Que el rojo amanecer adivine
lo que haremos
cuando esta luz azul de las estrellas muera
y todo haya terminado.
¡Hay tal cantidad de cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertos acordes musicales me hacen pensar en los matices dorados y herrumbrosos del follaje otoñal? ¿Por qué la Misa de Santa Cecilia me transporta con el pensamiento a unas cavernas en cuyas paredes resplandecen ásperas masas de plata virgen? ¿Por qué el tumulto y el griterío de Broadway, a las seis de la tarde, me hacen evocar el escenario de un apacible bosque bretón, donde la luz del sol se filtra a través de las hojas primaverales y Sylvia se inclina conmovida y curiosa sobre un lagarto verde y murmura: «Pensar que esto también es un pequeño guardián de Dios»?
Cuando vi por primera vez al vigilante, me estaba dando la espalda. Le estuve mirando con indiferencia hasta que se metió en la iglesia. No le presté más atención de la que hubiera prestado a cualquier otro hombre que deambulara por Washington Square aquella mañana. Después cerré la ventana, regresé a mi trabajo y me olvidé de él. El día fue caluroso. Avanzaba ya la tarde, abrí la ventana otra vez y me recliné sobre el antepecho para respirar un poco de aire. Había un hombre en el atrio de la iglesia, pero aquello tenía para mí tan poca importancia como por la mañana. Contemplé la plaza; me recreé en el juego del agua de la fuente; luego, con la cabeza cargada de vagas impresiones de árboles, de calzadas de asfalto, de grupos de niñeras y de paseantes ociosos, me dirigí otra vez a mi caballete. Pero al volverme, reparé de nuevo por puro azar en aquel hombre del atrio de la iglesia. En ese momento se hallaba de frente y yo, con un movimiento totalmente involuntario, me incliné para verle. Al mismo tiempo levantó él la cabeza y me miró. Sin saber por qué pensé en un gusano devorador de cadáveres. No sé qué fue lo que me resultó desagradable en ese hombre, pero tan intensa y nauseabunda fue la impresión de un gusano de cárcava, gordo y blancuzco, que mi expresión debió manifestarlo, porque él apartó su inflada cara con un movimiento de larva inquieta, sorprendida en el interior de una fruta.
Volví a mi caballete y le hice una seña a la modelo para que volviera a posar. Estuve trabajando un rato, hasta que llegué a la conclusión de estar echando a perder en pocos minutos el trabajo de varios días. Tomé la espátula y rasqué el color otra vez. Me habían salido unos tonos de carne enfermizos, lívidos; no entendía cómo había podido dar esos colores tan malsanos en un trabajo que antes resplandecía de salud.
Miré a Tessie. Ella no había cambiado. Un claro rubor coloreó su garganta y sus mejillas al verme arrugar el ceño.
—¿He hecho algo mal?
—No; he estropeado este brazo. Le juro que no me explico cómo me ha salido semejante basura —repliqué.
—¿Es que no he posado bien? —insistió ella.
—Lo ha hecho usted maravillosamente.
—Entonces, ¿no ha sido por mi culpa?
—No, la culpa es mía.
—Lo siento muchísimo —exclamó.
Le dije que podía descansar mientras yo borraba con el trapo y aguarrás la mancha que corroía aquella parte del lienzo, y ella se salió a fumar un cigarrillo y echar una mirada a las ilustraciones del Courier Français.
No sé si tenía algo el aguarrás o era defecto de la tela; el caso es que cuanto más limpiaba, más se propagaba la gangrena. Trabajé afanosamente para quitar aquello, y no obstante, la enfermedad se desparramó de punta a punta por toda la obra que tenía ante mí. Alarmado, me esforcé en detener su progreso, pero el color del pecho ya había cambiado y la figura entera se había empapado de la infección como una esponja. Yo manejaba vigorosamente la espátula, el aguarrás, el rascador, y no paraba de pensar en la bronca que le iba a armar a Duval, que me había vendido el lienzo. Pero no tardé en comprender que la culpa no era del lienzo, ni de los colores de Edward. «Debe ser el aguarrás —pensaba furioso—; o la vista se me ha enturbiado con la luz del atardecer que no veo nada correctamente». Llamé a Tessie, la modelo, que vino y se inclinó sobre mi taburete llenando el aire de volutas de humo.
—¿Qué ha estado usted haciendo? —exclamó.
—Nada —rezongué—. ¡Debe ser este aguarrás!
—Qué color más horrible —prosiguió—. ¿Cree usted que mi carne parece queso Roquefort?
—No, claro que no —dije irritado—. ¿Me has visto pintar alguna vez así?
—No, desde luego.
—¡Entonces!
—Debe de ser el aguarrás, o algo —admitió.
Se puso el kimono y se asomó a la ventana. Yo seguí rascando y limpiando hasta que me harté; finalmente tomé los pinceles y los arrojé contra la tela con un tremendo exabrupto. Tessie no llegó a entenderme. Aun así, exclamó:
—¡Eso es! ¡Empiece ahora con groserías y haga el loco y eche a perder sus pinceles! ¡Lleva ya tres semanas en esa obra, y mire! ¿Qué consigue usted con destrozar la tela? ¡Qué criaturas son los artistas!
Me sentí avergonzado, como siempre que tengo una explosión de mal genio. Puse la tela rasgada de cara a la pared. Tessie me ayudó a limpiar los pinceles y luego se marchó a vestirse con paso garboso. Desde el biombo empezó a regalarme el oído con amonestaciones y advertencias acerca de la pérdida parcial y total de la paciencia, hasta que, juzgando que ya me había atormentado lo suficiente, salió para suplicarme que le abrochara el talle por la espalda, donde ella no alcanzaba.
—Todo ha empezado a ir mal desde el momento que volvió usted de la ventana y comenzó a hablar del horrible aspecto de ese hombre que acababa de ver en el atrio de la iglesia —declaró.
—Sí, seguramente embrujó el cuadro —dije con un bostezo.
Miré el reloj.
—Pasan de la seis, lo sé —dijo Tessie, que estaba arreglándose delante de un espejo.
—Sí —exclamé—. No quería haberla retenido tanto.
Apoyé los codos en la ventana, pero en seguida me retiré con disgusto. El hombre de la cara pastosa estaba todavía en el atrio. Tessie se dio cuenta de mi movimiento y se asomó.
—¿Es ese el hombre que le desagrada? —susurró.
Dije que sí con la cabeza.
—No puedo verle la cara, pero parece gordo y blando. De todas maneras —continuó, volviéndose hacia mí— me recuerda un sueño…, un sueño espantoso que tuve una vez. Pero —mirando la simetría de sus zapatos—, ¿fue un sueño, después de todo?
—¿Cómo voy a saberlo yo?
Tessie miró sonriente.
—Pues salía usted —dijo—. De modo que algo podía saber sobre el particular.
—¡Tessie, Tessie! —protesté— ¡No me halague diciendo que sueña conmigo!
—Pero si es cierto —insistió—. ¿Se lo puedo contar?
—Adelante —repliqué, encendiendo un cigarrillo.
Tessie se recostó sobre la ventana, de espaldas a la calle, y comenzó con mucha seriedad:
—Fue una noche del invierno pasado. Me encontraba en la cama sin pensar en nada concreto. Había estado posando para usted y me sentía bastante cansada. Sin embargo, no conseguía dormirme. Escuché las campanadas de la diez, de las once y de las doce. Seguramente me dormí alrededor de las doce, porque no recuerdo haber oído más campanadas. Me parece que apenas acababa de cerrar los ojos, cuando soñé que algo me impulsaba a asomarme a la ventana. Salté de la cama, abrí la ventana y me asomé. La Calle Veinticinco estaba desierta; no se veía a nadie. Empecé a sentir temor: ¡todo lo de fuera parecía tan…, tan negro y desagradable! Entonces oí un ruido lejano de ruedas, y me pareció como si aquello fuese lo que yo estaba esperando. Las ruedas se acercaban muy despacio y, por fin, pude distinguir un vehículo que venía por la calle. Se fue acercando poco a poco, y al pasar por debajo de mi ventana me di cuenta que éste era un coche fúnebre. Entonces el cochero se volvió y me miró fijamente, y yo me eché a temblar de miedo. Al despertarme vi que estaba junto a la ventana abierta y tiritando de frío; pero la carroza de plumas negras y su cochero habían desaparecido. Ese mismo sueño lo volví a tener el pasado mes de marzo, y otra vez me desperté junto a la ventana abierta. Anoche tuve otra vez el mismo sueño. Usted sabe cómo llovió; pues al despertarme tenía el camisón empapado.
—Pero ¿dónde aparezco yo en ese sueño? —pregunté.
—Usted… usted estaba en el ataúd; pero no estaba muerto.
—¿En el ataúd?
—Sí.
—¿Y cómo lo sabe? ¿Acaso podía verme?
—No; yo sabía únicamente que usted estaba allí.
—¿Había comido usted welsh-rabbits[2] o ensalada de langosta? —empecé yo riéndome, pero la muchacha me interrumpió con un grito de terror.
—¿Qué sucede? —dije yo al verla retirarse aterrada de la ventana.
—El… el hombre de abajo, del atrio de la iglesia… Es el que conducía el coche.
—Tonterías —dije.
Sin embargo, los ojos de Tessie estaban llenos de terror. Me acerqué a la ventana y miré. El hombre se había ido.
—¿Cree que podría olvidar esa cara? —murmuró—. Por tres veces he visto pasar el coche fúnebre bajo mi ventana, y las tres veces levantó la vista el cochero y me miró. ¡Oh, su cara era tan blanca y…, y tan blanda! Parecía un muerto…, parecía como si hubiera muerto mucho tiempo antes.
La hice sentar y le serví un vaso de Marsala. Luego me senté junto a ella y traté de darle algún consejo.
—Mire, Tessie —dije—, usted va a irse al campo por una semana o dos, y ya verá cómo no sueña más con coches fúnebres. Está usted posando todo el día y por la noche tiene los nervios deshechos. Así no puede continuar. Y cuando vuelve a casa, en lugar de irse a la cama al terminar el trabajo, se va a cenar al Sulzer’s Park, o a Eldorado, o a Coney Island; y cuando viene aquí por las mañanas se encuentra rendida. No existe tal coche fúnebre. Todo eso no es más que una pesadilla.
La muchacha sonrió débilmente.
—Entonces el hombre del atrio de la iglesia, ¿qué?
—Sólo es un pobre enfermo como tantos otros.
—Tan cierto como me llamo Tessie Rearden, le juro a usted, señor Scott, que la cara del hombre de abajo es la cara del hombre que conducía el coche fúnebre.
—¡Bueno! —dije—. De todos modos, es un oficio honrado.
—Entonces, ¿cree usted que vi el coche fúnebre?
—Bueno —dije con diplomacia—, si lo vio en realidad, no sería improbable que lo guiase el hombre de abajo. Nada tendría de particular.
Tessie se levantó, desenrolló su perfumado pañuelo, tomó de él un trazo de goma de mascar y se lo metió en la boca. Sacó luego sus guantes, me tendió la mano con un abierto: «Buenos noches, señor Scott», y se marchó.
A la mañana siguiente, Thomas, el botones, me trajo el Herald y unas pocas noticias. La iglesia de al lado había sido vendida. Di gracias al cielo. No porque yo, como católico, sintiera aversión alguna hacia la congregación vecina, sino porque tenía los nervios destrozados a causa de cierto predicador vociferante cuyas palabras, amplificadas por la bóveda de la iglesia, resonaban tremendamente en mis habitaciones. Sus erres nasales y retumbantes me revolvían el estómago. Además, había un demonio en forma de hombre, un organista, que interpretaba los magníficos himnos antiguos de una manera completamente personal. Me daban ganas de asesinarle cada vez que tocaba el «Gloria Patri» con acordes de charanga de estudiantes. Creo que el párroco era buena persona; pero cuando tronaba: «¡Y el Señorrr dijo a Moisés, el Señorrr es un hombre de guerra; el Señorrr es su nombre. Mi cólera estallará, y Yo te aniquilarrré con la espada!», entonces, me preguntaba cuántos cientos de años de purgatorio serían necesarios para expiar tal pecado.
—¿Quién ha comprado la finca? —pregunté a Thomas.
—Nadie a quien yo conozca, señor. Se dice que querían comprarla los propietarios de los apartamentos Hamilton. Seguramente para construir más estudios.
Me acerqué a la ventana. El joven de la cara enfermiza estaba plantado en la entrada del atrio, y nada más verle, me invadió la misma abrumadora repugnancia.
—A propósito, Thomas —dije—, ¿quién es ese de ahí abajo?
Thomas soltó un respingo.
—¿Ese gusano, señor? Es el vigilante nocturno de la iglesia, señor. Me harta verle toda la noche en la escalinata, mirándole a uno de una manera insultante. Una vez le di un guantazo en la cara…, perdone el señor…
—Sigue, Thomas.
—Una noche que volvía a casa con Harry, el otro camarero inglés, lo vi sentado ahí en la escalinata. Molly y Jen, las dos chicas de servicio, venían con nosotros, y él nos miró como insultando y yo me eché adelante y le dije: «¿Qué miras tú, eh, babosa repugnante?». Perdone el señor, pero eso mismo fue lo que dije. Entonces él no contestó, y yo le dije: «Baja y verás el guantazo que se lleva esa cara de pastel de crema que tienes». Entonces me acerqué a la puerta en cuatro saltos y entré; pero él no decía nada, solamente que miraba de esa manera insultante. Entonces le solté una bofetada; pero ¡puaf!, tenía una cara fría y pulposa, de ésas que a uno le da asco tocarlas.
—¿Y qué hizo él? —pregunté con curiosidad.
—¿Él? Nada.
—¿Y tú, Thomas?
El muchacho se ruborizó turbado y trató de sonreír.
—Señor Scott, yo no soy ningún cobarde, pero sin saber por qué, eché a correr. He estado en el Quinto de Lanceros, señor, de trompeta en Tel-el-Kebir, y más de una vez han disparado sobre mí.
—¿Quieres decir que huiste corriendo?
—Sí, señor, eché a correr.
—¿Por qué?
—Eso es lo que yo quisiera saber. Agarré a Molly y huí; y los demás estaban tan asustados como yo.
—Pero ¿a qué le tenían miedo?
Thomas no quiso contestar de momento, pero ahora mi curiosidad por ese joven repulsivo de abajo era mucho mayor, y le insistí. Los tres años de residencia en Norteamérica no sólo habían modificado el dialecto cockney de Thomas, sino que le habían inculcado el temor americano al ridículo.
—¿Usted me cree, señor Scott?
—Sí, te creo.
—¿Se reirá de mí, señor?
—¡Qué tontería!
Dudó un instante.
—Pues bien, señor, tan verdad como que hay Dios, que cuando le pegué me agarró de las muñecas, y al retorcerle yo su puño blando y pastoso, uno de sus dedos se me quedó en la mano.
La tremenda repugnancia y horror de la cara de Thomas se debió de reflejar en la mía, porque añadió:
—Es espantoso. Y ahora, nada más verlo, me largo. Ese individuo me pone enfermo.
Cuando Thomas se hubo marchado, me asomé a la ventana. El hombre estaba junto a la balaustrada de la iglesia, con las dos manos en la puerta, pero me retiré precipitadamente a mi caballete de nuevo, horrorizado y descompuesto. En la mitad de la mano derecha acababa de ver que le faltaba un dedo.
A las nueve apareció Tessie y se metió tras el biombo, con un alegre: «Buenos días, señor Scott». Una vez que reapareció y adoptó su pose sobre la plataforma, comencé una tela nueva para satisfacción suya. Permaneció en silencio mientras estuve encajando, pero tan pronto como cesó el rascar del carboncillo y eché mano del fijador, empezó a hablar con animación.
—¡Qué noche más maravillosa he pasado! Estuvimos en Tony Pastor’s.
—¿«Estuvimos», quiénes? —pregunté.
—Maggie…, ya la conoce, la modelo del señor Whyte, y Pinkie McCormick. Nosotras la llamamos Pinkie porque tiene el pelo de ese color rojizo que tanto les gusta a ustedes los artistas. Y también estuvo Lizzie Burke.
Terminé de darle al lienzo un baño de fijador con el pulverizador, y dije:
—¿Y bien?
—Vimos a Kelly y a Baby Barnes, la corista…, y a todos los demás. He hecho una conquista.
—Entonces ¿faltó a lo pactado, Tessie?
Ella rió y sacudió la cabeza.
—Es Ed Burke, el hermano de Lizzie. Un perfecto caballero.
Me sentí obligado a darle algunos consejos paternales acerca de las conquistas, y ella escuchó con una sonrisa radiante.
—Yo me cuidaría de una conquista extraña —dijo, examinando una bola de chicle—, pero Ed es diferente. Lizzie es mi mejor amiga.
Entonces me contó que Ed había regresado de la fábrica de medias de Lowell, Massachusetts, y que se había encontrado con que Lizzie y ella ya no eran unas niñas, y me habló de lo educado que era…, y de cómo las invitó generosamente a tomar helados y ostras para celebrar su colocación como dependiente en el departamento de lanas de los almacenes Macy. Antes que ella terminara, empecé a pintar, y ella volvió a su pose sonriendo y parloteando como un gorrión. Hacia mediodía, tenía el trabajo totalmente limpio, y Tessie se acercó a verlo.
—Eso está mejor —dijo.
Lo mismo pensaba yo también, y me tomé el almuerzo con la íntima satisfacción respecto a que todo marchaba bien. Tessie colocó su comida en una mesa de dibujo frente a mí, y bebimos vino de la misma botella y encendimos nuestros cigarrillos con la misma cerilla. Yo me sentía encariñado con Tessie. La había visto crecer y hacerse una mujer esbelta y bien formada, de la niña endeble y desmañada que había sido. Había posado para mí durante los tres últimos años, y era mi modelo preferida de todas las que tenía. Habría sentido muchísimo que se hubiese convertido en lo que se suele llamar «una fulana»; pero jamás observé en ella una conducta dudosa, y sabía intuitivamente que era una buena chica. Nunca discutíamos de moral, ni yo pretendía hacerlo, en parte porque no tengo normas concretas de moral, y en parte porque sabía que ella haría lo que más le gustara sin tenerme en cuenta. No obstante, esperaba que ella navegase libre de complicaciones. Lo deseaba por su bien. Yo tenía también un deseo egoísta de retener a la mejor modelo que había tenido. Sabía que esa conquista, como ella lo llamaba, no significaba nada en muchachas como Tessie, y que tales cosas en Norteamérica no se parecen en lo más mínimo a esas mismas cosas en París. De todos modos, tenía ojos en la cara y sabía que alguien acabaría por llevarse a Tessie algún día, y aunque por mi parte estaba convencido del hecho que el matrimonio es una tontería, confiaba sinceramente en que, en este caso, habría un sacerdote al final de la aventura. Soy católico. Cuando oigo misa mayor, cuando me santiguo, me siento más alegre y todo me parece mejor; y cuando me confieso, me siento hasta bueno. Un hombre que vive solo como yo, debe confesarse con alguien. Antes tenía a Sylvia, que era católica, y aquello bastaba para mí. Pero volvamos a Tessie. Tessie también era católica, y mucho más devota que yo, de modo que, en suma, tenía poco que temer por mi preciosa modelo mientras no se enamorase. Si esto llegara a suceder, yo sabía que únicamente el destino decidiría su futuro por ella, y yo rezaba interiormente porque ese destino la alejase de hombres como yo, y pusiera en su camino muchachos como Ed Burke y Jimmy McCormick. ¡Dios bendiga el dulce rostro de esa chica!
Tessie se sentó soltando anillos de humo hacia el techo y haciendo tintinear el hielo de su vaso.
—¿Sabe usted que yo también tuve un sueño la noche pasada? —dije.
—Acerca de ese hombre —preguntó ella alegremente.
—Exacto. Y era un sueño parecido al de usted, sólo que mucho peor.
Fue una insensatez decirlo, pero ya se sabe el poco tacto que tenemos los pintores por lo general.
—Me dormí alrededor de las diez —continué—, y al cabo de un rato soñé que me despertaba. Oí con tal claridad las campanadas de medianoche, el viento en las ramas de los árboles, y las sirenas de los bosques en la bahía, que incluso ahora me resulta difícil creer que no estaba despierto. Me daba la sensación que yacía en una caja que tenía una tapa de cristal. Veía confusamente las luces de la calle por donde pasaba, porque debo decirle, Tessie, que la caja donde me hallaba tendido parecía descansar en un carruaje almohadillado que traqueteaba por el empedrado de la calle. Al cabo de algún tiempo me impacienté y traté de moverme, pero la caja era demasiado estrecha. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho de forma que no podía utilizarlas. Escuché y, más adelante, traté de gritar. Había perdido la voz. Podía oír los cascos de los caballos que tiraban del coche, incluso la respiración del cochero. Después percibí otro sonido, como el abrir de una ventana. Me las arreglé para volver un poco la cabeza, y pude ver no sólo a través de la tapa que cubría la caja, sino también a través de las simples aberturas del carruaje. Veía las casas, silenciosas y vacías, sin luz ni vida, excepto en una. En aquella casa había una ventana abierta en el primer piso, y en ella había una figura toda de blanco que miraba a la calle. Era usted.
Tessie había vuelto la cabeza. Apoyó un codo sobre la mesa.
—Pude ver su cara —proseguí—, y me pareció que estaba usted muy angustiada. Luego pasamos y torcimos por una calle negra y estrecha. Los caballos se detuvieron. Esperé y esperé, cerrando los ojos con impaciencia y temor, pero todo estaba silencioso como una tumba. Después de pasar lo que a mí me parecieron horas enteras, empecé a sentirme incómodo. Una sensación de tener a alguien muy cerca me hizo abrir los ojos. Entonces vi la cara del cochero mirándome a través de la tapa de cristal del ataúd…
Me interrumpió un sollozo de Tessie. Estaba temblando como una hoja de árbol. Entonces me di cuenta de mi estupidez, y traté de reparar el daño.
—¿Qué ocurre, Tessie? —dije—. Le he contado esto tan sólo para mostrarle la influencia que su historia ha podido tener en los sueños de otra persona. No pensará que estoy tendido en un ataúd, ¿verdad? ¿Por qué tiembla usted? ¿No ve que su sueño y mi irrazonable aversión hacia ese inofensivo vigilante de la iglesia pusieron sencillamente mi cerebro en marcha tan pronto como quedé dormido?
Reclinó la cabeza sobre mis brazos. Sollozaba como si fuera a partírsele el corazón. ¡De qué manera tan imbécil me había portado! Pero a continuación, aún cometí una estupidez mayor. Me acerqué a ella y la rodeé con el brazo.
—Tessie, por favor, perdóneme —dije—. No tenía por qué asustarla con semejante tontería. Es usted una muchacha demasiado sensible y demasiado buena católica para creer en sueños.
Su mano se cerró sobre la mía y su cabeza cayó sobre mi hombro. Aún estaba temblando; yo la acaricié y la consolé.
—Vamos, Tess, abra los ojos y sonría.
Sus ojos se abrieron en un lánguido movimiento y se encontraron con los míos, pero su expresión era tan extraña, que me apresuré a tranquilizarla de nuevo.
—Todo eso son cuentos chinos, Tessie. No tendrá miedo a que le vaya a pasar nada por eso, ¿verdad?
—No —dijo, pero le temblaron sus labios rojos.
—Entonces ¿qué ocurre? ¿Tiene miedo?
—Sí, pero no por mi.
—¿Por mí, entonces? —pregunté alegremente.
—Por usted —murmuró con un hilo de voz—. Yo… yo le quiero, le quiero a usted.
Al principio me eché a reír, pero cuando comprendí lo que decía, me quedé de un pieza y tuve que sentarme anonado. Y entonces coroné la serie de estupideces que llevaba cometidas. Durante el momento que transcurrió entre su réplica y mi contestación pensé mil respuestas a esa inocente confesión. Podía tomarla como una broma, podía hacerme el desentendido y tranquilizarla en cuanto a mi salud, podía manifestarle sencillamente que era imposible que ella me amase. Pero mi reacción fue más rápida que mis pensamientos, y cuando quise darme cuenta, era ya demasiado tarde, porque la había besado en los labios.
Aquella noche me fui a dar mi paseo cotidiano por Washington Park, reflexionando sobre los acontecimientos del día. Me sentía totalmente comprometido. No era posible echarse atrás ahora, y miraba el futuro de cara. Yo no era honrado, ni siquiera escrupuloso, pero no tenía ganas de engañar a Tessie ni de engañarme a mí mismo. La única pasión de mi vida había sido enterrada en aquel soleado bosque de Bretaña. ¿Enterrada para siempre? La Esperanza clamaba: «¡No!». Durante tres años había esperado pasos en el umbral de mi casa. ¿Había olvidado a Sylvia? «¡No!», clamaba la Esperanza.
He dicho yo que no era honrado. Es verdad, pero tampoco puedo decir que fuese precisamente un malvado de melodrama. Había llevado una vida fácil y atolondrada, tomando aquello que me brindaba placer y lamentando y deplorando, con amargura a veces, las consecuencias. Sólo en una cosa, en mi pintura, me portaba con seriedad; y con aquello que yacía oculto o perdido en los bosques de Bretaña.
Era demasiado tarde para lamentar lo que había ocurrido durante el día. Tanto si fue piedad, como si fue una ternura repentina ante su tristeza, o el impulso brutal de una vanidad halagada, ya daba lo mismo, y a menos que yo deseara destrozar su corazón inocente, debía seguir la senda trazada ante mí. El fuego y la fuerza, la hondura de la pasión de un amor que yo jamás había ni siquiera sospechado con toda mi supuesta experiencia del mundo, no me dejaban otra alternativa que corresponderla o despedirla. No sé si fue porque soy demasiado cobarde para infligir dolor a los demás, o si es que tengo poco de puritano, pero el hecho es que me negué a rechazar la responsabilidad de aquel impensado beso y, por otra parte, no tuve tiempo de hacerlo antes que se abriesen las puertas de su corazón y se derramasen en abundancia sus sentimientos. Los que cumplen de ordinario con su deber y encuentran una sombría satisfacción en torturarse a sí mismos y a los demás, se habrían resistido. Yo no. No me atreví. Cuando disminuyó la tempestad, le dije que habría sido mejor para ella haber amado a Ed Burke y llevar un sencillo anillo de oro, pero no quiso escucharme, y yo pensé que si ella había decido amar a alguien con quien no podía casarse, quizá lo mejor era haberme escogido a mí. Al menos podría tratarla con inteligente afecto, y cuando ella se cansara de su apasionamiento, no quedaría deshonrada. Sobre este punto yo estaba decidido, aunque sabía lo difícil que sería. Recordé cómo suelen terminar los amores platónicos y cómo me molestaba siempre enterarme de su prosaico final. Sabía lo mucho que suponía para un hombre tan poco escrupuloso como yo emprender unas relaciones de este tipo, y tuve miedo del futuro; pero en ningún momento dudé que ella estaría segura conmigo. De haber sido otra mujer, no me habría mareado la cabeza con tantos escrúpulos. Pero ni se me ocurrió siquiera la idea de sacrificar a Tessie como habría hecho con una mujer de mundo. Miraba el porvenir con entera equidad y veía los distintos finales probables del asunto. O bien ella se cansaría de mí, o se sentiría tan desdichada que yo tendría finalmente que casarme con ella o separarme. Si nos casábamos, no seríamos felices: yo por estar casado con una mujer que no me convenía, y ella por estarlo con un hombre que no le convenía a ninguna mujer. Mi pasada vida difícilmente me daba derecho a casarme. Si me apartaba, quizá cayera ella enferma, pero se recuperaría y acabaría casándose con algún Ed Burke; pero también podía cometer alguna tontería por atolondramiento o de manera deliberada. Por otra parte, si ella se cansaba de mí, entonces tenía ante sí la vida entera con maravillosas perspectivas de Eddies Burkes, y anillos de boda, y mellizos, y pisos en Harlem, y Dios sabe qué. Mientras paseaba por entre los árboles vecinos al Washington Park, decidí que en cualquier caso ella encontraría en mí un verdadero amigo, y ya veríamos qué pasaba. Luego volví a casa y me puse el traje de etiqueta, porque había encontrado una pequeña nota perfumada en mi aparador, que decía: «Espérame con un coche en la salida de artistas a las once», y firmaba «Edith Carmichel, Metropolitan Theatre».
Esa noche cené —o más bien cenamos la señorita Carmichel y yo— en el Solari, y justamente empezaba la aurora a dorar la cruz de la iglesia Memorial, cuando llegué a Washington Square después de haber dejado a Edith en el Brunswick. No había un alma por el parque cuando atravesé la arboleda. Tomé el paseo que va desde la estatua de Garibaldi al edificio de los apartamentos Hamilton. Al pasar por el atrio de la iglesia vi un figura en la escalinata de piedra. A pesar mío, me corrió un escalofrío por el cuerpo ante la visión de su hinchada cara blancuzca. Apreté el paso. Entonces le oí murmurar algo, tal vez dirigiéndose a mí o tal vez hablando consigo mismo, pero yo me puse furioso ante la posibilidad que semejante individuo se dirigiese a mí. Me dieron ganas de dar la vuelta y romperle la cabeza de un bastonazo, pero seguí mi camino, entré en el edificio y me fui a mi apartamento. Estuve un rato dando vuelta en la cama intentando olvidarme de su voz, pero no podía. Tenía la cabeza llena de ese murmullo, denso como el humo oleoso de una caldera de asfalto, como el olor pestilente de la podredumbre. Y mientras me revolvía en el lecho, se fue haciendo más clara y distinta su voz en mis oídos, y comencé a entender las palabras que había murmurado. Me llegaban lentamente, como el recuerdo remoto que se va abriendo a la luz, y por fin llegué a comprender su sentido. Decía:
—¿Has encontrado el Signo Amarillo?
—¿Has encontrado el Signo Amarillo?
—¿Has encontrado el Signo Amarillo?
Me puse furioso. ¿Qué quería decir con eso? Lo maldije a él y a su familia, cambié de postura, y me dormí. Pero más tarde, al despertarme, me encontraba pálido y ojeroso. Había soñado lo mismo que la noche anterior, y me sentía más desazonado de lo que habría deseado.
Me vestí y bajé al estudio. Tessie estaba sentada junto a la ventana. Al entrar yo, se levantó y me rodeó el cuello con sus brazos para ofrecerme un beso inocente. La encontré tan dulce y tan deliciosa que la volví a besar, y luego fui a sentarme delante del caballete.
—¡Oye! ¿Dónde está el estudio que empecé ayer?
Tuve la impresión que Tessie lo sabía, pero no contestó. Empecé a registrar entre las pilas de lienzos.
—Date prisa, Tess —dije—; prepárate. Tengo que aprovechar la luz de la mañana.
Cuando terminé finalmente de buscar entre los demás lienzos y mirar por toda la habitación, me di cuenta que Tessie estaba de pie junto al biombo con las ropas puestas todavía.
—¿Qué te ocurre? —le pregunté—. ¿No te sientes bien?
—Sí.
—Entonces date prisa.
—¿Quiere que pose como… como he posado siempre?
Entonces comprendí que había una nueva complicación. Por supuesto, había perdido la mejor modelo de desnudo que había conocido. Miré a Tessie. Su cara era de color escarlata. ¡Ay! Habíamos comido del árbol de la ciencia, y el Paraíso y la inocencia natural se habían convertido en sueños del pasado… Quiero decir para ella.
Supongo que notó mi cara de desencanto, porque dijo:
—Posaré si lo deseas. El estudio está detrás del biombo. He sido yo quien lo ha puesto ahí.
—No —dije—, empezaremos otro cuadro.
Fui a mi armario y saqué un disfraz de moro con lentejuelas que relucían primorosamente. Era un traje auténtico. Tessie lo recogió y pasó tras el biombo. Cuando salió de allí me quedé asombrado. Su cabello largo y negro estaba ceñido por una corona de turquesas que cruzaba sobre su frente y los extremos se enroscaban en torno a su brillante cinturón. Sus pies estaban enfundados en unas babuchas puntiagudas con adornos de bordado, y la falda de su vestido, curiosamente recamaba de arabescos de plata, le caía hasta los tobillos. El azul metálico del chaleco y la chaquetilla morisca, adornados con lentejuelas y turquesas, le sentaban maravillosamente. Avanzó hacia mí con el rostro levantado, sonriendo. Me metí la mano en el bolsillo, saqué una cadena de oro con una cruz y se la coloqué sobre la cabeza.
—Es tuya, Tessie.
—¿Mía? —balbuceó.
—Tuya. Ahora ve que tienes que posar.
Entonces echó a correr con una sonrisa radiante hacia el biombo, y reapareció con una cajita sobre la que estaba escrito mi nombre.
—Quería dártela esta noche antes de marcharme —dijo—, pero ya no puedo esperar.
Abrí la caja. Sobre el rosado algodón del interior había un broche de ónice negro, en el que se incrustaba un curioso símbolo o letra de oro. No era árabe ni chino ni, como averigüé más tarde, pertenecía a ningún alfabeto humano.
—Es todo cuanto puedo regalarte como recuerdo —dijo tímidamente.
Yo estaba molesto, pero le dije lo mucho que lo estimaría, y le prometí ponérmelo siempre. Ella me lo prendió en la chaqueta, bajo la solapa.
—¡Qué tonta eres, Tess, haberme comprado una cosa tan cara!
—No lo he comprado —rió ella.
—¿De dónde lo has sacado?
Entonces me contó cómo lo había encontrado un día viniendo del acuario de Battery. Durante algún tiempo se dedicó a mirar en los anuncios de los periódicos, pero después perdió las esperanzas de dar con su propietario.
—Fue el invierno pasado —dijo—. El mismo día que tuve por primera vez ese horrible sueño de la carroza fúnebre.
Me acordé de mi sueño de la noche anterior, pero no dije nada. Mi carboncillo revoloteaba sobre un lienzo nuevo. Tessie permanecía inmóvil en la plataforma.
El día siguiente fue desastroso para mí. Al cambiar un cuadro de un caballete a otro, resbalé en el suelo recién encerado y caí con tan mala fortuna que me lastimé las muñecas y no pude volver a tomar un pincel en toda la tarde. Me vi obligado a vagar por el estudio mirando los dibujos sin terminar, contemplando los bocetos y echando chispas por los ojos hasta que, ya desesperado, me senté a fumar y a morderme las uñas de rabia. La lluvia azotaba los cristales de la ventana, redoblaba como un tambor sobre el tejado de la iglesia, poniéndome nervioso con su interminable tableteo. Tessie cosía junto a la ventana, y a cada momento levantaba la cabeza para mirarme con una compasión tan ingenua que empecé a sentirme avergonzado de mi irritación. Así que traté de buscar algo con qué entretenerme. Había leído todas las revistas y todos los libros de la biblioteca, pero para hacer algo, fui a las estanterías y las abrí con el codo. Conocía cada libro por su color. Pasé revista a todos, despacio y silbando para mantener un poco de humor. Iba a dar la vuelta para entrar en el comedor, cuando reparé en un libro encuadernado en piel de serpiente que estaba en un rincón del estante de arriba, en el último cuerpo de la estantería. No recordaba haberlo visto y, pese a mi estatura, no pude descifrar el borroso título de su lomo. Entré en el salón y llamé a Tessie, que vino y se encaramó para alcanzármelo.
—¿Qué es? —le pregunté.
—«El Rey Amarillo».
Me quedé perplejo. ¿Quién lo había puesto ahí? ¿Cómo había llegado a mi casa? Hacía mucho tiempo que yo había decidido no abrir jamás el libro ése y no comprarlo por nada del mundo. Incluso por miedo a que la curiosidad pudiera tentarme a abrirlo, apartaba la mirada de él cuando entraba en una librería donde lo tenían por casualidad. De haber sentido deseos de leerlo alguna vez, la espantosa tragedia del joven Castaigne —a quien conocía— me habría disuadido de abrir sus páginas infames. Me he negado siempre a escuchar cualquier referencia a ese libro, y desde luego, nadie se ha atrevido a discutir su segunda parte en voz alta, de modo que yo no tenía absolutamente ningún conocimiento de lo que estas páginas podían revelar. Contemplé la encuadernación jaspeada y ponzoñosa como hubiera contemplado una culebra.
—No lo toques, Tessie. Baja de ahí.
Como es natural, mi advertencia fue suficiente para suscitar su curiosidad, y antes que yo pudiera evitarlo, tomó el libro y se alejó riendo y danzando hacia el estudio. La llamé, pero ella se escurrió de mis manos inútiles con atormentadora sonrisa. La seguí con cierta impaciencia.
—¡Tessie! —grité entrando en la biblioteca—, escucha, te lo digo en serio. Deja ese libro. ¡No quiero que lo abras!
No estaba en la biblioteca. Recorrí los dos salones; luego los dormitorios, el cuarto del servicio, la cocina, y finalmente regresé a la biblioteca y empecé una búsqueda sistemática. Se había escondido tan bien que me costó media hora encontrarla. Estaba agachada, pálida y muda, junto a la ventana de la despensa del piso de arriba. Al primer golpe de vista comprendí que su insensatez había sido castigada. «El Rey Amarillo» estaba caído a sus pies. La tomé de la mano y la llevé al estudio. Estaba alelada. Cuando le dije que se tendiera en el sofá me obedeció sin decir una palabra. Al cabo de un rato cerró los ojos y su respiración se hizo regular y profunda, pero no pude averiguar si dormía o no. Estuve un rato muy largo sentado junto a ella, pero ni se removió ni habló. Por último, me levanté, entré en la desmantelada despensa y recogí el libro con la mano menos lastimada. Pesaba. No obstante, lo llevé otra vez al estudio, me senté en la alfombra junto al sofá, lo abrí y me lo leí de cabo a rabo.
Cuando, desfallecido por el exceso de emociones, solté el libro y me recosté cansado contra el sofá, Tessie abrió los ojos y me miró. Llevábamos ya un rato hablando en tono monótono y forzado. Entonces me di cuenta que estábamos comentando «El Rey Amarillo». ¡Ah, qué pecado escribir tales palabras…, palabras que son claras como el cristal, limpias y musicales como un manantial burbujeante, palabras que resplandecen y destellan como los diamantes emponzoñados de los Médicis! ¡Ah, la perversidad, la condenación desesperada de un alma capaz de fascinar y paralizar a las humanas criaturas con tales palabras, con esas palabras que lo mismo las comprende el sabio que el ignorante, con esas palabras que son más preciosas que las joyas, más suaves que la música, más espantosas que la muerte!
Continuamos hablando sin preocuparnos de las sombras que iban aumentando. Ella me suplicó que tirase el broche de ónice negro, porque ahora sabíamos que aquella extraña incrustación de oro era el Signo Amarillo. Nunca comprenderé por qué me negué, aunque en este momento, aquí en mi dormitorio donde escribo esta mi confesión, me alegraría saber qué fue lo que me impidió arrancar el Signo Amarillo de mi pecho y tirarlo al fuego. Estoy seguro del hecho que yo deseaba hacerlo, y sin embargo Tessie me lo estuvo pidiendo en vano. Cayó la noche y siguieron pasando las horas. Nosotros continuábamos hablando en voz baja sobre el Rey y la Máscara Pálida, y sonaron las doce en los oscuros campanarios de la ciudad envuelta por la niebla. Hablábamos de Hastur y de Cassilda y, mientras, la niebla chocaba contra los desnudos cristales de la ventana como el oleaje de las nubes que corre a estrellarse en las riberas de Hali.
La casa estaba ahora en silencio; ni un ruido se oída en las calles invadidas de bruma. Tessie yacía entre cojines. Su cara era una mancha gris en la oscuridad, pero sus manos apretaban las mías, y yo sabía que ella leía mis pensamientos como yo podía leer los suyos, porque los dos habíamos comprendido el misterio de las Híadas, y ante nosotros se alzaba el Fantasma de la Verdad. Entonces, mientras nos hablábamos en ese lenguaje mudo de pensamientos, se agitaron las sombras en la oscuridad que nos envolvía; y allá lejos, en la calle, oímos algo, un ruido que se fue acercando más y más…, como un apagado rechinar de ruedas. De pronto cesó ante la entrada. Me precipité a la ventana y vi la carroza fúnebre, negra y emplumada. El portal de la casa se abrió y se volvió a cerrar. Me acerqué temblando hasta mi puerta y eché el cerrojo, aunque sabía que no había cerrojos ni cerraduras que me protegieran de aquella criatura que venía por el Signo Amarillo. La oí avanzar despacio por el recibimiento. Cuando llegó a la puerta, los cerrojos se desmoronaron, podridos, al tocarlos. Entró. Con los ojos desorbitados traté de escudriñar la oscuridad, pero aunque estaba en la habitación, no lo vi. Sólo grité al sentir que me envolvía en su abrazo frío y blando. Me debatí con furia mortal, pero tenía las manos inútiles. Me arrancó el broche de ónice de la chaqueta y me golpeó de lleno en la cara. Luego, al caer, oí el grito leve de Tessie al abandonarla su espíritu y su vida. Y mientras caía, aún deseé seguirla, porque sabía que el Rey Amarillo había abierto su andrajoso manto y ya sólo me quedaba implorar a Dios.
Podría decir más, pero al mundo no le serviría de nada. En cuanto a mí, ningún ser humano puede ayudarme, estoy sin esperanza. Mientras escribo aquí en la cama, sin preocuparme siquiera de si moriré o no antes de terminar, puedo ver cómo el médico recoge sus polvos y sus frascos, cómo hace un gesto vago al buen sacerdote que tengo a mi lado, y cómo éste comprende.
A la gente le gustaría conocer los detalles de la tragedia…, a esa gente que escribe libros e imprime millones de periódicos. Pero no escribiré más. El padre confesor sellará mis últimas palabras con un sello sagrado, cuando su santo oficio haya concluido. La gente, los habitantes de este mundo extraño, pueden enviar a sus criaturas a las casas arruinadas y a los hogares conmovidos por la muerte; sus periódicos se cebarán en la sangre y las lágrimas. Pero conmigo sus espías deberán detenerse ante el confesionario. Saben que Tessie ha muerto, y que no tardaré en seguirla. Saben que los vecinos de mi casa, sobresaltados por un grito infernal, se agolparon en mi habitación, donde encontraron a una persona que vivía aún, y otras dos muertas. Pero no saben lo que voy a decir. No saben que el médico, señalando un bulto horrible y descompuesto que yacía en el suelo, el cadáver del vigilante de la iglesia, dijo: «¡Es incomprensible. Ese hombre debe haber muerto hace meses!».
Siento que mi fin se acerca. Quisiera que el sacerdote…