30

Cuando Flagg dejó a Roland (entonces el viejo se sentía más animado que nunca, señal infalible de que la Arena Dragón estaba actuando), se dirigió a sus oscuras habitaciones subterráneas. Sacó las pinzas y el paquete que contenía los restantes granitos de arena y los colocó sobre su espacioso escritorio antiguo. Después de esto dio vuelta el reloj de arena y continuó con su lectura.

Fuera, el viento bramaba furioso. Las mujeres viejas temblaban en sus lechos sin poder conciliar el sueño y les decían a sus maridos que Rhiannon, la Oscura Bruja de la Maldición, volaba aquella noche sobre su odiosa escoba, tramando alguna acción perversa. Sus maridos lanzaban un gruñido, se daban vuelta y les decían que se durmiesen y les dejaran tranquilos. La mayoría eran sujetos estúpidos; cuando se quiera tener un indicio de algo que vuela, sin duda lo mejor es recurrir a una esposa vieja.

En cierto momento una araña se deslizó con saltitos rápidos por la mitad del libro de Flagg tocando uno de los conjuros más terribles que ni el mismo mago se atrevía a utilizar, y se convirtió instantánea mente en piedra.

Flagg sonrió satisfecho.

Cuando el reloj de arena estuvo vacío, le dio la vuelta. Y repitió la operación hasta ocho veces; cuando el resto de arena de la octava hora estaba a punto de transcurrir, el mago consideró finalizada su tarea. En primer lugar se dirigió a una sombría habitación que se encontraba junto a la antecámara de su gabinete, donde tenía encerrado una gran cantidad de animales. Al entrar Flagg, las pequeñas criatura se agazaparon e intentaron escabullirse. No las culpó por ello.

En un rincón alejado había una jaula de mimbre que contenía media docena de ratones pardos. Estos ratones correteaban por todo el castillo y aquello era fundamental. Al lado se encontraban alguna ratas inmensas, pero esa noche Flagg no precisaba una rata. Arriba, la Rata Real había sido envenenada; un simple ratón sería suficiente para asegurarse de que el crimen quedaría entre las paredes de la Ratonera Real. Si todo salía bien, pronto Peter estaría encerrado como aquellos ratones.

Flagg se acercó a la jaula y cogió uno. El ratón temblaba salvajemente en el cuenco de su mano. Podía sentir los rápidos latidos de su corazón, y sabía que con sólo tenerlo así agarrado, el ratón pronto moriría de pavor.

Flagg le apuntó con el meñique de su mano izquierda. Durante uno instantes la uña de ese dedo brilló con un tenue color azul.

—Duerme —ordenó el mago, y el ratón se recostó y se durmió, sobre la palma extendida.

Flagg lo llevó al gabinete y lo depositó sobre su escritorio, en mismo lugar en que antes había estado el pisapapeles de obsidiana. Luego, se dirigió a su despensa y de un barril de roble vertió en un platillo un poco de aguamiel. Lo endulzó con miel. Lo puso también sobre su mesa de trabajo y salió después al corredor para volver a respirar profundamente por la ventana.

Conteniendo el aliento, retornó al gabinete y con las pinzas fue depositando en el aguamiel endulzada, salvo tres o cuatro granitos, resto de la Arena Dragón. Una vez hecho esto, abrió otro cajón del escritorio y sacó un paquete vacío. Entonces, buscando en el fondo del cajón, extrajo una caja muy especial.

El paquete sin uso estaba encantado, pero su magia no era muy poderosa. Sólo podría guardar sin peligro la Arena Dragón por poco tiempo. Después comenzaría a actuar sobre el papel. No lo incendiaría si se encontraba dentro de la caja; no habría suficiente aire para que pudiese suceder. Pero comenzaría a desprender humo, y eso sería suficiente. Eso sería magnífico.

El pecho de Flagg pedía aire a gritos, sin embargo se quedó unos instantes más para contemplar su nueva caja y felicitarse. La había robado diez años atrás. Si le hubieseis podido preguntar en aquel tiempo por qué la había cogido, él no tendría mejor respuesta que la ofrecida cuando le enseñó a Thomas el pasadizo secreto que terminaba detrás de la cabeza del dragón; su instinto de maldad le había dicho que la cogiera que ya le encontraría un uso, y por eso lo hizo. Después de tantos años en su cajón, ahora se presentaba la oportunidad esperada.

Sobre la tapa de la caja estaba grabado PETER.

Sasha se la había dado a su hijo; él la dejó por un momento sobre la mesa de un pasillo al salir corriendo por alguna cosa; Flagg pasaba por allí, la vio y se la introdujo en el bolsillo. Por supuesto, Peter quedó desconsolado, y cuando un príncipe tiene un contratiempo, incluso si se trata de un príncipe de seis años de edad, todo el mundo se entera. Se organizó una búsqueda, pero jamás encontraron la caja.

Utilizando las pinzas, Flagg pasó con cuidado los últimos granos de Arena Dragón del paquete original, que estaba totalmente encantado, al paquete que sólo lo había sido un poco. Luego regresó a la ventana del corredor para respirar aire fresco. Y no hizo una sola inspiración hasta que el nuevo paquete estuvo dentro de la antigua caja de madera, con las pinzas depositadas a su lado, la tapa de la caja cerrada lentamente, y el paquete original arrojado en la alcantarilla.

Ahora Flagg se apresuraba, pero se sentía completamente a salvo. El ratón durmiendo; la caja cerrada; las pruebas acusadoras aseguradas en su interior bajo llave. Todo se hallaba en orden.

Apuntando el dedo meñique de su mano izquierda hacia el ratón que yacía tendido sobre el escritorio como una alfombra de pieles para duendes, Flagg ordenó:

—Despiértate.

Las patas del ratón se sacudieron bruscamente. Abrió los ojillos y por último levantó la cabeza.

Con una sonrisa, Flagg realizó un circulo en el aire con el dedo meñique, diciendo:

—Corre.

El ratón corrió en círculos.

Flagg movió el dedo de arriba abajo.

—Salta.

El ratón comenzó a saltar sobre sus patas traseras como un perro de parque de atracciones, los ojos girándole alocadamente.

—Ahora bebe —dijo Flagg y apuntó con el dedo meñique el platillo que contenía el aguamiel endulzado.

Afuera, el viento arremetió con inusitada violencia. En el extremo más alejado de la ciudad, una perra estaba pariendo una camada de cachorros de dos cabezas.

El ratón bebió.

—Y ahora —dijo Flagg, una vez que el ratón hubo tomado veneno suficiente para lograr sus propósitos—, vuelve a dormirte.

El ratón le obedeció.

Flagg se dirigió con premura a los aposentos de Peter. Llevaba la caja en uno de sus múltiples bolsillos (los magos tienen muchos, muchos bolsillos) y al ratón en otro. Se encontró con varios criados y con un ruidoso grupo de cortesanos borrachos, pero nadie le vio. Aún seguía siendo opaco.

Los aposentos de Peter se hallaban cerrados con llave, pero eso no era impedimento para los variados talentos de Flagg. Naturalmente, las habitaciones del joven príncipe estaban vacías; el muchacho todavía permanecía junto a su chica. Flagg no sabía tanto acerca de Peter como de Thomas. Pero le conocía lo suficiente. Por ejemplo, conocía el lugar donde Peter guardaba ciertos tesoros que creía conveniente mantener ocultos.

Flagg se encaminó directamente a la estantería y sacó varios libros de texto aburridos. Apretó un borde de madera y a continuación le llegó el ligero ruido de un resorte. Corrió a un lado un panel, revelando un hueco en el fondo de la estantería. Ni siquiera estaba bajo llave. En el hueco había un mechón de cabello sedoso obsequiado por su amiga, un atado de cartas de ella, y algunas escritas por Peter pero que no se había atrevido enviarle debido a su contenido demasiado pasional. Había también un pequeño relicario con el retrato de su madre.

Flagg abrió la caja tallada y con mucho cuidado desmenuzó un extremo del sobre. Ahora parecía mordisqueado por un ratón. Volvió a cerrar la tapa y colocó la caja en el hueco.

—Lloraste mucho cuando perdiste esta caja, querido Peter —murmuró—. Pero creo que llorarás más aún cuando vuelvas a encontrarla.

El mago prorrumpió en una risa entrecortada.

Depositó al durmiente ratón junto a la caja y cerró el compartimiento, colocando ordenadamente los libros en su sitio.

Después se marchó, y aquella noche durmió bien. Iba a ocurrir una gran maldad, y él se sentía confiado en que había actuado del modo que más le gustaba, entre bastidores, sin ser visto por nadie.

31

Durante los siguientes tres días, el rey Roland pareció más saludable, vigoroso y decidido que en todos sus últimos años. Era la comidilla de la corte. Peter, en una de sus visitas a los aposentos de su afiebrado y débil hermano, le comentó a Thomas con temor reverente que el poco cabello que aún le quedaba a su padre estaba cambiando de tonalidad, del blanco y fino cabello de bebé que había tenido en los últimos cuatro años al gris oscuro de sus años de madurez.

Thomas sonrió, pero un gélido escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Le pidió a Peter otra manta, aunque en realidad no le hacía falta: lo que necesitaba era que desapareciesen de su mente las imágenes de aquel extraño brindis final, y eso, por supuesto, era imposible.

Después de la cena del tercer día, de repente Roland se quejó de indigestión. Flagg sugirió que se mandara llamar al médico de la corte. El rey rechazó la sugerencia, alegando que se sentía bien; de hecho, mejor de lo que se había sentido en meses, en anos…

Roland eructó. Fue un sonido estrepitoso, sostenido, árido. La jovial muchedumbre del salón de baile enmudeció extrañada y con aprensión, mientras el soberano volvía a eructar. Los músicos que se hallaban en un rincón dejaron de tocar. Cuando Roland se incorporó, los presentes lanzaron una exclamación. Las mejillas del rey estaban inflamadas; de sus ojos caían lágrimas humeantes. Su boca también echaba humo.

En aquel gran salón comedor había por lo menos setenta personas. Jinetes vestidos toscamente (supongo que nosotros les llamaríamos caballeros), elegantes cortesanos con sus mujeres, miembros de la escolta real, cortesanas, bufones, músicos, una reducida compañía de actores que más tarde tenía que representar una pieza, un gran número de criados. Pero fue Peter quien corrió hacia su padre; fue a Peter a quien todos vieron correr hacia el hombre condenado, y aquello no le desagradó a Flagg en lo más mínimo.

Peter. Todos recordarían que había sido Peter.

Roland se agarró el vientre con una mano y con la otra el pecho. De repente de su boca comenzó a salir un penacho de humo color gris claro. Era como si el rey hubiera aprendido una nueva y asombrosa manera de contar la historia de su increíble hazaña.

Pero no se trataba de un truco; el monarca gritaba y el humo no sólo surgía de su boca sino también de las narices y de los oídos, y hasta de los rabillos de sus ojos. Tenía la garganta tan roja que casi parecía púrpura.

—¡Dragón! —chilló el rey Roland y se desplomó en los brazos de su hijo—. ¡Dragón!

Fue la última palabra que pronunció.

32

El viejo era un hombre duro, increíblemente duro. Antes de morir despedía tanto calor que nadie, ni siquiera sus criados más leales, pudieron acercarse a menos de un metro y medio de su lecho. Varias veces arrojaron sobre el regio moribundo cubos de agua al ver que la ropa de cama comenzaba a humear. Cada vez que esto hacían, el agua se convertía instantáneamente en vapor, cuyas oleadas invadían la alcoba y la sala de estar, donde los jinetes y cortesanos permanecían aturdidos y en silencio, en tanto que las damas se apiñaban llorosas, estrujándose las manos.

Justo antes de medianoche, una llamarada verde surgió de su boca y Roland murió.

Flagg se dirigió a la puerta que separaba la alcoba de la sala de estar y transmitió la noticia. Al término de sus palabras un completo silencio se apoderó del lugar, prolongándose por más de un minuto Hasta que fue roto por una palabra que provino de entre el compacto gentío. Flagg no sabía quién había dicho esa única palabra, y tampoco le interesaba saberlo. Bastaba con que había sido pronunciada. En realidad, él hubiera sobornado a un hombre para que la dijese si aquello no conllevase un peligro para su seguridad.

—¡Asesinato! —había dicho el desconocido.

Hubo una exclamación general.

Flagg se llevó solemnemente una mano a la boca para ocultar su sonrisa.

33

El médico de la corte amplió el veredicto a tres palabras: Asesinado por envenenamiento. Pero no dijo que fuera asesinato por Arena Dragón, ya que, excepto para Flagg, en Delain aquel veneno era desconocido.

El rey falleció un poco antes de la medianoche; y, al rayar el alba, la ciudad estaba ya al corriente de los hechos, difundiendo la noticia hacia los confines de las Baronías Orientales, Occidentales, Meridionales y Nórdicas: Asesinato, regicidio, Roland el Bueno ha muerto envenenado.

Para entonces, Flagg ya había organizado una inspección del castillo, desde el punto más elevado (la Torre Oriental) hasta el más bajo (la Mazmorra de la Inquisición, con sus potros de tormento, manillares y botas de presión). Cualquier evidencia relacionada con este terrible crimen, había dicho, tenía que ser puesta al descubierto y comunicada de inmediato.

El castillo bullía con la búsqueda. Seiscientos afanosos hombres registraban hasta el último rincón. Sólo dos pequeñas áreas quedaron exceptuadas; se trataba de los aposentos de los dos príncipes, Peter y Thomas.

Thomas apenas se enteraba de todo esto; su fiebre había empeorado hasta el punto de que el médico de la corte se hallaba profundamente preocupado. Cuando las primeras luces del amanecer se filtraron a través de su ventana, se despertó delirando. En sus sueños había visto dos copas de vino que se alzaban, y a su padre que repetía sin cesar: ¿Le habéis puesto especias? Tiene un sabor picante.

Flagg había ordenado la búsqueda, pero hacia las dos de la madrugada, Peter recobró la suficiente serenidad como para hacerse cargo de la situación. Flagg no se interfirió. Las siguientes horas serían de suma importancia, un lapso de tiempo en que podía ganarse o perderse todo, y Flagg lo sabía. El rey estaba muerto; el reino se encontraba de momento sin gobernante. Pero esto no duraría mucho; Peter iba a ser coronado rey al pie de la Aguja, a no ser que se demostrara su culpabilidad de un modo rápido y concluyente.

Flagg sabía que, en otras circunstancias, Peter hubiese sido sospechoso desde un primer momento. La gente siempre sospecha de quien saca mayor provecho, y Peter se beneficiaba muchísimo con la muerte de su padre. El veneno era algo repugnante, pero podía hacerle ganar un reino.

No obstante, en aquella ocasión, los habitantes del reino hablaban más de la pérdida que había sufrido el muchacho que de lo conseguido. Naturalmente, Thomas también había perdido a su padre, podrían haber agregado después de una pausa, casi como si estuviesen avergonzados del momentáneo desliz. Pero Thomas era un chico malhumorado, resentido y desagradable, que en muchas ocasiones había discutido con su progenitor. En cambio, el cariño y el respeto de Peter hacia Roland era bien conocidos de modos. ¿Y por qué, se preguntaría la gente si en algún momento se llegaba a esta monstruosa conclusión, cosa que todavía no había sucedido; por qué hubiera querido Peter eliminar a su padre por la corona cuando con toda seguridad sería coronado en uno, tres o cinco años, a más tardar?

A pesar de ello, si la evidencia del crimen fuera hallada en un sitio secreto que sólo Peter conocía (un sitio en las mismas habitaciones del príncipe), el curso de los acontecimientos se modificaría rápidamente. La gente pronto vería el rostro de un asesino debajo de la máscara de cariño y respeto. Dirían que al joven, un año podía parecerle tan largo como tres; tres igual que nueve, cinco lo mismo que veinticinco. Luego, sacarían a relucir que, en los días anteriores a su muerte, el rey parecía salir de un largo período de decadencia, daba la impresión de estar recobrando su salud y su vigor. Agregarían que quizá Peter había creído que su padre estaba a punto de comenzar un largo y saludable veranillo de San Martín y, dominado por el pánico, había actuado de un modo tan estúpido como monstruoso.

Flagg también sabía otra cosa: que la gente desconfiaba profunda e instintivamente de todos los reyes y príncipes, debido a que podían ordenar su muerte con un simple gesto, y por crímenes tan insignificantes como dejar caer un pañuelo en presencia de ellos. Los grandes reyes son amados, los menores son tolerados; los futuros reyes representan una entidad temida y desconcertante. Si se les daba la oportunidad, podrían llegar a amar a Peter, pero Flagg sabía que también le condenarían rápidamente si se demostraba su culpabilidad.

Flagg esperaba que esta evidencia apareciese pronto.

Un simple ratón. Algo diminuto…, pero a su manera lo bastante grande como para sacudir los cimientos de todo un reino.

34

En Delain existían únicamente tres estadios en la vida de un ser humano: infancia, edad adulta intermedia y madurez. Estos «años intermedios» iban de los catorce a los dieciocho.

Cuando Peter entró en esa fase, las regañonas nodrizas fueron remplazadas por Brandon, el mayordomo, y por su hijo Dennis. Brandon aún sería el mayordomo de Peter durante años; pero probablemente no para siempre. Peter era muy joven, mientras que Brandon tenía casi cincuenta años. Cuando ya no estuviese en condiciones de seguir sirviendo, Dennis ocuparía su puesto. La familia de Brandon había estado sirviendo a la realeza durante ochocientos años, y se hallaban justificadamente orgullosos de tal circunstancia.

Dennis se levantaba cada mañana a las cinco en punto, se vestía, alisaba el traje de su padre y le lustraba los zapatos. Luego se dirigía somnoliento a la cocina y tomaba el desayuno. A las seis menos cuarto, abandonaba el hogar familiar situado al oeste del castillo, y entraba en éste por la Puerta Oeste Menor.

Llegaba puntualmente a las seis a las habitaciones de Peter, en las que se deslizaba sin hacer ruido y se ponía a hacer las tareas matinales: encender el fuego, hornear media docena de panecillos para el desayuno, calentar el agua para el té. Después recorría los tres cuartos rápidamente, poniéndolos en orden. Por lo general resultaba una tarea fácil debido a que Peter no era un chico desordenado. Por último, se dirigía al estudio y servía el desayuno, ya que cuando el príncipe comía en sus habitaciones le gustaba hacerlo allí, por lo general sobre su escritorio orientado hacia las ventanas que daban al este, con un libro de historia abierto ante sí.

A Dennis no le agradaba levantarse temprano, pero le gustaba mucho su trabajo, y también le agradaba Peter, que siempre era paciente con él incluso cuando cometía algún error. La única vez que le alzó la voz fue cuando le sirvió un ligero almuerzo, olvidándose de colocar una servilleta en la bandeja.

—Lo siento mucho, Alteza —había dicho Dennis en aquella ocasión—. Es que nunca pensé…

—¡Bien, la próxima vez, piénsalo! —dijo Peter.

No había gritado, pero fue casi lo mismo. Dennis jamás volvió a olvidarse de poner sobre la bandeja una servilleta; y en ciertas ocasiones, para asegurarse, ponía dos.

Una vez hechas las tareas matinales, Dennis desaparecía y su padre se hacía cargo del resto. Brandon era un perfecto mayordomo, con su corbatín de pulcro lazo, los cabellos estirados hacia atrás y sujetos con un moño en la nuca, la chaqueta y los calzones sin una mota de polvo, los zapatos brillantes como un espejo pulido (un espejo pulido del cual Dennis era responsable). Pero por las noches, sin los zapatos, la chaqueta colgada en el ropero, el corbatín flojo y con un vaso de ginebra en la mano, a Dennis le parecía un hombre mucho más natural.

—Te diré algo que siempre deberás tener en cuenta, Dennis —solía aconsejar a su hijo en aquella confortable posición—. En este mundo debe haber por lo menos una docena de cosas que perdurarán, pero no más e incluso puede que menos. La pasión amorosa de una mujer no perdurá, y tampoco perdurará el viento constante, ni el viento presumido, ni el período del heno veraniego o la época del azúcar en el deshielo de primavera. Pero hay dos cosas que quedarán y son, una, la realeza, y otra, la servidumbre. Si te quedas junto a tu joven señor hasta que sea un hombre viejo, y cuidas de su persona de modo adecuado él también se ocupará de ti adecuadamente. Tú le servirás a él y él té servirá a ti, no sé si me explico con claridad. Ahora sírveme otro vaso, y si te apetece échate un traguito, pero no más que un traguito, si no tu madre nos despellejará vivos a ambos.

Indudablemente, ciertos hijos se hubiesen aburrido mortalmente con este catecismo, pero Dennis no. Era el más raro de los hijos, un muchacho que a pesar de haber cumplido ya los veinte años aún seguía pensando que su padre era mucho más sagaz que él mismo.

A la mañana siguiente de la muerte del rey, Dennis no tuvo que esforzarse por levantarse somnoliento de la cama a las cinco en punto; su padre le había despertado a las tres de la madrugada, dándole la noticia del fallecimiento.

—Flagg ha organizado una cuadrilla de búsqueda —dijo su padre, con los ojos irritados por la congoja—, y por ahora es suficiente. Pero mi señor se pondrá al mando muy pronto, lo garantizo, y yo estoy dispuesto a ayudarle a cazar al vicioso que lo ha hecho, si es que me acepta.

—¡Yo también! —gritó Dennis, mientras se apresuraba a coger sus calzones.

—De ninguna manera, de ninguna manera —rechazó su padre con un tono severo que hizo desistir a Dennis de inmediato—. Asesinato o no, aquí las cosas seguirán igual que siempre; ahora más que nunca tenemos que mantener los viejos hábitos. Mi señor, que es tu señor, será coronado rey al mediodía, y eso es algo muy positivo, a pesar de que hereda el trono en un mal momento. Pero la muerte violenta de un monarca es siempre algo perjudicial si no sucede en el campo de batalla. Los viejos hábitos serán de utilidad, no lo dudes, aunque entretanto podrá surgir algún contratiempo. Lo mejor para ti, Dennis, es que hagas tu trabajo de la misma manera que siempre.

Se retiró antes de que Dennis pudiese iniciar una protesta.

Cuando dieron las cinco en punto, Dennis le contó a su madre lo que le había dicho su padre y le explicó que tenía que ir a hacer su ronda matinal, aun a sabiendas de que Peter se habría marchado. La madre de Dennis se mostró más que conforme. Se moría por tener noticias. Naturalmente, le dijo que debía ir… y regresar no más tarde de las ocho en punto, para contarle todo lo que hubiera escuchado.

Así que Dennis se dirigió a las habitaciones de Peter, las cuales se hallaban totalmente vacías. No obstante, comenzó su rutina habitual, sirviendo por último el desayuno en el estudio del príncipe. Contempló desconsolado los platos y la vajilla, las jaleas y confituras, suponiendo que esa mañana seguramente nada de aquello sería utilizado ni consumido. Sin embargo, el realizar metódicamente sus obligaciones le había hecho sentirse mejor por primera vez desde que su padre le sacó de la cama, ya que ahora se daba cuenta que, para bien o para mal, las cosas jamás volverían a ser como antes. Los tiempos habían cambiado.

Se estaba preparando para marcharse cuando escuchó un sonido. Era tan apagado que no acertaba a descubrir de dónde provenía; tan sólo percibía vagamente el área en la que sonaba. Echó una mirada a la estantería de Peter, y el corazón comenzó a saltar en su pecho.

De entre los huecos que formaban algunos libros inclinados salían unas estelas de humo.

Dennis cruzó la habitación a pasos agigantados y comenzó a sacar libros con ambas manos. Descubrió que el humo provenía de unas grietas que había en un costado de la parte posterior de la estantería.

Además, sin los libros, el sonido era mucho más claro. Daba la sensación de que hubiera alguna especie de animal chillando angustiosamente de dolor.

Dennis arañó y rebuscó en la estantería, mientras su temor se iba transformando en pánico. Si había una cosa que temían las personas en aquellos tiempos y lugares, era sin duda el fuego.

Muy pronto sus dedos se toparon con el resorte oculto. Flagg también había previsto que esto sucedería, después de todo, el panel secreto no era tan secreto, lo suficiente como para entretener a un niño, pero no mucho más. La parte de atrás de la estantería se deslizó un poco hacia la derecha, y a continuación emergió una bocanada de humo gris. El olor que emanaba junto con el humo era extremadamente desagradable, una mezcla de carne cocida, fritura de pelaje y papel quemado.

Sin pensarlo, Dennis descorrió el panel hasta abrirlo. Por supuesto, cuando hizo esto, penetró aún más aire. Lo que hasta el momento sólo estaba humeando empezó a insinuar sus primeras llamaradas.

Éste era el momento crucial, la parte con que Flagg debía estar satisfecho no por lo que él estaba seguro de que iba a suceder sino por su premonición de lo que probablemente sucedería. Todos sus esfuerzos de los últimos setenta y siete años se balanceaban ahora del frágil gozne de lo que el hijo de un mayordomo hiciera o dejara de hacer durante los próximos cinco segundos. Pero los Brandon eran mayordomos desde tiempos inmemoriales, y Flagg había decidido que debía contar con su larga tradición de impecable conducta.

Si Dennis se paralizaba de terror ante la visión de aquel desconcertante fuego, o salía corriendo en busca de un cubo de agua, todas las evidencias cuidadosamente colocadas por Flagg hubieran ardido con verdosas llamas. El asesino de Roland jamás sería llevado en presencia de Peter y él sería coronado rey a mediodía.

Pero Flagg había estado en lo cierto. En vez de quedarse paralizado o ir en busca de agua, Dennis extendió los brazos y comenzó a apagar el fuego con sus manos desnudas. Tardó menos de cinco segundos, y apenas resultó chamuscado. El sonido lastimero todavía continuaba, y lo primero que vio Dennis luego de haber apartado el humo a manotazos, fue un ratón tendido de costado. El animal estaba agonizando. Era sólo un ratón, y Dennis había matado docenas de ellos como parte de su trabajo sin el menor sentimiento de lástima. Sin embargo se apiadó de aquel pobre y pequeño bribón. Algo terrible, algo que él siquiera acertaba a comprender, le había sucedido al ratoncillo y continuaba sucediéndole. De su pelaje surgían unas tenues volutas humo. Al tocarlo, retiró su mano con un sonido siseante, pues era como tocar el lado de un horno diminuto, igual al que había en la casa muñecas de Sasha.

De una caja de madera tallada, con la tapa ligeramente entreabierta también salía un poco de humo. Dennis levantó la tapa. Vio las pinzas; el paquete, sobre el que habían aparecido unas manchas marrones, que humeaba despacioso sin producir ninguna llama y tampoco ahí las había. Las llamas provenían de las cartas de Peter, las cuales, raramente, no tenían ninguna clase de encantamiento. Fue el ratón quien las había prendido con su cuerpo tremendamente caliente. Ahora se quedaba el tenebroso y humeante paquete, pero algo le advirtió a Dennis que no lo tocase.

El muchacho se sentía atemorizado. Existían cosas que él no con prendía, cosas que él no estaba seguro de querer comprender. Lo único que Dennis sabía con certeza era que necesitaba urgentemente hablar con su padre. Él sí sabría lo que se debía hacer.

Dennis cogió el cajón de ceniza y una pequeña pala de detrás de la estufa y regresó junto al panel secreto. Usó la pala para recoger humeante cuerpo del ratón y lo dejó caer dentro del recipiente de ceniza. Volvió a humedecer los bordes chamuscados de las cartas, sólo para asegurarse. Luego cerró el panel, colocó los libros en su sitio, se marchó de los aposentos de Peter. Llevó consigo el cajón de cenizas pero ya no se sentía el fiel criado de Peter sino un ladrón, cuyo botín consistía en un pobre ratón que murió antes de que Dennis hubiese salido del castillo por la Puerta Oeste.

No había llegado aún a su casa, situada en la parte más alejada del alcázar del castillo, cuando su mente ya había esbozado una horrible sospecha. Fue el primero en Delain en tener esta sospecha, pero le sería el último.

Trató de deshacerse de aquel pensamiento, pero siempre volvía aparecer en su mente. ¿Qué clase de veneno, se preguntaba Dennis, había acabado con la vida del rey? ¿Exactamente qué clase de veneno había sido?

Al llegar a la casa Brandon, ya se sentía realmente mal, y no contestó a ninguna de las preguntas de su madre. Ni tampoco le mostró lo que llevaba dentro del cajón de la ceniza. Únicamente le dijo que debía hablar con su padre en cuanto éste llegara, pues tenía que comunicarle algo terriblemente importante. Después se dirigió a su habitación y siguió preguntándose qué clase de veneno había sido. No se sabía una cosa sobre el veneno, pero era suficiente. Se trataba de algo caliente.

35

Brandon regresó justo antes de las diez, de mal genio, exhausto y sin ánimo para tonterías. Se hallaba sucio y sudoroso, sobre la frente tenía un pequeño corte y de sus cabellos pendían largos hilos de telarañas. No habían encontrado ni el menor rastro del asesino Sus únicas noticias eran que los preparativos para la coronación de Peter se desarrollaban a toda prisa en la Plaza de la Aguja, bajo la dirección de Anders Peyna, el Juez General de Delain.

Su mujer le contó acerca del comportamiento de Dennis. El semblante de Brandon se ensombreció. Fue hasta la puerta de la habitación de su hijo y llamó no con los nudillos sino con el puño cerrado.

—Sal de ahí, muchacho, y cuéntanos por qué has vuelto del estudio de tu señor con el cajón de la ceniza.

—No —contestó Dennis—. Entra tú, papá. No quiero que madre vea lo que tengo aquí, ni deseo que escuche lo que ambos tenemos que decirnos.

Brandon irrumpió en la habitación. La madre de Dennis se quedó aguardando junto a la estufa, pensando que se trataba de alguna tontería medio histérica que el chico había ideado, alguna diablura imprudente, y que muy pronto escucharía los sollozos de Dennis mientras su agotado esposo, el cual debía estar listo a mediodía para servir no ya a un príncipe sino a un rey, aplacaba sus temores y frustraciones en las nalgas de su hijo. Con dificultad podía culpar a Dennis; esta mañana todo el mundo parecía histérico en el alcázar corriendo de un lado a otro como locos recién salidos del manicomio, repitiendo infinidad de falsos rumores, y luego retractándose a fin de poder propalar otros nuevos.

Pero de la habitación de Dennis no surgió ningún grito y ambos estuvieron dentro más de una hora. Cuando salieron una sola mirada al pálido rostro de su marido logró que la pobre mujer casi desfalleciese. Dennis se escondía detrás de su padre como un cachorro atemorizado.

Brandon llevaba consigo el cajón de ceniza.

—¿A dónde vais? —preguntó ella tímidamente.

Brandon no dijo nada. Por lo visto Dennis tampoco podía decir ni una palabra. Tan sólo la miró y luego siguió a su padre a través de la puerta. Durante veinticuatro horas no volvió a ver a ninguno de los dos, por lo que creyó que ambos estaban muertos; o peor aún, que estaban sufriendo en la Mazmorra de la Inquisición situada debajo del castillo.

Sus pensamientos fatalistas tampoco eran tan improbables, ya que en Delain aquellas veinticuatro horas fueron terribles. Quizá no lo hubieran parecido en ciertos lugares donde las revueltas, las alarmas y la ejecuciones a medianoche eran casi un modo de vida…, y realmente existen esta clase de lugares, si bien yo desearía no tener que afirmarlo. Pero Delain había sido durante años, e incluso siglos, un sitio de orden y tranquilidad así que no estaban acostumbrados a ciertas cosas. A decir verdad, aquel día nefasto comenzó cuando Peter no fue coronado al mediodía, y terminó con la asombrosa noticia de que el príncipe heredero iba a ser juzgado en el Salón de la Aguja por el asesinato de su padre. Si Delain hubiera tenido un mercado de valores, supongo que se habría visto colapsado.

La construcción del estrado en el cual iba a tener lugar la coronación comenzó al alba. Anders Peyna sabía que la plataforma consistiría en un aparejo provisional de simples tablas, pero también sabía que una gran cantidad de flores y de banderas irían a adornar el rústico material. Ellos no se hallaban preparados para el fallecimiento del rey debido a que un asesinato no es algo que se pueda predecir. Si así fuese no existirían los asesinatos, y con seguridad el mundo sería un lugar mucho más feliz. Además, lo importante no eran la pompa y el acontecimiento, sino que la gente sintiese la continuidad del trono. Con tal de que los ciudadanos percibiesen que todo seguía como antes a pesar del terrible suceso, a Peyna no le importaba la cantidad de florista que tuvieran que entablillar.

Pero a las once en punto, la construcción se detuvo de repente. La floristas fueron expulsadas, muchas de ellas con lágrimas en los ojos por el cuerpo de Guardias Locales.

A las siete de la mañana, la mayoría de los Guardias Locales comenzaron a vestirse con sus rojos y espléndidos uniformes de gala y con sus altos y grises morriones, parecidos a «quijada de lobo». Ellos eran, por supuesto, los que formarían la doble fila ceremonial, creando el pasillo por el que tendría que avanzar Peter para ser coronado. Luego, a las once, recibieron nuevas órdenes; extrañas e inquietantes órdenes. En un abrir y cerrar de ojos, los uniformes de gala desaparecieron, y fueron sustituidos por los toscos uniformes de combate de color pardo grisáceo. Las vistosas pero inservibles espadas de ceremonia quedaron remplazadas por las letales espadas cortas que pertenecían al equipo cotidiano; impresionantes, pero nada prácticos, los morriones «quijada de lobo» fueron desechados en beneficio de los repujados cascos de cuero que correspondían a la vestimenta de combate normal.

Vestimenta de combate. El propio término era ya inquietante. ¿Acaso existe algo que pueda llamarse vestimenta de combate normal? A mí me parece que no. Sin embargo, por todas partes había soldados de rostros severos y amenazantes vestidos con ropa de campaña.

¡El príncipe Peter se ha suicidado! Éste era el rumor más común que corría por todo el alcázar.

¡El príncipe Peter ha sido asesinado! Decía el rumor que le seguía en segundo lugar.

Roland no ha muerto: ha sido un diagnóstico equivocado, al médico lo han decapitado, pero el viejo rey está loco y nadie sabe qué hacer. Éste era un tercero.

Había una gran variedad de rumores, algunos incluso mucho más disparatados.

Cuando cayó la noche, nadie pudo dormir en el acongojado y confundido recinto real. En la Plaza de la Aguja todas las antorchas estaban encendidas, el castillo resplandecía de luces, y en cada casa del entorno, así como en las colinas adyacentes podían verse, velas y linternas, mientras las atemorizadas gentes se reunían para hablar acerca de los sucesos del día. Todos coincidían en que se estaba preparando un movimiento de fuerza.

La noche era aún más larga que el día. La señora Brandon esperaba a sus hombres en terrible soledad. Se sentó junto a la ventana; pero, por primera vez en su vida, el aire se hallaba sobrecargado con mucho más chismorreo del que ella deseaba oír. ¿Así y todo, podía acaso dejar de escuchar? No, ella no podía.

Mientras las primeras horas de la mañana se alargaban infinitamente hacia un amanecer que le parecía que jamás iba a llegar, un nuevo rumor comenzó a suplantar a los anteriores. Se trataba de algo increíble e inverosímil; sin embargo, fue confirmándose hasta que los propios soldados de las guarniciones comenzaron a repetírselo unos a otros en voz baja. Este nuevo rumor fue el que más aterrorizó a la señora Brandon, ya que ella recordaba (¡demasiado bien!) el rostro demacrado del pobre Dennis al entrar con el cajón de ceniza del príncipe. Dentro había algo que despedía un olor nauseabundo y a quemado, algo que el niño no le mostraría.

El príncipe Peter ha sido arrestado a causa del asesinato de su padre, era el detestable rumor que circulaba. ¡Ha sido conducido…, el príncipe Peter ha sido conducido…, el príncipe ha asesinado a su propio padre!

Un poco antes de la salida del sol, la confundida mujer apoyó la cabeza entre los brazos y comenzó a llorar. Al cabo de un rato, los sollozos fueron desapareciendo y se sumergió en un sueño agitado.

36

—¡Ahora dime lo que hay dentro de ese cajón, y es mejor que te apresures! No podemos perder tiempo en sandeces, Dennis, ¿me comprendes? —fue lo primero que dijo Brandon al entrar en la habitación de su hijo, cerrando la puerta tras de sí.

—Te lo mostraré, papá —repuso Dennis—; pero antes quiero que me contestes una pregunta: ¿qué clase de veneno mató al rey?

—Nadie lo sabe.

—¿Cómo era su aspecto?

—Muchacho, muéstrame lo que hay dentro del cajón. En este mismo instante —Brandon le mostró un gran puño; aunque no lo sacudió sino que se limitó a mantenerlo levantado, lo cual era suficiente—. Muéstramelo ya mismo si no quieres que te golpee.

Brandon contempló al ratón muerto durante mucho rato, sin decir una sola palabra. Dennis le observaba asustado, mientras el rostro de su padre se tornaba cada vez más pálido, más serio, más lúgubre. Los ojos del ratón habían ardido hasta quedar convertidos en dos pavesas carbonizadas. El pelaje marrón se volvió negro tostado. Aún salía humo de sus pequeñas orejas, y sus dientes, visibles debido a la mueca mortal, estaban ennegrecidos, igual que la reja de una estufa.

Brandon hizo un ademán como si fuera a tocarlo, pero luego retiró la mano. Levantó la vista hasta encontrarse con la de su hijo, y se dirigió a él con un ronco susurro.

—¿Dónde has encontrado esto?

Dennis comenzó a balbucear una serie de frases que no tenían ningún significado.

Brandon le escuchó unos instantes y luego apretó el hombro de su hijo.

—Denny, haz una inspiración profunda y pon tus pensamientos en orden —le aconsejó—. En este asunto yo estoy de tu parte, así como en todo lo demás, tú lo sabes. Has hecho bien en ocultarle a tu madre esta criatura desgraciada. Ahora cuéntame cómo la has encontrado, y en qué sitio.

Aliviado y más tranquilo, Dennis fue capaz de narrar la historia. Su relato fue un poco más corto que el mío, pero así y todo le llevó unos cuantos minutos. Su padre se sentó en una silla, con un nudillo apoyado en la frente, lo cual ocultaba sus ojos. No hizo ninguna pregunta, ni siquiera refunfuñó.

Cuando Dennis finalizó, el mayordomo pronunció en voz baja cuatro palabras. Sólo cuatro; pero bastaron para helar el corazón del muchacho, o eso le pareció en aquel momento.

—Igual que el rey.

Los labios de Brandon temblaban de miedo, aunque parecía estar tratando de sonreír.

—Dennis, ¿crees que aquel animal era un rey de ratones?

—Papá… papá…, yo… yo…

—Dijiste que había una caja.

—Sí.

—Y un paquete.

—Sí.

—Y que el paquete estaba chamuscado, pero no quemado.

—Sí.

—Y pinzas.

—Sí, como las que se pone mamá en los cabellos para que no se le caigan sobre la nariz…

—Chist —dijo Brandon, volviendo a colocar el nudillo sobre la frente—. Déjame pensar.

Pasaron cinco minutos. Brandon permanecía sentado, inmóvil como si se hubiera quedado dormido; pero Dennis sabía que no era así. Brandon no se hallaba enterado de que la caja tallada le fue dada a Peter por su madre, ni de que la había perdido de pequeño; ambas cosas sucedieron mucho antes de que Peter hubiese entrado en la adultez intermedia y Brandon se hiciese cargo de su puesto de mayordomo. Pero sabía de la existencia del panel secreto; sucedió, por casualidad, no muy entrado el primer año que sirvió al príncipe. Como quizá ya he dicho, aquél no era, por razones obvias, un compartimiento muy secreto, sino sólo lo suficiente como para satisfacer a un chico confiado como Peter. Brandon lo conocía, pero jamás había vuelto a mirar después de aquella primera vez, cuando no contenía más que los cachivaches glorificados que todo niño llama sus tesoros: una baraja de Tarot a la cual le faltaban algunas cartas, una bolsa con canicas, una moneda de la suerte, una pequeña trencilla hecha con el pelo de las crines de Peonía. Si un buen mayordomo es capaz de comprender cualquier cosa, hay que dar por sentado que posee esa virtud que nosotros llamamos discreción, la cual es un respeto por la intimidad de las demás personas. Brandon jamás había vuelto a mirar en el compartimiento. Si lo hubiera hecho, habría sido igual que robar.

Finalmente, Dennis preguntó:

—Padre, ¿no será mejor que vayamos allí, para que puedas echarle una ojeada a la caja?

—No. Debemos ir a ver al Juez General y mostrarle este ratón, y tendrás que contarle tu versión de los hechos exactamente igual que me la has contado a mí.

Dennis se sentó en la cama apesadumbrado. Se sentía como si le hubiesen dado un golpe en el vientre. ¡Peyna, el hombre que decidía la duración de las condenas y ordenaba los decapitamientos! ¡Peyna, el de rostro blanco y amenazante, el del entrecejo fruncido! ¡Peyna, que después del mismísimo rey, era la autoridad más importante en el reino!

—No —susurró al fin—. Papá, yo no podré… yo… yo…

—Tendrás que poder —le dijo su padre severamente—. Se trata de un asunto terrible, el más terrible que jamás he conocido; pero tiene que ser tenido en cuenta y enmendado. Le contarás lo mismo que me has contado a mí, y después yo me haría cargo de todo.

Dennis miró a su padre a los ojos y vio que Brandon hablaba en serio. Si él se negaba a ir, su padre le agarraría por el cogote y lo arrastraría hasta Peyna, como a un gatito, tuviese o no veinte años.

—Sí, papá —accedió Dennis sintiéndose muy desdichado y pensando que cuando la fría y calculadora mirada de Peyna cayera sobre él, se moriría al instante de un ataque al corazón. Luego, con un pánico cada vez mayor, recordó que había robado un cajón de ceniza de las habitaciones del príncipe. Si no se moría de miedo en el momento en que Peyna le ordenase hablar, probablemente se pasaría el resto de su vida encerrado en la mazmorra más profunda del castillo por ladrón.

—Dennis, trata de calmarte. Esfuérzate en ello todo lo que puedas. Peyna es un hombre severo, pero también justo. No has hecho nada de lo que debas avergonzarte. Tan sólo cuéntaselo de la misma manera que me lo has contado a mí.

—Está bien —susurró Dennis—. ¿Nos vamos ya?

Brandon se levantó de la silla y se arrodilló.

—Antes rezaremos. Hijo, ven aquí a mi lado.

Dennis así lo hizo.

37

Peter fue juzgado y hallado culpable de regicidio. Se le condenó a cadena perpetua en los dos fríos cuartos que había en lo alto de la Aguja. Todo esto sucedió en tres días. No me llevará mucho tiempo contaros el modo en que se cerraron sobre el muchacho las mordazas de la cruel trampa preparada por Flagg.

Peyna no ordenó de inmediato que se detuvieran los preparativos para la coronación. En realidad, pensaba que Dennis debía estar equivocado, que tenía que haber una explicación razonable para aquel asunto. De todos modos, el estado del ratón, así como el del rey, eran imposibles de ignorar, y además la familia Brandon gozaba de una larga y apreciada reputación en el reino debido a su honestidad y sensatez. Eso era un factor de peso, pero había otra cosa muchísimo más importante: cuando Peter fuese coronado, no debía existir ni la menor mancha en su reputación.

Peyna escuchó a Dennis y después hizo comparecer a Peter. Dennis realmente podría haber muerto de miedo si veía a su señor, así que, por misericordia, se le permitió entrar con su padre en otra habitación. Peyna le explicó seriamente a Peter que había una acusación contra él…, una acusación que le culpaba de haber participado en el asesinato de Roland. Anders Peyna no era un hombre que anduviese con rodeos, sin importarle lo mucho que sus palabras pudieran doler.

Peter se quedó estupefacto incapaz de hablar. Debéis recordar que él aún trataba de hacerse a la idea de que su querido padre había muerto, eliminado por un maléfico veneno que le quemó vivo de dentro para fuera. También debéis recordar que había estado dirigiendo la búsqueda durante toda la noche, con lo cual no había dormido, y se encontraba físicamente agotado. Sobre todo, debéis recordar que, a pesar de poseer la altura y la anchura de hombros de un adulto, sólo contaba dieciséis años. Estas asombrosas novedades junto a todas las demás cosas hicieron que Peter reaccionase de un modo muy natural, aunque fue algo que tendría que haber evitado a toda costa bajo la fría y determinante mirada de Peyna: el muchacho se echó a llorar.

Si Peter hubiera negado enérgicamente los cargos que se le imputaban, o hubiese expresado su disgusto, su cansancio y su pena lanzando unas sonoras carcajadas ante tan absurda idea, es probable que todo el asunto hubiera terminado al instante. Yo estoy convencido de que esta posibilidad jamás entró en los placeres de Flagg, ya que uno de los pocos puntos débiles del mago era la tendencia a juzgar a los demás de acuerdo a lo que le dictaba su sombrío y negro corazón. Flagg miraba a todo el mundo con sospecha, y creía que los demás actuaban siempre con doblez.

Su mente era muy compleja, como una sala repleta de espejos en la que todas las cosas se reflejan multiplicadas y en diferentes tamaños.

La sucesión de pensamientos de Peyna no era nada complicada pero sí muy directa. Se le hacía dificilísimo, casi imposible, creer que Peter hubiera envenenado a su padre. Si se hubiese encolerizado o reído en voz alta, el caso probablemente podría haberse cerrado sin tener que investigar la caja con su nombre tallado en ella, supuesta prueba de su culpabilidad, o el paquete y las pinzas que se encontraban dentro. Sin embargo, las lágrimas daban muy mala impresión. Las lágrimas podían considerarse como una manifestación de culpa, provenientes de un chico lo bastante mayor para cometer un asesinato pero aún inmaduro para ocultar lo que había hecho.

Peyna decidió que tendría que realizar una investigación más a fondo. Odiaba hacer esto, porque ello significaba utilizar guardias, lo cual a su vez requería alguna palabra, algún comentario, la divulgación de aquellas sospechas momentáneas, que perjudicarían las primeras semanas del reinado de Peter.

Luego, reflexionó que quizás incluso esto podía ser evitado. Utilizaría nada más que media docena de Guardias Locales. Podía dejar apostados a cuatro de ellos al otro lado de la puerta. Una vez que aquel ridículo asunto hubiera sido olvidado, los enviaría a los confines del reino. Brandon y su hijo también tendrían que ser alejados de allí pensó Peyna, aunque era una lástima, pero las lenguas se desataban con facilidad, especialmente con la ayuda de la bebida, y la afición de viejo Brandon por la ginebra era bien conocida.

Por lo tanto, Peyna ordenó que prosiguiesen las obras, momentánea mente suspendidas, de la plataforma para la coronación. Estaba según de que el trabajo podría reanudarse en menos de media hora, con los obreros sudando, despotricando y apurándose para ganar el tiempo perdido.

¡Qué pena!

38

Como vosotros bien sabéis, la caja, el paquete y las pinzas estaba allí. Peter juró por el nombre de su madre que él no tenía ningún caja tallada; su vehemente negativa resultaba bastante absurda. Peyna cogió cuidadosamente el paquete chamuscado, con las pinzas, miró en su interior, y vio tres granos de arena verde. Eran tan pequeños que apenas se distinguían, pero, celoso de aquello que había hecho caer; un gran rey y a un insignificante ratón, volvió a depositar el paquete en la caja cerrando luego la tapa. Ordenó a dos de los cuatro Guardia Locales que aún se hallaban en la sala que se acercasen, dándose cuenta de mala gana que lentamente el asunto tomaba un cariz cada vez más serio.

La caja fue colocada con cuidado sobre el escritorio de Peter; de ella emanaban pequeñas volutas de humo. Uno de los guardias fue enviado en busca del hombre que más sabía sobre venenos en todo Reino.

Este hombre, por supuesto, era Flagg.

39

—Anders, yo no tengo nada que ver con esto —dijo Peter.

Había recuperado su aplomo, pero su rostro todavía seguía pálido y contraído, y el Juez General jamás había visto sus ojos de un azul tan oscuro.

—¿Entonces, la caja es vuestra?

—Sí.

—¿Por qué antes habéis negado poseer una caja así?

—No la recordaba. Hace más de once años que no la he visto. Me la regaló mi madre.

—¿Qué sucedió con ella?

Ya no se dirige a mí con las palabras «mi señor» o «Su Alteza», pensó Peter con un escalofrío. No se dirige a mí con ningún término respetuoso. ¿Me pregunto si todo esto realmente está sucediendo? ¿Padre envenenado? ¿Thomas terriblemente enfermo? ¿Peyna parado ante mí acusándome de asesinato? Y mi caja… ¿De dónde diablos ha salido y quién la pudo haber colocado en mi compartimiento oculto detrás de los libros?

—La perdí —explicó Peter lentamente—. Anders, no irá a creer que he sido yo el asesino de mi padre, ¿verdad?

No lo creía… pero ahora dudo, pensó Anders Peyna.

—Yo lo amaba profundamente —declaró Peter.

Así lo creí siempre… pero ahora también dudo de ello, se dijo Anders Peyna.

40

Flagg entró apresuradamente, y sin mirar siquiera en dirección a Peyna, de inmediato comenzó a bombardear al aturdido, asustado e indignado príncipe con preguntas acerca de la búsqueda. ¿Se había encontrado algún rastro del veneno o del envenenador? ¿Ninguna señal que pusiese al descubierto una conspiración? No era de la opinión que probablemente se tratase de un solo individuo, sin duda un loco. Había pasado toda la mañana delante de su cristal, dijo Flagg, pero éste se obstinó en permanecer oscuro. No le daba mucha importancia, debido a que él podía hacer algo más que sacudir huesos o mirar en cristales. Deseaba con vehemencia pasar a la acción, no utilizar conjuros. Cualquier cosa que el príncipe quisiera que él hiciese, cualquier rincón escondido que deseara fuese explorado…

—No os hemos mandado llamar para escucharos parlotear como vuestro loro, con las dos cabezas hablando al unísono —dijo Peyna fríamente.

No le agradaba Flagg, y por lo que a él respectaba, a partir de la muerte de Roland, el mago había sido rebajado a la categoría de Nadie en la Corte. Quizá fuese capaz de decirles lo que eran aquellos malignos granos verdes que contenía el paquete, pero hasta allí se extendía toda su utilidad.

Peter, después de su coronación, no tendrá más tratos con esta comadreja, pensó Peyna. Sus pensamientos llegaron hasta este punto, y luego comenzó a invadirle el desaliento, debido a que las posibilidades de que Peter fuera coronado parecían estar disminuyendo.

—No —dijo Flagg—, supongo que no ha sido para eso. —Miró a Peter y preguntó—: ¿Por qué se me ha hecho venir, mi rey?

¡No le llaméis de ese modo! —explotó Peyna, profundamente disgustado muy a su pesar.

Flagg vio este sobresalto en su rostro, y aunque daba la impresión de estar confuso, comprendía perfectamente lo que aquello significaba, lo cual le satisfacía. El gusano de la sospecha estaba introduciéndose en el gélido corazón del Juez General. Perfecto.

Peter desvió su pálida faz, ocultándose de la mirada de los dos hombres y observó la ciudad a través de la ventana, luchando otra vez por controlar sus emociones. Tenía los dedos fuertemente entrelazados, y los nudillos blancos. En aquel momento aparentaba mucho más de dieciséis años.

—¿Veis esa caja que está sobre el escritorio? —preguntó Peyna.

—Sí, Juez General —dijo Flagg, con su voz más ceremoniosa y afectada.

—Dentro hay un paquete que da la impresión de estar chamuscándose lentamente. En el interior del paquete se halla algo similar a unos granos de arena. Me gustaría que los examinarais y me dijerais lo que son. Os aconsejo vivamente que no los toquéis. Creo que la sustancia que se encuentra en el paquete es probablemente lo que ha causado la muerte al rey Roland.

Flagg se permitió poner cara de alarmado. A decir verdad, se sentía muy satisfecho. Desempeñar un papel siempre le hacía sentirse así. Le gustaba actuar.

Cogió el paquete con las pinzas. Escudriñó en el interior. Su mirada se agudizó.

—Quiero un trozo de obsidiana —dijo—. Lo necesito ahora mismo.

—Yo tengo uno en mi escritorio —dijo Peter en tono monótono, y la sacó de allí.

No era tan grande como el trozo que Flagg había utilizado y luego desechado, pero era grueso. Se lo tendió a uno de los Guardias Locales, quien a su vez le dio la obsidiana a Flagg. El mago la acercó a la luz, frunciendo un poco el entrecejo…, pero dentro de su corazón, un hombrecito saltaba excitadísimo, dando volteretas y haciendo volatines. El trozo de obsidiana se parecía mucho al suyo, a pesar de que uno de sus lados estaba roto y mellado. ¡Ah, los dioses le sonreían! ¡Por supuesto, por supuesto que le sonreían!

—Se me cayó hace uno o dos años —explicó Peter, viendo el interés de Flagg. No se daba cuenta, ni tampoco Peyna, por el momento, de que había agregado otra hilera de ladrillos al muro que estaba construyendo en torno suyo—. La mitad que estáis sosteniendo aterrizó sobre la alfombra, y ésta amortiguó la caída. La otra mitad golpeó contra el pavimento de piedra, haciéndose añicos. La obsidiana es dura, pero muy quebradiza.

—¿De veras, mi señor? —dijo Flagg con seriedad—. Nunca he visto una piedra semejante, aunque por supuesto he oído hablar de ella.

Depositó la obsidiana sobre el escritorio de Peter, puso el paquete boca abajo y volcó sobre la piedra los tres granos de arena. En seguida, de la obsidiana comenzaron a salir unas delgadas estelas de humo. Todos los presentes podían ver cómo cada grano se hundía lentamente dentro del hoyuelo que producía en la piedra más dura del mundo. Ante aquella visión los guardias murmuraron inquietos.

—¡Silencio! —gritó Peyna, girándose hacia ellos. Los guardias se alejaron unos pasos, con las caras largas y blancas de terror. Para ellos esto se parecía cada vez más a una brujería.

—Creo saber qué son estos granos, y cómo comprobar mi idea —dijo Flagg bruscamente—. Pero si estoy en lo cierto, la prueba deberá ser realizada lo antes posible.

—¿Por qué? —demandó Peyna.

—Creo que se trata de Arena Dragón —informó Flagg—. En una ocasión yo tuve una pequeña cantidad, pero desapareció, una lástima, antes de que pudiera estudiarla a fondo. No sería nada extraño que me la hubieran robado.

Flagg no se perdió el modo en que los ojos de Peyna se posaron sobre Peter al escuchar aquel comentario.

—Desde entonces, a menudo me sentía intranquilo —prosiguió—, ya que tiene la reputación de ser una de las sustancias más mortíferas de la tierra. No tuve oportunidad de comprobar sus propiedades y por eso he dudado; pero veo que hasta ahora se han confirmado muchas de las cosas que me fueron dichas.

Flagg señaló la obsidiana. Los hoyos en los que descansaban los tres granos de arena verde habían ganado cada uno aproximadamente tres centímetros de profundidad, produciendo un humo igual a diminuta hogueras de campamento. Flagg supuso que ya habían traspasado la mitad del grosor de la piedra.

—Estas tres partículas de arena se están abriendo rápidamente camino a través de la roca más dura que conocemos —dijo—. El poder corrosivo de la Arena Dragón tiene fama de no detenerse ante ningún sólido, ninguna clase de sólido. Y produce un calor terrible. ¡Tú! ¡Guardia!

Flagg señaló a uno de los Guardias Locales, el cual dio un paso adelante, nada feliz de haber sido elegido.

—Toca el lado del bloque de obsidiana —le ordenó, y cuando acercó una mano vacilante para ponerla sobre el pisapapeles, agregó abruptamente—: ¡Sólo el lado! ¡No acerques la mano a esos agujeros!

El guardia rozó el pisapapeles con los dedos y en seguida los retiró con una exclamación y se los introdujo en la boca, pero no sin que antes Peyna hubiera visto las ampollas que le habían salido.

—¡He escuchado decir que la obsidiana es un conductor del calor muy lento —comentó Flagg—; pero esto trozo está tan caliente como la tapa de un horno… y todo por tres granos de arena que estarían muy anchos en la yema de vuestro dedo meñique! ¡Tocad el escritorio del príncipe, señor Juez General!

Peyna, lo tocó. Quedó asombrado y afligido por el calor que emanaba bajo su mano. Pronto la pesada madera comenzaría a producir burbujas y a chamuscarse.

—Así que debemos actuar con rapidez —aconsejó Flagg—. Muy pronto el escritorio comenzará a arder. Si aspirásemos sus emanaciones siempre que lo que me han contado sea verdad, todos nosotros moriríamos en unos cuantos días. Pero, para estar seguros, hagamos otra prueba…

Ante esto, los Guardias Locales parecieron inquietarse más que nunca.

—De acuerdo —aceptó Peyna—. ¿En qué consiste? ¡Daos prisa hombre!

En ese momento detestaba a Flagg más que nunca, y si en alguna ocasión llegó a pensar que debía menospreciarle, ahora lo pensaba el doble. Cinco minutos después, Peyna estaba decidido a rehabilitar a mago de su categoría de Nadie en la Corte. Ahora parecía que sus vidas y el caso que Peyna llevaba contra Peter, dependían de él.

—Sugiero que se llene un cubo con agua —indicó Flagg, hablando más rápido que nunca. Sus ojos negros brillaban.

Los Guardias Locales y Peyna observaban las pequeñas cavidades negras en la obsidiana, las delgadas estelas de humo, con la misma fascinación maligna de unos pájaros hipnotizados ante el movedizo nido de las pitones. ¿Cuán profundo estarían dentro de la piedra? ¿Cuánto les faltaba para llegar a la madera? Imposible de contestar. Incluso Peter miraba, aunque la mezcla de pena y confusión no había abandonado su agotado rostro.

—¡Agua de la bomba del príncipe! —le gritó Flagg a uno de los guardias—. Traedla en un cubo, en una olla profunda o en una cazuela. ¡Ahora mismo!

El guardia miró a Peyna.

—Hazlo —le ordenó éste, tratando de que su voz no sonase atemorizada, aunque él sí lo estaba, y Flagg lo sabía.

El hombre salió. Al cabo de unos instantes, escucharon cómo el agua caía en un cubo que el guardia había encontrado en el aparador del mayordomo.

Flagg estaba hablando de nuevo.

—Tengo la intención de sumergir mi dedo en este cubo y luego dejar caer una gota en uno de los agujeros —dijo—. Observaremos esto con mucha atención, señor Juez General. Debemos ver si el agua que cae en el agujero se torna momentáneamente verde. Será una clara señal.

—¿Y luego? —preguntó Peyna tenso.

Los Guardias Locales regresaron. Flagg cogió el cubo y lo colocó sobre el escritorio.

—Luego verteré con cuidado unas gotas en los otros dos agujeros —repuso con calma; pero sus mejillas, normalmente pálidas, se hallaban enrojecidas—. Se dice que el agua no detiene a la Arena Dragón, pero puede contenerla.

Esto hizo que las cosas se pusieran peor de lo que ya estaban, pero Flagg los quería atemorizados.

—¿Por qué no arrojar simplemente el cubo de agua? —preguntó con sequedad uno de los guardias.

Peyna recibió este exabrupto con una mirada terrible, pero Flagg contestó a la pregunta serenamente mientras sumergía el dedo meñique dentro del recipiente.

—¿Queréis que saque con agua estos tres granos de arena de los respectivos agujeros que han hecho en la piedra y en alguna parte del escritorio del chico? —preguntó casi jovialmente—. ¡Pues os dejaremos aquí para que apaguéis el fuego cuando el agua se haya secado, señoritingo!

El guardia no hizo ningún otro comentario.

Flagg sacó del cubo el dedo goteante.

—E1 agua ya está caliente —le dijo a Peyna—, sólo por haber estado sobre el escritorio.

Con cuidado movió el dedo, del cual colgaba una sola gota de agua, hasta colocarlo justo encima de uno de los agujeros.

—¡Observad con atención! —dijo Flagg con voz estridente.

A Peter le pareció en aquel momento un charlatán de tres al cuarto que iba a realizar algún truco por completo engañoso. Pero Peyna se inclinó para ver mejor. Y los Guardias Locales estiraron sus cuellos. La gota de agua aún colgaba del dedo de Flagg, captando en un instante toda la habitación de Peter en una perfecta miniatura curvada. Pendía… alargada… y luego cayó dentro del agujerito.

Se produjo un siseo, parecido al sonido de la grasa al caer en una sartén de hierro caliente. Un tenue géiser de vapor surgió del orificio… pero antes Peyna pudo ver claramente un fugaz destello verde. En ese momento, se selló el destino de Peter.

—¡Por todos los dioses, Arena Dragón! —murmuró Flagg roncamente—. ¡Por amor de Dios, no se os ocurra aspirar este vapor!

El valor de Anders Peyna era tan sólido como su reputación; no obstante se hallaba asustado. Aquel singular parpadeo de luz verde le había parecido algo en verdad maligno.

—Apaga los otros dos —ordenó con acritud—. ¡Ahora mismo!

—Ya os lo he dicho —respondió Flagg, volviendo a sumergir tranquilamente su dedo meñique y observando el trozo de obsidiana—. No es posible apagarlos; aunque, a decir verdad, se afirma que hay una manera, sólo una. No creo que os plazca. Con todo, yo creo que es posible contenerlos y deshacernos de ellos.

Con mucho cuidado descargó una gota en cada uno de los otros dos agujeros. En ambas ocasiones se produjo un tenebroso destello de luz verde y surgió un penacho de vapor.

—Creo que por un rato estaremos a salvo —comentó Flagg, y uno de los Guardias Locales suspiró con verdadero alivio—. Dadme unos guantes… o bien trapos…, cualquier cosa con la cual pueda levantar la piedra. Está que abrasa, y las gotas de agua se consumirán de un momento a otro.

Dos almohadillas fueron traídas rápidamente de la alacena del mayordomo. Flagg las utilizó para agarrar la obsidiana. La levantó con sumo cuidado para mantenerla nivelada, y luego la arrojó dentro del cubo. Cuando el bloque de obsidiana tocó fondo, todos pudieron ver con claridad cómo del agua surgía un fugaz reflejo de luz verde.

—Ahora —dijo Flagg efusivo—, esto va mucho mejor. Uno de los guardias deberá sacar el cubo fuera del castillo y llevarlo hasta la enorme bomba de agua que está junto al Viejo Gran árbol en el centro del recinto real. Allí deberá llenar con agua una gran vasija, y colocar el cubo dentro de ella. La vasija deberá llevarse hasta el centro del Lago Johanna, al que será arrojada. Quizá la Arena Dragón caliente el lago pasados unos mil años; pero dejad que quienes vivan en esa época, si es que vive alguien, se preocupen por ello.

Peyna vaciló durante unos instantes, mordiéndose el labio en un gesto de indecisión poco común en él, y finalmente decidió:

—Tú y tú y tú. Haced lo que él ha dicho.

El cubo fue retirado. Los Guardias Locales lo transportaron como si se tratase de una verdadera bomba. Flagg se divertía, ya que en gran parte todo aquello no era más que una bufonada de mago, como Peter había sospechado en un principio. Las gotas de agua que había colocado en los agujeros no eran suficientes para detener la acción corrosiva de la arena, al menos no por mucho tiempo; pero Flagg sabía que el agua del cubo la iba a empapar bien. Incluso una menor cantidad de líquido hubiera sido suficiente para más arena… digamos, una copa de vino. Pero había que dejar que ellos pensaran lo que quisiesen; más adelante se volcarían contra Peter con mayor furia.

Cuando los guardias se hubieron retirado, Peyna se dirigió a Flagg.

—Dijiste que existía un modo de neutralizar el efecto de la Arena Dragón.

—Sí; se dice que si penetra en el cuerpo de un ser viviente, éste arderá hasta morir en medio de una terrible agonía… y una vez que esto ocurre, la muerte, el poder de la Arena Dragón también desaparece. Yo tenía la intención de comprobarlo, pero antes de que pudiera hacerlo, mi muestra desapareció.

Peyna lo miraba fijamente, con el contorno de sus labios casi blanco.

—¿Y en qué clase de ser viviente pensabais probar esta execrable sustancia, mago?

Flagg miró a Peyna con imperturbable inocencia.

—Pues, por supuesto en un ratón, mi señor Juez General.

41

Hacia las tres de la tarde tuvo lugar una extraña reunión en el Tribunal Real de Delain, ubicado junto a la base de la Aguja. Se trataba de una enorme habitación que, con los años, pasó a llamarse simplemente «el Tribunal de Peyna».

Reunión. No me gusta esta palabra. Es demasiado insípida e insignificante para describir la trascendental decisión a la cual se había llegado aquella tarde. No puedo llamarla audiencia ni juicio, porque aquella asamblea no tuvo ninguna clase de connotación legal, pero fue muy importante, algo en lo que creo que vosotros estaréis de acuerdo.

La habitación era lo suficientemente amplia para albergar a quinientas personas, pero aquella tarde sólo hubo siete. Seis de ellos se situaron uno muy cerca del otro, como si les pusiera nerviosos ser tan pocos en un sitio pensado para muchos. El emblema del reino, un unicornio lanceando a un dragón, colgaba en uno de los circulares muros de piedra, y Peter se descubrió mirándolas una y otra vez. Además de él, también se hallaban Peyna, Flagg (él era, por supuesto, quien se sentaba un poco alejado de los demás) y cuatro de los Magnos Abogados del Reino. En total había diez Magnos Abogados, pero los otros seis se encontraban atendiendo juicios en distintas y remotas partes de Delain. Peyna había decidido que no podía esperar a que regresasen. Sabía que tenía que actuar con rapidez y decisión, o en el país habría derramamiento de sangre. Lo sabía, pero le irritaba el hecho de tener que necesitar la ayuda de aquel sereno y joven asesino para prevenir una rebelión sangrienta.

Que Peter era un asesino había quedado ya determinado en lo más hondo del corazón de Anders Peyna. No había sido la caja, ni la arena verde, ni siquiera el ratón abrasado lo que le había decidido. Eran las lágrimas de Peter. Ahora Peter no daba la impresión de ser culpable ni mostraba debilidad, y eso decía mucho en su favor. Se hallaba pálido pero tranquilo, otra vez en completo dominio de si mismo.

Peyna se aclaró la garganta. E1 sonido retumbó débilmente en los amenazantes muros de piedra de la cámara del tribunal. Se llevó una mano a la frente y no se sorprendió del todo al comprobar que la tenía cubierta de sudor frío. Había escuchado los testimonios de cientos de grandiosos y solemnes procesos; había enviado bajo el hacha del verdugo a más hombres de los que podía recordar. Pero jamás se imaginó que tendría que participar en una «reunión» semejante, ni en el juicio de un príncipe por el asesinato de su regio padre… y seguramente habría un juicio así si esa tarde todo salía como él imaginaba. Era justo, pensó, que estuviera sudando, y también que el sudor fuese frío.

Tan sólo una reunión. Aquí no había nada legal, nada oficial, nada que ver con el reino. Pero ninguno de ellos, ni Peyna, ni Flagg, ni los Magnos Abogados, ni el mismo Peter, se engañaba. Este era el verdadero juicio. Esta reunión. E1 poder estaba allí. Aquel ratón abrasado había puesto en marcha una larga cadena de acontecimientos. Su curso bien podía ser alterado ahora, de la misma manera que es posible desviar un río caudaloso cuando aún se encuentra cerca de su nacimiento y es un arroyo; o se le permitía continuar, dejando que intensificara su poder por el camino hasta que ninguna fuerza sobre la tierra fuese capaz de desviarlo o de contenerlo.

Tan sólo una reunión, pensó Anders Peyna, y volvió a secarse el sudor de la frente.

42

Flagg observaba los acontecimientos con ojo avizor. Al igual que Peyna, él sabía que todo se decidiría allí, y por esta razón se sentía seguro.

Peter tenía la cabeza alta y la mirada firme. Sus ojos se encontraron con cada uno de los miembros de aquel jurado informal.

Los muros de piedra parecían desaprobar la presencia de aquellas siete personas. Los bancos dispuestos para el publico se hallaban vacíos, pero Peyna sentía el peso de unos ojos invisibles, unos ojos que exigían que se hiciese justicia en este terrible asunto.

—Mi señor —dijo por fin Peyna—, el sol os ha hecho rey hace tres horas.

Peter miró a Peyna sorprendido, pero permaneció en silencio.

—Sí —continuó, como si Peter le hubiese hablado; los Magnos Abogados asentían con la cabeza, y su aspecto era terriblemente solemne—. No ha habido coronación, pero una coronación sólo es un evento público. Debido a su gran pomposidad, no es más que un espectáculo sin verdadera solidez. Dios, la ley y el sol son los que hacen a un rey, no la coronación. Nos sois rey en este mismo instante, legalmente capacitado para imponer vuestra autoridad sobre mí, sobre todos nosotros, sobre el reino entero. Esto nos coloca ante un tremendo dilema. ¿Comprendéis de qué se trata?

—Sí —dijo Peter muy serio—. Creéis que vuestro rey es un asesino.

Peyna se sorprendió un poco con esta brusca salida; pero no lo lamentó del todo. Peter siempre había sido un chico directo; era una lástima que aquella característica ocultara una profunda actitud calculadora, pero lo realmente importante de esta cuestión residía en que, con probabilidad, la brusquedad del muchacho era el resultado de una estúpida bravata, lo cual aceleraría aún más las cosas.

—Lo que nosotros creemos, mi señor, no tiene importancia. El tribunal es quien determina la culpabilidad o la inocencia. Así he sido enseñado y así lo considero en lo más hondo de mi corazón. Sólo hay una excepción a esta regla. Los reyes están por encima de las leyes. ¿Lo comprendéis?

—Sí.

—Pero… —Peyna alzó un dedo—. Pero este crimen fue cometido antes de que fueseis rey. Hasta donde yo sé, nunca antes un tribunal de Delain tuvo que enfrentarse a una situación tan trágica. Las consecuencias podrían ser espantosas. Anarquía, caos, guerra civil. Para prevenir todos estos peligros, mi señor, precisamos de vuestra ayuda.

Peter le dirigió una mirada severa.

—Os ayudaré si mis posibilidades me lo permiten —dijo.

Y yo creo, imploro por ello, que aceptaréis mi propuesta, pensó Peyna. Percibía el fresco sudor en su frente, pero esta vez no se lo secó Peter era sólo un muchacho, aunque se trataba de un muchacho despierto; podría considerarlo como un signo de debilidad. Seguro que diréis que estáis de acuerdo por el bien del reino, pero un muchacho que ha tenido el monstruoso y retorcido coraje de matar a su propio padre es también, eso espero, un muchacho convencido de que podrá salirse con la suya. Creéis que os ayudaremos a encubrir vuestro crimen, pero oh mi señor, estáis muy equivocado.

Flagg, que casi podía leer aquellos pensamientos, se llevó la mano a la boca para ocultar su sonrisa. Peyna le odiaba, a pesar de ello, se había convertido, sin saberlo, en su principal ayudante.

—Quiero que renunciéis a la corona —manifestó Peyna.

Peter lo miró asombrado.

—¿Abdicar? —preguntó—. Yo…, yo no lo sé, mi señor Juez General. Creo que tengo que pensarlo antes de pronunciarme por un sí o por un no. Quizás al tratar de favorecer al reino lo único que consigamos sea un perjuicio, al igual que un médico puede matar a un enfermo si le da demasiados medicamentos.

El chico es listo, pensaron Flagg y Peyna al mismo tiempo.

—Me habéis malinterpretado. No os pido que renunciéis para siempre al trono; sólo pretendo que rechacéis la corona hasta que todo este asunto haya sido resuelto. Si sois hallado inocente de la muerte de vuestro padre.

—Como sin duda lo seré —dijo Peter—. Si mi padre hubiera gobernado hasta que yo fuese viejo y desdentado, me habría hecho muy feliz Yo sólo deseaba amarle, servirle y apoyarle en todo lo que hacía.

—Sin embargo vuestro padre está muerto, y las circunstancias os colocan en el papel de acusado.

Peter inclinó la cabeza.

—Si sois hallado inocente, recuperaréis la corona. Si sois hallado culpable…

Los Magnos Abogados parecieron ponerse nerviosos ante esto.

Pero Peyna no se echó atrás.

—Si sois hallado culpable, seréis llevado a lo alto de la Aguja, donde permaneceréis por el resto de vuestra vida. Nadie de la familia real puede ser ejecutado; es una ley que tiene mil años de antigüedad.

—¿Y Thomas se convertirá en rey? —preguntó Peter con aire pensativo.

Flagg se puso levemente rígido.

—Sí.

Peter arrugó la frente, absorto en sus pensamientos. Se le veía muy agotado, pero no confundido ni atemorizado, y Flagg sintió un ligero estremecimiento.

—Suponed que me niego.

—Si os negáis, entonces seréis rey a pesar de las desagradables acusaciones que todavía no han sido aclaradas. Muchos de vuestros súbditos, la mayoría a la luz de las evidencias, creerán que son gobernados por un joven que ha asesinado a su propio padre para obtener el trono. Yo creo que habría una revuelta y guerra civil, y que estos acontecimientos no tardarían mucho en aparecer. En cuanto a mí, renunciaré a mi cargo y me dirigiré hacia el Oeste. Soy viejo para comenzar de nuevo, pero a pesar de todo lo intentaré. Mi vida ha sido la ley, y no podría servir a un soberano que no se hubiera arrodillado ante ella en un caso como éste.

El silencio invadió el recinto, un silencio que dio la impresión de durar largo rato. Peter se sentó con la cabeza inclinada y el dorso de las manos apoyadas contra los ojos. Todos le observaron mientras esperaban. Incluso Flagg sentía ahora sobre su frente una tenue película de sudor.

Finalmente Peter levantó la cabeza y apartó las manos.

—Muy bien —dijo—. He aquí mis órdenes en calidad de rey. Renunciaré a la corona hasta que sea absuelto del asesinato de mi padre. Tú, Peyna, serás Canciller de Delain durante el tiempo que esté sin gobernante real. Deseo que el juicio tenga lugar lo más pronto posible, mañana mismo si puede ser. Me someteré a la decisión del tribunal. Pero no seré juzgado por ti.

Todos se quedaron mudos de asombro y se irguieron en sus asientos ante aquella fría nota de autoridad, pero Yosef el de los establos no se hubiera visto sorprendido por esto; él ya había escuchado antes aquel tono en la voz del muchacho, cuando aún era un mozuelo.

—Uno de los cuatro abogados lo hará —continuó Peter—. No seré juzgado por el hombre que poseerá el poder en mi lugar…, un hombre que, por su mirada y su comportamiento, veo que ya cree profundamente que yo he cometido aquel terrible crimen.

Peyna se sintió abochornado.

—Uno de estos cuatro —repitió dirigiéndose a los Magnos Abogados—. Poner en una taza cuatro piedras, tres negras y una blanca. Aquel que saque la piedra blanca presidirá mi juicio. ¿Estáis de acuerdo?

—Mi señor, lo estoy —asintió Peyna lentamente, aborreciendo el bochorno que todavía continuaba enrojeciendo sus mejillas.

Nuevamente, Flagg tuvo que llevarse una mano a la boca para reprimir su leve sonrisa, al tiempo que pensaba: Y ésta, mi pequeño y condenado señor, será la única orden que daréis como rey de Delain.

43

La reunión, que había comenzado a las tres en punto, finalizó un cuarto de hora más tarde. Los senados y parlamentos pueden dejar pasar días y meses antes de decidirse sobre un asunto sencillo, y a menudo, pese a todo lo hablado, el asunto sigue sin ser resuelto; pero cuando suceden cosas importantes, por lo general todo acontece de un modo muy rápido. Y tres horas después, con la llegada del atardecer, ocurrió una cosa que le hizo ver a Peter que, aunque pareciese una locura, él iba a ser hallado culpable de aquel terrible crimen.

Fue escoltado a sus habitaciones por unos guardias adustos y silenciosos. Peyna había dicho que las comidas le serían servidas allí mismo.

Le llevó la cena un fornido Guardia Local de espesa e hirsuta barba. En una bandeja había un vaso de leche y un gran tazón humeante con un guiso. Al entrar el guardia, Peter se incorporó y extendió los brazos hacia la bandeja.

—Todavía no, mi señor —dijo el guardia, con un aparente desprecio en su voz—. Me parece que no está condimentado. —Y al decir esto, escupió dentro del guiso. Luego, sonriendo y mostrando una dentadura parecida a una valla de estacas semiderruida, le tendió la bandeja—. Aquí tenéis.

Peter no hizo ningún ademán de cogerla. Estaba totalmente asombrado.

—¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué has escupido en mi guiso?

—¿Acaso un hijo que asesina a su padre merece algo mejor, mi señor?

—No. Pero alguien que aún no ha sido juzgado por el crimen, sí —repuso Peter—. Llévate esto de aquí y tráeme otra bandeja. Tráemela en quince minutos, o esta noche dormirás en las mazmorras debajo de Flagg.

Por unos instantes el guardia vaciló en su horrible mofa, pero en seguida se repuso.

—Creo que no —respondió.

Inclinó la bandeja, al principio sólo un poco, luego cada vez más. El vaso y el tazón se estrellaron contra las baldosas. El espeso guiso se derramó viscosamente.

—Lámelo —dijo el guardia—. Lámelo todo como el perro que eres.

El guardia se giró con intención de marcharse. Peter, en un arranque de ira, se le adelantó y le pegó una bofetada. El sonido del golpe retumbó en la habitación como un disparo de pistola.

Con un grito, el birrioso guardia desenvainó su espada corta.

Peter rió sarcásticamente, levantando el mentón y ofreció su cuello desnudo.

—Adelante —le incitó—. Un hombre que escupe en la sopa de otro hombre es tal vez la clase de persona que le cortaría el cuello a alguien desarmado. Adelante. Los cerdos también cumplen el mandato de Dios, según tengo entendido, y mi vergüenza y mi pena son lo suficientemente grandes. Si la voluntad de Dios es que viva, así lo haré, pero si Dios desea que yo muera y ha enviado a un cerdo como tú para realizar la tarea, me parece muy bien.

La cólera del Guardia Local se tornó en confusión. Unos instantes después volvió a enfundar su espada.

—No ensuciaré mi acero —dijo, pero sus palabras fueron casi un barboteo y no era capaz de mirar a Peter a los ojos.

—Tráeme nuevamente de comer y de beber —dijo Peter con suma tranquilidad—. No sé con quién has estado hablando, guardia, y no me importa. No sé por qué estás tan dispuesto a condenarme por el asesinato de mi padre cuando todavía no se ha dado a conocer veredicto alguno, y esto tampoco me importa. Pero me traerás nuevamente de beber y de comer, junto con una servilleta, y lo harás antes de que den las seis y media, o si no mandaré llamar a Peyna y esta noche dormirás debajo de las habitaciones de Flagg. Todavía no se ha probado mi culpabilidad, Peyna continúa bajo mis órdenes, y yo puedo jurar que lo que digo es verdad.

El Guardia Local fue poniéndose cada vez más pálido, porque veía que Peter decía la verdad. Pero ésta no era la única causa de su palidez. Cuando sus camaradas le contaron que el príncipe había sido cogido con las manos en la masa, él les creyó, él quiso creerles; pero ahora dudaba. Peter no hablaba ni se comportaba como un hombre culpable.

—Sí, mi señor —repuso.

El soldado se retiró. Unos momentos después, el capitán del guardia abrió la puerta y echó un vistazo a la habitación.

Creí haber escuchado cierto alboroto —dijo, y sus ojos se fijaron en el vaso y en los cacharros rotos—. ¿Ha habido aquí algún problema?

—Ninguno —contestó Peter con tranquilidad—. Se me cayó la bandeja. El guardia ha ido a traerme otra ración de comida.

El capitán asintió con la cabeza y se marchó.

Durante los siguientes diez minutos Peter permaneció sentado sobre la cama, absorto en sus pensamientos.

Sintió un ligero golpe en la puerta.

—Entra —indicó Peter.

El barbudo y desdentado guardia entró en la habitación con una nueva bandeja.

—Mi señor, deseo pediros disculpas —dijo con desproporcionada rigidez—. Jamás me he comportado de esta forma, y no sé qué es lo que me ha sucedido. Por mi vida que no lo sé. Yo…

Peter lo apartó con un ademán. Se sentía muy cansado.

—¿Acaso los otros guardias piensan como tú?

—Mi señor —dijo, depositando con cuidado la bandeja sobre el escritorio—. No estoy seguro de que siga pensando como antes.

—¿Pero acaso los demás creen que soy culpable?

Hubo un largo silencio, y finalmente el soldado movió la cabeza, con gesto afirmativo.

—¿Y cuál es el argumento que más utilizan para basar sus acusaciones?

—Hablan de un ratón que ardió…, dicen que habéis llorado durante el careo con Peyna.

Peter inclinó sombríamente la cabeza. Así era. Llorar había sido un gran error, pero fue incapaz de evitarlo…, y ahora ya estaba hecho.

—Dicen, sobre todo, que fuisteis atrapado, que queríais ser rey, y que así debía suceder.

—Que yo quería ser rey y que así debía suceder —repitió Peter.

—Así es, mi señor.

El guardia, abatido, se quedó mirando a Peter.

—Muchas gracias. Ahora retírate, por favor.

—Mi señor, os pido disculpas…

—Tus disculpas son aceptadas. Por favor, vete. Necesito pensar.

El Guardia Local cuyo aspecto era el de un hombre que deseaba no haber nacido, traspasó el umbral de la puerta y la cerró tras de sí.

Peter extendió la servilleta sobre su regazo pero no comió. Todo el hambre que podría haber tenido antes había desaparecido. Tiró de la servilleta pensando en su madre. Se alegraba muchísimo de que ella no viviera para ver aquello, para contemplar en lo que él se había convertido. Toda su vida había sido un chico afortunado, un niño dichoso, un muchacho a quien, como ciertas veces se demostró, la mala suerte no tocaba. Ahora parecía que toda la mala suerte que tendría que haberle tocado en el transcurso de los anos había estado acumulándose para que la pagase de una sola vez, y con dieciséis años de interés.

Pero más que nada dicen que queríais ser rey y que así debe suceder.

De alguna manera comprendía el significado profundo de aquello. Ellos querían a un buen rey a quien pudiesen amar. Pero también querían saber que se habían salvado por un pelo de uno malo. Deseaban tinieblas y secretos; les apetecía tener su espantoso cuento acerca de la realeza corrupta. Sólo Dios sabía el porqué. Ellos dicen que queríais ser rey, ellos dicen que así debía suceder.

Peyna está convencido de ello, pensó Peter, y el guardia también lo está: pronto todo el mundo se hallará convencido. No se trata de una pesadilla. He sido acusado del asesinato de mi padre, y ni mi anterior buena conducta ni mi evidente amor hacia él conseguirán que se retiren los cargos. Y una parte de la gente desea creer que he sido yo.

Peter plegó con cuidado su servilleta y la colocó sobre el tazón de comida. Le era imposible tomar una sola cucharada.

44

Hubo un juicio, que despertó mucha curiosidad, y si estáis interesados hay varias historias sobre aquel evento que podéis leer. Pero ésta es la verdadera raíz de la cuestión: Peter, hijo de Roland, fue llevado ante el Juez General debido a un ratón quemado; fue juzgado por un grupo de siete personas en una reunión que no era un juicio, fue sentenciado por un Guardia Local que dio su veredicto escupiendo en un tazón de guisado. Este es el relato, y a veces los relatos nos dicen más que las historias, y también con mayor rapidez.

45

Cuando Ulrich Mechas, que había sacado la piedra blanca y ocupado el lugar de Peyna, comunicó el veredicto del tribunal, el público entre el cual muchos habían aseverado durante años que Peter sería el mejor rey de toda la historia de Delain, aplaudió a rabiar. Se levantaron con la intención de avanzar, y si no hubiera sido por el cordón de Guardias Locales que con sus espadas desenvainadas les contuvieron, bien podrían haber linchado al joven príncipe, revirtiendo de este modo la sentencia de prisión a cadena perpetua y exilio en lo alto de la Aguja a la que fue condenado. Cuando lo condujeron fuera del recinto, Peter fue cubierto por una lluvia de escupitajos. Aun así, él continuó caminando con la cabeza muy alta.

A la izquierda de la inmensa sala del tribunal, había una puerta que conducía a un estrecho pasillo, el cual se extendía unos cuarenta pasos y luego, comenzaban las escaleras. Los peldaños subían interminablemente en forma de espiral, conduciendo directamente a lo alto de la Aguja y a los dos cuartos en los que Peter viviría en lo sucesivo, hasta el día de su muerte. En total eran trescientos peldaños. Volveremos más adelante a hablar de Peter y de su estancia en los cuartos de la Aguja; su historia, como podréis ver, aún no está acabada. Pero no subiremos con él, debido a que fue una subida vergonzosa, en la que dejaba su legítimo lugar en el trono para marchar, con los hombros y la cabeza erguidos, a la cima como un prisionero. No sería muy gentil acompañar, ni a él ni a ningún otro hombre, en un recorrido así.

En lugar de ello, pensemos por un tiempo en Thomas, y veamos qué sucede cuando se recupera de sus dolencias y descubre que es rey de Delain.