XXIV
Prisionero

Marius estaba prisionero, en efecto. Prisionero de Jean Valjean.

La mano que le había asido por detrás en el momento de caer, y cuya presión había sentido al desvanecerse, era la de Jean Valjean.

Jean Valjean no había tomado en el combate más parte que la de exponer su vida. Sin él, en aquella fase suprema de la agonía, nadie hubiera pensado en los heridos. Gracias a él, presente como la Providencia en todos lados durante la matanza, los que caían eran levantados, trasladados a la sala baja y curados. En los intervalos, reparaba la barricada. Pero nada que pudiera parecerse a un golpe, a un ataque, ni siquiera a una defensa personal, salió de sus manos. Se callaba y socorría. Por lo demás, apenas tenía algunos rasguños. Las balas le habían respetado. Si el suicidio formaba parte del plan que se había forjado al dirigirse a aquel sepulcro, el éxito no le había sonreído. Pero dudamos de que hubiera pensado en el suicidio, acto irreligioso.

Jean Valjean, en medio de la densa niebla del combate, no aparentaba ver a Marius, cuando, sin embargo, no le perdía de vista ni un solo instante. Cuando un balazo derribó a Marius, Jean Valjean saltó con la agilidad de un tigre y se lo llevó.

El torbellino del ataque estaba en aquel momento concentrado de tal modo en Enjolras y la puerta de la taberna que nadie vio a Jean Valjean, sosteniendo en sus brazos a Marius desvanecido, atravesar la calle desempedrada de la barricada y desaparecer detrás del ángulo de la casa de Corinto.

El lector recordará este ángulo, que formaba una especie de cabo en la calle; protegía de las balas y la metralla, y también de las miradas, algunos pies cuadrados de terreno. Hay a veces en los incendios una habitación que no arde, y en los mares más furiosos, detrás de un promontorio, o al final de una serie de escollos, un rincón tranquilo. En esta especie de repliegue del trapecio interior de la barricada, había agonizado Éponine.

Allí, Jean Valjean se detuvo, dejó en el suelo a Marius, se apoyó contra la pared y miró a su alrededor.

La situación era terrible.

Por el momento, tal vez durante dos o tres minutos, aquel lienzo de pared era un abrigo; pero ¿cómo alejarse de aquella matanza? Recordaba la angustia que había experimentado en la calle Polonceau, ocho años antes, y de qué manera había conseguido salir del apuro; entonces era difícil, hoy resultaba imposible. Tenía delante de él aquella sorda e implacable casa de seis pisos que parecía habitada sólo por el hombre muerto inclinado en la ventana; a su derecha tenía la barricada bastante baja que cerraba la Petite-Truanderie; saltar aquel obstáculo parecía fácil, pero por encima del parapeto se distinguía una hilera de puntas de bayonetas. Era la tropa de línea, apostada al otro lado de la barricada, y en acecho. Era evidente que franquear la barricada era buscar un fuego de pelotón, y que cualquier cabeza que se aventurara a atravesar la muralla de adoquines serviría de blanco a sesenta tiros de fusil. A la izquierda estaba el campo de batalla. La muerte estaba detrás del ángulo de la pared.

¿Qué hacer?

Sólo un pájaro hubiera podido salir de allí.

Y era preciso decidirse en un instante, hallar un recurso, adoptar una resolución. A algunos pasos de aquel sitio, se combatía aún, y por fortuna, todo se concentraba en un solo punto, la puerta de la taberna; pero si a un soldado, a uno solo, se le ocurría dar la vuelta a la casa, o atacarla por el flanco, todo habría concluido.

Jean Valjean miró la casa de enfrente, luego la barricada de la derecha y por último el suelo, con la violencia de la angustia suprema, desesperado, y como si hubiese querido abrir un agujero con los ojos.

A fuerza de mirar, bosquejose y llegó a adquirir forma una cosa vagamente perceptible en tal agonía, como si la vista tuviera el poder de hacer brotar el objeto pedido. Descubrió a pocos pasos de él, y al pie del parapeto con tanto rigor custodiado desde fuera, bajo un hundimiento de adoquines que la ocultaban en parte, una reja de hierro colocada al nivel del piso. Esta reja, hecha de fuertes barrotes transversales, tenía unos dos pies cuadrados aproximadamente. El marco de adoquines que la sostenía había sido arrancado, y estaba como desencajada. A través de los barrotes se advertía una abertura oscura algo semejante al conducto de una chimenea, o al cilindro de una cisterna. Jean Valjean se abalanzó. Su vieja ciencia de evasión le subió al cerebro como una luz. Separar los adoquines, levantar la reja, cargar sobre sus hombros a Marius, inerte como un cuerpo muerto, descender con aquel fardo sobre los riñones, ayudándose con los codos y las rodillas, por aquella especie de foso, felizmente poco profundo, dejar caer por encima de su cabeza la pesada trampa de hierro, que los adoquines, derrumbándose, cubrieron de nuevo, y llegar a una superficie embaldosada, a tres metros por debajo del suelo, todo fue ejecutado como lo que se hace en el delirio, con una fuerza de gigante y una rapidez de águila; apenas duró algunos minutos.

Jean Valjean se encontró con Marius, que seguía desvanecido, en una especie de largo corredor subterráneo.

Allí reinaba una paz profunda, un silencio absoluto, la noche.

La impresión que había experimentado en otra ocasión, cuando saltó de la calle al convento, le vino a la mente. Sólo que ahora no llevaba consigo a Cosette, sino a Marius.

Apenas oía por encima de su cabeza algo semejante a un vago murmullo; era el formidable tumulto de la taberna tomada por asalto.