XIX
El campo de batalla por la noche

Volvamos, es una necesidad de este libro, a ese fatal campo de batalla.

El 18 de junio de 1815 era plenilunio. Esta claridad favoreció la persecución feroz de Blücher, denunció las huellas de los fugitivos, entregó aquellas masas desastrosas a la caballería prusiana y ayudó a la matanza. A veces, hay en las catástrofes trágicas condescendencias de la noche.

Después de disparado el último cañonazo, la llanura de Mont-Saint-Jean quedó desierta.

Los ingleses ocuparon el campamento de los franceses, es la demostración habitual de la victoria, acostarse en el lecho del vencido. Establecieron su vivac al otro lado de Rossomme. Los prusianos, lanzados sobre la derrota, siguieron adelante. Wellington fue a la aldea de Waterloo para redactar su informe a lord Bathurst.

Si alguna vez el sic vos non vobis[29] ha sido aplicable, es seguramente a esta aldea de Waterloo. Waterloo no hizo nada, y está situada a media legua de los lugares donde tuvo lugar la acción. Mont-Saint-Jean fue cañoneado, Hougomont fue quemado, Papelotte fue quemado, Plancenoit fue quemado, la Haie-Sainte fue tomada por asalto, la Belle-Alliance contempló el abrazo de los dos vencedores; y estos nombres apenas son conocidos, y Waterloo, que no hizo nada en la batalla, tuvo para sí todos los honores.

No somos de los que adulan la guerra; y cuando se presenta la ocasión, decimos las verdades. La guerra tiene terribles bellezas, que nosotros no hemos ocultado; pero debemos convenir en que también tiene algunas fealdades. Una de las más sorprendentes es el rápido despojo de los muertos después de la victoria. El alba que sigue a una batalla se levanta siempre sobre cadáveres desnudos.

¿Quién hace esto? ¿Quién mancha de este modo el triunfo? ¿Qué horrible mano furtiva es esta que se desliza en el bolsillo de la victoria? ¿Qué rateros son estos que dan sus golpes detrás de la gloria? Algunos filósofos, Voltaire entre otros, afirman que son precisamente aquellos que han conquistado la gloria. Son los mismos, dicen, no ha habido cambio alguno, los que están en pie saquean a los que están en tierra. El héroe del día es el vampiro de la noche. Al fin y al cabo, se tiene algún derecho a despojar un poco un cadáver del cual se es el autor. En cuanto a nosotros, no lo creemos así. Recoger laureles y robar los zapatos de un muerto nos parece imposible que lo haga una misma mano.

Lo cierto es que, generalmente, después de los vencedores llegan los ladrones. Pero pongamos al soldado, sobre todo al soldado contemporáneo, fuera de causa.

Todo ejército tiene un apéndice, y está ahí lo que debe acusarse. Seres murciélagos, mitad bandidos mitad criados, todas las especies de vespertilios que engendra ese crepúsculo que se llama la guerra, portadores de uniformes que no combaten, falsos enfermos, cojos temibles, cantineros apócrifos, algunas veces con sus mujeres, trotando en carretas y robando lo que luego venderán, mendigos que se ofrecen como guías a los oficiales, granujas, merodeadores, todo esto —no hablamos del tiempo presente— seguía a los ejércitos en otro tiempo, de tal suerte que en el lenguaje especial militar se les llamaba «los rezagados». Ningún ejército ni ninguna nación era responsable de estos seres; hablaban italiano y seguían a los alemanes; hablaban francés y seguían a los ingleses. Uno de estos rezagados miserables, español que hablaba francés, fue el que engañó con su charla al marqués de Fervacques, el cual, tomándole por uno de los nuestros, se fió de él y fue muerto a traición y robado en el mismo campo de batalla, la noche que siguió a la victoria de Cerisoles. Del merodeo nacía el merodeador. La detestable máxima «Vivir a costa del enemigo» producía esta lepra, que únicamente una rígida disciplina podía curar. Hay famas que engañan; algunas veces, no se sabe por qué algunos generales, grandes por cierto, han sido tan populares. Turenne era adorado por sus soldados, porque toleraba el pillaje, la maldad consentida forma parte de la bondad; Turenne era tan bueno que dejó pillar a sangre y a fuego el Palatinado[30]. Detrás de los ejércitos, veíanse más o menos merodeadores, según la menor o mayor severidad del jefe. Hoche y Marceau no tenían rezagados; Wellington —le hacemos voluntariamente esta justicia— tenía muy pocos.

No obstante, en la noche del 18 al 19 de junio, los muertos fueron despojados. Wellington fue rígido; dio orden de pasar por las armas a quienquiera que fuera cogido en flagrante delito; pero la rapiña es tenaz. Los merodeadores robaban en un extremo del campo de batalla mientras se los fusilaba en el otro.

La luna era siniestra sobre aquella llanura.

Hacia medianoche, vagaba un hombre, más bien se arrastraba, por la parte del camino de Ohain. Según todas las apariencias, era uno de estos que acabamos de caracterizar, ni inglés ni francés, ni campesino ni soldado, menos hombre que hiena, atraído por el olor de los muertos, teniendo el robo por victoria, acudía a saquear Waterloo. Iba vestido con una blusa que tenía algo de capote, era inquieto y audaz, marchaba hacia delante y miraba hacia atrás. ¿Quién era aquel hombre? Probablemente la noche sabía de él más que el día. No llevaba mochila, pero es indudable que debajo del capote había amplios bolsillos. De vez en cuando se detenía, examinaba la llanura en torno suyo, como para ver si alguien le observaba, se agachaba bruscamente, revolvía en la tierra algo silencioso e inmóvil, y luego se enderezaba y escapaba de aquel lugar. Su deslizamiento, sus actitudes, su gesto rápido y misterioso le asemejaban a las larvas crepusculares que frecuentan las ruinas y que las viejas leyendas normandas llamaban los Andantes.

Ciertas aves nocturnas forman siluetas semejantes en los pantanos.

Una mirada que hubiera sondeado atentamente toda aquella bruma habría podido observar, a alguna distancia, parado y como oculto detrás de un caserón que bordea la calzada de Nivelles, en el recodo del camino de Mont-Saint-Jean a Braine-l’Alleud, una especie de pequeño furgón de vivandero, con toldo de mimbre embreado, del que tiraba un hambriento rocín, que en aquel momento pacía las ortigas a través del freno, y en aquel furgón una especie de mujer sentada sobre cofres y paquetes. Tal vez había algún vínculo de unión entre este furgón y el merodeador.

La oscuridad era serena. Ni una nube en el cenit. Qué importa que la tierra sea roja, la luna permanece blanca. Éstas son las indiferencias del cielo. En los prados, ramas de árbol rotas por la metralla, pero sin caer aún y sujetas a la corteza, se mecían blandamente al suave soplo del viento de la noche. Un tenue aliento, casi una respiración, movía las malezas. Había en la hierba cierto estremecimiento que parecía el de las almas al abandonar los cuerpos.

Se oía vagamente a lo lejos el ir y venir de las patrullas y rondas mayores del campamento inglés.

Hougomont y la Haie-Sainte continuaban ardiendo, formando, uno al oeste y la otra al este, dos grandes hogueras a las que se unía, como un collar de rubíes extendido con dos carbúnculos en sus extremos, el cordón de los fuegos del campamento inglés, encendidos en inmenso semicírculo sobre las colinas del horizonte.

Hemos referido la catástrofe del camino de Ohain. El corazón se aterroriza al pensar lo que había sido aquella muerte para tantos valerosos.

Si hay alguna cosa terrible, si existe una realidad que va más allá del sueño es ésta: vivir, ver el sol, estar en plena posesión de la fuerza viril, tener salud y alegría, reír con valor, correr hacia una gloria deslumbradora que se tiene delante, sentir en el pecho un pulmón que respira, un corazón que late, una voluntad que razona, hablar, pensar, esperar, amar, tener una madre, tener una mujer, tener unos hijos, tener la luz, y de repente, en el espacio de tiempo necesario para lanzar un grito, en menos de un minuto, hundirse en un abismo, caer, rodar, aplastar, ser aplastado, ver espigas de trigo, flores, hojas, ramas, no poder asirse a nada, apretar un sable inútil, tener hombres debajo de sí, caballos encima de sí, debatirse en vano, sentir rotos los huesos por alguna coz dada en las tinieblas, el tacón de una bota que os hace saltar los ojos, morder con rabia herraduras de caballos, ahogarse, aullar, retorcerse, estar allí debajo y decirse: ¡Hace un momento, yo vivía!

Allí donde había ocurrido este lamentable desastre, reinaba ahora un profundo silencio. La hondonada del camino estaba llena de caballos y jinetes amontonados inextricablemente. Terrible hacinamiento. Ya no había taludes. Los cadáveres nivelaban el camino con la llanura y llegaban hasta el borde, como una media fanega de cebada bien medida. Un montón de muertos en la parte alta, un río de sangre en la parte baja; tal era este camino en la noche del 18 de junio de 1815. La sangre corría hasta la calzada de Nivelles, y allí se extendía en una ancha laguna delante de la tala de árboles que cerraban el paso de la calzada, en un lugar que aún hoy se enseña. Según recordará el lector, en el punto opuesto, hacia la calzada de Genappe, fue donde ocurrió el desastre de los coraceros. El espesor de los cadáveres era proporcionado a la profundidad de la hondonada. Hacia el centro, allí donde se igualaba con la llanura, por donde había pasado la división Delord, la capa de muertos era más delgada.

El merodeador nocturno andaba por aquel lado. Huroneaba en aquella inmensa tumba. Miraba. Pasaba no se sabe qué horripilante revista a los muertos. Andaba con los pies hundidos en los charcos de sangre.

De repente, se detuvo.

A algunos pasos delante de él, en la hondonada del camino, en el punto donde concluía el montón de cadáveres, de debajo de aquella masa confusa de hombres y de caballos, salía una mano abierta, alumbrada por la luna.

Esta mano tenía en el dedo algo que brillaba, y que era una sortija de oro.

El hombre se inclinó, permaneció agachado por un instante y, cuando se levantó, la sortija había desaparecido de la mano.

No se volvió a levantar precisamente; permaneció en una actitud feroz y medrosa, volviendo la espalda al montón de muertos, escrutando el horizonte, de rodillas, con el cuerpo inclinado hacia delante y apoyando en tierra los dos índices, sacando la cabeza por encima del borde del camino. Las cuatro patas del chacal se ajustan a ciertas acciones.

Luego, tomando una decisión, se levantó.

En aquel momento, tuvo un sobresalto. Sintió que le sujetaban por detrás.

Se volvió; era la mano abierta que se había vuelto a cerrar y que había cogido el faldón de su capote.

Un hombre honrado habría sentido miedo. Éste se echó a reír.

—¡Vaya! —dijo—, si es el muerto. Prefiero un aparecido a un gendarme.

No obstante, la mano se fue aflojando y le soltó. El esfuerzo se agota rápidamente en la tumba.

—Veamos —dijo el merodeador—. ¿Está vivo este muerto? Vamos a ver.

Se inclinó de nuevo, escarbó en el montón, separó los obstáculos, cogió la mano, empuñó el brazo, desembarazó la cabeza, tiró del cuerpo, y algunos instantes más tarde arrastraba en la sombra de la hondonada a un hombre inanimado, al menos desvanecido. Era un coracero, un oficial, un oficial incluso de cierto rango; por debajo de la coraza asomaba una gruesa charretera de oro; aquel oficial no tenía ya casco. Un furioso sablazo había destrozado su cara, en la que sólo se veía sangre. Por lo demás, parecía que no tenía ningún miembro roto, y, por una feliz casualidad, si esta palabra es posible aquí, los muertos habían formado un arco encima de él, de tal modo que le habían librado de ser aplastado. Sus ojos estaban cerrados.

Sobre su coraza llevaba la cruz de plata de la Legión de Honor.

El merodeador arrancó aquella cruz, que desapareció en uno de los abismos que tenía debajo del capote.

Hecho lo cual, tentó el bolsillo de la pretina del oficial, descubrió un reloj y lo cogió. Luego rebuscó en el chaleco, encontró una bolsa y se la apropió.

Llegaba a esta fase del socorro que estaba prestando al moribundo cuando el oficial abrió los ojos.

—Gracias —dijo débilmente.

La brusquedad de los movimientos del hombre que así lo manejaba, el frescor de la noche, el aire respirado libremente, le habían sacado de su letargo.

El merodeador no respondió. Levantó la cabeza. Se oía un ruido de pasos en la llanura; probablemente alguna patrulla que se acercaba.

El oficial murmuró, pues había aún agonía en su voz:

—¿Quién ha ganado la batalla?

—Los ingleses —respondió el merodeador.

El oficial continuó:

—Buscad en mis bolsillos. Encontraréis una bolsa y un reloj. Tomadlos.

Ya estaba hecho.

El merodeador ejecutó aparentemente lo que se le pedía, y dijo:

—No hay nada.

—Me han robado —dijo el oficial—; lo siento. Hubiese sido para vos.

Los pasos de la patrulla se hacían cada vez más distintos.

—Vienen —dijo el merodeador, haciendo el movimiento de un hombre que se va.

El oficial, levantando penosamente el brazo, le retuvo:

—Me habéis salvado la vida. ¿Quién sois?

El merodeador respondió rápidamente y en voz baja:

—Pertenecía, como vos, al ejército francés. Tengo ahora que dejaros. Si me viesen, me fusilarían. Os he salvado la vida. Ahora arreglaos como podáis.

—¿Cuál es vuestra graduación?

—Sargento.

—¿Cómo os llamáis?

—Thénardier.

—No olvidaré ese nombre —dijo el oficial—. Y vos, recordad el mío. Me llamo Pontmercy.