene una hermana que se llama Es—a—merelda… y yo navegaré por los siete mares… ¡Sólo para besar los hoyuelos de sus rodillas! Tocad y cantad, cantad y bebed, y pasadme un cubo de vino.
Algo horrible estaba a punto de sucederle a Dennis en aquel momento. Le había comenzado a picar y a cosquillear la nariz de un modo inconfundible. Muy pronto estornudaría.
¡Vete!, gritó mentalmente. ¡Oh! ¿Por qué no te vas, grandísimo idiota?
Pero el guardia parecía no tener ninguna intención de marcharse. Por lo visto, había dado con un rico filón en su fosa nasal izquierda, y estaba decidido a explotarlo.
—Yo tengo una chica llamada Darchy—Darchy—Darla… Tiene una hermana que se llama la Pelirroja Carla… y yo beberé miles de tragos… ¡De sus bonitos, bonitos labios…! Tocad y cantad, cantad y bebed, y pasadme un cubo de vino.
¡Te tiraría un cubo de vino a la cabeza, idiota!, pensó Dennis. ¡Muévete! El cosquilleo de su nariz cada vez se hacía más intenso; pero no se atrevía ni siquiera a tocársela, por miedo a que el guardia percibiese el movimiento con el rabillo del ojo.
El hombre frunció el entrecejo, se agachó, volvió a sonarse la nariz entre los nudillos y, por último, echó a andar cantando su monótona tonada. Apenas se veía ya cuando Dennis se llevó el brazo a la boca y a la nariz estornudando en la curva del codo. Se preparó a escuchar el sonido metálico que haría el guardia al desenvainar la espada mientras se giraba violentamente, pero el sujeto se encontraba medio dormido, y además medio borracho a causa de quién sabe qué fiesta en la que había estado antes de comenzar su ronda de vigilancia. Antiguamente, pensó Dennis, semejante perezoso habría sido rápidamente descubierto y enviado a los confines más lejanos del reino, pero los tiempos habían cambiado. Se escuchó el ligero ruido de un cerrojo, el chirrido de los goznes de una puerta que se abría, y después el golpe de cerrarla, que silenció la canción del guardia justo cuando estaba a punto de volver a cantar el estribillo. Durante unos instantes Dennis permaneció hundido en su escondite con los ojos cerrados, las mejillas y la frente ardiendo, los pies convertidos en un par de bloques de hielo.
¡Estuve durante unos minutos sin pensar para nada en mi barriga!, pensó, y tuvo que taparse la boca con ambas manos para reprimir una risita nerviosa.
Miró fuera de su escondite, y al no ver a nadie se encaminó hacia un portal que quedaba al final del corredor y a la derecha. Conocía este portal perfectamente, a pesar de que la mecedora vacía y el estuche de costura a un lado eran algo nuevo para él. La puerta conducía al cuarto donde se almacenaban las servilletas desde tiempos de Kyla la Buena. Nunca había estado cerrada con llave, y tampoco lo estaba ahora. Por lo visto no valía la pena tener tan a recaudo unas servilletas viejas. Dennis miró dentro del cuarto, esperando que todavía siguiera siendo verdad su respuesta a la pregunta principal hecha por Peyna.
De pie, al borde del camino, en aquella brillante mañana de cinco días atrás, Peyna le preguntó lo siguiente: ¿Sabes cuándo llevan a la Aguja la provisión de servilletas limpias, Dennis?
En efecto, ésta parecía una simple pregunta para Dennis; pero quizás habréis notado que todas las preguntas parecen fáciles si sabemos las respuestas, y espantosamente difíciles si las desconocemos. Que Dennis supiera la respuesta a esta pregunta era la prueba de su honestidad y de su honor, si bien aquellos tratos estaban arraigados tan profundamente en su carácter que se habría sorprendido si alguien se lo hubiese dicho. Había recibido dinero (el dinero de Anders Peyna) de Ben Staad para controlar que las servilletas fuesen enviadas. Sólo un florín, es verdad, pero el dinero era el dinero y un pago era un pago. Dennis se sintió obligado por el honor a asegurarse, de tiempo en tiempo, de que los envíos continuaban.
Le contó a Peyna acerca del inmenso cuarto de almacenar (Peyna se quedó asombrado al oírle) y cómo cada sábado a las siete de la tarde, una doncella cogía veintiuna servilletas, las sacudía, les pasaba la plancha, las doblaba y las colocaba, apiladas, sobre una pequeña carretilla. La carretilla quedaba al otro lado de la puerta de entrada. El domingo por la mañana temprano, a las seis en punto, para lo cual faltaban menos de dos horas, un sirviente recadero empujaría la carretilla hasta la Plaza de la Aguja. Llamaría a la puerta acerrojada que había en la base de la fea torre de piedra, y uno de los carceleros inferiores entraría el carrito y colocaría las servilletas sobre una mesa, de la cual se repartiría una por cada comida durante toda la semana.
Peyna había quedado satisfecho.
Ahora Dennis obraba precipitadamente, buscando dentro de su camisa la nota que había escrito en la granja. Al no poder encontrarla en un principio se sintió abatido, pero luego sus dedos se cerraron sobre ella y pudo suspirar con alivio. La nota se había corrido un poco hacia el costado.
Levantó la servilleta para el desayuno del domingo. La del almuerzo del domingo. Por poco también casi se salta la de la cena, y si lo hubiese hecho, mi relato tendría un final muy diferente; no puedo decir que hubiese sido mejor o peor, pero sin duda sería diferente. Por último, no obstante, Dennis decidió dejar para mayor seguridad tres servilletas de profundidad. En la sala de estar de la granja había encontrado un alfiler en una rajadura entre dos tablas y se lo enganchó en la hombrera de la camisola de paño burdo que llevaba como camiseta (y si hubiese utilizado su cabeza un poco mejor, habría enganchado la nota a su camiseta en el sótano, ahorrándose así el mal rato, pero como quizá ya os haya dicho, el cerebro de Dennis era en ocasiones deficiente). Rescatando el alfiler, enganchó con sumo cuidado la nota a un pliegue interior de la servilleta.
—Espero que la encuentres, Peter —murmuró en medio del silencio fantasmal de aquel cuarto, repleto casi hasta el techo de servilletas pertenecientes a otra época—. Espero que la encontréis, mi rey.
Dennis sabía que ahora debía esconderse temporalmente. Muy pronto el castillo comenzaría a despertar; los mozos de cuadra se dirigirían vacilantes a los establos, las lavanderas a los lavaderos, los aprendices de cocina irían con los ojos hinchados y somnolientos a preparar los fogones (pensar en las cocinas hizo que a Dennis le volvieran a sonar las tripas, ya que, a esas alturas incluso los odiados nabos le hubiesen sabido de maravilla; pero dedujo que la comida tendría que esperar).
Dennis dirigió sus pasos hacia el inmenso cuarto. Las pilas eran tan altas, los pasajes tan zigzagueantes e irregulares, que tenía la impresión de entrar en un laberinto. Las servilletas despedían un seco y dulzón olor a algodón. Finalmente llegó a uno de los rincones más alejados, y creyó que allí estaría a salvo. Desparramó sobre el suelo un montón de servilletas, y usó un puñado de ellas para hacerse una almohada.
Era el colchón más lujoso sobre el que jamás hubiera yacido, y a pesar del hambre que tenía, necesitaba mucho más dormir que comer debido a su larga caminata y a los sustos de la noche. Se quedó dormido en seguida, y los sueños no le molestaron con su presencia. Le dejaremos ahora, con la primera parte de su tarea ejecutada con corrección y valentía. Le dejaremos echado de lado, con la mano derecha debajo de la mejilla descansando sobre una cama hecha con servilletas reales. Y a mí me gustaría expresar un deseo para ti, Lector: que esta noche tu sueño sea tan dulce e inocente como lo fue el suyo durante todo aquel día.
En la noche del sábado, mientras Dennis permanecía de pie escuchando el tenebroso aullido del lobo y sintiendo la sombra de Flagg pasar sobre él, Ben Staad y Naomi Reechul estaban acampando en una nevada depresión a cuarenta kilómetros al norte de la cabaña de Peyna…, o la que había sido cabaña de Peyna antes de presentarse Dennis con su historia de un rey que caminaba y hablaba en sueños.
Habían hecho un campamento tosco, de los que hace la gente cuando tiene la intención de parar sólo unas cuantas horas y luego seguir camino. Naomi se ocupó de sus amados perros esquimales mientras Ben se encargaba de armar una pequeña tienda y de encender un crepitante fuego.
En breve, Naomi se le unió junto al fuego y cocinó carne de ciervo. Comieron en silencio, y luego ella fue otra vez a inspeccionar a sus perros. Se hallaban todos durmiendo excepto Frisky, su favorita. Frisky la miró con unos ojos casi humanos, y le lamió la mano.
—Hoy has hecho un buen trecho, querida —le reconoció Naomi—. Ahora duerme. Sueña con un conejo de la luna.
Obedientemente, Frisky colocó la cabeza sobre sus patas. Naomi se sonrió y regresó junto al fuego. Ben se hallaba sentado frente a él, con las rodillas apretadas contra el pecho y rodeadas con los brazos. Tenía el rostro sombrío y cavilante.
—Pronto nevará.
—Puedo leer las nubes tan bien como tú, Ben Staad. Y las hadas han dibujado un anillo alrededor de la cabeza del príncipe Ailon.
Ben observó la luna asintiendo. Luego volvió a posar sus ojos en la lumbre.
—Estoy preocupado. He soñado con…, pues, con alguien a quien es mejor no nombrar.
La muchacha encendió un cigarro. Le tendió el pequeño paquete, envuelto en muselina para prevenir que se secase; Ben meneó la cabeza.
—Creo que yo he tenido los mismos sueños —informó Naomi, tratando de que su voz sonara indiferente; pero un leve temblor la delató.
Ben la miró fijamente, con los ojos bien abiertos.
—Así es —ratificó ella, como si él le hubiese preguntado—. En ellos aparece mirando una cosa resplandeciente mientras pronuncia el nombre de Peter. Yo nunca he sido como tus asustadizas amiguitas que chillan ante la presencia de un ratón o de una araña en su tela, pero me desperté de aquel sueño con el deseo de gritar con todas mis fuerzas.
Se veía avergonzada y desafiante.
—¿Durante cuántas noches lo has soñado?
—Dos.
—Yo lo he tenido durante cuatro noches seguidas. El mio es idéntico al tuyo. Y no necesitas ponerte a la defensiva por temor a que me ría de ti o te llame la Pequeña Pilar que Llora junto al Manantial. Yo también me he despertado con deseos de gritar.
—Aquella radiante luz…, al final de mis sueños, parecía como que él la apagase de un soplo. Es una vela, ¿no crees?
—No. Tú sabes que no lo es.
Ella asintió con la cabeza.
Ben lo tomó en cuenta.
—Algo mucho más peligroso que una vela; me parece…, que aceptaré ese cigarro que me has ofrecido, si todavía estoy a tiempo.
Naomi le tendió uno. Él lo encendió en la hoguera. Estuvieron durante un rato sentados en silencio, observando cómo el viento elevaba las chispas hacia el oscuro cielo entre una red tejida con polvo de nieve de los campos. Como la luz del sueño que compartían, las chispas también se apagaban. La noche se veía muy negra. Ben podía oler la nieve en aquel viento. Muchísima nieve, pensó.
Naomi pareció haberle leído el pensamiento.
—Creo que está en camino una tormenta parecida a la de los relatos de los viejos parientes. ¿Tú qué opinas?
—Lo mismo.
Con un titubeo completamente inusual en su manera de ser directa, Naomi preguntó:
—Ben, ¿qué significa ese sueño?
Ben agitó la cabeza.
—No te lo puedo decir. Peligro para Peter, eso al menos está claro. Si quiere decir alguna otra cosa, algo comprensible para mi, es que debemos apresurarnos. —La miró con una urgencia tan franca que su corazón comenzó a latir con mayor rapidez—. ¿Crees que mañana podremos llegar a la cabaña de Peyna?
—Deberíamos ser capaces de hacerlo. Sólo los dioses saben si un perro no se romperá una pata o si un oso asesino incapaz de hibernar no saldrá del bosque y nos matará a todos. Pero sí…, deberíamos ser capaces de hacerlo. He cambiado a todos los perros que utilizamos en la subida, excepto a Frisky, que es casi incansable. Si comienza a nevar pronto, nos retrasaremos, pero yo creo que tardará en caer la nevada, y por cada hora que se retrase al final será mucho peor. A menos eso es lo que yo pienso. Pero si tarda en nevar, y nosotros nos turnamos en el trineo corriendo a su lado, creo que lo conseguiremos. Pero a no ser que tu amigo el mayordomo regrese, ¿qué otra cosa podremos hacer allí más que esperar sentados?
—No lo sé. —Ben suspiró, restregándose la cara con la palma de la mano.
¿Y con qué fin, de todos modos? Cualquier cosa que presagiasen los sueños, sucedería en el castillo, y no en la cabaña. Peyna había enviado a Dennis al castillo, ¿pero cómo pensaba Dennis entrar en él? Ben no lo sabía, porque Dennis no se lo dijo a Peyna. Y si Dennis lograba entrar sin ser descubierto, ¿dónde se escondería? Existirían miles de lugares posibles. Excepto…
—¡Ben!
—¿Qué? —Sacudido repentinamente de sus pensamientos, Ben se giró hacia ella.
—¿Qué pensabas ahora mismo?
—Nada.
—Sí, alguna cosa. Tus ojos destellaron.
—¿Es cierto? Debía estar pensando en pasteles. Es hora de que ambos entremos. Queremos estar en pie al alba.
Pero en la tienda, Ben Staad permaneció despierto hasta mucho después de que Naomi se hubiese dormido. Si, en el castillo había miles de lugares en los que esconderse. Pero a él sólo se le ocurrían dos en especial. Pensó que quizás encontraría a Dennis en el uno…, o en el otro.
Al final se durmió…
…y soñó con Flagg.
Peter comenzó aquel domingo como lo hacía usualmente, con sus ejercicios y sus oraciones.
Se despertó sintiéndose vigoroso y dispuesto. Después de una rápida mirada al cielo para evaluar el progreso de la tormenta que se acercaba, tomó el desayuno.
Y, naturalmente, usó su servilleta.
Hacia el mediodía del domingo, todo el mundo en Delain había salido por lo menos una vez fuera de su casa para mirar con preocupación en dirección Norte. Todos estaban de acuerdo en que la tormenta, cuando viniese, sería de las que harían historia y se estarían comentando durante años. Las nubes eran de un gris opaco, como el color de la piel de los lobos. Las temperaturas subieron tanto que los carámbanos que colgaban debajo de los aleros de las callejuelas comenzaron a gotear por primera vez en varias semanas, pero los ancianos se decían unos a otros (y a cuantos quisieran escucharles) que ellos no se dejaban engañar. La temperatura descendería drásticamente, unas horas después (quizá dos, quizá cuatro) de que comenzara a nevar. Además, decían, era posible que estuviese cayendo nieve durante días.
Hacia las tres de la tarde, aquellos granjeros de las Baronías Interiores que eran todavía suficientemente afortunados de poseer algo de ganado, encerraron a sus animales en los establos. Las vacas mugían su descontento; por primera vez en meses la nieve estaba lo bastante derretida como para permitirles arrancar los últimos pastos secos del otoño. Yosef, más viejo y canoso, pero todavía activo a sus setenta y dos años, se aseguró de que todos los caballos del rey estuviesen guardados en las caballerizas. Presumiblemente algún otro se encargaría de ocuparse de todos los hombres del rey. Las esposas aprovecharon las suaves temperaturas para secar sábanas, que de otra manera se hubieran congelado en los tendederos y, al comenzar a oscurecerse la luz del día, presagiando con su tonalidad la cercanía de la tormenta, las volvieron a entrar. Pero se llevaron una decepción: sus coladas no se habían secado. El aire estaba demasiado cargado de humedad.
Los animales se encontraban inquietos. La gente se sentía nerviosa. Los astutos dueños de las tabernas no abrirían sus puertas. Habían visto en sus barómetros cómo descendía el mercurio, y la larga experiencia les tenía enseñados que la baja presión atmosférica producía en los hombres una mayor disposición a la pelea.
Delain se preparó para la tormenta que venía, y todo el mundo permaneció a la espera.
Ben y Naomi se turnaron para correr al lado del trineo. Llegaron a la cabaña de Peyna a las dos de la tarde de aquel domingo. Casi a la misma hora Dennis se despertaba lentamente en su colchón hecho de servilletas reales y Peter comenzaba a comer su magro almuerzo.
Naomi se veía muy hermosa; el rubor causado por el ejercicio le había coloreado sus bronceadas mejillas con el rojo oscuro de las rosas otoñales. Al entrar con el trineo en el corral de Peyna, los perros ladrando salvajemente, ella giró su sonriente rostro hacia Ben.
—¡Una carrera récord, por los dioses! —exclamó—. ¡Lo hemos hecho en tres…, ¡no en cuatro!, horas menos de lo que yo me había imaginado cuando partimos! ¡Bravo, Frisky! ¡Bravo! ¡Eres estupenda!
Frisky, una enorme perra esquimal blanca de Andua con ojos verde grisáceos, se encontraba a la cabeza de la traílla. Saltaba en el aire, tirando de los arreos. Naomi la desató y juntas bailaron sobre la nieve. Era un extraño vals, entre gracioso y bárbaro. Perra y ama se sonreían con lo que parecía ser un intenso afecto compartido. Algunos de los otros perros yacían echados de lado, jadeando con dificultad, claramente exhaustos, pero tanto Frisky como Naomi no demostraban haberse cansado lo más mínimo.
—¡Bravo, Frisky! ¡Bravo, cariño! ¡Eres una perra magnífica! ¡Has dirigido una persecución famosa!
—¿Y para qué? —preguntó Ben tristemente.
Naomi soltó las patas de Frisky y le encaró, enfadada…, pero el abatimiento de su rostro le hizo olvidarse del enfado. Ben miraba en dirección a la casa. La chica siguió su mirada y comprendió. Sí, ellos estaban en este lugar; ¿pero dónde se encontraba este lugar? Una casa de campo vacía, eso era todo. ¿Por qué razón habían venido desde tan lejos y con tanta urgencia? La casa seguiría tan desierta dentro de una hora…, dos horas… o cuatro horas. Peyna y Arlen se hallaban en el Norte, Dennis en algún sitio en las profundidades del castillo. O en una celda de la prisión, o en un ataúd esperando a ser enterrado, si es que le habían agarrado.
Se acercó a Ben y colocó una mano vacilante sobre su hombro.
—No te sientas tan abatido —le dijo—. Hemos hecho cuanto podíamos.
—¿Tú crees? —le preguntó Ben—. Lo dudo. —Hizo una pausa, lanzando un profundo suspiro; se había quitado la gorra de punto y su dorado cabello emitía suaves reflejos en la opaca luz del atardecer—. Lo siento, Naomi. No fue mi intención ser brusco. Tú y tus perros habéis hecho maravillas. Es simplemente que me doy cuenta de que estamos muy lejos de donde podríamos ser de verdadera ayuda. Me siento impotente.
Ella le miró suspirando y asintió con la cabeza.
—Bien —dijo él—, entremos. Quizás haya alguna señal que nos diga qué hacer a continuación. Al menos la tormenta no nos encontrará desprotegidos.
Adentro no hallaron ninguna pista. Era sólo una casa de campo enorme, vacía y con muchas corrientes de aire, que había sido abandonada de un modo apresurado. Ben merodeó inquieto por toda la vivienda de habitación en habitación, y no logró descubrir nada. Al cabo de una hora, se desplomó desilusionado al lado de Naomi, en la sala de estar…, sobre la misma silla en la que Anders Peyna estuvo sentado mientras escuchaba la increíble historia de Dennis.
—Si hubiera alguna forma de seguirle la pista —dijo Ben.
Levantó la vista y vio que ella le estaba observando, con los ojos abiertos, brillantes y llenos de excitación.
—¡Quizá la haya! —exclamó—. Si la nieve se retrasa.
—¿De qué diablos estás hablando?
—¡Frisky! —exclamó ella—. ¿No lo ves? ¡Frisky puede rastrearle! ¡Posee el olfato más agudo de todos los perros que yo jamás he conocido!
—Su rastro debe tener días —dijo Ben, meneando la cabeza—. Hasta el mejor perro rastreador que jamás haya vivido sería incapaz…
—Frisky puede ser mejor que el perro rastreador que jamás haya vivido —respondió Naomi riéndose—. Y rastrear en invierno no es lo mismo que rastrear en verano, Ben Staad. En verano, las huellas desaparecen rápidamente…, se deterioran, suele decir mi padre, aparte de que existen otras cien huellas más que cubren la que sigue el perro. No se trata sólo de otras personas o de animales, sino del vestigio de pastos y vientos cálidos, incluso de los aromas que traen los arroyos. Pero en el invierno, el rastro permanece. Si tuviéramos algo que perteneciera a Dennis…, alguna cosa que portase su olor…
—¿Y qué me dices del resto del equipo? —preguntó Ben.
—Dejaré abierto el cobertizo en aquel sitio —dijo señalándolo— con mi saco de dormir dentro. Si les enseño dónde se encuentra y después los dejo en libertad, serán capaces de obtener su propia comida, conejos y otras presas, y también sabrán dónde refugiarse.
—¿No nos seguirán?
—No, si se les dice que no lo hagan.
—¿Tú puedes hacer eso? —Ben la miró asombrado.
—No —dijo Naomi, prosaicamente—. Yo no hablo en idioma perruno. Ni Frisky habla la lengua humana, pero la comprende. Si yo se lo digo a Frisky, ella se lo dirá a los demás. Cazarán lo que necesiten, pero no se alejarán demasiado para no perder el olor de mi saco de dormir, y menos con la tormenta en ciernes. Cuando ésta comience, se meterán en el refugio. No importa si tienen hambre o la panza llena.
—Y si tuviéramos algo que pertenezca a Dennis, ¿realmente crees que Frisky podría rastrear su pista?
—Sí.
Ben se quedó mirándola durante un rato, pensativo. Dennis había partido de aquella misma casa el martes; estaban a domingo. No podía creer que un olor pudiese durar tantos días. Pero en la casa había algo que tendría que tener el olor de Dennis, y hasta un vagabundeo disparatado era mucho mejor que quedarse allí sentado sin hacer nada. Lo que más le crispaba era aquella ociosidad inútil, estar sentados allí matando el tiempo mientras sucesos de gran importancia podrían estar sucediendo en cualquier otra parte. En otras circunstancias, la posibilidad de estar atrapado por la nieve con una chica tan hermosa como Naomi le hubiese encantado; pero no mientras, a menos de treinta kilómetros hacia el Este, un reino podía ganarse o perderse…, y su mejor amigo podría estar vivo o muerto contando sólo con la ayuda de aquel confundido mayordomo.
—¿Bueno? —preguntó ella con ansiedad—. ¿Qué te parece?
—Creo que es una locura —repuso Ben—; pero valdrá la pena intentarlo.
Naomi sonrió.
—¿Tenemos algo que esté impregnado con su olor?
—Sí —dijo él levantándose—. Trae a tu perra, Naomi, y condúcela escaleras arriba. Hasta el desván.
Si bien la mayoría de los humanos no lo sabe, los olores son para los perros como colores. Los olores débiles tiene colores débiles, como pasteles desteñidos por el tiempo. Un olor claro es como un color claro. Algunos perros poseen un olfato débil, y descifran los olores del mismo modo que los humanos con escasa visión ven los colores, creyendo que un azul suave es en realidad un gris, o que un marrón oscuro es negro. Pero la nariz de Frisky era como los ojos de un hombre con la vista de un halcón, y el olor en el ático donde había dormido Dennis era muy fuerte y muy claro (podría haber ayudado el hecho de que el chico no se había bañado en los últimos días). Frisky olfateó el heno, y luego olfateó la manta que le tendió «la joven». En ella percibió el olor de Arlen, pero lo pasó por alto; era mucho más débil, y no se parecía en nada al olor encontrado en el heno. El olor de Arlen era limonado y fatigado, y Frisky supo en seguida que pertenecía a un hombre viejo. El olor de Dennis era mucho más estimulante y vital. Para la nariz de Frisky, era como el azul eléctrico, como un rayo de tormenta de verano.
La perra ladró para hacerles saber que conocía aquel olor y que lo tenía guardado a salvo en su archivo de aromas.
—Muy bien, buena chica —dijo el «muchacho alto»—. ¿Eres capaz de rastrearlo?
—Lo hará —afirmó «la joven» con confianza—. Ahora en marcha.
—Dentro de una hora habrá anochecido.
—Ya lo sé —dijo «la joven», y luego sonrió; cada vez que «la joven» sonreía de aquella forma, a Frisky le parecía que su corazón podría estallar de tanto amor hacia ella—. Pero no son sus ojos lo que precisamos, ¿verdad?
El «muchacho alto» también sonrió.
—Me parece que no —reconoció—. Sabes, debo estar loco, pero creo que cogeremos estos naipes y jugaremos con ellos.
—Por supuesto que sí —aceptó ella—. Venga, Ben. Aprovechemos la poca luz que nos queda; muy pronto será de noche.
Frisky, con la nariz impregnada de aquel olor azul brillante, ladró con impaciencia.
Aquel domingo la cena le fue servida a Peter temprano, a las seis de la tarde. Densas nubes de tormenta se cernían sobre Delain y la temperatura había comenzado a bajar, pero los vientos todavía no soplaban y no había caído ni un solo copo de nieve. En un extremo de la plaza, temblando en ropas blancas de cocina, robadas, Dennis aguardaba con ansiedad oculto en las sombras más profundas que pudo hallar, observando el único cuadrado de pálida luz amarilla en lo alto de la Aguja: la vela de Peter.
El prisionero, por supuesto, no sabía nada de la vigilia de Dennis; estaba absorto en la idea de que, vivo o muerto, aquélla iba a ser la última comida que iba a hacer en esa condenada celda. No era otra cosa que la misma carne correosa y salada, patatas medio podridas y cerveza aguada, pero él igual se la comería toda. Durante las tres últimas semanas había comido muy poco, y el tiempo libre que le quedaba cuando no trabajaba con el diminuto telar, lo aprovechó para hacer ejercicio y poner a punto su físico. Aquel día, sin embargo, comió todo lo que le trajeron. Por la noche necesitaría de todas sus fuerzas.
¿Qué me sucederá?, volvió a preguntarse, sentándose ante la mesita y cogiendo la servilleta depositada junto a su cena. ¿A dónde iré exactamente? ¿Quién me acogerá? ¿Cualquiera? Todos los hombres, está dicho, deben confiar en los dioses…, pero Peter, tú confías tanto que hasta es ridículo.
Alto. Será lo que deba ser. Ahora come, y no sigas pensando en…
De repente, se interrumpieron sus inquietos pensamientos, debido a que, al desplegar la servilleta, sintió un débil escozor, como si hubiese rozado una ortiga.
Frunciendo el entrecejo, Peter bajó la vista y vio sobre la yema de su dedo indice derecho una pequeña gota de sangre. Lo primero que le vino a la mente fue Flagg. En los cuentos de hadas, siempre salía una aguja envenenada. Quizás él ahora había sido envenenado por Flagg Esto fue lo primero que pensó, y no era una idea tan absurda. Después de todo, Flagg ya había utilizado veneno en otras ocasiones.
Peter levantó la servilleta, vio una pequeña cosa plegada con manchas negras sobre ella…, y de un golpe volvió a depositar la servilleta sobre la mesa. Su rostro permaneció sereno, sin transmitir la turbulenta excitación que rebosaba en su interior después de haber visto la nota prendida entre los pliegues de la servilleta.
Miró hacia la puerta de un modo casual, temiendo ver asomar a uno de los carceleros inferiores (o al mismo Beson), observándole con desconfianza. Pero allí no había nadie. Recién llegado a la Aguja el príncipe fue objeto de una gran curiosidad, escrutado ávidamente como si fuera un exótico pez encerrado en la pecera de un coleccionista. Algunos carceleros incluso metieron a sus queridas de contrabando para que pudiesen ver al monstruo asesino (y si los hubieran pescado, ellos también habrían terminado en la cárcel). Pero Peter era un prisionero ejemplar, y pronto dejó de interesar. Ahora nadie le observaba.
Se obligó a comerse toda la comida, a pesar de que ya no le apetecía. No quería despertar ni la más mínima sospecha; ahora menos que nunca. No tenía idea de quién podría ser la nota, o qué es lo que podría decir, o por qué había despertado en él semejante agitación. No obstante, recibir una nota justo en este momento, horas antes de poner en acción su plan de fuga, le parecía un presagio. ¿Pero de qué?
Cuando finalmente terminó de comer, volvió a mirar hacia la puerta, para asegurarse de que la mirilla estaba cerrada, y se encaminó a su dormitorio con la servilleta en una mano, como si se hubiese olvidado por completo de que la llevaba. En el dormitorio, desprendió la nota (las manos le temblaban tanto que se pinchó otra vez) y la abrió. Estaba escrita por ambas caras, con una caligrafía descuidada y un poco infantil, pero era lo bastante legible. Lo primero que hizo fue mirar la firma… y se quedó asombrado. La nota estaba firmada por Dennis, vuestro Amigo y Eterno Servidor.
—¿Dennis? —murmuró Peter, tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta—. ¿Dennis?
En seguida se puso a leerla, y el comienzo de la carta fue suficiente para convertir los latidos de su corazón en un veloz tamborileo. La salutación era Mi rey.
Mi rey:
Como quizás ya Savréis, durante los últimos 5 Años he Serbido a vuestro Hermano, Thomas. En esta última Semana he descuvierto que Vos no havéis Matado a vuestro Padre Roland el Bueno. Yo sé quién Fue, y Thomas también lo save. Podríais saber el nombre de este Asesino Negro si yo me atreviese a escrivirlo, pero no me atrevo. Fui a ver a Peyna. Peyna se ha ido con su mayordomo Orlon a unirse a los Exiliados. Me ha Ordenado que volviese al Castillo, y os Escriviese esta nota. Peyna dice que es probable que los Exiliados muy pronto se conviertan en Rebeldes, y que esto no tiene que Suceder. El cree que quizá vos tenéis algún Plan, pero lo desconoce. Me ordenó que os Sirviese, y mi Papá también me lo dijo, antes de haverse Muerto, y mi Corazón me lo Ordena, porque nuestra Familia siempre ha servido al Rey y vos sois el Verdadero rey. Si tenéis algún Plan, yo os ayudaré en Todo lo que pueda, incluso si esto me trae la Muerte. Mientras vos leéis esta nota, yo estaré oculto en las sombras al otro lado de la Plaza mirando hacia la Aguja en la que estáis Confinado. Si es que tenéis algún Plan, os ruego que os asoméis a la Ventana. Si tenéis algo en gue escribir, arrojad entonces una Nota que yo la regojeré más tarde esta Noche. Agitad la mano dos veces si es que haréis esto último.
Vuestro amigo Ben está con los Exiliados. Peyna ha dicho que le Enviaría. Yo sé dónde El (Ben) estará. Si queréis que me una a él (Ben) lo haré, en un Día. O quizás en Dos si llega a Nebar. Sé que arrojar una Nota es algo Peligroso, pero siento que el Tiempo se acorta. Peyna siente de la Misma Manera. Estaré Mirando y Rezando.
Dennis
Vuestro Amigo y Eterno Servidor
Pasó algún tiempo antes de que Peter pudiese poner en orden sus confusos pensamientos. Su mente volvía siempre a la misma pregunta: ¿Qué es lo que había visto Dennis para cambiar radicalmente de idea? ¿Qué, en nombre de todos los dioses, podría haber sido?
Poco a poco se fue dando cuenta de que aquello no tenía importancia. Dennis había visto algo, y eso era suficiente.
Peyna. Dennis fue a ver a Peyna, y Peyna percibió…, pues bien, el viejo zorro percibió alguna cosa. Él cree que quizá vos tenéis algún Plan, pero lo desconoce. Un viejo zorro sin duda. No se había olvidado de la casa de muñecas y de las servilletas pedidas por Peter. No supo exactamente lo que significaban aquellas cosas, pero percibió algo en el aire. Sí, de un modo claro y perspicaz.
¿Entonces qué esperaban que él hiciese?
Una parte de sí mismo (bastante grande) deseaba seguir adelante con lo planeado. Había estado juntando valor para realizar su desesperada aventura; ahora se le hacía difícil aplazarla y continuar a la espera. Y también estaban sus sueños, que le apremiaban a actuar.
Podríais saber el nombre de este Asesino Negro si yo me atreviese a escribirlo, pero no me atrevo. Por supuesto, Peter sabía de quién se trataba, y esto fue lo que realmente le convenció de que Dennis había dado con algo. Peter pensó que quizá muy pronto Flagg descubriría estos nuevos acontecimientos. Y él quería evadirse antes de que eso sucediera.
¿Acaso un día era mucho para esperar?
Tal vez. Tal vez no.
Peter estaba desgarrado por la agonía de la indecisión. Ben…, Thomas…, Flagg…, Peyna…, Dennis…, se agolpaban en su cerebro como figuras vistas en un sueño. ¿Qué debía hacer?
Por último, fue la apariencia de la nota (no lo que estaba escrito en ella) lo que le persuadió. Al haber venido de aquella manera, prendida a una servilleta la misma noche en que él probaría su cuerda hecha de servilletas…, quería decir que debía esperar. Pero sólo por una noche. Ben no sería capaz de ayudarle.
¿Podría Dennis ayudarle, no obstante? ¿Qué es lo que podría hacer?
Y de repente, como un relámpago, una idea le vino a la cabeza.
Peter había estado sentado sobre su cama, inclinado sobre la nota, con la frente arrugada. Se levantó de un salto, con los ojos llenos de brillo.
Volvió a posar su mirada sobre la nota.
Si es que tenéis algo en que escribir, arrojad entonces una Nota que yo la recogeré más tarde esta Noche.
Sí, claro que tenía algo en que escribir. No sobre la servilleta, ya que podría perderse. Tampoco en la nota de Dennis, porque la hoja de papel estaba escrita de los dos lados, cubiertos íntegramente.
Pero no así el pergamino de Valera.
Peter regresó a su sala de estar. Echó una mirada a la puerta y vio que la mirilla estaba cerrada. Podía oír débilmente a los carceleros jugar a los naipes debajo de su celda. Atravesó el cuarto en dirección a la ventana y agitó la mano dos veces, esperando que Dennis realmente estuviese allí fuera, y que pudiera verle. Tendría que confiar en esta posibilidad.
Peter volvió a su cuarto de dormir, levantó la piedra floja, y después de buscar torpemente, logró recobrar el relicario y el pergamino. Estiró la hoja, dejando hacia arriba su lado en blanco…, ¿pero qué usaría en vez de tinta?
Al cabo de unos instantes tuvo la respuesta. Lo mismo que había usado Valera, naturalmente.
Peter empezó a escarbar en su delgado colchón y, en un momento, abrió una de las costuras. Como el relleno era de paja, muy pronto encontró una buena cantidad de largos tallos que le servirían como plumas. Luego, abrió el relicario. Tenía la forma de un corazón, y su vértice era puntiagudo. Peter cerró los ojos y rezó una breve oración. Después los abrió, trazando con la punta del relicario una línea en su muñeca. La sangre comenzó a manar en seguida; mucha más de la que había salido anteriormente a causa del pinchazo con el alfiler. Peter mojó el primer tallo de paja en la sangre y comenzó a escribir.
Escondido en la fría noche al otro extremo de la plaza, Dennis vio acercarse la figura de Peter a la pequeña ventana en lo alto de la Aguja. Contempló cómo levantaba los brazos sobre su cabeza agitándolos dos veces. Por lo visto habría un mensaje. Esto duplicaba (no, triplicaba) su riesgo, pero se sentía contento.
Se preparó a esperar, sintiendo que los pies se le estaban entumeciendo poco a poco, huyendo de ellos toda sensación. La espera se hacía muy larga. El pregonero gritó las diez…, luego las once…, y por último las doce. Las nubes habían tapado la luna, aunque el aire poseía un extraño brillo; otra señal de la tormenta que se aproximaba.
Estaba comenzando a pensar que Peter debía haberse olvidado de él, o que había cambiado de parecer, cuando la figura volvió a surgir en la ventana. Dennis se incorporó, venciendo el dolor en su cuello, que había estado erguido durante las últimas cuatro horas. Creyó ver algo que caía formando un arco…, y luego la figura de Peter desapareció de la elevada ventana. Poco después, la luz se apagó.
Dennis miró a su alrededor, y al no ver a nadie, juntó todo el coraje que tenía y salió corriendo a través de la plaza. Sabía muy bien que quizás hubiera alguien (un Centinela de Guardia mucho más alerta que el cantor desafinado de la pasada noche, por ejemplo) a quien él no había visto, pero no se podía hacer nada al respecto. También tenía presentes a todos los hombres y mujeres que habían sido decapitados no muy lejos de allí. ¿Y si sus fantasmas aún se encontraban ocultos por los alrededores…?
Pero pensar en aquellas cosas no le reportaba ningún beneficio, por lo que trató de apartarlas de su mente. Su preocupación más inmediata era encontrar lo que había tirado Peter. Toda el área al pie de la Aguja y debajo de la ventana era un uniforme campo nevado.
Sintiéndose terriblemente expuesto, Dennis comenzó a husmear por todas partes como un inepto perro de caza. No estaba seguro de lo que había visto destellar en el aire, pues fue sólo durante un segundo; pero tenía aspecto sólido. Eso era lógico; Peter no tiraría suelto un pedazo de papel, que podría ir a parar a cualquier parte. ¿Pero qué era, y dónde se encontraba?
Mientras los segundos pasaban, convirtiéndose en minutos, Dennis comenzó a sentirse cada vez más desesperado. Se dejó caer sobre sus manos y rodillas y avanzó a gatas, mirando en pisadas que durante el día se habían derretido pero que ahora tenían el tamaño de huellas de dragón, y cuyo interior era fresco, duro, lustroso y azul. El sudor le corría por el rostro. ¿Comenzó a sentirse atormentado por la idea de que una mano caería sobre su hombro, y cuando él se girase vería el sonriente rostro del mago del rey dentro de su oscura capucha?
Un poco tarde para andar jugando al escondite. ¿No te parece, Dennis?, diría Flagg, y a pesar de que su sonrisa se haría más grande, sus ojos arderían con un rojo diabólico y malsano. ¿Qué has perdido? ¿Puedo ayudarte a encontrarlo?
¡No pienses en su nombre! ¡Por el amor de los dioses, no pienses en su nombre!
Pero se hacia difícil no pensar. ¿Dónde estaba? ¿Oh, dónde estaba?
Dennis anduvo a gatas de un lugar a otro, y ahora tenía las manos tan ateridas como los pies. ¿Dónde estaba? Sería un gran problema que él no fuese capaz de encontrarla. Y peor aún si no nevaba hasta mañana y con la luz del día alguien la hallaba. Sólo los dioses sabían lo que allí decía.
A lo lejos, Dennis escuchó al pregonero anunciar la una de la mañana. Estaba recorriendo un terreno en el cual ya había buscado, y poco a poco le invadía el pánico.
Alto, Dennis. Alto, muchacho.
Era la voz de su padre, demasiado clara en su cabeza para no reconocerla. Dennis se hallaba apoyado en las manos y las rodillas, con la nariz casi pegada al suelo. Al oír la voz se enderezó un poco.
Ya no eres capaz de VER nada, muchacho. Detente y cierra tus ojos por un momento. Cuando los abras, mira a tu alrededor. Mira de veras a tu alrededor.
Dennis cerró los ojos con fuerza y luego los abrió bien grandes. Esta vez, miró a su alrededor casi con indiferencia, escudriñando toda el área rastreada y nevada alrededor de la base de la Aguja.
Nada. Nada en…
¡Espera! ¡Allí! ¡En aquel sitio!
Había vislumbrado algo.
Dennis vio la parte curva de un objeto metálico, sobresaliendo apenas un centímetro fuera de la nieve. Detrás, pudo ver una huella redonda hecha por una de sus rodillas; durante su desesperada búsqueda casi había pasado por encima.
Trató de sacarla de la nieve pero en su primer intento sólo la hundió más. Tenía la mano demasiado entumecida para poder cerrarla. Mientras cavaba en la nieve para sacar el objeto de metal, pensó que si, en lugar de haber colocado la rodilla muy cerca, la hubiese puesto encima, la habría enterrado aún más profundamente en la nieve sin siquiera sentirlo; sus rodillas estaban tan entumecidas como el resto de su cuerpo. Y entonces sí que no lo hubiese encontrado jamás. Habría permanecido oculto hasta el deshielo de la primavera.
Dennis tocó el objeto y, haciendo un esfuerzo para cerrar los dedos en torno a él, consiguió sacarlo. Lo miró con sorpresa. Se trataba de un relicario; un relicario en forma de corazón y que podría ser de oro. Iba unido a una fina cadena. El relicario estaba cerrado; pero cogido entre sus fauces había un pedazo de papel doblado. Un papel muy antiguo.
Dennis desprendió la nota, cerró cuidadosamente su mano en torno al viejo papel, deslizando por último la cadena del relicario alrededor de su cabeza. Con esfuerzo logró incorporarse y corrió a refugiarse en dirección a las sombras. En cierta medida, aquella carrera fue para él la peor parte de todo el asunto. Nunca se había sentido tan expuesto en toda su vida. A cada paso que daba, las reconfortantes sombras de los edificios en el extremo opuesto de la plaza parecían retroceder otro paso.
Por fin alcanzó la relativa seguridad de las sombras en las que permaneció temblando y jadeante. Cuando recuperó el aliento, regresó al castillo, escabulléndose por el Cuarto Callejón hacia el Pasaje de los Cocineros. En la puerta de entrada que conducía al castillo propiamente dicho había apostado un Centinela de Guardia, pero se preocupaba de su servicio tanto como su colega de la noche anterior. Dennis esperó, y finalmente el guardia desapareció de vista. El muchacho aprovechó para meterse a toda prisa.
Veinte minutos después, estaba a salvo en el cuarto de almacenar las servilletas. Allí desplegó la nota y le echó una ojeada.
Una de las carillas estaba cubierta por una apretada caligrafía y escrita de un modo arcaico. Quien la escribió había usado una extraña tinta de color rojizo y Dennis no lograba descubrir qué era. Al dar la vuelta a la nota se quedó pasmado. Reconocía muy bien la «tinta» usada para escribir el breve mensaje sobre este lado.
—Oh, rey Peter —gimió.
El mensaje estaba manchado y borroso; la «tinta» no había sido secada; pero Dennis pudo leerlo.
Pensaba Escaparme esta noche. Esperaré otra. No me atrevo a esperar más. No busques a Ben. No hay tiempo. Demasiado peligroso. Yo tengo una Cuerda. Delgada. Es posible que se rompa. Demasiado corta. En todo caso será un salto desde seis metros. Mañana a media noche. Si puedes ayúdame en la huida. Un sitio seguro. Podré estar lastimado. En las manos de los dioses. Te quiero mi buen Dennis. Rey Peter.
Dennis leyó la nota tres veces y después se echó a llorar; lágrimas de felicidad. Aquella luz que Peyna había percibido ahora brillaba con intensidad en el corazón de Dennis. Eso era bueno, y muy pronto todos estarían a salvo.
Sus ojos volvían una y otra vez a la línea que ponía Te quiero mi buen Dennis, escrita con la propia sangre del rey. No tenía necesidad de haber agregado eso para que el mensaje fuese comprendido…, y sin embargo, lo puso.
Peter, por ti moriré miles de veces, pensó Dennis. Guardó la nota dentro de su chaqueta y se recostó con el relicario todavía colgado del cuello. Esta vez pasó bastante rato antes de que pudiese conciliar el sueño. Y no transcurrió mucho tiempo antes de que se despertase bruscamente. La puerta del cuarto de almacenar se estaba abriendo; el grave rechinar de los goznes le parecía a Dennis un grito infrahumano. Antes de que su mente, embotada por el sueño, tuviese tiempo de comprender que había sido descubierto, una oscura sombra con ojos ardientes se abalanzó sobre él.