IX
Thénardier maniobrando

Al día siguiente, al menos dos horas antes de que amaneciera, Thénardier, sentado junto a una mesa en la sala baja de la bodega, con una pluma en la mano y alumbrado por la luz de la vela, componía la cuenta del viajero de la levita amarilla.

La mujer, de pie, medio inclinada hacia él, le seguía con la vista. No decía una palabra. Había por un lado una meditación profunda, y por el otro la meditación religiosa con la cual se mira nacer y desarrollarse una maravilla del espíritu humano. Se oía un ruido en la casa; era la Alondra que barría la escalera.

Después de un buen cuarto de hora, y de haber hecho algunas raspaduras, Thénardier produjo esta obra maestra:

Nota del señor del n.º 1

Cena 3 francos
Habitación 10 »
Bujías 5 »
Fuego 4 »
Servicio 1 »
____ ____
Total: 23 francos

Servicio estaba escrito «servisio».

—¡Veintitrés francos! —exclamó la mujer con un entusiasmo unido a cierta vacilación.

Como todos los grandes artistas, Thénardier no estaba contento.

—¡Chiss! —dijo.

Era la actitud de Castlereagh redactando en el Congreso de Viena la nota que Francia tenía que pagar[44].

—Señor Thénardier, tienes razón, debe esto —murmuró la mujer, que pensaba en la muñeca dada a Cosette en presencia de sus hijas—. Es justo, pero es demasiado. No querrá pagar.

Thénardier sonrió fríamente, y dijo:

—Pagará.

Esta sonrisa era la expresión suprema de la certeza y de la autoridad. Lo que así se decía, debía suceder infaliblemente. La mujer no insistió. Se puso a preparar las mesas; el marido empezó a dar paseos por la sala. Un momento más tarde, dijo:

—¡Yo, sin embargo, debo mil quinientos francos!

Fue a sentarse junto a la chimenea, meditando con los pies metidos en las cenizas calientes.

—¡Ah! —continuó la mujer—; no olvides que hoy pongo a Cosette de patas en la calle: ¡monstruo! ¡Me come el corazón con su muñeca! ¡Preferiría casarme con Luis XVIII a tenerla en casa un día más!

Thénardier encendió su pipa, y respondió entre dos bocanadas:

—Entregarás esta cuenta al hombre.

Luego salió.

Apenas había puesto el pie fuera de la sala cuando entró el viajero.

Thénardier volvió a aparecer al momento detrás de él, y permaneció inmóvil en la puerta entreabierta, visible sólo para su mujer.

El hombre de amarillo llevaba en la mano su bastón y su paquete.

—¿Tan pronto levantado? —dijo la Thénardier—. ¿Es que el señor nos deja ya?

Mientras hablaba así, daba vueltas a la nota que tenía en las manos, haciéndole pliegues con las uñas. Su rostro duro ofrecía un matiz que no le era habitual, la timidez y el escrúpulo.

Presentar una nota semejante a un hombre que tenía todo el aspecto de un «pobre» le parecía una cosa impropia.

El viajero parecía preocupado y distraído. Respondió:

—Sí, señora, me voy.

—El señor, ¿no tenía negocios en Montfermeil?

—No; estoy de paso por aquí. Esto es todo. Señora —añadió—, ¿cuánto debo?

La Thénardier, sin responder, le tendió la nota doblada.

El hombre desplegó el papel, lo miró, pero su atención estaba visiblemente en otra parte.

—Señora —continuó—, ¿hacéis buenos negocios en Montfermeil?

—Así, señor —respondió la Thénardier estupefacta al no observar otra clase de explosión. Y prosiguió con un acento elegíaco y lastimero—: ¡Oh, señor, los tiempos son muy duros! ¡Y tenemos tan pocos burgueses por aquí! Ya lo habéis visto, es toda gente sencilla. ¡Si no tuviéramos de vez en cuando algún viajero generoso y rico como el señor! Tenemos muchas cargas. Mirad, esta chiquilla nos cuesta un ojo de la cara.

—¿Qué chiquilla?

—Ya sabéis, Cosette, la Alondra, como la llaman aquí.

—¡Ah! —dijo el hombre.

Ella continuó:

—¡Qué estúpidos son estos aldeanos con sus sobrenombres! Más bien parece un murciélago que una alondra. Ya lo veis, señor, nosotros no pedimos limosna, pero tampoco podemos darla. No ganamos nada, y tenemos mucho que pagar. La patente, los impuestos, la contribución de puertas y ventanas. Ya sabéis que el Gobierno pide mucho dinero. Y luego están mis hijas. No necesito alimentar a los hijos de los demás.

El hombre continuó con una voz que se esforzaba en parecer indiferente, y en la cual había un estremecimiento:

—¿Y si os desembarazaseis de ella?

—¿De quién? ¿De Cosette?

—Sí.

La faz rojiza y violenta de la tabernera se iluminó con una expresión odiosa.

—¡Ah, señor! ¡Mi buen señor! Tomadla, quedaos con ella, lleváosla, conservadla en azúcar; bebéosla, coméosla, y seáis bendito de la Virgen Santísima y de todos los santos del paraíso.

—Está dicho.

—¿De veras? ¿Os la lleváis?

—Me la llevo.

—¿Ahora?

—Ahora mismo. Llamad a la niña.

—¡Cosette! —gritó la Thénardier.

—Mientras espero —prosiguió el hombre—, voy a pagaros mi cuenta. ¿Cuánto es?

Echó una ojeada a la cuenta y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

—¡Veintitrés francos! —Miró a la tabernera, y repitió—: ¿Veintitrés francos?

En la pronunciación de estas palabras repetidas así había el acento que separa la admiración de la interrogación.

La Thénardier había tenido tiempo de prepararse para el choque. Respondió pues con seguridad:

—¡Caramba! ¡Sí, señor! Veintitrés francos.

El viajero dejó cinco piezas de cinco francos sobre la mesa.

—Id a buscar a la pequeña —dijo.

En aquel momento, Thénardier se adelantó en medio de la sala, y dijo:

—El señor no debe más que veintiséis sueldos.

—¡Veintiséis sueldos! —exclamó la mujer.

—Veintiséis sueldos por la habitación y seis sueldos por la cena. En cuanto a la pequeña, tengo necesidad de hablar un poco con el señor. Déjanos solos, mujer.

La Thénardier experimentó uno de esos deslumbramientos que producen los rasgos imprevistos del talento. Diose cuenta de que el gran actor entraba en escena, no replicó una sola palabra y salió.

Cuando se quedaron solos, Thénardier ofreció una silla al viajero. El viajero se sentó; Thénardier se quedó de pie, y su rostro tomó una singular expresión de bondad y sencillez.

—Señor —dijo—, mirad, yo adoro a esa niña.

El viajero le miró fijamente.

—¿Qué niña?

Thénardier continuó:

—¡Es cosa singular!, pero no puede uno remediarlo; cuando se apasiona uno por una persona… ¿Qué es todo este dinero? Guardaos vuestras monedas de cien sueldos. Es una niña a la que adoro.

—¿A quién adoráis? —preguntó el extranjero.

—¡Ya lo oís, a nuestra pequeña Cosette! ¿No queríais llevárosla? Pues bien, hablo francamente; tan cierto como que sois un hombre honrado, no puedo consentir en ello. La echaría de menos. La he visto desde muy pequeña. Es verdad que nos cuesta dinero, es verdad que tiene defectos, es verdad que no somos ricos, es verdad que yo he pagado más de cuatrocientos francos en medicinas por sus enfermedades. Pero es preciso hacer algo por Dios. No tiene ni padre ni madre, yo la he educado. Tengo pan para ella y para mí. En fin, yo quiero a esta niña. Ya comprendéis: uno toma afecto a las personas; yo tengo más corazón que cabeza, la quiero; mi mujer tiene el genio vivo, pero también la quiere. Ya veis, la tenemos como a una hija. No podemos dejar de oír su charla infantil en nuestra casa.

El viajero seguía mirándole fijamente. Thénardier continuó:

—Perdonad, señor, pero no se da a un hijo así como así, en un instante, al primero que llega. ¿No es verdad que tengo razón? Además, no digo que no, sois rico, parecéis bueno, y si fuera por su felicidad… pero yo necesitaría saber… ¿me entendéis? Supongamos que yo la dejara ir, y me sacrificase; quisiera saber adónde la lleváis; quisiera no perderla de vista, saber a casa de quién va, para ir a verla de vez en cuando, y que supiese que su buen padre, que la ha criado, vela por ella. En fin, hay cosas que no son posibles. Yo no sé siquiera vuestro nombre. Si os la lleváis, pensaría: «¿Y la Alondra? ¿Adónde ha ido?». Por lo menos necesitaría ver algún pedazo de papel, una muestra de vuestro pasaporte…

El desconocido, sin dejar de mirarle, con esa mirada que penetra por decirlo así hasta el fondo de la conciencia, le respondió con acento grave y firme:

—Señor Thénardier, para ir a cinco leguas de París, no se lleva pasaporte. Si me llevo a Cosette, me la llevaré, y nada más. Vos no sabréis mi nombre, no sabréis mi dirección, ni dónde estará ella, y mi intención es que no vuelva a veros en su vida. Rompo el grillete que tiene en el pie, y se va. Os conviene, ¿sí o no?

Del mismo modo que los demonios y los genios reconocen por ciertas señales la presencia de un Dios superior, Thénardier comprendió que tenía que habérselas con alguien muy fuerte. Fue como una intuición; lo comprendió con su prontitud neta y sagaz. La víspera, mientras bebía con los trajineros, mientras fumaba, mientras cantaba coplas obscenas, había pasado la velada observando al viajero, vigilándole como un gato, y estudiándole como un matemático. Había espiado al hombre, a la vez, por propia cuenta, por el placer y por el instinto, y como si le hubieran pagado para ello. Ni un gesto, ni un movimiento del hombre de la levita amarilla se le había escapado. Incluso antes de que el desconocido manifestara tan claramente su interés por Cosette, Thénardier lo había adivinado. Había sorprendido las miradas profundas de aquel viejo convergiendo siempre en la niña. ¿Por qué este interés? ¿Quién era este hombre? ¿Por qué, teniendo tanto dinero en el bolsillo, llevaba un traje tan miserable? Preguntas que se planteaba sin poder resolverlas y se irritaba. Había pensado en ello toda la noche. No podía ser el padre de Cosette. ¿Era algún abuelo? ¿Entonces por qué no darse a conocer inmediatamente? Cuando se tiene un derecho, se muestra. Este hombre, evidentemente, no tenía derecho a llevarse a Cosette. Entonces, ¿quién era? Thénardier se perdía en suposiciones. Lo entreveía todo, y no veía nada. Como quiera que fuese, entablando conversación con aquel hombre, seguro como estaba de que había un secreto en todo esto, seguro de que el hombre estaba interesado en permanecer en el anonimato, sentíase fuerte; pero ante la respuesta clara y firme del viajero, cuando vio que el misterioso personaje era realmente misterioso, se sintió débil. No se esperaba una cosa igual. Fue la derrota de sus conjeturas. Reunió sus ideas, pesó todo en un segundo. Thénardier era uno de esos hombres que juzgan una situación de una ojeada. Calculó que era el momento de ir derecho y pronto al asunto. Hizo como los grandes capitanes en el instante decisivo que sólo ellos reconocen; descubrió bruscamente su batería.

—Señor —dijo—, necesito mil quinientos francos.

El extranjero tomó de su bolsillo una cartera vieja de cuero negro, la abrió y sacó tres billetes de banco que dejó sobre la mesa. Luego apoyó su largo pulgar sobre esos billetes y dijo al tabernero:

—Haced venir a Cosette.

Mientras sucedía esto, ¿qué hacía Cosette?

Cosette, al despertarse, había corrido a su zueco. Había encontrado allí la moneda de oro. No era un napoleón, era una de las monedas de veinte francos completamente nuevas de la Restauración, sobre cuya cara, la pequeña cola prusiana había reemplazado a la corona de laurel. Cosette quedó deslumbrada. Su destino empezaba a embriagarla. No sabía lo que era una moneda de oro, no la había visto jamás; la escondió rápidamente en el bolsillo como si la hubiera robado. Sin embargo, sentía que aquello era completamente suyo, adivinaba de dónde procedía el regalo, pero sentía una especie de alegría llena de miedo. Estaba contenta; pero estaba sobre todo estupefacta. Aquellas cosas tan magníficas no le parecían reales. La muñeca le daba miedo, la moneda le daba miedo. Temblaba vagamente ante estas magnificencias. Sólo el desconocido no le asustaba; al contrario, la tranquilizaba. Desde la víspera, a través de su admiración, a través de su sorpresa, pensaba en su espíritu de niña en aquel hombre que parecía viejo, y tan pobre y tan triste, y que era tan rico y tan bueno. Desde que había encontrado a aquel hombre en los bosques, todo había cambiado para ella. Cosette, menos feliz que la más pequeña golondrina del cielo, no había sabido nunca lo que era refugiarse a la sombra de una madre y bajo sus alas. Hacía cinco años, es decir, tan remotamente como podían remontarse sus recuerdos, la pobre niña no hacía más que temblar y estremecerse. Había estado siempre desnuda, bajo el rudo cierzo de la desgracia; ahora le parecía que estaba vestida. En otro tiempo, su alma tenía frío; ahora sentía calor. Cosette no tenía ya tanto miedo a la Thénardier; ya no estaba sola, había alguien que velaba por ella.

Se había puesto enseguida a trabajar como todas las mañanas. Aquel luis que tenía consigo, en el mismo bolsillo de su delantal, de donde el día anterior se le había caído la moneda de quince sueldos, la tenía distraída. No se atrevía a tocarlo, pero cada cinco minutos lo contemplaba, y es preciso decirlo, con la lengua fuera. Mientras barría la escalera, se paraba de cuando en cuando y permanecía inmóvil, olvidando su escoba y el universo entero, ocupada en ver brillar aquel astro en el fondo de su bolsillo.

Fue en una de estas contemplaciones, cuando la Thénardier se acercó a ella.

Había ido a buscarla por orden de su marido. Cosa inaudita, no le dio ningún golpe, ni le dijo una sola injuria.

—Cosette —le dijo casi con dulzura—, ven ahora mismo.

Un instante después, entraba Cosette en la sala.

El extranjero tomó el paquete que había traído y lo desató. Aquel paquete contenía un vestidito de lana, un delantal, una almilla de fustán, un jubón, un chal, medias de lana, zapatos… un vestido completo para una niña de ocho años. Todo de color negro.

—Hija mía —dijo el hombre—, toma esto y ve a vestirte.

Amanecía cuando los habitantes de Montfermeil que empezaban a abrir sus puertas vieron pasar por el camino de París un buen hombre pobremente vestido, llevando de la mano a una niña vestida de luto, que llevaba una gran muñeca rosa en sus brazos. Se dirigían hacia Livry.

Eran nuestro hombre y Cosette.

Nadie conocía al hombre; como Cosette ya no iba vestida con harapos, muchos tampoco la reconocieron.

Cosette se marchaba. ¿Con quién? Lo ignoraba. ¿Adónde? No lo sabía. Todo lo que sabía era que dejaba tras ella la taberna Thénardier. Nadie había pensado en decirle adiós, ni ella en decir adiós a nadie. Salía de aquella casa odiada, y odiando.

¡Pobre ser cuyo corazón hasta entonces no había experimentado sino los dolores de la opresión!

Cosette andaba gravemente, abriendo sus grandes ojos y mirando al cielo. Había puesto su luis en el bolsillo de su delantal nuevo. De vez en cuando, se inclinaba y le echaba una mirada, luego miraba al buen hombre. Sentía algo así como si se encontrase cerca de Dios.