VIII
Dos hombres a los que es imposible encontrar

Por grande que fuera el encantamiento de aquellos días, no se borraron del espíritu de Marius algunas preocupaciones.

Mientras que se disponía el casamiento, se dedicó a hacer difíciles y escrupulosas indagaciones retrospectivas.

Tenía contraídas deudas de reconocimiento por varios lados; en nombre de su padre y en nombre suyo.

Estaba Thénardier, y el desconocido que le había llevado a casa del señor Gillenormand.

Marius deseaba encontrar a aquellos dos hombres, pues no conciliaba la idea de casarse y ser feliz con la de olvidarlos, y temía que aquellas deudas de reconocimiento no pagadas arrojaran sombras en su vida, que tan luminosa debía ser en adelante. Le resultaba imposible dejar tras de sí tales partidas en descubierto, y quería, antes de entrar alegremente en el porvenir, liquidar el pasado.

El que Thénardier fuese un bribón no quitaba nada al hecho de que había salvado al coronel Pontmercy. Thénardier era un bandido para todo el mundo excepto para Marius.

Y Marius ignoraba la verdadera escena del campo de batalla de Waterloo, y no sabía por lo tanto que su padre, aunque debía la vida a Thénardier, en aquella situación extraña no le debía reconocimiento.

Ninguno de los diversos agentes que empleó Marius consiguió encontrar la pista de Thénardier. Parecía absoluta la desaparición de aquel individuo. La Thénardier había muerto en la prisión, durante la instrucción del proceso. Thénardier y su hija Azelma, los únicos que quedaban de aquella lamentable familia, se habían sumergido de nuevo en la sombra. El abismo de lo desconocido se había cerrado silenciosamente sobre aquellos dos seres. Ni siquiera se veía en la superficie el estremecimiento, el temblor, esos oscuros círculos concéntricos que anuncian que allí ha caído algo, y que se puede echar la sonda.

La muerte de la Thénardier, la absolución de Boulatruelle, la desaparición de Claquesous y la fuga de la prisión de los principales acusados, habían hecho abortar el proceso por la emboscada en el caserón Gorbeau. El asunto quedó envuelto en cierta oscuridad. El tribunal había tenido que contentarse con dos subalternos, Pachaud, alias Printanier, alias Bigrenaille, y Demi-liard, alias Deux-milliards, que habían sido condenados contradictoriamente a diez años de galeras. Los trabajos forzados a perpetuidad habían sido pronunciados contra sus cómplices evadidos y contumaces. Thénardier, jefe y autor de la trama, había sido, por contumacia, igualmente, condenado a muerte. Esta condena era lo único que quedaba acerca de Thénardier, esparciendo sobre aquel nombre su siniestra claridad, como una vela al lado de un ataúd.

Por lo demás, esta condena, al rechazar a Thénardier hacia las últimas profundidades por temor a ser detenido, añadía a la espesura tenebrosa aún más oscuridad.

En cuanto al otro, al hombre ignorado que había salvado a Marius, las indagaciones tuvieron en principio algún resultado, y luego cesaron. Se consiguió encontrar el coche que había llevado a Marius a la calle Filles-du-Calvaire en la noche del 6 de junio. El cochero declaró que el 6 de junio, por orden de un agente de policía, había estado «estacionado», desde las tres de la tarde hasta la noche, en el muelle de los Campos Elíseos, por encima de la salida de la alcantarilla; que hacia las nueve de la noche se abrió la reja de la alcantarilla que da sobre el ribazo del río; que un hombre había salido de ella, llevando sobre sus hombros a otro hombre, que parecía muerto; que el agente, que estaba en observación en aquel puente, había detenido al hombre; que por orden del agente, él, había recibido en su coche a «toda aquella gente»; que habían ido primero a la calle Filles-du-Calvaire; que habían dejado allí al hombre muerto, que era el señor Marius, el cochero le reconoció, aunque estuviese vivo «esta vez»; que luego habían vuelto a subir a su coche, y a pocos pasos de la puerta de los Archivos le había mandado parar, y que allí, en la calle, le habían pagado y despedido, y que el agente se había llevado consigo al otro hombre; que no sabía nada más; que la noche era muy oscura.

Marius, lo hemos dicho ya, no se acordaba de nada. Recordaba únicamente que le habían cogido por detrás con una mano enérgica, en el momento en que caía derribado en la barricada; luego todo se borraba para él. No había recobrado el conocimiento hasta hallarse en la casa del señor Gillenormand.

Se perdía en conjeturas.

No creía dudar de su identidad. ¿Cómo se comprendía, sin embargo, que habiendo caído en la calle Chanvrerie, hubiera sido recogido por el agente de policía sobre el ribazo del Sena, cerca del puente de los Inválidos? Alguien le había llevado desde el barrio de los mercados hasta los Campos Elíseos. ¿Y cómo? Por la alcantarilla. ¡Inaudita abnegación!

¿Alguien? ¿Y quién era?

Éste era el hombre que Marius buscaba.

De aquel hombre, que era su salvador, no había ninguna huella; ni el menor indicio.

Marius, aunque obligado por aquel lado a una gran reserva, acudió en sus indagaciones hasta la prefectura de policía. Allí, como en todas partes, los datos que se recogieron no aportaron ninguna aclaración. La prefectura sabía menos que el cochero. No se tenían noticias de ninguna detención efectuada el 6 de junio en la reja del Grand Égout; no se había recibido ningún informe sobre aquel hecho, que en la prefectura era considerado como una fábula. Se atribuía la invención de aquella fábula al cochero. Un cochero que busca una propina es capaz de todo, incluso de tener imaginación. El hecho, no obstante, era cierto, y Marius no podía dudar de él, a menos de dudar de su propia identidad, como acabamos de decir.

Todo resultaba inexplicable en aquel extraño enigma.

¿Qué había sido de aquel hombre misterioso que el cochero había visto saliendo de la reja del Grand Égout llevando a Marius desvanecido sobre sus hombros, y que el agente de policía en acecho había detenido en flagrante delito de salvación de un insurgente? ¿Qué había sido también del agente? ¿Por qué el agente guardaba silencio? ¿Habría conseguido el hombre escapar? ¿Habría corrompido al agente? ¿Por qué aquel hombre no daba señal alguna de vida a Marius, que se lo debía todo? El desinterés no era menos prodigioso que la abnegación. ¿Por qué no aparecía aquel hombre? Tal vez estaba por encima de la recompensa, pero nadie está por encima del reconocimiento. ¿Habría muerto? ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué rostro tenía? Nadie podía decirlo. El cochero respondía: «La noche era muy oscura». Basque y Nicolette, en su azoramiento, no habían observado sino al señorito cubierto de sangre. El portero, cuya vela había alumbrado la trágica llegada de Marius, se había fijado en el hombre en cuestión, y éstas eran las señas que daba: «Aquel hombre era espantoso».

Con la esperanza de que le sirvieran sus investigaciones, Marius conservó las ropas ensangrentadas que llevaba encima cuando le llevaron a casa de su abuelo. Al examinar la chaqueta, observó que uno de los faldones estaba extrañamente desgarrado. Faltaba un pedazo.

Una noche, Marius hablaba delante de Cosette y de Jean Valjean de toda aquella aventura singular, de los innumerables informes que había recibido y de la inutilidad de sus esfuerzos. El rostro frío del señor Fauchelevent le impacientaba. Exclamó con una viveza que tenía casi la vibración de la cólera:

—Sí, aquel hombre, fuera quien fuese, estuvo sublime. ¿Sabéis lo que hizo, caballero? Intervino como el arcángel. Fue preciso que se arrojase en medio del combate, que me arrebatase de allí, que abriera la alcantarilla, que bajase a ella conmigo. Tuvo que andar más de una legua y media por horribles galerías subterráneas, encorvado, en medio de las tinieblas, a través de las cloacas. ¡Más de una legua y media, caballero, y con un cadáver a cuestas! ¿Y con qué objeto? Con el único objeto de salvar ese cadáver. Y ese cadáver era yo. Se diría probablemente: «Tal vez hay aún un aliento de vida; voy a arriesgar mi existencia por esta miserable chispa». ¡Y no arriesgó su vida una, sino veinte veces! Y cada paso era un peligro. La prueba es que al salir de la alcantarilla fue detenido. ¡Aquel hombre hizo todo eso! Y no esperaba ninguna recompensa. ¿Quién era yo? Un insurgente. ¿Quién era yo? Un vencido. ¡Oh, si los seiscientos mil francos de Cosette me pertenecieran…!

—Os pertenecen —interrumpió Jean Valjean.

—Pues bien —continuó Marius—, los daría para encontrar a ese hombre.

Jean Valjean guardó silencio.