64

Thomas había sido coronado al final de un largo y duro invierno. Al decimoquinto día de su reinado, se precipitó sobre Delain la última gran tempestad de la estación. Cayó una abundante y pesada nieve, y mucho después de haber oscurecido el viento aún continuaba bramando, amontonándola en forma de dunas de arena.

A las nueve en punto de aquella severa noche, pasada la hora en que ninguna persona sensata tendría que estar fuera, la puerta de entrada de la casa de los Staad resonó con varios golpes de puño. No se trataban de golpecitos suaves o tímidos; aquel pulió golpeaba rápida y pesadamente el sólido roble. Abridme, y que sea rápido, decía. No dispongo de toda la noche.

Andrew y Ben se hallaban sentados delante del fuego, leyendo. Susan Staad, esposa de Andrew y madre de Ben, estaba sentada entre ambos trabajando en un modelo de bordado en el cual una vez terminado se leería LOS DIOSES BENDIGAN A NUESTRO REY. Emmaline ya hacía rato que dormía. Los tres miraron la puerta, y luego se miraron entre sí. En los ojos de Ben sólo podía percibirse curiosidad, pero en los de Andrew y Susan había un instantáneo e instintivo miedo.

Andrew se incorporó, guardando sus gafas para leer en el bolsillo.

—¿Papá? —inquirió Ben.

—Yo iré —decidió Andrew.

Espero que sólo sea un viajero perdido en la noche que llama en busca de cobijo, se dijo a sí mismo, pero cuando abrió la puerta se encontró a un fornido e imperturbable soldado del rey de pie en el pórtico. Un yelmo de cuero, el yelmo de un guerrero, le cubría la cabeza. De su cinturón, y al alcance de la mano, pendía una espada corta.

—Vuestro hijo —requirió, y Andrew sintió que se le aflojaban las piernas.

—¿Para qué lo necesitáis?

—Vengo de parte de Peyna —explicó el soldado, y Andrew comprendió que aquello era todo lo que obtendría por respuesta.

—¿Padre? —dijo Ben detrás de él.

No, pensó Andrew sintiéndose desgraciado, por favor, esto ya es demasiada mala suerte; no, mi hijo no; mi hijo…

—¿Es éste el muchacho?

Antes de que Andrew pudiese decir no —algo que no habría servido para nada— Ben dio un paso hacia delante.

—Yo soy Ben Staad —se presentó—. ¿Qué es lo que queréis de mí?

—Debes venir conmigo —dijo el soldado.

—¿A dónde?

—A casa de Anders Peyna.

—¡No! —exclamó la madre desde el vano de la puerta de su pequeña sala de estar—. No, es tarde, hace frío, los caminos están llenos de nieve.

—Tengo un trineo —informó el soldado inexorablemente, y Andrew Staad vio al hombre apoyar la mano sobre la empuñadura de su espada corta.

—Iré —dijo Ben, yendo en busca de su abrigo.

—Ben —comenzó a decir Andrew al tiempo que pensaba: Jamás volveremos a verle, se lo llevan de nuestro lado porque era amigo del príncipe.

—No hay por qué preocuparse, padre —le animó Ben, y lo abrazó.

Cuando Andrew sintió aquella joven fuerza que le estrechaba, casi no pudo creerlo. Pues pensó que su hijo todavía no había aprendido lo que era el temor. No había descubierto lo cruel que podía ser el mundo.

Andrew Staad asió a su esposa. Ambos se quedaron de pie en la puerta contemplando cómo Ben y el soldado se abrían camino a través de los montículos de nieve hasta el trineo, el cual sólo era una sombra en la oscuridad, con sus espectrales faroles resplandeciendo a los lados. Ben y el soldado subieron al trineo sin decirse una palabra.

Sólo un soldado, pensó Andrew, eso ya es algo. Quizá no quieran más que interrogarle. ¡Recemos para que se lleven a mi hijo únicamente para hacerle algunas preguntas!

El matrimonio Staad permaneció en silencio, mientras los copos de nieve se colaban entre sus tobillos. Observaron cómo el trineo se alejaba de la casa, meciendo sus faroles y haciendo sonar sus campanillas.

Cuando desapareció de su vista, Susan estalló en lágrimas.

—Jamás volveremos a verle —gimió—. ¡Jamás, jamás! ¡Se lo han llevado! ¡Maldito Peter! ¡Maldito por lo que le ha ocasionado a mi hijo! ¡Maldito sea! ¡Maldito sea!

—Chist —le ordenó Andrew, abrazándola con firmeza—. Chist… Chist… Lo tendremos de vuelta por la mañana. A más tardar a mediodía.

Pero ella percibió el temblor de su voz y su llanto se hizo más intenso. Lloró tanto que acabó despertando a Emmaline (o quizá fue el viento que se colaba por la puerta), y pasaría un buen rato antes de que la niña pudiera volver a conciliar el sueño. Por último Susan durmió con ella, las dos en la cama grande.

Andrew Staad no durmió en toda la noche.

Estuvo sentado junto al fuego, aferrándose a una última esperanza, pero en el fondo de su corazón creía que jamás volvería a ver a su hijo.

65

Una hora después, Ben Staad aún permanecía en el gabinete de Anders Peyna. Sentía curiosidad, incluso hasta un poco de admiración temerosa, pero no tenía miedo. Había escuchado atentamente todo lo que le dijo Peyna, y el dinero pasó de una mano a la otra con un apagado sonido metálico.

—¿Comprendes de qué se trata, chico? —preguntó Peyna con su seca voz de sala de tribunal.

—Sí, mi señor.

—Tengo que estar seguro. Lo que te estoy encargando no es un juego de niños. Repíteme qué es lo que tienes que hacer.

—Tengo que dirigirme al castillo y hablar con Dennis, hijo de Brandon.

—¿Y si se interfiere Brandon? —preguntó Peyna severamente.

—Le diré que deberá dirigirse a vos.

—Bien —aprobó Peyna, reclinándose en su silla.

—Pero no tengo que decir a nadie o le habléis a nadie de este arreglo.

—Así es —dijo Peyna—. ¿Y sabes el motivo?

Ben permaneció pensativo durante unos instantes, con la cabeza gacha. Peyna dejó que lo pensara. Le agradaba aquel muchacho; daba la impresión de ser juicioso y de no tener miedo. Cualquier otro que hubiese sido llevado a su presencia en plena noche estaría temblando de terror.

—Porque si se lo digo, irá a contarlo con mucha mayor rapidez que si no lo hago —respondió finalmente Ben.

Los labios de Peyna esbozaron una sonrisa imperceptible.

—Perfecto —dijo—. Continúa.

—Me habéis dado diez florines. De ahí debo darle dos a Dennis, uno para él y otro para quien encuentre la casa de muñecas que perteneció a la madre de Peter. Los ocho restantes son para Beson, el carcelero jefe. La persona que encuentre la casa de muñecas deberá entregársela a Dennis, y él me la dará a mí. Yo se la haré llegar a Beson. Y en cuanto a las servilletas, Dennis se las entregará directamente al carcelero.

—¿Qué cantidad?

—Veintiuna cada semana —respondió Ben con rapidez—. Servilletas de la casa real, pero sin el escudo. Vuestro hombre se encargará de tomar a una mujer para que quite los emblemas reales. De tanto en tanto me haréis llegar a través de alguien más dinero, que será para Dennis o para Beson.

—¿Y nada para ti? —preguntó Peyna, que ya se lo había ofrecido; pero Ben lo rechazó.

—No. Me parece que eso es todo.

—Eres listo.

—Desearía ser de mayor utilidad.

Peyna se irguió de pronto en su silla, con el semblante severo y amenazante.

—No debes hacerlo y no lo harás —dijo—. Esto es ya bastante peligroso. Fíjate bien en que le procuras favores a un joven que ha sido condenado por haber cometido un asesinato abominable, el segundo de los asesinatos abominables que un hombre puede cometer.

—Peter es mi amigo —dijo Ben, y habló con una dignidad que resultaba impresionante por su sencillez.

Anders Peyna esbozó una leve sonrisa, levantó un dedo y señaló las oscuras magulladuras que aparecían en el rostro de Ben.

—Creo adivinar —dijo— que ya estás pagando por esta amistad.

—Pagaría el mismo precio cien veces más —manifestó Ben, que, por un momento, pareció indeciso, pero en seguida prosiguió diciendo con descaro—: Yo no creo que él haya matado a su padre. Quería al rey Roland tanto como yo quiero a mi padre.

—¿Le quería? —preguntó Peyna, aparentemente sin ningún interés.

—¡Claro que sí! —exclamó Ben—. ¿Acaso vos creéis que él asesinó al viejo monarca? ¿Realmente creéis que lo hizo?

Peyna se sonrió de un modo tan severo y feroz que hasta logró enfriar los ánimos de Ben.

—Si no lo creyese, tendría cuidado antes de decírselo a alguien —le replicó—. Mucho, muchísimo cuidado. O si no pronto sentiría en mi cuello el filo del hacha del verdugo.

Ben observó a Peyna en silencio.

—Dices que eres su amigo, y yo te creo. —Peyna volvió a erguirse aún más en su silla y apuntó con su dedo a Ben—. Si deseas serle útil de verdad, haz tan sólo las cosas que te he pedido, y nada más. Si al sacar tus conclusiones de esta entrevista ves alguna esperanza para una eventual liberación de Peter, y por tu rostro me doy cuenta de que es así, debes olvidarte de ella inmediatamente.

Sin llamar a Arlen, Peyna condujo él mismo al muchacho hasta la salida, la puerta trasera. El soldado que le había traído aquella noche, sería enviado al día siguiente a la Baronía Occidental.

Al llegar a la puerta, Peyna le dijo:

—Vuelvo a recordártelo: no te desvíes de las cosas que hemos acordado ni en el más mínimo detalle. Como lo prueban tus magulladuras, ahora en Delain a los amigos de Peter no se les tiene mucha simpatía.

—¡Lucharé contra todos ellos! —proclamó Ben con vehemencia—. ¡De uno en uno o con todos al mismo tiempo!

—Sí —dijo Anders Peyna, con su severa y feroz sonrisa—. ¿Y también le pedirás a tu madre que haga lo mismo? ¿Y a tu hermanita?

Ben miró atónito al anciano. El miedo se abrió en su corazón como una pequeña y delicada rosa.

—Si no procedes con precaución, es probable que lleguemos a eso —le advirtió Peyna—. La tormenta aún no está sobre Delain, pero ya ha comenzado. —Abrió la puerta y una siniestra ráfaga de viento dejó entrar un remolino de nieve—. Ahora vete a tu casa, Ben. Creo que tus padres se alegrarán al verte regresar tan pronto.

En cierta manera Peyna se quedó por debajo de la realidad. Cuando Ben entró en su casa, sus padres le estaban esperando en sus ropas de dormir. Hablan escuchado sonar las campanillas del trineo. Su madre se abrazó a él llorosa. Su padre, con el rostro enrojecido y los ojos llenos de inusuales lágrimas, le apretó la mano hasta hacerle daño. Ben recordó a Peyna diciendo: la tormenta aún no está sobre Delain, pero ya ha comenzado.

Poco después, acostado en su cama con los brazos cruzados detrás de la cabeza, observando la oscuridad y escuchando cómo afuera soplaba el viento, Ben se dio cuenta de que Peyna jamás le había contestado a su pregunta, en ningún momento le había dicho si creía o no que Peter era culpable.

66

Al decimoséptimo día del reinado de Thomas, Dennis, hijo de Brandon, trajo a la Aguja el primer lote de veintiuna servilletas. Las cogió de un cuarto de almacenar cuya ubicación no conocían ni Peter ni Thomas ni Ben Staad ni el mismo Peyna, si bien todos sabrían de él antes de que se hubiese acabado el oscuro asunto del encarcelamiento de Peter. Dennis lo sabía porque era el hijo de un mayordomo con larga tradición de servicio, pero la familiaridad con las cosas alimenta el desdén, eso es lo que dicen, y el muchacho no pensaba mucho acerca del cuarto de almacenar de donde sacaba las servilletas. Más adelante volveremos a hablar de esa habitación; por ahora dejadme que sólo os diga que todos se quedarían maravillados al descubrir su existencia, en particular Peter. Ya que si hubiese tenido conocimiento de este cuarto que Dennis daba completamente por sabido, habría intentado su fuga como mucho tres años antes… y, para bien o para mal, muchas cosas podrían haberse modificado.

67

El escudo real fue quitado de cada servilleta por una mujer empleada por Peyna debido a su rapidez con la aguja y a la reserva de sus palabras. Todos los días se sentaba en una mecedora junto a la puerta de entrada del cuarto de almacenar, deshaciendo los puntos que ya eran verdaderamente viejos. Durante su labor apretaba con fuerza sus labios por más de una razón: le parecía una profanación desbaratar un bordado tan primoroso; pero su familia era pobre, y el dinero que Peyna le daba le venía como un regalo del cielo. Así que allí se sentaba, y se sentaría durante los próximos años, meciéndose y manejando su aguja con diligencia, al igual que una de aquellas hermanas hechiceras a las cuales quizás habéis oído mencionar en otro relato[4]. A nadie le habló, acerca de aquel trabajo, ni siquiera al marido.

Las servilletas tenían un extraño y débil olor, no a moho sino a mosto, como si no hubieran sido utilizadas desde mucho tiempo atrás; pero por otra parte no eran defectuosas, y cada una medía veinte rondeles por veinte, tamaño suficiente para cubrir el regazo hasta del comensal más cuidadoso.

La primera entrega de servilletas fue acompañada por un poco de comedia. Dennis se quedó rondando cerca de Beson, esperando una propina. Beson dejó que le rondara un rato, ya que él también esperaba que tarde o temprano el torpe chaval se acordara de darle su propina. Ambos llegaron al mismo tiempo a la conclusión de que no recibirían propina ninguna. Dennis se encaminó hacia la puerta, y Beson le ayudó a llegar dándole una patada en las posaderas. Aquello hizo que dos carceleros inferiores se echasen a reír a carcajadas. Luego, para divertir aún más a sus subordinados, fingió limpiar los pantalones de Dennis con un puñado de servilletas, pero se cuidó de no ir más allá; después de todo, Peyna estaba implicado de alguna manera en aquel asunto, y lo mejor era ir con tiento.

Sin embargo, era probable que Peyna desapareciese pronto del panorama. En las tabernas y en las vinaterías, Beson había comenzado a escuchar rumores de que la sombra de Flagg había caído sobre el Juez General, y que si Peyna no tenía mucho, pero que mucho cuidado, pronto podría estar observando el acta de sesiones del tribunal desde un ángulo aún mucho más dominante que el actual asiento en el que solía sentarse; podría estar mirando en la ventana, decían los bromistas, desde uno de los mástiles que coronaban los muros del castillo.

68

Al decimoctavo día del reinado de Thomas, sobre la bandeja del desayuno de Peter habían incluido la primera de las servilletas. Era tan grande y el desayuno tan escaso que cubría la comida por completo. Peter sonrió por primera vez desde que había llegado a aquel frío y elevado lugar. Las mejillas y el mentón estaban cubiertos por una incipiente barba, que le crecería larga y espesa durante su estancia en aquellas dos habitaciones expuestas a corrientes de aire, y le daba un aspecto temerario hasta que sonrió. La sonrisa le iluminó el rostro con un poder mágico, le agregó fuerza y brillo, un faro al cual uno podía imaginar reuniendo y reanimando a los soldados en medio de una batalla.

—Ben —murmuró, levantando la servilleta por uno de sus extremos, con mano un poco temblorosa—. Sabía que lo harías. Gracias, mi amigo.

Gracias.

Lo primero que hizo Peter con su primera servilleta fue secarse las lágrimas que ahora le corrían sin parar por las mejillas.

De golpe la mirilla de la maciza puerta de madera se abrió. Dos carceleros inferiores aparecieron al igual que las dos cabezas del loro de Flagg, comprimiendo en aquel reducido espacio sus cerdosas mejillas.

—¡Esperemos que el bebé no se olvide de limpiarse su preciosa barbilla! —exclamó uno de ellos con su cascada y susurrante voz.

—¡Esperemos que el bebé no se olvide de limpiarse el huevito de su camisita! —se burló el otro, y ambos se echaron a reír con sorna.

Pero Peter ni siquiera los miró, y la sonrisa aún continuaba en sus labios.

Los carceleros percibieron aquella sonrisa y dejaron de hacer chistes. Había algo en ella que prohibía las bromas.

Finalmente cerraron la mirilla y dejaron al prisionero en paz.

El almuerzo también vino acompañado de una servilleta. Lo mismo ocurrió con la cena.

Durante los siguientes cinco años las servilletas continuaron llegando a su solitaria celda en el cielo.

69

La casa de muñecas le fue traída al trigésimo día del reinado de Thomas el Portador de la Luz. Para entonces, esos primeros anuncios de la primavera que nosotros llamamos acianos, aparecían en bonitos ramilletes al borde de los caminos. También para entonces Thomas el Portador de la Luz ya había decretado como ley el aumento del impuesto a los agricultores, que muy pronto se hizo conocido como el Impuesto Negro de Tom. El nuevo chiste que circulaba por las tabernas y vinaterías era que dentro de poco el rey cambiaría su sobrenombre real por el de Thomas el Portador de los Impuestos. El aumento no fue de un ocho por ciento, que quizás hubiese resultado legítimo, ni de un dieciocho por ciento, que tal vez hubiera sido tolerable, sino de un ochenta por ciento. En un primer momento Thomas había tenido ciertas dudas en aprobarlo, pero a Flagg no le costó mucho convencerle.

—Debemos exigirles mayores impuestos sobre lo que ellos admiten poseer, así por lo menos recaudaremos una parte de lo que esconden al recaudador —había dicho Flagg.

Thomas, embriagado por el vino que ahora no faltaba nunca en las cámaras reales del castillo, asintió con una expresión en su rostro que esperó fuese de buen entendedor.

Por su parte, Peter comenzaba a temer que después de tantos años la casa de muñecas se hubiera perdido, lo cual era casi verdad. Ben Staad había designado a Dennis para que la encontrase. Al cabo de unos cuantos días de infructuosa búsqueda, Dennis decidió pedirle ayuda a su querido papá, la única persona en la cual se atrevía a confiar en tan delicado asunto. Brandon tardó cinco días más en hallar la casa de muñecas en uno de los cuartos de almacenar de menor importancia ubicados en la novena planta, torrecilla oeste, donde los encantadores prados de artificio y los largos e irregulares edificios estaban ocultos debajo de un vetusto guardapolvo, un poco apolillado y gris por el paso de los años. La casa conservaba el mobiliario original, y a Brandon y a Dennis y a un soldado elegido por Peyna les llevó más de tres días asegurarse de que todos los objetos cortantes habían sido quitados. Finalmente, la casa de muñecas fue enviada con dos jóvenes escuderos, quienes ascendieron los trescientos escalones cargando entre los dos aquella pesada y delicada cosa afirmada a un tablero. Beson les seguía de cerca, blasfemando y jurando terribles represalias si por casualidad la dejaban caer. El sudor chorreaba por el rostro de los muchachos, pero no hicieron ningún comentario.

Cuando la puerta de la prisión se abrió y la casa de muñecas hizo su entrada, Peter se quedó boquiabierto de la sorpresa; no sólo porque la casa de muñecas ya estaba allí, sino debido a que uno de los muchachos que la portaba era Ben Staad.

¡Que no se te ocurra dar algún indicio! fulguraron los ojos de Ben.

¡No me mires por mucho tiempo! le respondieron del mismo modo los de Peter.

Luego de la advertencia dada por Peyna, éste se habría asombrado de ver allí a Ben. No tomó en cuenta que a menudo ni la lógica de todos los hombres sabios del mundo puede detener la lógica dictada por el corazón de un muchacho, siempre y cuando el corazón fuese generoso, noble y leal. El de Ben Staad reunía los tres requisitos.

Le había resultado la cosa más fácil del mundo hacer el intercambio con el escudero escogido para transportar la casa de muñecas hasta lo alto de la Aguja. Por un florín, que era todo el dinero que poseía Ben, Dennis lo había arreglado todo.

—No le cuentes nada de esto a tu padre —le advirtió Ben a Dennis.

—¿Por qué no? —había preguntado el hijo del mayordomo—. Yo le cuento a mi padre casi todo… ¿Acaso tú no lo haces?

—Lo hacía —repuso Ben, recordando cómo su padre le había prohibido volver a mencionar en la casa el nombre de Peter—. Pero cuando los chicos crecen, creo que eso en cierta medida cambia. De cualquier modo, no debes contarle nada de esto, Dennis. Podría decírselo a Peyna, y entonces sí que me veré en un terrible aprieto.

—De acuerdo —le prometió Dennis.

Fue una promesa que supo mantener. Dennis había sufrido un cruel golpe cuando su amo, a quien él quiso, fue acusado y sentenciado por asesinato. Durante los últimos días, Ben se esforzó por llenar el vacío que había invadido al corazón del joven sirviente.

—Muy bien —dijo Ben, y palmeó amistosamente el hombro de Dennis—. Sólo deseo verlo un minuto y refrescar mi espíritu.

—Él era tu mejor amigo, ¿no es cierto?

—Aún lo es.

Dennis se quedó mirándole, sorprendido.

—¿Cómo eres capaz de afirmar que el hombre que mató a su propio padre es tu mejor amigo?

—Porque yo no creo que lo haya hecho —declaró Ben—. Y tú, ¿qué piensas?

Para total asombro de Ben, Dennis comenzó a llorar lastimeramente.

—Mi corazón me dice lo mismo, y sin embargo…

—Entonces, sigue su dictado —le aconsejó Ben, abrazando con rudeza a Dennis—. Y mejor límpiate el morro antes de que te vea alguien berreando como un chiquillo.

—Dejadla en el otro cuarto —dijo ahora Peter afligido por el leve temblor de su voz.

Beson no lo percibió; estaba demasiado ocupado maldiciendo a los dos muchachos por su lentitud, su estupidez y por su simple existencia. Llevaron la casa de muñecas al cuarto de dormir y la depositaron en el suelo. El otro muchacho, que tenía cara de tonto, soltó su extremo demasiado rápido y con mucha fuerza. Dentro de la casa de muñecas sonó como si algo diminuto se hubiese roto. Peter se sobresaltó. Beson le dio una bofetada. Lo hizo con una sonrisa. Era la primera cosa buena que le sucedía desde que aquellos dos mozos hicieron su aparición con el condenado objeto.

El torpe muchachote permaneció en su sitio, frotándose un lado de la cara, el cual ya estaba comenzando a hinchársele, y mirando boquiabierto a Peter con verdadero temor y expectación. Ben se demoró un poco más sobre sus rodillas. Delante de la puerta de entrada de la casa de muñecas había un pequeño felpudo de junco (creo que nosotros le llamaríamos felpudo de bienvenida). Durante unos instantes Ben dejó correr su dedo pulgar sobre su superficie, mientras sus ojos se encontraban con los de Peter.

—¡Ahora largaos! —gritó Beson—. ¡Largaos los dos! ¡Id a vuestras casas y maldecid a vuestras madres por haber traído al mundo unas criaturas tan torpes y bobas como vosotros!

Los muchachos pasaron frente a Peter, el patán rehuyendo al príncipe como si éste tuviese una enfermedad contagiosa. Los ojos de Ben volvieron a posarse una vez más sobre los del prisionero, y el príncipe sintió un escalofrío al ver el amor que irradiaba la mirada de su viejo amigo. Finalmente se marcharon.

—Bien, mi pequeño y buen principillo, ya la tenéis aquí —dijo Beson—. ¿Qué debemos traeros a continuación? ¿Diminutos vestiditos con frunces? ¿Ropa interior de seda?

Peter se volvió despacio y miró a Beson, el cual, al cabo de unos instantes, desvió sus ojos. Había algo atemorizador en las pupilas de Peter, y Beson se vio forzado a recordar de nuevo que, afeminado o no, aquel chico le había propinado una paliza tan terrible que las costillas le dolieron durante dos días y estuvo aturdido una semana.

—Bien, es asunto vuestro —dijo entre dientes—. Pero ahora que ya la tenéis aquí, yo os podría encontrar una mesa en la que colocarla. Y una silla para sentaros mientras… —hizo una mueca—, mientras jugáis con ella.

—¿Y cuánto me costaría?

—Creo que no más de tres florines.

—No tengo dinero.

—Ah, pero conocéis gente influyente.

—Ya no —repuso Peter—. He cambiado un favor por otro, y eso es todo.

—¡Entonces sentaos sobre el pavimento, que os salgan sabañones en el trasero y que os lleve el diablo! —exclamó Beson, marchándose a zancadas del cuarto.

La breve afluencia de florines que había recibido desde la llegada de Peter a la Aguja parecía haberse terminado. Esto lo puso de un humor insoportable que le duró varios días.

Peter esperó a que todas las cerraduras y cerrojos estuviesen otra vez en su sitio antes de levantar la diminuta estera de junco que Ben había frotado con su dedo pulgar. Debajo encontró un trozo de papel no más grande que el sello de una carta. Ambos lados estaban escritos, y no había espacios entre las palabras. La letra era pequeñísima. Peter tuvo que forzar la vista para leerla, y supuso que Ben debía de haber escrito su mensaje con la ayuda de una lente de aumento.

Peter: Destrúyela después de haberla leído. Yo no creo que hayas sido tú. Estoy seguro de que hay muchos que piensan lo mismo. Todavía soy tu amigo. Te quiero tanto como siempre. Dennis tampoco cree que seas un asesino. Si precisas mi ayuda ponte en contacto conmigo a través de Peyna. Que tu espíritu no se quebrante.

Mientras leía el mensaje, los ojos de Peter se llenaron con lágrimas de gratitud. Creo que una verdadera amistad siempre nos hace sentir este dulce sentimiento, ya que el mundo casi siempre parece un árido desierto y las flores que en él crecen parecen hacerlo en contra de todas esas circunstancias desfavorables.

—¡Mi viejo y buen amigo Ben! —repitió por lo bajo varias veces, pues debido a la gran dicha que sentía, no se le ocurría decir otra cosa—. ¡Mi viejo y buen amigo Ben! ¡Mi viejo y buen amigo Ben!

Por primera vez comenzó a pensar que su plan, a pesar de lo desatinado y del peligro que encerraba, podría salir adelante con éxito.

Luego pensó en el mensaje. Ben había arriesgado su vida al escribirlo. Ben era de origen un tanto noble; pero no real; nada le inmunizaba del hacha del verdugo. Si Beson o uno de sus esbirros encontraba la nota, adivinarían que había sido escrita por alguno de los dos muchachos que trajeron la casa de muñecas. El patán daba la impresión de no poder ni leer las letras más grandes de un libro para niños, y ni hablar de escribir aquellas letras tan pequeñas. Así que buscarían al otro muchacho, y de ahí a que el bueno de Ben terminase en el tajadero había un trecho muy corto.

Se le ocurría sólo una forma segura de deshacerse del papel, y no dudó ni un instante; arrugó el pequeño mensaje con el pulgar y el índice de la mano derecha y después se lo tragó.

70

A estas alturas estoy seguro de que ya habéis adivinado el plan de Peter para escaparse, porque sabéis mucho más que Peyna cuando llevó las exigencias del príncipe. Pero de todas maneras, creo que ha llegado el momento de contároslo sin ambages. Peter había planeado usar hilos de lino para hacer una cuerda. Los hilos provendrían, naturalmente, de los bordes de las servilletas. Haría llegar la cuerda hasta abajo y luego se escaparía. Algunos de vosotros os reiréis muy fuerte ante semejante idea. ¿Hilos de servilletas para escaparse de una torre de casi cien metros de altura? estaréis diciendo. ¡O tú estás loco, Narrador, o lo estaba Peter!

Nada de eso. Peter sabía cuán alta era la Aguja, y que no debía sacar demasiados hilos de cada servilleta. Si deshilaba una cantidad exagerada, alguien podría darse cuenta. No tenía que ser el carcelero jefe; la lavandera que lavaba las servilletas podría ser la que notase que faltaban muchos hilos. Se lo podría comentar a una amiga…, que luego se lo comentaría a otra… y así el chisme comenzaría a difundirse… y ya saben que no era Beson quien a Peter le preocupaba. Beson era, para ser francos, un sujeto absolutamente estúpido.

Flagg no lo era.

Flagg había asesinado a su padre…

…y Flagg siempre estaba alerta.

Fue una lástima que Peter nunca se hubiera detenido a pensar sobre aquel vago olor a mosto que despedían las servilletas, ni a preguntar si la persona empleada para quitar los escudos reales había dejado de hacerlo luego de dejar preparadas una cierta cantidad de servilletas, o si esa persona continuaba trabajando. Peter, por supuesto, tenía la cabeza en otra parte; pero no pudo dejar pasar por alto el hecho de que eran muy viejas, y ciertamente esto era algo positivo, así podía sacar a cada servilleta una cantidad mucho mayor de hilos de la que jamás hubiese imaginado incluso en sus momentos de mayor optimismo. Cuántos más podría sacar era algo que descubriría sólo con el paso del tiempo.

No obstante, puedo adivinar que diréis, ¿hilos de servilletas para hacer una cuerda tan larga que llegue hasta el patio desde la ventana de la celda más alta de la Aguja? ¿Hilos de servilletas para hacer una cuerda suficientemente resistente que soporte ochenta kilos? ¡Todavía sigo pensando que se trata de una broma!

Aquellos de vosotros que pensáis así os estáis olvidando de la casa de muñecas… y del telar que llevaba dentro, un telar tan diminuto que los hilos de las servilletas resultaban perfectos para su pequeñísima lanzadera. Aquellos de vosotros que pensáis así estáis olvidando que todo en la casa de muñecas era diminuto, pero funcionaba a la perfección. Los objetos cortantes habían sido quitados, y eso incluía la cuchilla del telar…, pero respecto a lo demás se hallaba intacto.

Era la misma casa de muñecas que mucho tiempo atrás había causado la desconfianza de Flagg la que ahora se tornaba en la única verdadera esperanza de Peter para materializar su fuga.

71

Creo que tendría que haber sido un narrador mucho mejor de lo que soy para contaros cómo fueron para Peter aquellos cinco años que permaneció en lo alto de la Aguja.

Comía, dormía, miraba por la ventana, la cual le permitía ver la parte oeste de la ciudad; hacía ejercicios por las mañanas, por las tardes y por las noches; soñaba con sus proyectos de libertad. En los veranos se sofocaba de calor, mientras que en los inviernos se helaba a causa del frío.

Durante el segundo invierno cogió una gripe tan fuerte que casi acaba con él.

Peter yacía en cama con fiebre y tosiendo, únicamente cubierto con una delgada manta. En un principio, temió caer en un estado de delirio y hacerse lenguas acerca de la cuerda que pulcramente enrollaba, mantenía oculta debajo de dos bloques de piedra en el lado este de su cuarto de dormir. Cuando su fiebre aumentó, la cuerda que había hilado con el diminuto telar de la casa de muñecas pareció perder importancia, ya que Peter comenzó a pensar que se iba a morir.

Beson y sus carceleros inferiores estaban convencidos de ello. De hecho, ya habían comenzado a hacer apuestas sobre cuándo ocurriría. Una noche, aproximadamente a la semana de haberle aparecido la fiebre, mientras afuera el viento soplaba con lobreguez y la temperatura había descendido a menos de cero grados. Roland se le apareció a Peter en un sueño. Peter estaba persuadido de que Roland había venido para llevarle consigo a los Campos Lejanos.

—¡Estoy listo, padre! —exclamó, y en su delirio no sabía si lo dijo en voz alta o sólo para sus adentros—. ¡Estoy listo para partir!

Aún no te morirás, le dijo su padre en el sueño…, en la visión… o en lo que hubiera sido. Te queda mucho por hacer, Peter.

—¡Padre! —gritó.

Su voz era potente y, debajo de él, los carceleros, incluido Beson, se encogieron, creyendo que Peter debía estar viendo el humeante y asesinado fantasma del rey Roland, que venía a llevarse su alma al infierno. Aquella noche no hicieron más apuestas, y hay que decir que uno de ellos fue al otro día a la Iglesia de los Grandes Dioses y retomó su religión, ordenándose sacerdote con el tiempo. Este hombre se llamaba Currant, y es posible que en otro relato pueda referirme a su persona.

Hasta cierto punto, Peter realmente estaba viendo a un fantasma pero si era la verdadera sombra de su padre o sólo un delirio de su febril imaginación, es algo que no sabría decir.

Su voz pasó a ser un murmullo; los carceleros no pudieron oír el resto.

—Hace tanto frio…, y yo estoy tan caliente.

Mi pobre muchacho, decía su centelleante padre. Has pasado por pruebas difíciles, y creo que en tu camino todavía hay más. Pero Dennis sabrá…

—¿Sabrá qué? —preguntó sin aliento.

Tenía las mejillas enrojecidas, sin embargo su frente estaba tan pálida como un cirio.

Dennis sabrá hacia dónde se dirige el sonámbulo, susurró su padre, y desapareció.

Peter cayó en un estado de debilidad que pronto se convirtió en un profundo sueño. Mientras dormía, cesó su fiebre. Aquel muchacho que durante el último año se había acostumbrado a hacer cada jornada sesenta planchas y cien abdominales, a la mañana siguiente se despertó sin fuerzas siquiera para levantarse de la casa…, pero había recobrado su lucidez.

Beson y los carceleros inferiores quedaron decepcionados. Pero, a partir de aquella noche, siempre trataron a Peter con una actitud temerosa, y se cuidaban mucho de no acercársele demasiado.

Lo cual, naturalmente, hacía que su tarea fuese mucho más fácil.

Toda esta historia resulta bastante fácil de contar, aunque no cabe la menor duda de que sería mucho mejor si yo pudiese decir con seguridad si el fantasma debía haber estado allí o no. Pero supongo que, como en otros aspectos del extenso relato, también en esta ocasión deberéis deducirlo por vuestra cuenta.

¿Pero cómo haré para explicaros el interminable y fatigoso trabajo de Peter con aquel diminuto telar? Esa historia sobrepasa mis conocimientos. Todas aquellas horas pasadas, a veces exhalando por la boca y la nariz el aire congelado, a veces con el sudor chorreándole por la frente, siempre con el temor de ser descubierto; todas aquellas largas y solitarias horas, ocupadas tan sólo con dilatados pensamientos y absurdas esperanzas. Yo os puedo contar ciertas cosas, y lo haré, pero transmitir las horas y los días de un tiempo tan dilatado es para mí imposible, y es probable que también sea imposible para cualquier otra persona con excepción de los grandes narradores cuya estirpe desapareció hace mucho. Quizá la única cosa que vagamente podría sugerirnos el tiempo que Peter permaneció en aquellos dos cuartos era su barba. Cuando fue encerrado, apenas si era una sombra en sus mejillas y debajo de la nariz, una barba de adolescente. En los mil ochocientos veinticinco días que siguieron, creció larga y exuberante; en los últimos tiempos le llegaba hasta la mitad del pecho, y a pesar de que sólo tenía veintiún años, ya estaba salpicada de canas. El único lugar donde no le creció fue a lo largo de la dentada cicatriz producida por la uña del pulgar de Beson.

Durante el primer año, Peter únicamente se atrevió a quitar cinco hilos de cada servilleta, quince hebras cada día. Las escondía debajo del colchón, y al final de cada semana, tenía ciento cinco cabos. Según nuestras medidas, cada hilo medía unos cincuenta centímetros de largo.

Tejió la primera tanda una semana después de haber recibido la casa de muñecas, trabajando en el telar con mucho cuidado. Utilizarlo a los diecisiete años no era tan fácil como había sido a los cinco. Sus dedos habían crecido; el telar no. Además, se hallaba terriblemente nervioso. Si alguno de los carceleros le pescaba en su labor, él podría decirle que estaba usando el telar para tejer los hilos sueltos de las servilletas como distracción…, si se lo creían. Y si el telar funcionaba. No estaba seguro que así fuese hasta que vio emerger del otro extremo del telar, perfectamente trenzado, el primer trozo del delgado cable. Al verlo, Peter dejó de sentirse tan nervioso y fue capaz de tejer un poco más aprisa, colocar los hilos en el telar, tirar de ellos para que estuvieran tensos, hacer funcionar el pedal con su dedo pulgar. En un principio el telar producía un poco de ruido, mas pronto el viejo aceite comenzó a calentarse y se deslizó por las piezas como lo había hecho durante su niñez.

Pero la cuerda era sumamente fina, su grosor ni siquiera llegaba a tener siete milímetros. Peter ató los extremos y tiró de ella a modo de prueba. Se mantenía firme. Esto le animó un poco. Era más fuerte de lo que parecía, y Peter pensó que tenía que ser resistente. Después de todo, se trataba de servilletas reales, hechas con el mejor hilo del país, y él los había tejido apretadamente. Tiró con más fuerza de la cuerda, tratando de adivinar cuántos kilos le estaba aplicando al delgado cordón.

Tiró aun mucho más fuerte, la cuerda siguió manteniéndose firme, y Peter pudo percibir que más esperanzas entraban a hurtadillas en su corazón. De pronto se encontró a sí mismo pensando en Yosef.

Había sido Yosef, el encargado de los establos, quien le habló acerca de la misteriosa y terrible cosa llamada «punto de ruptura». Era pleno verano, y habían estado observando cómo unos enormes bueyes de Andua tiraban de los bloques de piedra que se utilizarían para construir la plaza del nuevo mercado. Un sudoroso y maldiciente ganadero iba montado a horcajadas sobre el cuello de cada buey. En aquel entonces, Peter no tenía más de once anos, y le pareció mejor que el circo. Yosef le hizo notar que cada buey llevaba puesto un pesado arnés de cuero. Las cadenas que halaban de los labrados bloques de piedra estaban enganchadas a los arneses, una a cada lado del cuello del animal. Yosef le dijo que los talladores habían tenido que hacer un cuidadoso cálculo de cuánto pesaba cada bloque de piedra.

—Porque si los bloques son demasiado pesados, los bueyes podrían lastimarse al tirar de ellos —había dicho Peter.

Esto no era ni siquiera una pregunta, ya que la causa le parecía al niño muy obvia. Le daban lástima los animales, arrastrando aquellas grandes porciones de roca.

—No —dijo Yosef, y encendió un cigarrillo hecho de perfolla de maíz, quemándose por poco la punta de su nariz; inspiró profunda y placenteramente, pues siempre le había agradado estar acompañado por el joven príncipe—. ¡No! Los bueyes no son estúpidos. La gente lo cree porque son grandes, dóciles y útiles; lo cual dice más acerca de la gente que acerca de los bueyes, si venimos al caso; pero mejor dejemos eso a un lado; dejémoslo. Si un buey es capaz de tirar de un bloque, lo hará; si no puede hacerlo, pues lo intentará otra vez y luego se quedará en su sitio con la cabeza gacha. Y allí se quedará, incluso si un cruel amo le desgarra la piel a latigazos. Los bueyes parecen estúpidos, pero no lo son. Ni una pizca.

—¿Entonces por qué los talladores tienen que calcular el peso de las piedras que cortan, si el buey sabe cuánto peso puede tirar y cuánto no?

—No se trata de los bloques, sino de las cadenas.

Yosef señaló a uno de los bueyes, el cual tiraba de un bloque de piedra que a Peter le pareció casi tan grande como una casa. El buey mantenía la cabeza agachada y los ojos mirando pacientemente hacia delante, mientras el ganadero le guiaba con ligeros golpes de su vara. Al otro extremo de la doble cadena, el bloque avanzaba con lentitud, cavando un surco en la tierra. Era tan profundo que un niño pequeño tendría que trepar para salir de él.

—Si un buey puede arrastrar un bloque, lo hará, pero un buey no sabe nada sobre cadenas, ni sobre el punto de ruptura.

—¿Qué es eso?

—Tira de una cosa con demasiada fuerza, y ésta se rompe con un chasquido —dijo Yosef—. Si aquellas cadenas se rompieran, saldrían disparadas causando estragos. No creo que quisieras ser testigo de lo que pudiese ocurrir si una pesada cadena se rompe estando estirada al máximo por uno de esos bueyes. Saldría volando hacia cualquier parte. Probablemente hacia atrás. Sería capaz de golpear al ganadero y destrozarle, o de cortarle a la bestia sus propias patas.

Yosef echó otra pitada a su sucedáneo de cigarrillo y después lo aplastó contra la tierra. Contempló a Peter con una mirada perspicaz y amistosa.

—Punto de ruptura —dijo—, para un príncipe es una buena cosa conocerlo, Peter. Las cadenas se parten si les pones demasiado peso, y lo mismo pasa con las personas. Tenlo siempre presente.

Y ahora lo tenía presente, mientras tiraba de su primer cordel. ¿Cuánta «fuerza» le estaría aplicando? ¿Cinco arreldes? Por lo menos. ¿Diez? Tal vez. Pero es posible que sólo fuera su anhelo. Mejor diría ocho. No, siete. Siempre era preferible cometer un error en el aspecto pesimista, si es que tenía que haber un error. Si calculaba mal…, bien, los adoquines de la Plaza de la Aguja eran durísimos.

Volvió a tirar con más fuerza todavía, y ahora los músculos de sus brazos comenzaron a resaltar un poco. Cuando el primer cordel se rompió con un chasquido, Peter supuso que le había estado aplicando una fuerza equivalente a quince arreldes, casi unos veinticinco kilos.

No estaba descontento con el resultado.

Aquella noche arrojó el cordel roto por la ventana, ya que al día siguiente los hombres que mantenían limpia la Plaza de la Aguja lo recogerían junto al resto de los desperdicios.

La madre de Peter, al ver el interés de su hijo por la casa de muñecas y su pequeño mobiliario, le enseñó a tejer cordeles y a trenzarlos en diminutas alfombras. Cuando dejamos de hacer una cosa durante mucho tiempo, lo más probable es que olvidemos cómo se hacía exactamente, pero a Peter le sobraba tiempo, y después de unos cuantos experimentos, volvió a adquirir la práctica del trenzado.

«Trenzado» era la manera en que su madre se refería a esta labor y Peter continuaba llamándole así, pero trenzado no era realmente la palabra adecuada; trenzar, hablando con corrección, es tejer a mano dos cordeles. El entretejido, que así es como se hacen las alfombras, es el tejido a mano de tres o más cordeles. En el entretejido, se apartan dos cordeles, separados en los extremos. El tercero se coloca entre ambos, pero más bajo, de modo tal que sobresalga uno de sus extremos. Esta pauta continúa aplicándose a cada nuevo trozo de cordel que se agrega. El resultado se parece un poco a un tirador de campanilla chino…, o a las alfombras con galones que hay en las casas de vuestras queridas abuelas.

A Peter le llevó tres semanas poder juntar los hilos suficientes para probar esta técnica, y parte de una cuarta para recordar exactamente los pasos del entretejido. Pero una vez adquirida la práctica, consiguió hacer una verdadera cuerda. Era delgada, y a vosotros os parecería una locura que él pensara colgarse de ella, pero la cuerda poseía una resistencia mucho mayor de lo que aparentaba. Descubrió que podía romperla, pero sólo si enlazaba firmemente los extremos alrededor de sus manos y tiraba hasta conseguir que los músculos de sus brazos y de su pecho se hincharan y los tendones sobresaliesen en su cuello.

El techo del cuarto de dormir estaba apoyado sobre unas gruesas vigas de roble. Cuando tuviera suficiente cuerda, tendría que probar su peso en una de ellas. Si no lo resistía, habría que comenzar todo de nuevo, pero semejantes pensamientos eran inútiles, y Peter lo sabía, así que se puso a trabajar.

Cada hilo sacado de la servilleta tenía una longitud aproximada de unos cincuenta centímetros; aunque Peter perdía unos cinco entre el hilado y el entretejido. Le llevó tres meses hacer una cuerda de tres cabos, cada uno de ellos de ciento cinco hilos, y de casi un metro de largo. Una noche, después de asegurarse de que los carceleros se hallaban borrachos y jugando a los naipes en la planta inferior, ató el flexible cable a una de las vigas. Cuando estuvo enlazado y atado con un nudo corredizo, apenas si quedó colgado un trozo de unos cuarenta centímetros.

Se veía lamentablemente endeble.

A pesar de eso, Peter se agarró a él y se colgó apretando fuertemente los labios en una severa linea blanca, esperando que en cualquier momento los hilos se soltasen dejándole caer sobre el pavimento. Pero los hilos resistían.

Los hilos resistían.

Creyendo a duras penas lo que estaba sucediendo, Peter permaneció colgado del apenas visible cable durante todo un minuto, y después se subió a la cama para desatar el nudo corredizo. Mientras lo hacia las manos le temblaban y tuvo que manipular torpemente el nudo un par de veces, ya que tenía los ojos empañados por las lágrimas. No podía recordar que su corazón estuviese tan pleno desde la lectura de la breve nota de Ben.

72

Peter había estado escondiendo la cuerda debajo de su colchón, pero se dio cuenta de que esto no duraría mucho. La Aguja tenía casi cien metros de altura hasta la punta de su tejado cónico; la ventana de la celda estaba a unos ochenta y cinco metros de los adoquines. Peter medía un metro setenta y creía poder ser capaz de dejarse caer del extremo de la cuerda desde aproximadamente unos seis metros. Pero incluso en el mejor de los casos, por lo menos le sería necesario esconder ochenta y siete metros de cuerda.

En el pavimento de la parte este de su dormitorio descubrió una piedra floja, y con sumo cuidado la extrajo de su sitio. Tuvo una sorpresa placentera al descubrir que debajo de ella había un pequeño espacio. Como no veía con claridad, introdujo la mano para palpar en la oscuridad, mientras esperaba, con el cuerpo rígido y tenso, a que algo comenzase a reptar sobre ella…, o se la mordiese.

Nada de eso sucedió, y justo cuando estaba a punto de retirar la mano uno de sus dedos rozó algo: metal frio. Peter sacó el objeto; pudo ver que era un relicario en forma de corazón con una fina cadena. Tanto el relicario como la cadena parecían ser de oro. Por su peso, a Peter no le pareció que pudiese ser falso. Al cabo de unos instantes de sopesarlo y probarlo, Peter encontró un delicado resorte. Al apretarlo, el relicario se abrió de repente. En su interior había dos retratos, uno a cada lado; eran tan bonitos como cualquiera de las diminutas pinturas que había dentro de la casa de muñecas de Sasha; quizás, incluso más bellos. Peter contempló aquellos rostros con verdadera curiosidad de niño. El hombre era muy apuesto, la mujer muy hermosa. Una tenue sonrisa modelaba los labios del varón y sus ojos expresaban cierta malicia. Los ojos de ella eran serios y oscuros. Parte de la sorpresa de Peter provenía del hecho de que aquel relicario debía ser muy antiguo, según pudo deducir observando la vestimenta de los retratados. Pero eso no era lo más importante. Lo que de verdad le impresionaban era que aquellos dos rostros le resultaban misteriosamente familiares. No los había visto con anterioridad.

Cerró el relicario y miró en el reverso. Le pareció que allí había grabadas unas iniciales, pero como estaban demasiado adornadas con volutas no pudo descifrarlas.

Siguiendo un impulso, volvió a explorar la cavidad. Esta vez tocó papel. Se trataba de una hoja de papel de oficio vieja y quebradiza; pero la letra era clara y la firma inconfundible. El nombre del firmante era Leven Valera, el infame Duque Negro de la Baronía Meridional. Valera, el cual había podido ser rey algún día, pasó en cambio los últimos veinticinco años de su vida encerrado en lo alto de la Aguja por el asesinato de su esposa. ¡No resultaba extraño que los retratos del relicario le resultaran familiares! El nombre era Valera; la mujer, Eleanor, la esposa asesinada por él, acerca de cuya belleza todavía se seguían cantando baladas.

La tinta que usó Valera era de un extraño color negro rojizo, y la primera línea de su esquela estremeció el corazón de Peter. Toda la esquela estremeció su corazón, y no sólo porque la similitud entre la posición de Valera y la suya propia resultaba demasiado grande para ser una mera coincidencia.

Al que encuentre esta nota:

Escribo con mi propia sangre, extraída de una vena que he abierto en mi antebrazo izquierdo, mi pluma es el mango de una cuchara al cual he sacado punta durante mucho tiempo contra las piedras de mi alcoba. Me he pasado casi un cuarto de siglo en este sitio entre las nubes; vine siendo un hombre joven y ahora soy un viejo. Los ataques de tos y la fiebre han vuelto, y creo que esta vez no voy a sobrevivir.

Yo no he matado a mi esposa. A pesar de que todas las evidencias demuestran lo contrario, yo no he matado a mi esposa. La quería y aún la sigo queriendo, si bien su adorado rostro se ha empañado en mi traicioneramente.

Creo que fue el mago del rey quien asesinó a Eleanor, y dispuso las cosas para deshacerse de mí, debido a que yo me interponía en su camino. Por lo visto sus Planes han funcionado y ahora ha prosperado; pero yo creo que los Dioses castigan la maldad. Ya llegará su Día, y con la cercanía de mi propia muerte siento cada vez con mayor fuerza que él será vencido por uno que vendrá a este lugar de desesperanza. Uno que hallará y leerá esta carta escrita con mi sangre.

Si esto sucede, os digo a gritos: ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Ignoradme a mí y mis años perdidos si os es necesario, pero jamás, jamás, jamás os olvidéis de mi querida Eleanor, asesinada mientras dormía en su lecho! No fui yo quien envenenó su vino; escribiré aquí con mi sangre el nombre del asesino: ¡Flagg! ¡Fue Flagg! ¡Flagg! ¡Flagg!

Coged el Relicario, y mostrádselo un instante después de haber liberado al mundo de su más grande villano. Mostrádselo. Así, en ese instante, sabrá que yo también he tenido parte en su caída, incluso desde mi lejana e injusta tumba de asesino.

LEVEN VALERA

Quizás ahora comprendáis el verdadero motivo que hizo estremecer a Peter; o quizá no. Tal vez os ayude a entenderlo mejor si os recuerdo que, aunque aparentaba ser un hombre saludable y vigoroso de mediana edad, Flagg en realidad era muy viejo.

Sí, Peter había leído acerca del supuesto crimen de Leven Valera. Pero los libros en los cuales lo había leído eran de historias. Antiguas historias. Aquel pergamino amarillento y casi desintegrado se refería primero al mago del rey, y luego mencionaba a Flagg por su nombre. ¿Mencionaba su nombre? Lo gritaba, daba alaridos. Con sangre.

Pero el supuesto crimen de Valera había tenido lugar durante el reinado de Alan II…

…y Alan II había gobernado Delain hacía cuatrocientos cincuenta años.

—Dios, oh gran Dios —murmuró Peter, dirigiéndose tambaleante a su cama, en la que se dejó caer pesadamente, justo antes de que se le aflojaran las rodillas y se desplomase en el suelo—. ¡Ya lo había hecho con anterioridad! Ya lo había hecho, y exactamente del mismo modo. ¡Cuatro siglos atrás!

El rostro de Peter estaba mortalmente pálido; tenía los pelos de punta. Por primera vez se dio cuenta de que Flagg, el mago del rey, era en realidad Flagg el monstruo, libre en Delain una vez más, sirviendo a un nuevo soberano —sirviendo a su joven, confundido y fácilmente influenciable hermano.

73

En un primer momento, Peter tuvo la atolondrada idea de prometerle a Beson otro soborno si le llevaba el relicario y el pergamino a Anders Peyna. En su inicial acceso de excitación, le pareció que aquella nota tendría que señalar a Flagg como el culpable y a él, liberarle. Una breve reflexión le convenció de que mientras eso podría suceder en un libro de cuentos, no ocurriría en la vida real. Peyna se reiría diciendo que aquello era una falsificación. ¿Y si se lo tomara en serio? Eso quizá significase el fin tanto del Juez General como del príncipe encarcelado. Peter poseía oídos agudos, y escuchaba con atención los chismes de las tabernas y vinaterías que iban y venían entre Beson y los carceleros inferiores. Había escuchado comentarios acerca del aumento del impuesto a los agricultores, la amarga broma que sugería que Thomas el Portador de la Luz debería ser rebautizado Thomas el Portador de los Impuestos. Incluso llegó a enterarse de que unos cuantos bromistas atrevidos llamaban a su hermano Brumoso Tom el Siempre Borracho. Desde que Thomas había ascendido al trono de Delain, el hacha del verdugo funcionaba con la regularidad de un reloj de péndulo, sólo que este reloj anunciaba traición—sedición, traición—sedición, traición—sedición con una constancia que comenzaba a ser monótona, de tan aterradora que era.

Para entonces Peter había comenzado a sospechar sobre el objetivo de Flagg: conducir a la monarquía instituida de Delain a una completa destrucción. Mostrándole el relicario y la carta a Peyna sólo lograría que éste se riera o que tomara ciertas medidas. Y en ese caso, indudablemente ambos serían aniquilados.

Finalmente Peter volvió a depositar el relicario y el pergamino donde los había encontrado. Y junto con ellos puso un pequeño cordón de noventa centímetros que había tardado un mes entero en hilar. No se sentía muy disgustado con su labor nocturna, la cuerda resistía, y el descubrimiento del relicario y del pergamino luego de más de cuatrocientos anos le demostró al menos una cosa: el escondite no corría peligro de ser descubierto.

Con todo, le quedaban muchas más cosas por pensar, así que aquella noche permaneció despierto hasta tarde.

Cuando dormía, le pareció escuchar la voz seca y cascada de Leven Valera que le susurraba al oído: ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Venganza!

74

El tiempo, sí, el tiempo. Peter pasó mucho en lo alto de la Aguja. Le creció una barba larga, salvo allí donde aquella cicatriz blanca le surcaba la mejilla como una saeta luminosa. Con el paso de los años, pudo observar muchos cambios desde su ventana. Y oyó hablar de otros aún más terribles. El péndulo del verdugo no se retrasaba, sino que por el contrario adelantaba: traición—sedición, traición—sedición, informaba, y a veces rodaban media docena de cabezas durante el transcurso de un solo día.

En el tercer año de encarcelamiento de Peter, el año en el cual consiguió hacer treinta flexiones de una vez colgado de la viga central de su dormitorio, Peyna renunció a su puesto de Juez General por hastío. Durante una semana fue el tema en todas las tabernas y vinaterías, y durante una semana y un día el tema de los carceleros de Peter. Ellos creían que Flagg encarcelaría a Peyna antes de que el calor de las asentaderas del viejo hombre desapareciese del asiento del juez, y que muy pronto los ciudadanos de Delain sabrían de una vez por todas si en las venas del Juez General había sangre o agua helada. Pero cuando Peyna continuó en libertad, se dejó de hablar de ello. Peter se alegraba de que Peyna no hubiese sido arrestado. No abrigaba contra él ningún resentimiento, a pesar de su buena disposición a creer que él era el asesino de su padre; y sabía que la fuerza de las evidencias había corrido por cuenta de Flagg.

También durante el tercer año de su estancia en la Aguja, Brandon el buen padre de Dennis, murió. Su muerte fue digna y sin afectación. A pesar de un terrible dolor en el pecho y en el costado concluyó su labor diaria y se dirigió despacio a su casa. Se sentó en la pequeña sala de estar, con la esperanza de que el dolor desapareciera. Pero, en lugar de ello, se hizo más intenso. Entonces Brandon llamó a su lado a su mujer y a su hijo, los besó y les preguntó si podía beber un vaso de ginebra. Se lo sirvieron. El hombre se lo tomó de un trago, volvió a besar a su mujer, y le pidió que abandonase la habitación.

—Ahora habrás de servir a tu amo en todo, Dennis —dijo—. Ya eres un hombre, y tienes ante ti una misión de hombres.

—Serviré al rey lo mejor que pueda, padre —repuso Dennis, aunque la idea de tener que asumir las responsabilidades de su padre le aterrorizaba.

Su bondadoso rostro estaba lustroso por las lágrimas. Durante los últimos tres años. Brandon y Dennis habían estado sirviendo a Thomas y las responsabilidades del joven no variaron mucho de las tareas realizadas para Peter; no obstante, por alguna razón, jamás había vuelto a ser lo mismo, ni siquiera en la más mínima cosa.

—Thomas, sí —dijo Brandon, y luego susurró—: Pero, llegado el momento de hacerle un servicio a tu primer amo, Dennis, no debes vacilar. Yo nunca…

En aquel instante, Brandon se apretó el lado izquierdo del pecho, se puso rígido, y murió. Murió donde hubiese deseado morirse, en su propia silla, frente a su propio fuego.

Durante el cuarto año de prisión de Peter (la cuerda debajo de las piedras cada vez se iba haciendo más larga), la familia Staad desapareció. El trono se apoderó de lo poco que había quedado de sus tierras, como siempre lo hizo cuando desaparecía una familia noble. Y mientras el reinado de Thomas progresaba, las desapariciones se hacían cada vez más frecuentes.

Los Staad sólo fueron un pequeño paréntesis en los chismes de las tabernas durante una activa semana que incluía cuatro decapitaciones, una elevada imposición de contribuciones contra los tenderos y el arresto de una vieja mujer que por tres días consecutivos estuvo desfilando frente al palacio, gritando que a su nieto se lo habían llevado y torturado por hablar en contra de los impuestos de ganadería de años anteriores. Pero cuando Peter escuchó que los carceleros nombraban a los Staad, el corazón se le paralizó por un momento.

La cadena de acontecimientos que conducían a la desaparición de los Staad era en aquel entonces conocida por todos los habitantes de Delain. El hacha del verdugo había mermado considerablemente a los miembros de la nobleza. Muchos de aquellos nobles murieron porque sus familias servían al reino desde hacía cientos, o miles de años, y no podían creer que semejante injusticia cayese sobre ellos. Otros, al ver las sangrientas inscripciones en las paredes, huyeron. Los Staad se encontraban entre estos últimos.

Entonces comenzaron los rumores.

Se tramaban toda clase de cuentos en secreto, cuentos que insinuaban que aquellos nobles no se habían simplemente diseminado a los cuatro vientos, sino que se hallaban ocultos en algún sitio, quizás en los densos bosques al norte, planeando la caída del trono.

Aquellas historias llegaron a Peter como una brisa a través de su ventana, como una corriente de aire por debajo de su puerta… Eran sueños de un mundo más comprensivo. Principalmente trabajaba en su cuerda, la cual, durante el primer año, creció cuarenta y cinco centímetros cada tres semanas. Al finalizar aquel año, tenía un delgado cordel de siete metros; un cordel que era, al menos en teoría, lo bastante resistente como para soportar su peso. Pero había una gran diferencia entre colgarse de la viga de su dormitorio y suspenderse a ochenta y cinco metros de altura, y Peter se daba cuenta de ello. Literalmente, arriesgaría su vida con aquella delgada cuerda.

Y quizá siete metros por año no fueran suficientes; pasarían más de ocho antes de que pudiese siquiera intentarlo, y los rumores que escuchaba de segunda mano se habían hecho tan audibles como para ser perturbadores. Sobre todas las cosas, el reino debía perdurar; no debía haber ni revueltas, ni caos. A los que ocasionaban perjuicio había que enmendarlos, pero por medio de la ley, y no con arcos, hondas, mazas y garrotes. Thomas, Leven Valera, Roland, él mismo, e incluso Flagg eran insignificantes ante ella. Era preciso que existiese la ley.

¡Cómo le habría amado por esto Anders Peyna, envejecido y amargado junto a su fuego!

Peter decidió que tendría que hacer lo posible para escaparse cuanto antes. Por lo tanto realizó largos cálculos, contando mentalmente para no dejar indicios. Los hizo una y otra vez, verificando si no había cometido algún error.

En su segundo año en la Aguja, comenzó a extraer diez hilos de cada servilleta; en su tercer año, quince; en su cuarto año, veinte. La cuerda crecía. Diecisiete metros de longitud luego de un segundo año; veintinueve al finalizar el tercero; cuarenta y cinco cuando concluyó el cuarto.

En aquel momento a la cuerda todavía le faltaban cuarenta metros para llegar hasta el suelo.

Durante su último año, Peter comenzó a quitar treinta hilos de cada servilleta, y por primera vez sus robos se vieron claramente. Cada servilleta presentaba un aspecto deshilachado en sus cuatro lados, como si los ratones se las hubieran estado comiendo. Peter esperó angustiado que sus extracciones fuesen descubiertas en cualquier momento.

75

Pero no lo fueron. Ni entonces ni nunca. Ni siquiera hubo curiosidad al respecto. Peter pasó interminables noches (o al menos eso le parecieron) con la pregunta de cuándo oiría Flagg alguna cosa incorrecta, algo discordante que le hiciera intuir lo que él estaba tramando. Enviaría a algún subordinado, supuso Peter, con lo cual se iniciarían los interrogatorios. Peter meditó acerca de todas las cosas con desesperada minuciosidad, y sólo una de sus conjeturas había estado equivocada; pero ésta le condujo a una segunda (eso sucede a menudo con las conjeturas erradas) y la segunda era una verdadera perla. Peter había supuesto que existía un número limitado de servilletas, quizás unas mil en total las cuales eran usadas una y otra vez. Sus pensamientos sobre el tema de la provisión de servilletas jamás pasaron de allí. Dennis podría haberle dicho otra cosa y con probabilidad le hubiese ahorrado dos años de trabajo, pero a Dennis jamás nadie le había preguntado. La verdad era simple y a la vez sorprendente. Las servilletas para Peter no provenían de una provisión de mil, dos mil, o tres mil; había aproximadamente medio millón de aquellas viejas y mohosas servilletas.

En una de las profundas plantas debajo del castillo se hallaba un cuarto de almacenar tan grande como un salón de baile. Y estaba repleto de servilletas…, servilletas…, nada más que servilletas. Para Peter olían a moho, y eso no era sorprendente, casualmente o no, la mayoría de éstas eran de una época que coincidía con el encarcelamiento y muerte de Leven Valera, y la existencia de todas aquellas servilletas, casualmente o no, se debía, de un modo indirecto, al trabajo de Flagg. De una curiosa forma, él las había creado.

Aquellos tiempos fueron en verdad oscuros para Delain. Faltaba poco para que el caos que Flagg tan íntimamente deseaba cayese sobre el país. Valera había sido depuesto; en su lugar ascendió al trono el loco rey Alan. Si hubiese vivido diez años más, seguramente el reino se habría visto bañado en sangre…, pero Alan fue alcanzado por un rayo mientras jugaba a los dados en el prado trasero un día de lluvia torrencial (como ya os he dicho, estaba loco). Alguien dijo: fue un rayo enviado por los mismos dioses, pues le sucedió su sobrina, Kyla, que fue conocida como Kyla la Buena… y, desde Kyla, la línea sucesoria fue a dar directa y legítimamente a las generaciones de Roland y a los hermanos cuya historia habéis estado escuchando. Kyla, la Reina Buena, sacó al país del oscurantismo y la pobreza. Para conseguirlo casi tuvo que llevar a la quiebra al Tesoro Real, pero ella sabía que el dinero en circulación, una moneda firme, era la sangre que otorgaba vida a un reino. Gran cantidad de la moneda circulante en Delain había sido gastada durante el reinado del salvaje y extraño Alan II, un rey que en ocasiones bebía la sangre de las orejas cortadas de sus criados y que aseguraba poder volar; un rey más interesado en magia y necromancia que en las ganancias y pérdidas y en el bienestar de su pueblo. Kyla sabía que para corregir los errores del reinado de Alan se necesitaba una colosal cantidad de amor y florines, y comenzó haciendo que toda persona apta físicamente, desde el más viejo hasta el más joven, volviese a trabajar en Delain.

Muchos de los viejos habitantes de la ciudadela del castillo fueron puestos a hacer servilletas; no porque hicieran falta (creo haberos dicho lo que gran parte de la realeza y nobleza de Delain sentía por ellas), sino porque era necesario el trabajo. En algunos casos aquellas manos habían estado inactivas durante veinte años o más, y laboraban con un huso, hilando en telares iguales al que habían en la casa de muñecas de Sasha… ¡A excepción de su tamaño, naturalmente!

Durante diez años, estos viejos, casi un millar de ellos, hicieron servilletas cobrando su buen dinero del Tesoro de Kyla por la labor realizada. Durante diez años las personas apenas un poco más jóvenes y capaces de moverse con mayor energía las llevaron al fresco y seco cuarto de almacenar debajo del castillo. Peter advirtió que muchas de las servilletas que le traían no sólo olían a moho, sino que también estaban apolilladas. Se sorprendía y no adivinaba el motivo, de que hubiera tantas que se encontraban en muy buen estado.

Dennis podría haberle contado que las servilletas se traían, se usaban una vez, se volvían a llevar (sin los hilos que Peter les había extraído), y luego simplemente se tiraban. Después de todo, ¿por qué no? Había suficientes servilletas para quinientos príncipes durante quinientos años…, e incluso para más tiempo. Si Anders Peyna no hubiera sido un hombre con tanta compasión como severidad, entonces quizá sí que la cantidad de servilletas habría sido limitada. Pero él sabía muy bien lo mucho que necesitaba trabajar aquella humilde mujer sentada en su mecedora, además de lo exiguo de su jornal (en su tiempo, Kyla la Buena también lo supo), por lo que dejó que continuara, encargándosele que le llegara el dinero por medio de Beson, ahora que los Staad se habían visto obligados a escapar. La vieja mujer se convirtió en un elemento permanente al lado del cuarto de las servilletas, con su aguja lista para deshacer en lugar de bordar. Año tras año se sentaba en su reposera, quitando cientos de miles de escudos reales, así que en realidad no era sorprendente que a los oídos de Flagg jamás hubiese llegado rumor alguno sobre los insignificantes hurtos de Peter.

Como veis, si no hubiera sido por esa única conjetura equivocada y por esa pregunta sin hacer, Peter podría haber terminado su trabajo mucho antes. Algunas veces sí que le parecía que las servilletas no se acortaban con la rapidez que debían hacerlo, pero nunca se le ocurrió cuestionarse su idea básica (aunque indefinida) de que si las servilletas que él usaba se las volvían a traer. ¡Si se hubiera hecho esa única pregunta…!

Pero quizás, al final, todas las cosas tuvieron un mejor desenlace.

O quizá no. Ésta es otra cuestión en la cual deberéis sacar vuestras propias conclusiones.

76

Dennis venció su miedo a ser el mayordomo de Thomas. Después de todo, el joven soberano lo ignoraba casi por completo, excepto para regañarle a veces por haberse olvidado de llevarse los zapatos (por lo general Thomas los dejaba en cualquier parte y después olvidaba dónde) o para insistir en que Dennis le acompañase con un vaso de vino. El vino hacía que Dennis siempre tuviese dolores de estómago, si bien por las noches se había acostumbrado a un poquito de ginebra. No obstante se lo bebía. No precisaba tener a su lado al bueno de su padre para que le dijera que uno no rechazaba un ofrecimiento del rey de beber con él. Algunas veces, por lo general cuando estaba borracho, Thomas le prohibía a Dennis marcharse a su casa e insistía en que pasase la noche en sus habitaciones. Dennis suponía, con acierto, que se trataba de noches en las cuales Thomas se sentía demasiado solo para soportar su propia soledad. Thomas le daría largos, pesados y farragosos sermones acerca de cuán difícil era ser rey, lo mucho que él se estaba esforzando por hacer bien su trabajo y ser justo, y cómo todos le odiaban por una u otra razón. A menudo lloraba durante estos sermones, o se reía estrepitosamente ante cualquier cosa, mas, por lo general, se dormía a la mitad de una defensa desproporcionada de un impuesto cualquiera. A veces se dirigía tambaleante a su lecho, y Dennis se dormía, o perdía el conocimiento, sobre el sofá, y Dennis tenía que improvisar su incómoda cama sobre el frío pavimento de la chimenea. Es probable que se tratase de una vida de lo más extraña para un mayordomo; pero, por supuesto, a Dennis le parecía completamente normal debido a que era la única que había conocido.

Que Thomas le ignorara casi siempre era una cosa. Que Flagg le ignorase era otra, incluso mucho más importante. De hecho, Flagg había desechado a Dennis por completo en su plan para mandar a Peter a la Aguja. Para él, aquel chico no había sido más que una herramienta, que una vez cumplida su función podía dejarse a un lado. Si Flagg hubiese pensado en Dennis, le habría parecido que la herramienta había sido bien recompensada: después de todo, era el mayordomo del rey.

Pero una noche, a principios del invierno del año en que Peter contaba veintiún años y Thomas dieciséis, una noche cuando la delgada cuerda de Peter ya casi estaba a punto de ser terminada, Dennis vio algo que lo cambió todo; y es con aquello que Dennis vio en esa fría noche con lo que debo comenzar a narrar los últimos acontecimientos de mi relato.

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Era una noche parecida a las que tuvieron lugar durante el terrible período que antecedió y precedió a la muerte de Roland. El viento soplaba bajo un cielo negro y gemía en los callejones de Delain. La gruesa escarcha cubría los pastos de las Baronías Interiores y los adoquines de la ciudadela del castillo. Al principio, un cuarto de luna aparecía y desaparecía entre las veloces nubes; pero a medianoche las nubes se cerraron y taparon la luna por completo. Cerca de las dos de la mañana, cuando Thomas despertó a Dennis con el ruido del picaporte de la puerta que comunicaba su sala de estar y el corredor exterior, comenzó a nevar.

Dennis escuchó el ruido y en seguida se incorporó, haciendo una mueca ante la rigidez de su espalda y el hormigueo que recorría sus piernas. Aquella noche Thomas se había dormido sobre el sofá en vez de llegar tambaleante a su cama, por lo que al joven mayordomo le tocó acostarse en el suelo de la chimenea. El fuego ya casi se había extinguido. La parte de su cuerpo que había estado tendida cerca de éste la sentía cocida; el otro lado lo tenía congelado.

Dennis miró hacía el lugar de donde provenía el ruido…, y por un momento el terror le paralizó el corazón y demás órganos vitales. En ese momento creyó que en la puerta había un fantasma, y casi gritó. Luego vio que sólo se trataba de Thomas con su blanca camisa de dormir.

—¿M… mi señor rey?

Thomas pareció no oírle. Tenía los ojos abiertos, pero no miraban al picaporte; se veían dilatados y somnolientos y parecían contemplar el vacío. De repente, Dennis creyó que el joven monarca era sonámbulo.

Al mismo tiempo que Dennis sacaba sus conclusiones, Thomas pareció darse cuenta de que la razón por la cual el picaporte no funcionaba se debía a que el cerrojo aún se hallaba echado. Tiró de él y salió a la antecámara, pareciendo más fantasmal que nunca bajo la mortecina luz de los candelabros del pasillo. Hubo un revuelo de bajos de camisa de dormir, y luego Thomas desapareció descalzo.

Por un instante, Dennis se quedó sentado inmóvil, con las piernas cruzadas, olvidándose del hormigueo de sus miembros, y con el corazón latiéndole con fuerza. Afuera, el viento arrojaba nieve contra los cristales romboides de las ventanas de la sala de estar produciendo un prolongado gemido de fantasma. ¿Qué debía hacer?

Solamente una cosa, por supuesto. El joven rey era su amo. No tenía la obligación de seguirle.

Es probable que aquella turbulenta noche hubiera traído a la mente de Thomas un recuerdo muy intenso de Roland; pero no necesariamente. En realidad, pensaba en su padre muy a menudo. La culpa es como una llaga, infinita, fascinante, y el individuo culpable se siente apremiado a examinarla y a escarbar en ella, con lo cual jamás se cura definitivamente. Thomas había bebido menos de lo acostumbrado; pero, cosa extraña, a Dennis le pareció más borracho que nunca. Sus frases habían resultado confusas y mal pronunciadas, y el blanco resaltaba en sus pupilas dilatadas.

En gran parte, esto se debía a que Flagg se había marchado. Corrían rumores de que los nobles renegados, entre ellos la familia Staad, fueron vistos reunidos en los Bosques Lejanos, en las regiones septentrionales del reino. Flagg iba en su búsqueda al frente de un regimiento de vigorosos soldados entrenados para la batalla. Cuando Flagg no estaba, Thomas siempre se tornaba un poco más asustadizo. Él sabía que esto era debido a que dependía por completo del sombrío mago… aunque no alcanzaba a darse cuenta de hasta qué punto dependía de Flagg. El vino ya no era el único vicio de Thomas. Por lo general, a quienes guardan secretos les es difícil conciliar el sueño, y Thomas padecía un grave insomnio. Sin saberlo, se hizo adicto a los brebajes para dormir preparados por Flagg. Antes de partir hacía el Norte con los soldados, le dejó preparada una provisión de la droga, aunque Flagg esperaba estar fuera sólo tres días, a lo sumo cuatro. Durante los tres últimos, Thomas había dormido mal, si es que en algún momento logró dormirse. Se sentía extraño, nunca estaba ni completamente dormido ni del todo despierto. Le perseguía el recuerdo de su padre. Creía que el viento le traía su voz que gritaba: ¿Por qué razón me miras? ¿Por qué razón me miras de ese modo? Visiones producidas por el vino…, visiones del misterioso y consolador rostro de Flagg, visiones de la silla de su padre ardiendo…, estas cosas le ahuyentaban el sueño y permanecía despierto durante las largas horas de la noche mientras el resto del castillo dormía.

Cuando a la octava noche Flagg aún continuaba sin regresar (él y 5115 soldados seguían acampados a ochenta kilómetros del castillo, y el mago se hallaba de un pésimo humor; el único rastro de los nobles que habían encontrado eran unas huellas congeladas que podrían tener días o semanas de antigüedad), Thomas hizo llamar a Dennis. Era bien entrada la noche, aquella noche octava, cuando Thomas se levantó del sofá y comenzó a caminar.

78

Dennis siguió a su amo y señor el rey a través de aquellos largos y ventosos pasillos de piedra, y si habéis llegado hasta aquí, creo que debéis saber hacia dónde se dirigía Thomas el Portador de la Luz.

La tormenta nocturna continuó al amanecer. En los pasillos no había nadie, al menos Dennis no vio a nadie. Si hubiese habido alguien en los pasillos, él o ella bien podrían haberse escapado en dirección contraria, quizá gritando, creyendo que habían visto caminando dos fantasmas, el que abría la marcha con una larga y blanca camisa de dormir que con facilidad podía ser tomado por una mortaja, y el que le seguía con un sencillo chaquetón, pero descalzo y de rostro tan pálido que asemejaba un cadáver. Sí, supongo que ante su presencia cualquiera se hubiese escapado, y rezaría largas oraciones antes de dormir…, y es posible que ni siquiera con muchas oraciones pudiese evitar tener pesadillas.

Thomas se detuvo en medio de un pasillo al cual Dennis raramente bajaba, y abrió una puerta oculta que hasta ese momento jamás había advertido. El joven rey penetró en otro pasillo (ninguna doncella con los brazos cargados de sábanas se les cruzó, como sucedió algunos años atrás con Thomas y Flagg cuando el mago llevó al príncipe por este mismo camino; todas las buenas doncellas hace mucho que estaban en sus lechos), y al llegar hasta cierto punto, Thomas se detuvo tan repentinamente que Dennis casi se lo lleva por delante.

El joven monarca miró a su alrededor, como para comprobar que nadie le había seguido, y sus somnolientos ojos omitieron totalmente a Dennis, al cual se le puso la piel de gallina, y fue todo lo que pudo hacer para no chillar. Los candelabros de aquel casi olvidado corredor chorreaban y hedían vilmente a aceite rancio; la luz era débil y tenebrosa. El mayordomo podía sentir cómo su cabello trataba de erizarse cada vez que aquellos ojos en blanco, parecidos a un farol apagado e iluminado solamente por la luna, lo miraban sin verle.

Él estaba allí, de pie frente a Thomas, pero Thomas no le veía; para él, su mayordomo era opaco.

Oh, debo huir, susurraba parte de la mente de Dennis; pero dentro de su cabeza, aquel vago susurro era como un grito. ¡Oh, debo huir, él ha muerto, ha muerto en su sueño y yo estoy siguiendo a un cadáver ambulante! Pero entonces escuchó la voz de su papá, de su adorado y muerto papá, que le decía por lo bajo: Pero llegado el momento de hacerle un servicio a tu primer amo, Dennis, no debes vacilar.

Una voz mucho más profunda que ambas le dijo que el momento para ese servicio había llegado. Y Dennis, un joven sirviente de baja posición que en una oportunidad había alterado el destino del reino al descubrir un ratón ardiendo, quizá volvería a alterarlo si permanecía en su sitio, a pesar del terror que le helaba los huesos y de tener el corazón en un puño.

Con una voz grave y rara que nada tenía que ver con la suya (pero a Dennis aquella voz le sonaba misteriosamente familiar), Thomas dijo:

—Cuatro piedras hacia arriba contando a partir de la que tiene una muesca. Apriétala. ¡Rápido!

El hábito de la obediencia estaba tan arraigado en Dennis que comenzó a moverse antes de darse cuenta de que Thomas, en su sueño, se había dado una orden con la voz de otra persona. Antes de que Dennis diera un solo paso, el rey empujó la piedra, la cual se hundió unos ocho centímetros. Se escuchó saltar un resorte. Dennis se quedó boquiabierto cuando una parte de la pared se deslizó hacia adentro. Thomas la empujó aún más, y su asombrado acompañante pudo ver que allí había una enorme puerta secreta. Las puertas secretas le hicieron pensar en paneles secretos, y los paneles secretos le llevaron a pensar en ratones ardiendo. Otra vez sintió la necesidad de salir huyendo y luchó para dominarse.

Thomas entró. Por un momento sólo fue una vacilante camisa de dormir en la oscuridad, una camisa de dormir sin nadie en su interior. La pared de piedra volvió a cerrarse. Se trataba de una ilusión perfecta.

Dennis permanecía allí plantado, saltando de un pie descalzo al otro. ¿Qué es lo que debía hacer ahora?

De nuevo le pareció escuchar la voz de su padre, pero ahora sonaba impaciente, como si no tolerara negativa alguna. ¡Síguelo, miserable muchacho! ¡Síguelo, y hazlo rápido! ¡Éste es el momento! ¡Síguelo!

Pero, papá, la oscuridad…

Le pareció sentir un vigoroso cachetazo, y Dennis pensó histérico: ¡Incluso cuando estás muerto tienes una mano derecha fuerte, padre! ¡Está bien, está bien, ya voy!

Contó cuatro piedras hacia arriba a partir de la muesca y empujó. La puerta se deslizó unos diez centímetros hacia adentro en la oscuridad.

En el espantoso silencio del corredor, Dennis escuchó un tenue sonido repiqueteante, como si fuese producido por un ratón de piedra. Al cabo de unos instantes, el muchacho se dio cuenta de que el sonido provenía del castañeteo de sus propios dientes.

Oh, papá, estoy tan asustado, gimió…, y luego siguió al rey Thomas entre tinieblas.

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Mientras tanto, a ochenta kilómetros de allí, envuelto en cinco mantas para protegerse del severo frío y el rugiente viento, Flagg lanzó un grito entre sueños justo en el preciso instante en que Dennis seguía al rey dentro del pasadizo secreto. Sobre una loma no demasiado lejana, los lobos aullaron al unísono. El soldado que dormía a la izquierda de Flagg murió instantáneamente de un ataque al corazón, soñando que venía el gran león para devorarle. El soldado que dormía del lado derecho de Flagg se despertó por la mañana descubriendo que estaba ciego. A veces los mundos se estremecen y tuercen hacia dentro sus ejes, y aquél era uno de esos períodos. Flagg podía percibirlo, pero no lo comprendía. En esto radicaba la salvación de todo lo que era bueno; en tiempos de gran trascendencia, de vez en cuando los seres malignos se quedaban extrañamente ciegos. Cuando a la mañana siguiente el mago del rey se despertó, supo que había tenido un mal sueño, probablemente de su remoto y olvidado pasado, pero no recordaba cuál era su contenido.

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La oscuridad dentro del pasadizo secreto era absoluta, el aire inmóvil y seco. En eso, proveniente de algún lugar más adelante, Dennis oyó un terrible y desolado sonido.

El rey estaba llorando.

Al oírlo, Dennis perdió algo de su miedo. Sentía una gran curiosidad, y también una gran pena por Thomas, que siempre parecía estar triste, y que, como rey, había crecido gordo y granujiento; a menudo se le veía pálido y le temblaban las manos debido a la gran cantidad de vino bebido la noche anterior, y también solía tener mal aliento. Las piernas de Thomas ya estaban comenzando a doblarse y, a no ser que Flagg le acompañase, mostraba tendencia a caminar con la cabeza gacha y el cabello colgándole sobre la cara.

Dennis se guió a ciegas, con las manos extendidas hacia delante.

El sonido del llanto en la oscuridad era cada vez más cercano…, y entonces, de repente, las tinieblas dejaron de ser completas. Escuchó que algo se deslizaba y luego percibió vagamente a Thomas. Se hallaba de pie al final del pasadizo, y una débil luz ámbar provenía de dos pequeños agujeros que se recortaban en la negrura. Para Dennis, aquellos agujeros tenían un raro parecido a dos ojos flotantes.

En el mismo momento en que Dennis comenzó a creer que no le pasaría nada, que sobreviviría a esta extraña caminata nocturna, Thomas dio un alarido. Gritó con tanta fuerza que produjo la impresión de haberse desgarrado las cuerdas vocales. Las piernas de Dennis se negaron a sostenerle, y el muchacho cayó sobre sus rodillas, con las manos apretadas a la boca para detener sus propios gritos, y ahora le parecía que aquel pasaje secreto estaba repleto de fantasmas, fantasmas parecidos a murciélagos que en cualquier momento podían enredársele en los cabellos; así era, para Dennis, aquel lugar, parecía estar habitado por la inquieta muerte, y quizá lo estaba; quizá lo estaba.

Casi se desmaya…, casi…, pero no por completo.

En algún lugar, abajo, él oyó ladridos y comprendió que estaban encima de las perreras del viejo rey. Los pocos perros de Roland que estaban aún vivos no habían sido vueltos a sacar de allí. Eran los únicos seres vivos —además del propio Dennis— que habían oído aquellos salvajes aullidos. Pero los perros eran reales, no se trataba de fantasmas, y Dennis se aferró a aquella idea igual que lo hace un náufrago al mástil de una nave.

Al cabo de breves instantes, se dio cuenta de que Thomas no estaba gritando, sino que se expresaba en un tono lastimero. Al principio, Dennis sólo pudo comprender una frase, aullada una y otra vez:

—¡No bebáis el vino! ¡No bebáis el vino! ¡No bebáis el vino!

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Tres noches después, se oyó un ligero golpe en la puerta cerrada del salón de una granja situada en una de las Baronías Interiores, muy cerca de donde, no hacía mucho, había vivido la familia Staad.

—¡Adelante! —gruñó Anders Peyna—. Y será mejor que traigas buenas noticias, Arlen.

Arlen había envejecido en los años desde que Beson apareció en la puerta de Peyna con la nota de Peter. Sin embargo, los cambios que él había sufrido no eran nada comparados con los de Peyna.

El antiguo Juez General había perdido casi todo su cabello; asimismo, se había quedado sumamente delgado. Aun así, las pérdidas de cabello y de peso no eran nada en comparación con el deterioro de su rostro; en otro tiempo había sido imponente, ahora resultaba lastimoso, pues se le habían formado unas grandes ojeras oscuras. Su semblante tenía una expresión desesperada. Y existían buenas razones para ello. Había visto cómo las cosas que defendiera durante toda su vida se habían venido abajo… con excesiva facilidad y en un tiempo sumamente corto.

Bueno, supongo que todas las personas inteligentes saben cuán frágiles son conceptos tales como Ley, Justicia y Civilización, pero es algo en lo que no suelen pensar de buen grado, pues ahuyenta el sueño y quita el apetito.

Ver cómo su vida se había desmoronado igual que un castillo de naipes era terrible, pero había otra cosa que había obsesionado a Peyna durante los últimos cuatro años, algo aún peor. Se trataba del conocimiento de que Flagg no había conseguido efectuar solo sus siniestros cambios en Delain. Peyna le había ayudado. En realidad, ¿quién más vio que Peter fue sometido a un juicio quizá demasiado rápido? ¿Quién sino él había estado tan convencido de la culpabilidad de Peter…, y no tanto por la evidencia como por las lágrimas de un muchacho?

Desde el día en que Peter fue llevado a la torre de la Aguja, el tajo del verdugo situado en la Plaza de la Aguja había permanecido teñido de un macabro color rojizo. Ni siquiera la lluvia más torrencial había conseguido lavarlo. Y Peyna creía que podía ver aquella siniestra mancha roja extendiéndose a partir del tajo… extendiendo hasta cubrir la plaza, las calles del mercado, las avenidas. En sus pesadillas, Peyna veía riachuelos de sangre recién derramada corriendo brillantes y acusadores entre los adoquines y yendo a caer como un torrente por los desagües. Veía las estrellas del Castillo Delain brillando sangrientas al sol, y la carpa del foso flotando muerta a causa del envenenamiento causado por la sangre, que surgía incontenible de las cloacas, así como de las fuentes de la misma tierra. Veía la sangre surgir de todas partes, tiñendo los campos y bosques. En aquellos horrorosos sueños hasta el sol le empezaba a parecer un ojo enrojecido, carente de vida.

Flagg le había dejado vivir. En las tabernas (de aguamiel), la gente cuchicheaba, tapándose la boca con las manos, que él había llegado a un arreglo con el mago, que quizá le hubiese dado a Flagg los nombres de algunos traidores, o que quizá Peyna tenía «algunas pruebas» contra Flagg, algún secreto que saldría a la luz si Peyna moría repentinamente. Esto era, por supuesto, ridículo Flagg no era un hombre al que nadie amenazase; ni Peyna, ni ningún otro. No existían tales secretos. No había habido pactos ni arreglos. Sencillamente Flagg le había dejado vivir…, y Peyna sabía el porqué. Muerto, quizás encontraría la paz. Vivo, debía enfrentarse al tormento de su mala conciencia. Le había dejado vivir para que contemplase los terribles cambios que imponía en Delain.

—¿Qué hay? —preguntó, irritado—. ¿De qué se trata, Arlen?

—Ha venido un muchacho, mi señor. Dice que debe verle.

—Que se marche —dijo Peyna malhumorado y pensando que, no más de un año atrás, hubiese oído una llamada a la puerta; parecía que cada día estaba más sordo—. Sabes que no recibo a nadie después de las nueve. Habrán cambiado muchas cosas, pero ésa no.

Arlen se aclaró la garganta.

—Conozco al muchacho. Es Dennis, hijo de Brandon. Es el mayordomo del rey quien llama.

Peyna contempló fijamente a Arlen, creyendo a duras penas lo que acababa de escuchar. Quizá se estaba quedando sordo mucho más rápido de lo que él pensaba. Le pidió a Arlen que lo repitiese, y volvió a escuchar lo mismo que la primera vez.

—Lo atenderé. Hazle pasar.

—Muy bien, mi señor. —Arlen dio media vuelta para marcharse.

La similitud con la noche en que vino Beson con la nota de Peter, incluso por el frío viento que gemía fuera, acudió poderosamente a la mente de Peyna.

—Arlen —llamó.

El criado se volvió.

—¿Mi señor?

La comisura derecha de la boca de Peyna se curvó imperceptiblemente.

—¿Estás absolutamente seguro de que no se trata de un muchacho duende?

—Absolutamente seguro, mi señor —replicó Arlen, y la comisura izquierda de su propia boca se torció tenuemente—. Ya no quedan duendes en el mundo actual. O eso es al menos lo que me dijo mi madre.

—Obviamente era una mujer con sentido común y buen discernimiento, dedicada a criar a su hijo como es debido para no cargar con la responsabilidad de cualquier imperfección que pudiese existir en el material con el cual tenía que trabajar. Trae al muchacho directamente aquí.

—Sí, mi señor.

La puerta se cerró.

Peyna volvió a mirar el fuego y se frotó sus viejas manos castigadas por la artritis en un gesto de infrecuente agitación. El mayordomo de Thomas. Aquí. Ahora. ¿Por qué?

Pero era inútil hacer especulaciones; en un momento la puerta se abriría y la respuesta entraría en forma de un hombre-muchacho que con toda seguridad estaría temblando de frío, incluso medio congelado.

A Dennis le habría sido mucho más fácil haber encontrado a Peyna si hubiera seguido viviendo en su confortable casa dentro de la ciudadela del castillo, pero su casa había sido vendida a la fuerza debido a unos «impuestos impagados» que aparecieron después de su renuncia. Los pocos cientos de florines que logró ahorrar en el transcurso de cuarenta años era lo único con lo que contaba para comprar aquella pequeña casa de campo y continuar pagándole a Beson. Técnicamente se hallaba en las Baronías Interiores; pero, con todo, le separaban muchos kilómetros del castillo… y el clima había sido muy frío.

Escuchó, al otro lado de la puerta, el murmullo de voces que se aproximaban. Ahora. Ahora la respuesta entraría por la puerta. De pronto aquel absurdo sentimiento, aquel sentimiento de esperanza, igual a un potente rayo de luz dentro de una oscura caverna, volvió a apoderarse de él. Ahora la respuesta entrará por la puerta, pensó, y por un momento se descubrió a sí mismo creyendo que era realmente verdad.

Mientras sacaba su pipa favorita de un cajón que había detrás de él, Anders Peyna vio que sus manos estaban temblando.

82

El muchacho era ciertamente un hombre, pero el término empleado por Arlen no estaba injustificado, al menos esta noche. Peyna advirtió que tenía frío, aunque también sabía que el frío por sí solo no hacía que nadie temblase de la manera que temblaba su visitante.

—¡Dennis! —dijo Peyna, irguiéndose bruscamente en su silla, e ignorando el agudo dolor que este movimiento le causaba en la espalda—. ¿Le ha sucedido algo al rey?

Imágenes espantosas y terribles posibilidades se acumularon con rapidez en la vieja cabeza de Peyna: el rey muerto, bien a causa de haber bebido demasiado vino, o probablemente por su propia mano. En Delain todo el mundo sabía que el joven soberano padecía una profunda depresión.

—No…, quiero decir… sí…, pero no…, pero no del modo en que pensáis…, del modo en que yo creo que pensáis…

—Acércate un poco más al fuego —dijo tajante Peyna—. ¡Arlen, no te quedes ahí parado como un tonto! ¡Trae una manta! ¡Mejor trae dos! ¡Y arropa a este muchacho antes de que se muera sacudiéndose como una chinche!

—Sí, mi señor —repuso Arlen.

Jamás en su vida se había quedado papando moscas, él lo sabía, y Peyna también. Pero se daba cuenta de la gravedad de aquella situación y salió apresuradamente. Cogió las dos mantas de su propia cama pues en aquella glorificada choza de campesino las únicas otras dos mantas estaban en la cama de Peyna. Las llevó hasta el sitio donde Dennis se encogía junto al fuego todo lo cerca que le era posible sin quemarse vivo. La escarcha que había cubierto su cabello estaba comenzando a derretirse y a correr por sus mejillas semejando lágrimas. Dennis se envolvió con las mantas.

—Ahora, té bien fuerte. Una taza para mí, una tetera para el muchacho.

—Mi señor, en la casa no queda más que media lata de té…

—¡Me importa un comino cuánto nos queda! Una taza para mí, una tetera para el muchacho. —Se quedó considerando la situación—. Y hazte también una taza para ti, Arlen; quiero que luego vuelvas y escuches con atención.

—¿Mi señor? —Todos sus modales no fueron suficientes para que Arlen reprimiese ante aquello una mirada de sincero asombro.

—¡Maldición! —rugió Peyna—. ¿Tendré que pensar que te has vuelto tan sordo como yo? ¡Haz lo que te he dicho!

—Sí, mi señor —repuso Arlen, y fue a preparar el poco té que quedaba en la casa.

83

Peyna no había olvidado por completo todo lo que sabía acerca del arte de interrogar; en realidad, no se había olvidado lo más mínimo de aquello, ni de nada. Pasaba largas noches sin dormir en las que deseaba ser capaz de no acordarse de ciertas cosas.

Mientras Arlen preparaba el té, Peyna trató de tranquilizar a aquel atemorizado (no, aquel aterrorizado) muchacho. Le preguntó a Dennis por su madre. Si los problemas de desagüe que tanto habían incomodado al castillo finalmente habían sido solucionados. Solicitó su opinión acerca de las siembras primaverales. Se mantuvo alejado de todos los temas que pudieran ser peligrosos…, y poco a poco, mientras se calentaba, Dennis recobró la calma.

Cuando Arlen sirvió el té, caliente, fuerte y humeante, Dennis sorbió media taza de un solo trago, sonrió, y luego se bebió el resto. Impasible como siempre, Arlen le sirvió más.

—Despacio, chico —dijo Peyna, encendiendo al fin su pipa—. Despacio es la palabra que mejor le va al té caliente y a los caballos inquietos.

—Frío. Pensé que me iba a congelar por el camino.

—¿Has venido andando? —Peyna fue incapaz de reprimir su sorpresa.

—Sí. Mandé a mi madre a que les dijera a los criados inferiores que estaba en casa con gripe. Eso será suficiente para unos cuantos días, es una época del año en que hay mucho contagio…, o al menos tendría que haberlo. Caminé. Todo el día. No me atreví a pedirle a nadie que me trajera. No quería que se acordasen de mí. Ignoraba que estuviese tan lejos. Si lo hubiera sabido, quizá me habría decidido a pedir que me llevasen. Salí a las tres en punto. —Se esforzó, luchando con su garganta, y luego estalló—: ¡Y no pienso regresar jamás! ¡Me he dado cuenta del modo en que él me mira desde que ha vuelto! ¡Escrutándome de lado, con los ojos completamente oscuros! ¡Él antes jamás me había mirado de ese modo; ni siquiera se molestaba en mirarme! ¡Sabe que yo he visto algo! ¡No sabe qué, pero está convencido de que algo ha sucedido! ¡Lo puede oír en mi cabeza, como yo oigo sonar las campanas de la Iglesia de los Grandes Dioses! ¡Si yo me quedase, él se desharía de mí! ¡Sé que lo haría!

Peyna contempló al muchacho con la frente arrugada, intentando comprender aquella compulsiva declaración.

Los ojos de Dennis estaban cargados de lágrimas.

—Me refiero a F…

—Despacio, Dennis —aconsejó Peyna. Su voz era cálida, pero no sus ojos—. Sé a quién te refieres. Mejor no pronunciar su nombre en voz alta.

Dennis le miró con sencilla y muda gratitud.

—Es mejor que me cuentes aquello para lo cual has venido.

—Sí. Sí, de acuerdo.

Dennis dudó unos instantes, tratando de controlarse y de poner en orden sus ideas. Peyna aguardaba indiferente, procurando controlar su creciente excitación.

—Pues verá —dijo por último Dennis—, tres noches atrás Thomas me llamó y me dijo que me quedara con él, como lo ha hecho otras veces. Y a eso de la medianoche, aproximadamente…