—No —susurró Thomas, con voz horrorizada.
Sus ojos asombrados se destacaban en el pálido rostro. Los labios le temblaban. Flagg acababa de notificarle que era rey de Delain; pero Thomas no parecía un niño a quien le han dicho que es soberano de un lugar, sino un niño a quien acababan de comunicarle que sería fusilado por la mañana.
—No —volvió a decir—. Yo no quiero ser rey.
Y era verdad. Toda su vida había estado amargamente celoso de Peter; pero una cosa que jamás le envidió fue su ascensión al trono. Se trataba de una responsabilidad que Thomas ni siquiera deseaba en sus sueños más desenfrenados. Y ahora las pesadillas se habían apilado una sobre otra. Parecía que no era suficiente ser despertado con la noticia de que su hermano estaba encerrado en la Aguja por el asesinato de su padre. Ahora se presentaba Flagg, con la asombrosa nueva de que él era rey en lugar de Peter.
—¡No, no quiero ser rey, no seré rey! ¡Yo…, yo me niego! ¡Me niego rotundamente!
—Thomas, no puedes negarte —dijo Flagg enérgicamente.
Había decidido que era la actitud que debía seguir con Thomas: amigable pero enérgico. En aquellos momentos el chico necesitaba a Flagg más que a ninguna otra persona en toda su vida. El mago sabía esto, pero también sabía que estaba a merced de Thomas. Por un tiempo se comportaría de un modo incivilizado y caprichoso, dispuesto a hacer cualquier cosa, por lo que habría que ocuparse de establecer al principio un firme control sobre el muchacho.
Me necesitas, Tommy, pero cometería un grave error si te lo dijese. No, eres tú el que tiene que decírmelo. No debe existir ninguna duda acerca de quién está al mando. Ni ahora, ni nunca.
—¿No puedo negarme? —murmuró Thomas.
Las desagradables noticias que traía Flagg le habían hecho incorporarse apoyándose en los codos, pero en seguida se recostó sobre las almohadas sintiéndose de nuevo enfermo.
—¿No puedo? Me encuentro muy débil otra vez. Creo que me ha vuelto la fiebre. Haz que venga el doctor. Quizá necesite que me sangren. Yo…
—Te encuentras bien —dijo Flagg, levantándose—. Te he estado dando muy buenas medicinas, tu fiebre ha desaparecido, y lo único que te hace falta para que te cures del todo es un poco de aire fresco. Pero si quieres que un doctor te diga las mismas cosas —Flagg dejó escapar un leve tono de reproche—, entonces Tommy, no tienes más que hacer sonar la campana.
Flagg señaló la campana con una insinuación de sonrisa, que no era muy amable.
—Comprendo tu necesidad de querer esconderte en la cama; pero no sería tu amigo si no te dijera que cualquier refugio que intentes hallar en el lecho o en una enfermedad no será más que un refugio falso.
—¿Falso?
—Mi consejo es que te levantes y comiences a recuperar las fuerzas. De aquí a tres días serás coronado con toda la pompa y ceremonia real. Ser llevado en tu cama hasta la nave lateral en la que te estará esperando Peyna con el cetro y la corona, resultaría muy humillante y no es la manera adecuada de comenzar un reinado, pero si hay que llegar a ese extremo, te aseguro que lo harán. Los reinos sin gobernante son muy incómodos. Peyna quiere verte coronado lo más pronto posible.
Tendido sobre sus almohadas, Thomas trataba de absorber toda esta información. Parecía un conejo aterrorizado.
Flagg cogió su capa a rayas rojas del pilar de la cama, se la echó sobre los hombros y se abrochó al cuello la cadena de oro. Luego, sacó de un rincón una vara con la empuñadura plateada; esgrimió el arma, la cruzó sobre su cintura e hizo una profunda reverencia ante Thomas. La capa…, el sombrero…, la vara…, estas cosas asustaban al chico. Se hallaba frente a un hecho crucial en su vida, y ahora que necesitaba a Flagg más que nunca, éste parecía vestido como para…, para…
Parecía vestido como para irse de viaje.
El pánico que había sentido unos momentos antes sólo era un pequeño susto en comparación con el espanto de las tremendas garras frías que ahora atenazaban su corazón.
—¡Entonces, querido Thomas, espero que goces de buena salud durante toda tu vida, y te deseo cuanta felicidad pueda albergar tu corazón, así como un largo y próspero reinado…! ¡Adiós!
Comenzó a caminar hacia la puerta. Estaba pensando que el pánico había paralizado completamente al niño y que él, Flagg, tendría que idear alguna estratagema para regresar al lado de aquel chiquillo tonto sin que se diera cuenta de que lo hacia de intento, cuando Thomas se las arregló para pronunciar con sofoco una única palabra.
—¡Espera!
Flagg se dio vuelta, con una expresión de interés en su rostro.
—¿Mi señor rey?
—¿A dónde…, a dónde vas?
—Bien… —Flagg puso cara de sorprendido, como si no se le hubiese ocurrido pensar antes que a Thomas podría importarle—. Para comenzar, a Andua. Como sabes, allí son excelentes marinos, y allende el Mar del Mañana hay muchas tierras en las cuales jamás he estado. A menudo, algún capitán lleva consigo a bordo un mago para que le traiga buena suerte; le sirve para invocar una brisa si el barco no avanza y para avisarle si va a hacer mal tiempo. En el caso de que nadie quiera llevar consigo a un mago, pues aunque ya no soy tan joven como cuando llegué aquí por primera vez, todavía puedo anudar una cuerda o desplegar una vela.
Sonriendo, Flagg representó la actividad con una pantomima, sin soltar nunca su vara.
Thomas estaba nuevamente apoyado sobre los codos.
—¡No! —dijo casi gritando—. ¡No!
—Mi señor rey…
—¡No me llames de ese modo!
Flagg se le acercó, permitiéndose ahora una expresión de profunda preocupación.
—Pero, Tommy. Querido Tommy. ¿Qué ocurre?
—¿Que qué ocurre? ¿Que qué ocurre? ¿Cómo es posible que seas tan estúpido? Mi padre ha sido envenenado, Peter está encerrado en la Aguja condenado por el crimen, yo debo ser rey, tú planeas marcharte, ¿y aún quieres saber qué ocurre? —Thomas articuló una estridente y corta carcajada.
—Pero, Tommy, así es como son las cosas —dijo Flagg con suavidad.
—Yo no puedo ser rey —insistió Thomas, aferrándose al brazo de Flagg y clavando profundamente sus uñas en la peculiar piel del mago—. Se suponía que Peter iba a reinar. ¡Él siempre fue el más listo de los dos, yo era el estúpido; yo soy estúpido, yo no puedo ser rey!
—Dios hace a los reyes —sentenció Flagg.
Dios…, y a veces los magos, pensó, reprimiendo en su interior una sonrisa.
—Te ha hecho rey a ti, y créeme, Tommy, tú sabrás serlo. O serás rey, o sobre ti caerá un montón de inmundicia.
—¡Dejemos que caiga la inmundicia! Me mataré.
—No harás semejante cosa.
—Prefiero matarme a que me recuerden socarronamente durante mil años como el príncipe que se murió de miedo.
—Serás un buen rey, Tommy. Nunca tengas miedo. Pero ahora debo marcharme. Estos días son fríos; las noches lo son todavía mucho más. Y no quiero estar fuera de la ciudad antes del anochecer.
—¡No! ¡Quédate! —Thomas tiró violentamente de la capa de Flagg—. ¡Si tengo que ser rey, quédate y aconséjame, como le has aconsejado a mi padre! ¡No te vayas! ¡De todas maneras, no sé por qué quieres marcharte! ¡Has vivido aquí siempre!
Ah, finalmente, pensó Flagg. Esto está mejor. Bueno, esto es magnífico.
—Se me hace difícil marcharme —declaró Flagg, en tono grave—. Muy difícil. Quiero a Delain. Y también te quiero a ti, Tommy.
—¡Entonces quédate!
—Tú no comprendes mi situación. Anders Peyna es un hombre poderoso, un hombre extremadamente poderoso. Y yo no le caigo bien. Creo que sería más exacto decir que me odia.
—¿Por qué?
En parte porque sabe que mi estancia aquí se remonta a mucho, muchísimo, tiempo atrás. Y, sobre todo, porque se da cuenta de cuál es mi verdadero interés en Delain.
—Es difícil de decir, Tommy. Supongo que tiene que ver con el hecho de que él es un hombre muy poderoso, y por lo general los hombres poderosos se sienten agraviados por quienes con tan poderosos como ellos. Personas como el consejero más cercano al rey.
—¿Como tú, que eras el consejero más cercano a mi padre?
—Así es. —Cogió la mano de Thomas y la apretó durante unos instantes; luego la soltó. Lanzando un suspiro de tristeza—. Los consejeros de un rey se parecen mucho a los ciervos del parque privado de un monarca. A estos ciervos los cuidan, los miman y les dan de comer en la mano. Tanto los consejeros como los ciervos domesticados llevan vidas placenteras, pero en muchas ocasiones he visto cómo el ciervo domesticado termina en la mesa del soberano cuando en el coto privado del reino no se conseguía un macho salvaje para los bistecs o el guiso de venado que debía ser servido por la noche. Cuando muere un rey, de una manera o de otra, sus viejos consejeros desaparecen.
—¿Peyna te ha amenazado?
—No… Se ha comportado muy bien —dijo Flagg—. Ha sido muy paciente. No obstante, he podido ver en sus ojos que su paciencia no durará siempre. En sus pupilas he leído que quizá yo encuentre el clima de Andua mucho más beneficioso para mi salud. —Se incorporó haciendo revolotear su capa—. Así que…, a pesar de lo poco que me gusta tener que irme…
—¡Espera! —volvió a gritar Thomas, y su angustiada voz dio a entender a Flagg que iba a poder satisfacer todas sus ambiciones—. Fuiste protegido cuando mi padre era rey, porque eras su consejero. Ahora que el rey soy yo, tendrías protección si fueses mi consejero.
Flagg fingió pensarlo seria y profundamente.
—Sí…, supongo que si…, siempre que le hagas saber a Peyna muy claramente…, muy claramente por cierto…, que cualquier movimiento contra mí será visto con desaprobación real. Con una gran desaprobación real.
—¡Oh, lo haré! —dijo ansiosamente Thomas—. ¡Lo haré! ¿Así que te quedas? ¿Por favor? ¡Si te vas, yo de veras me mataré! ¡No sé nada acerca de cómo comportarme, y de veras que lo haré!
Flagg continuaba parado, con la cabeza gacha, el rostro oculto por las sombras, dando la impresión de que pensaba en algo muy importante. En realidad, se estaba sonriendo.
Pero cuando levantó la cabeza, su rostro tenía una expresión taciturna.
—He estado al servicio del reino de Delain durante casi toda mi vida —dijo—, y supongo que si me ordenáis que me quede, que me quede y me ponga a vuestra disposición todas mis habilidades…
—¡Así te lo ordeno! —chilló Thomas con voz temblorosa y febril.
Flagg se dejó caer sobre una rodilla.
—¡Mi señor! —dijo.
Thomas, sollozando aliviado, se arrojó en los brazos de Flagg. El mago lo agarró, abrazándole.
—No lloréis, mi pequeño soberano —susurró—. Todo se solucionará. Sí, todo se solucionará para ti, para mí y para el reino.
Su sonrisa se hizo más amplia, mostrando unos dientes muy blancos y muy sanos.
Thomas no logró pegar los ojos durante toda la noche anterior a su coronación en la Plaza de la Aguja, y en las primeras horas de la mañana de aquel temido día sufrió un ataque de vómitos y diarrea a causa de su nerviosismo. Era el miedo al público. Esto del miedo al público podrá sonar ridículo y gracioso, pero en aquel caso se trataba de algo mucho más serio. Thomas era todavía un niño, y lo que había sentido durante la noche, cuando por lo general casi todos estamos solos, fue un temor tan intenso que sin duda podríamos denominarlo terror mortal. Llamó a un criado y le ordenó que fuera a buscar a Flagg. El siervo, alarmado por la palidez de Thomas y por el olor a vómito que invadía la habitación, salió corriendo en busca del mago y sin apenas esperar a ser admitido, se precipitó en las habitaciones de Flagg para decirle que ei principito parecía estar muy enfermo, que quizá se estuviera muriendo.
Flagg, que se imaginaba cuál era el problema, le dijo al criado que volviese y le comunicara a su señor que pronto estaría con él, y que no se asustase. Tardó veinte minutos en presentarse.
—No lo voy a resistir —gimió Thomas, que había vomitado en la cama, y cuyas sábanas despedían muy mal olor—. No puedo ser rey, no puedo, por favor, tienes que hacer algo para que no ocurra. ¿Cómo voy a presentarme frente a Peyna, si quizá vomite ante él y ante todos los demás; vomite o…, o…?
—No te pasará nada —dijo Flagg en tono tranquilo; le había preparado una infusión que aliviaría las molestias de su estómago y, durante un tiempo, mantendría inactivos sus intestinos—. Tómate esto.
Thomas se lo bebió.
—Me voy a morir —dijo, depositando el vaso a un lado—. No tendré que matarme. Sencillamente, mi corazón reventará a causa del miedo. Mi padre decía que a veces los conejos morían de esa manera en las trampas, incluso sin estar malheridos. Y eso es lo que soy. Un conejo atrapado, muriéndose del susto.
En parte tienes razón, querido Tommy, pensó Flagg. No te estás muriendo de miedo como piensas, pero sin duda eres un conejo atrapado.
—Creo que pronto se te irán esas ideas de la cabeza —dijo Flagg.
Ahora estaba mezclando una segunda poción. Era de un color rosa turbio, un tono apagado.
—¿Qué es eso?
—Algo para calmar tus nervios y hacer que duermas.
Thomas se lo bebió. Flagg se sentó a su lado. Muy pronto el niño cayó en un profundo sueño; tan profundo era que si el criado le hubiera visto en ese momento, podría pensar que su predicción se había vuelto realidad y Thomas estaba muerto. Flagg cogió la mano del pequeño durmiente y la palmeó con algo de afecto. A su manera, él quería a Thomas, pero Sasha hubiese definido el amor de Flagg como realmente era: el amor del amo por su perro mascota.
Se parece tanto a su padre, pensó Flagg, y el viejo nunca lo supo. Oh, Tommy, tú y yo viviremos momentos maravillosos y, antes de que me canse, en el reino correrá sangre real. Me marcharé, pero no muy lejos, al menos no en un principio. Volveré disfrazado sólo para contemplar tu podrida cabeza empalada… y para herir el pecho de tu hermano y con mi daga arrancarle el corazón y comérmelo crudo, así como su padre se comió el corazón de su preciado dragón.
Sonriendo, Flagg abandonó la habitación.
La coronación tuvo lugar sin problemas ni complicaciones. Los criados de Thomas (él aún no tenía mayordomo ya que era muy joven, pero pronto le pondrían uno a su disposición) lo vistieron para la ocasión con fina ropa de terciopelo negro adornada de joyas (Todas mías, había pensado Thomas asombrado y con un matiz de codicia. Ahora todas son mías) y altas botas negras hechas de la mejor piel de cabritilla.
—Ya es hora, mi señor rey —dijo Flagg, apareciendo de pronto y comprobando que Thomas se hallaba menos nervioso de lo que se esperaba. El sedante que le había dado la noche anterior aún continuaba haciéndole efecto.
—Cógeme del brazo entonces —dijo—, por si tropiezo.
Flagg cogió el brazo de Thomas. Durante los años siguientes, esta postura sería familiar para los habitantes de la ciudad de la corte: Flagg sosteniendo al niño rey como si se tratase de un anciano y no de un saludable jovenzuelo.
Salieron juntos a una radiante e invernal luz solar.
Un imponente clamor parecido al sonido de las olas rompiendo contra las extensas y desoladas costas de la Baronía Oriental les recibió. Thomas miró a su alrededor, sorprendido por los gritos de júbilo, y su primer pensamiento fue: ¿Dónde está Peter? ¡Esto seguramente debe ser para Peter! Luego recordó que Peter se hallaba en la Aguja y se dio cuenta de que el vitoreo era para él. Sintió un asomo de placer… y os debo decir que el placer no era sólo por saber que lo aclamaban a él. Sabía que Peter, encerrado en los desolados cuartos de la torre, también debía estar escuchando aquellos vítores.
¿Qué importa ahora que siempre hayas sabido mejor las lecciones?, pensó Thomas con una felicidad interna que al mismo tiempo le reconfortaba y le remordía. ¿Qué importancia tiene ahora? ¡Tú estás encerrado en la Aguja y yo…, yo seré rey! ¿Qué más da que todas las noches le hayas llevado una copa de vino…?
Pero este último pensamiento hizo que en su frente se formase una extraña y pegajosa capa de sudor, por lo cual lo apartó en seguida de su cabeza.
Los gritos de júbilo se alzaron una y otra vez al pasar Thomas y Flagg primero por la Plaza de la Aguja y luego por debajo del arco formado por las elevadas espadas ceremoniales de la Guardia Local, de nuevo vestida con sus rojos y elegantes uniformes de gala y sus altos morriones «quijada de lobo». Thomas comenzó realmente a disfrutar de la situación. A modo de saludo levantó una mano, y los vítores de sus súbditos se convirtieron en una tormenta. Los hombres arrojaban sus sombreros al aire. Las mujeres lloraban de alegría. En el aire se elevaron los gritos de ¡El rey! ¡El rey! ¡Mirad al rey! ¡Thomas el Portador de la Luz! ¡Larga vida al rey! Thomas, que era sólo un niño, creía que lo decían por él. Flagg, que quizá jamás había sido niño, estaba más enterado. Los vítores se debían a que el tiempo de incertidumbre había pasado. Aclamaban el hecho de que las cosas continuaran igual que siempre, que las tiendas volvieran a abrir, que los soldados somnolientos con ajustadas gorras de cuero no tuvieran que seguir montando guardias por las noches alrededor del castillo, que a continuación de la solemne ceremonia todo el mundo pudiera emborracharse sin la preocupación de ser despertados por los sonidos de una confusa revuelta nocturna. El lugar de Thomas podría haber sido ocupado por otra persona cualquiera. Él era un gobernante títere.
Pero Flagg se encargaría de que Thomas jamás se enterase de esa realidad.
No, a ningún precio, hasta que fuera demasiado tarde.
La ceremonia en sí misma fue corta. Estuvo oficiada por Anders Peyna, quien parecía haber envejecido veinte años en una semana. Thomas contestó, Lo haré, Lo seré, y Lo juro en los momentos adecuados, tal y como le había entrenado Flagg. Al finalizar los rituales, que se desarrollaron en un silencio absoluto permitiendo que incluso quienes se hallaban situados a mucha distancia pudieran escucharlos con claridad, la corona fue depositada sobre la cabeza de Thomas. Volvieron a alzarse los gritos de júbilo, más fuertes que nunca, y Thomas miró hacia arriba, hacia la pulida y redondeada piedra de la pared de la Aguja, donde en lo más alto había solamente una ventana. No podía ver si Peter le estaba observando, pero confió en que así lo hiciese. Confió en que su hermano estuviera mirando hacia abajo, mordiéndose los labios de frustración hasta que la sangre le manchase la barbilla, del mismo modo que a menudo Thomas se había mordido los suyos hasta que aparecía una blanca red de pequeñas señales.
¿Los puedes oír, Peter?, se dijo chillando para sus adentros. ¡Me están aclamando a mí! ¡Me están aclamando a mí! ¡Finalmente me están aclamando a mí!
Durante su primera noche como rey, Thomas el Portador de la Luz se despertó sobresaltado, con el rostro rígido y horrorizado, y las manos apretadas contra la boca como si estuviera conteniendo un grito. Acababa de tener una terrible pesadilla, mucho peor que aquellas en las cuales revivía la desagradable tarde pasada en la Torre del Este.
Este sueño también había sido una especie de recuerdo. Se encontraba otra vez en el pasadizo secreto, espiando a su padre. Era la noche en que Roland, borracho y furioso, comenzó a pasearse por toda la sala desafiando a las cabezas colgadas en las paredes. Pero cuando se enfrentó a la de Niner, las cosas que dijo no fueron las mismas.
¿Por qué me miras así?, exclamaba su padre en el sueño. Él me ha matado y supongo que tú no has podido impedirlo. ¿Pero cómo soportas ver a tu hermano en prisión por ello? ¡Contéstame, maldito seas! ¡He hecho todo con la mejor intención, fíjate en mí! ¡Fíjate en mí!
Su padre comenzó a arder. Su rostro adquirió el profundo color rojo de un fuego bien encendido. De sus ojos, de su nariz y de su boca salía humo. El dolor le hizo doblarse en dos y Thomas pudo ver que los cabellos de su padre se estaban quemando. Fue entonces cuando se despertó.
¡El vino!, pensó Thomas horrorizado. ¡Aquella noche Flagg le llevó una copa de vino! ¡Todo el mundo sabía que Peter te llevaba vino cada noche, así que creyeron que fue Peter quien te dio la copa con el veneno! ¡Pero aquella noche Flagg también le llevó vino, aunque nunca antes to había hecho! ¡Y el veneno pertenecía a Flagg! ¡El dijo que se lo habían robado hacía unos años, pero…!
No debía permitirse pensar en esas cosas. No debía hacerlo. Porque si pensaba en ellas…
—Me matará —susurró Thomas, aterrorizado.
Puedes ir a ver a Peyna. A él no le agrada Flagg.
Sí, podía hacer eso. Pero en ese instante apareció todo su viejo rencor y su envidia hacia Peter. Si se lo decía, Peter sería liberado de la Aguja y tomaría su lugar como rey. Thomas volvería a ser otra vez un don nadie, sólo un príncipe inepto que había sido rey por un día.
A Thomas le bastó una jornada para descubrir que le podría gustar ser rey; podría gustarle mucho, especialmente si Flagg le asesoraba. Por otra parte, él en realidad no sabía nada, ¿no era así? Sólo tenía una vaga idea, y sus ideas siempre habían estado equivocadas.
¿El me ha matado y supongo que tú no has podido impedirlo? ¿Pero cómo soportas ver a tu hermano en prisión por ello?
No importa, pensó Thomas, debe ser un error, tiene que ser un error, e incluso si no lo es, bien se lo ha merecido. Se volvió del otro lado dispuesto a dormirse de nuevo. Y después de un largo rato, el sueño apareció.
Durante los siguientes años, aquella pesadilla volvía a veces a presentarse: su padre acusando al oculto hijo que le espiaba, para doblarse luego en dos, humeante, con los cabellos ardiendo. En esos años, Thomas descubrió dos cosas: la culpa y los secretos, que como los huesos de alguien asesinado, nunca descansan en paz; sin embargo era posible vivir con el conocimiento de aquellas dos cosas.
Si le hubierais preguntado a Flagg, él habría contestado con una sonrisa desdeñosa que Thomas era incapaz de guardar un secreto de otra persona a excepción de que fuera un débil mental, y quizá ni siquiera de alguien así. Indudablemente, Flagg hubiese dicho que el hombre cuya subida al trono había orquestado, no podía guardar un secreto. Pero los hombres como Flagg están llenos de orgullo y se sienten seguros de sí mismos, y a pesar de que han visto muchas cosas, en ocasiones son extraordinariamente ciegos. Flagg nunca adivinó que aquella noche Thomas había estado detrás de Niner, y que había visto cómo él le ofrecía a Roland la copa con el vino envenenado.
Éste era un secreto que Thomas sabía guardar.
Por encima del júbilo de la coronación, en lo alto de la Aguja, Peter miraba hacia abajo de pie ante una pequeña ventana. Como había esperado Thomas, lo vio y lo escuchó todo, desde los primeros vítores, cuando Thomas hizo su entrada apoyado en el brazo de Flagg, hasta su desaparición en el palacio después de la coronación, también del brazo de Flagg.
Después de finalizada la ceremonia, Peter permaneció ante la ventana aproximadamente unas tres horas observando a la multitud. No parecían estar dispuestos a marcharse a sus casas. Había mucho que debatir y que recordar. Fulano tenía que contarle a Zutano dónde se encontraba cuando se enteró de que el viejo rey estaba muerto, y luego los dos tenían que referírselo a Mengano. Las mujeres lloraron a gusto en el último homenaje a Roland y comentaron el buen aspecto de Thomas y cuán tranquilo había estado. Los niños se perseguían unos a otros y jugaban a que eran reyes, hacían rodar aros, se caían al suelo lastimándose las rodillas, gritaban, reían y siempre volvían a perseguirse. Los hombres se palmeaban las espaldas entre sí y se decían unos a otros que esperaban que ahora todo volviera a la normalidad. Había sido una semana terrible, pero ahora todo retornaría a su cauce. A pesar de todas las intenciones, entre ellos habitaba una sensación de temor e incertidumbre, como si se dieran cuenta de que no todo estaba tan bien, que la situación confusa que se había creado con la muerte del viejo rey aún no había sido aclarada.
Naturalmente, Peter no podía saber nada de todo esto desde su elevado y solitario confinamiento en la Aguja, pero percibía alguna cosa. Sí, algo percibía.
A las tres de la tarde, tres horas antes de lo acostumbrado, los establecimientos de aguamiel abrieron sus puertas al público, supuestamente en honor a la coronación del nuevo rey, pero la razón principal era que les aguardaba un excelente negocio. La gente quería beber y celebrar. Hacia las siete, la mayoría de los habitantes de la ciudad caminaban por las calles haciendo eses, bebiendo a la salud de Thomas el Portador de la Luz (o disputando entre ellos). Ya casi había anochecido cuando los parrandistas comenzaron al fin a dispersarse.
Peter se alejó de la ventana y fue a sentarse en la única silla que había en su «sala de estar» (este nombre era una cruel broma). Permaneció con las manos entrelazadas sobre su regazo. Se quedó inmóvil, observando cómo se oscurecía la habitación. Le trajeron la cena: carne grasienta, cerveza aguada y un tosco pan tan salado que si hubiera comido un trozo le habría picado la boca. Pero Peter no probó ni la carne ni el pan, y tampoco bebió la cerveza.
Alrededor de las nueve de la noche, mientras el alboroto volvía otra vez a las calles (ahora la muchedumbre era mucho más ruidosa…, casi alborotadora), Peter entró en su otra habitación, se quitó la camiseta, se lavó la cara con agua de la vasija y, arrodillándose junto a su cama, comenzó a rezar. Luego se acostó. El pequeño dormitorio era muy frío, y sólo le habían dejado una manta. Peter se tapó con ella, y cruzando los brazos por detrás de la cabeza se quedó mirando la oscuridad.
Desde la calle le llegaban gritos, vítores y risas. De cuando en cuando se podía escuchar el estampido de petardos, y en una ocasión, cerca de la medianoche, hubo una flatulenta explosión de pólvora originada por el disparo de fogueo que hizo un soldado borracho. Al día siguiente, el desafortunado soldado fue enviado a los confines orientales del reino de Delain, a causa de su embriagado saludo al nuevo rey, pues la pólvora era escasa en Delain, y se atesoraba celosamente.
En algún momento cerca de la una de la mañana, Peter finalmente cerró los ojos y se durmió.
A la mañana siguiente, ya estaba en pie a las siete. Se arrodillo, tiritando de frío, con hinchazones en brazos y piernas, y echando por la boca blancas vaharadas, se puso a rezar. Cuando terminó sus oraciones, se vistió. Después fue a su «sala de estar», y durante dos horas permaneció silencioso delante de la ventana, observando cómo debajo de él la ciudad volvía a animarse. A diferencia de otros días, aquél se desarrollaba de un modo lento e irregular; la mayoría de los adultos de Delain se habían despertado atontados debido a la resaca. Se encaminaban a sus trabajos vacilantes y de mal humor. Muchos de ellos se dirigían a sus obligaciones reprendidos por enfadadas esposas, que no tenían compasión de su dolor de cabeza. A Thomas también le dolía, pues la noche anterior había bebido demasiado vino; pero al menos no tenía que soportar la reprimenda de esposa alguna.
Peter recibió el desayuno. Beson, su carcelero jefe, que también tenía resaca, le trajo cereales sin azúcar, leche aguada que estaba a punto de agriarse, y otra vez el tosco y salado pan. Era un amargo contraste con los placenteros desayunos que Peter había disfrutado en su estudio, así que no probó nada de aquello.
A las once, uno de los carceleros inferiores retiró silenciosamente lo que le habían servido.
—Creo que el príncipe tiene la intención de morirse de hambre —le dijo a Beson.
—Magnífico —respondió el jefe con indiferencia—. Nos ahorrará el trabajo de tener que cuidarlo.
—Quizá teme que lo envenenen —aventuró a opinar el carcelero inferior.
Pese a su dolor de cabeza, Beson lanzó una carcajada. Se trataba de un buen chiste.
Peter pasó casi todo el día en la silla de su «sala de estar». Al caer la tarde, volvió a situarse ante la ventana, la cual no tenía barrotes. A menos que uno fuera un pájaro no había otra dirección que hacia abajo. Ni Peyna, ni Flagg ni Aron Beson se preocupaban de que el prisionero pudiera descender por allí de alguna manera. Las curvas paredes de piedra de la Aguja eran completamente lisas. Era posible que una mosca fuese capaz de hacerlo, pero no un ser humano.
Y si llegaba a deprimirse lo suficiente como para saltar, ¿acaso le habría importado a alguien? No mucho. El Estado se ahorraría los gastos de manutención de un asesino de sangre real.
Peter observaba sentado cómo los rayos del sol se deslizaban por el pavimento y las paredes. Le trajeron la cena: carne grasienta, cerveza aguada y pan salado. Peter no la tocó.
Cuando el sol se hubo escondido, permaneció sentado en la oscuridad hasta las nueve, y luego se fue a su dormitorio. Se quitó la camiseta, se arrodilló y, mientras rezaba, de sus labios salían pequeñas bocanadas blancas. Se metió en la cama, cruzó los brazos detrás de la cabeza y se quedó tendido sobre la espalda mirando a la nada. Pensaba en lo que se había convertido. Alrededor de la una de la mañana ya estaba durmiendo.
Así pasó también el segundo día.
Y el tercero.
Y el cuarto.
Durante toda una semana Peter no comió, ni habló, y lo único que hizo fue mirar por la ventana de su sala de estar y sentarse en la silla, observando cómo el sol se deslizaba por el suelo para trepar luego por la pared hasta llegar al techo. Beson estaba convencido de que el muchacho vivía en una absoluta negrura de culpa y desesperación; él ya había visto casos parecidos, especialmente entre la realeza. El muchacho moriría, pensó, como un pájaro que no ha nacido para vivir enjaulado. El muchacho moriría, y en buena hora para él.
Pero al octavo día, Peter llamó a Aron Beson y le dio ciertas instrucciones… y no lo hizo como un prisionero.
Se las dio como un rey.
Peter sí que se sentía desesperado…, pero no se trataba de algo tan profundo como suponía Beson. Durante su primera semana en la Aguja estuvo pensando acerca de su situación, y tratando de decidir lo que debía hacer. Había ayunado para poner en orden sus ideas. Finalmente lo consiguió, pero por algún tiempo se sintió terriblemente perdido, y la gravedad de la situación pesaba sobre su cabeza como el yunque de un herrero. Entonces recordó una gran verdad: él sabía que no había matado a su padre, aun cuando todos en el reino pensaran lo contrario.
Durante el primero y el segundo día, sostuvo una lucha con sentimientos inútiles. Su parte más infantil no se cansaba de repetir, ¡No es justo! ¡Esto no es justo! Y por supuesto que no lo era; pero aquella manera de pensar no le conducía a ninguna parte. El ayuno le sirvió para volver a recobrar el dominio de sí mismo. El estómago vacío le ayudó a desprenderse de su actitud infantil. Comenzó a sentirse más puro, despojado, vacío…, como una copa a la espera de ser llenada. Después de dos o tres días sin comer nada, los ruidos de su estómago desaparecieron, y entonces comenzó a escuchar más claramente sus verdaderos pensamientos. Rezó, pero algo en él le decía que aquel acto era más que rezar; estaba hablando consigo mismo, escuchándose, preguntándose si existía una forma de salir de aquella prisión de los cielos en la cual le habían encerrado con tanta habilidad.
Él no había matado a su padre. Esto era lo más importante. Alguien le había echado la culpa. Aquello le seguía en importancia. ¿Quién? Naturalmente, existía sólo una persona que podría haberlo hecho; no había más que una persona en todo Delain que pudiera tener un veneno tan horrible como la Arena Dragón.
Flagg.
Era muy lógico. Flagg sabía que no hallaría lugar para él en un reino gobernado por Peter. Flagg se había cuidado de que Thomas fuera su amigo… y de que le temiese. De algún modo, Flagg asesinó a Roland y luego dispuso las pruebas para enviar a Peter a aquella prisión.
Hasta aquí llegó en la tercera noche del reinado de Thomas.
¿Entonces qué era lo que debía hacer? ¿Resignarse? No, él no haría eso. ¿Escapar? No podría hacerlo. Jamás nadie se había escapado de la Aguja.
Salvo que…
La idea fugaz comenzó a hacerse más clara.
Una idea fugaz le cruzó por la cabeza. Fue durante la cuarta noche, mientras observaba la bandeja con su cena. Carne grasienta, cerveza aguada, pan salado. Un plato blanco vacío. Faltaba la servilleta.
Salvo que…
La idea fugaz comenzó a hacerse más clara.
Tenía que haber una manera de escaparse. Tenía que haberla. Sería tremendamente peligrosa, y le llevaría mucho tiempo. Era probable que después de todos los preparativos, y a pesar de sus esfuerzos, finalmente sólo consiguiera morir. Pero…, tenía que haber una manera.
¿Y qué sucedería si lograba escapar? ¿Podría demostrar que el mago era el verdadero asesino? Peter no lo sabía. Flagg era un vieja serpiente taimada, y no habría dejado ninguna evidencia que más tarde pudiera implicarle. ¿Sería capaz Peter de arrancarle al mago una confesión? Si que sería capaz, siempre suponiendo que lograse ponerle las manos encima. Peter creía que Flagg se esfumaría al enterarse de que Peter se había escapado de la Aguja. Suponiendo que Peter lograse hacerle confesar, ¿habría alguien que creyese en las palabras de Flagg? Oh sí, ha confesado haber asesinado a Roland, diría la gente. Peter, el parricida fugado, le amenazó con una espada al cuello. ¡En una situación así, yo confesaría cualquier cosa, incluso haber asesinado a Dios!
Quizás estéis tentados de reíros de Peter, dando vueltas en su cabeza a semejantes cosas mientras se hallaba prisionero a casi cien metros de altura. Es probable que penséis que él intentaba empezar la casa por el tejado. Pero Peter había visto una manera de escaparse. Podría ser, por supuesto, sólo una manera de morir joven, no obstante él pensaba que valía la pena intentarlo. Sin embargo…, ¿había algún motivo para tomarse todo aquel trabajo, si finalmente no condujera a ninguna parte? ¿Y si, lo que era peor aún, aquello le causara al reino un nuevo daño que él era incapaz de vislumbrar?
Peter pensó sobre todas estas cosas y rezó por que se solucionaran. Así pasó la cuarta noche…, la quinta… y la sexta. En la séptima noche, Peter llegó a esta conclusión: era mejor intentarlo, que no intentarlo; mejor hacer un esfuerzo para corregir una equivocación aun cuando tuviera que morir en el intento. Se había cometido una injusticia. Peter descubrió algo peculiar: el hecho de que la injusticia se la hubiesen hecho a él no era ni la mitad de importante que el hecho de que todos tuvieran que padecerla. Sería necesario enmendarla.
Al octavo día del reinado de Thomas, Peter mandó llamar a Beson.
Beson escuchó el discurso del príncipe prisionero con incredulidad y creciente ira. Cuando Peter acabó, Aron Beson dejó escapar tal sarta de obscenidades que hasta un caballo se hubiese sonrojado.
Peter permaneció de pie en su sitio, impasible.
—¡Asesino, mocoso canalla! —concluyó Beson, en un tono de voz cercano a la sorpresa—. Crees que todavía estás viviendo rodeado de lujo, con sirvientes a tu disposición cada vez que levantas uno de tus lindos dedos. Pero aquí eso se acabó, mi pequeño príncipe. Sí, señor.
Beson inclinó el cuerpo hacia delante, proyectando su despreciable barbilla, y pese a que el hedor del hombre (vino barato dulzón y espeso, y gruesas costras grises de suciedad) era casi opresivo, Peter no cedió terreno. No había reja entre ellos; Beson tenía poco que temer de un prisionero, y ciertamente no sentía temor de aquel mozalbete. El carcelero jefe tenía cincuenta años, era bajo, ancho de espaldas y barrigón. Su seboso cabello le colgaba en mechones alrededor de las mejillas y sobre la nuca. Después de haber entrado en el cuarto de Peter, uno de los carceleros inferiores cerró la puerta con llave.
Beson transformó su mano izquierda en un puño y lo sacudió delante de la nariz de Peter. La mano derecha la deslizó en el bolsillo inferior de su camisa y la cerró en torno a un pulido cilindro de metal. Un fuerte puñetazo con el puño cargado podría quebrarle la mandíbula a un hombre. Beson ya lo había hecho anteriormente.
—Te guardas tus demandas y te las metes en las narices con el resto de los bribones, mi querido principito. Y la próxima vez que me llames y me vengas con una basura real como ésta, lo pagarás con tu sangre.
Beson se dirigió a la puerta, achaparrado y encorvado, casi la viva imagen de un gnomo. Se desplazaba llevando a todas partes su propia y compacta nube de hedor.
—Corres el peligro de cometer una extremada y grave equivocación —dijo Peter con voz suave pero firme que hacia impresión.
Beson se volvió hacia el prisionero con el rostro incrédulo.
—¿Qué has dicho?
—Me has oído —repuso Peter—. Y la próxima vez que te dirijas a mi, pequeño nabo apestoso, creo que es mejor que recuerdes que estás hablando con la realeza, ¿está claro? Mi linaje no ha cambiado por haber subido esas escaleras.
Beson se quedó sin habla por unos instantes. Abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua; aunque cualquier pescador que hubiese atrapado algo tan feo lo habría vuelto a tirar. Las audaces demandas de Peter, dichas en un tono de voz que no dejaba dudas de que en realidad eran órdenes que no aceptaban una negativa, habían hecho que la furia calentase la cabeza de Beson. Una de las demandas parecía provenir de alguien completamente afeminado o francamente loco. Beson la desechó al instante por considerarla un disparate. La otra, sin embargo, se refería a las comidas. Aquello, junto a la firme resolución que emanaba de los ojos del joven, le indicó que el príncipe había optado por dejar la desesperación a un lado y continuar viviendo.
La perspectiva de un futuro con días ociosos y noches de borrachera había brillado con esperanzas. Ahora habían vuelto a desvanecerse. Aquel muchacho parecía muy saludable y muy fuerte. Era probable que viviese muchos años. Parecía probable que Beson tuviera que mirar el rostro del joven asesino por el resto de su propia vida. ¡Un pensamiento para irritar a cualquier hombre! Además…
¿Nabo apestoso? ¿En realidad me ha llamado nabo apestoso?
—Oh, mi querido principito —dijo Beson—. Creo que eres tú el que ha cometido la equivocación…, pero te aseguro que jamás la volverás a repetir.
Sus labios se separaron en una sonrisa, dejando ver unos pocos fragmentos de dientes ennegrecidos. Ahora, que se preparaba para atacar, sus movimientos eran sorprendentemente más ágiles. Sacó la mano derecha del bolsillo inferior, agarrando la barra de metal.
Peter dio un paso hacia atrás, sus ojos yendo y viniendo de los puños al rostro de Beson. Detrás del carcelero, la diminuta ventana barrada, que tenía en el centro la puerta de entrada, se hallaba abierta. Dos de los carceleros inferiores apretaban allí sus cerdosas mejillas, sonriendo a la espera de que diera comienzo la diversión.
—Sabes bien que a los prisioneros reales se les ha de tener cierta consideración en los asuntos menores —argumentó Peter, caminando siempre hacia atrás y en círculos—. Es una tradición. Y no te he pedido nada inconveniente.
La sonrisa de Beson se hizo más amplia. Creyó haber percibido temor en la voz del joven. Estaba en un error. Aquel error podría volverse contra él de un modo al cual no estaba acostumbrado.
—Por esas tradiciones se paga, incluso entre la realeza, mi principito.
Beson se frotó el pulgar izquierdo y jugueteó con su mano. El puño derecho sujetaba firmemente el trozo de metal.
—Si te refieres a que deseas una cierta cantidad de dinero de tanto en tanto, eso puede arreglarse —dijo Peter, sin dejar de retroceder—. Pero sólo si abandonas tu absurdo comportamiento en este mismo instante.
—Tienes miedo, ¿no es así?
—Si hay alguien aquí que debe tener miedo, creo que eres tú —contestó Peter—. Al parecer, tienes la intención de atacar al hermano del rey de Delain.
Este golpe dio en lo vivo, y por un momento Beson vaciló. Sus ojos se llenaron de incertidumbre. Luego echó una mirada a la ventana abierta en La puerta, vio las caras de sus carceleros inferiores, y su propio rostro volvió a ensombrecerse. Si ahora se echaba atrás, tendría problemas con ellos; nada que no pudiese manejar, por supuesto, pero sería mucho más inoportuno que el disgusto que podría darle aquel pequeñajo.
Se adelantó con un rápido movimiento agitando en el aire el puño cargado. Se estaba sonriendo. Los gritos del príncipe cuando cayese sobre el pavimento con las manos en torno a su aplastada y chorreante nariz sonarían agudos e infantiles, pensó Beson.
Peter se hizo a un lado con facilidad, sus pies se movieron de un modo tan grácil como si estuviera bailando. Apresó el puño de Beson sin sorprenderse en lo más mínimo de su peso, pues había visto el reflejo del metal entre los abultados dedos del carcelero. Peter tiró de él con una fuerza que cinco minutos antes Beson no hubiera creído posible. Lo hizo surcar velozmente por el aire golpeando la curvada pared interna de la «sala de estar» con un estrépito que resonó en los pocos dientes que aún quedaban en las fauces de Beson. El hombre vio las estrellas. El cilindro de metal se cayó de su puño y rodó por el pavimento, y antes de que pudiera comenzar a recobrarse, Peter ya se había adelantado y recogido la barra. Se movía con la agilidad de un gato.
Esto no puede estar sucediendo, pensó el cancerbero consternado y estúpidamente sorprendido. Esto no puede estar sucediendo en absoluto.
Nunca había sentido temor de entrar en la prisión de dos cuartos en lo alto de la Aguja, porque nunca ninguno de los prisioneros que pasaron por allí, no de sangre noble ni de sangre real, pudieron con él. Oh, allí arriba hubo algunas peleas famosas, pero él les había enseñado quién era el jefe. Quizás ellos mandaran allá abajo, pero arriba él era el amo, y tendrían que aprender a respetar su sórdido y consolidado poder. Pero ahora aquel mozuelo que se creía…
Bramando de furia, Beson se alejó de la pared sacudiendo la cabeza para despejarla y cargó contra Peter, quien había empuñado el cilindro de metal en la mano derecha. Los carceleros inferiores observaban estupefactos el inesperado desarrollo de los acontecimientos. Ninguno de ellos pensó en intervenir; como el propio Beson, no podían creer lo que estaba sucediendo.
El custodio del príncipe cargó contra él con los brazos extendidos. Ahora que el muchacho se había apoderado de su pesa, Beson ya no estaba interesado en esa sucia pelea que él consideraba que era «boxear». Tenía la intención de luchar con Peter cuerpo a cuerpo, tirarlo al suelo, echársele encima y luego estrangularlo hasta que quedara inconsciente.
Pero el espacio que ocupaba Peter quedó vacío con increíble rapidez mientras el muchacho se hacía a un lado agazapado. Cuando el regordete y achaparrado carcelero trató de volver al ataque, Peter le golpeó tres veces seguidas con su puño derecho, cerrado alrededor del cilindro metálico. Poco limpio por mi parte, pensó Peter, ¿pero acaso he sido yo quien ha traído este pedazo de metal? Los puñetazos no eran muy fuertes. Si Beson hubiera estado contemplando una pelea y hubiese visto a alguien dar aquellos tres rápidos y agitados golpes, habría dicho riendo que eran «a puñetazos de mujercita». La idea que tenía Beson de un verdadero puñetazo de hombre era un gancho largo surcando el aire con un silbido.
Sin embargo, no se trataba en absoluto de puñetazos de señorita, no importa cuáles fuesen las preferencias de Beson. Cada uno de ellos partía desde el hombro, como le había enseñado a Peter su instructor de boxeo en las dos clases semanales que tomaba desde hacía seis años. Los golpes eran económicos, no surcaban el aire con un silbido, pero Beson sintió como si hubiese sido pateado tres veces en una rápida sucesión por un póney de enormes cascos. Cuando se quebró su pómulo, una llama de dolor le cruzó por el lado izquierdo del rostro. A Beson le sonó como si una pequeña rama se hubiese partido dentro de su cabeza. Otra vez fue a parar contra la pared. Se estrelló como una muñeca de trapo, rebotando encorvado sobre sus rodillas. Se quedó mirando al príncipe claramente consternado.
Los carceleros inferiores que observaban por el ventanillo de la puerta no podían dar crédito a sus ojos. ¿Beson vencido por un muchacho? Era tan increíble como ver llover en el cielo despejado. Uno de ellos echó un vistazo a la llave que tenía en su mano, y por un momento pensó en entrar allí, pero luego recapacitó. Allí dentro un hombre corría el riesgo de resultar herido. Así que deslizó la llave en su bolsillo; más tarde diría que se la había dejado olvidada.
—¿Estás ahora dispuesto a hablar razonablemente? —Peter ni siquiera se hallaba agitado—. Esto es absurdo. Sólo te he pedido dos pequeños favores, los cuales puedes estar seguro que te serán recompensados con creces. Tu…
Con un rugido, Beson se abalanzó de nuevo sobre Peter. En esta ocasión, lo cogió desprevenido; pero de todos modos se las arregló para hacerse a un lado, al igual que un torero se aparta cuando el toro embiste de pronto; el torero puede ser sorprendido, quizás incluso corneado, pero rara vez pierde su gracia. Peter tampoco perdió la suya, pero fue herido. Las uñas de Beson eran largas, sucias e irregulares, más parecidas a las garras de un animal que a las uñas de un ser humano, y gustaba de contarles a los carceleros inferiores (durante las tenebrosas noches de invierno, cuando el ambiente requería un relato saturado de horror) cómo en una ocasión le había rajado el cuello de oreja a oreja a un prisionero con la uña de su dedo pulgar.
Después del sorpresivo zarpazo de Beson, en la mejilla izquierda de Peter podía percibirse una linea encarnada. El corte zigzagueaba desde la sien hasta la mandíbula, y por pocos centímetros no llegaba a cruzar sobre el ojo. La mejilla quedó abierta en dos colgajos de piel, y durante toda su vida llevaría una cicatriz como resultado de aquel combate con Beson.
Peter se puso furioso. Todas las cosas que le habían sucedido durante los últimos diez días parecieron acumulársele en su cabeza, y por unos instantes estuvo lo suficientemente (no completamente, sino suficientemente) furioso como para matar al brutal carcelero jefe en vez de darle una simple lección que jamás, jamás olvidaría.
Cuando Beson se giró, fue sacudido desde la izquierda por una serie de golpes cortos de derecha. En otras circunstancias, los golpes habrían causado poco daño, pero la barra de metal de más de medio kilo en el puño de Peter los convertía en torpedos. Sus nudillos estallaron en la quijada del carcelero, el cual aulló de dolor y otra vez intentó trabarse con Peter. Fue una equivocación. Al quebrarse su nariz se oyó un crujido y la sangre comenzó a chorrearle sobre la boca y el mentón, salpicando su mugriento jubón. Volvió a sentir una llamarada de dolor cuando sobre sus labios se aplastó aquella pesada mano derecha. Beson escupió su diente, y trató de dar un rodeo. Se había olvidado de que los carceleros inferiores estaban observando, temerosos de intervenir. Beson se había olvidado de su estado a causa de la actitud del joven príncipe, dejando a un lado su anterior deseo de darle una buena lección.
Por primera vez en el ejercicio de su cargo como carcelero jefe, únicamente tenía el ciego deseo de sobrevivir. Por primera vez en el ejercicio de su cargo como carcelero jefe, Beson tenía miedo.
No le atemorizaba el hecho de encontrarse a merced de los golpes de Peter. Anteriormente ya había recibido alguna que otra paliza, si bien nunca a manos de un prisionero. No, lo que le había aterrorizado tanto era la mirada de Peter. Es la mirada de un rey. Los dioses me protejan, es el rostro de un rey; su furia resplandece casi como los rayos del sol.
Peter arrastró a Beson hasta la pared, y midiendo la distancia que había hasta su mentón levantó el pesado puño derecho.
—¿Necesitas que te siga convenciendo, nabo? —le preguntó con una sonrisa.
—No más —pidió Beson atontado, con los labios hinchados por completo—. No más, mi rey, imploro vuestra misericordia, imploro vuestra misericordia.
—¿Cómo? —preguntó Peter, asombrado—. ¿Cómo me has llamado?
Pero Beson ya se estaba deslizando lentamente hacia abajo por la curvada pared de piedra. Llamó a Peter mi rey justo antes de perder el conocimiento. Más tarde no recordaría haberlo dicho, pero Peter jamás lo olvidó.
Beson permaneció inconsciente durante más de dos horas. Si no hubiese sido por sus fuertes ronquidos, Peter habría pensado que lo había matado. El sujeto era un vulgar, malvado y solapado cerdo…, pero a pesar de todo eso, Peter no le deseaba la muerte. Los carceleros inferiores se turnaban para observar por la mirilla de la puerta de roble, con los ojos tan abiertos que parecían los de los niños cuando contemplaban al tigre antropófago de Andua en el Jardín Zoológico del rey. Ninguno de ellos hizo el menor movimiento para rescatar a su superior, y Peter podía leer en sus rostros que esperaban que, en cualquier momento, el saltase sobre el inconsciente Beson para desgarrarle la garganta. Quizá con sus dientes.
Bien, ¿y por qué no deberían pensar en esas cosas?, se preguntó Peter con amargura. Creen que he asesinado a mi propio padre, y un hombre que hace eso es capaz de cualquier acto vil incluso el de matar a un adversario inconsciente.
Finalmente Beson comenzó a gemir y a revolverse. Su ojo derecho parpadeó antes de abrirse; pero el izquierdo no podía abrirlo, y no lo abriría por completo hasta pasados unos días.
El ojo derecho observó a Peter sin odio, pero con un inconfundible sobresalto.
—¿Estás preparado para hablar razonablemente? —le preguntó el regio prisionero.
Beson murmuró algo que Peter no pudo comprender. Sonaba como de un modo blandengue.
—No entiendo lo que dices.
Beson volvió a intentarlo.
—Podríais haberme matado.
—Nunca he matado a nadie —repuso Peter—. Podrá llegar el momento en que quizá deba hacerlo, pero si así ocurriere, espero no tener que empezar por carceleros inconscientes.
Beson se sentó apoyándose contra la pared y contempló a Peter con su único ojo abierto. En su rostro se asentó una expresión de profunda preocupación, absurda y un poco atemorizadora en aquellas facciones golpeadas e hinchadas.
Por último consiguió articular otra frase babosa. Peter creyó haberle entendido esta vez, pero quería estar absolutamente seguro.
—Por favor, repite eso, señor carcelero jefe Beson.
Beson lo miró incrédulo. Así como Yosef jamás había sido llamado señor jefe de caballerizas antes de que Peter lo hiciera, tampoco Beson había sido llamado nunca señor carcelero jefe.
—Podemos hacer un trato —dijo.
—Me parece muy bien.
Beson se incorporó lentamente sobre sus piernas. No quería saber nada más de Peter, al menos por aquel día. Tenía otros problemas que resolver. Sus carceleros inferiores acababan de observar cómo había sido gravemente golpeado por un muchacho que no comía desde hacía una semana. Sólo observaron, y nada más, los cobardes borrachines. Le dolía la cabeza, y lo más probable era que tuviese que meter en vereda a aquellos pobres tontos antes de poder escabullirse a la cama.
Se estaba marchando cuando Peter le llamó.
Beson se volvió hacia atrás. Sólo fue preciso aquel movimiento.
Ambos sabían quién era allí el encargado. Beson había recibido una paliza. Cuando su prisionero le decía que esperara, él esperaba.
—Hay algo que tengo que decirte. Creo que será mejor para los dos que lo haga.
Beson no respondió ni una palabra. Permaneció de pie mirando a Peter con cautela.
—Dile a ésos —Peter movió su cabeza en dirección a la puerta— que cierren la mirilla.
Beson miró fijamente a Peter por unos instantes, y luego se giró hacia los curiosos carceleros dándoles la orden.
Los carceleros inferiores apiñados mejilla contra mejilla ante la abertura permanecieron allí observando, sin comprender las confusas palabras de Beson…, o pretendiendo no comprenderlas. Beson se lamió los dientes manchados de sangre y habló con más claridad; era obvio que lo hacía con cierto dolor. Esta vez la mirilla se cerró de un golpe y del otro lado se escuchó cómo echaban el cerrojo…, no sin que antes hubieran llegado hasta Beson las desdeñosas risas de sus subordinados. El carcelero hizo un ademán de fastidio. Sí, tendría que darles una buena lección antes de poder marcharse a casa. Los cobardes aprenden muy de prisa, se dijo a sí mismo. Aquel príncipe podría ser cualquier cosa, pero sin duda no era un cobarde. Se preguntó si realmente deseaba hacer algún tipo de trato con Peter.
—Quiero que le lleves a Anders Peyna la nota que voy a darte —dijo Peter—. Vendrás a buscarla esta noche, así lo espero.
Beson permaneció en silencio, pero se estaba esforzando por esclarecer sus ideas. Las cosas cada vez tomaban un giro más inquietante. ¡Peyna! ¡Lleva la nota a Peyna! Se había quedado rígido cuando Peter le recordó que era el hermano del rey, pero aquello no fue nada en comparación a esto. ¡Peyna, por todos los santos!
Cuanto más lo pensaba menos le gustaba.
Al rey Thomas quizá no le importase demasiado que su hermano mayor hubiera sido tratado rudamente en lo alto de la Aguja. En primer lugar, el hermano mayor había asesinado a su padre; en aquellos momentos lo más probable era que Thomas no sintiera mucho amor fraternal. Y lo más importante, Beson se sentía muy poco, o más bien nada, atemorizado cuando invocaban el nombre del rey Thomas Portador de la Luz. Como casi todos los habitantes de Delain, Beson ya había comenzado a mirar a Thomas con cierto desdén. Pero Peyna, bien…, Peyna era diferente.
Beson consideraba que Anders Peyna era mucho más peligroso que todo un regimiento de reyes marchando. Un rey era una especie de criatura distante, brillante y misteriosa como el sol. No importaba que el sol se escondiese detrás de las nubes y nos congelara, o que apareciera caliente y radiante para asarnos vivos; uno tenía que aceptar ambas cosas, debido a que todo lo que hiciese el sol era demasiado inalcanzable para que pudiera ser comprendido o modificado por las criaturas mortales.
Peyna era más parecido a un ser terrenal. La clase de ser que Beson era capaz de comprender… y temer. Peyna, el de rostro estrecho y fríos ojos azules, Peyna, con sus vestiduras de juez, con sus altos cuellos; Peyna, el que decide quién vivirá y quién irá a parar bajo el hacha del verdugo.
¿Podría aquel muchacho realmente ordenar a Peyna desde su celda en lo alto de la Aguja? ¿O tan sólo se trataba de un engaño desesperado?
¿Cómo podía ser que él lo engaño si le iba a escribir una nota la cual yo mismo tendría que hacerle llegar?
—Si yo fuese rey, Peyna me serviría en todo aquello que le ordenase —dijo Peter—. Ahora no soy rey, sino un prisionero. Sin embargo, no hace mucho tiempo le hice un favor por el cual creo que me está muy agradecido.
—Ya veo —dijo Beson, del modo más evasivo posible.
Peter lanzó un suspiro. De golpe se sintió muy fatigado, y se preguntó qué clase de ridículo sueño estaba persiguiendo. ¿Realmente creía que estaba dando los primeros pasos que le conducirían a la libertad por el hecho de haber golpeado a aquel estúpido carcelero y utilizarlo luego según su voluntad? ¿Qué garantías tenía de que Peyna fuera a hacer por él la más mínima cosa? Quizá la noción de devolver un favor recibido sólo anidaba en la cabeza de Peter.
Pero tenía que intentarlo. ¿Acaso no había llegado a la conclusión, durante las largas y solitarias noches de meditación en las que se lamentaba por el destino de su padre y por el suyo propio, de que el único y verdadero pecado sería no intentarlo?
—Peyna no es mi amigo —continuó Peter—. Y no haré nada para convencerte de lo contrario. He sido condenado por el asesinato de mi padre, el rey, y me estaría engañando si pensara que me queda algún amigo en todo Delain. ¿No estás de acuerdo, señor carcelero jefe Beson?
—Sí —respondió Beson con firmeza—. Lo estoy por completo.
—A pesar de eso, creo que Peyna se hará cargo de suministrarte el dinero que usualmente estás acostumbrado a recibir de tus reclusos.
Beson asintió con la cabeza. Cuando encerraban a un noble en la Aguja por un prolongado lapso de tiempo, Beson, por lo general, procuraba que el prisionero recibiese de comer algo mejor que la grasienta carne y la cerveza aguada, que tuviese ropa interior limpia una vez a la semana, y en ciertas ocasiones la visita de la esposa o de una querida. Esto no lo hacía gratis, naturalmente. Los prisioneros nobles casi siempre provenían de familias ricas, en las cuales nunca faltaba alguien dispuesto a pagarle por sus servicios, no importaba cuál hubiera sido el crimen.
Este crimen era de una excepcional y atroz naturaleza, pero aquí estaba este muchacho diciendo que probablemente el mismísimo Anders Peyna estaría dispuesto a suministrarle el soborno.
—Otra cosa —dijo Peter suavemente—. Creo que Peyna lo hará debido a que es un hombre de honor. Y si a mí me sucediera algo; si por ejemplo, tú y algunos de tus ayudantes vinierais esta noche a pegarme en venganza por la paliza que yo te he dado, estoy seguro de que Peyna se tomaría interés por el asunto.
Peter hizo una pausa.
—Un interés personal por el asunto.
Miró fijamente a Beson.
—¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí —repuso el carcelero, y luego agregó—: mi señor.
—¿Me traerás papel, una pluma, un tintero y un secante?
—Sí.
—Ven aquí.
Un poco perturbado, Beson se acercó.
El hedor que despedía era tremendo, pero Peter no se alejó, había descubierto que el hedor del crimen del cual se le acusaba casi le había acostumbrado al olor del sudor y de la suciedad. Observó a Beson insinuando una sonrisa.
—Susurra en mi oído —dijo Peter.
Beson parpadeó inquieto.
—¿Qué es lo que debo susurrar, mi señor?
—Una cifra —respondió Peter.
Al cabo de un momento, Beson se decidió.
Uno de los carceleros inferiores trajo los utensilios para escribir que Peter había pedido. Le dirigió una mirada cautelosa, similar a la de un gato callejero que ha sido pateado a menudo, y se escabulló antes de recibir una ración de la furia que había rellenado la cabeza de Beson.
Peter se sentó ante la destartalada mesa que se encontraba junto a la ventana, echando bocanadas de vapor debido al intenso frío. Escuchó el constante gemido del viento alrededor de la cúspide de la Aguja, observando las luces de la ciudad que brillaban al pie.
Querido Juez General Peyna, escribió, haciendo luego una pausa.
¿Cuándo veáis de quién procede esta nota, la arrugaréis en vuestra mano, lanzándola al fuego sin leerla? ¿Si la llegáis a leer, al terminar de hacerlo os reiréis desdeñosamente del tonto que, después de matar a su padre se atreve a esperar ayuda del Juez General del territorio? ¿Es posible que consigáis entrever la intención del plan y comprender lo que en realidad me propongo hacer?
Aquella noche Peter se hallaba animado, y pensó que la respuesta a las tres preguntas seguramente sería un no. Su plan bien podría fallar, pero no era muy probable que un hombre tan ordenado y metódico como Peyna pudiese descubrirlo. El Juez General estaba tan dispuesto a suponer lo que en realidad se proponía a hacer Peter como lo estaba a imaginarse a sí mismo con un alegre vestido, bailando en la Plaza de la Aguja una noche de luna llena. Y lo que pido es tan poco, pensó Peter. Sus labios nuevamente intentaron esbozar una sonrisa. Por lo menos espero y confío en que le parezca tan…
Inclinándose hacia delante, mojó la rizada pluma en el tintero y comenzó a escribir.
La siguiente noche, apenas dadas las nueve, el mayordomo de Anders Peyna respondió a una llamada desacostumbradamente tardía y miró con desprecio a la figura del carcelero jefe parado en el escalón de la puerta. Arlen, que ése era el nombre del mayordomo, había visto a Beson en otras ocasiones, naturalmente; al igual que el amo de Arlen, Beson era una parte de la maquinaria legal del reino. Pero ahora el mayordomo era incapaz de reconocerlo. La paliza que Peter le había propinado aún era reciente, y su rostro aparecía como un ocaso de rojos, púrpuras y amarillos. Su ojo izquierdo se había abierto un poco, pero todavía no pasaba de ser más que una ranura. Parecía un demonio enano, y Arlen se apresuró en cerrar la puerta casi al instante.
—Un momento —dijo Beson, con un fuerte gruñido que hizo dudar al mayordomo—. Traigo un mensaje para tu amo.
Por un instante, el hombre vaciló pero luego otra vez comenzó a entornar la puerta. La taciturna e hinchada cara del visitante era aterradora. ¿Podría tratarse de un gnomo que hubiese venido del norte del país? Supuestamente, los últimos miembros de aquellas tribus salvajes que vestían con pieles habían muerto o habían sido aniquilados durante los tiempos de su abuelo, pero así y todo…, nunca se podía saber…
—Es de parte del príncipe Peter —dijo Beson—. Si cierras esta puerta más tarde tendrás que habértelas con tu amo, creo yo.
Arlen volvió a dudar entre el deseo de dar con la puerta en las narices a aquel espíritu y el poder que todavía poseía el nombre del príncipe Peter. Si aquel individuo venía de parte de Peter, entonces debía ser el carcelero jefe de la Aguja. Sin embargo…
—No te pareces a Beson —dijo.
—Y tú tampoco te pareces a tu padre, Arlen, y más de una vez me he preguntado dónde pudo haber estado tu madre —replicó grosero el deforme espíritu, extendiéndole un sobre manchado a través de la rendija de la puerta—. Toma… llévasela a él. Me quedaré esperando. Cierra la puerta si quieres, aunque aquí fuera hace un frío condenado.
A Arlen tanto le daba que hubiera o no veinte grados bajo cero. No tenía ninguna intención de que aquel horrible sujeto compartiese el fuego de la cocina de la servidumbre. Le arrancó el sobre de la mano cerró la puerta, y echando el cerrojo se retiró…, luego regresó y echó otros dos cerrojos.
Peyna se encontraba en su gabinete, contemplando el fuego del hogar y sumergido en sus largas cavilaciones. Cuando Thomas fue coronado había luna nueva; aún no tenía media luna, y el giro que estaban tomando las cosas comenzaba a inquietarle. Flagg, eso era lo peor. Flagg. El mago ya ejercía mayor poder que durante el reinado de Roland. Pero al menos Roland había sido un hombre adulto, entrado en años, no importa lo lento que fuese para pensar. Thomas era sólo un muchacho y Peyna temía que quizá muy pronto Flagg controlase todo Delain en nombre del joven rey. Eso sería pésimo para el reino… y también pésimo para Anders Peyna, que jamás había ocultado su aversión hacia el mago.
En el gabinete había un ambiente muy confortable, delante del fuego chisporroteante, pero Peyna se dio cuenta de que, a pesar de ello, él sentía alrededor de sus tobillos una corriente de aire frío. Era una ráfaga que podría soplar cada vez más fuerte y llevarse… todo.
¿Por qué, Peter? Oh, ¿por qué, por qué? ¿Por qué no podrías haber esperado? ¿Y por qué se te ve tan perfecto por fuera, como una pomarrosa roja en otoño, si debajo de la piel estás podrido? ¿Por qué?
Peyna no sabía… y tampoco ahora iría a reconocerlo, que las dudas respecto a si Peter estaba realmente podrido o no comenzaban a tantear su corazón.
Alguien llamó a la puerta.
Peyna se despabiló, miró a su alrededor y luego exclamó con impaciencia:
—¡Adelante! ¡Y es mejor que se trate de algo de suma importancia!
Arlen entró; se veía descompuesto y confundido. En una mano sostenía un sobre.
—¿Qué?
—Mi señor… en la puerta hay un hombre… al menos, se parece a un hombre… que está, su rostro está terriblemente hinchado, como si hubiese recibido una fuerte paliza… o… —La voz de Arlen se desvaneció.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Sabes que no recibo a nadie a estas horas. Dile que se vaya. ¡Dile que se vaya al infierno!
—Afirma ser Beson, mi señor —respondió Arlen, más confundido que nunca, y alzó el manchado sobre como si fuera a utilizarlo de escudo—. Ha traído esto. Dice que es un mensaje del príncipe Peter.
Al oír aquello su corazón dio un vuelco, pero, ante Arlen, se limitó a fruncir el entrecejo con mayor energía.
—Bien. ¿Y lo es?
—¿Del príncipe Peter?
A estas alturas Arlen casi farfullaba. Había perdido su habitual compostura y Peyna lo halló interesante. No podía imaginarse a Arlen perdiendo la compostura ni en medio de un incendio o una inundación, ni siquiera ante una invasión de dragones devastadores.
—Mi señor, no tenía forma de saber… Quiero decir, yo… yo…
—¿Es Beson, idiota?
Arlen se lamió los labios. Efectivamente, se lamió los labios. Aquello fue completamente desoído.
—Bien, es probable que lo sea, mi señor… se le parece un poco… pero este sujeto está repleto de horribles moretones y es deforme… yo… —Arlen tragó saliva… Yo creo que se parece a un gnomo —dijo, tratando de suavizar la peor parte con una débil sonrisa.
Es Beson, pensó Peyna. Es Beson y si tiene aspecto de haber recibido una paliza es porque Peter se la ha propinado. Por esa razón ha traído el mensaje. Porque Peter le dio una paliza y tenía miedo de negarse. Una paliza es la única cosa que puede convencerle.
Peyna sintió de repente que su corazón se henchía de regocijo: tuvo la misma sensación que podríamos sentir en una caverna oscura ante la repentina aparición de una luz.
—Entrégame la carta —ordenó.
Así lo hizo Arlen. Después pareció querer salir precipitadamente, y también aquello era algo nuevo, debido a que él nunca se escabullía.
Al menos, pensó Peyna, aplicando como siempre su discernimiento de jurista, yo nunca me he enterado de que Arlen se escabullese.
Dejó que el mayordomo llegase hasta la puerta del gabinete, al igual que un pescador experimentado deja que el pez atrapado se escape, y luego le hizo detener en seco.
—Arlen.
El sirviente se dio la vuelta. Parecía preparado para recibir una reprimenda.
—Los gnomos ya no existen. ¿Acaso no te lo ha dicho tu madre?
—Sí —contestó a regañadientes.
—Bravo por ella. Una mujer sabía. Estas fantasías que tienes en tu cabeza deben haber venido de parte de tu padre. Deja pasar al carcelero Jefe. A la cocina de la servidumbre —agregó apresuradamente—. No tengo ningún deseo de que entre aquí. Apesta. Pero déjalo pasar a la cocina de la servidumbre para que se caliente un poco. Es una noche fría.
Desde la muerte de Roland, reflexionó Peyna, todas las noches habían sido frías, como si fuera un reproche al modo en que el viejo rey había ardido de dentro para fuera.
—Sí, mi señor —respondió Arlen con marcado disgusto.
—Te llamaré en breve y te diré qué hacer con él.
Arlen se retiró sumiso, y cerró la puerta.
Peyna hizo girar el sobre en sus manos varias veces sin abrirlo. No había duda de que las manchas provenían de los pringosos dedos de Beson. Casi podía oler en el sobre el sudor de aquel villano. Estaba lacrado con un reguero de cera de vela corriente.
Quizá sea mejor, pensó Peyna, que arroje esto directamente al fuego y me olvide del asunto. Si, arrojarlo al fuego y luego llamo a Arlen y decirle que le dé al achaparrado carcelero jefe (ahora que lo pienso, en realidad sí que se parece a un gnomo) un ponche caliente y lo mande a su casa. Eso es to que debiera hacer.
Pero Peyna sabía que no lo haría. Aquel sentimiento absurdo la sensación de que aquello contuviera un rayo de luz en medio de una desesperanzada oscuridad, no se apartaba de él. Colocó el pulgar debajo de la solapa del sobre, separó el sello, sacó una breve carta y la leyó junto a la lumbre de la chimenea.
Peyna
He decidido vivir.
Antes de que me hubiesen encerrado en este lugar, había leído un poco acerca de la Aguja, y a pesar de que también había escuchado algún que otro detalle, debo decir que en su mayoría no eran más que habladurías. Una de las cosas que tuve oportunidad de escuchar era que se podían comprar algunos pequeños favores. Y por lo visto parece que es verdad. Por supuesto yo no tengo dinero, pero pensé que quizá vos podríais sufragar mis gastos en este asunto. No hace mucho tiempo os he hecho un favor, y si le pagarais al carcelero la suma de ocho florines, cantidad que deberá abonarse al comienzo de cada año que yo permanezca en este desdichado lugar, yo consideraría devuelto el favor. Podréis apreciar que se trata de una cantidad muy pequeña. Eso se debe a que exijo sólo dos cosas. Si podéis llegar a un acuerdo que le «abra el apetito» a Beson para que yo pueda obtenerlas, no os importunaré más.
Comprendo que quedaríais muy mal parado de saberse que me habéis ayudado, incluso en una forma modesta. De modo que, si decides ayudarme, os sugiero que utilicéis a mi amigo Ben como mediador. No he hablado con él desde el día de mi arresto, pero espero y confío que permanezca fiel a mí. Le hubiese pedido a él este favor antes que a vos, pero los Staad no se encuentran en una buena situación económica, y Ben no posee dinero propio. Me avergüenza tener que pediros dinero, pero no hay nadie más a quien pueda recurrir. Si os sentís incapaz de hacer lo que os pido, sabré comprenderlo.
Yo no he asesinado a mi padre.
PETER
Peyna observó aquella sorprendente carta durante un buen rato. Sus ojos iban y venían de la primera línea a la última.
He decidido vivir.
Yo no he asesinado a mi padre.
No le sorprendió que el muchacho continuara protestando, pues había conocido criminales que durante años y años aseveraban su inocencia de crímenes de los cuales eran evidentemente autores. Pero no hallaba nada común en un hombre culpable ser tan franco en su propia defensa. Tan… tan exigente.
Sí, eso era lo que más le molestaba de la carta, su tono de emergencia. Un verdadero rey, pensó Peyna, no cambia en el exilio; ni en la prisión; ni siquiera mediante la tortura. Un verdadero rey no perdería el tiempo en justificaciones ni explicaciones. Simplemente impondría su voluntad.
He decidido vivir.
Peyna lanzó un suspiro. Después de tomarse un tiempo, se acercó el tintero, cogió de su cajón una excelente hoja de papel pergamino y comenzó a escribir. Su nota fue aún más concisa que la de Peter. Tardó menos de cinco minutos en escribirla, secarla, enarenarla, plegarla y lacrarla. Una vez hecho esto, llamó a Arlen.
El mensajero, que parecía haber recobrado su compostura, se presentó casi al instante.
—¿Todavía está aquí Beson? —preguntó Peyna.
—Me parece que sí, señor —repuso Arlen. De hecho, él sabía que Beson aún no se había marchado porque le estuvo espiando a través del ojo de la cerradura, observando cómo andaba con paso vacilante de uno a otro extremo de la cocina de la servidumbre con un muslo de pollo frío en una mano, empuñado como si fuera un garrote. Cuando ya no quedó más carne en la pata, Beson masticó los huesos, que producían un sonido horrible al astillarse, y sorbió con satisfacción la médula. Arlen todavía no estaba muy convencido de que aquel hombre no fuese un gnomo… incluso quizás un troll.
—Entrégale esto —dijo Peyna, tendiendo la nota a su servidor— y también esto por la molestia. —Dos florines tintinearon en la otra mano de Arlen—. Dile que quizás haya una contestación. Si la hubiere, que me la traiga por la noche, tal como lo ha hecho ahora.
—Sí, mi señor.
—Y tampoco le demores ni charles con él —aconsejó Peyna, y era lo más parecido a una broma que el juez podía permitirse.
—No, mi señor —contestó Arlen con displicencia, y se retiró.
Aún recordaba el sonido de los huesos de pollo astillados al ser masticados por Beson.
—Aquí tienes —dijo Beson de mal humor al entrar al día siguiente en la celda de Peter, mientras le plantaba el sobre delante.
En realidad se sentía malhumorado. Los dos florines entregados por Arlen habían caído inesperadamente del cielo, y Beson se pasó la mayor parte de la noche bebiéndoselos. Con dos florines se podía comprar una gran cantidad de aguamiel, y hoy sentía un terrible dolor de cabeza.
—Me estoy convirtiendo en un maldito recadero.
—Gracias —dijo Peter, asiendo el sobre.
—¿Y qué? ¿No lo va abrir?
—Sí. Cuando te retires.
Beson mostró sus dientes y apretó los puños. Peter permaneció en su sitio, observándole. Después de unos segundos, Beson aflojó sus puños.
—¡Maldito chico de los recados es todo! —volvió a decir Beson.
Salió cerrando tras de sí, con un golpe, la pesada puerta. Se oyó el ruido sordo de las cerraduras metálicas, seguido por el sonido corredizo de los cerrojos (había tres, tan gruesos como la muñeca de Peter) entrando en sus anillas.
Cuando cesaron los sonidos, Peter abrió la carta, que constaba sólo de tres párrafos.
Tengo conocimiento de las antiguas costumbres a tas cuates os referís La suma que mencionáis podría conseguirse. Estaré dispuesto a hacerlo, pero no hasta que sepa la clase de favores que esperáis comprar de nuestro mutuo amigo.
Peter sonrió. El Juez General Peyna no era un hombre astuto, la astucia no era una cualidad de su temperamento, como en el caso de Flagg; pero sí extremadamente cuidadoso. Esa nota era la prueba de ello. Peter contaba con que Peyna pusiera una condición. Habría sospechado si no le hubiese preguntado cuáles eran sus demandas. Beson sería el mediador, y Peyna dejaría en breve de ser parte del soborno, sin embargo el juez pisaba con mucho cuidado, como si caminara sobre piedras flojas que en cualquier momento pueden ocasionar un resbalón.
Peter fue hasta la puerta de su celda, dio un golpe seco, y después de un intercambio de palabras con Beson, recibió nuevamente el tintero y la sucia pluma. Beson continuó murmurando acerca de que no era más que un condenado recadero, aunque en el fondo la situación no le disgustaba tanto. Quizás en esta oportunidad también hubiese para él otros dos florines.
—Si estos dos siguen escribiéndose durante una temporadica creo que terminaré haciéndome rico —dijo, pensando en voz alta, y pese a su fuerte dolor de cabeza lanzó una tremenda carcajada.
Peyna desdobló la segunda nota de Peter y vio que esta vez el príncipe había prescindido de ambos nombres. Eso estaba muy bien. El muchacho aprendía rápido. Pero al leer la nota, sus cejas se fruncieron.
Quizá vuestro requerimiento de conocer mis asuntos es presuntuoso, quizá no. Pero poco importa, puesto gue estoy a vuestra merced. Estas son las dos cosas que vuestros ocho florines anuales comprarán:
1. Quiero la casa de muñecas que pertenecía a mi madre. Siempre me ha hecho pasar momentos y aventuras placenteras, y de niño le he tenido una gran afición.
2. Quiero que junto con las comidas se me traiga una servilleta, una adecuada servilleta real. Si deseáis, el escudo puede ser quitado.
He aquí mis exigencias.
Peyna releyó la nota una y otra vez antes de arrojarla al fuego. Le perturbaba porque no podía comprenderla. El muchacho estaba tramando algo… ¿Era así realmente? ¿Para qué podría querer la casa de muñecas de su madre? Hasta donde Peyna sabía, aún se hallaba almacenada en alguna parte del castillo, acumulando polvo debajo de una sábana, y no había ninguna razón para no dársela, siempre que antes se le encomendara a una persona responsable que hiciese una inspección minuciosa y quitara de ella todos los objetos cortantes, como cuchillos diminutos y cosas parecidas. Peyna recordaba muy bien cómo Peter siendo niño había estado fascinado por la casa de muñecas de Sasha. También recordaba, aunque muy vagamente, que Flagg no había estado de acuerdo con que un niño que algún día sería rey jugase con muñecas. En aquella oportunidad, Roland no siguió el consejo de Flagg… juiciosamente, pensó Peyna, ya que Peter dejó de jugar con la casa; todo a su debido tiempo.
Hasta ahora.
¿Se había vuelto loco, entonces?
Peyna no lo creía.
Ahora bien, la servilleta…, eso sí que podía comprenderlo. Peter siempre había insistido que le trajeran una servilleta con cada comida, y siempre la desplegaba sobre su regazo como un pequeño mantel. Incluso cuando salía de excursión con su padre insistía en la servilleta. Viniendo de Peter no era extraño que no hubiese pedido que le trajeran una comida mejor que las pobres raciones de la prisión, como habría hecho cualquier otro prisionero de origen noble o real antes de pedir otra cosa. No, él, en cambio, había pedido una servilleta.
Esa insistencia de estar limpio en todo momento…, de tener siempre una servilleta…, era la influencia de su madre. Estoy seguro de ello. ¿Era posible que ambas cosas estuviesen relacionadas de algún modo? Servilletas… y la casa de muñecas de Sasha. ¿Qué significado tenían?
Peyna lo ignoraba, pero aquel ridículo sentimiento de esperanza perduraba. Seguía recordando que Flagg no había querido que de niño Peter tuviese la casa de muñecas. Ahora, muchos años después, el príncipe volvía a pedirla.
Pero este pensamiento encerraba otro, al igual que un pastel contenía pulcramente el relleno. Se trataba de un pensamiento que Peyna difícilmente se permitía tener. Si (sólo si) Peter no había matado a su padre, ¿quién podría haber sido el autor? Pues, desde luego, la persona que originalmente había poseído aquel terrible veneno. Una persona que pasaría a ser nadie en el reino si Peter hubiese sucedido a su padre… una persona que lo era casi todo ahora que Thomas ocupaba el trono en lugar de su hermano.
Flagg.
Sin embargo, para Peyna éste era un pensamiento horrible. Sugería que por alguna razón la justicia había cometido un error, y eso representaba una mala señal. Pero también indicaba que la simple lógica de la cual él siempre había estado orgulloso se derrumbó debido a la repentina aversión que sintió ante las lágrimas de Peter. Y esta idea, la de que él había tomado la decisión más importante de su carrera basándose en las emociones y no en los hechos, era mucho peor.
¿Qué había de malo en que el príncipe tuviera la casa de muñecas, siempre y cuando se quitasen los objetos cortantes?
Peyna se acercó los útiles de escritura y redactó una breve nota. Beson recibió otros dos florines para gastarse en bebida. Hasta el momento había recibido la mitad de la suma que le tocaría cada año a cambio de los pequeños favores para el príncipe. Esperó que continuase la correspondencia; pero ya no hubo más.
Peter obtuvo lo que deseaba.
De pequeño, Ben Staad había sido un niño delgado, con ojos azules y rizado cabello rubio. A partir de los nueve años las niñas comenzaron a mirarle y a reírse tontamente.
—Muy pronto eso se acabará —había comentado el padre de Ben—. De niños todos los Staad son apuestos, pero cuando crezca me parece que será igual al resto de nosotros. Su cabello se tornará castaño, bizqueará ante todo y tendrá la misma suerte de un enorme cerdo en el corral del matadero del reino.
Pero ninguna de las dos primeras predicciones se cumplieron. Ben era el primer Staad varón de varias generaciones que a los diecisiete años continuaba siendo tan rubio como a los siete, y podía distinguir a un halcón marino de un halcón roqués a casi cuatrocientos metros. Lejos de estar desarrollando una miopía, sus ojos eran extraordinariamente agudos… y las chicas aún continuaban mirándole y sonriéndose tontamente ahora, a los diecisiete, como lo habían hecho cuando él tenía nueve.
Y en cuanto a su suerte…, bien, ése era otro asunto. Que la mayoría de los varones Staad habían sido desafortunados, por lo menos durante los últimos cien años, estaba fuera de discusión. La familia de Ben creía que quizás él fuese quien los sacase de su decorosa pobreza. Después de todo, su cabello no se había oscurecido y su vista no se había deteriorado, ¿por qué razón no podía escaparse también de su maldición de mala suerte? Además, el príncipe Peter era su amigo, y algún día Peter iba a ser rey.
Entonces Peter fue juzgado y condenado por el asesinato de su padre. Antes de que la confundida familia Staad pudiese hacerse una idea de lo que había sucedido, Peter ya habitaba en la Aguja. Andrew, el padre de Ben, fue a la coronación de Thomas, y volvió al hogar con una magulladura en la mejilla, una magulladura acerca de la cual su esposa pensó que sería más prudente no hacer comentarios.
—Estoy seguro de que Peter es inocente —declaró Ben aquella noche durante la cena—. Simplemente me niego a creer…
Un instante después estaba tendido en el suelo, con su oído zumbando. Su padre se hallaba plantado delante de él, con el bigote goteando sopa de guisantes y la cara tan roja que casi era púrpura. Su hermanita, Emmaline, lloraba sentada en la silla alta para infantes.
—Jamás vuelvas a mencionar en esta casa el nombre de ese mocoso asesino —le ordenó su padre.
—¡Andrew! —exclamó la madre—. Andrew, él no comprende…
Su padre, norma1mente un hombre amable, giró la cabeza y miró con fijeza a su esposa.
—Cállate, mujer —cortó, y hubo algo en su voz que hizo que ella volviera a sentarse.
Incluso Emmaline dejó de llorar.
—Padre —dijo con calma Ben—, no puedo recordar la última vez que me has pegado. Creo que quizás haya sido hace diez años, o puede que haga más tiempo. Y creo que hasta hoy, jamás me habías castigado dominado por la ira. Pero eso no hará que cambie de opinión. Sigo sin creer…
Andrew Staad levantó un dedo a modo de advertencia.
—Te he dicho que no menciones su nombre —le advirtió—, y ha sido en serio, Ben. Yo te quiero, pero si vuelves a nombrarlo, tendrás que abandonar mi casa.
—No lo diré —replicó Ben, incorporándose—; pero porque te quiero, papá. No porque te tenga miedo.
—¡Basta ya! —exclamó la señora Staad, más asustada que nunca—. ¡No me gusta que discutáis de esta manera por insignificancias! ¿Es que pretendéis que me vuelva loca?
—No, madre, no te preocupes, hemos acabado —la tranquilizó Ben—. ¿No es así, papá?
—Hemos acabado —corroboró su padre—. Eres un muy buen hijo, Ben, y siempre lo has sido, Pero no vuelvas a mencionarle.
Había cosas que Andy Staad creía que no podía contarle a su hijo; aunque Ben ya tenía diecisiete años, todavía lo veía como a un niño. Se habría sorprendido si hubiese sabido que Ben comprendía perfectamente sus motivos para pegarle.
Antes del desafortunado giro de los acontecimientos que vosotros ya conocéis, la amistad de Ben con el príncipe ya había comenzado a cambiar algunas cosas en la vida de los Staad. En un tiempo su hacienda de Baronías Interiores había sido muy grande. Durante los últimos cien años, se vieron obligados a vender sus tierras por parcelas. Ahora sólo les quedaban sesenta cordeles, la mayor parte hipotecados.
Pero durante los últimos diez años, las cosas empezaron a mejorar poco a poco. Los banqueros que antes no cesaban de amenazarles ahora se mostraron deseosos de prolongar sus hipotecas pendientes, e incluso les ofrecieron nuevos préstamos con unos intereses tan bajos que resultaban inauditos. A Andrew Staad le dolía profundamente ver cómo la tierra de sus antepasados se reducía cordel a cordel; por tanto, había sido un día muy feliz para él cuando fue capaz de dirigirse a Halvay, el propietario de la hacienda más cercana, y decirle que había cambiado de opinión acerca de venderle los tres cordeles de tierra que quería comprarle desde hacía nueve años. Y Andrew sabía a quién tenía que agradecerle aquellos magníficos cambios. A su hijo…, a su hijo que era íntimo amigo del príncipe, que daba la casualidad de que sería el sucesor en el trono.
Ahora volvían a ser los desafortunados Staad. Si eso hubiera sido todo, una situación en la que las cosas volvían a ser como siempre, él podría hacer frente al problema sin tener que golpear a su hijo durante la cena…, un acto del cual ahora se sentía avergonzado. Pero las cosas no estaban volviendo a ser como antes. Su posición había empeorado.
Cuando los banqueros comenzaron a comportarse como ovejas en lugar de ser lobos, Andrew se tranquilizó. Pidió prestada una gran cantidad de dinero, en parte para volver a recobrar las tierras que había vendido, y también para instalar unas cuantas cosas nuevas como el molino de viento. Ahora, estaba seguro de que los banqueros les iban a despellejar, y en vez de perder una hacienda por parcelas, era probable que la perdiese toda de golpe.
Pero eso no era todo. Su instinto le había dicho que no permitiese ir a ningún miembro de su familia a la coronación de Thomas y él hizo caso de aquella voz interna. Esta noche se alegraba de ello.
Sucedió después de la coronación, y le pareció que era algo con lo cual tendría que haber contado. Antes de regresar a su casa pasó por la taberna para tomarse un vaso de aguamiel. Se sentía muy abatido por el penoso asunto del asesinato del rey y el encarcelamiento de Peter; un trago le iba a sentar bien. En la taberna fue reconocido como el padre de Ben.
—Staad, ¿es verdad que tu hijo ayudó a su amigo en la proeza? —le provocó uno de los borrachos, y todos los presentes lanzaron una carcajada malintencionada.
—¿Es verdad que sujetó al viejo mientras el príncipe le echaba por la garganta la ardiente pócima? —preguntó a continuación otro de los hombres.
Andrew dejó sobre la mesa su jarra medio vacía. Aquel sitio no era bueno para quedarse. Se marcharía. Rápidamente.
Pero antes de que pudiese abandonar el local, un tercer borracho, un gigante que olía como un montón de repollos cocidos, se interpuso en su camino.
—¿Y tú qué sabes sobre el asunto? —inquirió el gigantón con voz grave.
—Nada —repuso Andrew—. Yo no sé absolutamente nada sobre este asunto, y mi hijo tampoco. Dejadme pasar.
—Pasarás cuando, y siempre que, nosotros decidamos dejar que pases —fanfarroneó el hombre gigantesco, empujándole hacia los brazos abiertos de los demás borrachos.
Entonces comenzaron a zamarrearlo. Andrew Staad fue pasado a empellones de uno a otro borracho, a veces le daban una palmada, algún codazo, o le hacían tropezar. Ninguno se atrevía a lanzarle un puñetazo, pero faltaba poco para que llegasen a eso; Andrew vio en sus ojos lo mucho que deseaban hacerlo. Si se hubiese tratado de una hora más avanzada y ellos hubieran estado mucho más borrachos, sin lugar a dudas las cosas se le habrían puesto particularmente difíciles.
Andrew no era alto, pero era ancho de espaldas y bastante fornido. Calculó que en una pelea limpia podría ser capaz de sacudirle el polvo a dos de aquel grupo de holgazanes; sin contar al gigante, aunque pensó que quizá también a él podría enseñarle lo que era bueno. Uno o dos, incluso hasta tres…, pero allí había casi diez. Si hubiera tenido la edad de Ben, puro orgullo y fogosidad, no habría hallado reparo en enfrentarse a todos ellos. Pero contaba cuarenta y cinco años y no le agradaba la idea de tener que volver a su casa golpeado y casi sin vida. No se sentiría agraviado y su familia se asustaría; ambas cosas serían en vano. Lisa y llanamente se trataba de que la suerte de los Staad había vuelto con una venganza, y no quedaba otra cosa que resistir firmemente. El tabernero permaneció observando, sin hacer nada para poner fin a aquel atropello.
Finalmente dejaron que se escapara.
Ahora temía por su esposa…, por su hija…, y más que nada por Ben, quien se convertiría en el objetivo de disparates similares. Si él hubiese estado en mi lugar, pensó Andrew, sin duda habrían utilizado sus puños. Sí, los habrían utilizado hasta dejarle inconsciente… o mucho peor.
Por consiguiente, como quería a su hijo y temía por él, le había golpeado y le había amenazado con echarle de casa si volvía a mencionar el nombre del príncipe.
A veces, la gente temía cosas raras.
Lo que Ben Staad no pudo comprender en abstracto acerca de este extraño y nuevo estado de las cosas lo descubrió más en concreto al día siguiente.
Había llevado al mercado seis vacas, las cuales vendió a un buen precio (a un ganadero que no le conocía, porque si no quizá no las hubiese vendido a un buen precio). Se dirigía a las puertas de la ciudad, cuando un grupo de vagabundos le atacó, llamándole asesino, cómplice, además de otros epítetos mucho más desagradables.
Ben se defendió muy bien. Al final le golpearon muchísimo, pues ellos eran siete; pero tuvieron que pagar ese privilegio con narices sangrantes, ojos morados y dientes perdidos. Después Ben se levantó y se marchó a su casa, llegando allí al anochecer. Le dolía todo el cuerpo; pero, a pesar de todo lo ocurrido, se sentía bastante satisfecho consigo mismo.
Su padre, nada más mirarle, supo exactamente lo que le había sucedido.
—Dile a tu madre que te has caído —le aconsejó.
—Sí, papá —convino Ben, sabiendo que su madre no se creería una mentira semejante.
—Y a partir de ahora, yo llevaré las vacas al mercado, y también el maíz, o cualquier otra cosa que haya que llevar…, al menos hasta el día en que los banqueros vengan y nos despojen de nuestras tierras.
—No, papá —dijo Ben, tan sereno como cuando le respondió afirmativamente.
Para ser un joven que acababa de ser brutalmente golpeado, su estado de ánimo parecía en realidad muy extraño, pues se mostraba casi alegre.
—¿Qué es lo que quieres decir con ese no? —le preguntó su padre estupefacto.
—Si me escapo o me escondo, ellos me buscarán. Pero si me mantengo firme se cansarán muy pronto y buscarán alguna otra diversión.
—Si alguien extrae de su bota un cuchillo —dijo Andrew, manifestando su más grande temor—, no vivirás para ver cómo se cansan, Benny.
Ben abrazó a su padre y le estrechó fuertemente.
—Un hombre no puede burlar a los dioses —dijo Ben, citando uno de los proverbios más antiguos de Delain—. Y tú lo sabes, padre. Yo lucharé por P… por quien no quieres que mencione.
Su padre le miró con tristeza y dijo:
—Tú nunca creerás que ha sido él, ¿verdad?
—No —repuso Ben con resolución—. Nunca.
—Tengo la impresión que te has convertido en un hombre sin que yo me diera cuenta —le dijo su padre—. Es penoso tener que convertirse en un hombre de esta manera, luchando en las calles del mercado con una caterva de vagabundos. Y también son tiempos de pesar para todo Delain.
—Sí —admitió Ben—. Son tiempos de pesar.
—Que los dioses te ayuden —dijo Andrew—, y que ayuden a esta desafortunada familia.