17

Roland… Sasha… Peter… Thomas. Todavía nos falta hablar de uno, ¿no es así? Ahora sólo queda el quinto, el sombrío. Ha llegado la hora de ocuparnos de Flagg, por muy desagradable que esto resulte.

Unas veces los habitantes de Delain le llamaban Flagg el Encapuchado; otras simplemente el hombre oscuro; a pesar de su rostro cadavérico, era en efecto un hombre oscuro. Coincidían al opinar que estaba bien conservado, pero hasta cierto punto este término les resultaba más inquietante que de cortesía. Había llegado a Delain desde Garlan en tiempos del abuelo de Roland. En aquellos días, su aspecto era el de un hombre delgado y de rostro severo que aparentaba tener cuarenta años. Ahora, en los años finales del reinado de Roland, tenía la apariencia de un hombre delgado y de rostro severo que contara unos cincuenta anos. Sin embargo, de entonces acá no habían pasado diez años, ni veinte, sino setenta y seis. Los bebés que aún tomaban el pecho en la época en que Flagg llegó a Delain habían crecido, se casaron, tuvieron hijos, se volvieron viejos, y murieron desdentados en sus lechos o en un rincón junto a sus chimeneas. Pero en todo ese tiempo, Flagg pareció haber envejecido sólo diez años. Era cosa de magia, cuchicheaban, y por supuesto era bueno tener a un mago en la corte, un mago verdadero y no simplemente un prestidigitador de feria que hiciera desaparecer monedas o que escondiese en la manga una paloma adormecida. Aun así, en lo profundo de sus corazones ellos sabían que no podía esperarse nada bueno de Flagg. Cuando la gente de Delain lo veía acercarse, con los ojos enrojecidos fisgoneando desde lo más profundo de su capucha, rápidamente encontraban alguna ocupación en el otro extremo de la calle.

¿Había venido realmente de Garlan, allí donde los paisajes se extendían sin limite y las púrpuras montañas eran inalcanzables? Yo no lo sé. Era y lo es una tierra de misterios en la que a veces vuelan las alfombras, y los santos encantan cuerdas que sacan de cestos de mimbre, trepan por ellas hasta el cielo y desaparecen para siempre. Muchos buscadores de saber provenientes de tierras más civilizadas como Delain y Andua partieron hacia Garlan. La mayoría de ellos desaparecían de un modo tan radical como aquellos extraños místicos que trepaban por las cuerdas flotantes. Los que lograban volver no siempre lo hacían transformados para mejorar. Si, Flagg bien podía haber llegado a Delain desde Garlan, pero si así era, eso no había sucedido durante el reinado del abuelo de Roland sino muchísimo antes.

De hecho, Flagg había venido a menudo a Delain. En cada oportunidad lo hizo bajo un nombre diferente, pero siempre trayendo desdichas, miseria y muerte. Ahora era Flagg. La última vez fue conocido como Bill Hinch, y había sido el Verdugo Mayor del Rey. Aunque esto se remonta a doscientos cincuenta años atrás, las madres aún utilizan su nombre para asustar a sus hijos cuando son desobedientes:

—¡Si no dejas de berrear, vendrá Bill Hinch y te llevará con él! —les decían.

Al haber sido el Verdugo Mayor de tres de los reyes más sanguinarios de toda la historia de Delain, Bill Hinch dio muerte a cientos (algunos dicen que miles) de prisioneros con su pesada hacha.

En tiempos mucho más lejanos, cuatrocientos años antes del periodo de Roland y sus hijos, se presentó bajo la forma de un trovador de nombre Browson, y se convirtió en intimo consejero del rey y de la reina. Browson desapareció como el humo luego de propiciar una prolongada y cruenta guerra entre Delain y Andua.

En tiempos mucho más lejanos…

¿Pero para qué continuar? Aunque quisiera, no estoy seguro de poder hacerlo. Cuando se trata de fechas tan remotas, incluso los narradores se olvidan de los relatos. Flagg surgía cada vez con una apariencia y unos trucos diferentes, pero había en él dos cosas que nunca se modificaban. Siempre llevaba una capucha, lo cual hacia que pareciese casi no tener rostro, y nunca se presentaba él mismo como rey, pero siempre como el que secreteaba en las sombras, el hombre que emponzoñaba los oídos de los reyes.

¿Quién era en realidad este hombre oscuro?

Yo no lo sé.

¿Por dónde vagaba cuando no estaba en Delain?

Eso tampoco lo sé.

¿Nunca nadie sospechó de él?

Sí, pero sólo unos pocos; en particular los historiadores y los recopiladores de relatos como yo. Ellos sospechaban que el hombre que ahora se hacia llamar Flagg ya había estado con anterioridad en Delain, y nunca con buenas intenciones. Pero tenían miedo de hablar. Un personaje que era capaz de vivir entre ellos durante setenta y seis anos y envejecer únicamente diez, sin duda era un mago; un individuo que ha vivido diez veces ese tiempo, y quizá mucho más…, un hombre así bien podría ser el diablo en persona.

¿Qué era lo que deseaba? Creo que soy capaz de responder a esta pregunta.

Deseaba lo que todos los hombres malvados desean: tener poder y utilizarlo para crear discordia. Ser rey no le interesaba porque por lo general las cabezas de los reyes terminaban empaladas en lo alto de los muros de los castillos cuando las cosas salían mal. Pero los consejeros de los reyes…, los intrigantes amparados por los secretos…, esta clase de personas lograban desaparecer sin dejar rastro, al igual que las sombras en el atardecer, tan pronto como comenzaba a caer el hacha del verdugo. Flagg era una enfermedad, una fiebre que iba en busca de cabezas frías a las que recalentar. Escondía sus acciones del mismo modo que ocultaba su rostro. Y cuando se avecinaba la catástrofe, y eso siempre sucedía con el transcurso de los años, Flagg desaparecía, como las sombras en el atardecer.

Tiempo después, ya finalizada la matanza y extinguida la fiebre, cuando la reconstrucción estuviera terminada y existiera de nuevo algo que valiera la pena destruir, Flagg aparecería de nuevo.

18

En esta oportunidad, Flagg encontró el reino de Delain en una extraordinaria situación de prosperidad. Landry, el abuelo de Roland, era un viejo tonto borrachín, fácil de influenciar y de doblegar, pero un ataque al corazón se lo llevó demasiado pronto. Por aquel entonces Flagg ya sabía que Lita, la madre de Roland, era la última persona que él deseaba que estuviera en posesión del cetro. Era fea pero de buen corazón y voluntad recia. Una reina como ella no era el medio adecuado para desarrollar la clase de locura que tenía Flagg.

Si él hubiera llegado más temprano al reinado de Landry, habría tenido tiempo para quitar de en medio a Lita, de la misma manera que esperaba quitar de en medio a Peter. Pero Flagg contó únicamente con seis años, y ese lapso no fue suficiente.

Sin embargo, ella le aceptó como consejero, y eso era algo. No le agradaba mucho Flagg, a pesar de lo cual le admitió a su lado, más que nada porque él era capaz de decir cosas maravillosas con las cartas. A Lita le fascinaba enterarse de los chismes y escándalos que ocurrían en su corte y en su Gabinete, y los chismes y escándalos eran doblemente interesantes porque se enteraba no sólo de lo que había sucedido sino de lo que iba a suceder. Resultaba difícil desprenderse de un entretenimiento tan divertido, aun cuando se intuía que la persona capaz de hacer tales trucos podía ser peligrosa. Flagg jamás le transmitió a la reina ninguna de las sombrías noticias que a veces veía en sus cartas. A ella le interesaba saber quién había tomado un nuevo amante o las discusiones en los matrimonios. No quería enterarse de las intrigas ni de los planes sanguinarios. Lo que deseaba descubrir era relativamente inocente.

Durante el largo, largo reinado de Lita, Flagg vivió mortificado ya que nunca pudo alcanzar su objetivo principal. Le fue posible mantener una posición estable, pero no alcanzó mucho más que eso. Oh, hubo unos cuantos momentos brillantes: incitar la animosidad entre dos poderosos hacendados de la Baronía del Sur y la desacreditación de un doctor que había descubierto un remedio para ciertas infecciones de la sangre (Flagg no quería en el reino remedios que no fuesen mágicos; lo cual significaba, conceder o negar a su antojo) fueron ejemplos del trabajo de Flagg durante ese período. No obtuvo progresos mucho más sustanciosos.

Bajo el reinado de Roland, el pobre patizambo e inseguro Roland, las cosas marcharon más aprisa hacia los propósitos de Flagg. Porque él tenía un propósito, ya sabéis, en su estilo confuso y maligno, y esta vez sin duda se trataba de algo ambicioso. Flagg planeaba nada más y nada menos que un derrocamiento total de la monarquía: una revuelta sangrienta que precipitaría a Delain en mil años de ignorancia y barbarie.

Agregad o quitad a esto un año o dos, por supuesto.

19

En la fría mirada de Peter vio el posible desbaratamiento de todos sus planes y del largo y cuidadoso trabajo. Flagg había llegado cada vez más al convencimiento de que deshacerse de Peter era una necesidad. Esta vez lo sabía debido a que su estancia en Delain era mucho más prolongada. Las murmuraciones habían comenzado. La labor tan bien iniciada durante el periodo de Roland (la constante elevación de los impuestos, los registros nocturnos en los graneros y cobertizos de los pequeños granjeros para descubrir las cosechas y los alimentos no declarados, el pertrechamiento del Cuerpo de Guardia) debía continuar para concluir bajo el reinado de Thomas. Flagg no tenía tiempo de esperar durante todo el reinado de Peter como había sucedido en el de su abuela.

Era probable que Peter ni siquiera esperase a que las quejas de la gente llegaran a sus oídos; quizás el primer mandato de Peter como rey fuera expulsar a Flagg hacia el Este y prohibirle la entrada en el reino, so pena de muerte. Flagg podría matar al consejero antes de que se atreviese a dar semejante consejo al joven rey, pero lo peor de todo era que Peter no necesitaría a ningún consejero. Peter se aconsejaría a si mismo. Cuando Flagg vio el modo seguro y decidido con que el muchacho, que ahora tenía quince años y era muy alto, le miró, pensó que quizá Peter ya se había dado ese consejo.

Al príncipe heredero le agradaba leer, le gustaba la historia, y en los últimos dos años, mientras su padre envejecía y se debilitaba, él estuvo haciendo un montón de preguntas acerca de los otros consejeros de su padre, y sobre algunos de sus maestros. Muchas de estas preguntas (demasiadas) tenían que ver con Flagg o con cosas que si se hurgaba profundamente en ellas conducían a Flagg.

Que el muchacho hiciera semejantes preguntas a los catorce o quince años era mala señal. Que estuviera recibiendo respuestas relativamente sinceras de personas tan reticentes y alertadas como los historiadores del reino o los asesores de Roland era mucho peor. Eso quería decir que en la mente de aquellas personas, Peter ya era casi rey, y que se alegraban. Le aceptaban con regocijo debido a que Peter sería también un intelectual. Y le aceptaban además porque, a diferencia de ellos, era un muchacho valiente que con seguridad se transformaría en un intrépido rey cuyas proezas servirían como material para leyendas. Ellos veían en Peter la vuelta del Blanco, esa antigua y dúctil fuerza, a pesar de ello humilde, que a través de los siglos siempre había redimido a la Humanidad.

Peter tenía que ser eliminado. Tenía que serlo.

Flagg se repetía esto a si mismo al retirarse cada noche a la penumbra de sus aposentos, y era el primer pensamiento que tenía al despertarse a la mañana siguiente en esa misma penumbra.

Debe ser eliminado, el muchacho debe ser eliminado.

Pero era más difícil de lo que parecía. Roland amaba a sus hijos y hubiera muerto por cualquiera de los dos, pero a Peter lo amaba con una particular fiereza. Quizás en algún momento hubiera sido pos ble asfixiar al niño en su cuna, o simular que «la muerte de los niños» se lo había llevado, pero ahora Peter era un saludable adolescente.

Cualquier accidente sería examinado con minuciosidad debido a la irreprimible pena de Roland, y más de una vez Flagg pensó que la ironía final podría ser que Peter hallara una muerte accidental y que él, Flagg, por alguna razón, fuera declarado culpable. Un pequeño paso en falso al trepar por un caño de desagüe…, un resbalón al andar a gatas sobre el tejado de algún establo mientras jugaba con su amigo a «te desafió…», una caída de su caballo. ¿Y cuál sería el resultado? ¿Acaso Roland, enfurecido por su pena, confundido y senil, no vería un asesinato premeditado en algo que en realidad era un accidente? ¿Y acaso no sospecharía de Flagg? Por supuesto. Roland sospecharía de él antes que de cualquier otro. La madre de Roland había desconfiado de él, y Flagg sabía que en lo más profundo de su alma, el actual soberano también recelaba. Flagg había podido neutralizar en parte esa desconfianza mezclándola con temor y fascinación, pero sabía que si Roland tenía alguna razón para pensar que él había causado la muerte de su hijo o participado en ella…

Efectivamente, Flagg podía imaginarse en situaciones en las que quizá tendría que intervenir en favor de la seguridad de Peter. Era algo detestable. ¡Detestable!

El muchacho debía ser eliminado. ¡Debía ser eliminado! ¡Debía!

Con el paso de los días, de las semanas y de los meses, este pensamiento se repetía en la cabeza de Flagg cada vez con mayor insistencia. Cada día Roland estaba más viejo y más débil; cada día Peter era más adulto y más sabio y eso lo convertía en un peligroso oponente. ¿Qué era lo que debía hacerse?

Los pensamientos de Flagg giraban y giraban sobre este tema. Se hizo más malhumorado e irritable. Los criados, en especial Brandon, el mayordomo de Peter, y su hijo Dennis, se mantenían apartados de él, y se susurraban comentarios sobre los terribles hedores que por las noches provenían de su laboratorio. Dennis en particular, que algún día remplazaría a su padre en el puesto de mayordomo de Peter, estaba aterrorizado por Flagg, y en cierta ocasión le preguntó a su padre si podía decirle unas cuantas cosas acerca del mago.

—Para que esté prevenido, es el único motivo que tengo —dijo Dennis.

—Ni una sola palabra —replicó Brandon, y le dirigió a Dennis, que aún era un niño, una mirada de advertencia—. No dirás ni una sola palabra. El hombre es peligroso.

—¿Entonces no es una razón más para…? —comenzó a decir tímidamente Dennis.

—Un estúpido podrá confundir el cascabeleo de una serpiente mordedora con el sonido de guijarros en una calabaza hueca y acercar su mano para tocarla —dijo Brandon—, pero nuestro príncipe no es un estúpido, Dennis. Ahora sírveme otro vaso de ginebra y no vuelvas a mencionar el tema.

Así que Dennis no le dijo nada a Peter, pero el amor que sentía por su joven amo y el temor al encapuchado consejero del rey se acrecentaron después de esa breve conversación. Siempre que veía a Flagg recorriendo los pasillos del castillo con su larga y puntiaguda túnica se hacia a un lado temblando y pensaba: ¡Serpiente mordedora! ¡Serpiente mordedora! ¡Cuídate de él, Peter! ¡No dejes que te sorprenda!

Entonces, cierta noche cuando Peter ya tenía dieciséis años, y Flagg comenzaba a creer que tal vez no existiera ninguna forma de acabar con el muchacho sin exponerse él mismo a ser descubierto, apareció la solución. Era una noche espantosa. Una violenta tormenta de otoño se desató alrededor del castillo, quedando vacías las calles de Delain ya que la gente corrió a refugiarse de las ráfagas de lluvia fría y del desapacible viento.

Roland pescó un resfriado debido a la humedad. Cada vez se resfriaba con mayor facilidad, y las medicinas de Flagg, a pesar de ser potentes, estaban perdiendo su poder para curarle. Uno de aquellos enfriamientos, quizás el mismo que padecía ese día, llegaría a complicarse con el tiempo hasta convertirse en «el mal del pulmón húmedo» y eso podría llevarlo a la muerte. Los medicamentos mágicos no eran como las medicinas de los doctores, y Flagg sabía que una de las causas por la que sus pociones estaban perdiendo poder sobre el rey, era que él, Flagg, en realidad no quería que surtiesen efecto. El único motivo por el cual mantenía vivo a Roland se debía al temor que le inspiraba Peter.

Me agradaría que estuvieses muerto, viejo rey, pensó Flagg con pueril enfado al sentarse frente a una vela que ardía con luz mortecina escuchó el viento que gemía fuera y a su loro de dos cabezas que hablaba en voz baja consigo mismo en el interior.

Por una ristra de alfileres (aunque una ristra muy corta), os mataré por todas las molestias que me habéis causado tú, tu estúpida esposa y tu hijo mayor. El placer de mataros bien valdrá la pena del fracaso de mis planes. El placer de mataros…

De repente se quedó helado, en una postura enhiesta, observando la penumbra de sus habitaciones subterráneas, allí donde las sombras se desplazaban con dificultad. Sus ojos tenían un brillo plateado. En su mente una idea ardía como una antorcha.

La vela emitió una llama verde refulgente y luego se apagó.

¡Muerte! —chilló en la oscuridad una de las cabezas del loro.

¡Asesinato! —gritó la otra.

Y en medio de aquella negrura, sin ser visto por nadie, Flagg comenzó a reír.

20

De todas las armas utilizadas para cometer regicidio (el asesinato de un rey) ninguna ha sido usada con tanta frecuencia como el veneno. Y nadie posee mayor conocimiento sobre venenos que un mago.

Flagg, uno de los más grandes magos que jamás hayan existido, conocía todos los venenos de que tenemos noticia: arsénico; estricnina; el curare, que penetra paralizando primero todos los músculos y por último el corazón, nicotina; belladona; la hierba mora; los hongos venenosos. Conocía el poder del veneno de cien víboras y arañas; la forma de destilar el lirio de agua cuyo aroma se asemeja a la miel pero que mata a sus víctimas en medio de terribles tormentos; la pieuña mortal, que crece en la parte más sombreada del Pantano Lúgubre. Flagg no conocía tan sólo docenas de venenos sino docenas de docenas, cada uno peor que el anterior. Los tenía prolijamente clasificados en las estanterías de un cuarto secreto al que ningún sirviente jamás había entrado. Se hallaban en cubetas, en frascos pequeños, en sobres diminutos. Cada mortífero articulo estaba señalado nítidamente. Era el santuario de Flagg de los lamentos futuros, la antecámara de la agonía, el vestíbulo de las fiebres, el cuarto de vestir para la muerte. Flagg lo visitaba con frecuencia cuando se sentía de mal humor y deseaba animarse. En aquel mercado diabólico aguardaban todas esas cosas que los humanos, que están hechos de carne y son tan débiles, temían: demoledores dolores de cabeza, calambres de estómago que hacían aullar estallidos de diarrea, vómitos, colapso de los vasos sanguíneos, parálisis del corazón, explosión de los globos oculares, inflamaciones, lenguas teñidas de negro, locura.

Pero al peor de todos los venenos, Flagg lo mantenía separado incluso de estos últimos. En su gabinete había un escritorio, cada uno de cuyos cajones estaba cerrado con llave…, pero uno de ellos tenía tres cerraduras. Dentro de él se encontraba una caja de teca toda tallada con símbolos mágicos…, runas y cosas por el estilo. La cerradura de esta caja era única en su género. Su placa parecía estar hecha de un acero blando color naranja, pero una inspección mucho más minuciosa revelaba que en realidad era una especie de vegetal. Se trataba de una zanahoria kleffa, y una vez a la semana Flagg regaba aquella cerradura viviente con un minúsculo vaporizador. La zanahoria kleffa al parecer poseía una clase de inteligencia aletargada. Si alguien intentaba forzar la caja, incluso si una persona inadecuada trataba de usar la llave auténtica, la cerradura se pondría a gritar. Dentro de este cofre había otra caja más pequeña, que se abría con una llave que Flagg siempre llevaba colgada al cuello.

En esta segunda caja había un paquete, el cual contenía una pequeña cantidad de arena verde. Qué bonito, diréis vosotros, pero nada espectacular. Nada sobre lo que se le podría escribir a nuestra madre. Sin embargo, esa arena verde era uno de los venenos más poderosos que existían en el mundo, tan poderoso que hasta Flagg le temía. Provenía del desierto de Grenh; la gran planicie emponzoñada se extendía mucho más allá de Garlan, y era desconocida en Delain. A Grenh únicamente se podía llegar en un día en que el viento estuviera a favor, ya que sólo respirar los vahos procedentes del desierto de Grenh causaba la muerte.

Pero no una muerte instantánea. No era así como actuaba el veneno. Por uno o dos días, incluso hasta tres, la persona que había inhalado los vahos venenosos (o si en el peor de los casos se hubiese tragado algunos granos de arena) se sentiría magníficamente, quizá mejor que nunca en su vida. Luego, de improviso, los pulmones comenzarían a arderle, la piel empezaría a ahumársele y el cuerpo se le arrugaría como el de una momia. Después de esto la persona caía fulminada, a menudo con los cabellos en llamas. Cualquiera que inhalase o tragase este mortífero material terminaba quemándose de dentro para fuera.

Esto era la Arena Dragón, y no existía ningún antídoto o cura. Así de divertido.

Durante aquella violenta y lluviosa noche, Flagg decidió darle a Roland en una copa de vino con un poco de Arena Dragón. Peter había tomado la costumbre de llevarle cada noche a su padre una copa de vino, antes de que se durmiera. En el palacio todo el mundo lo sabía, y comentaban la lealtad filial de Peter. Roland disfrutaba tanto de la compañía de su hijo como del vino que éste le llevaba, pensó Flagg, pero cierta doncella había atraído la atención de Peter y en esos días él raramente se quedaba con su padre más de media hora.

Flagg pensaba que si él entrase una noche cuando Peter ya se hubiera marchado, el viejo rey no se negaría a tomar una segunda copa de vino.

Una copa de vino muy especial.

Mi señor, una cosecha ardiente, pensó Flagg, esbozando una leve sonrisa en su rostro alargado. En efecto, una cosecha ardiente, ¿y por qué no? Los viñedos se hallaban junto al infierno, creo, y cuando esta sustancia empiece a actuar en vuestras entrañas, creeréis que el infierno se halla dentro de vuestro cuerpo.

Flagg echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reírse.

21

Cuando ya tuvo elaborado su plan, mediante el cual se desharía para siempre de Roland y de Peter, Flagg no perdió el tiempo. En primer lugar utilizó toda su hechicería para que el rey se curase. Estaba encantado de descubrir que sus pociones mágicas hacia mucho tiempo que no funcionaban tan bien. Sin duda se trataba de otra ironía. Si de veras quería curar a Roland, así que las pociones surtían efecto. Pero quería curar al rey para poder luego matarlo sin que nadie sospechara que había sido un crimen. Si uno se detenía a pensar en ello, en realidad era algo sumamente gracioso.

Una noche ventosa, cuando ya hacia una semana que la seca tos del rey había cesado, Flagg sacó de su escritorio la caja de teca. Al murmurarle a la zanahoria kleffa «bien hecho», ésta le replicó con un estúpido chillido; Flagg levantó la pesada tapa, extrayendo de ella la caja más pequeña. Para abrirla usó la llave que llevaba colgada al cuello, sacando finalmente el paquete que contenía la Arena Dragón. Como había encantado el paquete, éste era inmune al terrible poder del polvo verde. Al menos eso era lo que él pensaba. Flagg no quiso correr ningún riesgo, por lo que cogió el paquete con unas pequeñas pinzas de plata y lo colocó sobre su escritorio al lado de una de las copas del rey Grandes gotas de sudor le caían por la frente, debido a que en efecto se trataba de una tarea delicada. Una pequeña equivocación y pagaría por ella con su vida.

Flagg se dirigió al corredor que comunicaba con las mazmorras y allí comenzó a jadear. Se estaba hiperventilando. Cuando respiramos rápidamente, nuestro cuerpo se llena de oxigeno, con lo cual somos capaces de contener el aliento durante un tiempo prolongado. En aquel momento decisivo del plan, Flagg no tenía ninguna intención de res pirar. No podía cometer ningún error, ni grande ni pequeño. Se estaba divirtiendo mucho como para morirse.

Tomó una última bocanada de aire puro a través de la ventana barrada que había junto a la puerta de su residencia y volvió a entrar en sus habitaciones. Se dirigió al sitio donde se encontraba el sobre, sacó la daga de su cinturón y lo abrió con gran delicadeza. Sobre su escritorio había una piedra plana de obsidiana, que el mago utilizaba como pisapapeles. En aquel tiempo, la obsidiana era la roca más dura que se conocía. Utilizando nuevamente las pinzas, asió con ellas el paquete y vertió casi toda la arena verde. Quedó apenas una mínima cantidad, no más de doce granos, pero aquella pizca extra era sumamente importante para sus planes. A pesar de lo dura que era, de la piedra de obsidiana comenzó en seguida a salir humo.

Habían pasado treinta segundos.

Flagg tomó la piedra de obsidiana, cuidando de que ni un solo grano de Arena Dragón tocase su piel, pues si esto sucediera, el veneno avanzaría hasta su corazón, para finalmente prenderle fuego. Inclinó la piedra sobre la copa y volcó en ella la arena.

Inmediatamente, antes de que la arena comenzase a corroer la copa, vertió dentro un poco del vino favorito del rey, la misma clase de vino que Peter llevaba siempre a su padre. La arena se disolvió de inmediato. Durante unos instantes el color rojo del vino centelleó con reflejos de un verde siniestro, y luego retornó a su color natural.

Pasaron cincuenta segundos.

Flagg regresó a su escritorio. Cogió la piedra plana y su daga. Al rasgar el sobre, sólo unos cuantos granos de Arena Dragón habían tocado las cuchillas, pero éstos ya estaban haciendo su trabajo y unas tenues y nocivas columnas de humo salían de las mellas hechas sobre el acero de Andua. Se llevó la piedra y la daga al pasillo.

Setenta segundos, y sus pulmones pedían aire a gritos.

Diez metros más allá, por el pasillo que conducía a las mazmorras, si uno se internaba lo suficiente (un recorrido que en Delain nadie deseaba hacer), hallaría en el suelo una rejilla. Flagg podía escuchar el gorgoteo del agua, y si no hubiera estado conteniendo la respiración habría olido un asqueroso hedor. Se trataba de una de las alcantarillas del castillo. Dejó caer en ella la roca y la daga, sonriendo al escuchar cómo chocaban ambos objetos con el agua, pese a que sentía que el pecho le iba a estallar. Entonces se dirigió rápidamente a la ventana, asomó la cabeza y comenzó a tomar bocanadas de aire.

Una vez que hubo recuperado el aliento, regresó a su gabinete. Sobre el escritorio ya sólo quedaban las pinzas, el sobre y la copa de vino. En las pinzas apenas si había un grano de arena, y la pizca que quedaba dentro del sobre embrujado no le dañaría si lo manejaba con el cuidado necesario.

Sintió que hasta ese momento todo le había salido bien. Su trabajo de ninguna manera estaba terminado, pero era un buen inicio. Flagg se inclinó sobre la copa y aspiró profundamente. Ahora no existía ningún peligro; cuando la arena era mezclada con un líquido, sus vahos se volvían inofensivos y no eran advertidos. La Arena Dragón únicamente producía vapores mortíferos cuando entraba en contacto con algo sólido, como una piedra.

Y como la carne humana.

Flagg sostuvo la copa a contraluz, admirando su brillo sanguinolento.

—Una última copa de vino, mi rey —dijo riéndose hasta que el loro de dos cabezas chilló atemorizado—. Algo para calentar vuestras entrañas.

Luego se sentó, dio la vuelta a su reloj de arena y comenzó a leer de un enorme libro de conjuros. Flagg llevaba leyendo aquel tomo, que se hallaba encuadernado con piel humana, desde hacia mil años, y sólo había logrado consultar una cuarta parte. Leer demasiado de este libro, escrito en las altas y distantes Planicies de Leng por un demente llamado Alhazred, podía ocasionar fácilmente la locura.

Una hora…, nada más que una hora. Cuando la mitad superior del reloj de arena estuviese vacía, él podría estar seguro de que Peter ya había tenido tiempo de entrar y salir. Una hora, y entonces le llevaría a Roland su última copa de vino. Por unos instantes, Flagg contempló cómo se escabullía suavemente por el talle del reloj el blanco polvo de huesos, y después volvió a doblarse tranquilamente sobre su libro.

22

Roland estaba a la vez complacido y conmovido por el hecho de que Flagg le hubiera traído aquella noche una copa de vino antes de acostarse. Se bebió el contenido en dos largos tragos y dijo que le había reconfortado muchísimo.

Sonriendo desde dentro de su capucha, Flagg contestó:

—Majestad, esperaba que así fuese.

23

Si fue el destino o sólo la suerte lo que hizo que Thomas viera aquella noche a Flagg con su padre es otra pregunta que deberéis responder vosotros mismos. Yo lo único que sé es que Thomas verdaderamente lo vio, y que en parte eso fue posible porque Flagg a través de los años se había esmerado en hacerse amigo intimo de este solitario y desdichado muchacho.

Me explicaré en un momento, pero antes debo corregir el concepto equivocado que quizá vosotros tenéis acerca de la magia.

En los relatos sobre encantamientos, es común que se hable con descuido sobre tres de ellos, como si un mago de segunda clase fuera capaz de realizarlos. Se trata de la conversión del plomo en oro, del poder de cambiar de apariencia y de la capacidad de hacerse invisible. Lo primero que debéis saber es que la verdadera magia nunca es fácil, y si pensáis que lo es, entonces intentad hacer desaparecer a vuestra tía más antipática la próxima vez que vaya a pasar con vosotros una semana o dos. La verdadera magia es compleja, y a pesar de que resulta más fácil hacer una magia perjudicial que una destinada a ser útil, esta primera también tiene su grado de complejidad.

Convertir plomo en oro es algo posible de hacer, una vez que se conocen las invocaciones, y si se logra encontrar a alguien capaz de enseñar exactamente el truco correcto para separar las barras de plomo. Sin embargo, el cambio de apariencia y la invisibilidad son imposibles…, o tan cercanos a esta palabra que no hay razón para no emplearla.

De cuando en cuando, Flagg, que era un gran escuchador furtivo, había oído cuentos narrados por gente necia que hablaban sobre jóvenes príncipes que escapaban de las garras de genios malignos, pronunciando sencillamente una palabra mágica que les hacía desaparecer al instante, o sobre jóvenes y bellas princesas (en los relatos siempre eran bellas, a pesar de que para Flagg la mayoría de las princesas que conoció fueren productos defectuosos y, como consecuencia de una larga tradición familiar endogámica, feas como el pecado y estúpidas por añadidura) que convertían a ogros imponentes en moscas, a los cuales rápidamente mataban de un papirotazo. En la mayoría de los relatos, las princesas eran también muy hábiles en aplastar moscas, aunque casi todas las princesas que había conocido Flagg no eran capaces ni de matar a una mosca moribunda sobre el frio alféizar de una ventana en pleno diciembre. En los relatos todo resulta fácil; en los relatos los protagonistas se pasan todo el tiempo cambiando de apariencia o atravesando los vidrios de los ventanales.

La verdad, Flagg jamás vio materializado ninguno de esos dos prodigios. Una vez había conocido a un gran mago de Andua que creía haber llegado a dominar el truco para cambiar de apariencia, pero después de seis meses de meditación y aproximadamente una semana de conjuros en posturas tortuosas para el cuerpo, cuando pronunció el último encantamiento temible sólo consiguió que su nariz creciera tres metros además de volverse loco de remate. A la nariz también comenzaron á crecerle unas. Flagg sonreía al recordar aquellos hechos. Gran mago o no, el hombre había sido un tonto.

La invisibilidad era asimismo inalcanzable, al menos hasta donde Flagg había sido capaz de determinar. Sin embargo era posible volverse… opaco.

Sí, opaco; no existía mejor palabra para describirlo, pese a que algunas veces le vinieran otras a la mente: espectral, transparente, inadvertido. La indivisibilidad estaba fuera de su alcance, pero si se comía un vergajo y luego se recitaba cierto número de conjuros, era posible volverse opaco. Cuando uno era opaco y se encontraba en un corredor con algún criado, se apartaba y sin moverse permitía que el fámulo pasase. En muchos casos, el sirviente bajaría la vista o hallaría, de repente, alguna cosa interesante en el techo. Si uno atravesaba por una habitación, la conversación se interrumpía y las personas presentes sentían momentáneamente cierta urgencia, como si todas sufrieron a la vez retortijones de estómago. Las antorchas y los candelabros comenzaban a humear; en ocasiones, las velas se apagaban. Cuando uno era opaco sólo se hacia necesario ocultarse si se coincidía con personas muy conocidas, ya que, se fuese o no opaco, esta clase de individuos casi siempre podían ver. La opacidad resultaba ventajosa, pero no era como ser invisible.

La noche en que le llevó el vino envenenado a Roland, Flagg primero se hizo opaco. No esperaba tropezarse con nadie conocido. Eran pasadas las nueve de la noche, el rey estaba viejo y enfermo, los días se acortaban, y en el castillo todos se iban a dormir más temprano.

Cuando Thomas sea rey, pensaba Flagg, llevando velozmente el vino por los corredores, habrá fiestas todas las noches. Thomas había heredado la afición de su padre por la bebida, aunque prefería el vino a la cerveza y el aguamiel. Sería relativamente fácil hacerle probar algunas bebidas más fuertes… Después de todo, ¿acaso no soy yo su amigo? Sí, cuando Peter haya sido quitado de en medio y esté prisionero en la Aguja, bajo el reinado de Thomas, habrá grandes fiestas todas las noches hasta… que los habitantes de las confederaciones y de las baronía se encuentren tan sofocados que se alcen con una revuelta sangrienta. Luego, habrá una última fiesta, la más espléndida de todas…, pero no creo que Thomas vaya a disfrutar de ella. Al igual que el vino que le estoy llevando esta noche a su padre, la fiesta será extremadamente acalorada.

No esperaba tropezarse con nadie conocido, y así sucedió. Sólo unos cuantos criados pasaron a su lado, pero se apartaron distraídamente de sitio en que Flagg se detuvo casi ensimismado, como si hubieran sentido una fría corriente de aire.

A pesar de todo, hubo alguien que vio a Flagg. Thomas lo vio través de los ojos de Niner, el dragón que su padre había cazado mucho tiempo atrás. El muchacho pudo hacerlo porque Flagg le había enseñado el truco.

24

A Thomas le había dolido profundamente el modo en que su padre rechazó el obsequio del barco, y después de aquello se cuidó de mantenerse alejado de Roland. A pesar de ello, Thomas lo quería y deseaba muchísimo hacerle feliz de la misma manera que lo hacía Peter. Más que nada, deseaba que su padre le quisiera tanto como a Peter. De hecho, Thomas habría sido feliz si su padre tan sólo le quisiese la mitad.

El problema radicaba en que a Peter se le ocurrían antes las buenas ideas. A veces, Peter quería compartirlas con su hermano, pero a Thomas estas ideas o bien le parecían tontas (hasta que funcionaban) o le hacían temer que él sería incapaz de hacer su parte de trabajo, como había sucedido cuando tres años atrás Peter le fabricó a su padre un ejército de hombres de Bendoh.

—Yo le regalaré a nuestro padre algo mucho mejor que un estúpido puñado de piezas viejas —dijo entonces Thomas con desdén, pero real mente estaba pensando en que si no era capaz de hacerle a su padre un simple barco de madera, menos aún podría servir de ayuda para fabricar algo tan difícil como un ejército de Bendoh de veinte hombres. Así que Peter se dedicó por su cuenta a crear las piezas durante un período de cuatro meses: los hombres de infantería, los caballeros, los arqueros, los fusileros, el general, el monje. Y, por supuesto, a Roland le encantaron a pesar de que eran un poco toscos. Inmediatamente, apartó el juego de jade del ejército Bendoh que el gran Ellender había tallado para él hacia cuarenta años y colocó en su lugar el que acababa de regalarle Peter. Al ver esto, Thomas se fue humillado a sus habitaciones y se metió en la cama, a pesar de que era todavía media tarde. Se sentía como si alguien le hubiera cortado un pequeño trozo de su propio corazón y luego le hubiese obligado a comérselo. Le supo muy amargo, y odió a Peter más que nunca, pese a que una parte de él todavía quería a su apuesto hermano mayor y jamás dejaría de hacerlo.

Si bien el sabor había sido amargo, a Thomas le agradó.

Le agradó porque era su propio corazón.

Ahora estaba aquel asunto del vaso de vino nocturno.

Un día, Peter le dijo a Thomas:

—Tom, he estado pensando que sería una buena idea que cada noche le llevásemos a papá una copa de vino. Se lo he preguntado al mayordomo, pero me ha dicho que no nos podía dar así como así una botella debido a que cada seis meses debía entregarle al jefe vinatero una rendición de cuentas, pero me dijo que podíamos poner algo de nuestro dinero y comprarle una de la Bodega Quinta Baronía, que es el preferido de nuestro padre. Y en realidad no es nada caro. Nos sobra mucho dinero de nuestra asignación. Además…

—¡Me parece la idea más estúpida que jamás haya escuchado! —exclamó Thomas—. ¡Todo el vino pertenece a padre, todo el vino del reino, y él puede tener cuanto se le antoje! ¿Por qué debemos gastar nuestro dinero para ofrecerle algo que de todos modos ya le pertenece? ¡Lo único que conseguiremos será enriquecer a ese sirviente gordo!

—A padre le agradaré que nos gastemos nuestro dinero en él, incluso si se trata de algo que de todos modos ya le pertenece —explicó Peter con paciencia.

—¿Cómo sabes tú eso?

Peter, exasperado, le respondió:

—Simplemente lo sé.

Thomas lo miró con el ceño fruncido. ¿Cómo podía decirle a Peter que el jefe vinatero lo había sorprendido, hacía un mes, robando de la bodega una botella de vino? Aquel despreciable cerdo le había dado un buen zamarreo y le amenazó con contárselo a su padre si no le entregaba una moneda de oro. Thomas le pegó, con lágrimas de rabia y vergüenza en sus ojos. Si hubiera sido Peter, habrías mirado hacia otra parte pretendiendo no ver, escoria, pensó Thomas. Si hubiera sido Peter, te habrías vuelto de espaldas. Porque algún día no muy lejano mi hermano será rey, mientras yo me quedaré príncipe para siempre. A Thomas también se le ocurrió pensar que en primer lugar, Peter jamás habría intentado robar vino, pero la veracidad de este pensamiento únicamente consiguió que se irritase aún más contra su hermano.

—Yo sólo pensé… —comenzó a decir Peter.

—Yo sólo pensé, yo sólo pensé —le imitó cruelmente Thomas—. ¡Bien, pues vete a pensar a otra parte! ¡Cuando padre descubra que le has comprado al jefe vinatero su propio vino, se reirá de ti y te llamará idiota!

Pero Roland no se rió de Peter, ni le llamó idiota. Le dijo que era un buen hijo con voz trémula y casi llorosa. Thomas lo sabía, ya que se sintió humillado después de la primera noche en que Peter le llevó la copa de vino a su padre. Les había espiado a través de los ojos del dragón y lo había visto todo.

25

Si le hubierais preguntado abiertamente a Flagg por qué le había revelado a Thomas la existencia de aquel sitio y del pasadizo secreto que conducía hasta allí, no habría podido daros una respuesta satisfactoria. Ello se debía a que Flagg no sabía exactamente la razón por la cual lo había hecho. Así como otras personas poseen una facilidad innata para la aritmética o un claro sentido de la orientación, Flagg tenía un impulso natural hacia lo dañino. El castillo era muy antiguo, y en él existían numerosos accesos y pasajes secretos. El mago los conocía casi todos (nadie, ni siquiera Flagg, había descubierto la totalidad), pero a Thomas únicamente le reveló algunos. Su instinto de maldad le decía que quizás eso causase contratiempos, y Flagg simplemente obedeció a su instinto. Después de todo, para él la maldad era una especie de capricho.

De vez en vez, Flagg irrumpía en las habitaciones de Thomas exclamando:

—¡Tommy, tienes un aire melancólico! ¡Venía con la intención de mostrarte algo que seguramente te gustará! ¿Te agradaría echar una ojeada?

Flagg casi siempre le decía, tienes un aire melancólico, Tommy, o te veo un poco alicaído, Tommy, o parece como si te hubieras sentado sobre una tachuela, Tommy, porque tenía la habilidad de presentarse cuando Thomas se hallaba particularmente triste o deprimido. Flagg estaba al tanto del miedo que le inspiraba al muchacho, el cual hallaría probablemente alguna excusa para no ir con él, salvo que estuviese necesitado de un amigo… y se sintiera tan desanimado e infeliz que no se fijara en qué clase de amigo era. Flagg sabía esto, pero Thomas no tenía ni la menor idea. El temor que le inspiraba Flagg era inconsciente. En un aspecto menos profundo, Thomas pensaba que Flagg era un sujeto agradable, divertido y lleno de trucos. A veces la diversión resultaba ser un recurso pobre, pero por lo general le venía bien a su ánimo.

¿Pensáis que es extraño que Flagg supiera de Thomas ciertas cosas que él mismo desconocía? Nada hay de extraño en ello. Las mentes de las personas, en particular la de los niños, son como pozos, profundos pozos repletos de agua dulce. Y en ocasiones, cuando algún pensamiento es demasiado desagradable para poder soportarlo, la persona dueña de ese pensamiento lo guarda bajo llave en una pesada caja y la arroja al pozo. Luego, oirá cómo la caja choca con el agua… y considerará que ha desaparecido. Por supuesto, esto no es exacto. No del todo. Flagg, al ser tan viejo y tan sabio, además de muy malvado, sabía que hasta el pozo más profundo tenía un fondo, y que el hecho de que una cosa no estuviera a la vista no significaba que hubiese desaparecido. Aún permanecía allí, reposando en lo más hondo. Y también sabía que los cofres en los cuales se hallaban encerradas aquellas nocivas y temibles ideas podían pudrirse, dejando escapar con el tiempo toda la carga negativa y contaminando el agua…, y cuando el pozo de la mente se encuentra infectado por este veneno, sus consecuencias derivan en lo que llamamos locura.

Si el mago le enseñaba a veces en el castillo cosas espantosas, era porque Flagg sabía que cuanto más miedo le tuviera Thomas, mayor poder tendría sobre él…, y estaba seguro de conseguir ese poder debido a que conocía algo que yo ya os he contado: Thomas era débil y a menudo se hallaba desatendido por su padre. Flagg esperaba que el chico le tuviera miedo, y quería estar seguro de ello; con el paso de los años, aquel príncipe debía arrojar muchas de aquellas cajas cerradas en su oscura interioridad. Si Thomas enloquecía antes de llegar a ser rey, ¿qué habría de malo en ello? Eso le proporcionaría a él una mayor libertad para gobernar; su poder prevalecería sobre todos los demás.

¿Cómo podía saber Flagg cuál era el momento adecuado para ir a visitar a Thomas y llevarle consigo en sus raros paseos por el castillo? Algunas veces veía en su cristal las cosas que entristecían o enfadaban a Thomas. Más a menudo, se limitaba a obedecer el impulso de visitarlo, pues su instinto de maldad no solía equivocarse.

En una ocasión llevó a Thomas a la torre oriental, subieron tantos escalones que en un momento dado el muchacho jadeaba al igual que un perro, mientras Flagg jamás parecía quedarse sin aliento. En lo alto había una puerta tan pequeña que incluso Thomas tuvo que atravesarla arrastrándose a gatas. Al otro lado, había un rechinante y oscuro cuarto con una sola ventana. Flagg lo guió hasta ella sin decir nada, y cuando Thomas contempló el paisaje (toda la ciudad de Delain, los Poblados Cercanos, y más allá, entre los Poblados Cercanos y la Baronía del Este, las colinas que se perdían en una niebla azul) pensó que aquella vista bien valía la pena cada uno de los escalones que tuvieron que subir sus doloridas piernas. Su corazón se hallaba exaltado debido a la belleza, pero al darse la vuelta para darle las gracias a Flagg, el pálido y borroso rostro del mago, oculto por su capucha, le dejó sin habla.

—¡Ahora observa esto! —dijo Flagg, alzando su mano.

Una llama azul brotó de su dedo índice, y el chirriante sonido que, en el primer momento, Thomas había tomado por el sonido del viento, se convirtió en un creciente batir de alas correosas. Unos instantes después Thomas estaba chillando y agitando los brazos por encima de su cabeza mientras buscaba a ciegas el camino hacia la minúscula puerta. El pequeño cuarto circular en la parte superior de la torre oriental del castillo tenía la mejor vista de Delain, excepto por la celda en lo alto de la Aguja, y ahora Thomas entendía por qué nadie la visitaba. El cuarto se hallaba plagado de enormes murciélagos. Perturbados por la luz que había suscitado Flagg, los negros animales se abalanzaron volando rápidamente en círculos. Más tarde, cuando ambos estuvieron fuera y Flagg hubo tranquilizado al niño, pues Thomas odiaba a los murciélagos y se había puesto histérico, el mago insistió en que sólo se trataba de una broma para animarlo. Thomas le creyó aunque semanas después todavía se despertaba gritando debido a las pesadillas, en las cuales los murciélagos volaban sobre su cabeza, enredándose en sus cabellos, arañándole la cara con sus afiladas garras y clavándole sus dientes ratoniles.

En otra excursión, Flagg llevó a Thomas a la sala de los tesoros del rey y le enseñó los montones de monedas y las altas pilas de lingotes de oro, así como los hondos arcones con las indicaciones: ESMERALDAS, DIAMANTES, RUBÍES, LUZ DE FUEGO, y así sucesivamente.

—¿Están realmente repletos de joyas? —preguntó Thomas.

—Ven y mira —le invitó Flagg. Abrió uno de los arcones y sacó un puñado de esmeraldas sin tallar. Las piedras brillaban intensamente en su mano.

—¡El nombre de mi padre! —exclamó Thomas con asombro.

—¡Oh, eso no es nada! ¡Mira esto! ¡Tesoro de los piratas, Tommy!

Le mostró a Thomas el botín obtenido en la batalla contra los piratas de Andua doce años atrás. El tesoro de Delain era soberbio, y los escasos encargados de cuidar la sala donde se hallaba eran viejos; aquel botín acumulado aún no había sido clasificado. Thomas miraba con asombro las pesadas espadas con sus empuñaduras enjoyadas, las dagas cuyas hojas estaban incrustadas de diamantes aserrados para que pudieran cortar más fácilmente, las macizas bolas de combate hechas de rodocrosita.

—¿Todo esto pertenece al reino? —preguntó Thomas con voz respetuosa.

—Le pertenece a tu padre —contestó Flagg, a pesar de que Thomas en realidad había estado en lo cierto—. Algún día le correspondería a Peter.

—Y a mi —dijo Thomas con la seguridad de un niño de diez años.

—No, sólo a Peter —recalcó Flagg, con un leve matiz de pesadumbre en su voz—. Debido a que él es el mayor, y por lo tanto será rey.

—Lo compartirá —respondió Thomas, pero con un tono de voz ligeramente inseguro—. Peter siempre comparte todo.

—Peter es un buen muchacho, no me cabe la menor duda de que estás en lo cierto. Probablemente lo compartirá. Pero tú sabes que nadie puede obligar a un rey a que sea generoso. Nadie puede obligar a un rey a que haga algo que él no desee hacer.

Observó a Thomas para comprobar el efecto de su comentario, y luego volvió a posar los ojos en la espaciosa y lóbrega sala del tesoro. En alguna parte, uno de los envejecidos encargados pronunciaba monótonamente el recuento de ducados.

—Pensar que todo este tesoro será para un único hombre —observó Flagg— es algo que realmente hace pensar, ¿no es así, Tommy?

Thomas permaneció callado; pero Flagg se quedó satisfecho. Pudo ver que el joven estaba pensando en ello, y estimó que otra caja envenenada debía estar cayendo en el pozo de su mente. ¡Plas! Y sin duda era así. Más adelante, cuando Peter le propuso a su hermano que ambos compartieran los gastos de la botella de vino para su padre, Thomas recordó la gran sala del tesoro, y recordó que todo el tesoro que había allí dentro iba a pertenecer al heredero. ¡Para ti es muy fácil hablar de comprar vino con tanta despreocupación! ¡Claro, algún día tendrás todo el dinero del mundo!

Por lo tanto, aproximadamente un año antes de aquella noche en que le llevó el vino envenenado al rey, Flagg, en un impulso, le había mostrado a Thomas el pasadizo secreto… y es probable que en esta única ocasión su infalible instinto de maldad le hubiera jugado una mala pasada. Nuevamente, dejo que vosotros mismos lo resolváis.

26

—¡Tommy, tienes un aire melancólico! —exclamó.

Aquel día llevaba la capucha de su manto echada hacia atrás, y se veía casi normal.

Casi.

Thomas se sentía deprimido. Había tenido que soportar un largo almuerzo durante el cual su padre no dejó de alabar ante sus consejeros, con los más espléndidos calificativos, las notas obtenidas por Peter en geometría y navegación. Roland nunca había comprendido correctamente ninguna de las dos materias. Sabía que un triángulo estaba compuesto por tres lados y un cuadrado por cuatro; también sabía que si uno se perdía en el bosque podía orientarse siguiendo a la Estrella Vieja en el cielo. Y aquí se acababan todos sus conocimientos. Esto mismo le sucedía a Thomas, por lo que le pareció que el almuerzo jamás iba a terminar. Lo peor de todo era que la carne fue servida como le gustaba a su padre, sanguinolenta y apenas cocinada. A Thomas, la carne sanguinolenta le daba náuseas.

—El almuerzo no fue de mi agrado, eso es todo —le dijo a Flagg.

—Bien, yo conozco la manera de levantarte el ánimo —sugirió Flagg—. Te enseñaré un secreto del castillo, mi querido Tommy.

Thomas jugaba con un escarabajo; lo tenía sobre el escritorio y a su alrededor había colocado sus libros escolares a manera de barreras. Si el escurridizo bicho daba muestras de haber encontrado una salida, Thomas enseguida movía uno de los libros y le cerraba el paso.

—Estoy muy cansado —dijo el muchacho.

Y no se trataba de una mentira. Escuchar alabar a Peter con desmesura siempre le ocasionaba cansancio.

—Te gustará… —prometió Flagg en tono persuasivo—, pero también es un poco amenazador.

Thomas miró al mago con recelo.

—No habrá allí ningún…, ningún murciélago, ¿verdad?

Flagg rió animoso. De todos modos, a Thomas se le puso la carne de gallina. Luego, le dio unas cuantas palmadas en la espalda.

—¡Ni un solo murciélago! ¡Ni una gotera! ¡Ni corrientes de aire! ¡Un sitio muy calentito! ¡Y podrás atisbar a tu padre, Tommy!

Thomas sabía que atisbar era un sinónimo de espiar, y que eso no estaba bien. A pesar de ello, esto también era una tentativa maliciosa. La siguiente vez que el escarabajo halló una vía de escape entre dos libros, Thomas le dejó que se fuera.

—De acuerdo —aceptó—, pero es mejor que no haya ni un solo murciélago.

Flagg pasó un brazo por encima de los hombros del niño.

—Nada de murciélagos, lo juro; pero hay algo sobre lo cual debes reflexionar, Tommy. No sólo verás a tu padre, sino que le observarás a través de su más preciado trofeo.

Thomas abrió los ojos prestando mucha atención. Flagg se regocijó. El pez había mordido el anzuelo y ya estaba fuera del agua.

—¿Qué quieres decir?

—Ven y lo verás por ti mismo —fue todo lo que dijo el mago.

Condujo a Thomas a través de un laberinto de corredores. Vosotros os perderíais muy pronto, y probablemente a mí me sucedería otro tanto, pero Thomas conocía el camino del mismo modo en que vosotros sabéis cómo llegar a oscuras a vuestro dormitorio. Por lo menos así fue hasta que Flagg le condujo aparte.

Casi habían llegado a las habitaciones del rey cuando el encapuchado empujó una puerta de madera hundida en la pared que Thomas en realidad jamás había advertido. Por supuesto que la puerta siempre estuvo allí, pero en los castillos hay muchas puertas, incluso sectores completos, que han adquirido el carácter de la opacidad.

Este pasillo era bastante estrecho. Una doncella que iba cargada con un montón de sábanas pasó a su lado; se hallaba tan aterrorizada por el hecho de haberse encontrado con el mago del rey en aquel delgado pasaje que parecía estar dispuesta a incrustarse en los poros de los bloques de piedra con tal de evitar tocarle. Thomas casi se echó a reír debido a que en ciertas ocasiones él también sentía lo mismo cuando Flagg se le acercaba. Durante el resto del trayecto no se encontraron a nadie más.

Por debajo de ellos Thomas podía percibir débilmente el ladrido de algunos perros, y eso le ayudó a orientarse de un modo aproximado. Los únicos perros que había dentro del castillo eran los podencos de su padre, los cuales seguramente estaban ladrando porque era su hora de comer. La mayoría de los perros de Roland eran casi tan viejos como él, y debido a que sabía por experiencia propia cómo calaba el frío en los huesos, había mandado que les construyeran una perrera dentro del castillo. Para llegar a ella desde la sala de estar principal de su padre, había que bajar un tramo de escalera, girar a la derecha y caminar unos diez metros por un pasillo interior. Así que Thomas calculó que se encontraban a unos nueve o diez metros a la derecha de las habitaciones privadas de su padre.

Flagg se detuvo de golpe y Thomas casi se lo lleva por delante. El mago miró rápidamente a su alrededor para comprobar que no hubiera nadie. El pasadizo estaba vacío.

—Cuatro piedras hacia arriba contando a partir de la que tiene una muesca —dijo Flagg—. Apriétala. ¡Rápido!

Ah, muy bien, aquí había un secreto, y Thomas adoraba los secretos. Con gran vivacidad, contó hacia arriba cuatro piedras desde la que tenía la muesca y presionó. Esperaba que ocurriese una bonita superchería, un panel corredizo, por ejemplo; pero no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.

La piedra se deslizó con suavidad hacia adentro unos ocho centímetros. Luego, se escuchó un chasquido. En un instante toda una sección del muro se elevó, dejando al descubierto una oscura grieta vertical. ¡Aquello ni siquiera era un muro! ¡Se trataba de una puerta inmensa! Thomas se quedó boquiabierto.

Flagg tuvo que darle un cachete en el culo.

—¡He dicho rápido, pequeño tonto! —exclamó en voz baja, de un modo apremiante, y no era simplemente por el bien de Thomas, como algunos de los sentimientos de Flagg. Miró hacia derecha e izquierda para asegurarse de que el pasadizo aún continuaba vacío.

—¡Adelante! ¡Vamos!

Thomas contempló la oscura grieta descubierta y se inquietó ante la idea de volver a encontrarse con murciélagos. Pero una mirada al rostro de Flagg le hizo ver que no era el momento oportuno para comenzar una discusión sobre el asunto.

Abrió la puerta de par en par y penetró en la oscuridad. Flagg le siguió sin vacilar. El chico percibió el leve roce de la capa del mago en el pavimento al darse Flagg la vuelta para hacer bajar de nuevo el muro. En aquella tiniebla total reinaba un aire quieto y seco. Antes de que Thomas pudiera abrir la boca para decir algo, del dedo indice de Flagg surgió la llama azul, iluminando el ambiente con una cruda luz celeste.

Thomas se encogió de un modo irreflexivo y alzó las manos como para defenderse.

Flagg prorrumpió en una risa desagradable.

—No hay murciélagos, Tommy. ¿Acaso no te lo he asegurado?

Y en realidad no los había. El techo era bastante bajo y Thomas podía constatarlo por si mismo. Nada de murciélagos, y muy calentito…, tal como prometió el mago. Gracias a la luz que irradiaba el dedo-llama de Flagg, el niño también podía ver que estaba en un pasadizo secreto cuadrado de unos ocho metros de largo. Las paredes, el suelo y el techo se hallaban recubiertos con tablas de tamarindo. Thomas no podía percibir con mucha claridad el otro extremo, pero daba la impresión de ser completamente liso.

Aún podía escuchar los ladridos amortiguados de los perros.

—Cuando te digo que te des prisa, hablo en serio —apremió Flagg, cubriendo a Thomas con una sombra amenazadora, que en aquella oscuridad se asemejaba a la de un murciélago. El joven, asustado, retrocedió unos pasos. Como siempre, del mago emanaba un olor desagradable, un olor a polvos secretos y a hierbas amargas—. Ahora ya sabes dónde se encuentra el pasadizo, y no seré yo quien te diga que no te valgas de él. Pero si alguna vez te cogieran utilizándolo, deberás decir que lo has descubierto por accidente.

La figura del mago se acercó aún más, obligando a Thomas a retroceder otro poco.

—Si dices que he sido yo quien te lo ha enseñado, haré que te arrepientas de ello, Tommy.

—Jamás diré tal cosa —promedió Thomas. Sus palabras sonaron débiles y vacilantes.

—Bien. Pero es mejor que nunca nadie te vea utilizándolo. Espiar a un rey es un asunto muy serio, incluso aunque seas príncipe. Ahora sígueme y no hagas ruido.

Flagg le condujo hasta el final del pasadizo. La pared del otro extremo también estaba revestida con madera de tamarindo, pero cuando Flagg alzó la llama que surgía de la punta de su dedo, Thomas vio dos pequeños paneles. Flagg frunció los labios y apagó la llama de un soplo.

Totalmente a oscuras, Flagg le susurró:

—Jamás abras estos dos paneles con una luz encendida. Él podría verla. Es viejo, pero aun conserva una buena vista. Podría percibir algo a pesar de que los globos de los ojos son de cristal coloreado.

—Qué…

¡Chissst! Sus oídos también se hallan en buena forma.

Thomas se quedó quieto, sintiendo latir el corazón en su pecho. No podía comprender por qué estaba tan excitado. Más tarde, se le ocurrió que la excitación se debía a que en cierto modo él sabía qué era lo que iba a suceder.

En la oscuridad sintió un tenue sonido corredizo, y súbitamente un rayo de luz mortecino, luz de antorcha, iluminó el pasaje. Hubo un segundo sonido corredizo y con él apareció otro rayo de luz. Ahora podía ver a Flagg otra vez, muy débilmente, al igual que distinguía sus propias manos si las colocaba ante sí.

Thomas contempló cómo Flagg se acercaba a la pared y se inclinaba un poco; luego, al poner sus ojos en los dos agujeros por donde penetraban los rayos de luz, el lugar volvió a quedarse casi en tinieblas. Después de estar observando unos instantes, emitió un gruñido y se apartó, diciéndole a Thomas:

—Echa una mirada.

Más excitado que nunca, el muchacho colocó cuidadosamente sus ojos en los dos agujeros. Podía ver con suficiente claridad, a pesar de que todo estaba teñido por un color verde amarillento. Tenía la sensación de estar mirando a través de un cristal ahumado. Un sentimiento de perfecta y deliciosa curiosidad despertó en él. Estaba observando desde arriba la sala de estar de su padre, al cual vio junto al fuego, repantigado en su silla favorita, una con altas aletas que le arrojaban sombras sobre su arrugado rostro.

Aquello tenía todo el aspecto de ser la sala de un cazador; en nuestro mundo una habitación con esas características recibiría con frecuencia el nombre de cuchitril, pese a que era tan grande como una casa corriente. A lo largo de las paredes se alineaban varias antorchas resplandecientes. Por todas partes había cabezas colgadas: de oso, de ciervo, de alce, de ñu azul, de cormorán. Incluso había un federex verde, que es el primo de nuestra legendaria ave fénix. Thomas no alcanzaba a ver la cabeza de Niner, el dragón que había matado su padre antes de que él naciera; pero este hecho no fue registrado inmediatamente por su memoria.

Su padre picaba desganadamente un dulce. Al alcance de la mano tenía una tetera humeante.

Ciertamente, eso era todo lo que estaba ocurriendo en aquella enorme sala capaz de albergar (y en ocasiones lo hacía) a más de doscientas personas. Nadie más que su padre; arropado con un abrigo de piel, tomando solo el té de la tarde. Aun así, Thomas estuvo mirando durante un tiempo que le pareció infinito. No había palabras para expresar la excitación y el arrobamiento que le causaba esta visión. Los latidos de su corazón, que antes eran rápidos, ahora se duplicaron. La sangre le producía fuertes latidos en la cabeza. Había cerrado los puños con tanta fuerza que más tarde descubriría en las palmas de sus manos pequeñas heridas en forma de medialuna infligidas por sus propias uñas.

¿Por qué le excitaba el simple hecho de observar a un viejo picoteando indiferente un trozo de pastel? Bien, en primer lugar no olvidemos que aquel viejo no era un viejo cualquiera, sino el padre de Thomas. Y espiar, desgraciadamente, ofrecía un particular atractivo. Cuando uno observa actuar a una persona sin que ésta se aperciba de nuestra presencia, hasta el acto más insignificante tiene importancia.

Al cabo de un rato, Thomas comenzó a sentirse avergonzado de su propia conducta, y a decir verdad esto no era nada sorprendente. Después de todo, espiar a una persona es una especie de robo, es robarle con la mirada algo que hace creyendo estar sola. Pero éste es también uno de sus principales encantos, y Thomas se habría quedado mirando durante horas si Flagg no le hubiese murmurado:

—¿Sabes dónde te encuentras, Tommy?

—Yo… —creo que no lo sé, había estado a punto de agregar, pero desde luego si que lo sabía. Su sentido de la orientación era bueno, y con un pequeño esfuerzo podía imaginarse la parte contraria de aquel ángulo. De repente comprendió lo que había querido decir Flagg cuando le comunicó que él, Thomas, iba a ver a su padre a través de los ojos de su más preciado trofeo. Estaba observando a su padre desde el muro de la parte oeste a una altura intermedia entre el techo y el suelo…, y justamente a esa altura se hallaba colgada la cabeza más grande de todas, la de Niner, el dragón cazado por su padre.

Podría percibir algo, a pesar de que los globos de los ojos son de cristal coloreado.

Ahora Thomas también comprendió aquello. TUYO que llevarse las manos a la boca para reprimir un súbito acceso de risa.

Flagg cerró los dos pequeños paneles… también él estaba sonriendo.

—¡No! —susurró Thomas—. ¡Quiero seguir mirando un poco más!

—Por hoy ya basta —decidió Flagg—. Has mirado lo suficiente. En lo sucesivo podrás venir cuando te apetezca…, aunque si lo haces muy a menudo, seguramente te descubrirán. Vamos, ya es hora de marcharnos.

Flagg volvió a encender la llama mágica y guió a Thomas por el corredor. Una vez que llegaron al otro extremo, apagó la luz y descorrió una mirilla. Orientó la mano de Thomas hacia ella para que supiera dónde se encontraba, invitándole luego a que echara un vistazo.

—Date cuenta de que puedes ver el pasadizo en ambas direcciones —dijo Flagg—. Antes de abrir la puerta secreta asegúrate siempre de mirar a tu alrededor, porque si no un día te sorprenderán.

Thomas colocó un ojo sobre la mirilla y vio, exactamente al otro lado del corredor, una ventana ornamentada cuyos soportes de los cristales presentaban un leve recodo con relación al pasadizo. Era algo demasiado lujoso para un pasadizo tan estrecho, pero dio por sentado, sin que nadie se lo dijera, que había sido construido de ese modo por quien ideara el pasillo secreto. Mirando los cristales en ángulo, Thomas podía ver un reflejo espectral de ambas direcciones del corredor.

—¿Vacío? —susurró Flagg.

—Sí —le contestó Thomas con otro susurro.

Flagg empujó una palanca interior, y nuevamente hizo que Thomas la tocara para que se orientase en el futuro. La puerta se abrió con un chasquido.

—¡Ahora, rápido! —dijo Flagg.

Salieron y, en un abrir y cerrar de ojos, la entrada quedó otra vez clausurada.

Diez minutos más tarde, ambos se encontraban ya en las habitaciones de Thomas.

—Suficiente animación para un solo día —dijo Flagg—. Recuerda lo que te he advertido, Tommy: utiliza el pasadizo con cuidado para que no te descubran, y si te descubriesen —los ojos de Flagg brillaron con aspecto severo— no te olvides de que lo has hallado por casualidad.

—Así lo haré —se apresuró a decir Thomas.

Su voz era chillona y rechinaba como una bisagra a la cual le falta aceite. Cuando Flagg lo miró de aquel modo, sintió que en vez de corazón tenía en su pecho un pájaro atrapado, el cual revoloteaba sobrecogido de terror.

27

Thomas siguió el consejo de Flagg de no ir con mucha frecuencia, aunque de tanto en tanto utilizaba el pasadizo y espiaba a su padre por los ojos de vidrio de Niner. Observaba un mundo donde todo tenía una tonalidad verde dorada. Cuando se retiraba de allí con su terrible dolor de cabeza (y esto sucedía casi siempre), Thomas solía pensar: Te duele la cabeza porque has estado mirando de la misma manera que los dragones deben ver al mundo, como si todo estuviera seco y listo para ser quemado. Y quizás en esta cuestión, el instinto de maldad de Flagg no se había equivocado tanto, ya que al espiar a su padre, Thomas aprendía a tener un nuevo sentimiento hacia Roland. Antes de conocer el pasaje secreto, el chico sentía amor por él, a menudo pena por no poder complacerlo mejor, y otras veces temor. Ahora también había aprendido a experimentar desprecio.

Cada vez que Thomas atisbaba la sala de estar de Roland y veía que éste se hallaba en compañía de alguien, se retiraba del pasadizo rápidamente. Sólo se quedaba cuando su padre se hallaba a solas. En el pasado, esto rara vez había ocurrido, incluso en un sitio como su cuchitril, el cual formaba parte de sus «aposentos privados». Siempre existía algún asunto urgente que resolver, un consejero por ver, una petición más que escuchar.

Pero la época del poderío de Roland estaba desapareciendo. Al mismo tiempo que su importancia se debilitaba junto a su salud, Roland se descubría recordando todas las veces que se había quejado a Sasha o a Flagg:

—¿Acaso estas personas nunca me dejarán solo?

Aquel recuerdo le hizo esbozar una sonrisa desconsolada. Ahora que ya no le molestaban más, él las añoraba.

Thomas sentía desprecio debido a que cuando las gentes se hallan a solas rara vez están en su mejor momento. Por lo general dejan a un lado sus máscaras de cortesía, buena educación y disciplina. ¿Y qué hay debajo? ¿Algún monstruo verrugoso? ¿Quizás alguna actitud desagradable que haría que los demás salieran corriendo espantados? Podría suceder en ciertas ocasiones, pero por lo general no hay en ello nada de terrible. La mayor parte de las veces que los demás nos vieran sin nuestras máscaras, sin duda sólo se reirían. Si, se reirían o harían una mueca. Tal vez ambas cosas a la vez.

Thomas pudo ver que su padre, a quien él siempre había amado y temido, que en todo momento le había parecido el hombre más importante del mundo, cuando estaba solo a menudo se metía el dedo en la nariz. Primero se hurgaba una de las ventanillas y después la otra hasta que lograba sacar un sustancioso moco verde. Roland lo miraba con solemne regocijo a la luz del fuego, del mismo modo que un joyero podría inspeccionar una valiosa esmeralda. Casi todos los pegaba debajo de la silla sobre la cual se hallaba sentado. Pero algunos, lamento decirlo los lanzaba dentro de su boca, masticándolos con una expresión de placer en el rostro.

Por las noches tomaba sólo una copa de vino, la que le llevaba Peter; pero después de que éste se fuera, Thomas podía ver cómo su padre se bebía grandes cantidades de cerveza (al cabo de los años Thomas descubrió que Roland no quería que Peter le viera borracho), y cuando necesitaba orinar, rara vez utilizaba la silla-retrete que había en un rincón. Por lo general, se levantaba y orinaba sobre el fuego, a la par que se descargaba de sus ventosidades.

Hablaba consigo mismo. A veces caminaba por toda la sala como una persona que no sabe muy bien dónde se encuentra, dirigiendo sus palabras al aire o a las cabezas colgantes.

—Recuerdo el día en que te obtuvimos, Bonsey —solía decirle a una de las cabezas de alce (otra de sus excentricidades era que a cada uno de sus trofeos de caza les había puesto un nombre)— yo estaba con Bill Squathings y con aquel sujeto que tenía una mejilla hinchadísima. Me acuerdo de cuando apareciste de pronto entre los árboles Bill disparó, luego lo hizo el sujeto de la cara hinchada y finalmente disparé yo…

Al llegar aquí, su padre demostraba cómo había disparado y levantando la pierna descargaba una ventosidad, a pesar de que lo que estaba imitando era el lanzamiento de una flecha con arco. Y se reía con una estridente y desagradable risa de anciano.

Al cabo de un rato, Thomas cerraba los pequeños paneles y se escabullía por el corredor, con la cabeza que le explotaba y una mueca en su rostro; la cabeza y la mueca de un niño que ha comido demasiadas manzanas verdes y sabe que a la mañana siguiente probablemente se sentiría mucho peor.

¿Era éste el padre al que él había querido y temido?

No era más que un viejo que lanzaba fétidas nubes de vapor.

¿Era éste el rey a quien sus fieles súbditos llamaban Roland el Bueno?

Un tipo que orinaba sobre el fuego, originando todavía más nubes de vapor.

¿Era éste el hombre que le había roto el corazón al burlarse de su barco de madera?

Si le hablaba a las cabezas disecadas que colgaban de las paredes llamándolas con nombres tan ridículos como Bonsey, Ciervo Nadador o Cuerda fruncida; se metía los dedos en la nariz y en ocasiones se comía los mocos.

Tu ya no me importas, solía pensar Thomas, comprobando por la mirilla que no hubiera nadie en el corredor, para dirigirse cautelosamente a su habitación como un malhechor. ¡Eres un viejo puerco y estúpido, y no significas nada para mí! ¡Nada en absoluto! ¡Nada!

Pero en el fondo significaba algo para él. Una parte de Thomas aún quería a Roland; una parte de Thomas le impulsaba a acercarse a su padre, así éste tendría a alguien mejor con quien hablar en vez de un montón de cabezas disecadas y colgadas de las paredes.

Sin embargo, había otra parte en Thomas que prefería continuar espiando.

28

La noche en que Flagg se presentó en las habitaciones privadas del rey Roland con la copa de vino envenenado, Thomas, por primera vez después de una larga temporada sin hacerlo, había vuelto a espiar. Para ello existió una buena razón.

Unos tres meses antes, cierta noche a Thomas se le hizo difícil conciliar el sueño. Se había estado moviendo en la cama de un lado a otro hasta que escuchó al sereno cantar las once. Entonces se levantó, se vistió y abandonó su cuarto. Diez minutos después observaba la sala de estar del rey desde el escondrijo. Se le ocurrió pensar que su padre quizás estaría ya durmiendo, pero no era así. Roland se hallaba despierto, y muy, muy borracho.

Thomas había visto a su padre borracho en diversas ocasiones, pero jamás le vio, ni remotamente, en aquel estado. El niño se quedó pasmado y le entró mucho miedo.

Hay personas con más edad de la que Thomas tenía entonces que albergan la idea de que la vejez es siempre un edad apacible; que una persona vieja posee una sabiduría apacible, un malhumor o una astucia apacibles, o quizás una apacible confusión senil. Ellos dan por sentado esto, y se les hace difícil reconocer cualquier clase de pasión. Tienen la ilusión de que a los setenta años toda auténtica pasión se convertirá en carbón. Tal vez sea cierto, pero aquella noche Thomas descubrió que a veces los carbones se encienden violentamente.

Su padre recorría de un extremo a otro la amplia sala de estar, dando rápidas zancadas y haciendo que el abrigo de piel flotase detrás de él. El gorro de dormir se le había caído y el poco cabello que tenía le colgaba en mechones enmarañados, en particular sobre las orejas. No hacía eses como otras noches, buscando vacilantemente con la mano los muebles para no llevárselos por delante. Se balanceaba como un marino, pero no hacía eses. Cuando tropezó con una de las sillas de alto espaldar colocadas junto a la pared y debajo de la rugiente cabeza de un lince, Roland arrojó la silla a un lado con un grito feroz que hizo encogerse de miedo a Thomas. En los brazos se le puso la piel de gallina. La silla voló a través de la sala y se estrelló contra la pared de enfrente. El respaldo de madera de tamarindo se astilló por la mitad. En su enorme borrachera, el viejo rey había recuperado toda la fuerza de sus años de madurez.

Contempló la cabeza de lince con los ojos enrojecidos y llenos de ferocidad.

—¡Muérdeme! —le espetó con un bramido, y su voz ronca volvió a asustar a Thomas—. ¿Es que tienes miedo a morderme? ¡Baja de esa pared, Cascanueces! ¡Salta! ¡Aquí tienes mi pecho! —Roland se abrió con violencia el abrigo, mostrando su huesudo torso. Le mostró a Cascanueces los pocos dientes que le quedaban, mientras ladeaba la cabeza—. ¡Aquí tienes mi cuello! ¡Vamos, salta! ¡Me haré cargo de ti con las manos! ¡Te arrancaré tus apestosas tripas!

Durante unos instantes se quedó en esa posición, mostrando el pecho y con la cabeza erguida; tenía todo el aspecto de un animal, un ciervo viejo, tal vez, que ha sido acorralado y cuya única esperanza es ya morir con dignidad. Luego, se alejó dando un rápido giro y se detuvo ante la cabeza de un oso a la cual amenazó con el puño dirigiéndole toda una sarta de imprecaciones, unos insultos tan terribles que Thomas, temblando en la oscuridad, creyó que el injuriado espíritu del oso descendería para revivir a la cabeza disecada y ésta desgarraría a su padre delante de sus ojos.

Pero Roland se había escurrido nuevamente. Cogió su jarra, se tomó el contenido y luego se dio la vuelta con el mentón goteante de cerveza. Lanzó la jarra plateada a través de la habitación, la cual dio contra la esquina de piedra del hogar de la chimenea con la suficiente fuerza como para abollar el metal.

Ahora su padre atravesaba la sala en su dirección, arrojando a un lado otra silla y moviendo a patadas una mesa con su pie desnudo. Los ojos de Roland miraron hacia arriba… y se encontraron con los de Thomas. Así es, se encontraron con sus ojos. Thomas sintió sus miradas entrelazadas. Un terror lúgubre y desfalleciente le invadió como gélido aliento.

Su padre se acercó con cautela, mostrando sus amarillentos dientes, el poco cabello que le quedaba colgando sobre las orejas, y restos de cerveza goteándole del mentón y de las comisuras de la boca.

—Tú —susurró Roland con una voz terrible y gutural—. ¿Por qué me miras? ¿Qué es lo que crees que verás?

Thomas se quedó petrificado. ¡Me ha descubierto, pensó confundido, me ha descubierto, por todos tos dioses que han existido y que existirán, he sido descubierto y con toda seguridad ahora seré desterrado!

Allí estaba su padre, con la mirada fija en la cabeza colgante del dragón. En su sentimiento de culpa, Thomas creyó que su padre se había dirigido a él, pero no era así. Roland simplemente le hablaba a Niner, como le había hablado a las otras cabezas. Si para Thomas era posible ver a través de los ojos de vidrio coloreado, también Roland podía ver desde la sala, al menos hasta cierto punto. Si Thomas no se hubiese quedado totalmente paralizado debido al miedo, habría salido corriendo presa del pánico, incluso si hubiera reunido la suficiente presencia de ánimo como para mantenerse firme, sus ojos habrían parpadeado. ¿Y qué podría haber creído Roland si observaba que aquellos ojos se movían? ¿Que el dragón volvía a la vida? Tal vez. Es probable que yo pensase lo mismo si estuviera tan borracho como él. Pero si en aquella ocasión Thomas apenas hubiera parpadeado, a Flagg no le habría sido necesario utilizar el veneno. El rey, débil y viejo a pesar de la potencia transitoria que le había dado la bebida, casi seguro que se habría muerto de miedo.

De pronto, Roland dio un salto hacia atrás.

—¿Por qué me miras? —chilló y, en medio de su borrachera, era a Niner, el último dragón de Delain, a quien le chillaba; pero por supuesto, Thomas no lo sabía—. ¿Por qué me miras de esa manera? ¡Lo hice lo mejor que pude, siempre lo mejor que pude! ¿Acaso yo he pedido esto? ¿Acaso he pedido por ello? ¡Contéstame, maldito seas! ¡He hecho todo con la mejor intención y ahora fijate en mi! ¡Fíjate en mi!

Abrió bruscamente de par en par el abrigo, mostrando su cuerpo desnudo, la piel gris enrojecida debido a la bebida.

—¡Ahora fijate en mí! —volvió a chillar, y luego bajó la cabeza, sollozando.

Thomas no pudo soportarlo más. Cerró de golpe los paneles que se encontraban detrás de los ojos de vidrio del dragón en el mismo momento en que su padre retiraba la mirada de Niner para contemplar su enflaquecido cuerpo. Thomas salió disparado y tropezando por el oscuro corredor embistió con todo su cuerpo la puerta cerrada, dándose un fuerte golpe en la cabeza. Pero se incorporó en un instante sin percatarse de la sangre que le manaba del corte que se había hecho en la frente, y pulsó fuertemente el resorte secreto hasta que la puerta se abrió con un ruido seco. Se lanzó a toda velocidad por el pasadizo, sin siquiera pensar en comprobar si alguien le veía. Lo único que tenía presente eran los ojos feroces e inyectados de sangre de su padre; lo único que oía eran sus gritos espetándole: ¿Por qué me miras?

Thomas no tenía forma de saber que para entonces su padre había caído en un profundo sueño de embriaguez. Cuando Roland se despertó a la mañana siguiente, aún se encontraba en el suelo, y lo primero que hizo, a pesar de su terrible dolor de cabeza y de su tembloroso y magullado cuerpo (Roland ya era demasiado viejo para esos ataques de vigor), fue mirar la cabeza del dragón. Cuando se emborrachaba rara vez tenía sueños; entonces sólo se veía envuelto por una persistente oscuridad. Pero aquella última noche había tenido un sueño horrible: los ojos de vidrio de la cabeza del dragón se habían movido y Niner revivía. El monstruo exhalaba su aliento mortal sobre él, y aunque no podía ver el fuego, lo sentía dentro de si, volviéndose cada vez más ardiente.

Con este sueño aún fresco en su mente, Roland tuvo miedo al pensar en lo que se encontraría cuando mirara hacia arriba. Pero halló todo igual que desde hacía años. Niner mostraba su temible gruñido, la lengua bífida le colgaba entre los dientes tan larga como una cerca de estacas puntiagudas, y sus inexpresivos ojos de color verde dorado contemplaban fijamente el otro extremo de la sala. Debajo de este trofeo fabuloso se encontraban, ceremoniosamente cruzados, el gran arco de Roland y la flecha Ensartadora de Adversarios, con la punta y el asta aún ennegrecidas por la sangre del dragón. Una vez le comentó este sueño a Flagg, y el mago se limitó a inclinar la cabeza con un aire más pensativo de lo usual. Pasado un tiempo, Roland se olvidó del sueño.

Para Thomas, olvidar no era tan fácil.

Durante semanas fue perturbado por pesadillas. En ellas aparecía su padre contemplándole y chillando: ¡Mira lo que me has hecho! Y se abría el abrigo para mostrarle su desnudez (viejas heridas arrugadas, vientre caído, músculos flácidos) como para demostrarle que aquello también era culpa de Thomas, ya que si no hubiese espiado…

—¿Por qué no vas ya a visitar a padre? —le preguntó Peter un día—. Cree que estás enfadado con él.

—¿Que yo estoy enfadado con él? —Thomas se hallaba sorprendido.

—Eso fue lo que dijo hoy a la hora del té —respondió Peter, y al observar a su hermano de cerca, vio los oscuros círculos debajo de sus ojos, la palidez de su frente y de sus mejillas—. Tom, ¿te ocurre algo?

—Nada importante —repuso Thomas despacio.

Al otro día tomó el té con su padre y con su hermano. Ello le supuso poner a prueba todo su coraje, pero a Thomas no le faltaba, y a veces se daba cuenta de ello, por lo general cuando se sentía acosado. Su padre le dio un beso y le preguntó si le sucedía algo. Thomas contestó en voz baja que había estado un poco mal, pero que ya se hallaba mejor. Su padre asintió con la cabeza, le dio un fuerte apretón y luego retornó a su comportamiento habitual, el cual consistía casi siempre en ignorar a Thomas en favor de Peter. Por única vez, Thomas agradeció aquella actitud, pues no quería que su padre lo mirara más de lo necesario, al menos durante un rato. Aquella noche, tendido en la cama sin poder dormir y escuchando las ráfagas del viento en el exterior, Thomas llegó a la conclusión de que se había salvado por un pelo…, aunque de algún modo logró salir triunfante.

Pero nunca más, se dijo. Durante las siguientes semanas, las pesadillas fueron disminuyendo hasta que finalmente cesaron por completo.

Sin embargo, Yosef, él encargado de las caballerizas del castillo, había acertado en una cosa: a veces los niños son mejores en hacer promesas que en cumplirlas, y por último el deseo de Thomas por espiar a su padre se volvió más fuerte que sus temores y sus buenas intenciones. Y, así, la noche en que Flagg le llevó a Roland el vino envenenado, Thomas estaba espiando.

29

Cuando Thomas llegó allí y descorrió los dos paneles, su padre y su hermano estaban terminando su copa de vino nocturno. Peter ya tenía diecisiete años, y era alto y bien parecido. Ambos charlaban y bebían sentados junto al fuego como dos viejos amigos, y Thomas sintió que el antiguo odio le llenaba el corazón con ácido. Al cabo de un rato, Peter se incorporó y comenzó a despedirse cortésmente de su padre.

—Estas noches te retiras cada vez más temprano —comentó Roland.

Peter hizo algún reparo.

Roland sonrió. Era una sonrisa dulce, melancólica, casi sin dientes.

—He oído que ella es adorable —dijo.

Peter dio la impresión de estar turbado, algo infrecuente en él. Comenzó a balbucear, lo cual era mucho más extraño.

—Ve —le interrumpió Roland—. Ve. Sé suave con ella, y gentil…, pero también apasionado, si es que hay ardor en ti. Los años de la madurez son años de frialdad. Sé ardiente mientras eres joven y vigoroso y tienes el suficiente combustible para alimentar un gran fuego.

Peter sonrió.

—Hablas como si fueras muy viejo, padre, pero yo te veo todavía fuerte y saludable.

Roland abrazó a Peter.

—Te quiero —le dijo.

Peter sonrió sin sentirse avergonzado ni incómodo.

—Yo también te quiero, papá —repuso.

En su oscura soledad (espiar siempre es una tarea para solitarios, y por lo general se realiza en la oscuridad), Thomas hizo una horrible mueca.

Peter abandonó la sala. Durante una hora aproximadamente no sucedió nada nuevo. Roland estaba sentado junto al fuego con el talante adusto, bebiendo un vaso de cerveza detrás de otro. No emitía gruñidos, ni vociferaba, ni le hablaba a las cabezas colgadas de las paredes; tampoco hubo ninguna clase de destrucción del mobiliario. Cuando ya Thomas se disponía a retirarse, sonaron dos golpes secos en la puerta.

Roland se había quedado contemplando las llamas, casi hipnotizado por su juego vacilante. De golpe se animó, y preguntó:

—¿Quién es?

Thomas no oyó contestación alguna, pero su padre se incorporó y fue hacia la puerta como si él si la hubiera escuchado. Roland abrió y, en un primer momento, Thomas pensó que la costumbre de su padre de hablarle a las cabezas colgadas en las paredes había tomado un nuevo y peculiar giro; creyó que ahora su padre se inventaba una compañía humana invisible para paliar el aburrimiento.

—Es extraño veros aquí a estas horas —dijo Roland, retornando junto al fuego al parecer sin la compañía de ningún ser humano—. Imaginaba que después del anochecer siempre estabais con vuestros conjuros y encantamientos.

Thomas parpadeó, se restregó los ojos, y descubrió que, después de todo, allí había alguien. Por un momento no pudo distinguir con claridad quién era y luego se preguntó cómo era posible que hubiera pensado que su padre estaba solo cuando Flagg se encontraba precisamente a su lado. El mago portaba una bandeja de plata con dos copas de vino.

—Habladurías de mujeres, Majestad; los magos hacemos conjuros tanto de día como de noche. Pero por supuesto utilizamos una imagen nocturna para pasar inadvertidos.

El sentido del humor de Roland siempre mejoraba con la cerveza; hasta tal punto que a menudo se reía de cosas que no eran en absoluto graciosas. Ante esa observación, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reírse como si fuera el mejor chiste que jamás hubiera escuchado. Flagg sonrió tenuemente.

Cuando el acceso de risa de Roland hubo pasado, le dijo al mago:

—¿Qué es esto? ¿Vino?

—Vuestro hijo es apenas algo más que un niño, pero su deferencia hacia su padre y el deseo de honrar a su rey me han avergonzado; yo que soy un hombre adulto —dijo Flagg—, os he traído una copa de vino, mi rey, para mostraros que también os amo.

Le pasó la copa a Roland, que se hallaba absurdamente conmovido.

¡No lo bebas, padre!, pensó Thomas de repente. Sus pensamientos se encontraban perturbados por algo que él no podía comprender. Roland levantó la cabeza, inclinándola, como si le hubiese escuchado.

—Es un buen muchacho mi Peter —dijo.

—En efecto —repuso Flagg—. Eso es lo que todos dicen en el reino.

—¿Todos dicen eso? —preguntó Roland, visiblemente complacido—. ¿En verdad, lo dicen todos?

—Si, así es. ¿Brindamos a su salud? —propuso Flagg, alzando su copa.

¡Padre, no!, gritó Thomas otra vez para sus adentros, pero si su padre había oído el primero, éste sin duda no lo escuchó. Su rostro resplandecía de amor por el hermano mayor de Thomas.

—¡Por Peter, entonces! —Roland levantó bien alto la copa que contenía el vino envenenado.

—¡Por Peter! —aprobó Flagg, sonriendo—. ¡Por el rey!

Thomas se contrajo en la oscuridad. ¡Flagg está haciendo dos brindis diferentes! No sé lo que eso significa, pero ¡Padre!

Esta vez fue Flagg quien se dio la vuelta y contempló por un momento con su mirada lúgubre la cabeza del dragón, como si él hubiera escuchado su pensamiento. Thomas se quedó inmóvil, y en seguida Flagg volvió a mirar otra vez a Roland.

Entrechocaron las copas y bebieron. Mientras su padre se tomaba a tragos el vino, Thomas sintió que se le deslizaba una astilla de hielo por el corazón.

Flagg se giró sobre su silla y arrojó la copa al fuego.

—¡Peter!

—¡Peter! —repitió Roland, arrojando la suya. La copa se estrelló contra la tiznada pared de ladrillos de la chimenea y los restos cayeron sobre las llamas, que por un momento parecieron inflamarse con un repugnante color verde.

Roland se llevó una mano a la boca, como si quisiese reprimir un bostezo.

—¿Le habéis puesto especias? —preguntó—. Tiene un sabor…, picante.

—No, mi señor —dijo Flagg muy serio.

Pero Thomas percibió una sonrisa detrás de la máscara de solemnidad del mago, y la astilla de hielo se introdujo aún más en su corazón. De repente se dio cuenta de que no quería seguir espiando, ni ahora ni nunca. Cerró las ranuras y regresó sigilosamente a su habitación. Al principio sintió calor; luego frío, y más tarde otra vez calor. A la mañana siguiente tenía fiebre. Antes de que pudiera mejorarse, su padre moriría, su hermano sería encerrado en el calabozo que se hallaba en lo alto de la Aguja y él se transformaría en un niño rey con apenas doce años. Thomas el Portador de la Luz, así le apodarían durante las ceremonias de la coronación. ¿Y quién era su más cercano consejero?

Adivinadlo vosotros.