Capítulo 14

Los vi en las playas,

los profundos abismos de sus miradas

juraban guerra eterna

contra la suspirante calma

de los mares jaghut…

La locura de Gothos

Gothos (n. ?)

Año 907 del Tercer Milenio

Estación de Fanderay en el año de los Cinco Colmillos

Año 1163 del Sueño de Ascua, según el calendario de Malaz

Año de la Reunión, Tellan Arise, según el calendario t’lan imass

A medida que transcurrían los días, la Consejera Lorn recuperaba la agudeza de pensamiento, a la que habían cedido el paso el cansancio y la depresión. Se dio cuenta de lo fácil que era caer en la indiferencia. No sabía cómo tratarlo, lo cual la desequilibraba y la hacía sentirse insegura respecto a su propia eficacia.

Mientras se dibujaba el perfil de las colinas Gadrobi, primero al sur y luego también a poniente, sintió la apremiante necesidad de recuperar su confianza. La misión se acercaba a una encrucijada vital. El éxito con el túmulo jaghut garantizaría el éxito de casi todo lo demás.

Desde el alba cabalgaba en su empeño por mantener intacto el calendario que se había marcado, tras el lento avance de los primeros días. Ambos caballos andaban necesitados de un buen descanso, de modo que Lorn caminaba ahora por delante de ellos, anudadas las riendas al cinto. A su lado lo hacía Tool.

Aunque el t’lan imass hablaba a menudo cuando le obligaba a hacerlo, y lo hacía de muchas cosas fascinantes, se resistía a los esfuerzos de ella respecto a todo cuanto pudiera ser importante para el Imperio, así como al continuado poder de Laseen. Todo parecía siempre volver a los juramentos que había hecho en la última reunión. Para el imass, algo estaba a punto de suceder. Se preguntaba a menudo si estaría relacionado con la liberación de ese tirano jaghut, lo que sin duda constituía una reflexión inquietante.

Aun así, no estaba dispuesta a permitir que nada hiciera peligrar la misión. En esto era el brazo ejecutor de Laseen, y no actuaba por cuenta propia sino por cuenta de la emperatriz. Dujek y Tayschrenn se lo habían puesto de manifiesto. De modo que no representaba ningún papel en ese asunto, al menos no como Lorn. ¿Cómo iba nadie a hacerla responsable de lo que pudiera suceder?

—En los años que pasé con los humanos —dijo Tool a su lado—, he llegado a recordar el suceder de las emociones en el cuerpo y la expresión. Consejera, hace dos días que te veo ceñuda. ¿Tiene importancia?

—No —replicó ella—, ninguna. —Depurar sus pensamientos de cualquier sentimiento particular jamás le había parecido tan difícil como en ese momento. ¿Sería un efecto secundario de la intervención de Oponn? Quizá Tool pudiera librarla de esa sensación—. Tool —dijo—, lo que sí es importante, como tú dices, es que no sé lo suficiente acerca de lo que estamos a punto de hacer. Buscamos una piedra, señal de un túmulo. En caso de que podamos encontrarla, ¿por qué nadie pudo lograrlo antes? ¿Por qué tres mil años de búsqueda no han revelado su paradero?

—Daremos con esa piedra —respondió Tool—. Señala el túmulo, cierto, pero el túmulo no está ahí.

La Consejera arrugó aún más el entrecejo.

—Explícate.

El imass guardó silencio un rato. Al cabo, dijo:

—Nací de una senda ancestral, Consejera, a la que se conoce por el nombre de Tellann. Es más que una fuente mágica; también es un tiempo.

—¿Sugieres que el túmulo existe en otra época? ¿Así es como pretendes dar con ella, recurriendo a la senda Tellann?

—No, no hay tiempo paralelo que sea diferente del que conocemos. Ese tiempo ha pasado, ha desaparecido. Es más un asunto de… gusto. Consejera, ¿puedo continuar?

Lorn apretó los labios con fuerza.

—Los jaghut que enterraron al tirano nacieron de una senda ancestral distinta. Pero el término «ancestral» sólo tiene sentido al comparar con las sendas de esta época. La Omtose Phellack de los jaghut no es «ancestral» cuando la comparamos con la Tellann. Son lo mismo, comparten un mismo gusto. ¿Me entiendes ahora, Consejera?

—Cabrón paternalista —murmuró ella para sí—. Sí, Tool.

El imass asintió y le crujieron los huesos.

—El túmulo no ha sido hallado antes, precisamente porque es Omtose Phellack. Yace en una senda perdida ahora para el mundo. A pesar de ello, soy Tellann. Mi senda linda con Omtose Phellack. Puedo dar con ella, Consejera. Cualquier imass podría. Me escogieron porque no tengo clan. Estoy solo en todos los sentidos.

—¿Y por qué iba a ser eso importante? —preguntó Lorn con el estómago en un puño.

—Consejera —dijo Tool mirándola—. Lo que andamos buscando es la liberación de un tirano jaghut. Un ser como ése, de escapar a nuestro control o en caso de desafiar nuestras indicaciones, es muy capaz de destruir este continente. Puede esclavizar a todos los seres vivos que lo habitan, y lo hará si se le permite hacerlo. Si, en lugar de mí, Logros hubiera escogido a un invocahuesos (y si el tirano fuera liberado), ese invocahuesos hubiera sido esclavizado. Un tirano jaghut es peligroso de por sí, pero un tirano jaghut con un invocahuesos imass a su lado es imparable. Desafiarían a los dioses y acabarían con la mayoría de ellos. También, por no pertenecer a un clan, mi esclavitud —en caso de que ésta se produjera— no abarcaría a quienes son de mi sangre.

Lorn contempló al imass. ¿En qué estarían pensando la emperatriz y Tayschrenn? ¿Cómo podían siquiera albergar la esperanza de controlar a esa cosa?

—En resumidas cuentas, Tool, que eres prescindible.

—En efecto, Consejera.

Por tanto, yo también.

—¿Qué detendrá al tirano? —preguntó—. ¿Cómo podemos controlarlo?

—No podemos, Consejera. Ahí reside el riesgo que corremos.

—¿Qué significa eso?

Tool se encogió de hombros con un audible crujir de huesos bajo las pieles raídas.

—El señor de Engendro de Luna, Consejera. No tendrá más remedio que intervenir.

—¿Es capaz de detener al tirano?

—Sí, Consejera. Es capaz, aunque le costará un gran esfuerzo, lo debilitará. Es más, tiene la capacidad de impartir el único castigo capaz de poner en jaque al tirano jaghut. —Un leve fulgor iluminó por un instante las cuencas de sus ojos cuando la miró—. La esclavitud, Consejera.

Lorn se paró en seco.

—¿Quieres decir que el señor de Luna dispondrá de la ayuda del tirano jaghut?

—No, Consejera. La esclavitud llegará de la mano del de Luna, pero no puede decirse que la controle. Verás, sucede que la emperatriz sabe quién es él y qué posee.

—Es un tiste andii. —Lorn asintió—. Un mago supremo.

Tool soltó una risa desapacible.

—Consejera, es Anomander Rake, hijo de la Oscuridad. El que esgrime a Dragnipur.

Lorn arrugó el entrecejo.

Tool reparó en su confusión e hizo un esfuerzo por explicarse mejor.

Dragnipur es una espada forjada en la edad que precedió a la Luz. Y la Oscuridad, Consejera, es la diosa de los tiste andii.

Al cabo, Lorn recuperó el habla.

—La emperatriz sabe cómo escoger a sus enemigos —reflexionó en voz baja. Fue entonces cuando Tool la alcanzó con otra de sus sorprendentes revelaciones.

—Estoy seguro de que los tiste andii lamentan haber venido a este mundo.

—¿Cómo que vinieron a este mundo? ¿De dónde? ¿Cómo? ¿Por qué?

—Los tiste andii proceden de Kurald Galain, la senda de Oscuridad. Kurald Galain era un páramo, era virgen. La diosa, su madre, sólo conocía la soledad… —Tool titubeó—. Es muy probable que esta historia sea una fábula, Consejera.

—Continúa —pidió Lorn—. Por favor.

—En su soledad, la diosa buscó en el interior de sí misma. Así nació Luz. Sus hijos, los tiste andii, lo consideraron una traición. La rechazaron. Algunos cuentan que los expulsó. Otros, que abandonaron el regazo de su madre por elección propia. Si bien los magos tiste andii utilizan aún la senda de Kurald Galain, lo cierto es que no pertenecen a ella. Algunos incluso se han abierto a otra senda, la de Starvald Demelain.

—Te refieres a la primera senda.

Tool asintió.

—¿Y a qué senda pertenecía Starvald Demelain?

—Fue el hogar de los dragones, Consejera.

Murillio se volvió en la silla y detuvo la mula en el camino polvoriento. Miró al frente. Kruppe y Azafrán ya habían alcanzado la encrucijada de Congoja. Se acarició la frente con el delicado raso del guardapolvos y volvió de nuevo la mirada. Vio a Coll inclinarse de nuevo sobre la silla y vomitar el resto del desayuno.

Murillio suspiró. Era una maravilla verlo sobrio, pero que hubiera insistido en acompañarlos rozaba lo milagroso. Murillio se preguntó si Coll sospecharía algo de los planes de Rallick; pero no, de haber albergado la más mínima sospecha no habría tardado en darles un buen puñetazo a los dos.

Había sido el orgullo de Coll el responsable de que su vida se hubiera convertido en un auténtico desastre, y beber no mejoraba precisamente las cosas. Más bien todo lo contrario. Coll incluso había desempolvado la armadura brigantina, al completo, con espinilleras y grebas de acero. Un espadón colgaba de la cintura, y con la cota de malla y el yelmo parecía un noble caballero. La única excepción era el tono verdoso que había adquirido su cara redonda. También era el único de ellos que había encontrado un caballo, en lugar de las condenadas mulas que Kruppe se había procurado de gorra.

Coll enderezó la espalda en la silla y dedicó una sonrisa cansina a Murillio; luego, espoleó al caballo hasta situarse a su lado. Prosiguieron el viaje sin decir una palabra, llevando las monturas a un galope corto hasta que alcanzaron a los demás.

Como era habitual, Kruppe hablaba de forma ampulosa.

—No más que un puñado de días, asegura Kruppe, inveterado viajero de los eriales que se extienden más allá de la reluciente ciudad de Darujhistan. No hay motivo para tamaña melancolía, muchacho. Considéralo una gran aventura.

Azafrán miró a Murillio y levantó ambas manos en señal de protesta.

—¿Aventura? ¡Ni siquiera sé qué se nos ha perdido aquí! ¿Nadie va a decirme nada al respecto? ¡No puedo creer que aceptara acompañaros!

—Vamos, Azafrán, muchacho —quiso apaciguar Murillio con una sonrisa—. ¿Cuántas veces habrás expresado curiosidad por nuestras constantes entradas y salidas de la ciudad? Pues mira, aquí nos tienes. Todas tus preguntas están a punto de hallar una respuesta.

Azafrán se hundió de hombros.

—Me contasteis que actuabais como agentes de un mercader. ¿Qué mercader? No veo ninguno por aquí. ¿Y dónde están nuestros caballos? ¿Cómo es que Coll es el único que monta un caballo? ¿Cómo es que nadie me ha dado una espada o algo? ¿Por qué…?

—¡De acuerdo! —rió Murillio, levantando una mano—. ¡Basta, por favor! Somos agentes de un mercader —explicó—. Pero la mercancía que tratamos es muy peculiar.

—Y también es un mercader peculiar, sostiene Kruppe con una cálida sonrisa. Muchacho, somos agentes en busca de información que pueda beneficiar a nuestro patrón, que no es otro que el alquimista supremo Baruk.

—¡Baruk! —exclamó Azafrán—. ¿Y no puede permitirse el lujo de procurarnos unos caballos?

Kruppe se aclaró la garganta.

—Bueno, sí. En fin, la verdad es que se produjo una especie de malentendido entre el honesto y valioso Kruppe y el intrigante y trolero capataz del establo. No obstante, Kruppe recibió toda la recompensa, y ahorró a nuestro buen maese nada menos que once monedas de plata.

—Que nunca verá —murmuró Murillio.

—Respecto a eso de la espada, muchacho —continuó Kruppe—, ¿puede saberse para qué la quieres? Ignora al violento y pálido Coll, con todos sus pertrechos de guerra. Es un gesto de simple afectación. Y la ropera de Murillio no es sino un perifollo más, aunque sin duda él se defenderá aludiendo que todas las joyas y esmeraldas engarzadas en la empuñadura facilitan el equilibrio de tan marcial objeto. —Kruppe dedicó una sonrisa la mar de inocente a Murillio—. Nada de eso, muchacho, los auténticos maestros en la obtención de información no necesitan ungirse de tan torpes equipajes metálicos; es más, los despreciamos.

—De acuerdo —gruñó Azafrán—. ¿Qué clase de información buscamos, pues?

—Todo lo que los cuervos puedan ver desde las alturas —dijo Kruppe elevando la mano—. Otros viajeros, otras empresas en las colinas Gadrobi, todo ello de utilidad para la necesidad de nuevas que tiene maese Baruk. Observamos sin ser observados. Aprendemos mientras no somos más que un misterio. Ascendemos a la…

—¿Es que no vas a cerrar nunca la boca? —protestó Coll—. ¿Trajimos los pellejos?

Con una sonrisa, Murillio desató de la silla un cántaro envuelto en una redecilla que tendió a Coll.

—Una esponja embutida en una armadura —dijo Kruppe—. Vean al hombre beber de nuestra agua. Enseguida reaparecerá salina y sucia en su macilenta piel. ¿Qué han hecho de ti los venenos? Kruppe tiembla sólo de pensarlo.

Coll hizo caso omiso de sus palabras y tendió el cántaro a Azafrán.

—Cierra el pico, muchacho —dijo—. Te pagan, y muy bien. Con un poco de suerte no habrá ningún problema. Créeme, en este tipo de empresas la inquietud es lo último que uno desea. Aun así —y se volvió a Murillio—, me sentiría mucho mejor si Rallick estuviera con nosotros.

—Claro —protestó Azafrán—, como no soy más que un figurante segundón, ¿no? ¿Crees que no lo sé, Coll? ¿Crees que…?

—No me digas qué es lo que creo —estalló Coll—. No he dicho en ningún momento que seas un segundón, Azafrán. Eres ladrón, y esa clase de habilidades resultan mucho más útiles que cualquier cosa que yo pueda aportar. Lo mismo va por Murillio. Y en lo que respecta a Kruppe… En fin, sus destrezas no alcanzan más allá de lo que su estómago pueda engullir. Rallick y tú compartís más de lo que creéis, y ésa es la razón de que aquí seas el más cualificado.

—Si exceptuamos la parte pensante, claro —apuntó Kruppe—, que es mi auténtica aportación, aunque no me sorprende que alguien como Coll sea incapaz de apreciar tales habilidades, que sin duda no podrían resultarle más ajenas.

Coll se inclinó sobre Azafrán.

—Te preguntas por qué llevo esta armadura —susurró de modo que todos le oyeran—. Es porque Kruppe está al mando. Cuando Kruppe lleva las riendas, no me siento seguro a menos que vaya pertrechado para la guerra. Si las cosas se tuercen, muchacho, saldréis con vida. —Enderezó la espalda y miró al frente—. Ya lo he hecho antes, ¿verdad, Kruppe?

—Vaya sarta de acusaciones absurdas —resopló Kruppe.

—¿Y qué se supone que debemos buscar? —preguntó Azafrán.

—Lo sabremos cuando lo veamos —respondió Murillio. Señaló con la cabeza las colinas Gadrobi—. Ahí arriba.

Azafrán guardó silencio un buen rato. Al cabo, entrecerró los ojos.

—Las colinas Gadrobi. ¿Vamos en busca de rumores, Murillio?

Murillio dio un respingo, pero fue Kruppe quien se apresuró a responder.

—Pues claro, muchacho. Rumores de rumores. Aplaudo tu astuta conclusión. Veamos, ¿quién tiene ese cántaro de agua? La sed de Kruppe ha ganado en intensidad.

La partida de Lástima por la puerta de Congoja no tuvo nada de especial; no parecía andar con prisas. Seguir el rastro del portador de la moneda era sencillo, y no requería tener al muchacho al alcance de la vista. Percibía a Azafrán y a Kruppe en compañía de otros dos elementos, en el camino, a una legua más allá de Congoja. No parecían llevar mucha prisa.

No le preocupaba la misión o encargo que pudieran tener, pues seguro que tenía por objeto preservar el bienestar de Darujhistan. Al pensarlo, Lástima tuvo la seguridad de que los hombres que conformaban el grupo eran espías y, con toda probabilidad, buenos espías. El dandi, Murillio, era capaz de moverse en los círculos de la alta sociedad con una gran facilidad combinada con el necesario recato, perfecta amalgama para un espía. Rallick, aunque no los acompañara en aquel encargo, era los ojos y oídos de la Guilda de los asesinos, y por tanto cubría otra base de poder. Kruppe pertenecía al mundo de los ladrones y las clases humildes, donde los rumores nacían como las setas en temporada. El tercer hombre era obviamente un soldado, sin duda servía como brazo armado de la partida.

A un nivel mundano, entonces, era un grupo adecuado para proteger al portador de la moneda, aunque insuficiente para impedir que lo matara, sobre todo si el asesino había quedado atrás.

Aun así, había algo que hurgaba en la mente de Lástima, una sospecha indefinida de que el grupo se encaminaba hacia el peligro, un peligro que también la amenazaba a ella. En cuanto Congoja quedó atrás, Lástima apretó el paso. Nada más llegar al camino, abrió la senda de Sombra y se adentró en los raudos vericuetos que la caracterizaban.

La Consejera no veía nada notable en la colina a la que se acercaban. La cima herbosa se veía empequeñecida por otras que la rodeaban. Había unos matorrales alineados ladera arriba entre piedras movedizas. La cima remataba en un llano redondo, con rocas que asomaban aquí y allá.

En lo alto los cuervos volaban en círculo, a tal altura que no eran más que motas en el húmedo cielo gris. Lorn vio a Tool adelantarse; el imass escogió un camino firme hacia el pie de la colina. Ella se hundió de hombros en la silla; se sentía vencida por el mundo que la rodeaba. El calor del mediodía menguaba su fortaleza, y la pereza alcanzaba el pensamiento. No era cosa de Oponn, de eso era consciente. Era el temor acuciante que destilaba el ambiente, la sensación de que lo que hacían estaba mal y que constituía un grave error.

Poner a ese tirano jaghut en manos del enemigo del Imperio, confiar en que el tiste andii llamado Anomander Rake pudiera destruirlo, a cambio, eso sí, del alto precio que tendría que pagar, y facilitar de ese modo una vía a la hechicería de Malaz para, a su vez, aniquilar al hijo de la Oscuridad, le parecía ahora una idea descabellada, propia de una ambición absurda.

Tool llegó al pie de la colina y esperó a que la Consejera se reuniera con él. Lorn vio a los pies envueltos en pieles de Tool una roca gris que asomaba un palmo de la superficie.

—Consejera, ésta es la marca del túmulo que buscamos —dijo el imass.

Ella enarcó una ceja.

—Apenas hay tierra aquí —constató—. ¿Quieres decir que esta piedra se ha erosionado hasta alcanzar el tamaño actual?

—La piedra no se ha erosionado —replicó Tool—. Lleva aquí desde antes de que las capas de hielo cubrieran estas tierras. Aquí estuvo cuando la llanura de Rhivi era un mar interior, mucho antes de que las aguas retrocedieran hasta lo que ahora es lago Azur. Consejera, la piedra es, de hecho, más alta que tú y yo juntos, y lo que tú consideras lecho de roca es pizarra.

Lorn se sorprendió al percibir la nota de enfado que teñía la voz de Tool. Desmontó y se dispuso a trabar los caballos.

—¿Cuánto tiempo permaneceremos aquí?

—Hasta que pase la noche. Con el alba abriré el camino, Consejera.

En lo alto graznaron los cuervos. Lorn inclinó la cabeza y observó las motitas oscuras que sobrevolaban su posición a gran altura. Llevaban días ahí. ¿Tenía eso algo de peculiar? No lo sabía. Se encogió de hombros y desensilló los caballos.

El imass permaneció inmóvil y con la mirada puesta en aquella especie de mojón.

Lorn se dispuso a preparar el campamento. Entre los matorrales encontró madera para hacer un fuego donde poder calentar algo. Estaba seca, deteriorada por la intemperie, y lo más probable era que humeara poco. Aunque no esperaba tener compañía, había hecho de la precaución una costumbre. Antes de que llegara el anochecer, encontró una colina cercana más elevada que las que la rodeaban y subió a la cima. Desde aquella posición, dominaba una vista que abarcaba leguas y leguas en todas direcciones. Las colinas continuaban sucediéndose al sur, y se hundían para dar paso a estepas al sudeste. Al este de ellas se extendía la llanura Catlin, paisaje estéril hasta donde abarcaba su mirada.

Lorn se volvió al norte. Aún podía verse el bosque que habían recorrido hacía unos días; formaba una línea oscura que se espesaba a medida que se acercaba a poniente, a las montañas Thalyn. Se sentó y aguardó a que cayera la noche. Sería entonces cuando más fácil le resultaría divisar otros fuegos.

No importaba que anocheciera, porque hacía el mismo calor asfixiante. Lorn caminó en la cima para estirar las piernas. Encontró restos de antiguas excavaciones, cicatrices abiertas en la pizarra. Pruebas también del paso de los pastores gadrobi, las cuales se remontaban hasta el tiempo en que elaboraban herramientas de piedra. En la ladera sur de la colina el suelo estaba levantado, no porque hubieran buscado un túmulo, sino una cantera: bajo la pizarra había pedernal, de color marrón, afilado y encostrado de blanco yeso.

Invadida por la curiosidad, Lorn decidió investigar más, de modo que se escurrió en la cavidad. En la base del foso había restos de piedras. Se agazapó y cogió un trozo de pedernal. Era la punta de una lanza, a la que habían dado forma manos expertas.

El eco de aquella muestra del avance técnico se hallaba en la espada de calcedonia de Tool. No necesitaba más pruebas para corroborar las aseveraciones del imass. Los humanos venían de los t’lan imass, y era cierto que habían heredado su mundo.

El Imperio formaba parte de ellos, era una herencia que fluía como sangre por los músculos, los huesos y el cerebro humano. No obstante, tal cosa podía muy bien considerarse como una maldición. ¿Estaban destinados a convertirse algún día en una versión humana de los t’lan imass? ¿Era la guerra lo único? ¿Se inclinarían ante ella para jurarle fidelidad eterna, como si no fueran más que instrumentos portadores de muerte?

Lorn se sentó en la cantera y se recostó en la piedra. Los imass habían librado una guerra de exterminio por espacio de cientos de miles de años. ¿Quiénes o qué habían sido los jaghut? Según Tool, habían abandonado el concepto de gobierno, y vuelto la espalda a imperios, ejércitos, a los ciclos ascendentes y descendentes, al fuego y al renacimiento. Caminaron solos, desdeñaron a los suyos, separados de la comunidad, de propósitos mayores que ellos mismos.

Ellos, comprendió, no hubieran empezado una guerra.

—Oh, Laseen —murmuró mientras sus ojos se empañaban de lágrimas—. Sé por qué tememos a ese tirano jaghut. Porque él se volvió humano, se volvió como nosotros, esclavizó y destruyó, y lo malo es que lo hizo mejor que nosotros. —Hundió la cabeza en las manos—. Por eso lo tememos.

Entonces guardó silencio y dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas, se escurrieran entre sus dedos, gotearan en las muñecas. Se preguntó quién lloraba en sus ojos. ¿Lorn o Laseen? ¿O era por toda la especie? ¿Acaso importaba? Esas lágrimas ya habían sido derramadas antes, y volverían a serlo… Por otros como ella y también por otros que no se le parecían. Y los vientos las secarían todas.

El capitán Paran se volvió a su compañero de viaje.

—¿Tienes una teoría al respecto? —preguntó señalando al suelo.

Toc el Joven se rascó la cicatriz.

—Maldito sea si lo sé, capitán. —Y contempló el negro y chamuscado cuervo que yacía en el suelo, ante ellos—. He estado contando, eso sí. Es el decimoprimer pájaro quemado que vemos en las últimas tres horas. Y, a menos que estén cubriendo la llanura Rhivi como si se tratara de una especie de alfombra funesta, diría que estamos siguiendo la pista de alguien.

Paran lanzó un gruñido y picó espuelas. Toc lo siguió.

—Y ese alguien… Bueno, no querría cruzarme con él —continuó—. Los cuervos parecen haber explotado de dentro afuera. Diantre, ni siquiera las moscas se acercan.

—En otras palabras —dijo Paran—, hechicería.

Toc miró con ojos entornados las colinas que se alzaban al sur de su posición. Habían encontrado una senda de leñador que atravesaba el bosque Thalyn, gracias al cual habían logrado recortar unos días de viaje. No obstante, en cuanto retomaron la senda de los mercaderes rhivi toparon también con los cuervos, así como con el rastro de un par de caballos y las pisadas de un hombre que calzaba mocasines. De este último grupo de pisadas tan sólo hacía unos días.

—No sé por qué se mueven con tanta parsimonia la Consejera y ese imass —murmuró Toc, repitiendo las palabras que había pronunciado ya una docena de veces desde que despuntara el día—. ¿Crees que no sabe que algo la está siguiendo?

—Es arrogante —admitió Paran, cuya mano libre reposaba en el pomo de la espada—. Y con ese imass acompañándola, ¿por qué iba a preocuparse?

—El poder atrae el poder —dijo Toc, que volvió a rascarse la cicatriz. Al hacerlo desató de nuevo otro destello luminoso en la mente, un destello que cambiaba por momentos. En ocasiones casi le parecía distinguir imágenes, escenas en la luz—. Condenadas sean las supersticiones de Siete Ciudades —gruñó para sí.

—¿Decías algo? —Paran lo miró extrañado.

—No. —El capitán había apretado el paso. Su obsesión los estaba llevando al límite. Incluso con una montura adicional, los caballos estaban a punto de reventar. Y Toc no podía dejar de pensar en qué sucedería cuando alcanzaran a la Consejera. Obviamente, Paran pretendía hacerlo, espoleado por aquel ánimo de venganza que le había hecho olvidar su anterior plan. Muerta Lorn o arruinados sus planes, el mando de Paran quedaría a salvo. Podría reunirse con Whiskeyjack y el pelotón a su aire. Siempre y cuando éstos siguieran con vida, claro.

A Toc se le ocurrían un millar de defectos en los planes del capitán. El primero de todos era el t’lan imass. ¿Estaría a la altura la espada de Paran? En el pasado, se había recurrido a la hechicería para combatir a los imass con un encono nacido de la desesperación. Pero de nada había servido. El único modo de destruir a un imass era cortarlo en pedazos. Toc no creía que la espada del capitán, por mucho que estuviera tocada por los dioses, pudiera hacerlo, aunque cualquiera intentaba esos días convencer de nada a Paran.

Se detuvieron ante otro cuervo; las plumas las arrastraba el viento, y tenía las entrañas expuestas al sol, brillantes como cerezas. Toc volvió a rascarse la cicatriz, y casi se cayó de la silla cuando una imagen, clara, precisa, irrumpió en su mente. Vio un bulto pequeño moverse a tal velocidad que apenas era un borrón. Los caballos fallaban, y en el cielo se dibujó un rasgón enorme. Sintió una sacudida, como si le hubiera golpeado algo grande y contundente, y el rasgón bostezó, arremolinando la oscuridad que contenía. Toc escuchó el relincho de su propio caballo. Luego desapareció y se encontró de nuevo agarrado con todas sus fuerzas a la perilla.

Paran cabalgaba al frente; no parecía haberse dado cuenta de nada; mantenía la espalda recta y la mirada vuelta hacia el sur.

Toc hizo un esfuerzo por recuperarse, se inclinó y escupió. ¿Qué era lo que acababa de ver? Ese rasgón. ¿Cómo podía el aire abrirse de ese modo? La respuesta se le ocurrió de inmediato: una senda, podría hacerlo una senda al abrirse. Espoleó la montura para alcanzar a Paran.

—Capitán, nos dirigimos a una emboscada.

Paran volvió la cabeza al instante y le dirigió una mirada febril.

—En tal caso, será mejor que te prepares.

Toc abrió la boca para protestar, pero la cerró sin decir una palabra. ¿De qué iba a servir? Descolgó el arco y desembarazó la cimitarra en la vaina; luego puso una flecha en el arco. Miró de reojo a Paran, que había desenvainado la espada y la llevaba desnuda en el regazo.

—Vendrá por mediación de una senda, capitán.

Paran no tuvo necesidad de preguntar a Toc qué le hacía estar tan seguro. Casi parecía furioso.

Toc observó la espada, Azar. La luz gris jugueteaba sobre la brillante superficie de la hoja, a la que arrancaba destellos de agua. De algún modo, a Toc también le parecía dispuesta.