III
Requiescant[35]

El salón de la señora de T. era todo lo que Marius Pontmercy conocía del mundo. Era la única abertura por donde podía mirar la vida. Esta abertura era oscura, y recibía por ella más frío que calor, más niebla que luz.

Este niño, que era la alegría y la luz, al entrar en este mundo extraño, adquirió en poco tiempo una gran tristeza, y lo que es aún más contrario a su edad, gravedad. Rodeado de todas aquellas personas importantes y singulares, miraba a su alrededor con una sorpresa seria. Todo contribuía a aumentar en él aquel estupor. En el salón de la señora de T. había nobles y ancianas damas muy venerables, que se llamaban Mathan, Noé, Lévis, que se pronunciaba Lévi, Cambis, que se pronunciaba Cambyse. Aquellas caras antiguas y aquellos nombres bíblicos se mezclaban en la cabeza del niño con el Antiguo Testamento, que se aprendía de memoria, y cuando estaban todas sentadas en círculo, alrededor de una lumbre moribunda, iluminadas apenas por una lámpara de pantalla verde, con sus severos perfiles, sus cabellos grises o blancos, sus largos vestidos de otra época, en los que no se distinguían más que colores lúgubres, dejando caer a intervalos palabras majestuosas y graves a la vez, el niño Marius las contemplaba con ojos azorados, creyendo ver en ellas, no mujeres, sino patriarcas y magos, no seres reales, sino fantasmas.

Con estos fantasmas se mezclaban varios curas, que frecuentaban aquel viejo salón, y algunos gentilhombres; el marqués de Sassenay, secretario de órdenes de la señora de Berry, el vizconde de Valory, que publicaba, bajo el seudónimo de Charles-Antoine, odas monorrimas, el príncipe de Beauffremont, que, aun siendo bastante joven, tenía ya cabellos grises, y una mujer bonita y de talento, cuyos trajes de terciopelo escarlata con trencilla de oro, muy escotados, escandalizaban aquellas tinieblas; el marqués de Coriolis d’Espinouse, el hombre de Francia, que sabía mejor que nadie «la urbanidad proporcionada», el conde de Amendre, buen hombre de semblante benévolo, y el caballero de Port-de-Guy, pilar de la Biblioteca del Louvre, llamada el gabinete del rey. El señor Port-de-Guy, calvo y más bien envejecido que viejo, contaba que en 1793, a la edad de dieciséis años, había sido condenado a presidio por refractario, y atado a la misma cadena que un octogenario, el obispo de Mirepoix, refractario a su vez, pero como sacerdote, mientras que él lo era como soldado. Era en Tolón. Su trabajo era ir a recoger por la noche, del cadalso, las cabezas y los cuerpos de los guillotinados durante el día; llevaban a cuestas aquellos troncos destilando sangre, y sus capas rojas de presidiarios tenían detrás de la nuca una costra de sangre, seca por la mañana y húmeda por la noche. Estos relatos trágicos abundaban en el salón de la señora de T.; y a fuerza de maldecir a Marat, se aplaudía a Trestaillon. Algunos diputados de los llamados «introuvables» hacían su partida de whist; eran el señor Thibord du Chalard, el señor Lemarchant de Gomicourt y el señor Cornet-Dincourt. El bailío de Ferrette, con sus calzones cortos y sus piernas delgadas, entraba de paso alguna vez en el salón, al ir a casa del señor Talleyrand. Había sido compañero de locuras del señor conde de Artois, y a la inversa de Aristóteles, acurrucado bajo Campaspe, había hecho andar a la Guimard a cuatro patas, y por consiguiente había demostrado ante la historia cómo puede quedar vengado un filósofo por un bailío.

En cuanto a los sacerdotes, eran el abate Halma, el mismo a quien el señor Larose, su colaborador en La Foudre, decía: «¡Bah! ¿Quién no tiene cincuenta años? Solamente algún boquirrubio»; el abate Letourneur, predicador del rey, el abate Frayssinous, que no era aún conde ni obispo, ni ministro, ni par, y que llevaba una vieja sotana, donde faltaban algunos botones, y el abate Keravenant, párroco de Saint-Germain-des-Prés; además, el nuncio del papa, entonces monseñor Macchi, arzobispo de Nisibis, y más tarde cardenal, notable por su larga nariz pensativa, y otro monseñor llamado abate Palmieri, prelado doméstico, uno de los siete protonotarios de la Santa Sede, canónigo de la insigne basílica liberiana, abogado de los santos, postulatore di santi, lo cual atañe a los asuntos de canonización y significa, poco más o menos, postulador o receptor de las solicitudes de la sección del paraíso; finalmente, dos cardenales, el señor de la Luzerne y el señor de Clermont-Tonnerre. El señor cardenal de la Luzerne era escritor y tendría, algunos años más tarde, el honor de firmar algunos artículos en el Conservateur, al lado de Chateaubriand. El señor de Clermont-Tonnerre era arzobispo de Toulouse, y solía ir con frecuencia a París a pasar una temporada a casa de su sobrino el marqués de Tonnerre, que ha sido ministro de Marina y de Guerra. El cardenal de Clermont-Tonnerre era un viejo alegre, que enseñaba sus medias rojas levantando su sotana; su especialidad era odiar la Enciclopedia y jugar locamente al billar, y la gente que por entonces pasaba en las noches de verano por la calle Madame, donde entonces se hallaba la mansión de Clermont-Tonnerre, se detenía para oír el choque de las bolas y la voz aguda del cardenal gritando a su conclavista, monseñor Cottret, obispo in partibus de Caryste: «Apunta, abate, que he hecho carambola». El cardenal de Clermont-Tonnerre había sido presentado en casa de la señora de T. por su más íntimo amigo, el señor de Roquelaure, antiguo obispo de Senlis, y uno de los cuarenta. El señor de Roquelaure era notable por su alta estatura y su asiduidad a la Academia; a través de la puerta vidriera de la sala contigua a la biblioteca, donde la Academia francesa celebraba entonces sus sesiones, los curiosos podían contemplar todos los jueves al antiguo obispo de Senlis, habitualmente en pie, recién empolvado, con medias violeta, y vuelto de espaldas a la puerta, aparentemente para dejar ver mejor su alzacuello. Todos los eclesiásticos, que eran tan cortesanos como hombres de iglesia, aumentaban la gravedad de la tertulia de T., en la cual cinco pares de Francia, el marqués de Vibraye, el marqués de Talaru, el marqués de Herbouville, el vizconde de Dambray y el duque de Valentinois, acentuaban el aspecto señorial.

Este duque de Valentinois, aunque era príncipe de Mónaco, es decir, príncipe soberano extranjero, tenía formada tan alta idea de Francia y de la dignidad de par que todo lo veía a través de ambas cosas, y solía decir: «Los cardenales son los pares de Francia de Roma, los lores son los pares de Francia de Inglaterra». Por lo demás, como la Revolución en este siglo debe entrar en todas partes, aquel salón feudal estaba, según hemos dicho, dominado por un hombre de la clase media. El señor Gillenormand reinaba allí.

Aquélla era la esencia y la quintaesencia de la sociedad parisiense blanca. Allí se ponían en cuarentena los nombres más conocidos, aunque fueran realistas. En la fama hay siempre algo de anarquía. Si Chateaubriand hubiera entrado allí, habría producido el efecto del Père Duchêne. Sin embargo, algunos arrepentidos entraban por tolerancia en este mundo ortodoxo. El conde Beugnot, alto funcionario, fue admitido a título de corrección.

Los salones «nobles» de hoy no se parecen en nada a aquellos salones de entonces. El barrio Saint-Germain de hoy huele a hereje. Los realistas de ahora son demagogos, digámoslo en elogio suyo.

En casa de la señora T., el mundo era superior, el gusto era exquisito y altivo, bajo una gran cortesía. Las costumbres llevaban consigo toda clase de refinamientos involuntarios, que eran el antiguo régimen enterrado pero vivo. Algunas de estas costumbres, especialmente en el lenguaje, eran muy caprichosas. Los observadores superficiales hubieran tomado por provincialismos lo que no eran más que antiguallas. Llamar a una dama «la señora generala» y «la señora coronela» no era del todo inusitado. La encantadora señora de Léon, en recuerdo sin duda de las duquesas de Longueville y de Chevreuse, prefería este apelativo a su título de princesa. La marquesa de Créquy, a su vez, se hacía llamar «la señora coronela».

Fue en este pequeño círculo aristocrático donde se inventó el refinamiento de decir siempre, al hablar al rey en la intimidad, «el rey», en tercera persona, y no decir nunca «Vuestra Majestad», porque esta calificación había sido profanada por el «usurpador».

Allí se juzgaban los hechos y a los hombres. Se burlaban de la época, lo cual los dispensaba de comprenderla. Auxiliábanse en el asombro. Se comunicaban la cantidad de luz que cada uno poseía. Matusalén enseñaba a Epiménides[36]. El sordo ponía al corriente al ciego. Declaraban como no pasado el tiempo transcurrido desde Coblenza. Así como Luis XVIII estaba, por la gracia de Dios, en el vigésimo quinto año de su reinado, los exiliados estaban, de derecho, en el vigésimo quinto año de su adolescencia.

Todo era armonioso; nada había vivido demasiado; la palabra era apenas un soplo; el periódico, de acuerdo con el salón, parecía un papiro. Había algunos jóvenes, pero estaban casi muertos. En la antecámara, las libreas estaban muy gastadas. Estos personajes, completamente pasados, tenían criados del mismo estilo. Todos tenían el aire de haber vivido hacía largo tiempo, y de obstinarse contra el sepulcro. Conservar, Conservación, Conservador, era éste, poco más o menos, todo su diccionario. «Estar en buen olor» era lo que les importaba. Y, en efecto, las opiniones de aquellos grupos venerables estaban embalsamadas, y las ideas olían a nardo. Era un mundo momificado. Los dueños estaban embalsamados, los criados empajados.

Una digna marquesa vieja, exiliada y arruinada, no tenía más que una criada, y seguía diciendo: «Mis criados».

¿Qué se hacía en el salón de la señora T.? Eran ultras.

Ser ultra; esta palabra, sea cual fuese su significado, y aunque tal vez no haya desaparecido, ya no tiene sentido hoy en día. Expliquémosla.

Ser ultra es ir más allá; es hacer la guerra al centro en nombre del trono y a la mitra en nombre del altar; es maltratar lo que se arrastra; es arrojarse en el tiro de caballos para que vayan más deprisa; es censurar la hoguera porque quema poco a los herejes; es reprender al idólatra por su poca idolatría; es insultar por exceso de respeto; es no encontrar bastante papismo en el papa, ni bastante realeza en el rey, y demasiada luz en la noche; es estar descontento del alabastro, de la nieve, del cisne y de la azucena, en nombre de la blancura; es ser partidario de las cosas hasta el punto de ser su enemigo; es llevar el pro hasta el contra.

El espíritu ultra caracteriza especialmente la primera fase de la Restauración.

No hay nada en la historia semejante al cuarto de hora que empieza en 1814 y termina en 1820, con el advenimiento del señor de Villèle, el hombre práctico de la derecha. Estos seis años fueron un momento extraordinario, ruidoso y triste a la vez, risueño y sombrío, iluminado como por la claridad del alba, y al mismo tiempo cubierto por las tinieblas de las grandes catástrofes que llenaban aún el horizonte y se sumergían lentamente en el pasado. Hubo en aquella luz y en aquella sombra todo un pequeño mundo nuevo y viejo, bufón y triste, juvenil y senil, frotándose los ojos; nada se parece tanto al despertar como el retorno; era un grupo que contemplaba a Francia con humor y al que Francia miraba con ironía; viejos búhos, marqueses finchados, los que desaparecen y los aparecidos, los «ex» sorprendidos de todo, buenos y nobles aristócratas, sonriendo por estar en Francia, y llorando al mismo tiempo, sorprendidos de volver a ver a su patria, y desesperados por no encontrar su monarquía; la nobleza de las Cruzadas despreciando a la nobleza del Imperio, es decir, la nobleza de la espada; las razas históricas que habían perdido el significado de la historia; los hijos de los compañeros de Carlomagno desdeñando a los compañeros de Napoleón. Las espadas, como acabamos de decir, se enviaban recíprocamente insultos; la espada de Marengo era odiosa y no era más que un sable. Antiguo desconocía a Ayer. No se tenía el sentimiento de lo grande, ni el sentimiento de lo ridículo, y hubo quien llamó Scapin a Bonaparte. Este mundo ya no existe. Nada queda hoy de él, repitámoslo. Cuando sacamos de él por casualidad alguna figura, y tratamos de hacerla revivir por medio del pensamiento, nos parece extraño, como un mundo antediluviano. Y es que, en efecto, ha sido sumergido también por un diluvio. Ha desaparecido bajo dos revoluciones. ¡Qué olas tan poderosas las ideas! ¡Cómo cubren rápidamente todo lo que deben destruir y sepultar, en cumplimiento de su misión, y cuán pronto excavan terribles profundidades!

Tal era la fisonomía de los salones en aquellos tiempos lejanos y cándidos, en los que el señor Martainville tenía más agudeza que Voltaire[37].

Estos salones tenían una política y una literatura propias. Creían en Fiévée. El señor Agier dictaba ley; comentábase al señor Colnet, el publicista que vendía libros viejos en los muelles Malaquais. Napoleón era conocido solamente con el nombre de Ogro de Córcega. Más tarde, la entrada en la historia del señor marqués de Buonaparté, lugarteniente general de los ejércitos del rey, fue una concesión al espíritu del siglo.

Estos salones no se conservaron puros durante mucho tiempo. Desde 1818, empezaron a germinar en ellos algunos doctrinarios de matiz sospechoso, que tenían por sistema ser realistas, disculpándose de serlo. Allí donde los ultras estaban orgullosos, los doctrinarios estaban un poco avergonzados. Tenían ingenio, y guardaban silencio. Su dogma político estaba convenientemente aderezado de gravedad; debían, pues, triunfar. Lucían, muy útilmente por los demás, excesos de corbata blanca y de traje abotonado. El error o la desgracia del partido doctrinario ha sido crear una juventud envejecida. Adoptaban posturas de sabios; soñaban en injertar en el principio absoluto y excesivo un poder templado. Se oponían, y alguna vez con rara inteligencia, al liberalismo conservador; y se les oía decir: «Gracia para el realismo; nos ha prestado más de un servicio. Nos ha traído la tradición, el culto, la religión, el respeto. Es fiel, valiente, caballeresco, amante, leal. Viene a mezclar, aunque con pesar, las nuevas grandezas de la nación con las grandezas seculares de la monarquía. Tiene la desgracia de no comprender la Revolución, el Imperio, la gloria, la libertad, las nuevas ideas, las nuevas generaciones, el siglo. Pero este defecto que tiene, respecto a nosotros, ¿no lo tenemos nosotros algunas veces también respecto a él? La Revolución, de la que todos somos herederos, debe tener la inteligencia de todos. El contrasentido del liberalismo es atacar al realismo. ¡Qué falta, y qué ceguera! La Francia revolucionaria no tiene respeto por la Francia histórica, es decir, por su madre, es decir, por sí misma. Después del 5 de septiembre se trata a la nobleza de la Monarquía como después del 8 de julio[38] se trataba a la nobleza del Imperio. Ellos han sido injustos con el águila, nosotros somos injustos con la flor de lis. ¡Siempre se desea tener algo que proscribir! ¿Es útil desdorar la corona de Luis XIV, raspar el escudo de Enrique IV? ¡Nos burlamos del señor de Vaublanc, que borraba las N del puente de Iéna! ¿Y qué hacía? Lo que hacemos nosotros. Bouvines nos pertenece lo mismo que Marengo. Las flores de lis son nuestras, lo mismo que las N. Éste es nuestro patrimonio. ¿Por qué disminuirlo? No debemos renegar de la patria, ni de lo pasado, ni de lo presente. ¿Por qué no hemos de admitir toda la historia? ¿Por qué no hemos de amar a toda Francia?».

De este modo los doctrinarios criticaban y protegían al realismo, descontento de ser criticado y furioso por ser protegido.

Los ultras caracterizaron la primera época del realismo; la congregación caracterizó a la segunda. A la pasión, sucedió la habilidad. Terminemos aquí este bosquejo.

En el curso de esta narración, el autor de este libro ha encontrado en su camino este momento curioso de la historia contemporánea; al pasar ha debido dirigir una mirada y trazar alguno de los perfiles singulares de esta sociedad hoy desconocida. Pero lo hace rápidamente, y sin ninguna idea amarga o burlesca. Algunos recuerdos, afectuosos y respetuosos, pues se refieren a su madre, le unen a este pasado. Por otra parte, digámoslo, aquel pequeño mundo tenía su grandeza. Podemos sonreírnos, pero no despreciarle ni odiarle. Era la Francia de otro tiempo.

Marius Pontmercy hizo, como todos los niños, algunos estudios. Cuando salió de las manos de la tía Gillenormand, su abuelo lo confió a un digno profesor de la más pura inocencia clásica. Aquella joven alma que empezaba a abrirse pasó de una mojigata a un pedante. Marius tuvo sus años de colegio, y luego entró en la escuela de derecho. Era realista, fanático y austero. Amaba muy poco a su abuelo, cuya alegría y cinismo le incomodaban, y era sombrío en lo que se refiere a su padre.

Por lo demás, era un joven entusiasta y frío, noble, generoso, orgulloso, religioso, exaltado; digno hasta la dureza, puro hasta ser insociable.