Capítulo 23

Se dijo

que entonces fue cuando volvió la hoja hacia ella

para hurtar la magia

de la vida.

Llamada a la Sombra

Felisin (n.1146)

Exhausto, Paran se abrió paso entre los matojos. Finalmente, se agachó a la sombra de un árbol, y el mundo cambió. Las fauces se cernieron sobre su hombro izquierdo, los dientes mordieron la cota de mallas y lo levantaron del suelo. Una oleada de fuerza invisible lo arrojó volando por el aire. Cayó con fuerza, se puso de rodillas y levantó la mirada a tiempo de ver a un Mastín caer de nuevo sobre él. Paran no sentía el brazo izquierdo; tiró en vano de la espada cuando el Mastín despegó la mandíbula que acto seguido se clavó en su pecho. La cota de malla protestó, las anillas saltaron, la carne sufrió y la sangre brotó cuando el Mastín levantó de nuevo a Paran.

El capitán colgaba de las fauces de aquella bestia gigantesca. Sintió que Azar se deslizaba por la vaina, pero el peso era demasiado para él. El Mastín no tardó en sacudirlo. La sangre salpicó el suelo. Luego, lo dejó caer y retrocedió; casi parecía desconcertado. Se lamentó, empezó a dar pasos atrás y adelante, con los ojos puestos una y otra vez en el capitán.

El dolor inundó a Paran por oleadas, cada una más intensa que la anterior. Le temblaban los miembros de forma incontrolada y apenas podía respirar.

—Por lo visto, Cruz ha encontrado a alguien con quien desahogarse —dijo una voz. Paran pestañeó, abrió los ojos y vio de pie a su lado a un hombre cubierto con una capucha negra—. Pero se ha mostrado demasiado impaciente, por lo que no tengo más remedio que disculparme. Es evidente que los Mastines tienen algunas cuentas que saldar contigo. —El hombre miró ceñudo a Cruz—. Es más, hay algo relacionado contigo que lo ha confundido… ¿Afinidad? Vaya, vaya, ¿cómo puede ser?

—Tú, fuiste tú —acusó Paran mientras perdía la sensibilidad en todo el cuerpo— el que poseyó a la niña…

El hombre encaró al capitán.

—Sí, soy Cotillion. Tronosombrío lamenta haberte dejado en la puerta del Embozado, al precio de dos Mastines. ¿Te das cuenta de que ningún hombre, mortal o Ascendiente, había matado jamás a un Mastín?

¿Salvé sus almas? ¿Serviría de algo contarlo? No, casi sería como rogar. Paran miró a Cruz. ¿Afinidad?

—¿Qué quieres de mí? —preguntó a Cotillion—. ¿Mi muerte? En ese caso bastará con que me dejes aquí, que poco falta.

—Debiste dejar que nos ocupáramos de nuestros asuntos, capitán, puesto que ahora tú también desprecias a la emperatriz.

—Lo que le hiciste a esa muchacha…

—Lo que le hice fue piadoso. La utilicé, sí, pero ella no lo sabía. ¿Acaso puede decirse lo mismo de ti? Dime, ¿es mejor o peor saber que te están utilizando?

Paran nada respondió.

—Puedo devolver a la muchacha todos esos recuerdos, si eso es lo que quieres. Los recuerdos de todo lo que hice, de lo que hizo mientras estuvo poseída por mí…

—No.

Cotillion asintió.

Paran pudo sentir de nuevo el dolor, y ello le sorprendió. Había perdido tanta sangre que a esas alturas ya esperaba estar inconsciente. En lugar de ello volvió a sentir dolor, un dolor incesante, insoportable. Tosió.

—¿Y ahora?

—¿Ahora? —Cotillion parecía sorprendido—. Ahora, vuelta a empezar.

—¿Otra muchacha como ella?

—No, eso se torció.

—Le robaste la vida.

—Pues ahora la ha recuperado —replicó la Cuerda mirándole con dureza—. Veo que aún ciñes a Azar, de modo que no puede decirse lo mismo de ti.

Paran volvió la cabeza y vio el arma a un brazo de distancia.

—Cuando la suerte me dé la espalda —masculló. Y la espalda me la ha dado. Descubrió que podía mover el brazo izquierdo, y que el dolor del pecho era menos insistente que antes.

—Para entonces será demasiado tarde, capitán —rió secamente Cotillion al oír las palabras de Paran—. Apostarías a que la dama aún te sonríe. Has abandonado la sabiduría que pudiste tener en el pasado. Tal es el poder de los Mellizos.

—Me estoy curando —dijo Paran.

—Así es. Tal como he dicho, Cruz se ha precipitado.

El capitán se levantó lenta y cautelosamente. La armadura de mallas estaba despedazada, pero debajo pudo ver la ardiente llama de la herida recién curada.

—No… No te entiendo, Cotillion o Tronosombrío.

—No estás solo en eso. En fin, en lo que a Azar respecta…

Paran miró el arma.

—Tuya es, si la quieres.

—Ah. —Cotillion sonrió, acercándose a tomarla—. Sospechaba que habías cambiado de inclinaciones, capitán. El mundo es tan complejo, ¿verdad? Dime, ¿te apenan quienes te utilizaron?

Paran cerró los ojos. Tuvo la impresión de quitarse un tremendo peso de encima. Recordó el modo en que el finnest había aferrado su alma. Elevó la mirada al Mastín. En los ojos de Cruz creyó ver algo que casi le resultaba… blando.

—No.

—Qué rápidamente vuelve a uno la sabiduría en cuanto se rompen los lazos —constató Cotillion—. Ahora voy a devolverte, capitán, con esta última advertencia que te hago: procura pasar desapercibido. Ah, y la próxima vez que veas un Mastín, huye.

El aire envolvió de oscuridad a Paran. Pestañeó, vio que los árboles de la hacienda se dibujaban de nuevo ante su mirada y pensó: Me pregunto si huiré de él, o… con él.

—¿Capitán? —Era la voz de Mazo—. En nombre del Embozado, ¿dónde te habías metido?

—No, en nombre del Embozado, no, Mazo —dijo Paran al tiempo que se sentaba en el suelo—. Aquí estoy, en las sombras.

El sanador se acercó corriendo a él.

—Tenemos problemas por todas partes. Pareces…

—Adelante, suéltalo —gruñó el capitán al ponerse en pie.

—Por el aliento del Embozado, ¿qué te ha mordido de esa manera, señor?

—Voy por Lorn. Los que salgamos con vida de ésta nos vemos en la taberna del Fénix, ¿entendido?

—Sí, señor.

Paran se dio la vuelta para marcharse.

—¿Capitán?

—¿Sí?

—No te comportes con ella como un caballero, señor.

Paran se alejó.

Azafrán no podía olvidar lo que había presenciado; lo veía de nuevo en la mente con una claridad diáfana. Volvía a rememorarlo una y otra vez mientras intentaba apartar ese recuerdo de la mente, con sus pensamientos empañados de pánico y desesperación.

Tío Mammot había muerto. En la mente del joven una voz firme y lejana le decía que aquel hombre que había llevado el rostro de Mammot no era el mismo que conocía de toda la vida, y que lo que finalmente se habían llevado a rastras aquellas raíces era otra cosa, un ente horrible. La voz no dejaba de repetirlo y, tras las imágenes que desfilaban ante sus ojos sin que pudiera librarse de ellas, la oía hablar más alto o más bajo.

El salón de la mansión de dama Simtal estaba abandonado, y los atavíos y los adornos de la fiesta yacían desperdigados por doquier, igual que las manchas y salpicaduras de sangre. Los muertos y aquellos a quienes Mammot había herido se los habían llevado los guardias; todos los sirvientes habían huido.

Azafrán corrió por la sala hasta la puerta principal, que halló abierta. Más allá, la luz de las antorchas bañaba de un fulgor azulado las losas del caminito que conducía a las puertas de la hacienda, abiertas también de par en par. El ladrón recorrió velozmente el camino. Al acercarse, se detuvo al percibir algo extraño en las calles.

Al igual que la hacienda de dama Simtal, la calle estaba completamente vacía, alfombrada también de pendones y banderas. El viento seco soplaba a rachas para hacerlos volar por la calzada. El aire estaba cargado, tanto que respirarlo resultaba asfixiante.

Azafrán salió a la calle. En ambas direcciones, al menos que él alcanzara a ver, no había un solo juerguista, y el silencio se imponía sobre todas las cosas. El viento lo acarició; primero procedente de una dirección, luego de la opuesta, como si buscara una salida. Un olor como a osario llenó de pronto las calles.

De nuevo acudió a su mente la muerte de Mammot. Se sintió totalmente solo, aunque las palabras de Rallick le servían de guía. Hacía unos días, el asesino lo había aferrado del cuello de la camisa. Había acusado a Azafrán de participar del sangriento festín de la ciudad. Quería refutar aquellas palabras, sobre todo ahora. Darujhistan era importante. Era su hogar, y por tanto era importante.

Se volvió en dirección a la hacienda de Baruk. Al menos con las calles vacías no tardaría mucho en llegar. Echó a correr.

El viento soplaba en su contra. La oscuridad acechaba sobre las lámparas de gas que había en las calles. Azafrán se detuvo de pronto en una esquina. Había oído algo. Inclinó la cabeza, contuvo el aliento y prestó atención. Ahí estaba de nuevo: pájaros, cientos de ellos a juzgar por el ruido, murmuraban, cloqueaban, graznaban. Entre el olor a osario creyó percibir el rancio hedor de los nidos. Frunció el ceño, pensativo, y levantó la mirada.

Un grito se le escapó de los labios y se agachó de forma instintiva. Por encima de su cabeza, tapando el cielo cubierto de estrellas, había una especie de techo de piedra negra jaspeada; colgaba a tan baja altura que parecía estar apenas a una vara de los techos de los edificios más elevados. La observó unos instantes, hasta que tuvo que apartar la mirada debido a la sensación de mareo que lo invadió. Era como si girara lentamente. En los boquetes que caracterizaban la superficie, en los cráteres y fosos, había entrevisto la incesante agitación de los cuervos que allí anidaban, manchas recortadas contra el fondo.

Ahí estaba Engendro de Luna, dispuesta a limpiar las calles, a silenciar el festival del renacimiento. ¿Qué podía suponer aquello? Azafrán no tenía la menor idea, pero Baruk sí lo sabría. Por supuesto.

El ladrón echó de nuevo a correr, y sus mocasines apenas susurraron en el pavimento.

Kruppe llenó de aire los pulmones, mientras con mirada febril repasaba los restos que habían sido apresuradamente abandonados en la cocina.

—Así es como funcionan siempre las cosas. —Suspiró dándose palmaditas en el estómago—. Una y otra vez se hacen realidad los sueños de Kruppe. De acuerdo, a la trama aún le queda espacio para definirse, pero percibe Kruppe que todo va bien en el mundo, lo que no hace sino constatar la visión del botín que ahora dispone ante su renovado apetito. Después de todo, los rigores de la carne exigen una satisfacción.

Exhaló un suspiro de satisfacción.

—Sólo cabe esperar el girar de una moneda. Entre tanto, por supuesto, a disfrutar de un excelente ágape tocan.

Desde el callejón situado frente a las puertas de la hacienda de dama Simtal, la Consejera Lorn había visto salir al portador de la moneda. Una lenta sonrisa de satisfacción se había dibujado en sus labios. Encontrar al muchacho había sido una cosa, pero no tenía la menor intención de entrar de nuevo en el jardín donde había enterrado al finnest.

Poco antes, había percibido la muerte del tirano jaghut. ¿Se había visto involucrado en la batalla el señor de Luna? Confió en que así fuera. Había tenido la esperanza de que el tirano jaghut llegara a la ciudad, quizá incluso de que recuperara el finnest, para que pudiera desafiar al hijo de la Oscuridad como a un igual. Al verlo en perspectiva, no obstante, comprendió que el de Luna jamás hubiera permitido tal cosa.

Eso significaba que Whiskeyjack seguía con vida. En fin, ya llegaría el momento de solucionar ese detalle, en cuanto la ciudad cayera en manos de la emperatriz y de Tayschrenn. Quizá entonces no tuvieran necesidad de disimular sus esfuerzos: podrían convertir su arresto en un espectáculo público. Con semejante golpe de efecto, ni siquiera Dujek podría desafiarlos.

Había visto al portador de la moneda echar a correr por la calle, sin percatarse siquiera de lo cerca que flotaba en el aire Engendro de Luna. Al cabo de un instante, Lorn lo siguió. Con el portador de la moneda en sus manos, la emperatriz doblegaría a Oponn.

Como la voz de un ahogado, honda en su mente, llegó una pregunta cargada de desesperación. ¿Qué hay de tus dudas? ¿Dónde está la mujer que desafió a Tayschrenn en Pale? ¿Tanto has cambiado? ¿Tanto has perdido?

La Consejera sacudió la cabeza, en un intento por deshacerse de aquellos quejidos lastimeros. Era la mano derecha de la emperatriz. La mujer llamada Lorn había muerto, llevaba años muerta y seguiría muerta por siempre. Ahora la Consejera se movía por las hondas sombras de una ciudad sometida al miedo. La Consejera era un arma. La hoja podía morder o podía partirse en dos. En el pasado quizá pudo considerar lo segundo como una especie de muerte. Ahora, no era sino la fatalidad de la guerra, una mella en la factura del arma.

Se detuvo para pegarse a un muro cuando vio al portador de la moneda pararse en una esquina, consciente por fin de lo que flotaba en el cielo. Consideró la posibilidad de atacarlo en ese momento, aprovechando la confusión y el hecho de que estaba aterrado. Pero entonces echó de nuevo a correr.

La Consejera se agachó. Había llegado el momento de ver qué resultaba del gambito de Tayschrenn. Con un poco de suerte, el tirano jaghut había logrado dañar al señor de Luna. Sacó un frasquito de la camisa y sostuvo el cristal al contraluz del fulgor que despedía la lámpara de gas. Tras agitarlo, el contenido del recipiente formó un torbellino en el interior, como humo embotellado.

Tras levantarse, arrojó el frasquito a la calle. Fue a dar con una pared de piedra y se hizo añicos. Un humo rojizo trazó una columna en espiral ascendiendo lentamente al tiempo que tomaba forma.

—Ya conoces tu objetivo, señor de los Galayn. Cosecha el éxito y tuya será la libertad.

Desenvainó la espada y cerró brevemente los ojos para ubicar por un instante al portador de la moneda. Aunque era rápido, ella lo era más. La Consejera sonrió de nuevo. En unos instantes, la moneda le pertenecería.

Cuando se movió, lo hizo con tal rapidez que no había ojo humano capaz de seguirla, ni siquiera el ojo de un señor de los Galayn a quien hubieran liberado en el plano material.

En el interior del estudio, Baruk apoyaba la barbilla en las manos. Había acusado la muerte de Mammot como una cuchillada en el corazón, de modo que aún sentía un dolor lacerante. Estaba solo en la estancia, pues había ordenado retirarse a Roald.

Rake lo había sospechado desde un principio. Se había negado a hablar de ello por haberlo considerado un asunto demasiado delicado. El alquimista no tuvo más remedio que admitir que el tiste andii estaba en lo cierto. ¿Le hubiera creído? Sin duda, el poder que poseía a Mammot le había protegido y evitado ser detectado. Rake supuso que Baruk se enfadaría ante semejante sugerencia de lo que iba a pasar, y había optado, con buen juicio y cierta dosis de compasión, por no decir nada.

Mammot había muerto, claro que cuando murió lo hizo como tirano jaghut. ¿Había sido el propio Rake el responsable de la muerte de su mejor amigo? En tal caso, no había recurrido a la espada, otro gesto de buena voluntad no sólo hacia Mammot, sino también hacia el propio Baruk; si acaso, el alquimista había percibido una especie de alivio en el grito agónico de Mammot.

Una tos en la puerta evitó que siguiera por esa línea de pensamiento. Baruk se levantó y, al volverse, exclamó:

—¡Bruja Derudan!

Estaba pálida, y la sonrisa que le ofreció fue muy fugaz.

—Pensé en ti nada más morir Mammot. Aquí estoy —dijo ella al acercarse al sillón que había junto al fuego y colocar la pipa de agua y la bandeja en el suelo, a su lado—. Mi sirviente ha decidido tomarse libre el resto de la tarde. —Sacó la cazoleta y volcó la ceniza que contenía en la chimenea, que estaba apagada—. Ay, estos mundanos afanes… —Y se lamentó con un suspiro.

Al principio, Baruk lamentó la intromisión. Prefería llorar a solas la muerte de su amigo. Sin embargo, mientras la observaba, la dócil elegancia de sus movimientos hizo que cambiara de opinión. Su senda era Tennes, antigua y ligada a los ciclos de las estaciones; entre el puñado de deidades a las que podía invocar estaba Tenneroca, el Jabalí de Cinco Colmillos. El mayor poder de Derudan (el que compartía, al menos) era el colmillo llamado Amor. Se reprendió a sí mismo por lo que había tardado en comprender que su presencia allí se debía al afán de hacerle un regalo.

Derudan colocó de nuevo la cazoleta, que llenó de hierba de pipa. La rodeó con la mano y el contenido brilló encendido por un calor repentino. Al cabo de un instante, la bruja se recostó en el sillón y aspiró con fuerza de la boquilla.

Baruk se dirigió al otro sillón.

—Rake cree que todo esto no ha terminado aún —dijo al sentarse.

—Fui testigo del final de Mammot, ¿verdad? Me enfrenté a él… ayudada por un mago extraordinario. La carne que fue de Mammot quedó destruida por un explosivo moranthiano. El espíritu jaghut sobrevivió, pero de él se apoderó un… azath. —Y le observó con sus ojos de pesados párpados.

—¿Azath? ¿Aquí en Darujhistan?

—Claro, tan misteriosos conjuros, conocidos por su ansia de magos, impondrán a nuestros esfuerzos… cierta precaución, ¿verdad?

—¿Dónde fue invocado?

—En el jardín de la hacienda Simtal. ¿Acaso no he mencionado también la existencia de un explosivo moranthiano? La fiesta de dama Simtal contó con invitados muy curiosos, ¿verdad?

—¿De Malaz?

—Dos veces me salvó la vida un mago con el que hablé, capaz de beber de las siete sendas.

—¿Siete? —preguntó Baruk asombrado—. Por el aliento del Embozado, ¿acaso es eso posible?

—Si traen malas intenciones, tal desafío tendrá que recaer en el hijo de la Oscuridad.

Ambos dieron un respingo cuando el poder se manifestó cerca, muy cerca de ahí. El alquimista se había puesto en pie, con los puños crispados.

—Un demonio desatado —susurró.

—Yo también lo he percibido —admitió Derudan, lívida—. De gran poder.

—Un señor de los Demonios —asintió Baruk—. Esto era lo que aguardaba Rake.

Derudan abrió los ojos desmesuradamente y apartó la boquilla de la pipa antes de preguntar:

—¿Será capaz de derrotar a semejante criatura? Es el hijo de la Oscuridad, pero ¿habrá percibido su poder?

—No lo sé —respondió Baruk—. Si no lo ha hecho, la ciudad está condenada.

En ese momento acusaron otra punzada de dolor, seguida de otra más. La bruja y el alquimista cruzaron la mirada, pues sabían a qué se debían. Dos miembros de la cábala acababan de sufrir una muerte violenta.

—Parald —susurró ella, asustada.

—Y Tholis —dijo Baruk—. Ha empezado, y maldito sea Rake por estar en lo cierto.

Ella lo miró sin saber qué decir.

—Vorcan —aclaró Baruk, torcido el gesto.

De pie en las tejas de bronce del tejado del campanario, Anomander Rake torció la cabeza y miró a su alrededor. Sus ojos adquirieron paulatinamente un tono más oscuro hasta volverse negros. El viento, que tiraba de su largo pelo plateado y de la capa gris, emitía un lamento hueco, extraviado. Levantó la mirada para ver a Engendro de Luna desplazarse a poniente. Acusaba el dolor, igual que si las heridas recibidas en Pale hubieran encontrado un hueco en su propio cuerpo. El remordimiento cruzó fugazmente por su afilado rostro.

El aire le abofeteó en el mismo instante en que oyó con claridad el sonido del batir de alas. Rake sonrió.

—Silanah —dijo con voz apenas audible, consciente de que ella le escucharía. El dragón rojo se deslizó entre ambas torres e inclinó el ala para acercarse adonde estaba él—. Sé que percibes la presencia del señor de los Demonios, Silanah. Vas a ayudarme en este asunto. Lo sé, lo sé. —Sacudió la cabeza—. Vuelve a Engendro de Luna, querida amiga. Esta batalla es mía. Tú has cumplido ya con tu parte. Pero escúchame: si cayera, venga mi muerte.

Silanah sobrevoló su posición con un imperceptible lamento.

—Ve a casa —susurró Rake.

El dragón rojo volvió a lamentarse; luego, viró a poniente y desapareció en la oscuridad.

Rake percibió una presencia ahí, a su lado, y al volverse vio que un hombre encapuchado compartía con él la visión del aspecto que ofrecía la ciudad.

—Qué imprudente es aparecer sin ser anunciado —murmuró Rake. El otro suspiró.

—Las piedras que hay a tus pies, señor, han sido de nuevo santificadas. He renacido.

—No hay lugar en el mundo para un dios ancestral, créeme —aseguró Rake.

—Lo sé. —K’rul asintió—. Tenía planeado volver a los Dominios del Caos, acompañado por un tirano jaghut. Pero, ¡ay!, temo que se me escapó.

—Halló una prisión en otra parte.

—Eso me alivia.

Ambos guardaron silencio unos instantes, hasta que de nuevo K’rul suspiró.

—Estoy perdido. En este mundo. En esta época.

—Pues no eres el único que siente tal cosa, Ancestral —gruñó Rake.

—¿Debo seguir tus pasos, señor? ¿Buscar nuevas batallas, nuevos juegos a los que jugar en compañía de los Ascendientes? ¿Se ve recompensado tu espíritu por tales esfuerzos?

—A veces —respondió Rake con voz queda—. Pero, por lo general, no.

El Embozado encaró al tiste andii.

—¿Entonces?

—No conozco otra vida.

—Carezco de medios para ayudarte esta noche, Anomander Rake. Me he manifestado en este lugar santo, y también en los sueños de un mortal, pero en ninguna otra parte.

—En tal caso, haré cuanto pueda para evitar que tu templo salga perjudicado —dijo Rake.

K’rul inclinó la cabeza y desapareció.

De nuevo a solas, Rake volvió la atención a la calle. Llegó la aparición. Se detuvo a olisquear el aire, luego empezó a cambiar, a virar de algún modo. Un señor de los Galayn, un soletaken.

—Bueno, también yo lo soy —gruñó el señor de Engendro de Luna. El tiste andii extendió los brazos y se elevó en el aire. La magia Kurald Galain lo envolvía como un torbellino, tornaba invisible su ropa, su enorme espada, y lo llevaba hacia la silueta a la que ascendía. El viraje de ésta fue suave y elegante cuando desplegó las alas negras de los hombros. La carne y el hueso mudaron sus dimensiones, cambiaron de forma.

Al elevarse más y más, con la mirada puesta en las estrellas, Anomander Rake se convirtió en un dragón negro de crin gris, capaz de empequeñecer con su tamaño a la propia Silanah. Relucían argénteos sus ojos, y se dilataban las rendijas verticales de las pupilas. El aliento trazaba penachos de humo, y el batir de las alas era como el rumor del músculo y el hueso. El pecho se hinchó para tomar el aire seco y frío. El poder llenaba todo su ser.

Rake ascendió más y más hasta superar el solitario banco de nubes que cubría la ciudad. Cuando finalmente se dejó llevar por la corriente, miró abajo, a la ciudad que brillaba como una moneda de cobre en el fondo de un estanque cristalino.

La hechicería flameaba de vez en cuando. La localizó principalmente en el distrito de las Haciendas, y comprendió que esas manifestaciones comportaban la muerte. Pensó en el mensaje entregado por Serat, cortesía de un estúpido mago al que había creído a un millar de leguas de distancia. ¿Se debía aquella magia a la labor de estos inoportunos intrusos? Rugió frustrado: ya se ocuparía de ellos más tarde. Ahora, ante él, la batalla. La emperatriz y el Imperio habían vuelto a desafiarle, empeñados de nuevo en poner a prueba sus fuerzas. En todas las ocasiones anteriores se había retirado, reacio a comprometer la posición. De acuerdo, emperatriz, se me ha acabado la paciencia.

La membrana de las alas se tensó, las articulaciones crujieron cuando llenó de aire los pulmones. Colgó prácticamente inmóvil en el cielo, estudiando la extensa ciudad que tenía debajo. Luego, tras plegar las alas, el hijo de la Oscuridad y señor de Engendro de Luna cayó a plomo.

Kalam conocía la ruta que seguirían los zapadores para hacer detonar los explosivos. Corrió por las calles vacías. ¿Qué importaba que Engendro de Luna pudiera estar sobre ellos, como dispuesta a abatirse sobre la ciudad y arrancar de raíz cualquier vestigio de vida? Eso a Violín y a Seto les importaba un rábano, porque tenían un trabajo que hacer.

El asesino maldijo entre dientes hasta el último de sus tozudos huesos. ¿Por qué no echaban a correr, como había hecho todo el que estaba en su sano juicio? Llegó a una esquina y tomó el cruce que había en diagonal. Delante, al final de la calle, se alzaba la colina de la Majestad. Al llegar a la esquina, estuvo a punto de tropezar con los dos zapadores. Violín se escabulló a un lado, mientras Seto lo hacía al otro; corrían como si no le hubieran reconocido, con el terror en la mirada.

Kalam estiró ambos brazos y los asió de las respectivas capuchas de la capa.

Luego gruñó dolorido cuando ambos tiraron de ellas y estuvieron a punto de arrojarlo al suelo.

—¡Malditos cabrones! —gritó—. ¡Parad!

—¡Es Kalam! —advirtió Seto.

Al volverse, Kalam vio la hoja de una espada corta a escasa distancia de su rostro; la empuñaba Violín, pálido y con los ojos abiertos como platos.

—Aparta esa chatarra —ordenó el asesino—. ¿Quieres que sufra una infección?

—¡Vámonos de aquí! —susurró Seto—. ¡Olvídate de las condenadas minas! ¡Olvídalo todo!

Sin soltarlos de las capas, Kalam los sacudió un poco.

—Calmaos. ¿Qué es lo que pasa?

Violín gimió mientras señalaba calle arriba.

Al volverse en esa dirección, Kalam dio un respingo.

Una criatura de tres varas de altura caminaba pesadamente en mitad del camino, encogida de hombros, envueltos en una capa reluciente con capucha. Colgaba del cinto de piel de dragón una enorme hacha de dos manos, cuyo mango era tan largo como alto era Kalam. En el rostro rechoncho de la criatura distinguió las rendijas que tenía por ojos.

—¡Oh, por la puerta del Embozado! —masculló el asesino—. Nada más y nada menos que el querido amigo de Tayschrenn. —Apartó a los dos zapadores de un empujón—. Moveos. Volved a la hacienda de Simtal. —Ninguno de ellos planteó objeción alguna, y al cabo corrían calle abajo tan rápido como podían. Kalam se agachó en una esquina y aguardó a que el señor de los Galayn apareciera ante su mirada. Cuando lo hizo, se puso lívido—. Soletaken.

El Galayn asumía una forma más adecuada para emprender la destrucción. El dragón marrón se detuvo, con las alas rozando los edificios que había a ambos lados. Sus pasos hacían temblar el empedrado.

Kalam observó a la criatura mientras las extremidades de ésta se tensaban y se elevaba envuelta de poder. La oscuridad la engulló.

—Por el aliento del Embozado —dijo—. Ahora sí que van a ponerse feas las cosas. —Se giró y corrió tras los zapadores.

El portador de la moneda llegó a una calle delimitada por los muros de las haciendas. Frenó el paso, atento a los edificios a medida que pasaba junto a éstos.

La Consejera sabía que había llegado el momento. Antes de que el muchacho tuviera ocasión de escabullirse en el interior de cualquiera de esas mansiones, donde pudiera encontrar protección. Aferró la empuñadura de la espada y siguió caminando en silencio, apenas a cinco varas de distancia de él.

Llenó de aire los pulmones y se arrojó sobre él, con la hoja de la espada extendida.

Al oír el rumor metálico del metal a su espalda, Azafrán se apartó a un lado. Cayó sobre el costado, giró sobre sí en el suelo y se puso de nuevo en pie. Lanzó un grito de sorpresa al ver que la misma mujer que había herido a Coll en las colinas se había trabado en combate con un hombre alto, ancho de hombros, armado con dos cimitarras.

El ladrón observó boquiabierto el intercambio. Por muy buena que aquella mujer demostró ser en su duelo con Coll, lo cierto era que en ese momento retrocedía ante el incesante embate de su adversario. Ambos se movían tan rápido que Azafrán ni siquiera alcanzaba a ver los bloqueos, ni tampoco las armas, pero a medida que prestaba atención lo que sí distinguía eran las heridas infligidas a la mujer, los brazos, las piernas y el pecho salpicados de sangre, así como la expresión de ella, teñida de una completa incredulidad.

—Es bueno, ¿no te parece? —comentó entonces una voz a su espalda.

Al volverse, Azafrán vio a un hombre alto y delgado, vestido con un abrigo gris y carmesí, que llevaba una mano metida en el bolsillo. Entonces le señaló con el hacha que empuñaba con la otra mano y sonrió.

—¿Vas a alguna parte, muchacho? ¿A ponerte a salvo, quizá?

Azafrán asintió.

—Pues te escoltaré —se ofreció el otro, más sonriente—. Y no te preocupes, que también estás cubierto por lo que pudiera venir de los tejados. Cowl anda por ahí arriba, maldita sea su piel de serpiente. Pero es mago poderoso. He oído que Serat estaba furiosa. En fin, vamos pues.

Azafrán dejó que le asiera el brazo y lo condujera lejos del duelo. El ladrón echó un vistazo por encima del hombro. La mujer intentaba destrabarse; le colgaba el brazo izquierdo, inútil, brillante a la luz de gas. Su adversario seguía en la brecha sin dejar de presionarla, silencioso como un fantasma.

—No te preocupes —le dijo el hombre que lo escoltaba—. Ése es el cabo Penas. Vive para esto.

—¿Ca… cabo?

—Te hemos estado cubriendo la espalda, portador de la moneda. —Se llevó la otra mano al cuello, en donde reveló un broche—. Soy Dedos, asignado a la Sexta Espada de la Guardia Carmesí. Te estamos protegiendo, chico, por cortesía del príncipe K’azz y de Caladan Brood.

Azafrán abrió los ojos como platos.

—¿Portador de la moneda? ¿Qué significa eso? Creo que os habéis equivocado de hombre.

Dedos rió secamente.

—Supusimos que andabas por ahí, caminando a ciegas, muchacho. Era la única explicación. Hay otra gente que intenta protegerte, te lo digo para que lo sepas. Llevas una moneda en el bolsillo que seguramente tiene dos caras, ¿me equivoco? —Sonrió al ver la expresión de sorpresa del ladrón—. Es la moneda de Oponn. Has servido a un dios y ni siquiera lo sabías. ¿Cómo has notado que andabas de suerte últimamente? —Y volvió a reírse. Azafrán se detuvo ante unas puertas.

—¿Es aquí? —preguntó Dedos, que echó un vistazo a la mansión que se alzaba tras el muro del recinto—. En fin, si es ahí donde vive un poderoso mago, dentro estarás a salvo —dijo soltándole el brazo—. Buena suerte, muchacho. Y lo digo en serio. Pero presta atención, si se te acaba la suerte, mejor será que te deshagas de esa moneda, ¿me has oído?

—Gracias, señor —respondió el joven, confuso.

—De nada, de nada. —Dedos volvió a hundir las manos en los bolsillos—. Y ahora, ve y entra de una vez.

La Consejera se destrabó tras encajar un tajo en el hombro derecho. Echó a correr, a pesar del modo que la sangre abandonaba su cuerpo. El otro no la persiguió.

¡Qué estúpida había sido, por no contar con que el portador de la moneda disfrutaría de cierta protección! Pero ¿quiénes eran? Nunca antes se había enfrentado a semejante espadachín, y lo más sorprendente era que no luchaba con la ayuda de la magia. Por una vez, la espada de otaralita y su propia destreza se habían mostrado insuficientes.

Trastabilló medio cegada calle abajo antes de doblar una esquina. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver un movimiento rápido. La Consejera apoyó la espalda en la pared y levantó de nuevo la espada.

Una mujer grandota la observaba intrigada.

—Diría que estás a punto de caer.

—Déjame en paz —dijo Lorn sin aliento.

—Eso no va a ser posible —replicó Meese—. Te venimos siguiendo desde que Rompecírculos te marcó en la puerta. La Anguila dice que tienes cuentas pendientes, señora. Y hemos venido a cobrarlas.

En cuanto la mujer hubo dicho esto, la Consejera percibió otra presencia, situada justo a su izquierda. Lanzó un grito al tiempo que giraba sobre sí para adoptar una postura defensiva y ofrecer un perfil bajo, y en el grito no pudo evitar traslucir cierta frustración y desespero. ¡Menudo desperdicio! —maldijo—. No, así no.

En el preciso instante en que asimilaba ese hecho, ambas mujeres la atacaron. Detuvo la hoja que amenazaba la zurda, pero tan sólo pudo observar con horror que la mujer que había hablado empuñaba dos armas, y que ambas hojas se le lanzaban al pecho.

La Consejera gritó de rabia cuando las armas la atravesaron. La espada que empuñaba cayó en el empedrado, produciendo un ruido metálico. Lorn cayó, apoyada en el muro, deslizándose por él.

—¿Quién? —logró decir, sin saber muy bien a qué venía tanto empeño—. ¿Quién?

Todo su rostro hecho angustia, encogidas las comisuras de los labios mientras se cerraban sus ojos, repitió:

—¿Quién? ¿Quién… es… esa… Anguila?

—Vámonos, Meese —dijo la mujer, que hizo caso omiso del cadáver que había a sus pies.

Paran la encontró despatarrada en el pegajoso empedrado de la embocadura de un callejón. Algo lo había llevado a ese lugar, el vestigio, quizá, del nexo que los había mantenido ligados el uno al otro. La espada descansaba a su lado, la empuñadura teñida de sangre, la hoja mellada. El capitán se acuclilló junto a ella.

—Peleaste duro, a juzgar por lo que veo —susurró.

La vio abrir los ojos. Le miró largamente hasta que al final le reconoció.

—Capitán Ganoes.

—Consejera.

—Me han matado.

—¿Quién?

Lorn compuso una sonrisa teñida de sangre.

—No lo sé. Dos mujeres. Parecían… ladronas. Matonas. ¿Ves la… ironía, Ganoes Paran?

Él asintió, los labios prietos.

—Nada de… gloriosos finales… para la Consejera. Si llegas a venir unos minutos antes…

El capitán no dijo una palabra. La observó mientras la vida la abandonaba, incapaz de sentir nada. Mala suerte por haberme conocido, Consejera. Lo lamento por eso. Luego recogió la espada de otaralita y la envainó en su propia funda.

Por encima de él hablaron dos voces al unísono.

—Le diste nuestra espada.

Al levantarse, se encontró ante Oponn.

—La Cuerda me la quitó, para ser más preciso.

Los Mellizos no podían ocultar su temor. Observaban a Paran con cierto ruego en la mirada.

—Cotillion te perdonó —dijo la hermana—; los Mastines también. ¿Por qué?

Paran se encogió de hombros.

—¿Culpáis al cuchillo o a la mano que lo empuña?

—Tronosombrío nunca juega limpio —gimió el hermano abrazándose a sí mismo.

—Tanto tú como Cotillion utilizáis a los mortales —dijo el capitán, que enseñó los dientes—, y pagasteis por ello. ¿Qué queréis de mí? ¿Piedad? ¿Ayuda?

—Esa espada de otaralita… —empezó a decir la hermana.

—Jamás se empleará para haceros el trabajo sucio —concluyó Paran—. Será mejor que huyáis, Oponn. Imagino a Cotillion entregando la espada Azar a Tronosombrío, y a ambos planear cómo van a utilizarla.

Los Bufones Mellizos del azar dieron un respingo.

Paran puso la mano en la empuñadura pegajosa de la espada.

—Ahora, o tendré que pagar el favor de Cotillion.

Los dioses desaparecieron.

El capitán se volvió de nuevo a Lorn.

Sin la armadura, no le pareció que pesara mucho en sus brazos.

El aire rugía alrededor de Anomander Rake cuando cayó a plomo, pero no produjo otro sonido, pues caía envuelto en la senda. Abajo, trazando lentos círculos alrededor de Darujhistan, se hallaba el dragón de piel marrón, rival en tamaño a Rake, así como en poder.

Pero era tan estúpido que había salido a cazarle en plena calle.

Rake extendió con sumo cuidado las alas y descendió en ángulo sobre el señor de los Galayn, con las garras extendidas. Se dejó envolver por el aire que lo rodeaba, preparando la descarga de poder. Era Kurald Galain, tiste andii, y la Oscuridad era su morada.

El señor de los Galayn se hallaba justo debajo de él, creciendo con pasmosa rapidez. Rake abrió la boca y echó atrás la cabeza cuando cerró la mandíbula alrededor de una pared de aire. Este chasquido sirvió de advertencia al dragón marrón, que levantó la mirada.

Mas fue una advertencia tardía.