II
Hallazgo

Marius seguía viviendo en la casa Gorbeau. No prestaba atención a nadie.

En aquella época, en verdad, no había en la casa otros habitantes que él y aquellos Jondrette por quienes había pagado una vez el alquiler, sin que nunca hubiese hablado al padre, a la madre ni a las hijas. Los demás inquilinos se habían mudado, habían muerto o habían sido expulsados por falta de pago.

Un día de aquel invierno el sol se había mostrado un poco después de mediodía, pero el 2 de febrero, es decir, el día de la Candelaria, en que el sol es traidor, precursor de un frío de seis semanas, y que ha inspirado a Mathieu Laensberg[91] estos dos versos, que se han hecho justamente clásicos:

Que llueva o que no llueva,

el oso vuelve a su caverna.

Marius acababa de salir de la suya. La noche caía. Era la hora de ir a cenar, porque había tenido necesidad de volver a comer, ¡oh, debilidad de las pasiones ideales!

Acababa de cruzar el umbral de su puerta, que la tía Bougon estaba barriendo, mientras murmuraba este monólogo, digno de ser reproducido:

—¿Qué se encuentra barato ahora? Todo es caro. Sólo andan baratos los trabajos del mundo; ¡eso sí que no cuesta nada, las penas!

Marius subía lentamente el bulevar hacia la barrera con objeto de llegar a la calle Saint-Jacques. Andaba pensativo y con la cabeza baja.

De repente, sintiose empujado en la bruma; se volvió y vio a dos jóvenes vestidas de harapos, una alta y delgada, la otra un poco menos alta, que pasaban rápidamente, sofocadas, asustadas, y como si huyeran; no le habían visto y, al pasar, habían tropezado con él. Marius distinguía en el crepúsculo sus figuras lívidas, sus cabezas despeinadas, sus cabellos esparcidos, sus horribles gorros, sus faldas de harapos y sus pies desnudos. Sin dejar de correr, iban hablando. La mayor decía a la más pequeña en voz baja:

—Los corchetes han venido; no han podido trincarme.

La otra respondió:

—Los he visto, y ¡me las he pirado, me las he pirado!

Marius comprendió, a través de aquel siniestro argot, que los gendarmes o los agentes de la policía habían tratado de prender a aquellas muchachas, y ellas habían podido escaparse.

Se metieron por entre los árboles del bulevar, que estaban detrás de Marius, y formaron durante algún tiempo en la oscuridad como una sombra blanquecina que desapareció al fin.

Marius se detuvo un momento.

Iba a continuar su camino cuando descubrió un pequeño paquete gris en el suelo, a sus pies. Se inclinó y lo recogió. Era una especie de sobre que parecía contener papeles.

—Bueno —dijo—, ¡estas desgraciadas lo habrán dejado caer!

Volvió sobre sus pasos, llamó, pero no pudo encontrarlas; pensó que estarían ya lejos, se metió el paquete en el bolsillo y se fue a cenar.

Por el camino vio, en un pasillo de la calle Mouffetard, un ataúd de niño, cubierto con un paño negro, colocado sobre tres sillas e iluminado por una vela. Las dos jóvenes que había visto en el crepúsculo acudieron a su imaginación.

«¡Pobres madres! —pensó—. Hay algo más triste que ver morir a los hijos, es verlos con mala vida».

Después, esas sombras que distraían su tristeza abandonaron su pensamiento y cayó en sus habituales meditaciones. Volvió a pensar en los seis meses de amor y felicidad que había pasado al aire libre y en plena luz bajo los árboles del Luxemburgo.

—¡Qué sombría se ha hecho mi vida! —se decía—. Las jóvenes se me presentan sin cesar. Pero antes eran ángeles, y ahora son abismos.