Un día, Jean Valjean bajó la escalera, dio tres pasos por la calle, se sentó en un guardacantón, el mismo en que Gavroche, la noche del 5 al 6 de junio, le había encontrado meditabundo; se detuvo allí unos minutos y luego volvió a subir. Fue la última oscilación del péndulo. Al día siguiente no salió de casa. Al otro, no se levantó de la cama.
Su portera, que le preparaba su parco alimento, algunas coles o unas patatas con un poco de tocino, miró el plato de loza oscura y exclamó:
—¡Pero si no habéis comido, buen hombre!
—Sí he comido —dijo Jean Valjean.
—El plato está lleno.
—Mirad el jarro de agua. Está vacío.
—Esto prueba que habéis bebido; pero no que hayáis comido.
—Bien —dijo Jean Valjean—, ¿y si no he tenido ganas más que de agua?
—Eso se llama sed, y cuando al mismo tiempo no se come, es señal de fiebre.
—Comeré mañana.
—O el año que viene. ¿Por qué no hoy? ¿A qué dejarlo para mañana? ¡Dejar el plato sin tocarlo! ¡Con lo buenas que estaban mis patatas!
Jean Valjean tomó la mano de la vieja.
—Os prometo comerlas —le dijo con su voz bondadosa.
—Estoy descontenta de vos —respondió la portera.
Jean Valjean no veía casi otra criatura humana que aquella buena mujer. En París hay calles por las que nadie pasa, y casas a donde nadie va. Así era aquella calle, y así aquella casa.
En el tiempo en que aún salía, había comprado a un calderero, por unos pocos sueldos, un pequeño crucifijo de cobre, que había colgado de un clavo delante de su cama. Esta visión es siempre un alivio.
Transcurrió una semana sin que Jean Valjean diera ni un paso por la habitación. Permanecía acostado de continuo. La portera decía a su marido:
—El buen hombre del piso de arriba no se levanta ni come, no irá lejos. Está muy apenado. No se me quitará de la cabeza que su hija se ha casado mal.
El portero le replicó, con el acento de la soberanía matrimonial:
—Si es rico, que llame a un médico. Si no lo es, que no le llame. Si no tiene médico, se morirá.
—¿Y si lo tiene?
—También morirá —dijo el portero.
La portera se puso a rascar con un viejo cuchillo la hierba que crecía en lo que ella llamaba su empedrado, y entretanto se la oía murmurar:
—Es una pena. ¡Un anciano tan limpio! Está flaco como un pollo.
Divisó en el extremo de la calle a un médico del barrio que pasaba; acudió a él, suplicándole que subiese.
—Es en el segundo piso —le dijo—. No tenéis más que entrar. Como el buen hombre no se mueve de la cama, la llave está siempre en la puerta.
El médico vio a Jean Valjean y le habló.
Cuando bajó, la portera le preguntó:
—¿Qué hay, doctor?
—Todo y nada. Es un hombre que, según todas las apariencias, ha perdido a una persona querida. Algunos mueren de eso.
—¿Qué os ha dicho?
—Que se encontraba bien.
—¿Volveréis, doctor?
—Sí —respondió el médico—. Pero sería preciso que volviera otra persona y no yo.