Pero, ¡ay!, alguien murió
aquí. ¿Quién bebe
de esto entonces y ahora,
y agita las cenizas
de tu propia pira?
Hacedor de Caminos, tú
ni siquiera en la juventud
tuviste tanta sed…
Viejo templo
Sivyn Stor (n. 1022)
Esto no está bien, Meese —dijo Azafrán mientras se frotaba las legañas—. No podemos seguir aquí, escondidos para siempre.
—Ya casi ha oscurecido —informó Apsalar desde la ventana. Meese se acuclilló de nuevo para comprobar el cerrojo de la trampilla.
—Vamos a volver a trasladaros cuando dé la duodécima campanada. Irilta está abajo ultimando los detalles.
—¿Quién da las órdenes? —preguntó Azafrán en tono de exigencia—. ¿No habéis dado con el tío Mammot?
—Tranquilízate, muchacho. No, no hemos encontrado a tu tío. Y las órdenes provienen de tus protectores. No responderé a ninguna pregunta más acerca de ellos, Azafrán, así que ahorra saliva.
Apsalar cambió de postura junto a la ventana para encarar a Meese.
—Tu amiga lleva un buen rato fuera —dijo—. ¿Crees que puede haberle pasado algo?
Meese apartó la mirada. La muchacha no tenía pelos en la lengua. Claro que de eso ya se había dado cuenta Meese cuando la vio por primera vez, el día en que Chert había descubierto eso mismo por la vía más expeditiva posible.
—No estoy segura —admitió al agacharse sobre la trampilla—. Quedaos aquí tranquilitos —ordenó sin quitar ojo a Azafrán—. No me gustaría nada que cometierais una estupidez. ¿Entendido?
El muchacho estaba malhumorado, cruzado de brazos. Observó a Meese mientras ésta abría la puerta de la trampilla y bajaba por la escalera.
—Cerradla cuando salga —dijo— y echad el cerrojo. No abráis a nadie más que a Irilta o a mí. ¿De acuerdo?
—Sí. —Azafrán se acercó a la trampilla y contempló a Meese—. Lo hemos entendido —dijo asiendo el tirador y cerrando con estruendo la trampilla antes de correr el cerrojo.
—Azafrán, ¿se puede saber por qué mataste a un guardia? —le preguntó Apsalar.
Era el primer rato que pasaban a solas desde que entraran en la ciudad. Azafrán apartó la mirada.
—Fue un accidente. No quiero hablar de ello. —Cruzó la estancia hasta la ventana trasera—. Toda esa gente empeñada en protegerme hace que me sienta incómodo —dijo—. Aquí se cuece algo, aparte de todo eso de que me quieran arrestar. Por el aliento del Embozado, la Guilda de los ladrones se encarga de esas cosas, por eso reciben el diez por ciento de todos los trabajos que hago. No, nada de esto tiene sentido, Apsalar. Y ya estoy harto de que todo el mundo me diga lo que tengo que hacer —añadió mientras abría la ventana.
—¿Nos vamos? —preguntó la joven al acercarse a su lado.
—Puedes apostar por ello. Ya ha anochecido y nos podremos mover por los tejados. —Tiró de la ventana, que se abrió hacia adentro.
—¿Adónde?
—Se me ha ocurrido un estupendo lugar donde ocultarnos. Nadie nos encontrará, ni siquiera mis protectores. En cuanto lleguemos, podré hacer lo que quiera.
Apsalar lo miró con ojos escrutadores.
—¿Qué te propones hacer? —preguntó en voz baja.
Él parecía más concentrado en abrir la ventana.
—Quiero hablar con Cáliz D’Arle —respondió—. Cara a cara.
—Pero si te traicionó, ¿no es cierto?
—No pienses en ello. ¿Piensas quedarte aquí?
—No —dijo sorprendida—. Te acompaño, Azafrán.
El poder de la senda erizaba todo su cuerpo. Serat observó el área una vez más, aun sin ver ni percibir nada. Estaba segura de hallarse a solas. La tiste andii se puso tensa cuando los herrumbrosos goznes de la ventana del ático, a su espalda, despidieron un crujido. Se sabía invisible, de modo que sin pensarlo dos veces se inclinó hacia delante.
El muchacho asomó la cabeza. Echó un vistazo abajo, al callejón, luego a los tejados de enfrente y a los situados a ambos lados. Finalmente, levantó la mirada. Cuando pasó ante ella, sonrió.
No le había costado mucho encontrarlo de nuevo. Su única compañía era una joven cuya aura resultaba inofensiva, asombrosamente inocente. Las otras dos mujeres ya no se hallaban en la buhardilla. Excelente. Todo resultaría mucho más sencillo así. Dio un paso atrás cuando el portador de la moneda salió por la ventana.
Al cabo de un instante, se deslizaba por el tejado.
Serat decidió no perder el tiempo. Cuando el portador de la moneda hizo ademán de ponerse en pie, se abalanzó sobre él.
Su arremetida topó con una mano invisible que se hundió en su pecho con una fuerza increíble. La arrojó hacia atrás en el aire y luego le dio un último revés que la lanzó por el borde del tejado. Sus hechizos de invisibilidad y vuelo no la abandonaron, ni siquiera cuando, aturdida y medio inconsciente, rebotó en una chimenea.
Apsalar asomó por el borde del tejado. Azafrán permanecía agazapado ante ella, empuñando sendas dagas y mirando a su alrededor.
—¿Qué pasa? —susurró ella asustada. Azafrán se relajó lentamente.
—Son los nervios —dijo volviéndose a la muchacha con una sonrisa teñida de arrepentimiento—. Me pareció ver algo; el viento, quizá. Parecía… En fin, no te preocupes. —Volvió a mirar a su alrededor—. Aquí no hay nada. Vamos, anda.
—¿Dónde está ese nuevo escondrijo tuyo? —preguntó Apsalar mientras ganaba el tejado.
Él se volvió al este y señaló las colinas que se alzaban al otro lado de la muralla.
—Ahí —dijo—. En sus mismísimas narices.
Murillio aferró la empuñadura de la espada. Cuanto más tiempo esperaba a Rallick, más se convencía de que Ocelote había matado a su amigo. La única duda era si Coll sobreviviría. Quizá Rallick lo había logrado, quizá había herido a Ocelote lo necesario como para impedir al líder del clan cumplir con su parte del contrato. Quien no se consuela…
Se había enterado en la taberna del Fénix, y a cada minuto que transcurría la sencilla habitación en la que se hallaba se volvía más y más pequeña. Si Coll vivía, Murillio se comprometió a asumir el papel de Rallick en el plan. Comprobó la espada ropera. Hacía años de su último duelo, y decían que Turban Orr era el mejor de la ciudad, de modo que tenía pocas posibilidades de sobrevivir.
Recogió la capa y se la ató alrededor del cuello. ¿Quién era ese tal Rompecírculos para comunicarle todas aquellas lamentables noticias? ¿Cómo podía justificar la Anguila verse envuelta en sus intrigas? Murillio abrió los ojos desmesuradamente. ¿Acaso era posible que ese hombrecillo redondo…?
Mascullando, cogió los guantes de piel de ante.
Un ruido procedente de la puerta llamó su atención.
—Serás cabrón, Rallick —dijo tras lanzar un largo suspiro de alivio. Abrió la puerta. Por un instante, creyó vacío el descansillo, luego su mirada recaló en el suelo. Ahí yacía tendido el asesino, empapado en sangre, mirándole con algo parecido a una sonrisa.
—Siento llegar tarde —dijo—. Las piernas no me lo han puesto muy fácil.
Mascullando una maldición, Murillio ayudó a Rallick a entrar en la habitación y a tumbarse en la cama. Volvió a la puerta, echó un vistazo al descansillo y finalmente corrió el cerrojo.
Rallick se recostó como pudo contra la cabecera de la cama.
—Orr acordó un contrato por Coll…
—Lo sé, lo sé —dijo Murillio. Se arrodilló junto a la cama—. Veamos esa herida.
—Antes necesito quitarme la armadura. Ocelote me dio una cuchillada. Luego lo maté. Coll sigue vivo, al menos que yo sepa. ¿En qué día estamos?
—Sigue siendo el mismo día —respondió Murillio mientras ayudaba a su amigo a quitarse la armadura de placas—. Seguimos fieles al calendario, aunque a juzgar por toda esta sangre diría que no te enfrentarás en duelo a Orr en la fiesta de dama Simtal. Yo me encargaré.
—Es una idea absurda —gruñó Rallick—. Conseguirás que te maten, y Turban Orr se irá de rositas, respaldando a dama Simtal y con el poder suficiente como para impedir que Coll recupere lo que le pertenece.
Murillio no replicó mientras retiraba el acolchado de cuero para airear la herida.
—¿De dónde ha salido toda esa sangre que llevas encima? —preguntó—. No veo nada, aparte de una cicatriz que a juzgar por su aspecto parece haberse cerrado hace una semana.
—¿Cómo? —Rallick tanteó el lugar donde la hoja de Ocelote le había alcanzado. Lo sintió blando y le dolió en los extremos—. Diantre —masculló—. En fin, dame un paño para que pueda limpiar todo el polvillo.
Murillio se acuclilló visiblemente confundido.
—¿Qué polvillo?
—El que tengo en la cara —aclaró Rallick, que miró ceñudo a su amigo. Murillio se acercó a él.
—¡El polvillo de amortiguación mágica de Baruk! —soltó el asesino—. ¿Cómo diantre crees tú que me las he apañado para acabar con Ocelote?
—Tienes la cara limpia, Rallick —replicó Murillio—, pero te traeré el paño si eso te hace feliz. Al menos podremos limpiar los restos de sangre seca.
—Dame un espejo antes —pidió.
Murillio encontró un espejo y permaneció observando a Rallick mientras éste inspeccionaba su lívido reflejo con el ceño fruncido.
—Vaya, esa expresión tuya viene a confirmármelo.
—¿A confirmarte qué? —preguntó el asesino en tono amenazador.
—Pues que eres tú, Rallick —respondió Murillio con un encogimiento de hombros—. Será mejor que descanses un rato. Has perdido mucha sangre. Voy a buscar a la Anguila, a decirle un par de cosas.
—¿Sabes quién es la Anguila?
Murillio se dirigió a la puerta.
—Tengo una corazonada. Si puedes andar, cierra la puerta cuando salga, ¿quieres?
Kruppe se secó el sudor de la frente con un pañuelo que había conocido tiempos mejores.
—Kruppe ha explicado cada detalle como mínimo un millar de veces, maese Baruk —se quejó—. ¿No va a acabar nunca este tormento? Mire por esa ventana. ¡Ha transcurrido un día entero!
El alquimista permanecía sentado, con una mirada ceñuda clavada en sus zapatillas. De vez en cuando movía los dedos de los pies. Era como si hubiera olvidado la presencia de Kruppe en la estancia, y así había sido durante aquella última hora, por mucho que Kruppe hablara.
—Maese Baruk —insistió Kruppe—, ¿puede retirarse tu leal servidor? Aún no se ha recuperado del horroroso viaje a los eriales de oriente. La mente de Kruppe se ve asediada por una sucesión de imágenes de cordero asado, patatas, cebolla y zanahoria frita, mejillones al ajillo, dátiles, queso, pescadito ahumado y una buena jarra de vino. A semejante estado se ve reducido, pues su mundo tan sólo atiende a los dictámenes del estómago…
—Durante el último año —se pronunció Baruk lentamente— un agente de la Anguila, a quien conozco por el nombre de Rompecírculos, me ha estado proporcionando información vital acerca del concejo de la ciudad.
Kruppe cerró la boca de manera audible.
—Entra dentro de mi capacidad averiguar cuando quiera la identidad del tal Rompecírculos. Dispongo de docenas de misivas escritas de su puño y letra, y me las apañaría sólo con uno de sus pergaminos. —Baruk levantó la mirada, que clavó en la repisa de la chimenea—. Estoy considerando la posibilidad de hacerlo —confesó—. Debo hablar con esa Anguila. Hemos llegado a una encrucijada vital en la vida de Darujhistan, y debo conocer los propósitos de la Anguila. Podríamos aliarnos, compartir toda la información de que disponemos, y quizá salvar la vida de esta ciudad. Quizá.
Kruppe se aclaró la garganta y volvió a secarse el sudor de la frente. Dobló con sumo cuidado el pañuelo apoyado en su regazo y luego lo hundió en la manga.
—Si quieres que transmita ese mensaje —dijo en voz baja—, Kruppe puede hacer ese favor a maese Baruk.
Baruk se volvió tranquilamente hacia Kruppe.
—Gracias. ¿Cuándo tendré la respuesta?
—Esta noche —respondió Kruppe.
—Excelente. Admito que me resistía a la idea de comprometer al tal Rompecírculos, de modo que tu oferta me parece la mejor. Ya puedes retirarte, Kruppe.
Kruppe inclinó la cabeza y se levantó del sillón.
—Hasta esta noche, pues, maese Baruk.
Coll dormía mientras los hombres presentes en la habitación seguían discutiendo. Mazo dijo que podía pasar días enteros durmiendo, pues la puerta del Embozado se había cerrado para él.
Paran se sentía frustrado. Encontraba lagunas en las explicaciones de Whiskeyjack. Los saboteadores habían seguido adelante con el plan de colocar las minas, y Whiskeyjack parecía igual de dispuesto a seguir adelante con el de detonarlas. Es más, los esfuerzos para contactar con la Guilda de asesinos parecían ir encaminados a ofrecer un contrato a los auténticos regentes de Darujhistan. Todo esto no coincidía con la idea que Paran tenía de cómo debía ser una rebelión a gran escala, capaz de contagiar todo un continente. ¿Buscaría Dujek sellar alianzas puntuales?
A medida que el sargento expuso la situación, Paran fue reuniendo información que le permitió empezar a entrever una suerte de entramado. Rompió el silencio que había guardado durante una hora y se dirigió a Whiskeyjack.
—Sigues queriendo perjudicar a Darujhistan, y no dejo de pensar en eso. Ahora creo haber entendido por qué. —Observó la expresión neutra de Whiskeyjack—. Lo que pretendes es abrir esta ciudad como si fuera un melón: caos en las calles y un gobierno decapitado. Todos los prohombres del lugar asomarían para matarse entre sí. ¿Qué nos deja eso? —Paran se inclinó hacia delante con una mirada fría—. Dujek dispone de un ejército de diez mil soldados a punto de declararse en rebeldía del Imperio. Mantener a tantos hombres es un negocio muy caro. Alojarlos, aún más. Dujek sabe que Pale tiene los días contados. Caladan Brood marcha en este momento por la llanura de Rhivi. ¿Cuán cerca están los moranthianos de abandonar el Imperio a su suerte? Puede que hayan planeado llevar a cabo un movimiento que redunde en su propio interés… Tayschrenn en Pale: puede que el viejo Unbrazo lo maneje, puede que no. ¿Voy muy desencaminado hasta ahora, sargento?
Whiskeyjack se volvió hacia Kalam y luego se encogió de hombros.
—Continúa —dijo a Paran.
—Darujhistan cae presa del pánico. Nadie sabe nada. Dujek entra en la ciudad seguido por un ejército rebelde. Una vez aquí, endereza la situación. En su regazo cae un tesoro sin igual, y va a necesitarlo si quiere plantar batalla a todo cuanto la emperatriz arroje sobre él. De modo que, después de todo, la ciudad acaba conquistada. Me gusta. —Y se recostó en la silla.
—No está mal —admitió Whiskeyjack sonriendo al ver la sorpresa dibujada en los rostros de Mazo y Kalam—. Con una salvedad. Algo —y miró fijamente a Paran— que podría aliviar la sensación que el capitán tiene de que se va a cometer traición, si no su decepción o rabia.
—Sorpréndeme —desafió el joven con una sonrisa torcida.
—De acuerdo, capitán. La verdad es que no nos importa una mierda que la emperatriz vaya a por nosotros. No dispondrá de muchos efectivos, puesto que dentro de unos días Siete Ciudades proclamará su independencia. Todo se precipita, capitán. En todas partes. De modo que ¿por qué íbamos a mantener nuestro ejército? Fíjate en el sur. Algo se cuece ahí, algo tan feo que empequeñecerá a los imass como si fueran gatitos. Cuando digo que tenemos problemas, no me refiero sólo a Genabackis, me refiero al mundo. Vamos a tener que luchar, capitán, y por eso necesitamos Darujhistan.
—¿Qué pasa al sur? —preguntó Paran, escéptico.
—El Vidente Painita —respondió Kalam, con un tono de temor en la voz—. O sea, que los rumores son ciertos. El Vidente ha proclamado la guerra santa. El genocidio ha empezado.
—Explícaselo —pidió Whiskeyjack al tiempo que se ponía en pie—. A ser posible tenemos que ponernos en contacto con la Guilda. El Embozado sabe que nos hemos mostrado abiertamente en esa condenada taberna. Aunque puede que sea eso lo que pretenden. —Miró a Paran—. Capitán, no creo que la Consejera Lorn sepa que sigues con vida. ¿Y tú, lo sabes?
—No.
—¿Podrías aguardar aquí a que te llamemos?
Paran miró de reojo a Kalam y asintió.
—Estupendo. Vamos allá, Mazo.
—Al menos habremos perdido dos días —comentó Lorn, agradecida por el descenso de la temperatura—. Los caballos están sedientos.
Tool permanecía cerca del maltrecho mojón observando a la Consejera, que preparaba los caballos para el viaje a Darujhistan.
—¿Cómo evoluciona la herida, Consejera?
—Casi está curada —respondió—. La otaralita produce ese efecto en mí.
Mi labor ha terminado —dijo el imass—. Si tienes intención de acompañarme después de haber completado tu misión, aquí me encontrarás durante los próximos diez días. Quiero observar a ese tirano jaghut: aunque él no pueda verme, no interferiré. Todos mis anhelos de éxito te acompañan, Consejera.
Lorn montó y observó desde la silla al imass.
—Te deseo suerte en tu búsqueda, Onos T’oolan.
—Ese nombre ya no me corresponde. Ahora soy Tool.
Ella sonrió, tomó las riendas y espoleó a la montura, que partió seguida del caballo de carga. En cuanto se librara del finnest volcaría sus habilidades en descubrir al portador de la moneda. Hasta el momento, no se había permitido el lujo de pensar en Oponn. Había tenido preocupaciones más inmediatas que atender, como Lástima, por ejemplo.
Sintió una intensa punzada de arrepentimiento al pensar en el capitán Paran. Él hubiera facilitado mucho su labor, posiblemente la hubiera endulzado. Aunque siempre le había parecido demasiado severo, cada vez más amargado, debía admitir que se había sentido atraída por él. Pudo haber resultado algo de ello.
—En fin —suspiró mientras espoleaba al caballo colina arriba—, la muerte nunca forma parte de los planes de nadie.
Los cálculos de Tool le daban dos días de margen, como mucho. Luego el jaghut despertaría del todo y abandonaría el túmulo. Tendría que ocultar el finnest en lugar seguro mucho antes de esa fecha. Ansiaba encontrarse con Lástima, y de forma instintiva rozó con la mano el pomo de la espada. Matar a un sirviente de Sombra, quizá a la mismísima Cuerda. No había palabras para describir lo complacida que se sentiría la emperatriz.
Comprendió que las dudas que la habían acosado, nacidas al amparo de las oscuras alas del conocimiento, permanecían latentes. ¿Consecuencia del tiempo que había pasado en el túmulo? Era más probable que se debiera a la bellota que guardaba en el bolsillo. Puede que se debiera a ambos factores. Cuando llegue el momento de entrar en acción, todas las dudas serán descartadas. Se conocía a sí misma y sabía cómo controlar todo lo que guardaba dentro. Años de entrenamiento, disciplina, lealtad y deber. Las virtudes de un soldado.
Estaba preparada para llevar a cabo la misión, y al comprenderlo desapareció el peso que sentía sobre los hombros. Picó espuelas y el caballo emprendió el galope.
Azafrán estiró la cabeza, con los ojos entornados para penetrar en la oscuridad.
—Arriba del todo —dijo—. Desde allí podremos ver toda la ciudad. Apsalar observó las escaleras con la duda en la mirada.
Está muy oscuro —dijo—. ¿Estás seguro de que esa torre está abandonada? Me refiero a esas historias de fantasmas que contaba mi padre; a los monstruos no muertos que moran en lugares en ruinas. —Miró a su alrededor con los ojos muy abiertos—. Lugares como éste.
—El dios K’rul lleva muerto millares de años —gruñó Azafrán—. Además, aquí nunca viene nadie, de modo que ya me dirás qué iban a hacer todos esos monstruos con tanto tiempo libre. ¿Qué iban a comer? ¡Dime! Menudas tonterías. —Caminó al pie de la escalera de caracol—. Ven, la vista lo vale.
Vio subir a Azafrán y se apresuró tras él antes de perderlo de vista. Lo que al principio parecía una impenetrable oscuridad, pronto adquirió una tonalidad grisácea, y Apsalar se sorprendió al verse capaz de discernir incluso los detalles más nimios. Lo primero que vio fueron los frescos tiznados de hollín de la pared de la izquierda. Cada panel de piedra tenía una anchura equivalente a un peldaño, y se alzaba unas tres varas, en una sucesión dentada que imitaba el trazado de las escaleras.
—Azafrán, hay una historia pintada en esta pared —susurró.
—¡No seas ridícula! —se burló él—. No podrías verte la mano aunque la tuvieras delante de las narices.
¿No?, pensó ella.
—Espera a llegar arriba —continuó él—. A estas alturas, las nubes que vimos antes, las que tapaban la Luna, habrán pasado.
—Los peldaños están como húmedos —constató Apsalar.
—Se habrá filtrado el agua de la lluvia —replicó exasperado.
—No —insistió la muchacha—. Es denso… y pegajoso.
—¿Podrías callarte un rato? Casi hemos llegado.
Salieron a una plataforma bañada por la argéntea luz de la luna. Cerca de una de las paredes bajas, Azafrán vio un hatillo de ropa.
—¿Y eso qué es? —preguntó—. Por lo visto aquí arriba ha acampado alguien.
—¡Un cadáver! —exclamó Apsalar ahogando un grito.
—¿Cómo? —siseó Azafrán—. ¡Otro no! —Se acercó apresuradamente al bulto y se acuclilló junto a él—. ¡Bendito sea Mowri, a este hombre lo han acuchillado en un ojo!
—Ahí hay una ballesta.
—Un asesino —gruñó—. Vi a uno como éste asesinado en este mismo lugar la semana pasada. Hay una guerra de asesinos. Ya se lo dije a Murillio y Kruppe.
—Mira la Luna —dijo Apsalar en voz muy baja desde el otro lado de la plataforma.
Azafrán reprimió un escalofrío. Aún sorprendía esa frialdad en la voz de la muchacha.
—¿Cuál de ellas? —preguntó al levantarse.
—La que brilla, ¿cuál sino?
Azafrán observó atentamente Engendro de Luna, desobedeciendo las indicaciones de Apsalar. Emanaba un leve fulgor rojizo, cosa que no había visto nunca antes. El miedo se instaló en su estómago. Luego abrió los ojos como platos. Cinco enormes formas aladas parecieron surgir de la cara de Luna, en dirección nordeste. Pestañeó y desaparecieron.
—¿Ves los océanos? —preguntó Apsalar.
—¿Qué? —Azafrán se volvió.
—Sus océanos. El mar de Grallin. Es el más extenso. El señor de las Aguas Profundas que vive allí se llama Grallin. Se dedica a cuidar de sus preciosos jardines submarinos. Grallin vendrá un día a nuestro mundo. Reunirá a los escogidos y se los llevará a ese lugar. Y nosotros viviremos en esos jardines, al calor del fuego, y nuestros hijos nadarán como delfines, y seremos felices porque no habrá más guerras ni imperios, ni espadas ni escudos. Oh, Azafrán, será maravilloso, ¿no crees?
Veía el perfil de su figura y la contempló largamente.
—Claro —respondió en voz baja—. ¿Por qué no? —Y entonces, en su fuero interno, se planteó esa misma pregunta, aunque por un motivo diferente. ¿Por qué no?