¡Cuervos! ¡Grandes cuervos!
Vuestros graznidos condenatorias burlas son
de cuanto acontece
bajo vuestras ennegrecidas alas.
Quebrad el día,
oh, alas de noche,
desgarrad con sombra
esta inocente luz.
¡Cuervos! ¡Grandes cuervos!
Llegan vuestras tamborileantes nubes
de pronto abatidas,
sisean sus afanes:
de ningún lugar
a otro…
Quebrad el día,
oh, alas de noche,
desgarrad con sombra
esta inocente luz.
¡Cuervos! ¡Grandes cuervos!
repiquetean vuestros picos abiertos
desbuchando el sudor
del esforzado desánimo
y del crujir de huesos
prometido para este día.
He visto el lustre
de vuestros ojos, la risa
que rima, la vida que a vuestro
paso no es sino ilusión.
Nos detenemos, contemplamos,
vuestros fríos vientos maldecimos,
que vuestro rumbo os lleva a volar
de nuevo a nuestro alrededor,
de nuevo, ¡oh, por siempre jamás!
Cuervos
Collitt (¿n. 978?)
Raest había alejado de la batalla a dos de los dragones negros. Los otros dos sobrevolaban en círculos su posición, mientras Silanah Alasrojas asomaba y se ocultaba por la colina. El tirano jaghut sabía perfectamente que estaba pagando la pérdida de la inmensa fuerza vital que tenía.
—Y ahora morirá —pronunció con unos labios con la piel hecha jirones. Raest tenía la carne destrozada, arruinada por el sobrecogedor poder de los dragones, poder que surgía de sus mandíbulas en forma de aliento de fuego. Los frágiles y amarillentos huesos estaban astillados, aplastados o simplemente rotos. Lo único que lo mantenía en pie y en movimiento era la senda Omtose Phellack.
En cuanto el finnest cayera en sus manos, reharía por completo su propio cuerpo, que llenaría con todo el vigor de la salud. Estaba cerca de su objetivo. Una última cadena montañosa y las murallas de la ciudad se dibujarían en el horizonte; aquellas fortificaciones serían lo único que se interpondría entre Raest y sus poderes mayores.
La batalla arrasaba las colinas. Aquel mortífero choque de sendas incineraba por completo la zona. Raest rechazó a los dragones. Había escuchado sus gritos de dolor. Entre risas arrojó densas nubes de tierra y piedra al cielo, todo con tal de cegarlos. Incendió el aire en la trayectoria de su vuelo. Llenó de fuego las nubes. Qué bueno era volver a sentirse vivo.
Mientras caminaba, continuó devastando el terreno a su paso. Con un simple gesto había derrumbado un puente de piedra que cruzaba un río ancho y poco profundo. Había una caseta también, y soldados con armas de hierro; extrañas criaturas, más altas que los imass, aunque tuvo la sensación de que no le costaría mucho esfuerzo esclavizarlas. No obstante, a esos hombres en particular prefirió destruirlos para evitar que pudieran distraerlo en la batalla que libraba con los dragones. Había encontrado a otro hombre, montado a caballo y ataviado de forma similar a los otros. Había matado a hombre y bestia, irritado por la intromisión.
Coronado por el fuego crepitante de la propia hechicería, Raest ascendió la ladera de la misma colina tras la cual había desaparecido Silanah hacía unos instantes. Preveía una emboscada, de modo que el tirano jaghut hizo acopio de poder, los puños crispados. Sin embargo, ganó la cima sin que lo molestaran. ¿Cómo habría logrado huir? Estiró el cuello hacia el cielo. No, ahí estaban los dos dragones negros, y entre ellos un gran cuervo.
Raest cruzó la cima y se detuvo cuando el valle surgió ante su mirada. Ahí lo esperaba Silanah, con la piel roja con manchas negras y recientes quemaduras en el pecho. Con las alas plegadas, le observaba desde su posición en el fondo del valle, donde un arroyo dibujaba una especie de herida flanqueada de zarzas con su tortuoso trazado.
El tirano jaghut rompió a reír despiadado. Ahí moriría Silanah. La parte más lejana del valle estaba formada por una cresta baja, y más allá, iluminada en la oscuridad, la ciudad donde encontraría el finnest. Raest se detuvo al verla. Incluso las principales ciudades jaghut de su época se veían empequeñecidas ante la comparación. ¿Y el fulgor verde azulado que combatía a la oscuridad con tan inquebrantable determinación?
Ahí le aguardaban los misterios, unos misterios que ansiaba descubrir.
—¡Silanah! —voceó—. ¡Eleint! ¡Te doy la vida! Huye ahora, Silanah. Sólo me apiadaré una vez. ¡Escúchame, eleint!
El dragón rojo lo miró fijamente. Sus ojos de múltiples facetas refulgían como la luz de un faro. No se movió y tampoco respondió.
Raest se acercó a ella, sorprendido al comprobar que el dragón no recurría a la senda. ¿Se rendía? Rió por segunda vez.
Al acercarse, el cielo en lo alto cambió para adoptar un inconstante fulgor de origen ignoto. Abajo, la ciudad desapareció, reemplazada por marismas azotadas por los vientos. La lejana línea desigual de montañas se alzaba imponente, ajena a la mella de los ríos de hielo, reluciente y agreste, joven. Raest detuvo sus pasos. Es una visión ancestral, una visión que se remonta a los tiempos anteriores a los jaghut. ¿Quién me ha atraído aquí?
—Oh, vaya, vaya, vaya…
El tirano bajó la mirada para encontrar a un mortal de pie ante él. Raest enarcó una ceja al ver el peculiar modo de vestir que tenía el hombre, la roja casaca raída, los puños manchados de comida, los pantalones dados, teñidos con un tinte que de lo rosa que era parecía inverosímil, por no mencionar las anchas botas de cuero negro que cubrían sus piececillos. El hombre sacó un trozo de tela, con el que se secó el sudor de la frente.
—Querido señor —jadeó sin resuello—, veo que no has envejecido nada bien.
—Algo de los imass hay en ti —replicó Raest con voz ronca—. Incluso el lenguaje que utilizas imita su guturalidad. ¿Has venido a ser aplastado por mi pie? ¿O acaso eres mi primer acólito, dispuesto a obtener la primera recompensa?
—Ay, te equivocas, señor —respondió el otro—. Kruppe, este humilde y débil mortal que se halla ante ti, no se inclina ante nadie, ya sea deidad o jaghut. Tales son los matices de esta nueva era, que seáis objeto de indiferencia, reducidos a la insignificancia en vuestros poderosos conflictos por este Kruppe, con cuyo sueño has tenido la torpeza de tropezar. Kruppe se llega ante ti para que puedas observar su benigno aspecto en estos últimos instantes que sirven de precedente a tu destrucción. Magnánimo es Kruppe, teniendo todo en cuenta.
Raest rompió a reír.
—No es la primera vez que rondo los sueños de los mortales. Tú te crees el amo aquí, pero te equivocas. —El tirano levantó la mano, envuelta en un halo de inmenso poder. La hechicería envolvió a Kruppe, emitió un fulgor oscuro y luego desapareció sin dejar rastro alguno del hombrecillo.
—Qué descortés, sostiene Kruppe —dijo una voz a la izquierda de Raest—. Es decepcionante tal precipitación.
El jaghut volvió la mirada hacia él, con los ojos abiertos desmesuradamente.
—¿Qué juego es éste?
El otro sonrió.
—El juego de Kruppe, ¿cuál, si no?
A espaldas de Raest, se produjo un ruido que sirvió de tardía advertencia. Se volvió cuando una enorme espada de sílex se hundió en su hombro izquierdo, la hoja se abrió paso e hizo crujir las costillas, el esternón y la columna. El golpe hizo caer de costado al tirano. Raest yacía despatarrado, mientras algunos fragmentos de su cuerpo llovían alrededor. Al levantar la mirada vio a un t’lan imass.
La sombra de Kruppe se acercó al rostro de Raest, y el tirano miró los acuosos ojos del mortal.
—No tiene clan, por supuesto. Carece de ataduras, a pesar de lo cual la antigua llamada sigue ejerciendo el mismo efecto en él, muy a su pesar. Imagina su sorpresa cuando lo encontraron. Onos T’oolan, Espada del Primer Imperio, de nuevo es llamado por la sangre que antaño recorrió sus venas, su corazón, su vida de hace mucho, mucho tiempo.
—Extraños sueños los tuyos, mortal —dijo el t’lan imass pronunciándose por primera vez.
—Kruppe es una caja llena de sorpresas que incluso le sorprenden a sí mismo.
—Percibo en este llamamiento la mano de un invocahuesos —continuó Onos T’oolan.
—Por supuesto. Creo que se hace llamar Pran Chole del clan Kig Aven, de Kron T’lan Imass.
Raest se levantó del suelo envolviéndose al tiempo de la hechicería necesaria para mantener en su sitio los fragmentos del cuerpo.
—No hay t’lan imass capaz de luchar conmigo —siseó.
—Dudosa aseveración —comentó Kruppe—. Aun así, no está solo en este negocio.
El tirano jaghut enderezó la espalda y vio surgir del arroyo una figura envuelta en negro. Al acercarse la figura, inclinó la cabeza.
—Me recuerdas al Embozado. ¿Vive aún el Peregrino de Muerte? —Frunció el ceño—. Pero, no. Nada percibo de ti. No existes.
—Quizá —respondió la figura con voz de tenor en un tono que podía insinuar cierta pena ante aquella afirmación—. En tal caso —continuó—, tampoco tú existes. Pertenecemos al pasado, jaghut. —La figura se detuvo a unas cinco varas de distancia de Raest y volvió la cabeza encapuchada en dirección al lugar donde se hallaban los dragones—. Su amo aguarda tu llegada, jaghut, pero su espera es en vano, por lo que deberías estarnos agradecidos. Es capaz de dar un tipo de muerte de la que resulta imposible escapar, aun para una criatura como tú. —Vuelta la cabeza, la oscuridad que cubría la capucha volvió a encarar al tirano—. Aquí mismo, en los confines del sueño de un mortal, pondremos punto y final a tu existencia.
—En esta era no hay nadie capaz de derrotarme —aseguró Raest.
—Qué estúpido eres, Raest —rió la figura—. En esta era incluso un mortal podría acabar contigo. La marea de la esclavitud se ha vuelto del revés. Ahora no hay más esclavos que nosotros, los dioses, y los mortales son nuestros amos, aunque no lo sepan.
—¿Entonces eres un dios? —Raest frunció aún más el entrecejo—. Si es así, no eres más que un niño para mí.
—Hace tiempo fui un dios —respondió el otro—. Adorado bajo el nombre de K’rul, y mi aspecto era el Obelisco. Soy el Hacedor de Sendas. ¿Tiene sentido para ti ese antiguo título?
Raest retrocedió un paso levantando las manos resecas.
—Imposible —dijo en un hilo de voz—. Cruzaste a los Dominios del Caos, volviste a la cuna de tu nacimiento para no regresar jamás entre nosotros…
—Tal como he dicho, ha habido cambios —aseguró K’rul—. No tienes elección, Raest. Onos T’oolan puede destruirte. No entiendes lo que su título de espada puede significar, pero te diré que no tiene parangón en este mundo. Puedes caer deshonrosamente bajo la espada de un imass, o bien puedes acompañarme, puesto que hay algo en lo que ambos nos parecemos. Nuestro tiempo ha pasado y las puertas del Caos nos aguardan. ¿Qué escoges?
—Nada, Ancestral. —Con una risa rota, el cuerpo de Raest se contrajo y, marchito, cayó al suelo.
K’rul inclinó la cabeza.
—Ha encontrado otro cuerpo.
Kruppe sacó el pañuelo de la bocamanga.
—Diantre —dijo—. Diantre.
A un gesto de Kalam, Paran se agachó. El capitán tenía la boca seca. Había algo raro en aquel jardín. Se preguntó si sencillamente se debía al cansancio. La atmósfera que reinaba en el jardín agudizaba todos sus sentidos. Creyó ver el latido de la oscuridad, y el olor a podrido había llegado a convertirse en hedor.
Kalam echó mano a los cuchillos. Paran se puso tenso, incapaz de ver nada aparte del asesino. Había demasiados árboles, faltaba claridad. A lo lejos temblaba la luz de las lámparas de gas, y la gente se reunía en el patio. Pero la civilización parecía hallarse a miles de leguas de distancia. Ahí, el capitán tenía la sensación de encontrarse en un lugar de gran poder, capaz de respirar lenta y pesadamente por todos los poros.
Kalam hizo un nuevo gesto a Paran para que siguiera donde estaba, y luego desapareció en las sombras que había a su derecha. Agachado, el capitán ocupó el lugar donde el asesino estuvo levantado apenas hacía unos instantes. Delante se abría una especie de claro. No obstante, no podía estar seguro del todo, ni veía nada fuera de lo común. Aun así, la sensación que tenía de que algo iba mal restallaba en su cabeza. Dio otro paso. Había algo en mitad del claro, una especie de piedra, un altar, ante el cual vio a una mujer pequeña que parecía un espectro en la oscuridad. Le daba la espalda a Paran.
De pronto, Kalam se situó a la espalda de la mujer, armado con sendos cuchillos. A continuación, hizo ademán de atacarla.
La mujer actuó, y lo hizo deprisa, echando atrás el hombro, que hundió en el estómago del asesino. Luego se volvió y clavó la rodilla en la entrepierna de Kalam. Éste, al trastabillar, gritó y finalmente cayó al suelo como un fardo.
Paran tiró de la espada e irrumpió en el claro.
La mujer, al verlo, voceó sorprendida y asustada:
—¡No! ¡Por favor!
El capitán se detuvo al oír la voz de la niña mientras Kalam se incorporaba.
—Maldición, Lástima —gruñó—. No te esperaba. Pensamos que habías muerto, muchacha.
La mujer observó a Paran con cautela mientras éste se acercaba con sumo cuidado.
—Te conozco, ¿verdad? —preguntó a Kalam. Y cuando Paran se acercó, interpuso una mano temblorosa entre ambos y retrocedió un paso—. ¡Yo… yo te maté! —Cayó de rodillas, profiriendo un gemido—. Tuve tu sangre en mis manos. ¡Lo recuerdo!
Paran sintió el fuego de la ira. Levantó la espada y se acercó a ella.
—¡Aguarda! —susurró Kalam—. Aguarda, capitán. Aquí hay algo raro.
Con cierta dificultad, el asesino se puso en pie y se sentó en el bloque de piedra.
—¡No! —pidió la muchacha—. ¿Acaso no lo sientes?
—Yo sí —gruñó Paran, que bajó el arma—. No toques eso, cabo.
—Creí que era el único —dijo éste apartándose de la piedra.
—No es una piedra —aseguró la mujer, cuyo rostro parecía haberse librado de la angustia que lo había contraído hacía unos instantes—. Es madera. —Se levantó vuelta a Kalam—. Y crece.
—¿Me recuerdas, niña? —preguntó Paran.
—Conozco a Kalam —respondió ella, ceñuda, tras negar con la cabeza—. Creo que somos viejos amigos.
El asesino iba a decir algo cuando rompió a toser mientras sacudía la cabeza.
—¿Lo ves? —La mujer señaló el bloque de madera—. Otra vez está creciendo.
Ambos hombres lo observaron con atención. Una bruma ocultaba las aristas trazando espirales hasta desaparecer, y entonces Paran se convenció de que el objeto había aumentado de tamaño.
—Tiene raíces —añadió la mujer.
—¿Cabo? Quédate aquí con la chica. No tardo nada. —Envainó la espada y abandonó el claro. Después de vagabundear por la espesura, llegó a la linde y echó un vistazo al patio atestado de invitados. A su izquierda había una fuente rodeada por una serie de columnas de mármol que distaban una vara unas de otras.
El capitán vio que Whiskeyjack y el pelotón formaban una línea desigual a unas tres varas del borde del jardín, vueltos al patio. Los vio algo tensos. Paran encontró una rama, que rompió en dos.
Al oír el ruido, los seis hombres se volvieron. El capitán señaló a Whiskeyjack y Mazo, para después desaparecer de nuevo entre la espesura de los árboles. El sargento susurró unas palabras a Ben el Rápido. Luego hizo un gesto al sanador y se adentraron en el bosque.
—Kalam ha encontrado a Lástima, y también otra cosa —informó Paran a Whiskeyjack—. La chica no parece la misma, sargento, y no creo que esté actuando. De pronto recuerda haberme asesinado, pero al poco lo olvida. Y ahora se le ha metido en la cabeza que Kalam es un viejo amigo suyo.
Mazo gruñó. Tras un breve cruce de miradas, Whiskeyjack preguntó:
—¿Y a qué te refieres con que ha encontrado otra cosa?
—No estoy seguro, pero no me gusta nada.
—Bien —suspiró el sargento—. Acompaña al capitán, Mazo. Echa un ojo a Lástima. ¿Ha habido suerte con la Guilda de asesinos? —preguntó a Paran.
—No.
—Pues habrá que moverse pronto —dijo Whiskeyjack—. Soltaremos a Violín y a Seto. Tráete a Kalam cuando regreses, Mazo. Tenemos que hablar.
Rallick encontró vía libre y cruzó el salón en dirección a las puertas principales. Algunos volvieron el rostro hacia él, la conversación decayó, aunque al pasar él de largo siguieron hablando. El asesino sentía un profundo cansancio, que no sólo podía deberse a la sangre de una herida ya sanada. El mal que acusaba era más bien emocional.
Se detuvo al ver levantarse de un sillón a Kruppe, con la máscara colgando de la mano gordezuela. Tenía el rostro empapado en sudor y el temor se reflejaba en la expresión de su rostro.
—Haces bien en tener miedo —le dijo Rallick al acercarse—. Si llego a saber que estabas aquí…
—¡Calla! —ordenó Kruppe—. ¡Kruppe debe pensar!
El asesino lo miró ceñudo pero nada dijo. Nunca antes había visto a Kruppe prescindir de su sempiterna afabilidad, y verlo tan inquieto causó en Rallick mayor desasosiego.
—Sigue tu camino, amigo mío —dijo entonces Kruppe, cuyo tono de voz le pareció cuando menos peculiar—. Tu destino te aguarda. Es más, parece ser que este nuevo mundo está más que surtido para Raest, sin importar qué carne pueda vestir.
Rallick frunció aún más el ceño. Está bebido, sin duda. Suspiró, le dio la espalda y volvió a pensar en lo que había logrado aquella noche. Dejó atrás a Kruppe. Y ahora ¿qué?, se preguntó. Había empleado tanto tiempo en preparar ese momento… Todo su pensamiento parecía embotado por el éxito. La obsesión de Rallick por enderezar aquel entuerto en cierto modo no había sido sino su empeño por asumir el papel que el propio Coll debió de haber representado. Había servido de instrumento a la voluntad de Coll, deseoso de que éste recuperase la fe en sí mismo.
Pero ¿y si no lo hacía? Aún más ceñudo, Rallick atajó aquella pregunta antes de que pudiera conducir al hilo de su pensamiento a hallar una respuesta. Tal como había dicho Baruk, llegó el momento de volver a casa.
En ésas estaba cuando una mujer que llevaba una máscara plateada le puso la mano en el brazo.
Rallick, sobresaltado por aquel contacto, se volvió para mirarla. Una larga mata de pelo castaño enmarcaba su máscara sin facciones; las rendijas que tenía por ojos no delataban detalle alguno de lo que ocultaban. La mujer se le acercó.
—Durante un tiempo he sentido curiosidad —dijo en voz baja—. No obstante, ahora veo que debí observarte personalmente, Rallick Nom. La muerte de Ocelote podría haberse evitado.
—Vorcan.
Ella inclinó levemente la cabeza.
—Ocelote era un estúpido —acusó Rallick—. Si el contrato de Orr fue aprobado por la Guilda, me someteré al castigo que sea de rigor.
Ella nada respondió. Rallick aguardó a que se pronunciara.
—Eres hombre de pocas palabras, Rallick Nom.
El silencio fue la única respuesta.
—Dices aguardar el castigo, como si ya te hubieras resignado a morir —dijo ella con una leve risa. Dirigió la mirada al patio, donde la gente seguía apiñada—. El concejal Turban Orr tenía magia protectora, que de nada le sirvió. Es curioso. —Pareció calibrar algo, luego asintió—. Necesitamos de tus habilidades, Rallick Nom. Acompáñame.
Rallick pestañeó. Luego, al verla dirigirse al jardín que había en la parte posterior de la casa, la siguió.
Azafrán mantuvo la mano en la boca de Cáliz mientras se sentaba a horcajadas sobre ella. Con la otra mano se quitó la máscara de ladrón. Al reconocerle, ella lo miró sorprendida:
—Si gritas lo lamentarás —advirtió Azafrán con voz ronca.
Se las había apañado para arrastrarla a unas tres varas de la linde, antes de que le pusiera la zancadilla. Forcejearon en el suelo, pero finalmente él ganó la batalla.
—Sólo quiero hablar contigo —dijo Azafrán—. No voy a hacerte daño, Cáliz, te lo prometo. A menos que intentes algo, claro. Ahora voy a apartar la mano. Por favor, no grites. —Quiso interpretar la expresión de su mirada, pero lo único que vio fue el miedo. Avergonzado, apartó la mano.
Ella no gritó, y al cabo de un instante Azafrán casi deseó que lo hubiera hecho.
—¡Maldito seas, ladrón! ¡Cuando mi padre te atrape hará que te despellejen vivo! Eso si Gorlas no da antes contigo. Hazme algo y te pondrá a hervir a fuego lento…
Azafrán volvió a taparle la boca con la mano. ¿Despellejarlo? ¿Hervirlo a fuego lento?
—¿Y quién es Gorlas? —preguntó con los ojos muy abiertos—. ¿Un amigo tuyo aficionado a la cocina? ¡De modo que me traicionaste!
Ella lo miró fijamente, y Azafrán volvió a apartar la mano.
—No te traicioné —respondió—. ¿De qué estás hablando?
—De lo del guardia asesinado. Yo no fui, pero…
—Pues claro que no. Padre contrató a un vidente. Fue una mujer la que mató al guardia, una sirviente de la Cuerda. El vidente estaba tan aterrado que ni siquiera quiso esperar a que mi padre le pagara. Y ahora levántate, ladrón.
La dejó incorporarse en el suelo mientras contemplaba los árboles.
—Entonces, ¿no me traicionaste? ¿Y qué me dices de Meese? ¿Los guardias en casa de tío Mammot? ¿La caza?
Cáliz se puso en pie y sacudió las hojas secas de la capa de piel.
—¿De qué estás hablando? Debo volver. Gorlas me estará buscando. Es el primogénito de la Casa Tholius; se está formando para convertirse en un maestro duelista. Si te ve conmigo, tendrás problemas.
—¡Aguarda! Escucha, Cáliz. Olvida a ese idiota de Gorlas. Dentro de un año mi tío nos presentará formalmente. Mammot es un escritor famoso.
Cáliz puso los ojos en blanco.
—Pon los pies en el suelo de una vez, ¿quieres? ¿Escritor? Será uno de esos ancianos con los dedos manchados de tinta, que cada dos por tres tropieza con la pared. ¿Cuenta su Casa con influencias? La Casa Tholius tiene poder, influencia, vamos, todo lo necesario. Además, Gorlas me ama.
—Pero es que yo… —Calló, apartando la mirada. ¿Era cierto? No. ¿Tenía eso alguna importancia? ¿Qué quería de ella?
—Además, ¿qué quieres tú de mí? —preguntó precisamente Cáliz.
Él se miraba la punta de los pies. Finalmente, levantó la barbilla.
—¿Compañía? —preguntó apocado—. ¿Amistad? ¿Qué estoy diciendo? ¡Soy un ladrón! ¡Se supone que me dedico a robar a mujeres como tú!
—En eso tienes razón. ¿Por qué fingir otra cosa? —De pronto se endulzó su expresión—. Azafrán, no voy a traicionarte. Será nuestro secreto.
Por un brevísimo instante, se sintió como un niño al que la amable matrona acaricia y consuela, y lo cierto era que le gustaba.
—Antes de que llegaras tú no conocía a ningún ladrón callejero auténtico —añadió ella sonriente.
Aquella sensación tan placentera se vio sustituida por un acceso de rabia.
—Por el aliento del Embozado, no —se burló—, ¿real? Tú no sabes qué es real, Cáliz. Jamás te has manchado de sangre las manos. Nunca has visto morir a un hombre. Pero así son las cosas, ¿no es cierto? Ya nos ocuparemos los demás del trabajo sucio, al que estamos acostumbrados.
—Esta noche he visto morir a un hombre —replicó Cáliz en voz baja—. Y no quiero volver a hacerlo. Si eso es lo que entiendes por «real», entonces no lo quiero para nada. Es todo tuyo, Azafrán. Adiós. —Y se alejó.
Azafrán observó su espalda, su pelo trenzado, mientras aquellas palabras hacían eco en su mente.
De pronto se sintió agotado y se volvió al jardín. Confiaba en que Apsalar siguiera en el mismo lugar donde la había dejado. Lo último que quería ahora era tener que buscarla. Y así se adentró en la espesura.
Mazo retrocedió al dar el primer paso en el claro. Paran lo asió del brazo y le miró a los ojos.
El sanador sacudió la cabeza.
—No voy a acercarme más, señor. No sé qué es lo que mora en ese claro, pero su naturaleza es contraria a mi senda Denul. Y me… mira con… apetito. —Se secó el sudor de la frente y tomó aire—. Será mejor que traigáis aquí a la chica.
Paran soltó el brazo y se adentró en el claro. El bloque de madera había alcanzado ya el tamaño de una mesa, veteado de gruesas raíces retorcidas, moteado en los costados de vastos agujeros cuadrados. El terreno que lo rodeaba parecía empapado en sangre.
—Cabo —susurró—, envía a la chica con Mazo.
Kalam le puso la mano en el hombro a Lástima.
—Tranquila, moza —le dijo en un tono similar al que emplearía un tío con su sobrina—. Ahora ve allá. Dentro de nada nos reuniremos con vosotros.
—Sí. —Lástima sonrió y se dirigió al lugar donde aguardaba Mazo.
—No la había visto sonreír en la vida —dijo Kalam frotándose la barba de tres días—. Y es una verdadera pena.
Junto a Paran observó cómo Mazo hablaba en voz baja con la muchacha, antes de dar un paso hacia ella y ponerle la mano en la frente.
Paran inclinó la cabeza.
—Ha cesado la tormenta.
—Sí. Espero que eso signifique lo que nos gustaría que significara.
—Alguien lo ha hecho. Y, cabo, comparto vuestras esperanzas. —Lamentablemente, pocas esperanzas tenía el capitán al respecto. Había algo en marcha. Suspiró—. Aún no ha tocado ni la duodécima campanada. Cuesta creerlo.
—Nos espera una larga noche —comentó el asesino, que dejó muy claro que también él carecía de optimismo. Luego gruñó. Mazo había lanzado un grito de sorpresa. El sanador apartó la mano e hizo señas a Paran y Kalam—. Ve tú —dijo el asesino.
El capitán, algo confuso, miró ceñudo al hombre de raza negra. Luego se acercó al lugar donde se encontraban el sanador y Lástima. La muchacha tenía los ojos cerrados, parecía como en trance.
Mazo se mostró directo.
—Ya no está poseída —dijo.
—Lo que suponía —respondió Paran, atento a la joven.
—Pero hay algo más —continuó el sanador—. Ahora alberga a otro ahí dentro, señor.
Paran enarcó las cejas.
—Alguien que estuvo ahí todo el tiempo. Se me escapa cómo pudo sobrevivir a la presencia de la Cuerda. Y ahora me enfrento a un dilema.
—Explícate.
Mazo se agachó y se puso a garabatear en el suelo con una ramita.
—Ese alguien ha estado protegiendo la mente de la muchacha, actuando como el filtro de un alquimista. En estos dos últimos años, Lástima ha hecho cosas que, de recordar una sola de ellas, le hubieran hecho perder la razón. Esa presencia combate sus recuerdos en este preciso momento, pero necesita ayuda, porque no es tan fuerte como lo fue en tiempos. Se muere.
—¿Deberíamos ofrecer esa ayuda de la que hablas? —preguntó Paran al tiempo que se acuclillaba a su lado.
—No estoy seguro. Verás, capitán, no sé qué planes tiene. No sé qué pretende, no puedo leer la trama que intenta llevar a cabo. Pongamos que la ayudo y que lo único que quiere es tener el control absoluto: la muchacha acabaría poseída otra vez.
—¿Crees que la presencia que ha protegido a Lástima de la Cuerda sólo lo ha hecho para ocupar su lugar a las primeras de cambio?
—Podríamos decirlo así —respondió Mazo—, y no tiene mucho sentido. Lo que me frena es pensar que esa presencia quiera entregarse de forma tan desinteresada. Su cuerpo y la carne han muerto. Si suelta a la muchacha, no tendrá adónde ir, señor. Quizá sea un ser querido, un familiar o algo por el estilo. Alguien que desea sacrificarse a sí misma totalmente. Cabe esa posibilidad.
—¿A sí misma? ¿Es una mujer?
—Fue una mujer —puntualizó el barghastiano—. Aunque ahora, que me aspen si sé qué es. Lo único que percibo es la tristeza. —El sanador miró a Paran a los ojos—. Es lo más triste que he visto en la vida, señor.
Paran estudió unos instantes el rostro de Mazo y luego se levantó.
—No voy a darte ninguna orden de cómo debes proceder, sanador.
—¿Pero?
—Pero, por si sirve de algo, te diría que lo hicieras. Dale cuanto necesite, para que pueda hacer lo que quiere hacer.
Mazo resopló, se deshizo de la rama y se puso en pie.
—Eso es también lo que me dicta el instinto, señor. Gracias.
Les llegó la voz alta y clara de Kalam:
—Hasta ahí habéis llegado. Ahora quiero veros las caras.
Ambos se volvieron para ver a Kalam vuelto al trecho de bosque que se extendía a la izquierda. Paran aferró el brazo del sanador y lo arrastró a las sombras. Mazo, a su vez, tiró de Lástima.
Dos figuras salieron al claro. Un hombre y una mujer.
Azafrán se acercó, oculto por la espesura del terreno. Para tratarse del jardín de una hacienda, la vegetación era muy abundante. Las voces que había escuchado mientras buscaba a Apsalar resultaron pertenecer a dos hombres y a una mujer que llevaba una máscara plateada. Los tres observaban una especie de tocón que había en mitad del claro. Azafrán exhaló lentamente. Rallick Nom era uno de los hombres.
—Hay un mal en esto —dijo la mujer, que retrocedió ante el tocón—. Un ansia.
El hombretón de raza negra que se hallaba a su lado gruñó.
—No te lo discutiré, dama de la Guilda. Sea lo que sea, no es de Malaz.
El ladrón abrió los ojos como platos. ¿Espías de Malaz? ¿Dama de la Guilda? ¡Vorcan! Como si fuera impermeable a todo aquello tan extraño que la rodeaba, la mujer se volvió a Rallick.
—¿En qué medida te afecta esto, Rallick?
—No me afecta —respondió.
—En tal caso, acércate.
El asesino se encogió de hombros y se acercó al tocón marchito. El filtro borroso que lo cubría pareció ceder, se definieron los contornos del objeto y Vorcan se relajó.
—Pareces perjudicar sus actividades, Rallick. Qué curioso.
—Polvillo de otaralita —gruñó.
—¿Cómo?
—Me froté la piel con ese polvillo.
Vorcan lo miró con los ojos muy abiertos. El otro hombre se volvió a Rallick.
—Te recuerdo, asesino. De nuestra riña la primera vez que quisimos ponernos en contacto con vosotros. La noche de la emboscada que cayó del cielo.
Rallick asintió.
—En fin —continuó el de Malaz—. Me sorprende que salieras con vida de aquello.
—Este hombre tiene un don para la sorpresa —dijo Vorcan—. Excelente, cabo Kalam de los Abrasapuentes, tu petición de una audiencia me llegó y te la he concedido. Antes de que empecemos, no obstante, agradecería que el resto de tus compañeros se reunieran con nosotros. —Se volvió a los árboles de la derecha.
A Azafrán la cabeza le iba de un lado a otro. ¿Abrasapuentes? A punto estaba de estallarle cuando vio salir a otros dos hombres de las sombras, acompañados de Apsalar. Parecía drogada y tenía los ojos cerrados.
—Dama de la Guilda —dijo uno de los hombres—, soy el capitán Paran del noveno pelotón. —Tomó aire antes de añadir—: A este respecto, no obstante, el cabo Kalam habla en nombre del Imperio.
—En tal caso, la audiencia ha empezado. —Vorcan se volvió al hombre de raza negra.
—Ambos sabemos que el concejo de la ciudad no constituye la base de poder real de Darujhistan. Y puesto que vosotros los de la Guilda tampoco la constituís, hemos llegado a la conclusión de que los magos de la ciudad operan en secreto y mantienen el statu quo intacto, que es lo que más conviene a sus propios intereses. Podríamos optar por matar a todos los magos de Darujhistan, pero eso nos llevaría demasiado y podría torcerse. En lugar de ello, dama de la Guilda, el Imperio de Malaz ofrece un contrato por los verdaderos regentes de Darujhistan. Cien mil jakatas de oro. Por cada uno. Es más, la emperatriz ofrece el control de la ciudad, acompañado del título de Puño Supremo, así como todos los privilegios que ello conlleva. —Se cruzó de brazos.
Vorcan guardó silencio.
—¿Desea la emperatriz Laseen pagarme novecientos mil jakatas?
—Si ése es el número, sí —confirmó Kalam.
—La cábala de T’orrud es un grupo poderoso, cabo. Pero antes de que pueda responder, me gustaría saber de la criatura que se acerca por el este. —Su expresión se volvió tensa—. Cinco dragones se opusieron a él por un tiempo, supongo que salidos de Engendro de Luna. Doy por sentado que maese Baruk y su cábala han firmado un pacto con el hijo de la Oscuridad.
Aunque Kalam pareció aturdido, se recuperó al instante.
—Dama de la Guilda, la criatura que se acerca no es consecuencia de ninguna acción nuestra. Hubiéramos aplaudido si hubiera muerto a manos del hijo de la Oscuridad. En lo que concierne a la pregunta implícita en tus palabras, doy por sentado que la alianza entre los tiste andii y la cábala quedaría anulada con la muerte de los miembros de la cábala. No pretendemos que pongas fin a la vida del señor de Engendro de Luna.
—Dama de la Guilda —intervino Paran tras aclararse la garganta—, Engendro de Luna y el Imperio de Malaz ya se han enfrentado antes. A juzgar por lo visto hasta ahora, es más probable que el hijo de la Oscuridad se retire antes que enfrentarse a nosotros él solo.
—Ya veo —dijo Vorcan—. Cabo Kalam, no deseo malograr las vidas de mis asesinos en semejante empeño. Sólo un asesino que al mismo tiempo fuera mago supremo podría albergar la esperanza de cumplir con éxito el encargo, de mediar el tiste andii de por medio. Por tanto, si ésas son las condiciones, acepto el contrato. Llevaré a cabo los asesinatos. Y ahora, por lo que respecta al pago…
—Entregado por senda al cumplimiento del mismo —se adelantó Kalam—. Seguramente ya lo sabrás, pero la emperatriz fue en tiempos una asesina. Se aviene de forma estricta a las normas de conducta. Pagará el oro. También el título y la regencia de Darujhistan los concederá sin titubear.
—Acepto, cabo Kalam. —Vorcan se volvió a Rallick—. Empezaremos de inmediato. Rallick Nom, la tarea que voy a encomendarte es de vital importancia. He considerado tus peculiares habilidades para impedir el crecimiento de esta cosa rara —dijo señalando con la mano al tocón—. Mi instinto me dice que no debe permitirse que siga creciendo. Tú te quedarás aquí y mantendrás paralizado el crecimiento.
—¿Cuánto tiempo? —gruñó él.
—Hasta mi regreso. A esas alturas pondré a prueba sus defensas. Ah, una cosa más: las actividades de Ocelote no contaban con el beneplácito de la Guilda. Ejecutarlo coincide con lo que la Guilda entiende por un justo castigo por sus acciones. Gracias, Rallick Nom. La Guilda está complacida.
Rallick se acercó al extraño tocón y se sentó en él.
—Hasta luego —dijo Vorcan, que salió del claro.
Azafrán observó a los tres espías de Malaz reunirse para cuchichear. Entonces, uno de ellos asió a Apsalar del brazo y la condujo al bosque, en dirección al muro trasero. Los otros dos, el capitán Paran y el cabo Kalam, miraron de reojo a Rallick.
Éste apoyaba la barbilla en ambas manos, con los codos en las rodillas y la mirada ausente en el suelo.
Kalam lanzó un suspiro y sacudió la cabeza. Al cabo, ambos se fueron en dirección al patio.
Azafrán no sabía qué hacer. Por un lado, quería salir al claro y enfrentarse a Rallick. ¿Asesinar a los magos? ¿Entregar Darujhistan a los de Malaz? ¿Cómo estaba dispuesto a permitir tales cosas? Pero no se movió, porque en su interior alumbró también el temor; lo cierto era que no conocía de nada a aquel hombre. ¿Le escucharía? ¿O respondería a Azafrán poniéndole un cuchillo en el pescuezo? En verdad, Azafrán no estaba muy por la labor de asumir según qué riesgos.
Rallick había permanecido inmóvil durante el rato en que el joven pensaba qué hacer. Entonces se levantó, vuelto directamente al lugar donde se ocultaba el ladrón.
Éste gruñó.
Rallick le hizo un gesto para que se acercara y, lentamente, Azafrán obedeció.
—Sabes esconderte —admitió Rallick—. Aunque has tenido suerte de que Vorcan llevara puesta esa máscara, porque mucho no podía ver por ella. ¿Lo has oído todo?
Azafrán asintió, puesta la mirada en aquello que a distancia había considerado un tocón. Parecía más bien una casita de madera. Los agujeros de los costados parecían ventanas. Al contrario que Vorcan, no percibía un ansia, sino más bien cierto apremio o frustración.
—Antes de que me acuses, Azafrán, quiero que me escuches con atención.
El ladrón apartó los ojos del bloque de madera.
—Te escucho.
—Puede ser que Baruk siga en la fiesta. Debes encontrarlo y contarle exactamente lo que ha pasado. Dile que Vorcan es una hechicera suprema y que los matará a todos, a menos que se unan para defenderse. —El asesino puso una mano en el hombro de Azafrán—. Y si Baruk se ha marchado a casa, busca a Mammot. Lo vi por aquí no hace mucho rato. Lleva una máscara de jabalí.
—¿Tío Mammot? Pero si…
—Es sacerdote supremo de D’riss, Azafrán, y miembro de la cábala de T’orrud. Vamos, date prisa. No hay un minuto que perder.
—¿Y tú qué? ¿Piensas quedarte aquí, Rallick? ¿Sentado en ese… tocón?
El asesino apretó la mano en el hombro.
—Vorcan decía la verdad, muchacho. No sé muy bien qué es, pero está claro que lo puedo controlar. Baruk necesita saber qué está sucediendo en este claro. Confío más en su percepción que en la de Vorcan, pero por ahora haré caso de lo que dice ella.
Azafrán se resistió un instante pensando en Apsalar. Le habían hecho algo, de eso estaba seguro, y si le habían hecho daño les haría pagar por ello. Pero… ¿Tío Mammot? ¿Planeaba Vorcan asesinar a su tío? El ladrón miró con dureza a Rallick.
—Dalo por hecho —dijo.
En ese instante, un rugido de rabia y agonía proveniente del patio hizo temblar las copas de los árboles. El bloque de madera respondió con una erupción de intenso fuego amarillo, sus raíces se retorcieron e inflaron como si fueran dedos.
Rallick empujó con fuerza a Azafrán, se volvió y se sentó en el bloque. El fuego cesó y se abrieron unas grietas en el suelo que se extendieron en todas direcciones.
—¡Vete! —gritó Rallick.
El corazón latía con fuerza en su pecho cuando el ladrón echó a correr a la hacienda de dama Simtal.
Baruk extendió la mano para tirar con fuerza de la cuerda de la campana. Oyó la voz del cochero, sentado en el pescante, y el carruaje se detuvo.
—Algo acaba de pasar —dijo en un susurro a Rake—. ¡Nos hemos marchado demasiado pronto, diantre! —Se deslizó al asiento de la ventanilla y abrió los postigos.
—Un momento, alquimista —pidió Rake—. Será el tirano. Pero está debilitado y han quedado allí magos suficientes para hacerle frente. —Abrió la boca con la intención de añadir algo, pero volvió a cerrarla. Sus ojos adquirieron un matiz azul mientras estudiaba la expresión del alquimista—. Baruk, vuelve a tu casa —dijo con tranquilidad—. Prepárate para el siguiente movimiento del Imperio, ya verás que no habrá que esperar mucho a que se produzca.
Mientras, Baruk observaba fijamente al tiste andii.
—Dime qué está pasando —pidió enfadado—. ¿Vas a desafiar al tirano o no?
Rake arrojó la máscara al suelo y se llevó la mano al broche de la capa.
—Si es necesario, lo haré.
Afuera golpeaban con el puño el carruaje, y se oían voces y demás muestras del jolgorio que se vivía en las calles. Las gentes que los rodeaban empujaban el carruaje de un lado a otro, como meciéndolo. El festejo se acercaba a la duodécima campanada, la Hora de la Ascensión en que la dama de la Primavera subió al cielo a recibir a la Luna.
—Entre tanto, es necesario despejar las calles de la ciudad —continuó Rake—. Imagino que entre tus prioridades se contará minimizar en lo posible el número de muertos.
—¿Es esto todo lo que me ofreces, Rake? —Baruk señaló la ventanilla—. ¿Despejar las calles? En nombre del Embozado, ¿cómo se supone que voy a hacer tal cosa? ¡Habrá trescientas mil personas en Darujhistan, y hoy todo el mundo ha salido a la calle!
El tiste andii abrió la puerta que tenía más a mano.
—Déjalo de mi cuenta. Necesito encontrar un punto elevado, alquimista. ¿Alguna sugerencia?
Tan grande era la frustración de Baruk, que tuvo que esforzarse por contener las ganas que tenía de emprenderla contra Anomander Rake.
—El campanario de K’rul —dijo—. Una torre cuadrada, cerca de la puerta de Congoja.
Rake asomó al exterior del carruaje.
—Hablaremos de nuevo en tu casa —dijo al asomar el cuerpo al exterior—. Tú y tus magos debéis prepararos. —Miró a la muchedumbre, y durante unos instantes guardó silencio como si quisiera captar la esencia que respiraba el ambiente—. ¿A qué distancia está ese campanario?
—A unos trescientos pasos. ¿No te habrás propuesto ir a pie?
—Así es. Aún no estoy preparado para revelar mi senda.
—¿Y cómo…? —Baruk guardó silencio al ver que Anomander Rake estaba a punto de responder a la pregunta.
Rake sacaba una cabeza al más alto de la alborotada multitud cuando desenvainó la espada.
—Si en algo valoráis vuestra alma —rugió el hijo de la Oscuridad—, ¡abridme paso! —En alto, al despertar la espada, la hoja gruñó y despidió volutas de humo. Un horripilante rumor de crujir de ruedas llenó por completo la zona, seguido de cerca por un coro de gemidos de honda desesperanza. La muchedumbre se echó atrás al paso de Anomander Rake, totalmente olvidados de los festejos.
—¡Que los dioses nos amparen! —susurró Baruk.
Había empezado de forma inocente. Ben el Rápido y Whiskeyjack se hallaban cerca de la fuente, y los sirvientes iban de un lado a otro, como si, a pesar del derramamiento de sangre y la ausencia de la anfitriona, la vivacidad de la fiesta volviera a encenderse con la cercanía de la duodécima campanada. Al cabo, se reunió con ellos el capitán Paran.
—Nos hemos entrevistado con la dama de la Guilda —informó—. Ha aceptado el contrato.
—¿Qué sería de nosotros si no existiera la avaricia? —gruñó Whiskeyjack.
—Acabo de darme cuenta de que me ha desaparecido el dolor de cabeza. Me veo tentado de acceder a la senda, sargento. A ver qué puedo averiguar.
Whiskeyjack no lo pensó dos veces.
—Adelante —dijo.
Ben el Rápido retrocedió un paso hasta ponerse a la sombra de una columna de mármol.
Ante ellos, un anciano que llevaba una máscara espantosa se acercó a la línea que formaban los hombres de Whiskeyjack. Seguidamente, una mujer rolliza con una pipa de agua se acercó a su vez al anciano. Un sirviente la seguía a media vara de distancia. La mujer dejaba a su paso una estela de humo, detalle que el sargento pudo apreciar mientras ella llamaba la atención del anciano.
Al cabo de un instante, la noche se había quebrado en una marea de energía que fluía como un arroyo de agua entre Whiskeyjack y Paran, para acabar alcanzando al anciano en el pecho. El sargento tenía la espada en la mano al volverse para encontrar a su mago, envuelto en magia, que lo apartó a un lado en su carrera hacia la mujer.
—No —voceó Ben el Rápido—. ¡Mantente apartado de él!
También había desnudado la espada, cuya hoja temblaba de horror. Luego echó a correr.
Un rugido brutal de rabia sacudió el ambiente cuando el anciano, con la máscara destrozada, giró sobre sí. Los ojos ardientes dieron con la mujer y arrojó una mano hacia ella. La onda de poder que fluía por todo su cuerpo era gris pizarra y el aire crepitaba a su paso.
Whiskeyjack, paralizado, observó sin apenas poder creer lo que veía, que el cuerpo de Ben el Rápido era arrojado contra el de la mujer. Ambos chocaron con el sirviente, y los tres cayeron al suelo como fardos. El flujo de energía abrió un hueco en el aturdido gentío formado por los invitados y calcinó todo aquello que tocó. Allí donde había habido un hombre o una mujer hacía un instante, no había nada más que ceniza blanca. El ataque se extendió, alcanzando de algún modo a unos y otros, a todo cuanto había a la vista. Los árboles se desintegraron, la piedra y el mármol explotaron como la lava de los volcanes en forma de nubes de polvo. La gente murió, algunos vieron cómo los miembros de su cuerpo sencillamente se hacían polvillo, y la sangre salpicaba a chorros el suelo al caer de rodillas. Salió disparó un rayo de energía que iluminó como un relámpago el cielo nocturno, para luego despedir una especie de luz mortecina desde el interior de una nube espesa. Otro alcanzó la hacienda con gran estruendo. Un tercer rayo se abrió paso hacia Paran cuando éste cerraba la distancia que lo separaba del anciano. El poder mordió la espada, y ésta y Paran desaparecieron sin dejar rastro.
El sargento había dado medio paso al frente cuando recibió un fortísimo golpetazo en el hombro. A causa del golpe giró sobre sí y se torció la rodilla derecha al caer.
Sintió el crujido del hueso al partirse; luego, el modo en que se rasgó la carne y la piel cuando cayó empujado por todo su peso. La espada hizo un fuerte ruido metálico al dar en el suelo. Todo su mundo se había visto reducido al dolor, pero aun así logró liberar la pierna atrapada y ponerse en pie como buenamente pudo, gracias a que la columna de mármol cargó con la mitad del peso.
Al cabo de un instante, unas manos lo sujetaron de la capa.
—¡Ya te tengo! —gruñó Violín.
Whiskeyjack lanzó un grito de dolor cuando el zapador lo arrastró por el empedrado. Luego la oscuridad lo envolvió y perdió el conocimiento.
Ben el Rápido se vio sepultado en carne; por un instante fue incapaz de respirar. Al cabo, las manos de la mujer se apoyaron en unos hombros y se alzó. La mujer se puso a gritar al anciano.
—¡Mammot! ¡Anikaleth araest!
Ben el Rápido abrió los ojos como platos al percibir la descarga de poder que bullía en el cuerpo de ella. De pronto se extendió un intenso olor a arcilla.
—¡Araest! —voceó ella cuando arrojó todo aquel poder.
Ben el Rápido oyó el grito de dolor de Mammot.
—¡Cuidado, mago! —dijo la mujer—. Está poseído por un jaghut.
—Lo sé —gruñó girándose boca abajo y poniéndose en pie. Echó un vistazo y vio de reojo a Mammot, que seguía en el suelo agitando la mano. La mirada del mago recaló un instante en el lugar donde había estado Whiskeyjack. Las columnas que rodeaban la fuente estaban derruidas, y del sargento no había ni rastro. De hecho, pensó, no veía a nadie del pelotón. En el patio los cadáveres habían formado pilas grotescas. Nadie se movía. Todos los demás habían huido.
—Mammot se recupera —dijo la mujer, desesperada—. No me queda nada, mago. Dime que vas a poder hacer algo.
Ben el Rápido la miró fijamente.
Tras tropezar, Paran resbaló por una superficie arcillosa hasta dar con unos juncos. La tormenta sacudía el cielo. Se puso en pie. Sentía la espada Azar cálida al tacto; parecía gemir. Un lago de aguas poco profundas se extendía a su izquierda, hasta terminar en una ribera lejana que irradiaba una luz verde. A su derecha la marisma se ponía por el horizonte. Hacía fresco; el aire arrastraba un olor dulzón.
Paran suspiró. Contempló la tormenta. Los rayos sesgados se enfrentaban unos a otros, las nubes negras, cargadas de lluvia, parecían retorcerse agónicas. Se volvió de pronto al oír un restallido a su derecha. A un millar de pasos había aparecido algo. El capitán entornó los ojos. La cosa se levantaba sobre el pantano como un árbol capaz de moverse, nudoso y negro, tirando de las raíces que lo aferraban y que iban de un lado a otro. Apareció otra figura que bailó a su alrededor; esgrimía una espada con la hoja mellada de color marrón. Esta figura parecía retirarse, más a medida que la otra la azotaba con ondas de poder. Ambas se acercaban al lugar desde donde Paran las observaba.
Oyó un extraño borboteo, que lo obligó a volverse.
—¡Por el aliento del Embozado!
Una casa se alzaba en el lago. La hierba y el barro del pantano se deslizaban por las castigadas paredes de piedra. Había un enorme y oscuro portal de piedra que bostezaba bruma. La segunda planta de la construcción se antojaba deforme, y la piedra cortada se había erosionado en determinados puntos hasta dejar al descubierto los cimientos de madera.
Otra explosión hizo que volviera de nuevo la atención a los que se enfrentaban. Se hallaban mucho más cerca que antes; Paran alcanzó a ver con claridad a la figura que esgrimía una espada a dos manos. Era un t’lan imass. A pesar de la tremenda destreza con que manejaba la espada de calcedonia, se veía obligado a retroceder. El oponente era una criatura delgada y alta, cuya piel parecía la corteza de un roble. Dos colmillos brillantes asomaban por la mandíbula, y gritaba de rabia. Golpeó de nuevo al t’lan imass, a quien arrojó rodando a quince pasos de distancia hasta ir a caer casi a los pies del propio Paran.
El capitán se encontró contemplando unos ojos sin vida.
—El azath no está preparado aún, mortal —dijo el t’lan imass—. Es demasiado joven, carece de fuerza para aprisionar aquello que ha dado la vida, el finnest. Cuando el tirano huyó, yo busqué su poder. —Intentó levantarse, pero no lo logró—. Defiende el azath, pues el finnest quiere destruirlo.
Paran levantó la mirada a la aparición que se le acercaba. ¿Defenderlo? ¿De qué? Alguien tomó la elección por él. El finnest rugió y, con una oleada de poder, se arrojó sobre él. El capitán tiró de Azar para defenderse.
La hoja de la espada atravesó la energía. Sin verse afectado, el poder la ignoró para llegar a Paran. Cegado, lanzó un grito cuando acusó un frío amargo en todo el cuerpo, un frío que hizo temblar sus pensamientos, la percepción de sí mismo. Una mano invisible se cernió sobre su alma. ¡Mío! —reverberó aquella palabra en su mente, triunfal y repleta de una alegría primitiva—. Eres mío.
Paran soltó a Azar y cayó de rodillas. La mano aferraba su alma crispada como un puño. Tan sólo podía obedecer. No obstante, algunos fragmentos de conciencia lograron atravesar la barrera. Soy una herramienta, nada más. Todo cuanto he hecho, todo a lo que he sobrevivido, para llegar a esto.
En lo más hondo de la conciencia oyó una voz; se repetía una y otra vez, cada vez más alto. Un aullido. La gelidez que se había apoderado de la sangre y que parecía fluir por todo su cuerpo empezó a quebrarse. Destellos de calor, bestial y desafiante, combatieron el frío. Echó atrás la cabeza cuando el aullido ascendió a su garganta. Al lanzarlo, el finnest trastabilló.
¡La sangre de un Mastín! Sangre indomable. Paran se arrojó sobre el finnest. Sintió un intenso dolor en los músculos cuando una fuerza imparable fluyó por ellos. ¡Cómo te atreves! Y golpeó a la criatura, empujándola al suelo, apaleando la carne de roble con los puños, hundiendo los dientes en la corteza de su rostro. El finnest intentó deshacerse de él, pero no lo logró. Lanzó un grito sacudiendo las extremidades, y Paran empezó a hacerlo literalmente trizas.
Una mano agarró el broche de la capa y tiró de él. Paran intentó girarse para atravesar a la criatura que lo aferraba. El t’lan imass lo sacudió.
—¡Basta!
El capitán pestañeó.
—¡Quieto! No puedes destruir el finnest. Pero lo has entretenido lo suficiente. Ahora lo tomará el azath. ¿Comprendes?
Paran se desplomó cuando cedieron las llamas que lo encendían por dentro. Al observar al finnest, vio que las raíces surgían del húmedo suelo para envolver la maltrecha aparición y, después, arrastrar al cautivo al barro. Al cabo de un instante, el finnest había desaparecido.
El t’lan imass soltó a Paran y retrocedió un paso. Luego lo observó largamente.
Paran escupió sangre y esquirlas de la dentadura; después, secó sus labios con el dorso de la mano y se agachó para recuperar a Azar.
—Maldita suerte caprichosa —masculló envainando el arma—. ¿Tienes algo que decir, imass?
—Que estás muy lejos de casa, mortal.
Paran reapareció poco después trastabillando, medio cegado en el patio para, finalmente, caer al suelo como un fardo. Ben el Rápido lo miró ceñudo. En nombre del Embozado, ¿qué le habrá sucedido a éste?
Mammot soltó un juramento jaghut en un tono que parecían habérselo arrancado de las entrañas. El anciano se puso de nuevo en pie, temblando de rabia, y posó la mirada que ocultaba la máscara en el mago.
—¡Despertad en mí las siete! —rugió Ben el Rápido; entonces gritó cuando las siete sendas se abrieron en él. Su grito de agonía recorrió las ondas de poder, que inundaron el patio.
El jaghut hizo ademán de taparse el rostro con los brazos cuando las ondas lo alcanzaron. El cuerpo de Mammot acusó el furioso embate del poder. La piel se hizo jirones, igual que la carne, que se prendió fuego. Cayó de rodillas mientras un torbellino de poder se ensañaba con él. Mammot gimió levantando un puño que no era sino hueso chamuscado. Ante un gesto del puño, una de las sendas de Ben el Rápido se cerró de pronto. Al poco, el puño se abrió de nuevo.
—Estoy acabado —se lamentó Ben el Rápido.
Derudan tiró de la capa del mago para llamar su atención.
—¡Mago! ¡Escúchame!
Otra senda se echó a perder. Ben el Rápido negó con la cabeza.
—Acabado.
—¡Escucha! Mira a ése de ahí, ¿qué hace?
Ben el Rápido levantó la mirada.
—¡Por el aliento del Embozado! —voceó. A una docena de pasos vio acuclillado a Seto, cuya cabeza y hombros eran lo único que asomaba por detrás de un banco. Los ojos del zapador destilaban un brillo maníaco que el mago reconoció; iba armado con una ballesta, con la que apuntaba a Mammot.
Seto lanzó un grito.
El mago también gritó cuando se arrojó sobre la mujer por segunda vez. En pleno vuelo oyó el estampido de la ballesta pesada al disparar. Fue entonces cuando Ben el Rápido cerró los ojos y dio de nuevo contra la mujer.
Arpía sobrevoló en círculos la llanura donde había avistado al tirano jaghut. No había llegado ni a cincuenta pasos de Silanah cuando desapareció. No se había desplazado por la senda, sino que se esfumó de una manera total, absoluta y, por ello, mucho más fascinante y enigmática.
Había sido una noche gloriosa, una batalla digna de ser recordada, excepto por el final. Arpía era consciente de que su presencia se requería en otra parte, pero se resistía a abandonar aquel lugar.
—Terribles energías he presenciado —rió—. ¡Me río de semejante desperdicio, de la insensatez! ¡Ah, y ahora son las preguntas lo único que me espera, lo único!
Levantó la cabeza hacia el cielo. Los dos soletaken tiste andii de su amo seguían en lo alto. Nadie quería marcharse antes de que se revelara la verdad del destino del tirano jaghut. Se habían ganado el derecho a presenciarlo, aunque Arpía empezaba a sospechar que tales respuestas nunca llegarían.
Silanah profirió un grito agudo y se levantó del suelo mientras se formaba la senda que servía de cuna al vuelo, una especie de vapor. El dragón rojo volvió la cabeza a poniente y lanzó un segundo grito.
Con el aleteo de las alas, Arpía controló el descenso y evitó posarse en el suelo chamuscado. Al ganar de nuevo altura, pudo ver lo que había visto Silanah. Arpía lanzó un graznido de pura alegría y también de sorpresa.
—¡Ya llega, ya llega!
Al cerrar los ojos, Ben el Rápido cerró el acceso a la última de sus sendas. La mujer lo rodeó con los brazos y, con un gruñido, cayó empujada por la inercia del mago. La explosión arrancó el aire de sus pulmones. Saltaron las piedras que había bajo ellos y un relámpago de fuego y cascos llenó por completo el mundo. Luego, todo fue silencio.
Ben el Rápido se sentó. Miró al lugar donde había estado de pie Mammot. Las losas del suelo habían desaparecido, y un enorme agujero humeante las sustituía cerca de la fuente. Al anciano no se le veía por ninguna parte.
—Querido mago —murmuró bajo él la mujer—. ¿Seguimos con vida?
Ben el Rápido le dirigió una mirada.
—Habías cerrado la senda. Muy lista.
—Sí, estaba cerrada, pero no por voluntad propia. ¿Por qué lista?
—La munición moranthiana es un armamento normal, bruja. Las sendas abiertas atraen la fuerza de la explosión. Ese tirano ha muerto, está aniquilado.
Entonces Seto se llegó a su lado; traía el casco de cuero destrozado y presentaba quemaduras en un lado del rostro.
—¿Estáis bien? —preguntó sin aliento. El mago le lanzó un puñetazo.
—¡Energúmeno! ¿Cuántas veces tendré que repetir…?
—Bueno, está muerto, ¿no? —replicó Seto, dolido—. Ahora no es más que un agujero humeante en el suelo, así es como hay que manejar a los magos, ¿me equivoco?
Vieron al capitán Paran incorporarse tembloroso en el patio. Echó un vistazo a su alrededor hasta reparar en el mago.
—¿Y Whiskeyjack? —preguntó.
—En el bosque —respondió Seto. Paran se encaminó a paso lento hacia el bosque.
—De mucho nos ha servido —se quejó Seto en voz baja.
—¡Ben!
Al volverse, el mago vio acercarse a Kalam. El asesino sorteó el borde del cráter.
—Ahí abajo se mueve algo —advirtió.
Ben el Rápido se levantó pálido como la cera y ayudó a la bruja a incorporarse.
Ambos se acercaron al cráter.
—Es imposible —susurró el mago. En el fondo del agujero se incorporaba algo con forma humana—. Estamos muertos. O algo peor.
El ruido del jardín atrajo entonces su atención. Los tres se quedaron paralizados al ver que unas extrañas raíces surgían de la vegetación y serpenteaban en dirección al cráter.
El jaghut poseído se enderezó extendiendo los brazos grises.
Las raíces se enroscaron alrededor de la criatura. Ésta lanzó un chillido de terror.
—¡Azath edieirmarn! ¡No! ¡Ya tenéis mi finnest, así que dejadme! ¡Por favor! —Las raíces gatearon por todo su cuerpo hasta cubrirlo. El poder Omtose Phellack se retorció en un esfuerzo por escapar, pero de nada sirvió. Las raíces tiraron de la aparición, y luego lo arrastraron gritando por el jardín.
—¿¡Azath!? —susurró Ben el Rápido—. ¿Aquí?
—Juraría que no he visto ninguno —comentó Derudan, lívida—. Se dice que intervienen…
—Allá donde el poder desencadenado amenaza la vida —concluyó el mago.
—Sé dónde es —afirmó Kalam—. Ben el Rápido, ¿logrará escapar el jaghut?
—No.
—De modo que eso está resuelto. ¿Qué me dices del azath?
Ben el Rápido se encogió de hombros.
—Déjalo, Kalam.
—Debo irme —se apresuró a decir Derudan—. Gracias de nuevo por salvarme dos veces la vida.
La vieron alejarse a toda prisa.
—Mazo está atendiendo al sargento —les informó Violín tras acercarse al lugar donde estaban, al tiempo que cerraba el enorme petate que llevaba—. Venga, vamos —dijo propinando un codazo a Seto—. Hay que volar una ciudad entera.
—¿Está herido Whiskeyjack? —preguntó Ben el Rápido.
—Tiene la pierna rota —respondió Violín—. Pinta mal.
Todos se volvieron al oír el grito de sorpresa de Derudan, que se había dirigido al otro lado de la fuente. Por lo visto acababa de tropezar con un joven vestido de negro, que debía de haberse ocultado tras el muro bajo de piedra que rodeaba la fuente. El muchacho se escabulló como un conejo, dio un salto a la fuente y echó a correr hacia la hacienda.
—¿Habrá oído algo? —preguntó Violín.
—Nada que pueda entender —respondió Ben el Rápido recordando la conversación—. ¿Tú y Seto vais a hacer lo vuestro?
—Arriba y más allá —sonrió Violín.
Ambos zapadores comprobaron el equipo una vez más y luego volvieron al patio.
Entre tanto, Kalam seguía vigilando el cráter. Estaba surcado de antiguas cañerías de cobre, de las que surgía el agua. Por algún motivo, recordó fugazmente a los Carasgrises. El asesino se sentó de cuclillas al reparar en una tubería de la que no salía agua. Olisqueó el aire, se tumbó boca abajo en el suelo y extendió la mano para colocarla sobre el extremo roto de la tubería.
—Osserc —jadeó—. ¿Adónde han ido? —preguntó a Ben el Rápido tras ponerse en pie.
—¿Quiénes? —preguntó a su vez el mago.
—¡Los zapadores, maldita sea! ¿Quién si no?
—Por tu izquierda —respondió Ben el Rápido, intrigado—. Por la hacienda.
—Al muro posterior, soldado —ordenó el asesino—. Busca a los demás, que Paran tome el mando. Dile que salgan de aquí. Encontrad un sitio que conozca y allí me reuniré con vosotros.
—¿Adónde vas?
—A por los zapadores. —Kalam se secó el sudor de la frente—. Salid de esta ciudad en cuanto podáis, Ben el Rápido. —Reparó en que el asesino revelaba miedo en la mirada—. Leed la letra pequeña. Hemos minado todas las encrucijadas principales. Donde están las válvulas. ¿Es que no lo entiendes? —Al hablar, agitaba ambos brazos—. ¡Los Carasgrises! ¡El gas, Ben, el gas!
Kalam cruzó el patio a la carrera. Al cabo, penetró en la hacienda.
Ben el Rápido le vio marcharse. ¿El gas? De pronto, abrió los ojos desmesuradamente.
—Vamos a acabar todos arriba y más allá —susurró—. ¡Toda la maldita ciudad!