Hemos hablado de un lancero. Era un sobrino tercero que tenía el señor Gillenormand, por parte del padre, y que llevaba, lejos de la familia y del hogar doméstico, la vida de guarnición. El teniente Théodule Gillenormand tenía todas las condiciones necesarias para ser lo que se llama un hermoso oficial. Tenía una silueta de «señorita», cierto modo triunfal de arrastrar el sable victorioso y el bigote retorcido. Iba raras veces a París, tan raras veces que Marius no lo había visto jamás. Théodule era, según creemos haber dicho, el favorito de la tía Gillenormand, que lo prefería porque no le veía. No ver a las personas es una cosa que permite suponerles todas las perfecciones.
Una mañana, la señorita Gillenormand, la mayor, había regresado a casa tan conmovida como podía permitírselo su placidez. Marius acababa de pedir una vez más permiso a su abuelo para hacer un pequeño viaje, añadiendo que pensaba partir aquella misma noche.
—¡Anda! —exclamó el abuelo.
Luego enarcó las cejas y se dijo: «¡Reincide en dormir fuera!».
La señorita Gillenormand había subido a su habitación muy intrigada, y había dejado escapar en la escalera esta exclamación: «¡Es demasiado!», y esta interrogación: «Pero ¿adónde va?». Entreveía alguna aventura de corazón más o menos ilícita, una mujer en la penumbra, una cita, un misterio y no le hubiera disgustado haberle podido echar el lente. El saboreo de un misterio es como el principio de un escándalo; las almas santurronas no lo detestan. Hay en los secretos receptáculos de la mojigatería una cierta curiosidad por el escándalo.
Estaba, pues, dominada por el vago apetito de enterarse de una historia.
Para distraerse de esta curiosidad que la agitaba un poco más que de costumbre, se había refugiado en sus habilidades, y se había puesto a festonear con algodón y sobre algodón uno de esos bordados del Imperio y la Restauración en los que hay muchas ruedas de cabriolé. Obra tosca, obrera brusca. Estaba desde hacía varias horas en su silla cuando la puerta se abrió. La señorita Gillenormand levantó la nariz; el teniente Théodule estaba ante ella, y le hacía el saludo reglamentario. Ella lanzó un grito de alegría. Una mujer puede ser vieja, mojigata, devota, tía, pero siempre le resulta agradable ver entrar en su habitación a un lancero.
—¡Tú aquí, Théodule! —exclamó.
—De paso, tía.
—Pero ¡abrázame!
—¡Ya está! —dijo Théodule.
Y la abrazó. La tía Gillenormand se dirigió a su tocador y lo abrió.
—¡Te quedarás con nosotros al menos toda la semana!
—Me marcho esta tarde, tía.
—¡No es posible!
—Matemáticamente.
—Quédate, mi pequeño Théodule, te lo ruego.
—El corazón dice sí, pero la consigna dice no. La historia es bien sencilla. Cambiamos de guarnición; estábamos en Melun y nos llevan a Gaillon. Para ir de la antigua guarnición a la nueva es preciso pasar por París. Me he dicho: voy a ver a mi tía.
—Pues aquí tienes, por la molestia.
Y le puso diez luises en la mano.
—Por el placer, querida tía.
Théodule la abrazó por segunda vez, y ella tuvo el placer de que le rozara un poco el cuello con los cordones del uniforme.
—¿Haces el viaje a caballo con tu regimiento? —le preguntó.
—No, tía. He querido veros. Tengo un permiso especial. Mi asistente lleva mi caballo, y yo voy en la diligencia. Y a propósito, tengo que preguntaros una cosa.
—¿El qué?
—¿Está de viaje también mi primo Marius Pontmercy?
—¿Cómo lo sabes? —inquirió la tía, súbitamente excitada en lo más vivo de la curiosidad.
—Al llegar he ido a la diligencia a reservar mi plaza en el cupé.
—¿Y qué?
—Que había ido ya un viajero a tomar un asiento en el imperial. He visto su nombre en la hoja.
—¿Qué nombre?
—Marius Pontmercy.
—¡Ah, pícaro! —exclamó la tía—. ¡Ah! Tu primo no es un muchacho de juicio como tú. ¡Decir que va a pasar la noche en la diligencia!
—Como yo.
—Pero tú lo haces por deber, y él por capricho.
—¡Ah! —dijo Théodule.
En esto, le sucedió una cosa notable a la señorita Gillenormand, la mayor; tuvo una idea. Si hubiera sido hombre, se habría dado una palmada. Dijo a Théodule:
—¿Sabes que tu primo no te conoce?
—No. Yo le he visto, pero él jamás se ha dignado mirarme.
—¿Y vais a viajar juntos así?
—Él en la imperial y yo en el cupé.
—¿Adónde va esa diligencia?
—A los Andelys.
—¿Es allí, pues, adonde va Marius?
—A menos que, como yo, baje antes. Yo bajo en Vernon para tomar la correspondencia de Gaillon. No sé nada del itinerario de Marius.
—¡Marius! ¡Qué nombre tan vulgar! ¡Qué ocurrencia tuvieron al llamarle Marius! ¡Pero tú, al menos, te llamas Théodule!
—Preferiría llamarme Alfred —dijo el oficial.
—Escucha, Théodule.
—Escucho, tía.
—Presta atención.
—Presto atención.
—¿Estás?
—Sí.
—Pues bien, Marius se ausenta a menudo.
—¡Eh!
—Viaja.
—¡Ah!
—Duerme fuera de casa.
—¡Oh!
—Quisiéramos saber qué hay en esto.
Théodule respondió con la calma de un hombre curtido:
—Algún amorío. —Y con esa risa entre piel y carne que pone de manifiesto la certidumbre, añadió—: Alguna chiquilla.
—Es evidente —dijo la tía, que creyó oír hablar al señor Gillenormand, y que sintió salir irresistiblemente de su convicción esa palabra, «chiquilla», acentuada casi de la misma forma por el tío y el sobrino.
Luego añadió:
—Haznos un favor. Sigue un poco a Marius; te será fácil, porque no te conoce. Y puesto que hay una chica, haz por verla. Nos escribirás la aventura, y se divertirá el abuelo.
No le gustaba a Théodule este espionaje, pero los diez luises le habían conmovido, y creía que podían traer otros detrás. Aceptó, pues, la comisión y dijo:
—Como queráis, tía.
Y añadió para sí: «Ya estoy convertido en dueña».
La señorita Gillenormand le abrazó.
—No harías tú nunca eso, Théodule. Tú obedeces a la disciplina, eres esclavo de la consigna, eres un hombre de escrúpulos y de deber, y no abandonarías a tu familia para ir a ver a una criatura.
El lancero hizo la mueca de satisfacción que habría hecho Cartouche elogiado por su probidad.
Marius, al anochecer que siguió a este diálogo, subió a la diligencia sin sospechar que iba vigilado. En cuanto al vigilante, la primera cosa que hizo fue dormirse con un sueño completo y concienzudo. Argos roncó durante toda la noche.
Al despuntar el día, el mayoral de la diligencia gritó:
—¡Vernon! ¡Relevo de Vernon! ¡Los viajeros de Vernon!
Y el teniente Théodule se despertó.
—Bien —gruñó, medio dormido aún—, aquí es donde bajo.
Después empezó a despejarse su memoria poco a poco, y se acordó de su tía, de los diez luises, y de la promesa que le había hecho de contar los hechos y los gestos de Marius. Esto le hizo reír.
«Ya no estará tal vez en el coche —pensó, mientras se abotonaba la chaqueta de su uniforme—. Ha podido descender en Poissy; o en Triel; si no ha bajado en Meulan, ha podido hacerlo en Mantes, a menos que lo haya hecho en Rolleboise, o que haya llegado hasta Pacy, pudiendo allí torcer a la izquierda, hacia Évreux, o a la derecha, hacia La Roche-Guyon. Echadle un galgo, tía. ¿Qué diablos voy a escribir ahora a esa pobre vieja?».
En aquel momento, apareció en la ventanilla del cupé un pantalón negro que descendía de la imperial.
«¿Será Marius?», se preguntó el teniente.
Era Marius.
Al pie del coche, mezclada entre los caballos y los postillones, una jovencita ofrecía flores a los viajeros.
—¡Compradme flores, para las damas! —gritaba.
Marius se acercó a ella y le compró las más hermosas de las flores que llevaba en la cesta.
«Por de pronto —se dijo Théodule saltando del cupé—, esto ya me interesa. ¿A quién diantres va a llevar esas flores? Es preciso que sea una mujer muy bonita para merecer tan hermoso ramo. Quiero conocerla».
Y ya no por mandato, sino por curiosidad personal, como los perros que cazan por cuenta propia, siguió a Marius.
Marius no prestaba atención alguna a Théodule. De la diligencia bajaron algunas mujeres elegantes; no las miró. Parecía que no veía nada a su alrededor.
«¡Está enamorado!», pensó Théodule.
Marius se dirigió hacia la iglesia.
—¡Magnífico! —murmuró para sí Théodule—. ¡La iglesia! Eso es. Las citas sazonadas con un poco de misa son las mejores. No hay nada tan exquisito como una ojeada que pasa por encima de Dios.
Al llegar a la iglesia, Marius no entró en ella, sino que dio la vuelta por detrás de la cabecera del templo. Desapareció detrás del ángulo de uno de los estribos del ábside.
—La cita es fuera —dijo Théodule—. Veamos a la chica.
Y se adelantó de puntillas hacia el ángulo por donde Marius había desaparecido.
Al llegar allí, se detuvo estupefacto.
Marius, con la frente en las manos, estaba arrodillado en la hierba junto a una tumba. Había deshojado el ramo. Al extremo de la fosa, en un pequeño promontorio que indicaba la cabecera, había una cruz de madera negra, con este nombre en letras blancas: «Coronel Barón Pontmercy». Oíase sollozar a Marius.
La muchacha era una tumba.