Capítulo 17

Pocos pueden ver

la mano oscura

que en lo alto

empuña la esquirla, o

las cadenas melladas,

destinadas a hacerse oír

antes del sonsonete de la muerte.

Pero escucha la rueda

de acólitos y víctimas

que gimen el

nombre del señor

en el oscuro corazón

de Engendro de Luna…

Zorraplateada

Escolta Hurlochel,

Sexto Ejército

Cuando Rallick se acercó a la taberna del Fénix por el callejón, una mujer gordota y hombruna salió de una celdilla oculta en sombras y se interpuso en su camino.

—¿Se te ofrece algo, Meese? —preguntó enarcando una ceja.

—No es momento de pensar en eso. —Y esbozó una sonrisa provocativa—. Hace años que sabes lo que se me ofrece. En fin, vengo a contarte una cosa, Nom. Así que relájate.

Éste se cruzó de brazos, dispuesto a escucharla.

Meese se volvió a mirar al callejón y se acercó un poco más al asesino.

—Hay uno en la taberna… Ha estado preguntando por ti. Por el nombre.

Rallick dio un respingo.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó intentando no parecer demasiado interesado.

—Como un soldado sin uniforme —respondió Meese—. No me parece haberlo visto nunca antes por aquí. ¿Quién podrá ser, Nom?

—No sé. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Está sentado a la mesa de Kruppe. En vuestro terreno. ¿Qué te parece eso?

Rallick se separó de Meese al dirigirse a la taberna. Cuando ella hizo ademán de seguirle, la detuvo con un gesto.

—Danos un rato, Meese —dijo sin volverse—. ¿Dónde está Irilta?

—Dentro. Buena suerte, Nom.

—La suerte no la regalan —masculló Rallick al doblar la esquina y subir las escaleras.

Se quedó inmóvil al franquear la puerta, atento a los parroquianos. Había algunos extraños, pero no eran los suficientes como para preocuparse. Deslizó la mirada hasta el hombre sentado a la mesa de Kruppe. Casi tuvo que volver a hacerlo, puesto que aquel extraño no podía tener un aspecto más gris. Luego Rallick se acercó directo hacia él, la gente se apartó a su paso, algo en lo que no había reparado nunca. Divertido, observó fijamente al extraño hasta que ambos cruzaron la mirada. El extraño no hizo otra cosa, aparte de tomar la jarra y echar un trago.

Rallick apartó una silla y la situó enfrente.

—Soy Rallick Nom.

Aquella persona emanaba una solidez peculiar, una especie de seguridad en sí misma que de algún modo resultaba tranquilizadora. Rallick se sintió relajado, a pesar de la precaución que lo caracterizaba. No obstante, las primeras palabras de aquel hombre habrían de cambiar esa sensación.

—La Anguila tiene un mensaje para ti —dijo en voz baja—. De palabra, que sólo debo decirte a ti. Sin embargo, antes de entregarlo, debo ponerte al corriente de un modo que sólo yo puedo hacer. —Hizo una pausa para tomar otro trago de la jarra—. Turban Orr ha contratado otra docena de cazadores. ¿Qué pretenden cazar? Pues a mí, por ejemplo. Tu problema es que cada vez será más difícil alcanzarlo. La Anguila aprueba tus esfuerzos en lo que a dama Simtal respecta. El regreso de Coll es algo deseado por todos quienes valoran la integridad y el honor en el concejo. Si necesitas respuestas, sólo tienes que preguntarme ahora y te responderé.

—No sabía que Murillio tuviera la boca tan grande —dijo Rallick, cuya mirada se había endurecido.

El otro negó con la cabeza.

—Tu compatriota no ha revelado nada. Tampoco lo has hecho tú. Así es la Anguila. Bueno, dime, ¿qué necesitas?

—Nada.

—Bien. —El extraño asintió, como si hubiera esperado esa respuesta y le complaciera recibirla—. A propósito, los esfuerzos de Turban Orr encaminados a la aprobación por parte del concejo de la declaración de neutralidad sufren un impedimento… definitivo. La Anguila desea agradecer tu inconsciente ayuda en ese particular. De todos modos, el concejal anda pendiente de otras vías. Ha sido vigilado de cerca. De ahí que por suerte hayamos descubierto lo que constituye el motivo principal del mensaje que te envía la Anguila. Anoche, bajo la Barbacana del Déspota, Turban Orr se reunió con un representante de la Guilda de asesinos. No sabemos cómo logró tal cosa, considerando sobre todo las dificultades que tus colegas han tenido que afrontar últimamente. Sea como fuere, Turban Orr ofreció un contrato. —El extraño esperó a ver el asombro reflejado en el rostro de su interlocutor antes de continuar—. Ofrecido por Turban Orr, como acabo de decir, pero no en beneficio propio. Más bien se trata de dama Simtal, que ha decidido que la muerte de Coll tendría que ser tan real en esta vida como ya lo es en el censo.

—¿Quién? —preguntó Rallick con voz rasposa—. ¿Quién era el contacto?

—Todo a su tiempo. Antes, decirte que fue aceptado, puesto que el pago ofrecido es sustancial. Son conscientes de que Coll se halla en estos momentos fuera de Darujhistan. Simplemente aguardarán su vuelta.

—El nombre del asesino.

—Ocelote. —El extraño se levantó—. La Anguila te desea suerte en todas las empresas que emprendas, Rallick Nom. Con esto termina el mensaje. Buenas noches. —Se volvió hacia la salida.

—Aguarda.

—¿Sí?

—Gracias —dijo Rallick.

El extraño sonrió antes de salir de la taberna.

El asesino ocupó el asiento de éste y recostó la espalda en la pared. Hizo un gesto a Sulty, quien tenía una jarra de cerveza esperando. Al acercarse la camarera, Rallick vio que Irilta y Meese la seguían sin prisas. Ambas se sentaron sin mayores preámbulos, cada una con su correspondiente jarra.

—Aún respiramos —dijo Irilta levantando la jarra—. Brindo por ello.

Meese hizo lo propio y ambas tomaron un largo trago.

—¿Alguna noticia de Kruppe y del muchacho? —preguntó Meese.

Rallick negó con la cabeza.

—Puede ser que no esté aquí cuando vuelvan —dijo—. Dile a Murillio que siga adelante si no aparezco, y si surge algún otro… contratiempo. Si eso sucede, dile que los ojos de nuestro hombre permanecen abiertos. —Rallick llenó la jarra, que apuró rápidamente antes de levantarse—. No me deseéis suerte.

—¿Y éxito? —preguntó Meese con la preocupación dibujada en su ancho rostro.

Rallick sacudió la cabeza asintiendo. Acto seguido, abandonó la taberna.

Anomander Rake ocultaba algo. Baruk estaba convencido de ello mientras contemplaba el fuego que ardía en la chimenea. A su derecha había una copa de leche de cabra, y a su izquierda una generosa hogaza tostada de pan daru. ¿Por qué el tiste andii había permitido al imass entrar en el túmulo? Ya había formulado la pregunta al Lord sentado a su espalda, que no parecía inclinado a responder. En lugar de ello, el alquimista tan sólo recibió por parte de Rake un gesto de una suficiencia irritante. Baruk mordió el pan, cuyo crujido resonó entre ambos.

Rake estiró las piernas y lanzó un suspiro.

—Extraña hora para cenar —opinó.

—Últimamente, todas mis horas son extrañas —replicó Baruk con la boca llena. Seguidamente, tomó un sorbo de leche de cabra.

—No tenía ni idea de que tanto el señor de Sombra como Oponn se hubieran involucrado en esto —admitió Rake.

—Tenía indicios por lo que respecta a Oponn —informó Baruk, que sentía el peso de la mirada de Rake—, pero nada definitivo.

Rake resopló a modo de respuesta.

Baruk bebió otro sorbo de leche.

—Tú cuidas de lo tuyo. Yo hago lo mismo.

—A ninguno de nosotros le beneficia —soltó Rake.

El alquimista se volvió para mirar al tiste andii.

—Tus cuervos vieron a esa mujer y al t’lan imass entrar en el túmulo. ¿Aún crees que fracasarán?

—¿Y tú? Creo recordar que ésa era tu postura en este asunto, Baruk. Por muy preocupado que pudiera estar y esté, lo cierto es que no me importa que tengan éxito o no. De cualquier modo, habrá riña. Sospecho que tú creías que existiría un modo de evitarla. Está claro que tu información referente al Imperio de Malaz carece de consistencia. Laseen sólo sabe recurrir a una cosa, a la fuerza. Ignora el poder hasta que éste se desvela, y después lo ataca con todas las armas de que dispone.

—¿Y esperarás a que eso suceda? —preguntó, ceñudo, Baruk—. Así es cómo destruyen todas esas ciudades. Así es cómo mueren millares de personas. ¿Acaso te importa eso, Anomander Rake? Siempre y cuando al final salgas ganando.

Una sonrisa tensa se perfiló en los delgados labios del tiste andii.

—Cabal valoración, Baruk. En este caso, no obstante, Laseen quiere tomar intacta Darujhistan. Me he propuesto impedirlo. Pero destruirla para desafiarla no sería tan fácil. Podría habérmelas apañado hace unas semanas. No, quiero que Darujhistan se mantenga intacta. Pero también deseo que no caiga en manos de Laseen. Eso, alquimista, es la victoria. —Mantuvo los ojos grises en Baruk—. De otro modo, no te hubiera propuesto una alianza.

—A menos que planearas traicionarme —aventuró el alquimista, ceñudo.

Rake guardó silencio unos instantes, con la mirada en las manos entrelazadas en el regazo.

—Baruk, como sabe cualquier comandante con experiencia, la traición adquiere vida propia. Basta con recurrir a ella una primera vez, contra aliado o enemigo, para que se convierta en una elección legítima para cualquiera que esté bajo tu mando, desde el soldado raso que busca un ascenso hasta tus propios edecanes, guardias u oficiales. Mi pueblo está al corriente de nuestra alianza, alquimista. Si fuera a traicionarte, no duraría mucho en Engendro de Luna. Y no me parecería injusto.

—¿Y quién iba a desafiar, tu poder, Rake? —sonrió Baruk.

—Caladan Brood, por ejemplo —respondió al punto el tiste andii—. Y luego están mis cuatro magos asesinos. Incluso Silanah, que mora en las cavernas de Luna, podría arroparse con el manto de la justicia para emprenderla contra mí. Se me ocurren más nombres, Baruk, muchos más.

—¿De modo que el miedo te mantiene en tu lugar, hijo de la Oscuridad?

—Ese título sólo lo emplean los estúpidos que me creen digno de veneración —replicó ceñudo Rake—. Me desagrada, Baruk, y no quiero volver a escucharlo salido de tu boca. ¿Que si el miedo me mantiene en mi lugar? No. Por más poderoso que sea el miedo, no tiene parangón con aquello que me empuja. El deber. —Los ojos del tiste andii habían adquirido un tono pardo, fijos aún en las manos, cuyas palmas miraban hacia arriba—. Tú tienes un deber para con tu ciudad, Baruk. Te empuja, te moldea. No soy ajeno a tales cosas. En el interior de Engendro de Luna se encuentran los últimos tiste andii de este mundo. Nos morimos, alquimista. Ninguna empresa parece lo bastante ambiciosa como para devolver a los míos las ganas de vivir. Lo intento, pero jamás la inspiración ha sido uno de mis fuertes. Ni siquiera este Imperio de Malaz podría empujarnos a defendernos a nosotros mismos, al menos mientras queden lugares a los que huir.

»Morimos en este continente. Mejor que sea por la espada. —Deslizó las manos del regazo—. Imagina que tu espíritu muere mientras tu cuerpo sigue con vida. No por espacio de diez años, ni de cincuenta. Sino un cuerpo que sigue con vida quince, veinte mil años…

Rake se levantó del sillón. Observó a un silencioso Baruk, a quien dedicó una sonrisa que le dolió en el alma al alquimista.

—De modo que es el deber lo que me empuja, un deber cuya esencia es el vacío. Es hueco. ¿Bastará para preservar a los tiste andii? ¿Preservarlos, simplemente? ¿Acaso elevo Engendro de Luna a los cielos, donde poder vivir lejos de todo riesgo y amenaza? Entonces, ¿qué es lo que preservo? Una historia, un particular punto de vista. —Se encogió de hombros—. La historia está escrita, Baruk, y el punto de vista de los tiste andii está lleno de desinterés, estoicismo y una desesperación silenciosa y vacía. ¿Vale la pena preservar para el mundo semejantes dádivas? Creo que no.

Baruk no sabía qué responder. Lo que había descrito Anomander Rake quedaba más allá de toda comprensión, aunque aquel angustioso desaliento había conmovido al alquimista.

—Y aun así —dijo—, aquí estás. Aliado de las víctimas del Imperio. ¿Estás solo en esto, Anomander Rake? ¿Aprueba tu pueblo lo que haces?

—No les importa —respondió Rake—. Aceptan mis órdenes. Me siguen. Sirven a Caladan Brood cuando les pido que lo hagan. Y mueren en el fango y en los bosques de una tierra que no les pertenece, en una guerra ajena, por un pueblo al que aterrorizan.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué lo haces?

Rake respondió con una risotada ronca. Al cabo, sin embargo, desapareció su amarga diversión y dijo:

—¿Hay alguna causa noble que valga la pena defender en estos tiempos? ¿Tiene alguna importancia que la hayamos tomado prestada? Luchamos tan bien como cualquier hombre. Morimos a su lado. Somos mercenarios que en lugar de por dinero luchamos por el alma. Aun así, es una moneda que apenas valoramos. ¿Por qué? No importa por qué. Pero jamás traicionamos a nuestros aliados.

»Sé que estás preocupado porque no hice nada para impedir que el t’lan imass entrara en el túmulo. Creo que el tirano jaghut será liberado, Baruk. Pero mejor ahora, conmigo aquí, a tu lado, que en cualquier otro momento, cuando el jaghut no tenga ningún oponente capaz de plantarle cara. Tomaremos su leyenda y cavaremos una fosa bien honda donde enterrarla, alquimista, y esa amenaza jamás volverá a preocuparte.

Baruk observó al tiste andii.

—¿Tan seguro estás de que serás capaz de acabar con el jaghut?

—No. Pero después de cruzarse con nosotros, tan mermadas tendrá las facultades que dependerá de otros darle la puntilla; de tu cábala, por ejemplo. No podemos tener la completa certeza de nada en esto, Baruk. De hecho, ésa es una de vuestras obsesiones como seres humanos. Será mejor que aprendáis a aceptarlo. Quizá podamos destruir al tirano jaghut, aunque eso suponga facilitar las cosas a Laseen.

—No te entiendo —confesó Baruk con aire divertido.

—Cuando hayamos acabado con él —explicó Rake tras reír—, estaremos muy lastimados. Entonces vendrán los poderes del Imperio de Malaz. Así que, ya ves, ella gana de un modo u otro. Si hay algo que la tenga preocupada, es la cábala de T’orrud, Baruk. Ella nada sabe de tus destrezas. Ésa es la razón de que sus agentes anden tras esa Vorcan. Que la dama de la Guilda aceptara el contrato resolvería el problema que vosotros representáis.

—Pero hay otros factores a tener en cuenta —aventuró Baruk.

—Oponn —expuso Rake—. He ahí el peligro que salpica a todos los involucrados. ¿Crees que a Oponn le importa una ciudad mortal? ¿Y quienes la habitan? Es el nexo de poder lo que importa a Oponn, el torbellino donde las cosas se ponen feas. ¿Se derramará sangre inmortal? Ésa es la incógnita que los dioses ansían ver despejada.

Baruk observó la copa de leche de cabra.

—En fin, eso al menos hemos logrado evitarlo hasta ahora. —Y tomó un sorbo.

—Te equivocas —replicó Rake—. Forzar la salida de Tronosombrío del juego supuso el primer derramamiento de sangre inmortal.

Baruk estuvo a punto de ahogarse con la leche. Dejó la copa y contempló al tiste andii con los ojos abiertos desmesuradamente.

—¿De quién…?

—Dos Mastines murieron por mi espada. Creo que eso desequilibró un tanto a Tronosombrío.

Baruk recostó la espalda al tiempo que cerraba los ojos.

—Han subido las apuestas.

—En lo que respecta a Engendro de Luna, alquimista. —Rake volvió al sillón y tomó asiento, y estiró después las piernas ante el calor que desprendía la chimenea—. Veamos, ¿qué más puedes contarme acerca de ese tirano jaghut? Recuerdo haberte oído decir que deseabas consultarlo con una autoridad en la materia.

Baruk abrió los ojos y arrojó la hogaza al fuego.

—Ahí tenemos un problema, Rake. Espero que puedas ayudarme a explicar qué ha sucedido. Por favor —dijo—, sígueme.

Rake volvió a levantarse con un gruñido. Aquella noche no llevaba la espada. A ojos de Baruk, la ancha espalda del señor de Engendro de Luna parecía desnuda, incompleta, aunque agradecía la ausencia del arma.

Condujo a Rake de estancia en estancia, para a continuación descender por la escalera principal hasta las salas del piso inferior. En la primera de estas estancias subterráneas había un camastro donde encontraron a un anciano tumbado. Baruk lo señaló:

—Como ves, parece dormido. Se llama Mammot.

—¿El historiador? —preguntó Rake con una ceja enarcada.

—Y sacerdote supremo de D’rek.

—Eso explica el cinismo de su obra —aclaró Rake con una sonrisa torcida—. «El gusano de otoño engendra una desdichada carnada».

A Baruk le sorprendió que el tiste andii hubiera leído Historias, de Mammot, claro que ¿por qué no? Supuso que una vida capaz de durar veinte mil años necesita del cultivo de aficiones.

—Veo que aquí Mammot tiene el sueño profundo —constató Rake al acercarse a la cama—. ¿Qué lo ha motivado? —Se acuclilló ante el anciano.

Baruk se reunió con él.

—He ahí lo más extraño. Admito saber muy poco de magia de la Tierra. D’riss es una senda que nunca he explorado. Llamé a Mammot, tal como te dije, y al llegar le pedí que me contara qué sabía del tirano jaghut y del túmulo. Se sentó enseguida y cerró los ojos. Aún ha de abrirlos, y desde entonces no ha pronunciado una sola palabra.

—Veo que se tomó la petición en serio.

—¿A qué te refieres?

—Como suponías, accedió a la senda D’riss. Su intención era la de hallar la respuesta a tu pregunta de un modo… directo. Y ahora hay algo que lo tiene atrapado.

—¿Quieres decir que viajó por la senda al túmulo del tirano jaghut? ¡Será insensato!

—En una concentración de hechicería Tellann, por no mencionar la Omtose Phellack de los jaghut. Además, por si eso fuera poco, tenemos a una mujer con una espada de otaralita. —Rake se cruzó de brazos—. No volverá hasta que tanto el t’lan imass como la otaralita abandonen el túmulo. E incluso entonces, si no se da prisa, el jaghut al despertar podría tomarlo.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal del alquimista.

—¿Tomarlo? ¿Te refieres a poseerlo?

Rake asintió con el rostro grave.

—¿Es un sacerdote supremo? El jaghut lo encontrará de suma utilidad. Por no mencionar el acceso que Mammot proporciona a D’rek. ¿Sabes, Baruk, si ese tirano es capaz de esclavizar a una diosa?

—Lo ignoro —susurró Baruk, mientras el sudor corría por su cara redonda y no quitaba ojo al bulto inmóvil de Mammot—. Dessembrae nos guarde —añadió.

La anciana sentada en la escalera de la casa entrecerró los ojos al mirar el cielo del anochecer, mientras prensaba las hojas secas de Italbe en la pipa de esteatita. En los peldaños de madera, detrás de ella, había un brasero de bronce tapado. De los agujeros practicados en su superficie asomaban bastoncillos de combustión lenta. La anciana sacó un bastoncillo y lo aplicó a la cazoleta de la pipa; luego lo arrojó a la calle.

El hombre que recorría la calle de enfrente reparó en la señal y se pasó la mano por el pelo. Rompecírculos estaba a punto de ser presa del pánico. Eso de mostrarse en plena calle era demasiado arriesgado. Los cazadores de Turban Orr andaban tras él, lo sentía con una certeza pavorosa. Más tarde o más temprano, el concejal recordaría sus numerosos encuentros bajo la Barbacana del Déspota, y al guardia al que encontraba siempre ahí, de pie. Ese bastoncillo del brasero lo comprometía todo.

Dobló una esquina, con lo que se alejó de la anciana, y continuó por espacio de tres manzanas hasta llegar frente a la taberna del Fénix. Había dos mujeres de pie en la puerta riendo una broma privada.

Rompecírculos colgó el pulgar del cinto de la espada y empujó de modo que la punta de la vaina asomara en ángulo hacia el costado. Al pasar por la pared, rozó el remache de bronce contra la superficie de piedra. Luego retiró la mano y siguió caminando hacia Antelago. En fin, ya está hecho. Lo único que le quedaba era establecer el último contacto, lo que posiblemente sería redundante, pero seguiría las órdenes de la Anguila. Empezaba a encauzarse la situación. No esperaba vivir mucho más, pero hasta que llegara el momento de la muerte haría lo que tenía que hacer. ¿Qué más se podía pedir de él?

En la entrada de la taberna del Fénix, Meese hundió el codo en el pecho de Irilta.

—Eso es —murmuró—. Esta vez tú me cubres la espalda. Como de costumbre, vamos.

Antes de responder, Irilta frunció el entrecejo.

—De acuerdo.

Meese bajó las escaleras y encaró la calle. Desanduvo el camino que había tomado Rompecírculos hasta llegar a la casa. Vio a la anciana sentada en el mismo lugar, observando con aire ocioso a los transeúntes. Al cruzar Meese su campo de visión, la anciana se quitó la pipa de la boca y golpeó suavemente la cazoleta contra el tacón. Las ascuas llovieron sobre el empedrado.

Era una señal. Meese se dirigió a la esquina de la manzana, luego giró a la derecha y entró en un callejón tan largo como el edificio. Se abrió una puerta a un tercio del camino y entró en una estancia tenuemente iluminada, en cuyo interior destacaba otra puerta abierta. Había alguien oculto tras la primera puerta, pero no reparó en su presencia. Franqueó la segunda puerta y se encontró en un vestíbulo. Desde ahí no tuvo mayores dificultades en subir los peldaños de la escalera de dos en dos.

Apsalar (o Lástima, como la conocían antes) no se había dejado impresionar mucho por la primera visita a Darujhistan. Por algún motivo, a pesar del nerviosismo y de lo mucho que ansiaba verla, le había resultado familiar.

Decepcionado, Azafrán no había perdido el tiempo en llevarla a casa de su tío en cuanto hubieron confiado al establo el caballo de Coll. El viaje a la ciudad, y después el paseo por sus calles, había constituido, al menos para Azafrán, un cúmulo de confusión. Aquella mujer parecía tener una increíble facilidad para sorprenderle con la guardia baja, y lo único que deseaba era confiarla al regazo de otro y, en resumidas cuentas, librarse de ella de una vez por todas.

Entonces, si eso era realmente lo que deseaba, ¿por qué se sentía tan triste?

Azafrán salió de la biblioteca de Mammot y volvió al salón. Moby lanzó un gorjeo y le sacó la lengua roja desde el escritorio de Mammot. Azafrán hizo caso omiso del animal y volvió ante Apsalar, que se había sentado en el mejor de los dos sillones, precisamente el sillón donde él solía sentarse.

—No lo entiendo. Por lo que parece, hace al menos un par de días que ha salido.

—¿Y? ¿Tan raro es? —preguntó Apsalar.

—Sí —gruñó él—. ¿Has dado de comer a Moby, tal como te dije?

—¿Uvas? —asintió ella.

—Sí. Qué extraño. Quizá Rallick sepa dónde está.

—¿Quién es Rallick?

—Un amigo mío asesino —respondió Azafrán con aire distraído.

Apsalar se puso en pie como un rayo, con los ojos abiertos como platos.

—¿Pasa algo? —preguntó Azafrán. La joven parecía aterrorizada. Él miró a su alrededor, esperando ver surgir del suelo o de la alacena un demonio, pero la habitación seguía intacta, aunque un poco más desordenada de lo que era habitual. Por culpa de Moby, supuso.

—No estoy segura —dijo ella, que hizo un esfuerzo por tranquilizarse—. Tuve la sensación de que iba a recordar algo, pero al final…

—Oh —dijo Azafrán—. Bueno, quizá podríamos…

Llamaron a la puerta.

Azafrán sonrió al dirigirse hacia ella.

—Probablemente habrá perdido las llaves o algo —dijo.

—Pero si estaba abierto —recordó Apsalar.

—¡Meese! —exclamó Azafrán—. ¿Qué estás…?

—¡Calla! —susurró la mujerona, que lo empujó para entrar en la habitación. Entonces reparó en la presencia de Apsalar y, volviéndose a Azafrán, dijo—: ¡Me alegro de haberte encontrado, muchacho! ¿No has visto a nadie desde tu vuelta?

—¿Por? No. Estaba a punto de…

—Un mozo de cuadras —dijo Apsalar, que miraba a Meese con el entrecejo arrugado—. ¿Nos conocemos?

—Ha perdido la memoria —explicó Azafrán—. Pero, sí, llevamos al caballo de Coll al establo.

—¿Por? —quiso saber Meese. Entonces, cuando Azafrán se dispuso a explicárselo, dijo—: Es igual, no te preocupes. El del establo no supondrá un problema. ¡Estamos de suerte!

—Maldita sea, Meese —dijo Azafrán—. ¿Qué está ocurriendo?

Ella le miró a los ojos.

—Ese guardia de los D’Arle que mataste la otra noche. El del jardín. Tienen tu nombre y descripción, muchacho. No me preguntes cómo. Pero los D’Arle se han propuesto llevarte al cadalso.

Azafrán se puso pálido. Después, inclinó la cabeza hacia Apsalar. Abrió la boca, luego volvió a cerrarla. No, ella no lo recordaría. Pero debió de ser ella.

Cayó pesadamente en el sillón de Mammot.

—Habrá que esconderte, muchacho —dijo Meese—. A los dos, supongo. Pero no te preocupes, Azafrán, Irilta y yo cuidaremos de ti hasta que tomemos una decisión.

—No puedo creerlo —susurró él contemplando la pared que tenía enfrente—. ¡Maldita sea, me traicionó!

Meese se volvió hacia Apsalar, quien le dijo:

—Es una suposición, pero diría que se trata de una chica llamada Cáliz. Meese cerró los ojos un instante.

—Cáliz D’Arle, el panal al que últimamente acuden todos los zánganos de la corte. —La compasión suavizó sus facciones mientras miraba a Azafrán—. Vaya, muchacho. Así que se trata de eso.

—Ya no.

—Bien. —Meese sonrió—. Por ahora vamos a quedarnos quietecitos aquí hasta que anochezca —propuso mientras se cruzaba de brazos— y, luego, a por los tejados. No te preocupes que nos ocuparemos de todo.

—Me llamo Apsalar —se presentó ésta al levantarse—. Encantada de conocerte, Meese. Y gracias por ayudar a Azafrán.

—Conque Apsalar, ¿eh? —Su sonrisa se hizo más amplia—. En tal caso no creo que los tejados supongan un problema para ti.

—Ningún problema —aseguró la joven; de algún modo, estaba segura de que la mujerona estaba en lo cierto.

—Estupendo. Y ahora, ¿y si buscamos algo de beber?

—Meese, ¿sabes dónde puede haber ido mi tío? —preguntó Azafrán.

—En eso no puedo ayudarte, muchacho. No tengo ni idea.

No estaba muy segura de la anciana sentada en la escalera, pero de la que se encontraba enfrente, agazapada en un portal, la que no quitaba ojo a la casa, de esa habría que encargarse. Por lo visto, el portador de la moneda contaba con cierta protección.

Serat no estaba muy preocupada. Después de su señor, Anomander Rake, era la más mortífera de los tiste andii de Engendro de Luna. Dar con el paje de Oponn no había resultado muy difícil. En cuanto su señor le dio los detalles pertinentes, no tuvo problemas en encontrar la huella mágica de Oponn. Tenía la ventaja de haberse topado antes con ella y con ese mismo muchacho hacía dos semanas, en los tejados. Aquella noche, sus agentes habían perseguido al portador de la moneda, pero lo habían dejado escapar en cuanto entró en la taberna del Fénix. Por orden suya, claro. De haber sospechado lo que ahora sabía, la presencia de Oponn hubiera desaparecido aquella misma noche.

Mala suerte. Serat sonrió para sí y adoptó una postura más cómoda en el tejado. Tenía la sospecha de que se moverían de noche. Respecto a la mujer que se ocultaba en el portal, tendría que eliminarla. Claro que con un conjuro de confusión y la ayuda de las sombras podía suplantar perfectamente a aquella mujer.

La otra, la que se hallaba en el interior en compañía del portador de la moneda, no sospecharía nada. Serat asintió. Eso es. Ésa sería su jugada.

No obstante, de momento, aguardaría. La paciencia siempre tiene su recompensa.

—Bueno —dijo Murillio mientras paseaba la mirada por la multitud—, pues aquí no están. Lo que significa que deben de estar con Mammot. Kruppe aspiró largamente el cálido y húmedo aire.

—Ah, la civilización. Kruppe cree que tu aseveración es correcta, amigo mío. En tal caso, podríamos descansar aquí, beber y cenar durante una o dos horas. —Y de ese modo entró en la taberna del Fénix.

Algunos parroquianos habituales, sentados a la mesa de Kruppe, recogieron las jarras y se apartaron con murmullos de disculpa, sonriendo entre ellos. Kruppe les dedicó una amable inclinación de cabeza y tomó asiento con un suspiro en la silla de costumbre. Murillio, antes de reunirse con Kruppe, pasó por la barra y cruzó unas palabras con Scurve.

Al sacudirse el polvo del camino, Murillio fruncía el ceño por lo descuidado de su aspecto.

—Qué ganas tengo de darme un buen baño —dijo—. Por lo visto Scurve vio a Rallick hará un rato hablando con un extraño. Desde entonces, nadie ha vuelto a verlo.

—Aquí viene la buena de Sulty —avisó Kruppe, a quien no parecían interesarle las idas y venidas de Rallick. Al cabo, servida la jarra de cerveza, Kruppe procedió a limpiar con el pañuelo de seda el borde de la jarra y se sirvió.

—¿No teníamos que informar a Baruk? —preguntó Murillio.

—Todo a su tiempo. Antes debemos recuperarnos de nuestras correrías. ¿Y si Kruppe perdiera la voz en mitad de una frase? ¿Qué pensaría Baruk en tal caso? —Levantó la jarra y tomó un largo trago.

Murillio tamborileaba en la mesa, sin dejar de mirar a los presentes en la taberna. Se puso entonces de pie y llenó la jarra.

—Y ahora que sabes en qué andamos metidos Rallick y yo —dijo—, ¿qué planeas hacer al respecto?

—¿Hacer? ¿Kruppe? —preguntó éste con ambas cejas enarcadas—. Bueno, pues nada en concreto, claro. Ayudaros en su momento o algo así. No hay por qué inquietarse, amigo Murillio. Proceded como habíais planeado. Pensad en el sabio Kruppe como pensaríais en una amable carabina.

—Por el aliento del Embozado —gruñó Murillio, que puso los ojos en blanco—. Ya nos apañamos bastante bien sin tu ayuda. Lo mejor que podrías hacer es mantenerte al margen. No te metas.

—¿Y abandonar a mis amigos a su suerte? ¡Paparruchas!

Murillio apuró la jarra y se levantó.

—Me voy a casa. Por mí puedes ir a informar a Baruk dentro de una semana, si eso es lo que quieres. Y cuando Rallick se entere de que estás al corriente de todos nuestros planes… En fin, Kruppe, que no me gustaría estar en tu pellejo.

Kruppe hizo un gesto para quitar hierro a la situación.

—¿Ves ahí a Sulty? En la bandeja trae la cena de Kruppe. Las feas dagas y el temperamento si cabe más feo de Rallick empalidecen ante el ágape que se avecina. Buenas noches tengas, Murillio. Hasta mañana.

—Buenas noches, Kruppe —se despidió Murillio tras contemplarle unos instantes.

Abandonó la taberna por la puerta de la cocina. En cuanto hubo puesto un pie en el callejón, se le acercó una sombra. Murillio la miró ceñudo.

—¿Eres tú, Rallick?

—No —dijo el extraño envuelto en sombras—. No tienes por qué temerme, Murillio. Tengo un mensaje para ti de parte de la Anguila. Puedes llamarme Rompecírculos. —El hombre se acercó a él un poco más—. El mensaje atañe al concejal Turban Orr…

Rallick se desplazó de tejado en tejado en la oscuridad. La necesidad de guardar un absoluto silencio ralentizó la caza considerablemente. No había conversado con Ocelote. Rallick contaba con disponer tan sólo de una oportunidad. Si la dejaba escapar, la hechicera del líder del clan decidiría la riña. A menos…

Rallick hizo una pausa y comprobó el contenido de la bolsita. Años atrás, el alquimista Baruk le había recompensado por resolver un encargo con una bolsita de cuero que contenía un polvillo rojizo. Baruk le había contado que tenía mortíferas propiedades mágicas, pero Rallick se había resistido a confiar en el polvillo. ¿Habría conservado su potencia con el paso del tiempo? ¿Serviría para contrarrestar los poderes de Ocelote? No había forma de saberlo.

Pasó a un tejado más elevado caminando por el borde de una cúpula. A su derecha, abajo, se hallaba la muralla de oriente de la ciudad. El leve fulgor de Congoja se alzaba más allá. El asesino tenía la sospecha de que Ocelote aguardaría la vuelta de Coll en la puerta de Congoja, oculto y a distancia de alcance de la ballesta. Mejor matarlo antes de que entrara en la ciudad.

Pero eso limitaba considerablemente las opciones. Había pocas líneas de visión, y la colina K’rul era la mejor opción. Aun así, Ocelote podía haber recurrido ya a la hechicería, y encontrarse oculto a la mirada de los curiosos. Rallick podía perfectamente tropezar con él.

Llegó a la parte norte de la cúpula. Ante él se alzaba el templo de K’rul. Desde el campanario, Ocelote disfrutaría de una clara línea de visión de Coll si entraba por la puerta. Rallick sacó la bolsita. Cubriera lo que cubriera el polvillo, sería inmune a la magia. Es más, su efecto comprendería un área. El asesino arrugó el entrecejo. ¿Cómo de grande? ¿Y caducaba? Lo más importante, y eso lo recordaba perfectamente Rallick, era que Baruk le había dicho claramente que no permitiera contacto alguno del polvo con su piel. Le había preguntado si se trataba de un veneno. No, había respondido el alquimista. «Este polvillo cambia a algunas personas. Nadie puede predecir qué naturaleza adoptarán esos cambios, de modo que lo mejor es no arriesgarse, Rallick».

El sudor se deslizaba por su frente. Pocas posibilidades tenía de dar con Ocelote. La muerte de Coll lo echaría todo a perder; es más, privaría a Rallick de su última esperanza de… ¿De qué? Humanidad. El precio del fracaso era muy elevado.

—Justicia —susurró furioso—. Tiene que significar algo. ¡Tiene que hacerlo!

Rallick desató la bolsita. Hurgó en su interior y sacó un pellizco del polvillo. Lo frotó entre los dedos. Era como óxido.

—¿Es esto? —se preguntó. Quizá se había deteriorado. Se encogió de hombros y empezó a frotarse el polvillo en el rostro—. ¿Qué cambios? —masculló—. No siento ningún cambio.

Hurgó en el contenido de la bolsita hasta aprovechar el último grano de polvillo. El forro interior de la bolsita parecía manchado. Tiró del forro hacia fuera y luego lo arrebujó bajo el cinto. La caza continúa, pensó. Ahí mismo, en las inmediaciones, había un asesino apostado y atento al camino de Congoja de Jatem.

—Daré contigo, Ocelote —susurró en la oscuridad con la mirada puesta en el campanario de K’rul—. Y con o sin magia, ni siquiera me oirás acercarme, ni siquiera sentirás mi aliento en tu nuca hasta que sea demasiado tarde. Lo juro.

Y emprendió el ascenso.