Capítulo 21

Al alumbrar la luz la oscuridad,

trajo ésta ante mi mirada, allá en el campo,

a un puñado de dragones atrapados

como un golpe de viento ante la eterna llama.

En sus ojos vi dibujadas las eras,

mapa mundano, inscrito

en cada una de sus escamas.

La hechicería emanaba de ellos

como aliento de estrellas.

Y supe entonces,

que los dragones venían a nosotros…

Anomandaris

Pescador (n. ?)

Las sombras poblaban la maleza del jardín. La Consejera Lorn abandonó la postura acuclillada y se sacudió la tierra de las manos.

—Encuentra una bellota —dijo sonriendo para sí—. Plántala.

En algún lugar, más allá de aquel jardín vallado, los sirvientes se gritaban unos a otros mientras ultimaban los preparativos de última hora. Metió la punta de la capa bajo el cinto y, con mucho cuidado, se deslizó entre los troncos de los árboles cubiertos de enredaderas. Al cabo de un instante, distinguió el muro trasero.

Había un callejón más allá, ancho y abarrotado de las hojas caídas de las ramas de los jardines que había al otro lado. Ni la ruta de acceso ni la de salida ofrecían mayores dificultades. Escaló la pared de piedra y, cuando tuvo que hacerlo, se ayudó de las ramas hasta llegar a la parte alta del muro.

Cayó al otro lado causando un leve crujido de hojas secas en las sombras impenetrables del jardín. Se ajustó la capa y se dirigió al extremo del callejón; allí se inclinó en la esquina, se cruzó de brazos y sonrió a la gente que circulaba de un lado a otro en la calle.

Le quedaban dos cosas por hacer antes de abandonar aquella ciudad. Una de ellas, no obstante, podía revelarse imposible. No percibía ni rastro de la presencia de Lástima. Quizá la mujer había muerto. Dadas las circunstancias, podía ser la única explicación posible.

Observó la marea de gente que pasaba de largo. La locura latente la hacía sentir incómoda, sobre todo porque la guardia del lugar mantenía una distancia prudencial. Se preguntó por la sombra de terror que planeaba en aquellos rostros, y por qué casi todas las caras le resultaban familiares.

Darujhistan la confundía, pues a menudo veía en ella lo mismo que había visto en un centenar de ciudades. Cada una de ellas surgía de su pasado en procesión. El temor y la alegría, la agonía y la risa. Todas las expresiones se mezclaban entre sí. No podía distinguir nada concreto, pues los rostros se volvían inexpresivos; los ruidos eran el rugido de una historia sin sentido.

Lorn se frotó los ojos, luego trastabilló y, con la espalda apoyada en una pared, cayó de cuclillas. La celebración de la insignificancia. ¿Acaso habremos llegado todos al final? En cuestión de unas horas, los cruces de la ciudad saltarían por los aires. Cientos de personas morirían al instante, seguidas por millares de ellas. Entre los escombros de piedra y los edificios derrumbados habría rostros, cuyas expresiones se hallarían en la frontera entre la alegría y el terror. Y de los muertos surgirían voces, gemidos desesperanzados que menguarían con el dolor.

Ya los había oído antes, y había visto también aquellos rostros. Los conocía a todos, así como el timbre de sus voces, los sonidos que servían de espejo a la emoción humana, claros y puros de pensamientos, suspendidos sobre el abismo que los separaba. Se preguntó si aquél sería su legado. Un día yo estaré entre esos rostros, congelada en la muerte y el asombro.

Lorn sacudió la cabeza, pero era un esfuerzo vano. Comprendió con cierto rechazo que estaba cediendo. La Consejera cedía, la armadura se resquebrajaba y el lustre había cedido paso a una grandeza jaspeada. Un título tan absurdo como la mujer que lo ostentaba. El rostro de la emperatriz lo había visto antes en alguna parte; era una máscara tras la que alguien ocultaba su mortalidad.

—No sirve de nada ocultarse —susurró mientras observaba ceñuda las hojas secas y las ramas que la rodeaban—. De nada.

Al cabo, volvió a ponerse en pie. Sacudió el polvo de la capa meticulosamente. Para una cosa sí estaba capacitada: para encontrar al portador de la moneda, matarlo, tomar la moneda de Oponn y hacer pagar al dios su intervención en los asuntos del Imperio, de lo cual se encargarían la emperatriz y Tayschrenn.

Aquel asunto requería la concentración. Tenía que fijar los sentidos en una firma particular. Sería su última misión, de eso estaba segura. Pero la cumpliría con éxito. La muerte a manos del fracaso era impensable. Lorn se acercó a la embocadura del callejón. El crepúsculo envolvía a la muchedumbre. Lejos, al este, retumbó el trueno, aunque el tiempo era seco, sin rastro de lluvia comprobó las armas.

—La misión de la Consejera está a punto de cumplirse —dijo en voz baja.

Salió a la calle y se fundió con la multitud.

Kruppe se levantó de su mesa en la taberna del Fénix, e intentó abrocharse el último botón del chaleco. Sin lograrlo, relajó el estómago de nuevo y dejó escapar un suspiro En fin, al menos la casaca estaba limpia Ajustó los puños de la camisa nueva y salió del local, que a esas horas estaba prácticamente vacío.

Había pasado aquella última hora sentado a la mesa, sin hacer nada en concreto a ojos de quienes pudieran observarlo, mientras su cabeza urdía una compleja trama, fruto de su talento, trama que le perturbaba mucho. Que Meese e Irilta hubieran perdido la pista de Azafrán y de la muchacha ponía las cosas en perspectiva, ya que la mayoría de los sirvientes de los dioses, al menos los que lo eran sin saberlo, moría en cuanto dejaba de serles de utilidad. La moneda podía jugarse a una sola apuesta, pero tenerla flotando indefinidamente resultaba demasiado peligroso. No, Azafrán descubriría que la suerte lo había abandonado cuando más la necesitaba, error que el muchacho pagaría con la vida.

—No, no —había murmurado Kruppe sobre la jarra de cerveza— Kruppe no puede permitir tal cosa —no obstante, la urdimbre de aquella trama se mostraba esquiva. Estaba seguro de que había cubierto todas las amenazas potenciales que hacían referencia al muchacho o, más bien, alguien estaba realizando un gran trabajo protegiendo a Azafrán (tal era lo que demostraba la trama). Albergaba la sospecha de que ese «alguien» no era él mismo, ni ninguno de sus agentes. No tenía más remedio que confiar en la integridad de quienquiera que fuese la parte interesada.

Rompecírculos había vuelto a salirse con la suya, y Kruppe seguía confiando también en que los esfuerzos de Turban Orr encaminados a dar con él resultarían infructuosos. La Anguila sabía cómo proteger a los suyos. De hecho, el retiro de Rompecírculos estaba cerca, aunque sólo fuera por su propia seguridad, y Kruppe tenía intención de comunicarle la buena noticia aquella misma noche, en la fiesta de dama Simtal. Después de todos aquellos años, Rompecírculos no merecía menos.

La urdimbre también le había revelado algo que ya sabía: su tapadera estaba comprometida, había sido descubierta. Los efectos del encantamiento que había utilizado con Murillio no tardarían en desaparecer, y tampoco era necesario perpetuarlos. Después las cosas sucederían como estaba previsto, lo mismo que su encuentro con Baruk.

Si había algo que le daba un respiro en aquel ejercicio de conjeturas y supuestos era el abrupto final de aquella trama. Más allá de aquella noche el futuro estaba en blanco. Obviamente alcanzarían una encrucijada, y todo cambiaría de rumbo en la fiesta de dama Simtal.

Kruppe llegó al distrito de las Haciendas, donde saludó con una inclinación de cabeza al solitario guardia apostado cerca de la rampa. El hombre lo miró ceñudo, aunque no hizo comentario alguno. Estaba previsto que la fiesta empezara en media hora, y Kruppe tenía planeado ser uno de los primeros en llegar. Salivó al pensar en los pastelillos frescos, cubiertos de dulces siropes templados. Sacó la máscara del interior de la casaca y sonrió. Podía suceder que entre todos los asistentes tan sólo el alquimista supremo Baruk reparara en la ironía de la máscara. Ah, en fin —suspiró—, uno es más que suficiente, dado quien es ese uno. Después de todo, ¿es Kruppe un hombre avaricioso?

Su estómago rugió a modo de respuesta.

Azafrán aguzó la mirada hacia el este, donde avanzaba la oscuridad. Algo parecido a un relámpago iluminaba fugaz cada dos por tres el contorno de las colinas; parecía acercarse cada vez más. Pero el rumor del trueno, que había empezado aquella tarde y que continuaba, sonaba de un modo extraño, con un tono distinto al bajo que reverberaba en la tierra. Se antojaba casi quebradizo. Las nubes que habían aparecido sobre la colina poseían un fantasmagórico tinte ocre, malsano, y se acercaban a la ciudad.

—¿Cuándo nos iremos? —preguntó Apsalar, apoyada a su lado, en la pared.

El muchacho dio un respingo.

—Ahora. Ya está oscuro.

—¿Azafrán? ¿Qué haremos si Cáliz D’Arle te traiciona por segunda vez?

Apenas alcanzaba a distinguir su rostro en la oscuridad. ¿Lo habría dicho para herirle? Era difícil de decir a juzgar por el tono de voz.

—No hará tal cosa —respondió intentando de algún modo convencerse de ello—. Confía en mí. —Y se volvió a la escalera.

—Ya lo hago.

Azafrán torció el gesto. ¿Por qué ese empeño en fingir que estaba a sus anchas en aquella situación? Por el aliento del Embozado, ni siquiera él confiaría en sí mismo. Claro que no conocía demasiado bien a Cáliz. Tan sólo habían mantenido una conversación que ni siquiera podía considerarse normal. ¿Y si llamaba a los guardias? Al menos se aseguraría de poner a salvo a Apsalar. Se detuvo y la asió del brazo.

—Escúchame. —El tono de voz se le antojó demasiado áspero, a pesar de lo cual añadió—: Si las cosas se tuercen, ve a la taberna del Fénix, ¿de acuerdo? Busca a Meese, Irilta o a mis amigos Kruppe y Murillio. Cuéntales lo que ha pasado.

—No te preocupes, Azafrán.

—Bien. —Soltó el brazo—. Ojalá tuviéramos una linterna a mano —dijo al dar un paso en la oscuridad con una mano extendida ante él.

—¿Para? —preguntó Apsalar, que pasó de largo por su lado. Le tomó la mano y lo condujo por el terreno—. Yo veo bien. No me sueltes.

Hubiera resultado difícil hacerlo, aun en el supuesto de que hubiera querido soltarse, pensó. Caminar así le hizo sentirse algo incómodo. Notó algunos callos en la manita de ella, lo que le permitió recordar de nuevo de qué era capaz aquella mujer.

Con los ojos muy abiertos, pero sin ver absolutamente nada, Azafrán se dejó guiar escaleras abajo.

El capitán de la guardia de Simtal observó a Whiskeyjack y a sus hombres con evidente desagrado.

—Creía que todos erais barghastianos. —Se acercó a Trote, en cuyo enorme pecho estampó el dedo índice—. Me hiciste creer que todos eran como tú, Niganga.

Trote emitió un gruñido grave, amenazador; el capitán retrocedió un paso con la mano en el pomo de la espada.

—Capitán —intervino Whiskeyjack—, si todos fuéramos barghastianos…

El guardia volvió hacia él el ancho rostro con el ceño fruncido.

—No podrían permitirse el lujo de contratarnos —concluyó el sargento con una sonrisa tensa. Miró a Trote. ¿Niganga? ¡Por el aliento del Embozado!—. Niganga es mi segundo al mando, capitán. En fin, ¿dónde quiere que nos situemos?

—Más allá de la fuente —respondió el guardia—. De espaldas a ese jardín que… Bueno, necesita de algunos cuidados porque ha crecido tanto que parece un bosque. No queremos que se pierda ningún invitado por ahí, así que tendréis que guiarlos de vuelta con toda la amabilidad del mundo. ¿Queda claro? Y lo de la amabilidad va en serio. Saludad a todo el que se dirija a vosotros, y si surge algún problema me los enviáis. Soy el capitán Stillis. Andaré por ahí pendiente de todo; cualquiera de los guardias de la casa podrá localizarme.

—Entendido, señor —asintió Whiskeyjack. Entonces, se volvió a inspeccionar al pelotón. Violín y Seto se hallaban detrás de Trote, ambos fingiendo buena disposición. Detrás, Mazo y Ben el Rápido formaban junto a la calle, con las cabezas inclinadas, conversando por lo bajo. El sargento los miró con el ceño fruncido, reparando en cómo torcía el gesto el mago cada vez que retumbaba un trueno a lo lejos.

El capitán Stillis se alejó a dar algunas directrices a lo largo y ancho de la hacienda. Whiskeyjack esperó a perderlo de vista y, de inmediato, se acercó a Mazo y a Ben el Rápido.

—¿Qué sucede?

Ben el Rápido parecía asustado.

—El trueno y el relámpago, sargento. Verás, no es fruto de la tormenta; es lo que nos contó Paran.

—Lo que significa que tenemos poco tiempo —dijo Whiskeyjack—. Me pregunto por qué no habrá aparecido ya la Consejera. ¿Qué os parece? ¿Alcanzaríamos a ver el humo que despide la suela de sus botas por lo rápido que se aleja de aquí?

Mazo se encogió de hombros.

—No lo entiendes —dijo Ben el Rápido agitado. Aspiró dos bocanadas de aire y añadió—: Esa criatura de ahí fuera está trabada en combate. Hablamos de hechicerías de las de antes, y se acerca, lo que significa que está ganando. Lo que significa a su vez que…

—Tenemos problemas —concluyó Whiskeyjack—. De acuerdo, de momento actuaremos tal como estaba planeado. Precisamente nos han asignado el lugar donde nos conviene estar. Ben el Rápido, ¿seguro que Kalam y Paran podrán encontrarnos?

El mago gimió.

—Acabo de comunicarles la posición, sargento.

—Estupendo. Pues vamos a ello. A través de la casa y vista al frente.

—Tiene aspecto de necesitar unos cuantos días de sueño —opinó Kalam junto al lecho de Coll.

—Debió de darles algo —insistió Paran tras frotarse los ojos inyectados en sangre—, aunque ellos no lo vieran.

Kalam negó con la cabeza.

—Ya te lo he dicho, capitán, no. Estuvieron muy atentos pero no. El pelotón está limpio. Y ahora, será mejor que nos pongamos en marcha.

Paran se levantó con cierto esfuerzo. Estaba agotado y se sabía una carga para ellos.

—Se presentará en la hacienda —insistió ciñendo la espada a la cadera.

—Es ahí donde entramos nosotros, ¿no? —preguntó Kalam mientras se dirigía a la puerta—. Ella aparece, y entonces nosotros intervenimos para quitarla de en medio, precisamente lo que has querido hacer desde hace tiempo.

—Tal como estoy ahora mismo, no duraré mucho en una riña —dijo Paran al acercarse al asesino—. Considérame un factor sorpresa, lo único que ella no espera encontrar, la única cosa que la detendrá un instante. —Miró a los ojos oscuros de aquel hombre—. Haz que ese instante valga la pena, cabo.

—Entendido, capitán —sonrió Kalam.

Dejaron roncando plácidamente a Coll y descendieron las escaleras que llevaban a la planta principal del bar. Al pasar junto a la barra, Scurve les dirigió una mirada cautelosa.

Kalam profirió una maldición y, con sorprendentes movimientos, alcanzó al tabernero, a quien agarró del cuello de la camisa. Lo arrastró a la mitad de la barra mientras éste no dejaba de chillar, hasta que sus rostros estuvieron a un dedo de distancia.

—Estoy harto de esperar —gruñó el asesino—. Transmite este mensaje al señor de los asesinos. No me importa cómo te las apañes para lograrlo, pero hazlo rápidamente. He aquí el mensaje: la mayor oferta de contrato que habrá recibido en la vida le espera en el muro posterior de la hacienda de dama Simtal. Esta noche. Si el señor de la Guilda merece tal cargo entonces es posible, sólo posible, que la oferta no esté por encima de su capacidad. Entrega este mensaje aunque tengas que vocearlo desde todos los tejados de la ciudad, o cuando volvamos a vernos traeré intenciones homicidas.

A todo esto, Paran miraba al cabo, demasiado agotado como para que le sorprendiera la situación.

—Estamos perdiendo el tiempo —protestó.

Kalam soltó al tabernero, a quien miró fijamente a los ojos.

—Más te vale que no sea así —gruñó cuando, suavemente, lo depositó sobre la barra. Luego arrojó un puñado de monedas de plata junto a Scurve—. Por las molestias —dijo.

Paran hizo un gesto al asesino, que asintió. Ambos salieron de la taberna del Fénix.

—¿Aún cumples las órdenes, cabo?

—Nos dieron instrucciones de hacer esa oferta en nombre de la emperatriz, capitán. Si aceptan el contrato y se llevan a cabo los asesinatos pertinentes, Laseen tendrá que pagar, hayamos desertado o no.

—Dujek y su hueste ocuparán una ciudad destripada por el dinero de la emperatriz. Eso la hará rabiar, Kalam.

—Pues ése es su problema, no el mío —replicó el antiguo miembro de la Garra con una sonrisa torcida.

En las calles, los Carasgrises se movían por el alborotado gentío como espectros silenciosos, encendiendo las lámparas de gas con las mechas de combustión lenta que remataban los palos que empuñaban. Algunos, desinhibidos de tanto beber, los abrazaban y bendecían. Los Carasgrises, encapuchados y anónimos, se limitaban a responder con una inclinación de cabeza y continuaban su camino en cuanto se veían libres. Kalam los contempló extrañado.

—¿Sucede algo, cabo? —le preguntó Paran.

—Tengo una extraña sensación cada vez que veo a uno de esos Carasgrises, algo que tiene que ver con ellos.

El capitán se encogió de hombros.

—Mantienen encendidas las luces. ¿Continuamos?

—Será eso, capitán —dijo Kalam con un suspiro.

El carruaje barnizado y negro, tirado por sementales de pelaje pardo, avanzaba lentamente por las calles. A unas tres varas, a modo de ariete, marchaba la escolta de Baruk en mitad de la vía; a veces, cuando las maldiciones y los gritos no eran suficientes, tenían que desenfundar las espadas, las cuales llevaban envueltas.

En los mullidos confines del carruaje, el estruendo que reinaba en el exterior iba y venía como el rumor del lejano oleaje, amortiguado por los encantamientos trenzados por el alquimista para hacerlos enmudecer. Éste se hallaba sentado con la barbilla gacha, mientras sus ojos, parapetados tras la espesura de las cejas y entornados, estudiaban con atención al tiste andii sentado delante de él. Rake no había pronunciado palabra desde su regreso a la propiedad de Baruk, poco antes de que partiera el carruaje tal como estaba previsto.

A Baruk le dolía la cabeza. La magia sacudía las colinas a oriente, y las ondas que despedía alcanzaban a todos los magos como invisibles puñetazos. Sabía de sobra cuál era la causa. El morador del túmulo se acercaba, y cada paso que daba lo disputaba con los tiste andii de Rake. Por lo visto, las previsiones de Mammot habían sido muy generosas. No disponía de días, sino de apenas unas horas.

Aun así, a pesar de las sendas de salvaguarda, a pesar de que el poder del tirano jaghut era superior al de los magos de Rake, a pesar de que se acercaba el morador del túmulo, implacable en su avance, inexorable, llevando consigo una auténtica tormenta de hechicería Omtose Phellack, el señor de Engendro de Luna permanecía cómodamente sentado en el asiento acolchado del carruaje, con las piernas estiradas ante sí y las manos enguantadas en el regazo. La máscara que descansaba sobre el terciopelo del asiento era exquisita, aunque un tanto desagradable. En otro momento puede que Baruk se hubiera interesado abiertamente por la pieza, que hubiera apreciado la factura, pero cuando la miraba no podía evitar sentirse suspicaz. Aquella máscara encerraba un secreto, y ese convencimiento se veía reforzado por el silencio del hombre que la llevaba. Pero entre tanto, el secreto eludía a Baruk.

Turban Orr ajustó la máscara de halcón y se detuvo al llegar a la escalera que conducía a la puerta principal de la hacienda. Había oído el rumor de la llegada de otro carruaje. Desde el umbral, a su espalda, oyó después unos pasos.

—Preferiría que permitieras que un sirviente me anunciara tu llegada, concejal —dijo a su espalda dama Simtal—. Permíteme el privilegio de escoltarte al salón. —Y lo tomó del brazo.

—Aguarda —murmuró él, atento a la figura que salía del carruaje—. Es el coche del alquimista —dijo—, pero ése no se parece en nada a Baruk, ¿verdad?

—¡Por Trake desencadenado! —exclamó—. ¿Quién será?

—El acompañante de Baruk —respondió secamente Orr. Dama Simtal le dio un pellizco en el brazo.

—Sé perfectamente que tiene derecho a traer un invitado, concejal. Dime, ¿lo habías visto antes?

—Va enmascarado —dijo negando con la cabeza—. ¿Cómo voy a saberlo?

—Turban, ¿cuántos hombres conoces que midan más de dos varas de alto y lleven un mandoble a la espalda? —Entrecerró los ojos—. Y el pelo blanco, ¿crees que formará parte de la máscara?

El concejal no respondió. Observó a Baruk salir tras el extraño del carruaje. El alquimista llevaba puesta una máscara sencilla con incrustaciones de plata que sólo le cubría los ojos. Una declaración obvia de que negaba cualquier duplicidad. Turban Orr gruñó, consciente de que sus sospechas acerca del poder e influencia del alquimista eran ciertas. Volvieron a recalar sus ojos en el extraño. Su máscara era la de un dragón negro, realzada con sombras y luces de color plata; de algún modo, hacían que la expresión del dragón pareciera… artera.

—¿Y bien? —preguntó dama Simtal—. ¿Piensas quedarte aquí toda la noche? Y por cierto, ¿dónde está tu querida mujercita?

—Está indispuesta —respondió distraído. Le sonrió—. ¿Nos presentamos al invitado del alquimista? ¿Ya te he felicitado por tu atuendo?

—No —dijo ella.

—Ese disfraz de pantera negra resulta muy adecuado para ti.

—Claro que sí —replicó ella cuando Baruk y el invitado de éste tomaban la senda pavimentada que los llevaría hasta ellos. Soltó el brazo del concejal y se acercó al alquimista—. Buenas noches, alquimista Baruk. Bienvenido —añadió al hombre de la máscara negra de dragón—. Asombroso disfraz, ¿nos han presentado?

—Buenas noches, dama Simtal —dijo Baruk, inclinándose—. Concejal Turban Orr. Permitidme que os presente a… —titubeó, aunque el tiste andii había insistido en ello— lord Anomander Rake, visitante de Darujhistan. —El alquimista aguardó para comprobar si el concejal reconocía el nombre.

Turban Orr se inclinó.

—En nombre del concejo de la ciudad te doy la bienvenida, lord Anomander Rake.

Baruk suspiró. Anomander Rake, un nombre conocido por poetas y estudiosos, pero no, por lo visto, por concejales. Orr continuó diciendo:

—Puesto que eres noble, doy por sentado que tienes tierras. —A punto estuvo de retroceder un paso cuando la máscara de dragón, y aquellos ojos azul oscuro, se volvieron para encararlo.

—¿Tierras? Sí, concejal, poseo un título. Sin embargo, mi título es honorífico, me fue dado por el pueblo. —Rake miró por encima del hombro de Orr a la estancia que se abría tras la imponente puerta—. Parece, señora, que la velada ha empezado.

—Por supuesto —rió ella—. Vamos, participen de los festejos. Baruk lanzó otro suspiro de alivio.

Murillio tuvo que admitir que la máscara que Kruppe había escogido le sentaba como un guante. Se sorprendió riendo tras la emplumada máscara de pavo real que llevaba, a pesar de la turbación que sentía. Se hallaba de pie cerca de la puerta que conducía al patio y al jardín, con una copa de vino en la mano y la otra metida en el cinto.

Rallick permanecía recostado en la pared, a su lado, cruzado de brazos. Llevaba una máscara de tigre catlin, diseñada para representar a la imagen del dios Trake. Murillio sabía que el asesino apoyaba su peso en la pared más por cansancio que por otra cosa. Se preguntó de nuevo si todo recaería finalmente sobre sus propios hombros. El asesino se enderezó de pronto, con la mirada en la entrada que tenían delante.

Murillio se puso de puntillas para ver bien al gentío. He ahí un halcón, se dijo.

—Ése de ahí es Turban Orr. ¿Con quién está? —murmuró.

—Simtal —gruñó Rallick—. Y Baruk, y un hombre monstruosamente alto que lleva una máscara de dragón y que va… armado.

—¿Baruk? —Murillio soltó una risilla nerviosa—. Esperemos que no nos reconozca. Apenas tardaría un instante en atar cabos.

—Qué importa —opinó Rallick—. No podría detenernos.

—Quizá. —Entonces, Murillio estuvo a punto de soltar la copa—. ¡Por los maltrechos pies del Embozado!

—¡Maldita sea! ¡Míralo! Se dirige derecho a ellos —siseó Rallick.

Dama Simtal y Turban Orr se disculparon al dejar a Baruk y a Rake a solas en mitad de la estancia. La gente se movía a su alrededor, saludando algunos a Baruk, pero todos a cierta distancia. Unos cuantos se reunieron alrededor de Simtal en el lugar que ocupaba al pie de la escalera que ascendía en espiral, ansiosos por que la dama respondiera a las preguntas que le hacían sobre Anomander Rake.

Una figura se acercó a Baruk y a su acompañante. Bajito, redondo, con una casaca roja deshilachada, ambas manos pendientes de sendos pastelillos, llevaba una máscara de niño de mejillas sonrosadas y piel blanca, en cuya boca abierta y de labios rojos había rastros de nata y migas. Encontró a su paso más de un obstáculo, y tuvo que abrirse camino por toda la estancia, disculpándose aquí y allá.

Rake reparó en el recién llegado, de quien dijo:

—Parece tener prisa, ¿no crees, Baruk?

El alquimista rió por lo bajo.

—Ha trabajado para mí —dijo—, y también yo he trabajado para él. Anomander Rake, saluda a quien todos conocen por el nombre de la Anguila, maestro de espías de Darujhistan.

—¿Bromeas?

—No.

Kruppe llegó, con apenas aliento.

—¡Maese Baruk! —dijo—. Qué sorpresa encontrarte aquí. —Volvió a Rake el rostro infantil—. El pelo tiene un toque exquisito, señor. Exquisito. Me llamo Kruppe, señor. Kruppe el Primero. —Levantó un pastelillo, que se llevó a la boca.

—Te presento a lord Anomander Rake, Kruppe.

Kruppe asintió varias veces, antes de tragar de forma audible.

—¡Pues claro! En tal caso debes de estar acostumbrado a la altanería, señor. Kruppe envidia a quienes son capaces de mirar a los demás por encima del hombro.

—Es fácil dejarse engañar y ver a quienes están por debajo de uno como personas pequeñas e insignificantes —respondió Rake—. Es el riesgo de caer en el descuido, podría decirse.

—Kruppe podría decirlo, siempre y cuando se dé por sentado que el equívoco era intencionado. Pero ¿quién iba a discutir que los del dragón están siempre por encima de la simple humanidad? Kruppe tan sólo puede imaginar la emoción de volar, el gemido de las corrientes altas, los conejos que se escabullen cuando la sombra de uno alcanza a copar su limitada percepción.

—Mi querido Kruppe —suspiró Baruk—, no es más que una máscara.

—Tal es la ironía de la vida —aseguró Kruppe levantando una de las manos, en la que sostenía un pastelillo, por encima de la cabeza—, que uno aprenda a desconfiar de lo que resulta obvio, para sumirse en cambio en la suspicacia y un sinfín de confusas conclusiones. Mas ¿acaso Kruppe se deja engañar? ¿Puede nadar una anguila? ¡Viva! Pues las que parecen fangosas aguas sirven de hogar a Kruppe, cuyos ojos se abren maravillados. —Se inclinó con una floritura, arrojando algunas migas de los pastelillos sobre Rake y Baruk, y acto seguido se alejó sin dejar de hablar—: Se impone una inspección a la cocina. Sospecha Kruppe que…

—Sí, es Anguila —admitió Rake, en tono divertido—. Menuda lección para todos nosotros, ¿no te parece?

—Estoy de acuerdo contigo —murmuró Baruk hundiendo los hombros—. Necesito beber algo. Te traeré una copa. Discúlpame.

Turban Orr permanecía de espaldas a la pared, observando con atención la concurrida estancia. Tenía dificultades para relajarse. La última semana había resultado agotadora. Aún aguardaba confirmación de la Guilda de asesinos de la muerte de Coll. Era poco propio de ellos demorar tanto el cumplimiento de un contrato, y hundir un cuchillo en la espalda de un borracho no debía de ser tan difícil.

La caza del espía en su propia organización había alcanzado un punto muerto, aunque seguía convencido de la existencia de ese hombre o mujer. Una y otra vez, sobre todo desde el asesinato de Lim, había visto contrarrestados sus movimientos en el concejo por intereses tan difusos que no podía señalar directamente a un culpable. Finalmente, la declaración de neutralidad había quedado en agua de borrajas.

Llegó a esa conclusión aquella misma mañana. Y había actuado en consecuencia. A esas alturas, su mensajero más capacitado y leal cabalgaba por el camino de los comerciantes, pasando quizá en ese preciso instante por las colinas Gadrobi y la tormenta, rumbo a Pale. Al Imperio. Turban Orr sabía que los de Malaz se acercaban. Nadie en Darujhistan sería capaz de detenerlos. Y al señor de Engendro de Luna ya lo habían vencido una vez, en Pale. ¿Por qué iba a ser diferente en esa ocasión? No, había llegado el momento de asegurarse de que su propia posición pudiera sobrevivir a la ocupación imperial. O, mejor aún, obtener un ascenso a modo de recompensa por la ayuda vital que pudiera proporcionar.

Reparó distraído en un guardia apostado a un lado de la escalera de caracol. Por alguna razón le sonaba de algo, no el rostro, sino el modo de montar guardia, la postura, la caída de los hombros. ¿Sería el Pabellón de la Majestad su destino habitual? No, el uniforme correspondía a los regulares, mientras que en el Pabellón de la Majestad servían los soldados de élite. Turban Orr arrugó el entrecejo bajo la máscara de halcón. Luego el guardia ajustó la presión del yelmo y Turban Orr ahogó una exclamación. Apretó la espalda contra la pared, víctima de un súbito temblor. ¡La Barbacana del Déspota! Todas aquellas noches, una tras otra, durante años, ese guardia había presenciado sus encuentros de medianoche con aliados y agentes. Ahí tenía al espía.

Se enderezó, y agarró con la mano el pomo de la espada ropera. No permitiría interrogatorio alguno. Poco le importaba ofender la sensibilidad de dama Simtal, y menos le importaba aún aquella fiesta. Quería que la venganza fuera rápida e inmediata. No dejaría que nadie se lo impidiera. Turban Orr clavó la mirada en el confiado guardia, a quien se acercó.

Tropezó con un hombro, lo cual le hizo trastabillar. Un hombretón volvió hacia él el rostro cubierto con una máscara de tigre. Orr aguardó a que se disculpara, pero la espera tan sólo rindió el fruto del silencio. Entonces, hizo ademán de pasar por su lado.

Pero el extraño lo aferró del brazo. Turban Orr maldijo entre dientes cuando la mano enguantada vertió el poso de una copa de vino sobre el pecho del concejal.

—¡Idiota! —espetó—. ¡Soy el concejal Turban Orr! Apártate de mi camino.

—Sé quién eres —dijo el otro en voz baja. Orr hundió el pulgar en el pecho del enmascarado.

—No te quites esa máscara, para que así pueda encontrarte luego.

—Ya ves, yo ni siquiera había reparado en tu máscara —dijo el otro sin la menor inflexión en el tono de voz—. Imagino que me habrá distraído tu narizota. El concejal abrió los ojos como platos.

—Menudas ansias tienes de morir —dijo, bronco—. Yo te ayudaré. —Llevó la mano al pomo de la espada—. En unos minutos, que ahora mismo tengo un nego…

—No soy de los que esperan —dijo Rallick Nom—. Y menos aún a un pavo real que finge ser un hombre. Si tienes estómago para un duelo, batámonos ahora o deja de hacerme perder el tiempo con toda esa cháchara.

Turban Orr, agitado, retrocedió un paso y se enfrentó a él cara a cara.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz ronca.

—No eres quien para escucharlo, concejal.

Turban Orr levantó las manos para llamar la atención de los allí presentes.

—¡Escuchadme, amigos míos! ¡Voy a brindaros un inesperado divertimento! —Enmudecieron todos al volverse al concejal, que añadió—: Un insensato ha mancillado mi honor, amigos. ¿Desde cuándo Turban Orr ha permitido tal cosa?

—¡Un duelo! —exclamó alguien entre la multitud. Se alzaron las voces.

—Este hombre, tan valiente como para llevar la máscara de Trake, no tardará en morir —dijo Turban señalando a Rallick Nom—. Miradlo bien ahora, amigos, mientras él os mira a su vez. Y sabed que estáis mirando a un cadáver.

—Basta ya de charlas —protestó Rallick.

El concejal se quitó la máscara, bajo la cual apareció una sonrisa torcida.

—Aunque pudiera matarte un millar de veces, no bastarían para satisfacerme. Es necesario que resolvamos esto de una vez por todas.

También Rallick se quitó la máscara, que arrojó sobre la alfombra de las escaleras. Luego observó a Turban Orr con su mirada oscura e inexpresiva.

—¿Has terminado ya de envanecerte, concejal?

—Desenmascarado, sigues siendo un extraño para mí —dijo Orr, ceñudo—. Sea. Procúrate un segundo. —Una idea cruzó por su mente y se volvió a la multitud para buscar al hombre en quien había pensado. Al fondo encontró la máscara que buscaba, la de un lobo. Escoger a alguien como ayudante en un duelo podía rendir réditos políticos, siempre y cuando el otro aceptara la proposición. Y teniendo en cuenta que estaban en público, sería una estupidez negarse a hacerlo—. En lo que a mí respecta —dijo en voz alta—, me sentiría honrado si el concejal Estraysian D’Arle accediera a ser mi segundo.

El lobo dio un respingo. A su lado había dos mujeres; una de ellas era una jovencita. La esposa de D’Arle vestía como una mujer de Callows, mientras que la niña había escogido, no sin cierto desparpajo, por no decir desvergüenza, el atuendo mínimo de una doncella guerrera barghastiana. Tanto la esposa como la hija hablaron con Estraysian. Éste dio un paso al frente.

—El honor es mío —dijo, pues era la frase de rigor.

Turban Orr tuvo una sensación de triunfo. Contar a su lado en el duelo con el enemigo más poderoso que tenía en el concejo bastaba para lanzar un mensaje equívoco que haría temblar a la mitad de los concejales allí presentes. Complacido por la solución, se enfrentó de nuevo al desconocido adversario.

—¿Y tu segundo?

El silencio se adueñó de la estancia.

—No dispongo de mucho tiempo —dijo dama Simtal en voz baja—. Después de todo, soy la anfitriona de esta fiesta y…

—Es tu deber satisfacer a tus invitados —murmuró el hombre que se hallaba ante ella—. Lo cual estoy seguro que puedes hacer, y que lo haces bien.

Ella sonrió mientras se encaminaba a la puerta. La entreabrió un poco y miró por el hueco. Luego se volvió de nuevo hacia el hombre.

—Media hora, quizá —dijo.

El otro se acercó a la cama, en cuya superficie arrojó los guantes de cuero.

—Confío que estos treinta minutos sean de lo más satisfactorios, más a medida que transcurran.

Dama Simtal se reunió con él junto a la cama.

—Supongo que no tendrás más remedio que hacer partícipe a la viuda de Lim de las tristes noticias —dijo ella rodeando con sus brazos el cuello del hombre y acercando los labios a su rostro. Sus labios se rozaron y luego le acarició la mandíbula con la punta de la lengua.

¿Mmm? ¿A qué tristes noticias te refieres?

—Oh, pues que has encontrado a una amante más atenta, por supuesto. —Había alcanzado la oreja con la lengua cuando, de pronto, se apartó de él y le escrutó con la mirada—. ¿Has oído eso? —preguntó.

Él volvió a abrazarla y la atrajo hacia sí.

—¿Si he oído qué?

—Eso —dijo—. Menudo silencio se ha hecho en el salón. Será mejor que…

—Habrán salido al jardín —aventuró el hombre en tono tranquilizador—. El tiempo corre, mi dama.

Ella titubeó hasta que cometió el error de dejarle apretar su cuerpo contra el de ella. Dama Simtal abrió mucho los ojos, como alarmada.

—¿Y bien? —preguntó finalmente cuando el ritmo de su respiración experimentó un cambio—, ¿qué haces aún vestido?

—Buena pregunta —gruñó Murillio al caer con ella sobre la cama.

En el silencio que siguió a la pregunta formulada por Turban Orr, Baruk estuvo a punto de ofrecerse. Sabía perfectamente que al hacerlo se descubriría, pero aun así sentía la necesidad de ofrecerse como segundo. Rallick Nom se hallaba presente para enderezar un entuerto. Es más, lo consideraba un amigo más querido para el alquimista que Kruppe o Murillio, y, a pesar de la profesión que desempeñaba, era un hombre íntegro. Turban Orr, además, era la última fuente de poder de la que bebía dama Simtal. Si Rallick lo mataba, ella también caería.

El regreso de Coll al concejo era algo que deseaban tanto Baruk como sus compañeros magos de la cábala de T’orrud. Por no mencionar que la muerte de Turban Orr supondría un alivio. Había más en juego en aquel duelo de lo que Rallick imaginaba. El alquimista ajustó la túnica y respiró hondo.

Una mano se cerró en su antebrazo y, antes de que Baruk pudiera reaccionar, lord Anomander Rake dio un paso al frente.

—Ofrezco mis servicios como segundo —proclamó en voz alta mirando a Rallick a los ojos.

El asesino no dio muestras de conocer a Baruk, que se hallaba junto a Rake. Se limitó a responder con una inclinación de cabeza.

—Puede que estos dos extraños se conozcan —aventuró burlón Turban Orr.

—No nos habíamos visto antes —aseguró Rake—. No obstante, descubro que comparto con él lo mucho que me desagrada tu charla inocua, concejal. Por tanto, preferiría evitar una discusión interminable acerca de quién será su segundo. ¿Seguimos adelante?

Turban Orr encabezó la comitiva a la terraza, seguido por Estraysian D’Arle. Cuando Baruk se volvió para seguirlos, sintió a su lado un contacto de energías que le resultó familiar. Al volver la cabeza, exclamó:

—¡Por los dioses, Mammot! ¿De dónde diantre has sacado esa horripilante máscara?

El anciano sostuvo su mirada unos instantes.

—Precisa representación de las facciones jaghut, según creo —respondió—. Aunque me parece que los colmillos son un poco cortos.

—¿Has logrado dar con tu sobrino?

—No —respondió Mammot—. Me tiene muy preocupado.

—En fin, confiemos en que la suerte de Oponn sonría al muchacho —gruñó Baruk mientras se dirigían al exterior.

—Confiemos —murmuró Mammot.

Whiskeyjack abrió los ojos como platos al ver que la multitud compuesta por los inquietos invitados abandonaban el salón para reunirse en la terraza. Violín se acercó a su lado.

—Es un duelo, sargento. El tipo de la mancha de vino en la camisa es uno de ellos, un concejal llamado Orr. Nadie sabe quién es el otro. Es ése de ahí, el que va junto al hombretón de la máscara de dragón.

El sargento había permanecido apoyado, con los brazos cruzados, en una de las columnas de mármol que rodeaban la fuente, pero al ver aquella figura alta y enmascarada estuvo a punto de caer en la fuente.

—¡Por las pelotas del Embozado! —maldijo—. ¿Acaso no reconoces ese cabello plateado, Violín?

El zapador arrugó el entrecejo.

—Engendro de Luna —continuó Whiskeyjack en un hilo de voz—. Es el mago, el que estaba en ese portal y combatió a Tayschrenn. —Contuvo una impresionante ristra de maldiciones y añadió—: Y no es humano.

—Tiste andii —gruñó Violín—. Ese cabrón nos ha encontrado. Pues la hemos jodido.

—Cállate, anda. —Whiskeyjack se recuperaba del susto—. Procura que los otros cumplan con lo dicho por el capitán Stillis. De espaldas al bosque y la mano en el arma. ¡Muévete!

Violín echó a correr. El sargento observó al zapador hablando con los del pelotón. ¿Dónde diantre se habrían metido Kalam y Paran? Cruzó la mirada con Ben el Rápido, a quien pidió con un gesto que se acercara.

—Violín nos lo ha contado —dijo Ben el Rápido—. No creo que yo sirva de mucho, sargento. Ese morador del túmulo no ha parado de desatar ondas de terrible poder. Tengo la cabeza a punto de estallar. —Estaba macilento, pero se las apañó para sonreír—. Y mira a tu alrededor. Podrías determinar quiénes son magos por la cara que tienen. Si accediéramos a nuestras sendas, la cosa mejoraría.

—¿Y por qué no lo haces?

El mago volvió a torcer el gesto.

—Ese jaghut podría reparar en nosotros como si fuéramos una antorcha en mitad de la noche. Y primero la emprendería con los más débiles, incluso a esa distancia acabaría con ellos. Después se desataría un infierno.

Whiskeyjack observó cómo los invitados despejaban un espacio en la terraza mientras se alineaban a ambos lados.

—Habla con Seto y Violín —ordenó sin apartar la mirada del tiste andii—. Asegúrate de que tengan algo preparado, por si acaso la situación se nos escapa de las manos. Esta hacienda tendrá que saltar por los aires. Vamos a necesitar la distracción para hacer estallar las minas de los cruces. Hazme una seña cuando lo tengan listo.

—De acuerdo.

Ben el Rápido se alejó, dispuesto a cumplir las órdenes. Whiskeyjack gruñó sorprendido al ver pasar por su lado a un joven vestido de ladrón, incluida la máscara.

—Disculpa —masculló el muchacho, que se dirigió a la multitud.

El sargento lo observó antes de pasear la mirada por el jardín. ¿Cómo diantre habría logrado colarse? Habría jurado que habían inspeccionado el bosque palmo a palmo. Decidió destrabar con discreción la espada de la vaina.

Azafrán no tenía la menor idea de cuál sería el vestido que Cáliz D’Arle luciría en la fiesta, y se había resignado a llevar a cabo una larga búsqueda. Había dejado a Apsalar en el muro posterior de la hacienda, y ahora se sentía culpable. Aun así, pareció tomárselo bien, aunque de un modo que si cabe le había hecho sentir peor. ¿Por qué tenía que ser tan buena en todo?

Apenas prestó atención a lo que hacía la gente, pues buscaba una cabeza que apenas le llegara a la altura del pecho a los demás. Pero finalmente no fue necesario, porque el disfraz de Cáliz D’Arle parecía inexistente.

Azafrán se vio entre dos corpulentos guardias de la hacienda. Enfrente de él, a unas seis varas de distancia, sin que nadie le tapara la vista, se hallaba Cáliz y una mujer mayor que Azafrán supuso sería la madre. Centraban la atención en un hombre de aspecto severo; éste se hallaba en un extremo de un espacio despejado, hablando con otro hombre ocupado en atarse un guante de duelo. Azafrán comprendió lentamente que estaba a punto de celebrarse un combate.

Se escabulló entre los dos guardias y asomó la cabeza para ver al otro duelista. Al principio pensó que se trataba del gigante de la máscara de dragón y el espadón colgado a la espalda. Pero entonces dio con el otro. Era Rallick Nom. Volvió a centrar la atención en el otro duelista. Le resultaba familiar y dio un suave codazo al guardia de la izquierda.

—¿Ése es el concejal Turban Orr?

—Así es, señor —respondió el guardia con una peculiar tensión en el tono de voz.

Al levantar la mirada, Azafrán vio que el tipo tenía la frente bañada en sudor. Qué extraño.

—¿Y dónde andará dama Simtal? —preguntó como para sí.

—No aparece por ninguna parte —respondió el guardia, obviamente aliviado—. De lo contrario, podría poner fin a esto.

—Bah —dijo—. Rallick ganará.

El guardia le dedicó una mirada penetrante.

—¿Lo conoces?

—Bueno…

Alguien le dio una palmada en la espalda y, al volverse, encontró la máscara de niño de mejillas sonrosadas y sonrisa necia.

—¡Azafrán, muchacho! ¡Qué disfraz más original llevas!

—¿Kruppe?

—¡Lo adivinaste! —respondió Kruppe, cuya máscara de madera se volvió al guardia—. Oh, amable señor, traigo un mensaje para ti. —Kruppe le entregó un pergamino—. Con los mejores deseos de alguien que te admira desde hace mucho.

Azafrán sonrió. Esos guardias eran quienes más suerte tenían con las damas de la nobleza.

Rompecírculos asió el pergamino, que abrió tirando del lazo de seda.

En más de una ocasión había percibido la atención de Turban Orr. Primero en el salón principal, cuando tuvo la impresión de que el concejal iba a acercársele sin más, y también en ese momento en que los demás discutían sobre quién debía arbitrar el duelo.

Rompecírculos rezó para que Rallick matara a Turban Orr. Sentía su propio miedo correr por todos los poros del cuerpo, y con mano temblorosa leyó el mensaje enviado por la Anguila.

Ha llegado el momento de que Rompecírculos abandone el servicio activo. El círculo está enmendado, amigo leal. Aunque no has visto nunca a la Anguila, has sido su agente de mayor confianza, de modo que te has ganado el descanso. No pienses que la Anguila prescinde de ti. Tales son los designios de la Anguila. El sello al pie de este documento te proporcionará pasaje a la ciudad de Dhavran, donde leales sirvientes de la Anguila aguardan tu llegada. Han comprado una propiedad y un título legal en tu beneficio. Pronto emprenderás una nueva vida, con sus propios juegos.

Confía en tus nuevos sirvientes, amigo, tanto en este particular, como en los que estén por venir.

Ve, pues, esta misma noche, al muelle del comercio dhavran en Antelago. Busca una barcaza de nombre Enskalader. Muestra el sello a cualquier tripulante que encuentres a bordo, pues todos ellos sirven a la Anguila. Ha llegado el momento, Rompecírculos. El círculo está enmendado. Hasta la vista.

Baruk levantó ambas manos, exasperado.

—¡Basta ya! —rugió—. Yo mismo procuraré que se respeten las normas en este duelo, y acepto toda la responsabilidad. Yo juzgaré quién ha alcanzado la victoria. ¿Ambas partes están de acuerdo?

Turban Orr asintió. Aquello era aún mejor que Estraysian fuera su segundo. El que Baruk le declarara vencedor en el duelo supondría otra victoria más de por sí.

—Acepto.

—Yo también —dijo Rallick envuelto en la capa.

Un viento repentino proveniente del este sacudió las copas de los árboles del jardín. El trueno retumbó en aquel lado de las colinas. Algunos de los presentes cerraron los ojos con fuerza. Turban Orr sonrió al pisar el área despejada para el duelo. Las hojas caídas de los árboles volaron a su alrededor y acabaron por posarse como huesos diminutos.

—Antes de que llueva —dijo.

Los aliados que tenía entre la multitud rieron al oír aquello.

—Claro que podría resultar interesante alargar un poco las cosas —continuó Orr—. Una herida aquí, un corte allá. ¿Debo cortarlo en pedazos lentamente? —Fingió sentirse consternado cuando buena parte de los presentes alzaron la voz para mostrarse de acuerdo—. Mucha sed de sangre traéis vosotros, amigos míos. ¿Deseamos acaso que las damas resbalen en el empedrado en pleno baile? Debemos pensar en nuestra anfitriona… —Por cierto, ¿dónde estaba Simtal? Su imaginación dibujó una imagen a modo de respuesta y arrugó el entrecejo—. No, claro —dijo fríamente—, tendrá que hacerse rápido.

El concejal desenvainó la espada y ajustó en el interior de la cazoleta las tiras de cuero del guante. Repasó las caras de los presentes, buscando incluso a esas alturas algo que pudiera traicionarlos, pues tenía amigos que eran enemigos, y enemigos que serían amigos, un juego que continuaría después de aquello, aunque ese instante de inspección podía resultar muy revelador. Recordaría todos y cada uno de aquellos rostros más tarde, pues quedarían grabados en su memoria, de modo que pudiera recordarlos a su antojo.

Turban Orr adoptó la guardia. Su adversario se hallaba a algo más de tres varas de distancia, con ambas manos tras la capa. Parecía tranquilo, casi aburrido.

—¿Qué pasa? —preguntó Orr—. ¿Dónde está el arma?

—Estoy preparado —respondió Rallick.

Baruk se colocó a la misma distancia de ambos duelistas, aunque un poco apartado de ellos. Estaba un tanto pálido, como si algo le hubiera sentado mal.

—¿Los segundos tienen algo que comentar? —preguntó en voz baja.

Rake nada respondió.

Estraysian D’Arle se aclaró la garganta.

—Me gustaría dejar bien claro que me opongo a este duelo por ser de lo más trivial. —Contempló a Turban Orr—. Considero la vida del concejal algo irrelevante en el mejor de los casos. Si éste muriera, no habría venganza por parte de la Casa D’Arle. —El hombre alto se volvió a Rallick—. Nada tendrás que temer en ese aspecto.

Rallick inclinó la cabeza.

La sonrisa de Turban Orr se volvió más tensa. El muy cabrón pagaría por ello, se juró a sí mismo. Flexionó las rodillas, dispuesto a lanzarse al ataque en cuanto empezara el duelo.

—Te hemos escuchado, Estraysian D’Arle. —El alquimista levantó un pañuelo y acto seguido lo soltó.

Turban Orr dio un salto y se lanzó a fondo con un único movimiento fluido, tan raudo que había extendido ya el arma antes de que el pañuelo llegara al empedrado. Vio que su oponente empuñaba un cuchillo de hoja curva, que relampagueó bajo su propia espada y logró contener el ataque. La parada también era una finta, pero Turban Orr reparó en ella y se destrabó, lanzándose después a la estocada, dirigida al pecho del otro. Ni siquiera había tenido tiempo de reparar en el otro cuchillo cuando Rallick volvió el cuerpo de lado y desvió con la derecha la hoja del concejal. Entonces efectuó un paso lateral, momento en que el brazo izquierdo trazó un arco ascendente hasta hundir la hoja del segundo cuchillo en el cuello del político. Rallick remató seguidamente el duelo al hundir el cuchillo curvo en el pecho de Orr.

El concejal trastabilló a un lado, al tiempo que la espada producía un ruido metálico al caer en el empedrado. Se llevó una mano a la herida del cuello, aunque no fue sino un movimiento reflejo, ya que había muerto por la herida en el pecho. Cayó.

Rallick retrocedió, ocultas de nuevo las armas bajo la capa.

—Ni un millar de muertes me hubieran satisfecho tanto como ésta —susurró tan bajo que sólo Rake y Baruk pudieron oírle—. Con ésta arreglo cuentas.

Baruk se acercó a él con intención de decirle algo, pero entonces, a un gesto de Rake, se volvió para ver acercarse a Estraysian D’Arle.

—Podría sospecharse —dijo mirando a Rallick con cierta suspicacia—, dado tu estilo, que acabamos de presenciar un asesinato. Por supuesto, ni siquiera la Guilda de asesinos se aventuraría a cometer un asesinato en público. Por tanto, no tengo otra elección que guardarme mis sospechas y dejar el asunto tal como está. Buenas noches, caballeros. —Les dio la espalda y se alejó.

—Diría que ha sido un combate bastante desigual —comentó Rake, al tiempo que volvía el rostro enmascarado al asesino.

La gente formó un corrillo alrededor del cadáver de Turban Orr. Se oyeron exclamaciones de desaliento.

Baruk reparó en la fría satisfacción que teñía el rostro de Rallick.

—Ya está hecho, Rallick. Vete a casa.

Se acercó a ellos una mujer grandota y redonda, vestida con túnica verde con ribetes de oro. No llevaba máscara, y en su rostro se dibujó una sonrisa franca que dedicó a Baruk.

—Saludos —dijo—. Qué interesante estos tiempos que vivimos, ¿no os parece? —Iba acompañada por un sirviente particular, que la seguía a todas partes con una bandeja en la que reposaba una pipa de agua.

Rallick se apartó con una leve inclinación de cabeza y, luego, se marchó.

Baruk suspiró.

—Saludos, Derudan. Permíteme presentarte a lord Anomander Rake. Señor, te presento a la bruja Derudan.

—Disculpa la máscara —le dijo Rake—. Es preferible a lo que hay debajo.

El humo surgía de la nariz de Derudan.

—Mis compatriotas comparten mi creciente desasosiego, ¿verdad? Sentimos la tormenta que se acerca, y si bien Baruk nos consuela, el recelo no desaparece, ¿verdad?

—Si resultara necesario —dijo Rake—, yo mismo atendería este asunto personalmente. Sin embargo, no creo que la mayor amenaza a la que nos enfrentemos sea la que se halla más allá de las murallas de la ciudad. Tengo esa sospecha, bruja, nada más.

—Creo que nos gustaría escuchar esas sospechas tuyas, Rake —declaró Baruk.

El tiste andii titubeó antes de sacudir la cabeza y responder:

—No es conveniente. En este momento se trata de un asunto demasiado delicado para tratarlo. No obstante, de momento me quedaré por aquí.

Derudan hizo un gesto de no querer tomarse en serio el gruñido de protesta de Baruk.

—Cierto, la cábala de T’orrud no está acostumbrada a esta sensación de indefensión, ¿verdad? Cierto también que el peligro acecha, y que cualquiera podría resultar una finta, un señuelo, ¿verdad? La emperatriz es astuta. Por lo que a mí respecta, confirmo la confianza que existe entre nosotros, señor. —Sonrió a Baruk—. Tenemos que hablar. Tú y yo, alquimista —dijo cogiéndole del brazo.

Rake se inclinó ante la mujer.

—Ha sido un placer conocerte, bruja. —La observó mientras se alejaban seguidos por el sirviente.

Kruppe paró a un criado cargado con un montón de deliciosas viandas. Tomó dos puñados al azar y se volvió dispuesto a continuar la conversación que mantenía con Azafrán, pero el muchacho se había esfumado.

La multitud se agolpaba en el patio; algunos parecían trastornados, pero la mayoría simplemente se sentía confusa. ¿Dónde estaba dama Simtal?, se preguntaban. Otros, sonriendo, matizaban la pregunta por un «¿con quién anda?». El afán por elaborar toda suerte de conjeturas se apoderó de los nobles. Éstos volaban en círculos como buitres, esperando a la reputada anfitriona.

Con la sonrisa beatífica tras la máscara de niño, Kruppe levantó los ojos lentamente al balcón desde el que se dominaba el patio, a tiempo de ver pasar una silueta femenina tras la contraventana. Kruppe se lamió el azúcar de los dedos, todo ello sin dejar de chascar la lengua.

—Hay momentos, murmura Kruppe, en que el celibato nacido de la triste privación se convierte en una dádiva, no, en motivo de gran alivio. Querido Murillio, prepárate para la tormenta.

Simtal apartó dos láminas de la contraventana para mirar el patio.

—Tenías razón —dijo—. Se han retirado a la terraza. Qué raro, con la que va a caer. Debo vestirme. —Volvió a la cama y se dispuso a recoger la ropa, que yacía desperdigada entre las sábanas—. ¿Y tú? ¿Qué me dices, Murillio? —preguntó—. ¿No crees que tu acompañante se estará preguntando dónde te has metido, querido amante?

Murillio se sentó en el borde de la cama y se puso los calzones.

—No lo creo —dijo.

Simtal le dirigió una mirada cargada de curiosidad.

—¿Con quién has venido?

—Ah, con un amigo —respondió mientras abotonaba la camisa—. Dudo que lo conozcas por el nombre.

En ese momento oyeron un ruido procedente del descansillo y se abrió la puerta de la habitación.

Vestida en ropa interior, Simtal soltó un grito de sorpresa cuando sus ojos recalaron en el hombre alto que permanecía de pie bajo el dintel e iba envuelto en la capa.

—¿Cómo te atreves a entrar en mi dormitorio? Vete ahora mismo, o llamaré a…

—Los dos guardias que vigilaban el corredor se han marchado, señora —le informó Rallick Nom entrando en la habitación y cerrando la puerta tras de sí. El asesino miró a Murillio—. Vístete —ordenó.

—¿Se han marchado? —Simtal se acercó a la cama y se colocó de tal modo que ésta quedara entre ella y Rallick.

—Se ha comprado su lealtad —dijo el asesino—. Lección que no deberías olvidar.

—Me basta con gritar para que otros acudan.

—Pero no lo has hecho porque sientes curiosidad —sonrió Rallick.

—No te atreverás a hacerme daño —dijo Simtal, enderezada—. Turban Orr te encontraría en cualquier parte.

De nuevo el asesino dio un paso hacia ella.

—Sólo he venido a hablar, dama Simtal —dijo—. No te haré daño, por mucho que lo merezcas.

—¿Que lo merezca? Si no he hecho nada. Ni siquiera te conozco.

—Tampoco hizo nada el concejal Lim —replicó Rallick en voz baja—. Y esta noche podría decirse lo mismo de Turban Orr. Ay, ambos pagaron por su ignorancia. Desagradable, pero necesario. —Endureció la mirada, que seguía atenta a la pálida mujer—. Permíteme explicarme. La oferta de Turban Orr de contratar al Gremio de asesinos ha sido cancelada. Coll vive, y su retorno a la casa de sus antepasados es cosa hecha. Estás acabada, dama Simtal. Turban Orr ha muerto.

Se dio la vuelta y salió de la habitación cerrando la puerta.

Murillio se levantó lentamente. Miró a Simtal a los ojos, consciente del terror que había en ellos, un terror que iba en aumento. Privada de los lazos que la unían al poder, su antigua seguridad se vino abajo. La observó mientras la mujer parecía contraerse físicamente, con los hombros hundidos, las manos en el estómago, arrodillada. Luego no pudo seguir mirándola. Dama Simtal había desaparecido, y no se atrevía a observar de cerca a la criatura que la había sustituido.

Desenvainó la daga ornamental y la arrojó sobre la cama. Sin otra palabra o gesto abandonó la habitación con la certeza de que sería el último hombre que la vería con vida.

Se detuvo en el descansillo.

—Mowri —dijo en voz baja—. No estoy hecho para esto. —Todo el proceso de planificación que los había llevado a ese momento era una cosa, pero llegar a él era otra muy distinta. No había pensado en cómo se sentiría. El afán de justicia tuvo algo que ver, un pálido fuego que no tenía motivos para apartar o hacer a un lado. La justicia lo había seducido y se preguntó qué acababa de perder, se preguntó por todas las muertes que se multiplicaban a su alrededor. La culpa seguía la estela de todas aquellas muertes; tan incontestable era que amenazaba con sepultarle—. Mowri —susurró por segunda vez, más cerca de la plegaria de lo que jamás había estado—. Creo que me he perdido. ¿Me he perdido?

Azafrán dobló una columna de mármol con la mirada puesta en una doncella barghastiana más bien bajita, sentada en el borde de la fuente. Le daban lo mismo los guardias que había en la linde del bosque. Además, ¿era o no un ladrón? Lo cierto era que se les veía muy distraídos.

Esperó a que se presentara la oportunidad, y cuando lo hizo echó a correr, dispuesto a ganar las sombras que reinaban bajo la primera línea de árboles. A su espalda no se produjo ninguna voz de alarma, ni le dieron el alto. Ya al amparo de la oscuridad, Azafrán se acuclilló. Sí, aún seguía ahí sentada, vuelta en su dirección.

Tomó aire y se puso en pie con un guijarro en cada mano. Esperó, atento a los guardias. Al poco, se presentó una oportunidad. Dio un paso al frente y arrojó uno de los guijarros a la fuente.

Cáliz D’Arle dio un brinco y miró a su alrededor mientras secaba las salpicaduras de agua del rostro maquillado.

Le dio un vuelco el corazón cuando la mirada de ella recaló en él fugazmente, pues la apartó enseguida.

Azafrán la apremió mediante gestos. Era la ocasión de comprobar de qué lado estaba ella. Contuvo la respiración e insistió con los gestos.

Cáliz echó una mirada atrás, al patio; se levantó y se acercó corriendo a él.

—¿Gorlas? —preguntó con los ojos entornados—. ¿Eres tú? ¡Llevo esperándote toda la noche!

Azafrán se quedó paralizado. Entonces, sin pensarlo dos veces, se acercó a ella, le tapó la boca con una mano y, con la otra, logró doblarle el brazo hasta la espalda. Cáliz chilló al tiempo que intentaba morderle la mano, forcejeó también, pero él la arrastró a la oscuridad del jardín.

¿Y ahora, qué?, se preguntó Azafrán mientras tiraba de ella.

Rompecírculos se apoyó en la columna de mármol del salón de la casa. A su espalda, afuera en el patio, los invitados se arracimaban alrededor del cadáver de Turban Orr, discutiendo en voz alta y lanzando vacías amenazas. El aire circulaba cargado en el jardín. Olía a sangre.

Se frotó los ojos, intentando calmar los latidos del corazón. Se ha acabado. Reina de los Sueños, ya está. Ahora podré descansar. Por fin podré descansar. Se irguió lentamente al tiempo que llenaba de aire los pulmones, ajustaba el cinto de la espada y miraba a su alrededor. No se veía al capitán Stillis por ninguna parte, y la estancia estaba prácticamente vacía, a excepción de algunos sirvientes situados en el acceso a las cocinas. Dama Simtal seguía sin aparecer, y la confusión se centraba ahora en el motivo de su ausencia.

Rompecírculos miró una última vez a los invitados que había en el jardín y luego se dirigió a las puertas. Al pasar junto a una larga mesa donde estaban los restos de los pastelillos y las viandas, oyó un leve ronquido. Un paso más allá, en el extremo de la mesa, vio a un hombrecillo redondo, sentado en un antiguo sillón de felpa. La embadurnada máscara de niño ocultaba el rostro de aquel hombre, pero Rompecírculos alcanzó a ver que tenía los ojos cerrados; el ronquido, sonoro y constante, marchaba al compás del pecho, que subía y bajaba.

El guardia titubeó. Entonces, negando con la cabeza, siguió su camino. Tras las puertas, ya a la vista, aguardaban las calles de Darujhistan, la libertad. Ahora que acababa de emprender los primeros pasos en esa dirección, no estaba dispuesto a permitir que nada le detuviera.

Ya he hecho mi parte. Otro desconocido sin nombre que no estuvo dispuesto a huir ante el rostro de la tiranía. Querido Embozado, toma el alma marchita del hombre. Sus sueños han concluido, terminados por el capricho de un asesino. En lo que a mi propia alma respecta, tendrás que esperar un poco más.

Finalmente franqueó las puertas, recibiendo de buena gana la sonrisa que, imparable, se extendió por todo su rostro.