XX
Los muertos tienen razón y los vivos no se equivocan

La agonía de la barricada iba a empezar.

Todo contribuía a aumentar la majestad trágica de aquel instante supremo; mil ruidos misteriosos en el aire, el soplo de las masas armadas en movimiento por las calles que no se veían, el galopar intermitente de la caballería, las pesadas sacudidas de las piezas de artillería en marcha, los fuegos de pelotón y los cañonazos cruzándose en el dédalo de París, el humo dorado de la batalla subiendo por encima de los tejados, no sé qué gritos lejanos vagamente terribles, relámpagos amenazadores por todas partes, el toque de rebato de Saint-Merry que ahora tenía el acento de un sollozo, la dulzura de la estación, el esplendor del cielo lleno de sol y de nubes, la belleza del día y el terrible silencio de las casas.

Porque, desde la víspera, las dos hileras de casas de la calle Chanvrerie se habían convertido en dos murallas; murallas salvajes. Puertas cerradas, ventanas cerradas, postigos cerrados.

En aquellos tiempos, tan distintos de los actuales, cuando había llegado la hora en que el pueblo quería terminar con una situación que había durado demasiado, con una carta otorgada, o con un país legal, cuando la cólera universal estaba difusa en la atmósfera, cuando la ciudad consentía que se levantaran sus adoquines, cuando la insurrección hacía sonreír a la burguesía, murmurándole su santo y seña al oído, entonces el habitante, penetrado, digámoslo así, de motín, era el auxiliar del combatiente, y la casa fraternizaba con la fortaleza improvisada que se apoyaba sobre ella. Cuando la situación no estaba aún madura, cuando la insurrección no era consentida decididamente, cuando la masa rechazaba el movimiento, ¡ay, de los combatientes!, la ciudad se convertía en desierto alrededor de la revuelta, las almas se helaban, los asilos se cerraban, y la calle se convertía en desfiladero para ayudar al ejército a tomar la barricada.

No se hace andar a un pueblo por sorpresa más deprisa de lo que él quiere. ¡Desgraciado el que trata de acudir a medios violentos! Un pueblo no se deja manejar. Entonces abandona la insurrección a sí misma. Los insurgentes se convierten en apestados. Una casa es una escarpa, una puerta es una repulsa, una fachada es un muro. Ese muro ve, oye, y se hace el sordo. Podría entreabrirse y salvaros. No. Ese muro es un juez. Os mira y os condena. ¡Qué cosa tan sombría esas casas cerradas! Parecen muertas, y están vivas. La vida, que se encuentra allí como en suspensión, persiste. Nadie ha salido de allí desde hace veinticuatro horas, pero tampoco falta nadie. En el interior de esa roca, van, vienen, se acuestan, se levantan, viven en familia, beben, comen, tienen miedo, ¡cosa terrible! El miedo excusa esta inhospitalidad; el terror es una circunstancia atenuante.

A veces, se han visto ejemplos de ello; el miedo puede convertirse en furia, así como la prudencia en rabia. De ahí estas palabras tan profundas: «Los moderados rabiosos». Hay resplandores de espanto supremo, de los que sale, como un humo lúgubre, la cólera. ¿Qué quieren estas gentes? Nunca están contentas. Comprometen a los hombres pacíficos. ¡Como si no tuviésemos ya revoluciones de sobra! ¿Qué han venido a hacer aquí? Que se apañen. Tanto peor para ellos. Es culpa suya. No tienen más que lo que se merecen. Esto no nos concierne. Ahí está nuestra pobre calle acribillada de balas. Son un hatajo de holgazanes. Sobre todo, no abráis la puerta. Y la casa toma el aspecto de una tumba. El insurgente agoniza delante de esa puerta; ve llegar la metralla y los sables desnudos; si grita, sabe que le escuchan pero que no vendrán a abrirle; hay paredes que podrían protegerle, hay hombres que podrían salvarle, y esas paredes tienen orejas de carne y esos hombres tienen entrañas de piedra.

¿A quién acusar?

A nadie y a todo el mundo.

A los tiempos incompletos en que vivimos.

La utopía se transforma siempre por su cuenta y riesgo en insurrección, y de protesta filosófica en protesta armada, y en Minerva Pallas. La utopía que se impacienta y se convierte en motín sabe lo que le espera; casi siempre llega demasiado pronto. Entonces se resigna, y acepta estoicamente en lugar del triunfo la catástrofe. Sirve sin quejarse, e incluso disculpándolos, a aquellos que reniegan de ella. Es indomable frente al obstáculo e indulgente con la ingratitud.

¿Y es, en efecto, ingratitud?

Sí, desde el punto de vista del género humano.

No, desde el punto de vista del individuo.

El progreso es el modo de desenvolverse del hombre. La vida general del género humano se llama progreso; el paso colectivo del género humano se llama progreso. El progreso marcha; hace el gran viaje humano y terrestre hacia lo celeste y lo divino; tiene sus momentos de reposo, en que reúne el rebaño que se había retardado; tiene sus estaciones donde medita, en presencia de alguna espléndida tierra de Canaán, que descubre de improviso su horizonte, tiene sus noches en que duerme; y una de las más dolorosas ansiedades del pensador es ver la sombra en el alma humana, y tantear en las tinieblas, sin poder despertar al progreso dormido.

«¿Dios está tal vez muerto?», decía un día Gérard de Nerval al que escribe estas líneas, confundiendo el progreso con Dios, y tomando la interrupción del movimiento por la muerte del Ser.

El que desespera hace mal. El progreso se despierta infaliblemente, y en suma podría decirse que marcha incluso durmiendo, a causa de su desarrollo. Cuando se le vuelve a ver en pie, se le encuentra más alto. Estar siempre sereno no depende del río ni del progreso; no alcéis ninguna barrera, no arrojéis ninguna roca, porque el obstáculo hace espumear el agua y hervir la humanidad. De ahí los disturbios; pero después de estos disturbios se reconoce el camino que se ha andado. Hasta que el orden, que no es otra cosa que la paz universal, se haya restablecido, hasta que la armonía y la unidad no reinen, el progreso tendrá por etapas las revoluciones.

¿Qué es, pues, el progreso? Acabamos de decirlo. La vida permanente de los pueblos.

Sucede a veces que la vida momentánea de los individuos opone resistencia a la vida eterna del género humano.

Confesémoslo sin amargura, el individuo tiene un interés distinto, y puede defenderlo sin corromperse; el presente tiene su cantidad excusable de egoísmo; la vida momentánea tiene su derecho, y no está obligada a sacrificarse sin cesar por el porvenir. La generación que actualmente está en el mundo no está obligada a abreviar su paso por otras generaciones que, después de todo, son iguales a ella, y cuyo turno llegará más adelante. «Existo —murmura ese alguien que se llama Todos—. Soy joven, y estoy enamorado, soy viejo, y quiero descansar, soy padre de familia, trabajo, prospero, hago buenos negocios, tengo casas en alquiler, tengo dinero del Estado, soy feliz, tengo mujer e hijos, amo todas estas cosas, deseo vivir, dejadme tranquilo». De ahí, en ciertas horas, esa profunda indiferencia hacia las magnánimas vanguardias del género humano.

La utopía, por otra parte, es preciso convenir en ello, sale de su esfera al hacer la guerra. Ella, siendo la verdad de mañana, toma prestada a la mentira de ayer su regla de conducta: la batalla. Siendo porvenir, obra como el pasado. Siendo idea pura, se convierte en violencia. Mezcla su heroísmo con una violencia de que es justo que responda; violencia de ocasión y de recursos, contraria a los principios, y por la que es castigada fatalmente.

La utopía, una vez hecha insurrección, combate llevando en la mano el antiguo código militar; fusila a los espías, ejecuta a los traidores, suprime a seres vivos y los arroja a tinieblas desconocidas. Se sirve de la muerte, cosa siempre grave. Parece que la utopía hubiera perdido la fe en la irradiación, que es su fuerza irresistible e incorruptible. Golpea con la espada; como toda espada, tiene dos filos; quien hiere con uno se hiere con el otro.

Una vez hecha esta reserva, y hecha con toda seguridad, nos resulta imposible dejar de admirar, triunfen o no, a los gloriosos combatientes del porvenir, los confesores de la utopía. Incluso cuando abortan son venerables, y tal vez su majestad es mayor en este último caso. La victoria, en el sentido del progreso, merece el aplauso de los pueblos, pero una derrota heroica merece su simpatía. Una es magnífica, la otra es sublime. Para nosotros, que preferimos el martirio al triunfo, John Brown es más grande que Washington, y Pisacane más grande que Garibaldi[14].

Es preciso que alguien esté por los vencidos.

El mundo es injusto con estos grandes ensayadores del porvenir cuando abortan.

Se acusa a las revoluciones de sembrar el miedo. Toda barricada parece un atentado. Se recriminan sus teorías, se recela de su objetivo, se teme su segunda intención, se denuncia su conciencia. Se les reprocha que eleven, construyan y acumulen contra el hecho social reinante un montón de miserias, de dolores, de iniquidades, de agravios, de desesperación, y que arranquen de las hondonadas pedruscos de tinieblas para formar parapetos y combatir desde ellos. Se les grita: ¡Desempedráis el infierno! Ellos podrían responder: Por esto nuestra barricada está hecha de buenas intenciones.

Lo mejor, ciertamente, es la solución pacífica. En suma, convengamos en ello, cuando se ve el empedrado, se piensa en el oso. Y es una buena voluntad de la que la sociedad se asusta. Pero depende de la sociedad el salvarse a sí misma, y a su propia buena voluntad apelamos nosotros. No es necesario ningún remedio violento. Estudiar el mal amigablemente, hacerlo constar, y luego curarlo. A esto la invitamos.

Como quiera que sea, aún caídos, sobre todo caídos, son augustos estos hombres que, en todos los puntos del universo, con la vista fija en Francia, luchan por la gran obra con la lógica inflexible del ideal; dan su vida gratuitamente por el progreso, cumplen la voluntad de la Providencia, hacen un acto religioso. A la hora señalada, con tanto desinterés como un actor a quien le llega su turno, obedeciendo al director de escena divino, entran en la tumba. Y aceptan este combate sin esperanza, y esta desaparición estoica, para conducir a sus espléndidas y supremas consecuencias universales el magnífico movimiento humano empezado irresistiblemente el 14 de julio de 1789. Estos soldados son sacerdotes. La Revolución francesa es un gesto de Dios.

Por lo demás, existen (conviene añadir esta distinción a las distinciones ya indicadas en otro capítulo) las insurrecciones aceptadas que se llaman revoluciones, y las insurrecciones rechazadas que se llaman motines. Una insurrección que estalla es una idea que se examina ante el pueblo. Si el pueblo deja caer su bola negra, la idea es un fruto seco, y la insurrección es una planta agostada.

La entrada en guerra a cada intimidación, y cada vez que la utopía lo desee, no es propio de los pueblos. Las naciones no tienen siempre y a todas horas el temperamento de los héroes y de los mártires.

Son positivas. A priori la insurrección les repugna; primeramente porque tiene a menudo por resultado una catástrofe, y segundo, porque tiene siempre por punto de partida una abstracción.

Pues siempre, y esto es hermoso, los que se sacrifican lo hacen por el ideal, y sólo por el ideal. Una insurrección es un entusiasmo. El entusiasmo puede montar en cólera; de ahí que se eche mano a las armas. Pero toda insurrección que apunta a un gobierno, o a un régimen, pone su mira más alta. Así, por ejemplo, insistamos en ello, lo que combatían los jefes de la insurrección en 1832, y en particular los jóvenes entusiastas de la calle Chanvrerie, no era precisamente a Luis Felipe. La mayor parte, hablando con toda franqueza, hacía justicia a las cualidades de aquel rey, punto medio entre la monarquía y la revolución; ninguno le odiaba. Pero atacaban la rama segunda del derecho divino en Luis Felipe, como habían atacado la rama primera en Carlos X; y lo que querían derribar, al derribar el trono en Francia, era la usurpación del hombre por el hombre, y el privilegio sobre el derecho en el universo entero, como hemos dicho ya. París sin rey es el mundo sin déspotas. De este modo razonaban. Su objeto era lejano, sin duda, vago tal vez, y retrocedían ante el esfuerzo, pero era grande.

Así es, en efecto. Y se sacrifican por estos fantasmas, que para los sacrificados son ilusiones casi siempre; pero ilusiones con las que, en suma, se mezcla toda la certidumbre humana. El insurrecto poetiza y dora la insurrección. Lánzase a estos trágicos acontecimientos embriagándose con lo que va a hacerse. ¿Quién sabe? Tal vez triunfarán. Son los menos; tienen contra sí todo un ejército; pero se defiende el derecho, la ley natural, la soberanía de cada uno sobre sí mismo, que no tiene abdicación posible, la justicia, la verdad, y si es necesario, morirán, como los trescientos espartanos. No se piensa en un Don Quijote, sino en Leónidas. Y siguen adelante, y una vez comprometidos no retroceden. Se precipitan de cabeza, siendo su esperanza una victoria inaudita, la revolución consumada, el progreso libre, el engrandecimiento del género humano, la emancipación universal y en último caso, las Termópilas.

Estos combates en favor del progreso se frustran con frecuencia por la resistencia a dejarse llevar por los paladines. Estas pesadas masas, las multitudes, frágiles a causa de su misma pesadez, temen las aventuras; y hay aventuras en el ideal.

Por otra parte, no debe olvidarse que los intereses, poco amigos de lo ideal y lo sentimental, entran también en juego. Algunas veces, el estómago paraliza el corazón.

La grandeza y hermosura de Francia consiste en que cría menos vientre que los demás pueblos; se sujeta más fácilmente el cinturón. Es la primera que se despierta y la última en dormirse. Marcha hacia delante. Gusta de descubrir.

Esto significa que es artista.

El ideal no es otra cosa que el punto culminante de la lógica, así como la belleza no es más que la cima de la verdad. Los pueblos artistas son también los pueblos consecuentes. Amar la belleza es querer la luz. Por esto la antorcha de Europa, es decir, la civilización, fue llevada primero por Grecia, que la traspasó a Italia, y ésta, a su vez, hizo lo mismo con Francia. ¡Divinos pueblos radiantes de luz! Vitae lampada tradunt[15].

Cosa admirable, la poesía de un pueblo es el elemento de su progreso. La cantidad de civilización se mide por la cantidad de imaginación. Pero un posible civilizador debe conservarse varonil. Corinto sí, Síbaris no. El que se afemina se envilece. Ni diletante ni virtuoso; pero es preciso ser artista. En materia de civilización, no ha de buscarse el refinamiento, sino lo sublime. Con esta condición, se da al género humano el patrón del ideal.

El ideal moderno tiene su tipo en el arte y su medio en la ciencia. Con el auxilio de la ciencia se realizará esta visión augusta de los poetas: la belleza social. Se reconstruirá el Edén con A + B. Al punto a que ha llegado la civilización, lo exacto es un elemento necesario de lo espléndido, y el órgano científico no sólo sirve, sino que complementa el sentido artístico. La fantasía debe calcular. El arte, que es el conquistador, debe tener por punto de apoyo la ciencia, que es quien marcha. La solidez de la montura importa. El espíritu moderno es el genio de Grecia que tiene por vehículo el genio de la India. Alejandro sobre el elefante.

Las razas petrificadas en el dogma, o desmoralizadas por el lucro, son impropias de la conducta de la civilización. La genuflexión delante del ídolo, o delante del escudo, atrofia el músculo que anda y la voluntad que va. La absorción hierática o comercial aminora la irradiación de un pueblo, baja su horizonte al bajar su nivel, y le retira el conocimiento, a la vez humano y divino, del fin universal, que constituye las naciones misioneras. Babilonia no tiene ideal; Cartago no tiene ideal. Atenas y Roma tienen y conservan, incluso a través de todo el espesor nocturno de los siglos, aureolas de civilización.

Francia es un pueblo con las mismas cualidades que Grecia e Italia. Es ateniense por amor a lo bello y romana por el amor a lo grande. Además, es buena. Se da. Está pronta para la abnegación y el sacrificio con mucha más frecuencia que los otros pueblos. Pero esta facultad, tan pronto como la coge, la deja. Y de ahí el gran peligro para los que corren cuando ella no quiere sino andar, o para los que andan cuando ella desea estarse quieta. Francia tiene sus recaídas de materialismo, y en ciertos instantes las ideas que obstruyen su cerebro sublime no muestran nada que recuerde la grandeza francesa. ¡Qué remedio! El gigante representa el papel del enano. La inmensa Francia tiene sus caprichos de pequeñez. A esto se reduce todo.

No hay nada que decir. Los pueblos, como los astros, tienen el derecho al eclipse. Y todo está bien, con tal de que vuelva la luz y el eclipse no degenere en noche. Alba y resurrección son sinónimos. La reaparición de la luz es idéntica a la persistencia del yo.

Hagamos constar estos hechos con calma. La muerte en la barricada o la tumba en el exilio es un recurso aceptable para la abnegación. El verdadero nombre de la abnegación es desinterés. Que los abandonados se dejen abandonar, que los exiliados se dejen exiliar, y limitémonos a suplicar a los grandes pueblos que no vayan demasiado lejos cuando retrocedan. No se debe, so pretexto de volver a la razón, descender demasiado.

La materia existe, y el minuto y los intereses y el vientre existen; pero no se deben oír los consejos del vientre. La vida momentánea tiene su derecho, lo admitimos, pero la vida permanente tiene el suyo. ¡Ay! El haber subido no impide caer. Ejemplos de esto, más de los que se quisieran, se encuentran en la historia. Una nación es ilustre, toma el gusto al ideal, y luego se revuelve en el fango, y le sabe bien; y si se le pregunta cómo es que deja a Sócrates por Falstaff, responde: «Porque me gustan más los hombres de Estado».

Unas palabras más antes de volver a la refriega.

Una batalla como la que referimos en este momento no es otra cosa que una convulsión hacia lo ideal. El progreso con trabas es enfermizo y padece epilepsias trágicas. Esa enfermedad del progreso, la guerra civil, hemos debido encontrarla a nuestro paso. Es una de las fases fatales, a la vez acto y entreacto, de ese drama cuyo pivote es un condenado social, y cuyo título verdadero es: El Progreso.

¡El Progreso!

Este grito que lanzamos a menudo es todo nuestro pensamiento; y en el punto del drama al que hemos llegado, teniendo que experimentar aún más de una prueba la idea que contiene, quizá nos sea permitido, si no descorrer el velo, al menos dejar entrever claramente la luz.

El libro que el lector tiene ante los ojos en este instante, en su conjunto y en sus pormenores, cualesquiera que sean las intermitencias, las excepciones o las debilidades, es la marcha del mal al bien, de lo injusto a lo justo, de lo falso a lo verdadero, de la noche al día, del apetito a la conciencia, de la podredumbre a la vida, de la bestialidad al deber, del infierno al cielo, de la nada a Dios. Punto de partida: la materia; punto de llegada: el alma. La hidra al principio, el ángel al fin.