Courfeyrac, de repente, vio a alguien al pie de la barricada, fuera, bajo las balas.
Gavroche había cogido de la taberna una cesta para poner botellas, había salido por la hendidura y estaba ocupado tranquilamente en vaciar en su cesta las cartucheras de los guardias nacionales muertos en el declive del reducto.
—¿Qué haces ahí? —dijo Courfeyrac.
Gavroche levantó la cabeza.
—Ciudadano, lleno mi cesta.
—¿No ves la metralla?
Gavroche respondió:
—Es igual, está lloviendo. ¿Qué más?
Courfeyrac exclamó:
—¡Entra!
—Al instante —dijo Gavroche.
Y de un salto, se internó en la calle.
Recordaremos que la compañía de Fannicot, al retirarse, había dejado detrás un rastro de cadáveres.
Una veintena de esos muertos yacían aquí y allá, en toda la longitud de la calle, sobre el empedrado. Una veintena de cartucheras para Gavroche. Una provisión de cartuchos para la barricada.
El humo formaba en la calle como una niebla. Cualquiera que haya visto una nube en una garganta de montañas, entre dos alturas perpendiculares, puede figurarse aquel humo encerrado, y como condensado por dos sombrías líneas de casas. Subía lentamente y se renovaba sin cesar, dando como resultado una oscuridad gradual que empeñaba la luz del sol en pleno día.
Los combatientes se distinguían apenas a uno y otro extremo de la calle, no obstante lo corta que ésta era.
Aquel oscurecimiento, probablemente previsto y calculado por los jefes que debían dirigir el asalto a la barricada, resultó útil a Gavroche.
Bajo los pliegues de aquel velo de humo, y gracias a su pequeñez, pudo avanzar hasta bastante lejos en la calle sin ser visto. Vació las siete u ocho primeras cartucheras sin gran peligro.
Se arrastraba boca abajo, galopaba a cuatro patas, tomaba su cesto con los dientes, se retorcía, se deslizaba, ondulaba, serpenteaba de un muerto al otro, y vaciaba las cartucheras igual que un mono abriría una nuez.
Desde la barricada, de la que estaba aún bastante cerca, no se atrevían a gritarle que volviese por miedo de llamar la atención sobre él.
En el cadáver de un cabo encontró un frasco de pólvora.
—Para la sed —dijo mientras lo guardaba.
A fuerza de seguir avanzando, llegó hasta donde la niebla se hacía transparente.
Tanto que los tiradores apostados detrás del parapeto de adoquines y los que estaban agrupados en la esquina de la calle descubrieron algo que se movía entre el humo.
En el momento en que Gavroche vaciaba la cartuchera de un sargento que yacía cerca de un guardacantón, una bala se hundió en el cadáver.
—¡Diantre! —dijo Gavroche—. Me matan a mis muertos.
Una segunda bala hizo saltar chispas del empedrado junto a él. La tercera hizo volar su cesto.
Gavroche miró y vio que el fuego procedía de los guardias de los suburbios.
Se puso en pie, con los cabellos al viento, las manos en las caderas y la mirada fija en los guardias nacionales que disparaban, y cantó:
Si uno es feo en Nanterre,
la culpa es de Voltaire.
Si es bruto en Palaiseau,
la culpa es de Rousseau.
Luego recogió su cesto y volvió a poner en él, sin perder ni uno, los cartuchos que habían caído, y adelantándose hacia el lugar de donde procedían los tiros, se dispuso a vaciar otra cartuchera. Allí la cuarta bala tampoco le acertó. Gavroche cantó:
Notario no voy a ser,
la culpa es de Voltaire.
Y si pajarito soy,
la culpa es de Rousseau.
La quinta bala no produjo otro efecto que el de inspirarle la tercera copla:
La alegría es mi ser,
la culpa es de Voltaire.
Y si tan mísero soy,
la culpa es de Rousseau.
Así continuó durante algún tiempo.
El espectáculo era espantoso y encantador al mismo tiempo. Gavroche, blanco de las balas, se burlaba de los fusiles. Parecía divertirse mucho. Era el gorrión picoteando a los cazadores. A cada descarga, respondía con una copla. Le disparaban sin cesar y no le acertaban nunca. Los guardias nacionales y los soldados se reían al apuntarle. Él se echaba al suelo, luego volvía a levantarse, se escondía en el hueco de una puerta, luego saltaba, desaparecía, volvía a aparecer, escapaba, regresaba, respondía a la metralla poniéndose el pulgar en la nariz, y mientras tanto, iba recogiendo los cartuchos, vaciaba las cartucheras y llenaba su cesto. Los insurgentes, sin atreverse a respirar, le seguían con la vista. La barricada temblaba, y él cantaba. No era un niño, no era un hombre, era un hada en forma de pilluelo. Diríase el enano invulnerable de la pelea. Las balas corrían tras él, y él era más listo que las balas. Jugaba una especie de terrible juego del escondite con la muerte; cada vez que el espectro acercaba su faz desnuda, el pilluelo le daba un papirotazo.
Sin embargo, una bala mejor dirigida, o más traidora que las demás, acabó por alcanzar al niño fuego fatuo. Vieron vacilar a Gavroche, y luego caer. Toda la barricada lanzó un grito; pero había algo de Anteo en aquel pigmeo; para el pilluelo, tocar el empedrado es como para el gigante tocar la tierra; Gavroche no había caído sino para volverse a levantar; mientras un hilo de sangre le rayaba el rostro, alzó sus dos brazos, miró hacia el punto de donde había salido el tiro y se puso a cantar:
No pudo acabar. Una segunda bala del mismo tirador cortó la frase. Esta vez, Gavroche cayó, el rostro contra el suelo, y no se movió más. Aquella pequeña gran alma acababa de volar.