Capítulo 15

Éstos son los estribos ensangrentados de cuando los jaghut

montaban sus almas en estruendosa carga,

sin retirada.

Dobles nudos en sordos golpes,

fuerte tamborileo, el torrente de hielo,

una promesa cierta…

Éstos son los jaghut que el crepúsculo combaten

en un campo de piedras quebradas.

Jaghut

Pescador (n. ?)

Ben el Rápido se sentó en la choza, con la espalda apoyada en la antigua muralla. Ante él se alzaban cinco varillas que le unían a Mechones. El hilo que unía las varillas entre sí estaba tenso. Frente al mago, cerca del acceso tapado por una piel, se sentaba Trote.

Kalam no se había recuperado aún lo bastante como para acompañar a Ben el Rápido, o para protegerlo como lo hacía Trote en ese momento. El mago conocía al guerrero barghastiano desde hacía años, había luchado a su lado en más batallas de las que podía recordar, y en más de una ocasión uno le había salvado la vida al otro, y viceversa. A pesar de todo aquello, Ben el Rápido reflexionó sobre el hecho de que en realidad sabía bien poco acerca de Trote. Lo único que conocía, no obstante, bastaba para tranquilizarle. El barghastiano era un combatiente feroz, tan capacitado con las hachas arrojadizas como lo era con la espada larga que tenía desnuda en el regazo. No conocía el miedo enfrentado a la magia, seguro de los fetiches anudados a sus trenzas, y también en los tatuajes que el chamán de su clan le había practicado.

Teniendo en cuenta la que podía caerles encima, incluso esas protecciones podían serles de utilidad.

El barghastiano contempló al mago con ojos inexpresivos, sin pestañear a la tenue luz.

Ben el Rápido agitó las roscas que tenía entre las manos y se inclinó hacia las varillas.

—Mechones permanece agazapado en su senda —dijo—. No se mueve. Parece estar esperando algo. —Enderezó la espalda y desenvainó la daga, cuya punta hundió en el suelo—. De modo que no nos queda otro remedio que esperar. Y vigilar.

—¿Vigilar qué? —preguntó Trote.

—No te preocupes. —Ben el Rápido lanzó un suspiro—. ¿Tienes ese fragmento del petate?

Trote sacó un retal de la manga. Se acercó al mago dando un rodeo para evitar acercarse a las varillas y se lo tendió.

Ben el Rápido lo colocó a su izquierda. Murmuró unas palabras y pasó la palma de la mano por encima del retal.

—Siéntate —dijo—. Y estate preparado por lo que pueda pasar.

Cerró entonces los ojos, tirando de la senda. Ante él se formó una imagen que le hizo dar un respingo de pura sorpresa.

—¿Cómo? —susurró—. ¿Qué hace Mechones en la llanura de Rhivi?

Paran no sentía nada en la mente, aparte del pálido fuego de la venganza que devoraba todo su cuerpo. Oponn había escogido utilizarle. Y él a su vez había tomado la decisión de utilizar a Oponn, el poder de los Mellizos, ese horripilante recurso destructivo que nacía de la ascendencia. Al igual que los dioses, podía utilizarlo con la misma sangre fría, aunque eso supusiera tirar de los hilos de Oponn hasta verlos gritar y patalear en la llanura, o enfrentarse a lo que fuera que pudiera aguardarles en el camino.

Sintió un susurro de advertencia, que pudo provenir de su mente. Toc el Joven era amigo suyo, quizá era el único amigo que tenía. No estaba protegido por ningún dios, y pocas posibilidades de supervivencia poseía ante lo que estaban a punto de afrontar. ¿Habría de cargar con otra muerte en la conciencia? Paran no quiso pensar en esa posibilidad. Ahí estaba para responder por el asesinato de Velajada. La Consejera le había enseñado el valor de la firmeza. Y ¿qué fue lo que Velajada te enseñó?

—Si las cosas se tuercen —dijo—, vete, Toc. Cabalga a Darujhistan. Busca a Whiskeyjack.

El explorador asintió.

—Si caigo…

—Ya te he entendido, capitán.

—Bien.

Se impuso el silencio entre ambos. Lo único que se oía era el ruido seco de los cascos de los caballos y el cálido viento de poniente, que soplaba como la arena que susurra entre la piedra.

La mente de Paran rebosaba previsiones vagas de lo que podía suceder. ¿Les aguardaría la Consejera? Si los reconocía, no tenía motivos para atacarles. Que ella supiera, el capitán había sido asesinado. Y Toc era un agente de la Garra. No habría emboscada. La Consejera simplemente saldría a terreno abierto para saludarles, sorprendida sin duda por su aparición, pero puede que sin albergar suspicacias.

Y cuando ella se acercara, Azar entonaría su canción. Lo haría, y si era necesario se encargarían después del imass. Confiaba en que el imass se marchara cuando la misión se fuera al traste. Sin la Consejera, todo se vendría abajo.

Al menos, eso era lo que esperaba. Azar podía ser una espada dotada, pero los t’lan imass eran criaturas ancestrales, nacidas de una hechicería tan antigua que no hacía sino empequeñecer a Azar.

Paran sujetaba con fuerza la empuñadura. Le dolía la mano, y el sudor le resbalaba por los dedos. Azar no era distinta de otras armas. ¿Acaso esperaba algo más? No recordaba muchos detalles de la última vez que tiró de esa espada, contra el Mastín. Si el arma poseía un poder, ¿no sería capaz de percibirlo? Azar era fría al tacto, como si aferrara un fragmento de hielo que se negara a fundirse. Si acaso, empuñar a Azar lo hacía sentirse como un novato, todo porque tenía la sensación de emplearla mal.

¿Qué había desatado aquella súbita falta de confianza en sí mismo? Arrastrar a un Ascendiente a la refriega, ¿cómo voy a hacerlo? Por supuesto, si Oponn se muestra tan dispuesto como la última vez… Quizá no fuera sino el fruto de la tensión que surge con la espera de que suceda algo, cualquier cosa. ¿Estaría equivocado Toc? Se volvió al explorador, que se hallaba a su lado, y abrió la boca para hablar.

Pero un crujido ensordecedor se lo impidió. Paran tiró con fuerza de las riendas. El caballo relinchó y reculó. El aire pareció rasgarse y un viento frío los azotó. El capitán levantó la espada y profirió una maldición. De nuevo el caballo relinchó, aunque en esa ocasión fue por el dolor. Se arrugó bajo él, como si los huesos se le hubieran convertido en polvo. Paran cayó y la espada salió disparada de su mano cuando el suelo se alzó hacia él. Al caer el caballo produjo un ruido similar al de un saco lleno de piedras y lámparas de aceite. Cayó a su lado.

Escuchó el zumbido del arco de Toc, cuya flecha alcanzó algo duro. Paran se hizo a un lado y levantó la mirada.

La marioneta Mechones flotaba sobre el suelo, a unas siete varas de altura. Una segunda flecha se partió en el aire ante la mirada de Paran.

Mechones rió de nuevo al clavar la enajenada mirada en Toc. Acto seguido, hizo un gesto.

Paran lanzó un grito al volverse a Toc, al que una fuerza invisible había arrojado del caballo. El agente de la Garra giró sobre sí en el aire. Una grieta desigual se abrió ante él y, cuando Toc el Joven se vio arrojado a su interior, Paran lanzó un grito de horror impotente. Toc desapareció engullido por un remolino de niebla; la grieta se cerró con un chasquido, y del compañero de Paran no quedó ni rastro.

Mechones descendió lentamente hasta posarse en el suelo. La marioneta se detuvo para arreglarse la ropa y luego se acercó a Paran.

—Me pareció que eras tú —saludó burlón—. ¿No te parece dulce la venganza, capitán? Tendrás una muerte larga, prolongada y muy, muy dolorosa. ¡Imagina cuánto me complace verte así!

Paran empujó con las piernas. El cuerpo de su caballo cayó hacia atrás, liberándolo. Se puso en pie y se lanzó a por la espada, a la que empuñó mientras rodaba por el suelo. Finalmente, recuperó la posición.

Mechones lo observaba divertido.

—Ese arma no es para mí, capitán —le dijo mientras se acercaba a él—. Ni siquiera podría hacerme un corte. ¡De modo que a sollozar tocan!

Paran levantó el arma en un gesto desesperado.

Mechones se detuvo e inclinó la cabeza antes de volverse hacia el norte.

—¡Imposible! —exclamó.

Y en ese momento, Paran oyó aquello que tanto había sorprendido a Mechones: era el aullido de los Mastines.

En la choza, Ben el Rápido había observado, aturdido, la emboscada. ¿En qué estaría pensando Paran? ¿Dónde estaba Velajada?

—¡Por la senda del Embozado! —susurró furioso—, hablando de perder el rastro… —Fuera como fuese, todo aquello había sucedido demasiado rápido como para impedir la pérdida del tuerto que acompañaba al capitán.

Abrió los ojos y asió el retal.

—Lástima —susurró—. Lástima, escúchame, ¿quieres? Sé quién eres. Cotillion, patrón de los asesinos, la Cuerda, ¡yo te invoco!

Sintió una presencia que inundó su mente, seguida de una voz de hombre.

—Bien hecho, Ben el Rápido.

—Tengo un mensaje para ti, Cuerda —dijo el mago—. Para Tronosombrío. —Sintió una tensión que iba en aumento en su cabeza—. Se ha cerrado un pacto. Los Mastines de tu señor ansían cobrarse venganza. No tengo tiempo para explicártelo ahora, déjaselo a Tronosombrío. Me dispongo a darte la ubicación de aquello que Tronosombrío anda buscando.

Reparó en el tono jocoso de la Cuerda al responder:

—Yo proporciono el nexo, ¿me equivoco? El medio por el cual sigues con vida en todo este asunto. Te felicito, Ben el Rápido. Pocos mortales han sido capaces de evitar el afecto que siente mi señor por el doble juego. Parece ser que lo has burlado. Muy bien, ponme al corriente de esa ubicación. Tronosombrío la recibirá de inmediato.

Ben el Rápido le transmitió la ubicación exacta de Mechones, en la llanura de Rhivi. Confiaba en que los Mastines llegaran a tiempo. Reservaba un montón de preguntas para Paran, y quería que el capitán llegara a ellos con vida, aunque tuvo que admitir que había pocas posibilidades de que lo lograra.

Lo único que le quedaba al mago era impedir que la marioneta pudiera escapar. Sonrió de nuevo. Estaba ansioso por poner manos a la obra.

Onos T’oolan llevaba acuclillado ante la piedra desde el alba. En las horas transcurridas, Lorn había vagabundeado por las colinas cercanas, en liza consigo misma. Sabía con total certeza que lo que estaban haciendo estaba mal, y que sus consecuencias abarcarían más que los ruines esfuerzos de un imperio mundano.

Los t’lan imass actuaban con una perspectiva de milenios y propósitos desconocidos. No obstante, la guerra interminable de los imass se había convertido en la guerra interminable de Lorn. El Imperio de Laseen era una sombra del Primer Imperio. La diferencia estribaba en que los imass llevaban a cabo un genocidio contra otras especies. Malaz mataba a los suyos. La humanidad no había avanzado desde la oscura edad de los imass, más bien había caído en espiral.

El sol brillaba en lo alto. Hacía una hora que había mirado a Tool. El guerrero seguía sin moverse un palmo. Lorn subió a otra colina, alejada ya un tercio de legua del mojón. Esperaba ver en lontananza el lago Azur, a poniente.

Coronó la cima y encontró, a unas diez varas, a unos viajeros montados a caballo. Costaba decidir quién estaba más sorprendido, pero la Consejera tomó la iniciativa y desenvainó la espada mientras se aproximaba a ellos.

Dos, un muchacho y un hombre gordo, iban desarmados. Éstos y otro más, uno que vestía como un dandi y que desenvainaba en ese momento una espada ropera, montaban en mula. Era el último hombre en quien Lorn centraba toda la atención. Iba cubierto de armadura de la cabeza a los pies, montaba a caballo y fue el primero en reaccionar a su movimiento. Con un grito, espoleó la montura y desenvainó una espada bastarda.

Lorn sonrió al gordo que intentaba abrir una senda sin lograrlo. La espada de otaralita se empañó antes de despedir una ráfaga de aire frío. El gordo, con los ojos muy abiertos, quiso recular, pero cayó al suelo polvoriento como un saco de patatas. El muchacho saltó de la mula y se detuvo sin saber qué hacer, si ayudar al hombre gordo o desnudar la daga que ceñía. Cuando vio al de la armadura pasar por su lado, tomó una decisión y se acercó aprisa al lugar donde había caído el gordo. El de la ropera desmontó también y se acercó siguiendo los pasos del guerrero.

Lorn pudo ver todo esto entre pestañeo y pestañeo. Entonces el guerrero se abalanzó sobre ella y esgrimió la espada con una mano en un golpe dirigido a la cabeza.

La Consejera no se molestó en detener la trayectoria de la hoja. En lugar de ello, se apartó delante del caballo y se situó a la izquierda del guerrero, lejos del brazo con que éste esgrimía la bastarda. El caballo reculó. Lorn pasó de largo y lanzó un tajo en el muslo del hombre, sobre la protección de la armadura. La hoja de otaralita mordió la cota de malla, luego el cuero y después la carne con idéntica facilidad.

El guerrero lanzó un gruñido y se llevó la mano cubierta de malla a la herida, justo en el preciso instante en que el caballo lo arrojaba de la silla.

Lorn lo ignoró y se dispuso a enfrentarse al duelista, intentando desviar la trayectoria de la fina hoja de la ropera con la de su propia espada. Era bueno, se destrabó e intentó colarle una finta. La velocidad de la espada del dandi la desequilibró antes de que pudiera preparar un buen golpe, momento en que el oponente se tiró a la estocada.

Maldijo entre dientes cuando un paso en falso la llevó ante la punta de la ropera, que mordió el tejido de la protección y penetró en su hombro izquierdo. Un intenso dolor reverberó por todo su brazo. Furiosa por la herida, dirigió un tajo a la cabeza del duelista, a quien alcanzó de plano en la frente. De resultas del golpe, el dandi cayó al suelo como una marioneta sin hilos.

Lorn miró de reojo hacia el guerrero, que seguía intentando taponar la herida de la pierna. Luego se volvió hacia el muchacho, a quien encontró junto al gordo, que estaba tumbado en el suelo, inconsciente. Aunque el joven estaba pálido, empuñaba una daga de delgada hoja en la izquierda y un cuchillo más grande en la otra. Al volverse hacia ella, lo hizo con el reproche en la mirada.

De pronto, cruzó por la mente de Lorn que no tenía motivo alguno para atacarlos. Vestía como una mercenaria, y era imposible que hubieran visto al t’lan imass. Con la palabra hubiera podido alcanzar el mismo resultado, y a priori no era de esa clase de personas que recurren a la violencia sin motivo. Pero ya era tarde para eso, de modo que avanzó lentamente hacia él.

—No queremos hacer ningún daño —dijo el muchacho en lengua daru—. Déjanos.

Lorn titubeó. Aquella sugerencia pareció tomarla por sorpresa. ¿Por qué no? Se enderezó.

—De acuerdo —respondió en la misma lengua—. Ponles un emplasto a los tuyos y largaos.

—Volveremos a Darujhistan —dijo el muchacho, que también parecía sorprendido—. Acamparemos aquí para recuperarnos y nos iremos por la mañana. La Consejera retrocedió.

—En ese caso, saldréis de aquí con vida. Si tomáis cualquier otra decisión, os mataré a todos. ¿Comprendido?

El muchacho asintió.

Lorn retrocedió en dirección norte. Tomaría ese camino un rato, y luego se dirigiría al este, donde esperaba Tool. No tenía ni idea de qué había podido llevar a esos hombres a las colinas, pero no creía que tuviera nada que ver con ella, ni siquiera con el túmulo. Mientras aumentaba la distancia que la separaba de la colina, vio que el muchacho echaba a correr hacia el guerrero. En todo caso, pensó, del grupo no quedaba gran cosa. El duelista no había muerto, pero despertaría con un buen dolor de cabeza. Respecto al guerrero, tenía sus dudas, pero lo cierto era que lo había visto muy ensangrentado. El gordo quizá se hubiera roto el cuello al caer, y como mago no tenía nada que hacer en las inmediaciones. Quedaba el muchacho, ¿y desde cuándo tenía ella motivos para tener miedo de ningún joven?

Lorn apretó el paso.

Después de la asombrosa comunicación de Ben el Rápido, Lástima se había puesto en contacto con Tronosombrío. El señor de Sombra se había enfadado un poco, y después de informar a la Cuerda de que Ben Adaephon Delat había sido sacerdote supremo de Sombra, Lástima descubrió que compartía la furia de Tronosombrío. Aquel hombre pagaría por sus innumerables engaños.

Los Mastines de Tronosombrío estaban dispuestos, y estaba convencida de que en ese preciso momento estrechaban el cerco sobre la presa.

A medida que retomó el viaje por la senda fue encontrando más y más resistencia, una extraña presión a cada paso que daba en dirección este. Finalmente, cedió y emergió en las colinas Gadrobi. Era mediodía, y medía legua al frente cabalgaba el grupo del portador de la moneda. Redujo distancias rápidamente hasta situarse a poco más de cien varas detrás de ellos, envuelta en sombras todo el camino, lo cual cada vez le resultaba más complejo. Eso sólo podía significar una cosa: había un t’lan imass cerca.

¿Hacia qué, o hacia quién, cabalgaba el portador de la moneda? ¿Habría errado Lástima en sus cálculos? ¿Eran agentes del Imperio de Malaz? Esa posibilidad parecía contraria a los intereses de Oponn, pero lo cierto era que no se le ocurría otra alternativa.

Aquél, pensó, iba a ser un día de lo más interesante.

El grupo se hallaba a cincuenta varas, remontando la ladera de una colina. Ganaron la cima y desaparecieron brevemente de su vista. Apretó el paso y oyó el ruido de lucha procedente de la cima, una lucha para la que alguien había desnudado la otaralita.

Sintió rabia en su interior. Tenía un recuerdo relacionado con la otaralita, un recuerdo muy personal. Con suma cautela buscó un punto desde el cual pudiera observar lo que sucedía en la cima.

El combate había sido muy breve, y el grupo del portador de la moneda parecía totalmente derrotado. De hecho, sólo el muchacho seguía en pie frente a una mujer alta y esbelta que esgrimía una espada de otaralita.

Lástima reconoció a la Consejera Lorn. Estaba en mitad de una misión (de lo que no le cupo la menor duda) en representación de su querida emperatriz, una misión que incluía a un t’lan imass, a quien no podía ver pero que no se hallaba muy lejos. Pudo oír la conversación. Si el grupo del muchacho no estaba formado por agentes del Imperio, entonces quizá su jefe en Darujhistan había percibido la presencia del imass y los había enviado a investigar.

Más tarde, averiguaría la naturaleza de la misión de la Consejera. En ese momento, no obstante, había llegado el momento de matar al portador de la moneda. La cercanía del imass aumentaba sus posibilidades de éxito. Ni siquiera los poderes de Oponn podrían superar la influencia de la senda Tellann. Asesinar al muchacho sería fácil. Lástima aguardó y luego sonrió al ver que la Consejera Lorn se retiraba en dirección norte.

En cuestión de unos instantes, tendría en sus manos la moneda de Oponn. Y ese día, un dios podía morir.

En cuanto Lorn se halló lo suficientemente lejos, Azafrán se acercó corriendo al guerrero. Lástima se incorporó con lentitud, y luego se acercó a ellos, garrote en mano y en silencio.

Los Mastines volvieron a aullar, y sus aullidos parecían provenir de todas partes. Mechones se acuclilló, indeciso.

—Vas a tener que esperar un poco para morir, capitán —dijo a Paran—. No tengo intención de permitir que se precipiten las cosas. No, quiero disfrutar de tu muerte.

Sudaba la mano con que empuñaba a Azar. Paran se encogió de hombros. Para su sorpresa, lo cierto era que le importaba poco. Si los Mastines llegaban y descubrían que Mechones había desaparecido, probablemente pagarían con él su frustración, y eso sería el punto y final.

—Lamentarás haber dejado escapar esta oportunidad, Mechones. Te esté o no destinada la magia de esta espada, tenía muchas ganas de partirte en dos con ella. ¿Crees que tu magia podía medirse con mi odio? Hubiera sido estupendo probarlo.

—¡Oh, una muestra repentina de coraje! ¿Qué sabrás tú del odio, capitán? Cuando vuelva te demostraré precisamente de qué es capaz el odio. —La figura de madera hizo un gesto, y una grieta se abrió en pleno aire a una docena de pasos exhalando un fétido olor—. Mocoso tozudo —masculló Mechones—. Hasta pronto, capitán. —Y se dirigió corriendo a la grieta.

En la choza, la sonrisa torcida de Ben el Rápido adquirió un tinte de ferocidad. Esgrimió la daga con la mano derecha y, con un único movimiento fluido, cortó los tensos hilos que unían las varillas.

—Adiós, Mechones —siseó.

Paran abrió los ojos desmesuradamente al ver a la marioneta caer de bruces. Al cabo de un instante, Mechones profirió un grito.

—Diría que alguien acaba de cortarte los hilos, Mechones.

Los Mastines se acercaban. No tardarían nada en llegar.

—¡Tu vida, capitán! —exclamó Mechones—. ¡Arrójame a la senda y tu vida te pertenecerá, te lo juro!

Paran se apoyó en la espada sin responder.

—Peón de Oponn —espetó Mechones—. ¡Escupiría sobre ti si pudiera! ¡Escupiría en tu alma!

Tembló la tierra y, de pronto, unas sombras enormes se movieron alrededor de Paran y se cernieron en silencio sobre la inmóvil marioneta. Paran reconoció a Yunque, el Mastín al que había herido. Sintió la espada en sus manos, la cual respondía al desafío con un temblor acucioso que se transmitía a sus brazos. Yunque volvió la cabeza en su dirección al pasar por su lado, y Paran vio la promesa en sus ojos. El capitán sonrió. Si hay algo capaz de atraer a Oponn, es la lucha que está a punto de empezar.

Mechones gritó una última vez, y entonces los Mastines se abalanzaron sobre él.

Una gran sombra cruzó la colina. Al levantar la mirada, Paran vio un gran cuervo sobrevolar su posición. El ave graznó enfadada.

—Lo siento —le dijo Paran—, no creo que los restos sean de tu agrado.

Tres Mastines empezaron a desgarrar la madera astillada, lo único que quedaba de Mechones. Los restantes cuatro Mastines, encabezados por Yunque, se volvieron hacia Paran.

El capitán levantó la espada y adoptó la guardia.

—Vamos, adelante. A través de mí llegaréis al dios que me utiliza, aunque sea una vez, dejad que la herramienta se revuelva en manos de Oponn. Vamos, Mastines, tiñamos de sangre esta tierra.

Las criaturas formaron un abanico a su alrededor, con Yunque en medio.

Paran sonrió de oreja a oreja.

Acércate, Yunque. Estoy cansado de que me utilicen, y la muerte ya no me parece tan temible ahora. Acabemos de una vez.

Algo pesado lo aplastó, como si una mano hubiera caído del cielo e intentara hundirlo en la tierra. Los Mastines dieron un respingo. Paran trastabilló, incapaz de respirar, mientras una súbita oscuridad se extendía por el borde de su campo de visión. El suelo gruñó a sus pies, y la hierba amarilla de la llanura se arrugó totalmente. Luego cesó la presión y un aire gélido volvió a llenar sus pulmones. Al percibir su presencia, el capitán giró sobre los talones.

—A un lado —dijo un hombre de piel negra, alto y con el pelo blanco, mientras lo apartaba para encarar a los Mastines. Paran estuvo a punto de soltar la espada. ¿Un tiste andii?

El hombre llevaba un enorme espadón a la espalda. Se situó ante los Mastines, sin hacer ademán de empuñar el arma. Los siete se habían colocado ante él, pero rebullían inquietos observando con cautela al recién llegado.

El tiste andii se volvió a Paran.

—Fuera lo que fuese que hiciste para atraer la atención de los dioses, no fue buena idea —dijo en malazano.

—Nunca aprenderé —replicó Paran.

—En tal caso, somos como dos gotas de agua, mortal —sonrió el tiste andii.

¿Mortal?

Los Mastines se movían con inquietud; gruñían y lanzaban dentelladas al aire. El tiste andii los observó unos instantes, antes de decir:

—Ya está bien de tanto entrometerse. Te estoy viendo, Cruz —dijo a un Mastín de tiñoso pelaje marrón, cubierto de cicatrices y de ojos amarillentos—. Reúne a los tuyos y largaos. Decidle a Tronosombrío que no toleraré su interferencia. La batalla contra Malaz sólo me corresponde a mí. Darujhistan no es para él.

Cruz era el único Mastín que no gruñía. En silencio, sostenía imperturbable la mirada del tiste andii.

—Ya has oído mi advertencia, Cruz. —Lentamente, volvió su atención hacia el capitán—. Yunque te quiere muerto.

—Es el precio que he de pagar por haberme apiadado de él.

El tiste andii enarcó una ceja.

—¿Ves esa cicatriz que tiene?

—Cometiste un error, mortal. Debes terminar lo que empezaste.

—La próxima vez. Y ahora ¿qué?

—De momento, mortal, les atrae más la perspectiva de matarme a mí que a ti.

—¿Y qué posibilidades tienen de lograrlo?

—La respuesta a esa pregunta es evidente. ¿Acaso no has reparado en el tiempo que llevan titubeando, mortal?

Los Mastines atacaron con una rapidez que Paran jamás imaginó. Le dio un vuelco el corazón al ver el torbellino que se abalanzó sobre el tiste andii. Al retroceder el capitán, un puño de oscuridad estalló tras sus ojos, un chasquido de cadenas enormes, un crujir de gigantescas ruedas de madera. Cerró con fuerza los ojos para combatir el dolor lacerante, y al cabo hizo acopio de fuerzas para abrirlos y ver que el combate había terminado. El tiste andii empuñaba el espadón y por la superficie negra de la hoja resbalaba la sangre, una sangre que bullía y que pronto se tornó ceniza. Dos Mastines yacían inmóviles, uno a cada lado. Un soplo de viento barrió el lugar con un sonido similar al de una exhalación, que hizo temblar la hierba.

Paran vio que uno de los Mastines casi había sido decapitado, mientras que el otro presentaba una profunda herida en el pecho. No parecía una herida mortal, pero los ojos de la criatura, uno azul y el otro amarillo, miraban al cielo sin ver.

Cruz dio un gañido y los otros recularon.

Paran sintió el regusto de la sangre en la boca. Escupió y, al llevarse la mano a la mandíbula, pudo comprobar que le sangraban los oídos. El dolor de cabeza cedía. Levantó la mirada en el preciso instante en que el tiste andii se acercó a él. Lucía la muerte en la mirada, y Paran retrocedió un paso e hizo ademán de levantar la espada, aunque el esfuerzo se cobró todas sus fuerzas. Observó al tiste andii, sin comprender por qué sacudía la cabeza.

—Por un momento, pensé… No, ya no veo nada…

Paran pestañeó para aclarar el velo de lágrimas que le cubrían los ojos; luego se secó las mejillas. Vio que aquellas lágrimas tenían un tono rosáceo.

—Acabas de matar a dos Mastines de Sombra.

—Los otros se retiraron.

—¿Quién eres?

El tiste andii no respondió, pues había devuelto la atención a los Mastines.

A su espalda, una nube de sombra se formaba en el aire, honda y más densa en el centro. Al cabo, se disipó y una figura negra, embozada y traslúcida, ocupó su lugar con las manos metidas en las mangas. Las sombras dominaban lo que fuera que ocultaba la capucha.

El tiste andii bajó el arma y apoyó la punta en el suelo.

—Se les advirtió, Tronosombrío. Quiero dejar bien clara una cosa. Puede que estés a mi altura, sobre todo si la Cuerda anda cerca. Pero te prometo que será doloroso, y hay quienes querrán vengarme. Tu existencia, Tronosombrío, podría volverse… difícil. Aún no he perdido el temple. Retira la influencia de tu reino de mis asuntos y dejaré las cosas tal como están.

—Nada tengo que ver —respondió Tronosombrío en voz baja—. Mis Mastines encontraron la presa que buscaban. La caza ha terminado. —El dios inclinó la cabeza para observar a las dos criaturas muertas—. Terminado para siempre, al menos para Doan y Ganrod. —Tronosombrío levantó la mirada—. ¿No hay manera de soltarlos?

—Ninguna. Ni para aquellos que puedan buscar venganza.

Un suspiro escapó a la oscuridad que embozaba el rostro del dios.

—Ay, en fin. Como ya he dicho, nada tengo que ver. No obstante, la Cuerda sí.

—Llámalo al orden —ordenó el tiste andii—. Ahora.

—Se llevará un disgusto terrible, Anomander Rake. Sus planes se extienden mucho más allá de Darujhistan, pues pretende alcanzar el mismísimo trono de Malaz.

Anomander Rake… Paran recordó las convicciones de Velajada tras la lectura que hizo de la baraja de los Dragones. El caballero de la Gran Casa de Oscuridad, hijo de la Oscuridad, el señor de la espada negra y sus mortíferas cadenas. Regente de Engendro de Luna, o eso pensaba ella. Lo vio venir. Este preciso instante, el choque entre Sombra y Oscuridad, la sangre derramada…

—Libro mis propias batallas —gruñó Rake—. Y prefiero enfrentarme a Laseen por el trono malazano que a un siervo de Sombra, de modo que avísalo.

—Una última cosa —dijo Tronosombrío, a quien se le escapó una risilla—. Que conste que no soy responsable de las acciones que la Cuerda pueda emprender en tu contra.

—Convéncelo de cuál es el camino más sensato a seguir, Tronosombrío —advirtió Rake, en cuyo tono había también un atisbo de humor—. No tengo paciencia para tus juegos. Si me veo hostigado, ya sea por ti, los Mastines o la Cuerda, no haré distinciones. Asaltaré el reino de Sombra, y te conmino a que intentes detenerme.

—Te falta sutileza —reprochó el dios con un suspiro—. De acuerdo. —Hizo una pausa y las sombras empezaron a girar en espiral a su alrededor—. Lo he llamado al orden. De hecho, lo he extraído por la fuerza. El terreno es tuyo de nuevo, Anomander Rake. El Imperio de Malaz es todo tuyo, al igual que Oponn —añadió Tronosombrío.

—¿Oponn? —Rake volvió lentamente la cabeza y de nuevo el capitán tuvo ocasión de mirar sus fríos ojos azules. A Paran se le cayó el alma a los pies. El tiste andii observó la espada de Oponn, y luego miró de nuevo a Tronosombrío—. Ve —dijo—. El asunto queda zanjado.

—Por ahora —advirtió el dios. Acto seguido, levantó las manos y las sombras lo engulleron. Los Mastines supervivientes se agruparon y dejaron a los suyos en el lugar donde yacían muertos. Las sombras adquirieron mayor densidad, se volvieron opacas y devoraron por completo a quienes se habían refugiado en ellas. Cuando se dispersaron, el señor de Sombra y sus Mastines habían desaparecido.

Paran contempló al tiste andii, vuelto a él. Al cabo, el capitán se encogió de hombros.

—¿Eso es todo? —preguntó Rake, algo sorprendido—. ¿No vas a decirme nada? ¿Hablo directamente con Oponn? Me pareció captar una presencia antes, pero cuando busqué con mayor atención… nada. —Rake cambió la espada de mano y levantó la punta—. ¿Te ocultas ahí dentro, Oponn?

—No que yo sepa —respondió Paran—. Parece ser que Oponn me salvó la vida o, más bien, me devolvió a la vida. No tengo idea de por qué lo hizo, pero me han dicho que me he convertido en instrumento de Oponn.

—¿Viajas a Darujhistan?

Paran asintió.

—¿Puedo acercarme? —preguntó Rake envainando el acero.

—¿Por qué no?

El tiste andii se acercó a él y le puso la mano en el pecho. Paran no sintió nada. Rake se apartó.

—Puede ser que Oponn habitara tu interior en el pasado, pero por lo visto los Mellizos se han retirado ya. Veo su huella, pero ningún dios te controla, mortal. —Titubeó—. Te trataron con… poca delicadeza. Si Caladan Brood estuviera aquí podría curar eso. En fin, ya no eres el instrumento de Oponn. —Los ojos del tiste andii siguieron siendo azules, pero se aclararon para reflejar la tonalidad del cielo—. No obstante, tu espada sí lo es.

Se oyó un graznido cerca; al volverse ambos, vieron a un gran cuervo posado en uno de los cadáveres de los Mastines. El animal procedió a picotear un ojo y engullirlo. Paran contuvo una fuerte sensación de náusea.

La enorme ave anadeó hacía ellos.

—La espada de este hombre, señor —dijo el cuervo—, no es el único instrumento de Oponn, me temo.

Paran sacudió la cabeza; lo único que le sorprendía más que aquello era comprobar que nada le sorprendía ya. Envainó la espada.

—Continúa, Arpía —ordenó Rake.

La gran cuervo inclinó la cabeza en dirección a Paran.

—¿Aquí, mi señor?

—Mejor no —respondió Rake frunciendo el ceño. Se volvió de nuevo al capitán, a quien dijo—: Aférrate a esa espada hasta que cambie tu suerte. Cuando eso suceda, y si sigues con vida, rómpela o dásela a tu peor enemigo. —Una sonrisa torcida cruzó por su rostro—. Hasta ahora, diría que tu suerte sigue intacta.

—¿Puedo marcharme? —preguntó Paran. Anomander Rake asintió.

El capitán miró a su alrededor y luego se alejó caminando a buen paso, en busca del caballo.

Poco después, Paran acusó el peso de lo sucedido y cayó de rodillas. Toc había muerto. Lo había arrastrado en aquella insensata búsqueda por la llanura. Elevó la mirada al cielo, pero nada vieron sus ojos. Había llamado enemigo a Mechones. Había hecho de la muerte de la Consejera el mayor objetivo de su vida. Como si ambos empeños bastaran para justificar la angustia que sentía, como si pudieran compensar el dolor de la pérdida. El demonio habita en mí.

Oponn había sido «poco delicado», pero ¿qué había querido decir Rake con eso? ¿Acaso me ha pertenecido alguno de esos pensamientos? Mírame: cada paso que doy parece una búsqueda desesperada por dar con un culpable, con cualquiera excepto yo. He convertido en una excusa el hecho de ser el instrumento de un dios, una justificación para no pensar, para reaccionar con simpleza. Y otros han muerto por ello.

Rake también dijo: «Termina lo que empieces». Más tarde tendría que encargarse de sus propios demonios. No habría vuelta atrás. No obstante, había errado al creer que aquello que planeaba pondría punto y final a su dolor. Añadir la sangre de Lorn a las manos manchadas no le ayudaría a lograr lo que tanto ansiaba.

Paran se levantó y recogió las riendas de los caballos supervivientes. Los condujo de vuelta al lugar donde se había desatado todo. El tiste andii había desaparecido, pero los Mastines seguían ahí, bultos negros e inmóviles en la hierba amarilla. Dejó caer las riendas y se acercó a uno. El corte en el pecho aún sangraba. Se acuclilló y acarició el pelaje del animal con la mano. Mira adónde te lleva el ansia de matar. Por el aliento del Embozado, pero si era un espléndido animal. Se manchó de sangre. El capitán retrocedió al tacto, pero lo hizo demasiado tarde. Sintió un hormigueo en el brazo y se sumió en la oscuridad, en un lugar donde se oía un rumor de cadenas.

Paran se encontró caminando, y no estaba solo. A través de la oscuridad logró distinguir sombras por doquier, todas ellas cargadas de pesadas cadenas de hierro, encorvadas como si arrastraran un gran peso. El suelo a sus pies era totalmente yermo. Por encima de sus cabezas no había más que oscuridad. Bajo el constante crujir de cadenas había un sonido más hondo que Paran sentía reverberar en la suela de la bota. Solo y desencadenado, cayó hacia la fuente de ese sonido, y pasó junto a otras sombras encadenadas, muchas de las cuales no eran humanas. Apareció una silueta tosca, cabeceando. Era un carromato, tenía un tamaño inverosímil y sus ruedas de madera sobrepasaban la altura de un hombre. Impulsado por un deseo insaciable de descubrir qué llevaba, Paran se acercó.

Una cadena le azotó el pecho y le hizo caer. Un aullido lacerante resonó sobre él. Las garras tomaron su brazo izquierdo y tiraron de él con intención de clavarlo en el suelo. La cadena le alcanzó en la espalda. Forcejeó mientras sentía el tacto de un hocico frío y húmedo, mientras la bestia descargaba furiosas dentelladas bajo la barbilla. Se abrieron las fauces, se deslizaron alrededor de su cuello y, finalmente, estrecharon el cerco sobre su piel.

Paran yacía totalmente inmóvil, a la espera de que la bestia cerrara las fauces con un último chasquido. En lugar de ello, las apartó. Se encontró mirando los ojos de un Mastín, uno azul, el otro castaño. Un enorme collar de acero le rodeaba el cuello. La bestia se hizo a un lado. La cadena que tenía debajo se tensó, lo cual arrojó a Paran de nuevo al suelo, y en ese momento sintió más que escuchó el gruñido del carromato, inclinado de lado, mientras él se hallaba despatarrado en el camino que había de recorrer una de las ruedas de madera.

Una mano tiró del broche de la capa y lo arrastró fuera de peligro. El capitán se puso rápidamente en pie.

—Cualquier hombre que se haya ganado la clemencia de los Mastines y pasee por aquí desencadenado es alguien con quien merece la pena hablar. Camina conmigo.

La sombra de una capucha ocultaba las facciones del extraño. Era un hombre grandote, vestido con harapos. Después de soltar a Paran, siguió tirando de su cadena.

—Nunca antes se había sometido esta prisión a tan dura prueba —dijo gruñendo. Lanzó luego un silbido cuando el carromato sufrió un nuevo tirón ante los desesperados intentos por escapar de los Mastines—. Me temo que van a volcarlo.

—¿Y si lo logran?

El rostro se volvió hacia él por un instante; en la oscuridad, Paran creyó ver el brillo de la dentadura.

—Pues más nos costará tirar de él.

—¿Dónde estamos?

—En la senda dentro de la espada. ¿Acaso Dragnipur no te arrebató la vida?

—De haberlo hecho, ¿no estaría también encadenado?

—Muy cierto. Entonces, ¿qué haces aquí?

—No lo sé —admitió Paran—. Vi a los Mastines caer ante la espada de Rake. Luego toqué la sangre de una de las criaturas muertas.

—Eso explica su confusión. Te creyeron uno de los suyos, al menos al principio. Hiciste bien en rendirte al desafío de ese Mastín.

—Querrás decir que hice bien al asustarme tanto que ni siquiera pudiera moverme.

El extraño rió.

—Como quieras.

—¿Cómo te llamas?

—Los nombres carecen de significado. Rake me mató. Hace mucho. Con eso basta.

Paran guardó silencio. La eternidad, aquí encadenada, tira por siempre de las cadenas. Y yo voy y le pregunto el nombre. ¿Bastará con una disculpa?

El carromato dio unos botes tremendos; las ruedas levantaban la tierra. Caían las sombras entre los gemidos y los furiosos aullidos de los Mastines.

—Por el aliento de Gethol —masculló el extraño—. ¿Acaso no callarán nunca?

—No creo que lo hagan —respondió Paran—. ¿Pueden romperse las cadenas?

—No. Nadie lo ha logrado hasta el momento, y aquí incluso hay dragones. Aunque esos Mastines… —Lanzó un suspiro—. Es asombroso, pero echo de menos la paz que había antes de que llegaran.

—Quizá pueda ayudar.

El extraño rió de nuevo.

—Claro, cómo no, adelante.

Paran se apartó de él y se acercó a los Mastines. No tenía ningún plan. Pero soy el único desencadenado. El solo pensamiento lo hizo pararse y sonreír. Desencadenado. No soy el instrumento de nadie. Continuó maravillado. Pasó junto a algunas figuras que avanzaban paso a paso, algunas de ellas en silencio, otras mascullando insensateces. Ninguna de ellas levantó la cabeza para mirarlo al pasar. Lo alcanzó el rumor grave de una respiración animal.

—¡Mastines! —voceó—. ¡Yo os ayudaré!

Al cabo, aparecieron en la penumbra. La sangre cubría sus lomos y pechos, la carne hecha jirones, lacerada en los cuellos. Los Mastines temblaron, los músculos asomaban en los costados. Sus ojos, a la altura de los de Paran, sostuvieron su mirada como obnubilados, indefensos en la pena que asfixiaba sus corazones. Extendió un brazo hacia el de los ojos de tonos distintos.

—Voy a examinar el collar, a ver si encuentro una tara.

La bestia caminó a su lado porque no podían dejar de avanzar, ya que el carromato nunca se detenía. Paran se inclinó sobre el Mastín, para examinar el collar en busca de una junta, pero no tenía. En el lugar donde se unía la cadena, el eslabón y el collar parecían una sola pieza. Aunque tenía escasos conocimientos de herrería, pensó que ese punto presentaría cierta debilidad, pero lo cierto era que al tacto parecía todo lo contrario. El hierro ni siquiera presentaba mellas.

Paran repasó la cadena, apartándose del costado del Mastín. Se detuvo al reparar en que la otra bestia observaba todo cuanto hacía, pero enseguida continuó. Desde el animal al carromato había unos setenta brazos de cadena y recorrió con las yemas de los dedos todos y cada uno de los eslabones en busca de un cambio en la solidez del acero, signos de calor, mellas. Pero no había nada. Nada. Llegó junto al carromato. La rueda tras la cual caminaba él era de madera sólida, un palmo de grosor, mellada, sí, pero sin ninguna otra peculiaridad. La pared posterior hacía unas seis o siete varas de altura. Las paredes de los costados, hechas de tablones de madera color hueso, mostraban huecos por los que cabía un dedo. Paran dio un respingo al ver los dedos esqueléticos que asomaban por las junturas, dedos que se agitaban sin cesar.

Le llamó la atención la estructura que soportaban los tablones. La madera era negra y relucía, puesto que la habían cubierto de una capa de brea. Los extremos de las cadenas penetraban en ella, incontables, y desaparecían en la madera. Al tacto la estructura parecía sólida, aunque era como si los eslabones de las cadenas la atravesaran. Fuera lo que fuese lo que los tenía sujetos, quedaba más allá de la estructura del carromato. Paran llenó de aire frío y rancio los pulmones y se agachó debajo del carromato.

El través medía unos doce palmos de grosor, y el agua de la condensación goteaba bajo la superficie embreada como una lluvia infinita. En el interior, Paran volvió a encontrar las cadenas, cuyo recorrido continuaba bajo el carromato. Aferró una de ellas y la siguió. Los eslabones se enfriaban al igual que el aire que respiraba. No tardó en soltar la cadena; tenía quemaduras en la mano debido al frío. La lluvia que caía bajo el carromato lo hacía en forma de esquirlas de hielo. Dos pasos más allá, las cadenas se encontraban y eran engullidas por un pozo suspendido de absoluta oscuridad. El frío surgía del pozo a un ritmo intermitente. Paran no pudo acercarse más.

Maldijo frustrado al situarse justo enfrente del agujero. No tenía ni idea de qué podía hacer a continuación. Aunque lograra romper una cadena, ignoraba cuáles pertenecían a los Mastines. Respecto a los demás… Anomander Rake parecía un ser justo, aunque su justicia pudiera ser fría. Partir una de esas cadenas podía desatar horrores ancestrales sobre los reinos de los vivos. Incluso el extraño con el que había conversado pudo ser un tirano en el pasado, una horrible dominación.

Paran desenvainó a Azar. Al asomar la espada de la vaina, se movió libremente en su mano. El capitán sonrió cuando sintió las descargas de terror que la espada transmitía a todo su brazo.

—¡Oponn! ¡Queridos Mellizos! ¡Yo os llamo ahora! ¡Ahora!

El aire tembló. Paran tropezó con alguien que lanzó una sarta de maldiciones. Envainó la espada y se agachó para ayudarlo a ponerse en pie y, al hacerlo, sus dedos se cerraron en un brocado. Puso al dios en pie.

—¿Por qué tú? Yo quería a tu hermana.

—¡Qué locura, mortal! —exclamó furioso el Mellizo—. ¡Invocarme en este lugar! Tan cerca de la reina de Oscuridad, ¡aquí dentro de una espada matadioses!

Paran lo sacudió. Poseído por una furia insensata, el capitán sacudió a un dios. Escuchó el aullido de los Mastines y contuvo un súbito deseo de sumar su voz a los aullidos.

El Mellizo, asomado el terror a sus ojos febriles, arañó a Paran.

—¿Qué…? ¿Qué estás haciendo?

Paran se quedó inmóvil, pues habían llamado su atención dos de las cadenas, que habían aflojado la tensión.

—Se acercan.

El carromato dio un salto y se inclinó como nunca lo había hecho antes. El estruendo del golpe lo llenó todo por completo, con su lluvia de madera y hielo.

—Tienen tu rastro, Mellizo.

El dios lanzó un gritito y atacó a Paran con los puños crispados, le arañó y pataleó, pero el capitán se mantuvo firme.

—No la suerte que tira —dijo escupiendo sangre—. La suerte que… empuja.

El carromato volvió a alzarse y caer, las ruedas se impulsaron en el aire y luego cayeron creando un estruendo que reverberó en el lugar. Paran no tenía tiempo para preguntarse a qué obedecía la furia que lo inundaba, una fuerza suficiente como para contener a un dios. Simplemente se mantuvo imperturbable.

—¡Por favor! —rogó el Mellizo—. ¡Cualquier cosa! ¡Sólo tienes que nombrarlo! Cualquier cosa que obre en mi poder.

—Las cadenas de los Mastines —dijo Paran—. Rómpelas.

—No… ¡No puedo!

El carromato se tambaleó entre los crujidos de las astillas. Paran arrastró al Mellizo cuando se puso de nuevo en marcha.

—Piensa en un modo de hacerlo —dijo—. O los Mastines te alcanzarán.

—No, no estoy seguro, Paran.

—¿Cómo? ¿No estás seguro de qué?

—Ahí dentro —respondió el Mellizo, señalando el agujero oscuro—. Las cadenas permanecen firmes dentro de… dentro de la senda de Oscuridad, en Kurald Galain. Si entraran… No sé, no puedo asegurarlo, pero las cadenas podrían desaparecer.

—¿Cómo van a entrar?

—Podría ser que salieran de una pesadilla para adentrarse en otra.

—Peor no será, Mellizo. Acabo de preguntarte cómo.

—Cebo.

—¿Qué?

—Como has dicho, se acercan. Pero, Paran, debes soltarme. Debes acercarme al portal, pero por favor, por lo que más quieras, en el último instante…

—Te suelto.

El dios asintió.

—De acuerdo.

Los Mastines golpearon de nuevo el carromato y en esa ocasión lograron meterse por debajo. Sin soltar al Mellizo, Paran giró sobre sí para ver que las bestias se acercaban al trote en la oscuridad. El cautivo lanzó un grito.

Los Mastines saltaron.

Paran soltó al dios, que cayó de bruces al suelo mientras los Mastines pasaban encima de él en mitad del salto. El Mellizo desapareció. Los Mastines desaparecieron también en el portal. Lo hicieron en silencio, y luego no quedó ni rastro de ellos.

Paran se puso en pie cuando la oscuridad parecía extenderse para engullirlo también a él, no con el aliento del olvido, sino con una brisa que arrastraba cierta calidez y abandono.

Al abrir los ojos se encontró a cuatro patas sobre la hierba amarilla de la llanura, junto al lugar manchado de sangre donde había yacido el cadáver del Mastín. Los insectos zumbaban cerca. Le dolía la cabeza cuando se levantó. El cadáver del otro Mastín también había desaparecido. ¿Qué había hecho? ¿Y por qué? De todas las cosas que el Mellizo había podido ofrecerle… Velajada… Toc el Joven… Claro que traer de vuelta un alma de la puerta del Embozado no era algo que obrara en poder de Oponn. ¿Había liberado a los Mastines? Comprendió que probablemente nunca lo averiguaría.

Trastabilló en dirección a los caballos. Al menos, por un breve espacio de tiempo había estado desencadenado. Había sido liberado, y lo que había hecho había sido por elección propia. Mi propia elección.

Se volvió al sur. Darujhistan y la Consejera me aguardan. Acaba lo que empieces, Paran. Acaba de una vez por todas.

—Maldito inconveniente —gruñó Coll cuando Azafrán terminó de atar el vendaje—. Era buena —añadió—. Sabía exactamente cómo debía actuar. Diría que ha sido adiestrada. Y muy bien, teniendo en cuenta que vestía como una mercenaria.

—Sigo sin entenderlo —admitió Azafrán, que volvió a acuclillarse. Miró a Murillio y a Kruppe. Ambos seguían inconscientes—. ¿Por qué nos ha atacado? ¿Y por qué no me mató?

Pero Coll no respondió. Seguía sentado, mirando al caballo que pacía la hierba a doce pasos de distancia. Había lanzado ya una docena de maldiciones al animal, y Azafrán sospechaba que su relación había quedado, tal como Kruppe lo hubiera expresado, irreversiblemente comprometida.

—¿Qué es eso? —gruñó Coll.

Azafrán comprendió que el otro se refería a algo situado más allá del caballo y frunció el ceño al volverse.

Lanzó un grito, se incorporó de un salto y desenvainó las dagas. Pero el tacón de la bota topó con una piedra y cayó despatarrado en el suelo. Se puso de nuevo en pie, con una de las armas desnuda.

—¡Es ella! —gritó—. ¡La mujer de la barra! ¡Es una asesina, Coll!

—Tranquilo, muchacho —dijo éste—. No parece peligrosa, a pesar de la espada que ciñe. Diantre —añadió enderezándose un poco—, si acaso, lo que parece es perdida.

Azafrán contempló a la mujer, que permanecía de pie en un extremo de la cima.

—Por el aliento del Embozado —masculló. Coll tenía razón. Nunca había visto a nadie tan aturdido, tan totalmente perdido. Ella los miraba a su vez, inmóvil como si estuviera a punto de echar a correr en dirección contraria. Carecía de la confianza que había destilado en la taberna del Fénix, era como si nunca la hubiera poseído. Azafrán envainó la daga.

—¿Y qué hacemos ahora, Coll?

—No sé, tranquilízala. Diría que necesita ayuda.

—Pero si asesinó a Chert —confesó Azafrán—. Vi la sangre en su cuchillo.

—No lo dudo, muchacho —respondió Coll, que miraba a la niña con ojos entornados—, pero esa cría no me parece capaz de matar a nadie.

—¿Crees que no lo veo? —preguntó Azafrán—. Me limito a decirte lo que vi. ¡Ya sé que no tiene sentido!

—Bueno, sea como sea está claro que necesita nuestra ayuda. Así que ve a por ella, Azafrán.

El muchacho levantó ambas manos para protestar.

—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo?

—Vaya si lo sé —respondió Coll con una sonrisa torcida—. Prueba a seducirla.

Azafrán dedicó a su compañero una mirada furibunda y luego se acercó con cuidado a la muchacha. Al verlo, ésta se enderezó y dio un paso atrás.

—¡Cuidado! —advirtió Azafrán, señalando el borde de la cima, que quedaba a espaldas de la niña.

La muchacha vio que estaba al borde de una caída pronunciada. Entonces, por extraño que pudiera parecer, eso la tranquilizó. Dio unos pasos hacia Azafrán, mirándolo a los ojos.

—Así está mejor —murmuró Azafrán—. Todo va bien. ¿Me entiendes? —Se señaló los labios e hizo como que hablaba.

Coll lanzó un gruñido.

La muchacha los sorprendió a ambos hablando en daru.

—Te entiendo —dijo vacilante—. Es curioso. No eres de Malaz y no hablas en malazano. Pero te entiendo. —Frunció el entrecejo—. ¿Cómo?

—¿Malazano? —preguntó Coll—. ¿De dónde eres, niña?

Ella lo meditó unos instantes.

—De Itko Kan —respondió.

—Coño. —Coll rompió a reír—. ¿Y qué vendaval te ha traído aquí?

—¿Dónde está mi padre? —preguntó ella, abriendo los ojos desmesuradamente al recordar—. ¿Qué pasó con las redes? Llevaba el bramante, y la vidente, Riggalai la vidente, la bruja de la cera. La recuerdo… Ella… ¡Ella murió! —La muchacha cayó de rodillas—. Murió. Y luego…

La expresión de Coll era severa, pensativa.

—¿Y luego?

—No recuerdo —susurró la niña mirándose las manos—. No recuerdo nada más. —Y rompió a llorar.

—Por las mil tetas de Gedderone —maldijo Coll entre dientes atrayendo a Azafrán con un gesto de la mano—. Escúchame con atención, muchacho. No nos esperes. Lleva a esta niña a tu tío. Llévasela a Mammot, y rápido.

Azafrán arrugó el entrecejo.

—¿Por qué? No puedo dejaros aquí como si nada, Coll. ¿Quién sabe cuándo despertarán Murillio y Kruppe? ¿Y si vuelve esa mercenaria?

—¿Y qué si lo hace? —preguntó Coll.

Azafrán se sonrojó y apartó la mirada.

—Murillio es un cabrón muy duro, a pesar de todo el perfume que lleva —dijo Coll—. Dentro de nada estará en pie, dispuesto a bailar. Toma a esta niña y llévasela a tu tío, muchacho. Hazme caso, anda.

—Aún no me has dicho por qué.

—Es una corazonada, nada más. —Coll extendió el brazo para ponerlo en el hombro del joven—. A esta niña la poseyeron. Eso creo. Alguien, algo, la trajo aquí, a Darujhistan, y la puso en nuestro camino. La verdad está en el interior de su cabeza, Azafrán, y puede que sea vital. Tu tío conoce a las personas adecuadas, ellos pueden ayudarla, muchacho. Y ahora, ensilla mi caballo. Yo esperaré aquí a que despierten nuestros amigos. Diantre, tampoco puedo caminar. No debería moverme al menos en un par de días. Kruppe y Murillio se encargarán de todo aquí. ¡Vete!

—De acuerdo, Coll —accedió Azafrán tras mirar a la joven—. Volveremos, ambos volveremos a Darujhistan.

—Estupendo —gruñó Coll—. Extiende un petate en el suelo y déjame algo de comida. Luego alejaos de aquí al galope, y si a ese condenado caballo mío le da un soponcio frente a las puertas de la ciudad, pues mejor que mejor. En marcha, muchacho. En marcha.