I
Javert

Javert se alejó lentamente de la calle L’Homme-Armé.

Andaba con la cabeza baja, por vez primera en su vida, y también por vez primera con las manos a la espalda.

Hasta aquel día, Javert había solamente adoptado, de las dos actitudes de Napoleón, la que expresa resolución, con los brazos cruzados sobre el pecho; la que expresa incertidumbre, con las manos a la espalda, le era desconocida. Ahora, se había realizado un cambio; toda su persona, lenta y sombría, llevaba el sello de la ansiedad.

Se internó en las calles silenciosas.

Sin embargo, seguía una dirección.

Tomó por el camino más corto hacia el Sena, ganó el muelle de Ormes, lo costeó, dejó tras de sí la Grève y se detuvo a alguna distancia del cuerpo de guardia de la plaza del Châtelet, en la esquina del puente Notre-Dame. El Sena forma allí, entre los puentes Notre-Dame y Change por una parte, y por otra entre los muelles de la Mégisserie y de las Fleurs, una especie de lago cuadrado, atravesado por un rápido.

Este punto del Sena es muy temido por los marineros. Nada hay tan peligroso como este rápido, irritado en aquella época por los pilotes del molino del puente, hoy demolido. Los dos puentes, tan cercanos uno de otro, aumentan el peligro; el agua se precipita formidablemente bajo los arcos. Forma gruesos pliegues terribles, se acumula y se amontona; la ola forcejea contra los pilares de los puentes, como si quisiera arrancarlos de cuajo, con gruesas cuerdas líquidas. Los hombres que caen ya no vuelven a aparecer; los mejores nadadores perecen ahogados.

Javert apoyó sus dos codos sobre el parapeto, la barbilla en las manos, y mientras sus uñas se clavaban maquinalmente en sus patillas, se puso a meditar.

Una novedad, una revolución, una catástrofe, acababa de producirse en el fondo de él; tenía materia para entregarse a un examen.

Javert sufría terriblemente.

Desde hacía algunas horas, Javert había cesado de ser sencillo. Estaba turbado; aquel cerebro, tan límpido en su ceguedad, había perdido la transparencia; había una nube en aquel cristal. Javert sentía en su conciencia que su deber era mostrarse al descubierto, y no podía disimularlo. Cuando encontró de un modo tan inopinado a Jean Valjean en el ribazo del Sena, había sentido algo de lo que siente el lobo al apoderarse de nuevo de su presa y del perro que vuelve a hallar a su amo.

Veía ante él dos caminos igualmente rectos, pero eran dos; y esto le aterrorizaba, pues en toda su vida no había conocido sino una sola línea recta. Y, para colmo de angustia, aquellos dos caminos eran contrarios. Uno de ellos excluía al otro.

¿Cuál de ellos era el correcto?

Su situación era inexpresable.

Deber la vida a un malhechor, aceptar esta deuda y reembolsarla, estar, a despecho de sí mismo, en un mismo plano que un perseguido de la justicia, y pagarle un servicio con otro servicio; dejarse decir: Vete, y decir a su vez: Sé libre; sacrificar a motivos personales el deber, esa obligación general, y sentir en esos motivos personales algo de general también, y quizás algo de superior; traicionar a la sociedad para permanecer fiel a su conciencia; le aterraba que todos estos absurdos se realizasen y vinieran a acumularse sobre él.

Una cosa le había sorprendido, y era que Jean Valjean le perdonase, y una cosa le petrificaba, y era que él, Javert, hubiese concedido gracia a Jean Valjean.

¿Adónde había llegado? Se buscaba y no se encontraba.

¿Qué hacer ahora? Entregar a Jean Valjean no estaría bien; dejar a Jean Valjean libre no estaba bien. En el primer caso, el hombre de la autoridad caía más bajo que el hombre del presidio; en el segundo, un forzado subía más alto que la ley y le ponía los pies encima. En ambos casos había deshonor para Javert. En cualquiera de los partidos que pudiese tomar había caída. El destino tiene ciertos extremos cortados a pico sobre lo imposible, y más allá de los cuales la vida tan sólo es un precipicio. Javert había llegado a uno de esos extremos.

Una de sus ansiedades consistía en estar obligado a pensar. La misma violencia de todas esas emociones contradictorias le obligaba a ello. El pensamiento era cosa inusitada para él, y singularmente dolorosa.

Hay siempre en el pensamiento una cierta cantidad de rebelión interior; y él se irritaba por tener aquello en sí.

El pensamiento, sobre cualquier asunto fuera del círculo estrecho de sus funciones, sería para él, en todos los casos, una inutilidad y una fatiga; pero el pensamiento sobre la jornada que acababa de transcurrir era una tortura. Era preciso, no obstante, mirar su conciencia después de tales sacudidas y dar cuenta de sí a sí mismo.

Lo que acababa de hacer le producía estremecimientos. Él, Javert, había decidido, contra todos los reglamentos de policía, contra toda la organización social y judicial, contra el código entero, poner en libertad a un hombre; aquello le había convenido; había preferido sus propios asuntos a los asuntos públicos; ¿no era esto incalificable? Cada vez que se ponía delante de la acción sin nombre que había cometido, temblaba de los pies a la cabeza. ¿Qué hacer? Sólo le quedaba un recurso, volver apresuradamente a la calle L’Homme-Armé y prender a Jean Valjean. Estaba seguro de que era aquello lo que debía hacerse. Pero él no podía.

Algo le obstruía el camino por aquel lado.

¿Qué cosa? ¿Es que hay en el mundo algo más que los tribunales, las sentencias ejecutorias, la policía y la autoridad? Javert estaba trastornado.

¡Un presidiario sagrado! ¡Un forzado inexpugnable para la justicia! ¡Y por causa de Javert!

¿No era terrible que Javert y Jean Valjean, el hombre hecho para castigar y el hombre hecho para sufrir, que estos dos hombres, ambos sujetos a la ley, hubiesen llegado al punto de situarse por encima de la ley?

¡Cómo! ¡Sucedían atrocidades de esta índole, y nadie era castigado! ¡Jean Valjean, más fuerte que todo el orden social, se vería libre, y él, Javert, continuaría comiendo el pan del Gobierno!

Su reflexión se iba haciendo terrible.

En esta dirección hubiera podido aun hacerse reproches con motivo del insurrecto conducido a la calle Filles-du-Calvaire; pero no pensaba en ello. La falta menor se perdía en la mayor. Además, aquel insurrecto era evidentemente un hombre muerto, y con la muerte concluye la persecución.

Jean Valjean, éste era el peso que tenía sobre su conciencia.

Jean Valjean le desconcertaba. Todos los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de toda su vida se desplomaban ante aquel hombre. La generosidad de Jean Valjean hacia él le agobiaba. Recordaba otros hechos, que en otro tiempo habían sido calificados de mentiras y de locuras y que ahora le parecían realidades. El señor Madeleine reaparecía detrás de Jean Valjean, y las dos figuras se superponían de manera que formaban una sola, que era venerable. Javert sentía que en su alma penetraba algo horrible, la admiración por un forzado. ¿Es posible el respeto por un presidiario? Se estremecía ante tal pensamiento, y no podía sustraerse a él. Era inútil debatirse, se veía obligado a admitir que aquel miserable era sublime. Y ello le parecía odioso.

Un malhechor benefactor, un presidiario compasivo, dulce, clemente, devolviendo el bien por el mal, devolviendo el perdón por el odio, prefiriendo la piedad a la venganza, prefiriendo perderse a perder a su enemigo, salvando al que le había herido, arrodillado en la cumbre de la virtud, más cercano al ángel que al hombre. Javert se veía obligado a confesar que ese monstruo existía.

Aquello no podía continuar de aquel modo.

Ciertamente, preciso es que insistamos en ello, no se había rendido sin resistencia a este monstruo, a este ángel infame, a este héroe odioso, que le causaba tanta indignación como asombro. Veinte veces, cuando iba en el coche con Jean Valjean, el tigre de la ley había rugido en él. Veinte veces había intentado abalanzarse sobre Jean Valjean, cogerle y devorarle, es decir, detenerle. ¿Había algo más sencillo? Con gritar delante del primer puesto de guardia por el que pasaran: «¡Un presidiario se ha fugado!», o llamar a los gendarmes y decirles: «¡Os entrego a este hombre!», y luego irse, dejar a aquel condenado, ignorar el resto, y no mezclarse en nada más, todo estaba concluido. Aquel hombre sería para siempre prisionero de la ley; y la ley haría de él lo que querría. ¿Qué cosa más justa? Javert había pensado todo esto; había querido ponerlo en práctica, obrar, prender a aquel hombre, y entonces, como ahora, no había podido; y cada vez que su mano se alzaba convulsivamente hacia el cuello de Jean Valjean, aquella mano, como si sostuviese un peso enorme, había vuelto a caer, y él había oído en el fondo de su pensamiento una voz, una extraña voz que le gritaba: «¡Está bien! Deja libre a tu salvador. Luego hazte traer la jofaina de Poncio Pilatos y lávate las garras».

Luego, en su reflexión, se examinaba a sí mismo, y al lado de Jean Valjean ennoblecido se veía a sí mismo degradado.

¡Un presidiario era su benefactor!

Pero ¿por qué había permitido a aquel hombre que le dejase vivir? Tenía derecho a morir en aquella barricada. Hubiera debido usar este derecho. Llamar a los otros insurgentes en su auxilio contra Jean Valjean, hacerse fusilar por la fuerza; valía más así.

Su suprema angustia era la desaparición de la certidumbre. Se sentía desenraizado. El código no era ya más que papel mojado en su mano. Tenía que habérselas con escrúpulos de una especie desconocida. Se producía en él una revelación sentimental enteramente distinta de la afirmación legal, su única medida hasta entonces. Permanecer en la honradez antigua no bastaba ya. Todo un orden de hechos inesperados surgía y le subyugaba. Todo un mundo nuevo aparecía en su alma: el beneficio aceptado y devuelto, la abnegación, la misericordia, la indulgencia, las violencias infligidas por la piedad a la austeridad, la aceptación de las personas; no más condenas definitivas, no más sentencias, la posibilidad de una lágrima en los ojos de la ley; una justicia de Dios contraria a la justicia de los hombres. Descubría en las tinieblas la imponente salida de un sol moral desconocido; había en él horror y deslumbramiento. Búho obligado a miradas de águila.

Se decía que era cierto, que había excepciones, que la autoridad podía desconcertarse, que la regla podía retroceder delante de un hecho, que todo cabía en el texto de la ley, que lo imprevisto se hacía obedecer, que la virtud de un presidiario podía tender una trampa a la virtud de un funcionario, que lo monstruoso podía resultar divino, que el destino tenía esta clase de emboscadas, y pensaba con desesperación que él mismo no estaba al abrigo de una sorpresa.

Estaba obligado a reconocer que la bondad existía. Aquel presidiario había sido bueno. Y él mismo, cosa inaudita, acababa de ser bueno. Así pues, se iba depravando.

Se creía cobarde. Tenía horror de sí mismo.

Lo ideal, para Javert, no era ser humano, ser grande, ser sublime; era ser irreprochable.

Y acababa de cometer una falta.

¿Cómo había llegado a ello? ¿De qué modo había sucedido aquello? Cogíase la cabeza con las dos manos, pero a pesar de sus esfuerzos, no conseguía explicárselo.

Ciertamente, siempre había tenido la intención de devolver a Jean Valjean a la ley, de la cual Jean Valjean era un cautivo, y de la que Javert era esclavo. No se le había ocurrido ni un solo instante, mientras le tenía en sus manos, el dejarle ir. Su mano se había abierto y le había soltado, en cierto modo contra su voluntad.

Toda suerte de enigmáticas novedades se entreabrían ante sus ojos. Se formulaba algunas preguntas, y luego se respondía a sí mismo; y sus respuestas le asustaban. Se preguntaba: «Este presidiario, este desesperado, a quien he perseguido sin cesar, que me ha tenido bajo sus pies, que podía vengarse, que debía hacerlo tanto por rencor como por seguridad, dejándome la vida, perdonándome, ¿qué ha hecho? Su deber. No. Algo más. Y yo, al perdonarle, a mi vez, ¿qué he hecho yo? Mi deber. No. Algo más. ¿Existe, pues, algo más que el deber?». Al llegar a este punto, se asustaba; su balanza se dislocaba; uno de los platillos caía en el abismo y el otro se iba al cielo; y Javert no temía menos al que subía que al que bajaba. Sin ser en absoluto lo que se llama volteriano, o filósofo, o incrédulo, sino por el contrario, respetuoso, por instinto, con la Iglesia establecida, no la conocía más que como un fragmento augusto del conjunto social; el orden era su dogma, y le bastaba; desde que tuvo edad de hombre, y empezó a desempeñar su cargo, cifró en la policía casi toda su religión, siendo, y aquí empleamos las palabras sin la menor ironía y en su acepción más seria, espía como se es sacerdote. Tenía un superior, el señor Gisquet; y hasta entonces no había pensado en ese otro superior: Dios.

Sentía inopinadamente a ese nuevo jefe, Dios, y experimentaba turbación.

Estaba desorientado por aquella presencia inesperada; no sabía qué hacer de aquel superior, él, que no ignoraba que el subordinado está obligado a inclinarse siempre, que no debe ni desobedecer, ni censurar, ni discutir, y que delante de un superior el inferior no tiene otro recurso que su dimisión.

Pero ¿de qué modo arreglárselas para entregar a Dios su dimisión?

Fuera como fuese, siempre volvía a este punto, y el hecho predominante era que acababa de cometer una espantosa infracción. Acababa de cerrar los ojos delante de un condenado reincidente, escapado de presidio. Acababa de liberar a un presidiario. Acababa de robar a las leyes un hombre que les pertenecía.

Había hecho esto. No comprendía nada más. No estaba seguro de sí mismo. Las razones mismas de su acto escapaban a su percepción, y le producían vértigo. Había vivido hasta este instante con la fe ciega que engendra la probidad tenebrosa. Esta fe le abandonaba, y la probidad, por consiguiente, le faltaba. Todo lo que había creído se disipaba. Verdades que no quería escuchar le asediaban inexorablemente. En adelante era preciso ser otro hombre. Sufría los extraños dolores de una conciencia bruscamente operada de cataratas. Veía lo que le repugnaba ver. Se sentía vacío, inútil, dislocado de su vida pasada, destituido. La autoridad había muerto en él. No tenía ya razón de ser.

¡Qué terrible situación la de sentirse conmovido!

¡Ser de granito y dudar! ¡Ser la estatua del castigo, fundida de una pieza en el molde de la ley, y descubrir súbitamente que bajo el pecho de bronce hay algo, absurdo y rebelde, que se asemeja casi a un corazón! ¡Llegar a devolver bien por bien, aunque hasta aquel día se hubiese creído que aquel bien era el mal! ¡Ser el perro guardián y lamer! ¡Ser el hielo y fundirse! ¡Ser la tenaza y convertirse en la mano! ¡Sentir de repente que los dedos se abren! ¡Soltar la presa! ¡Horrible situación!

¡El hombre proyectil que no sabe ya su camino y retrocede!

Estaba obligado a confesarse esto: la infalibilidad no es infalible, puede haber error en el dogma; no todo ha sido dicho después de que haya hablado un código; la sociedad no es perfecta; la autoridad está llena de vacilaciones; es posible un crujido en lo inmutable; los jueces son hombres; la ley puede equivocarse y los tribunales pueden errar. ¡Es como ver una grieta en la inmensa bóveda del firmamento!

Lo que le sucedía a Javert era el Fampoux[39] de una conciencia rectilínea, el descarrilamiento de un alma, el aplastamiento de una probidad irresistiblemente lanzada en línea recta, que se rompe en Dios. Ciertamente, todo esto resultaba extraño. Que el chófer del orden, que el mecánico de la autoridad, subido al ciego caballo de hierro, ¡pueda ser desmontado por un golpe de luz! ¡Que lo inconmutable, lo directo, lo correcto, lo geométrico, lo pasivo, lo perfecto, pueda vacilar! ¡Que exista para la locomotora un camino de Damasco!

Dios, siempre en el interior del hombre, prohíbe a la chispa apagarse, ordena al rayo que se acuerde del sol, manda al alma reconocer el verdadero absoluto cuando se confronta con el absoluto ficticio, la humanidad que no puede perderse, el corazón humano inadmisible, ese fenómeno espléndido, tal vez el más hermoso de los prodigios interiores, ¿lo comprendía Javert? ¿Lo penetraba Javert? ¿Se daba cuenta Javert? Evidentemente, no. Pero bajo la presión de ese hecho incomprensible que no admitía discusión sentía que su cráneo se entreabría.

Era menos el transfigurado que la víctima de este prodigio. Lo sufría, exasperado. No veía en todo aquello más que una inmensa dificultad de ser. Le parecía que en adelante su respiración sería dificultosa para siempre.

No estaba acostumbrado a tener lo desconocido sobre su cabeza.

Hasta entonces, todo lo que tenía por encima de sí había sido para su mirada una superficie neta, simple, límpida; no había nada ignorado ni oscuro; nada que no fuera definido, coordinado, encadenado, preciso, exacto, circunscrito, limitado, cerrado; todo estaba previsto; la autoridad era una cosa llana; no había ninguna caída en ella, ningún vértigo delante de ella. Javert no había visto jamás lo desconocido más que abajo. Lo irregular, lo inesperado, la apertura desordenada del caos, resbalar hacia un precipicio, era el hecho de las regiones inferiores, de los rebeldes, de los malvados, de los miserables. Ahora, Javert se echaba atrás, y se asustaba bruscamente por esta aparición inaudita: un abismo en lo alto.

¡Cómo! ¡El defecto de la coraza de la sociedad podía ser encontrado por un miserable magnánimo! ¡Cómo! ¡Un honrado servidor de la ley podía verse de repente cogido entre dos crímenes, el crimen de dejar escapar a un hombre y el crimen de detenerle! ¡No todo era cierto en la consigna dada por el Estado al funcionario! ¡Podían surgir dificultades en el deber! ¡Cómo! ¡Era real todo esto! ¿Era cierto que un antiguo bandido, doblado por las cadenas, pudiera alzarse al fin y acabar por tener razón? ¿Era creíble? ¡Así pues, había casos en los que la ley debía retirarse ante el crimen transfigurado en balbuceo de excusas!

¡Sí, era posible! ¡Y Javert lo veía! Y no solamente no podía negarlo, sino que estaba implicado en ello. Eran realidades. Era abominable que los hechos reales pudiesen llegar a una deformidad tal.

Si los hechos cumpliesen con su deber, se limitarían a ser las pruebas de la ley; los hechos los envía Dios. ¿Es que ahora la anarquía iba a bajar de lo alto?

Así —y en el aumento de la angustia, y en la ilusión óptica de la consternación, todo lo que hubiera podido corregir y restringir su impresión, se borraba, y la sociedad, y el género humano, y el Universo, se resumían en adelante ante sus ojos en una alineación simple y repugnante—, la penalidad, la cosa juzgada, la fuerza debida a la legislación, las detenciones de los tribunales, la magistratura, el Gobierno, la prevención y la represión, la sabiduría oficial, la infalibilidad legal, el principio de autoridad, todos los dogmas sobre los que descansa la seguridad política y civil, la soberanía, la justicia, la lógica que brota del código, lo absoluto social, la verdad pública, todo esto no era más que escombro, montón, caos; él mismo, Javert, el vigilante del orden, la incorruptibilidad al servicio de la policía, la providencia-dogo de la sociedad, vencido y derribado; y sobre toda esta ruina un hombre en pie, con el gorro verde en la cabeza y la aureola en la frente; a este trastorno había llegado; en el alma tenía esta visión espantosa.

¿Era aquello soportable? No.

No había sino dos modos de salir de tan violento estado. La primera, ir resueltamente a casa de Jean Valjean y prender al reo. Y la otra…

Javert abandonó el parapeto y, con la cabeza alta esta vez, se dirigió con paso firme hacia el cuerpo de guardia indicado por un farol en una de las esquinas de la plaza del Châtelet.

Al llegar allí, descubrió a través del cristal a un guardia municipal, y entró. Sólo en el modo cómo se empuja una puerta de un cuerpo de guardia se reconocen entre sí los hombres de la policía. Javert se dio a conocer, mostró su tarjeta al sargento y se sentó a una mesa en la que ardía una vela. Sobre la mesa había una pluma, un tintero de plomo y papel, por si era necesario hacer un sumario, y también los partes de las rondas nocturnas. La mesa del cuerpo de guardia, completada siempre por su silla de paja, es toda una institución; existe en todos los puestos de la policía, y está dotada invariablemente de un platillo de boj, lleno de aserrín, y una caja de cartón con obleas encarnadas, y es el primer peldaño del estilo oficial. Por ella empieza la literatura del Estado.

Javert tomó la pluma y una hoja de papel y se puso a escribir. Esto fue lo que escribió:

ALGUNAS OBSERVACIONES PARA EL BIEN DEL SERVICIO

Primero: Ruego al señor prefecto que lea estas líneas.

Segundo: Los detenidos que vienen de la Audiencia se quitan los zapatos y permanecen con los pies desnudos sobre el suelo, mientras se los registra. Varios de ellos tosen al regresar al encierro. Esto ocasiona gastos de enfermería.

Tercero: Es bueno seguir la pista con relevos de agentes a intervalos, pero convendría que en las ocasiones importantes por lo menos dos agentes no se perdieran de vista, con objeto de que, si por una causa cualquiera, un agente flaqueara en el servicio, el otro le vigilaría y le supliría.

Cuarto: No se explica por qué el reglamento especial de la prisión de las Madelonnettes prohíbe al prisionero tener una silla, incluso pagándola.

Quinto: En las Madelonnettes, no hay más que dos barrotes en la cantina, lo que permite a la cantinera dejarse tocar la mano por los detenidos.

Sexto: Los detenidos llamados ladradores, que llaman a los otros detenidos al locutorio, exigen dos sueldos de cada preso por pregonar su nombre con voz clara. Es un robo.

Séptimo: Por un hilo corredizo, se retienen diez sueldos al preso en el taller de los tejedores; es un abuso del contratista, puesto que el lienzo no es menos bueno por esto.

Octavo: Es molesto que los visitantes de la Force tengan que atravesar el patio de los raterillos para ir al locutorio de Sainte-Marie-l’Égyptienne.

Noveno: Diariamente se oye a los gendarmes referir en el patio de la prefectura los interrogatorios de los detenidos realizados por los magistrados. En un gendarme, esto es una grave falta.

Décimo: La señora Henry es una mujer honrada; su cantina es muy limpia; pero no es conveniente que una mujer atienda la ventanilla de la ratonera. Esto no es digno de la Conserjería de una gran civilización.

Javert escribió estas líneas con escritura correcta y tranquila, sin omitir una coma, y haciendo crujir el papel bajo su pluma. Al pie de la carta, firmó:

JAVERT

Inspector de primera clase

En el cuerpo de guardia de la plaza del Châtelet.

7 de junio de 1832, a eso de la una de la madrugada.

Javert secó la tinta, dobló el papel como una carta, lo selló y escribió encima: «Nota para la administración».

Atravesó de nuevo diagonalmente la plaza del Châtelet y llegó con una precisión automática al punto mismo que había abandonado un cuarto de hora antes; apoyó los codos en el parapeto y se encontró en la misma actitud. Parecía no haberse movido.

La oscuridad era completa. Era el momento sepulcral que sigue a la medianoche. Un techo de nubes ocultaba las estrellas. El cielo era un espesor siniestro. Las casas de la Cité no mostraban ninguna luz; no pasaba nadie; todo lo que alcanzaba la vista, de las calles y de los muelles, estaba desierto; Notre-Dame y las torres del Palacio de Justicia parecían trozos de la noche. Un farol teñía de rojo el pretil del muelle. Las siluetas de los puentes se deformaban en la bruma, unos detrás de otros. Las lluvias habían ocasionado una crecida del río.

El lugar en el que se había apoyado Javert estaba, como se recordará, situado precisamente por encima del rápido del Sena, sobre aquella formidable espiral de torbellinos que se anudan y desanudan como un tornillo sin fin.

Javert inclinó la cabeza y miró. Todo estaba negro. No se distinguía nada. Se oía un rumor de espuma; pero no se veía el río. A intervalos, aparecía en aquella profundidad vertiginosa una luz que serpenteaba vagamente; el agua tiene la virtud, en la noche más cerrada, de coger la luz no se sabe de dónde y convertirla en culebra. El resplandor se desvanecía y todo volvía a quedar indistinto. La inmensidad parecía abierta allí. Lo que había debajo no era agua, era un abismo. La pared del muelle, abrupta, confusa, mezclada con el vapor, producía el efecto de una escarpa del infinito.

No se veía nada, pero se sentía la frialdad hostil del agua y el olor especial de las piedras mojadas. Un hálito salvaje subía de aquel abismo. La crecida del río, que se adivinaba más que se percibía, el trágico murmullo de la ola, la enormidad lúgubre de los arcos del puente, la caída imaginable en aquel vacío oscuro, toda aquella sombra estaba llena de horror.

Javert permaneció inmóvil durante algunos instantes, contemplando aquel pozo de tinieblas; consideraba lo invisible con una fijeza que parecía atención. El único ruido era el del agua. De repente, se quitó el sombrero y lo dejó sobre el pretil del muelle. Un momento después, una figura alta y negra, que desde lejos algún transeúnte retrasado hubiera podido tomar por un fantasma, apareció de pie sobre el parapeto, se inclinó hacia el Sena, después volvió a enderezarse y cayó luego a plomo en las tinieblas; hubo un chapoteo sordo; y solamente la sombra presenció las secretas convulsiones de aquella forma oscura desaparecida bajo el agua.