Hoy, la alcantarilla es limpia, fría; sus líneas son rectas, su estilo correcto. Casi realiza el ideal de lo que se entiende en Inglaterra por la «respetable». No se aparta de las reglas, es de color grisáceo, está tirada a cordel; podríamos decir que se ha puesto de veinticinco alfileres. Aseméjase a un proveedor convertido en consejero de Estado. Se ve en ella casi claro. El fango se porta con decencia.
A primera vista, se la tomaría por uno de esos corredores subterráneos tan comunes antiguamente, y tan útiles para las fugas de los monarcas y de los príncipes, en aquel buen tiempo «en que el pueblo amaba a sus reyes».
La alcantarilla actual es una hermosa alcantarilla, reina en ella el estilo puro; el alejandrino clásico rectilíneo, que expulsado de la poesía parece haberse refugiado en la arquitectura, como si quisiera aparecer en todas las piedras de esta larga bóveda tenebrosa y blancuzca; cada abismo es una arcada; la calle Rivoli es artística hasta en la cloaca.
Por lo demás, en ninguna parte está más en su lugar la línea geométrica que en la zanja que recibe el estiércol de una gran ciudad. Allí, todo debe subordinarse al camino más corto.
La alcantarilla ha tomado hoy cierto aspecto oficial. La misma policía, en sus informes, no le falta al respeto. Las palabras que la caracterizan en el lenguaje administrativo son dignas y elevadas. Lo que antes se llamaba tripa se llama hoy galería; lo que antes llevaba el nombre de agujero hoy lleva el de atabe. Villon no conocería ya su antigua morada in extremis. Esa red de subterráneos tiene siempre, se supone, su inmemorial población de roedores, más numerosa que nunca; de vez en cuando una rata vieja asoma la cabeza por la alcantarilla y examina a los parisienses; pero incluso esa inmundicia se domestica, encontrándose satisfecha de su abovedado palacio.
No queda nada de la primitiva ferocidad de la cloaca. La lluvia, que emporcaba el albañal antiguo, lava el moderno. Sin embargo, no hay que fiarse demasiado. Los miasmas la habitan aún. Es más bien hipócrita que irreprochable. Por más que se empeñe la prefectura de Policía y la junta de Sanidad, a pesar de todos los procedimientos empleados, exhala siempre cierto olorcillo vago y sospechoso, como Tartufo después de la confesión.
Convengamos, no obstante, en que, como la limpieza es un homenaje que el albañal tributa a la civilización, y como, desde este punto de vista, la conciencia de Tartufo es un progreso si se compara con el establo de Augias, la alcantarilla de París ha mejorado.
Es más que progreso, es una transformación. Entre la antigua alcantarilla y la actual, media una revolución. ¿Quién ha hecho esta revolución?
El hombre que todo el mundo olvida, Bruneseau.