Capítulo 12

Recorre conmigo

el camino del Ladrón.

Escucha en el suelo

su canción.

Cuán claro es su tono

en el traspiés,

mientras te canta en dos.

Canto de Apsalar

Drisbin (n. 1135)

Al tiempo que se pellizcaba una ceja, Kruppe se sentó dispuesto a leer en el estudio de Mammot.

… y en el Advenimiento fue tullido el dios, y así encadenado en el lugar. En el Advenimiento muchas tierras quedaron anegadas por los puños del dios, y las cosas nacieron y las cosas fueron liberadas. Encadenado y mutilado estaba este dios…

Kruppe levantó la mirada del antiguo volumen y puso los ojos en blanco.

—¡Brevedad, Kruppe ruega brevedad! —Y devolvió la atención al manuscrito.

… y cultivó precaución en la revelación de sus poderes. El dios mutilado cultivó la precaución, pero no lo suficiente, porque los poderes de la tierra le encontraron al fin. Encadenado estaba el dios tullido, y encadenado al final fue destruido. Y muchos acudieron para conseguirlo al erial que encarceló al dios tullido. El Embozado, gris peregrino de Muerte, se hallaba entre los allí reunidos, al igual que Dessembrae, por aquel entonces guerrero del Embozado (aunque fue ahí, en ese tiempo, cuando Dessembrae cortó las ataduras del Embozado). También entre los allí reunidos se hallaban…

Kruppe gruñó y se abanicó con las páginas. La lista parecía interminable, minuciosa hasta el absurdo. Entre la relación de los asistentes en parte esperaba encontrar el nombre de su abuela. Finalmente, tres páginas después, halló los nombres que buscaba.

… y entre quienes acudieron procedentes de los cielos abovedados de plata, los tiste andii, moradores de Oscuridad en el lugar anterior a Luz, un total de cinco dragones negros, y en su compañía navegaba Silanah, la de alas rojas, que moraba entre los tiste andii en su Colmillo de Oscuridad, que descendió de los cielos abovedados de plata.

Kruppe murmuró para sí. Un Colmillo de Oscuridad que descendió… ¿Engendro de Luna? ¿Morada de cinco dragones negros y de un dragón rojo? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¿Cómo había llegado Coll a esa misma conclusión? En verdad no siempre estaba borracho, pero incluso antes, cuando se mostraba altivo, nunca le había parecido un sabio.

En tal caso, ¿quién había hablado por sus labios empapados en vino?

—Eso —suspiró Kruppe— tendrá que esperar la debida respuesta. La importancia, sin embargo, de lo que Coll gritó yace en lo que tiene de verdad, y en cómo se relaciona con la actual situación. —Cerró el libro y se puso en pie. Oyó pasos a su espalda.

—Te he traído un té de menta —dijo el anciano que entró en la diminuta estancia—. ¿Te ha resultado beneficioso el Compendio de los reinos de Alladart?

—Beneficioso, sí —respondió Kruppe mientras tomaba agradecido la taza—. Kruppe ha descubierto el valor del lenguaje moderno. Tales diatribas interminables en esos sabios de la Antigüedad suponen una maldición, que Kruppe agradece saber extinta en nuestros tiempos.

—Ja, ja, ja —rió el anciano, tosiendo levemente y apartando la mirada—. En fin, ¿te importa si te pregunto cuál es el objeto de tu investigación?

—En absoluto, Mammot —respondió Kruppe. En las comisuras de los ojos se le formaron arrugas imperceptibles—. Quería encontrar alguna alusión a mi abuela.

Mammot arrugó el entrecejo y asintió.

—Comprendo. En fin, en tal caso no voy a preguntar si has tenido suerte.

—No, por favor, no lo hagas —respondió Kruppe—. La suerte es una compañera de viaje tan temible en estos tiempos, tal como están de torcidas las cosas… Pero te agradezco que comprendas la necesidad de Kruppe de mostrarse circunspecto.

—De nada, de nada. No pretendía… Es decir, sí. Es la curiosidad, compréndelo. Curiosidad intelectual.

Kruppe sonrió con inocencia y sorbió un trago de té.

—En fin —dijo Mammot—, ¿quieres que volvamos al salón y nos solacemos al calor del fuego?

Caminaron en dirección a otra estancia. En cuanto estuvieron sentados, Kruppe estiró las piernas y se recostó en el sillón.

—¿Cómo progresa tu escritura? —preguntó.

—Lentamente —respondió Mammot—, tal como era de esperar, claro.

Parecía que Mammot pensaba en algo, de modo que Kruppe aguardó a que el anciano continuara. Transcurrieron unos instantes de silencio, tras los cuales el tío de Azafrán se aclaró la garganta y prosiguió:

—¿Has visto mucho últimamente a mi querido sobrino?

Kruppe arrugó la frente.

—Hace tiempo —dijo—, Kruppe hizo una promesa a alguien, quien respondía a la identidad del tío de un joven muchacho que descubrió en las calles un patio de recreo de lo más emocionante. Sí, el muchacho soñaba con duelos a espada y oscuras hazañas acometidas en los callejones en aras de princesas embozadas, o de algo por el estilo…

Mammot asentía con los ojos cerrados.

—… Y Kruppe ha mantenido concienzudamente dicha promesa, puesto que también él quiere al muchacho. Y como sucede con cualquier empresa, la supervivencia se mide en la destreza, y así Kruppe ha hecho un hueco al muchacho bajo su ala de seda, no sin cierto éxito, ¿me equivoco?

Mammot sonrió.

—De modo que para responder a la pregunta formulada por su tío, Kruppe responde que sí, que ha visto al muchacho.

Mammot se inclinó hacia delante y clavó en Kruppe una intensa mirada.

—¿Nada peculiar en sus actividades? Me refiero a si te ha hecho preguntas o peticiones extrañas.

Kruppe entornó los ojos y antes de responder tomó otro sorbo de té.

—En resumen, sí. Por ejemplo, pidió la devolución de un refinado surtido de joyas que adquirió hace nada, aludiendo motivos personales. Eso dijo, al menos. Razones personales. Kruppe se extrañó entonces, y de hecho se extraña ahora, mas la sinceridad de su expresión, no, mejor dicho, la intensa sinceridad, a Kruppe le pareció encomiable.

—¡Completamente de acuerdo! ¿Creerás que Azafrán ha expresado interés por recibir una educación formal? No lo entiendo. Ese muchacho anda obsesionado con algo, seguro.

—En tal caso, quizá Kruppe deba resolver este rompecabezas.

—Gracias —dijo Mammot, aliviado—. Preferiría saber de dónde proviene. Tal ambición, y tan súbita… Me temo que no tardará en apagarse. No obstante, si pudiéramos alimentarla…

—Por supuesto —coincidió Kruppe—. Después de todo, la vida ofrece mucho más que el modesto latrocinio.

El rostro de Mammot dibujó una sonrisa torcida.

—Vaya, Kruppe, me sorprende oír esas palabras de tu boca.

—Tales comentarios vale más que queden entre tú y Kruppe. En todo caso, creo que Murillio sabe algo respecto a este asunto. Diría que insinuó algo mientras cenábamos esta noche en la taberna del Fénix.

—¿Sigue bien Murillio? —se interesó Mammot.

—La red que largamos a los pies del muchacho permanece intacta —explicó Kruppe con una sonrisa—. Rallick Nom se ha tomado la responsabilidad muy a pecho. Diría que ve algo de su propia juventud perdida en Azafrán. Su lealtad queda fuera de toda duda y, como bien sabes, es de los que honran las deudas con un brío que haría palidecer a los demás. Exceptuando a Kruppe, por supuesto. Pero ¿es sangre lo que circula por sus venas? A veces uno debe dudarlo.

Mammot había adoptado una mirada vidriosa.

Kruppe se puso tenso. El ambiente destilaba magia. Se inclinó para estudiar a su anfitrión, sentado ante él. Alguien se estaba comunicando con Mammot, y la senda que vibraba en ese momento en la estancia no resultaba ajena a Kruppe.

Se recostó en el sillón, dispuesto a esperar. Al cabo, Mammot se puso en pie.

—Debo reanudar algunas investigaciones —dijo—. En lo que a ti respecta, Kruppe, maese Baruk desea hablar contigo de inmediato.

—Creí percibir la presencia del alquimista —admitió Kruppe, que se levantó con un leve gruñido—. Ah, los rigores de estas condenadas noches nos instan a seguir adelante. Hasta más tarde, Mammot.

—Adiós —se despidió el sabio, que cruzó la estancia con el entrecejo arrugado. Seguidamente, entró en la misma salita donde Kruppe había permanecido largo rato.

Kruppe, por su parte, ajustó los pliegues de la capa. No sabía qué era lo que sucedía, pero había bastado para que Mammot faltara a su sentido de la hospitalidad, y eso de por sí apuntaba a que algo malo había sucedido.

—En fin —murmuró—, en ese caso más vale no hacer esperar a Baruk. Al menos —se corrigió mientras se dirigía hacia la puerta—, no por mucho tiempo. El decoro exige que Kruppe mantenga el sentido de la dignidad. Andará a buen paso, sí. Pero debe andar, puesto que Kruppe necesita tiempo para pensar, para planear, para intrigar, para adelantarse a los acontecimientos, también para desandar algunas de sus reflexiones, para saltar hacia delante con otras, para hacer todo cuanto sea necesario. Antes que nada, Kruppe debe discernir la naturaleza de la mujer que lo siguió, la misma que mató a Chert, la que reparó en que Azafrán había visto sangre en su arma y que, nada más llegar, había identificado en el garbo de Rallick Nom a un asesino. Podría ser la clave de todas las cosas, aún más, puesto que la moneda le había enseñado la cara, aunque sólo fuera por un instante. Kruppe cree que eso nos será devuelto, para bien o para mal. —Se paró a mirar a su alrededor, pestañeando sin cesar—. Como mínimo —masculló—, Kruppe debería abandonar la habitación de Mammot. —Echó un vistazo a la estancia en la que había entrado el sabio. De su interior surgía el rumor de las páginas que el tío de Azafrán pasaba con rapidez. Kruppe suspiró aliviado y luego se marchó.

Arpía encrespó las alas chamuscadas y dio unos saltitos algo inquieta. ¿Dónde se había metido el alquimista? Tenía que atender un millar de cosas antes de que terminara la noche, aunque en verdad no podía pensar en ninguna de ellas. A pesar de todo, no le gustaba que la hicieran esperar.

Se abrió la puerta del estudio y Baruk entró, enfundándose la túnica en su enorme corpachón.

—Mis disculpas, Arpía, me hallaba indispuesto.

Arpía graznó. La hechicería emanaba de él y lo rodeaba como una nube densa de perfume.

—Mi señor lord Anomander Rake me ha ordenado ponerte al corriente de todo lo que le expliqué tras mis aventuras en la llanura de Rhivi —dijo sin más preámbulos.

Baruk se acercó al lugar donde el gran cuervo anadeaba en la mesa de mapas. Allí, el alquimista frunció el entrecejo.

—Te han herido.

—Sobre todo el orgullo. Escucha, pues, mi historia.

Baruk enarcó una ceja. Grave era el humor de la vieja Arpía. Guardó silencio y ella empezó su relato.

—Una pequeña marioneta se acerca procedente del norte, una creación de transmutación del alma, generada gracias a la senda del Caos. Posee un poder inmenso, retorcido, maligno incluso para los grandes cuervos. Ha matado a muchos de los míos, entrando y saliendo de la senda. Lo cierto es que le complacía hacerlo. —Arpía chasqueó el pico en un gesto de rabia, antes de continuar—. Persigue un poder al que no podría acercarme, y sea cual sea éste, la marioneta se dirige hacia las colinas Gadrobi, en lo cual estamos de acuerdo mi señor y yo. El poder busca algo que se halla en esas colinas, pero nosotros no somos de estas tierras. Por ello te traemos estas nuevas, alquimista. Dos fuerzas convergen en las colinas Gadrobi. Mi señor te pide que averigües por qué.

El rostro de Baruk había perdido todo rastro de color. Se volvió lentamente y se acercó a una silla. Al sentarse, acercó las manos a la cara y cerró los ojos. El Imperio de Malaz buscaba algo que no podía controlar, algo enterrado en las colinas Gadrobi. Que una u otra fuerza fuera capaz de liberarlo ya era arena de otro costal. Buscar no era lo mismo que encontrar, y encontrar no equivalía a salirse con la suya.

Arpía lanzó un silbido impaciente.

—¿Qué hay enterrado allí, alquimista?

—Un tirano jaghut encerrado por los propios jaghut. Generaciones de estudiosos y hechiceros han querido encontrar ese túmulo. Nadie ha logrado dar con una sola pista. —Baruk levantó la mirada, con el rostro marcado por la preocupación—. Sé de un hombre, aquí en Darujhistan, que ha reunido todo el conocimiento disponible acerca de esta tumba. Debo entrevistarme con él. No obstante, puedo ofrecer a tu señor lo que te diré a continuación. Hay una piedra en las colinas Gadrobi… Conozco bien su ubicación. Es casi invisible, sólo asoma en el suelo la erosionada punta, quizá mida un palmo. Las otras dos varas se hallan bajo tierra. Pueden apreciarse restos de hoyos y fosas excavadas a su alrededor, todo ello para nada. Si bien la piedra señala el punto inicial, no constituye la entrada al túmulo.

—Entonces, ¿dónde encontrar la entrada?

—Eso no voy a decírtelo. En cuanto hable con mi colega, quizá pueda darte más detalles. Quizá no. Pero el medio por el cual puede accederse al túmulo debe permanecer en secreto.

—¡Eso no nos sirve de nada! Mi amo…

—Es extraordinariamente poderoso —interrumpió Baruk—. Sus intenciones distan de ser claras, Arpía, por mucho que podamos ser aliados. Lo que yace bajo el túmulo podría destruir una ciudad. Esta ciudad. No permitiré que algo así caiga en manos de Rake. Tendrás la ubicación de la piedra, puesto que es allí donde se acercan quienes buscan el túmulo. Tengo una pregunta que hacerte, Arpía. Se trata de la marioneta: ¿estás segura de que persigue ese gran poder?

Arpía asintió.

—Rastrea. Se oculta cuando es necesario. Das por sentado que ambos poderes pertenecen a los de Malaz. ¿Por qué?

—Primero, porque quieren Darujhistan —respondió Baruk tras lanzar un gruñido—. Harán lo que sea necesario para apoderarse de la ciudad. Tienen acceso a ingentes bibliotecas en las tierras que han conquistado. El túmulo jaghut no constituye un secreto por sí mismo. Segundo, has dicho que ambos poderes venían del norte. Sólo pueden venir de Malaz. Disto mucho de saber por qué uno se oculta del otro, aunque no dudo de que existirán facciones enfrentadas en el Imperio. Cualquier entidad política tan considerable como ésa alberga la discordia. Sea como fuere, constituyen una amenaza directa a Darujhistan y, por extensión, a los deseos de tu amo de impedir que el Imperio de Malaz pueda conquistarnos. Siempre y cuando demos por sentado que se trata de intereses de los de Malaz.

—Te mantendremos informado de las actividades que tengan lugar en la llanura de Rhivi. Mi señor decidirá si debe interceptar a esos poderes antes de que alcancen las colinas Gadrobi. —Arpía clavó un ojo en Baruk. Era obvio que estaba molesta—. Ha obtenido poca ayuda de sus aliados. Confío en que se ponga remedio a esto la próxima vez que hablemos.

El alquimista se encogió de hombros.

—Mi primera reunión con Anomander Rake ha constituido mi única reunión con él. La ayuda exige de una comunicación fluida. —Endureció el tono—. Informa a tu amo de que también nosotros compartimos su actual insatisfacción.

—Mi señor ha estado muy ocupado —replicó Arpía aleteando hacia el alféizar.

Baruk observó al ave mientras ésta se disponía a alzar el vuelo.

—¿Ocupado? —preguntó molesto—. ¿Por qué motivo?

—Todo a su tiempo, alquimista —graznó Arpía. Un instante después ya se había marchado.

Baruk maldijo, y con gesto enojado cerró la ventana y echó el cerrojo a los postigos. Hacerlo por medio de la magia y a distancia no era tan satisfactorio como físicamente. Con un gruñido, se levantó y se acercó a la repisa de la chimenea. Se sirvió una copa de vino. Hacía menos de media hora había conjurado un demonio. No era un conjuro demasiado ambicioso: necesitaba un espía, no un asesino. Algo le decía que habría de conjurar criaturas mucho más mortíferas en un futuro cercano. Frunció el entrecejo, luego tomó un sorbo de vino.

—Mammot —susurró mientras accedía a la senda—, te necesito. Sonrió al materializarse una imagen en la cabeza. Una estancia modesta con una chimenea de piedra. Sentado en el sillón, enfrente, vio a Kruppe.

—Estupendo. Os necesito a ambos.

El Mastín que se acercó a Ben el Rápido era ancho y pesado, de pelaje amarillento. Mientras se acercaba al mago, éste vio que también tenía los ojos blancuzcos. La criatura carecía de pupilas. Se detuvo a poca distancia y se sentó.

—Eres la Mastín a quien llaman Ciega. —Ben el Rápido inclinó la cabeza—. Pareja de Baran y madre de Yunque. No vengo a hacer daño. Querría hablar con tu amo.

Escuchó un gruñido a su lado. Lentamente, volvió la cabeza y bajó la mirada. A menos de dos palmos de su pierna derecha se encontraba otro Mastín, cuyo pelaje tenía manchas pardas y negras, con el cuerpo descarnado, lleno de cicatrices y la mirada fija en Ciega.

—Baran —saludó. Otro gruñido respondió al de Baran, proveniente esta vez de la retaguardia del mago. Al volverse vio a un tercer Mastín a una vara de distancia. Era negro y de piel brillante. Mantenía clavados los ojos rojos en él—. Y Shan —constató en voz baja. De nuevo se volvió a Ciega—. ¿Habéis dado con vuestra presa o vais a escoltarme?

Baran se incorporó en silencio a su lado, con los hombros a la altura del pecho del mago. Ciega se incorporó y luego trotó a su izquierda. Se detuvo y volvió la mirada. Ben el Rápido oyó sendos gruñidos a su espalda.

Alrededor de ellos mudaba lentamente el terreno: los detalles se fundían en sombras salidas de la nada y reaparecían sutilmente alterados. En lo que el mago creyó el horizonte, un bosque gris trepó por una colina hasta lo que podía ser una muralla. Esa muralla sustituía el cielo o quizá fuera el cielo, pero a Ben el Rápido se le antojaba demasiado cercana, por muchas leguas que distara del bosque. De nada le sirvió mirar hacia arriba, pues no pudo confirmar ni rebatir esa sensación de que el reino estaba bordeado de una muralla mágica que también parecía hallarse demasiado cerca, casi al alcance de la mano. Negras nubes montaban los vientos que soplaban encima de su cabeza y confundían su percepción de las cosas, lo mareaban.

Otro Mastín se unió a los demás. Éste, un macho, tenía el pelaje gris oscuro, un ojo azul, el otro amarillo. Aunque no se acercó, Ben el Rápido creyó ver que era el más grande de todos ellos, y sus movimientos apuntaban a que estaba dotado de una velocidad mortífera. Lo conocía por el nombre de Doan, primer nacido del líder de la manada, Cruz, y de su primera pareja, Pallick.

Doan trotó junto a Ciega un rato, y luego, cuando llegaron a la cresta de una pequeña elevación, se adelantó al grupo. Al coronar la cima, Ben el Rápido vio adónde se dirigían. Suspiró. Igual que la imagen grabada en el altar en los templos dedicados a Tronosombrío, Fortalezasombría se erigía en la llanura como un enorme trozo de cristal negro, fracturado en planos curvos, rizado en ocasiones, con algunos cantos blancos, brillantes, como pulidos. La superficie mayor que tenían delante (una muralla, supuso) estaba salpicada de manchas, deslustrada, como una corteza, la superficie ajada de la obsidiana.

No había ventanas como tales, aunque muchas de las superficies resbaladizas eran medio traslúcidas, y de su interior parecía surgir un fulgor. Que Ben el Rápido pudiera ver, no había puerta ni entrada ni puente levadizo.

Llegaron, y el mago, sorprendido, lanzó una exclamación cuando Ciega se adentró en la piedra y desapareció. Titubeó, pero al ver que Boran se acercaba para empujarle, Ben el Rápido se adelantó. Se aproximó a la piedra salpicada de manchas, extendió las manos y dio un paso al frente. No sintió nada al atravesar sin esfuerzo alguno la piedra, para desembocar en un vestíbulo que parecía propio de una mansión.

Desnudo, el corredor discurría en línea recta por espacio de unas diez varas hasta una puerta doble. Ciega y Doan se sentaron a ambos lados de esas puertas, que se abrieron como dotadas de vida propia.

Ben el Rápido entró en la sala. El techo de la cámara remataba en forma de cúpula. Frente a él se alzaba un sencillo trono de obsidiana erigido sobre una tarima. En el suelo tosco no había alfombra alguna, y las paredes también estaban desnudas, a excepción de las antorchas que colgaban a intervalos de tres varas. Ben el Rápido contó cuarenta en total, pero la tenue luz parecía en constante lucha contra las entrometidas sombras.

Al principio creyó vacío el trono, pero al acercarse vio la figura que lo ocupaba. Parecía compuesta de sombras casi translúcidas, de forma vagamente humana, embozada para impedir que ni siquiera el brillo de sus ojos pudiera escapar. Aun así, Ben el Rápido pudo sentir la atención del dios centrada en él, y a duras penas logró contener un escalofrío.

Habló Tronosombrío, con voz calma y clara.

—Shan me cuenta que conoces el nombre de mis Mastines.

Ben el Rápido se detuvo ante la tarima e inclinó la cabeza.

—En tiempos serví de acólito en tu templo, señor.

El dios guardó silencio un rato. Al cabo, dijo:

—¿Te parece sensato admitir tal cosa, mago? ¿Acaso miro con aprecio a quienes me sirvieron en el pasado y terminaron por abandonar mis enseñanzas? Cuéntame. Me gustaría saber qué enseñan mis clérigos.

—Emprender el camino de Sombra y abandonarlo supone granjearse la recompensa de la Cuerda.

—¿A qué te refieres?

—Pues que estoy condenado a ser asesinado, ejecución que cualquiera que siga tus enseñanzas podría llevar a cabo, señor.

—Aun así has acudido a mí, mago. Ben el Rápido volvió a inclinarse.

—Querría hacer un trato, señor.

El dios soltó una risilla desapacible y levantó la mano.

—No, querido Shan. No ataques.

Ben el Rápido se puso tenso. El Mastín negro dio dos vueltas a su alrededor y subió a la tarima. Allí se tumbó a los pies del dios, de cara al mago.

—¿Sabes por qué acabo de salvar tu vida, mago?

—Lo sé, señor.

—Shan quiere que me lo cuentes —insistió el dios.

Ben el Rápido cruzó la mirada con el Mastín.

—Tronosombrío adora los tratos.

El dios lanzó un suspiro y recostó la espalda.

—Acólito, sí. Bien, mago, habla mientras puedas.

—Debo empezar por una pregunta, señor.

—Hazla.

—¿Sigue Yunque con vida?

Los ojos de Shan relampaguearon y se incorporó a medias antes de que su cabeza topara con la mano del dios.

—A eso llamo yo toda una pregunta —admitió Tronosombrío—. Has logrado algo de lo que pocos, ay, serían capaces. Mago, siento espoleada la curiosidad. De modo que voy a responderte: sí, Yunque sobrevive. Continúa, te lo ruego.

—Señor, yo te entregaría a quien tanto ha ofendido a tu Mastín.

—¿Cómo? Pertenece a Oponn.

—No me refiero a él, sino a aquel que condujo a Yunque a esa estancia. Al que pretendió apoderarse del alma de Yunque, el que se habría salido con la suya de no haber sido por la herramienta mortal de Oponn.

—¿A cambio de qué?

Ben el Rápido maldijo para sus adentros. No pudo extraer información alguna del tono de voz del dios, y eso complicaba las cosas más de lo que había esperado.

—Mi vida, señor. Deseo que la recompensa ofrecida por la Cuerda sea retirada.

—¿Algo más?

—Sí. —Titubeó antes de continuar—. Deseo escoger el momento y el lugar, señor. De otro modo, aquel de quien hablo escapará a las garras de tus Mastines en los confines del Caos. Sólo yo puedo impedírselo. Por tanto, esto debe formar parte del trato. Todo cuanto debes hacer es tener listos a los Mastines. Te avisaré en el momento adecuado, y te facilitaré la ubicación exacta de la criatura. El resto correrá a cargo de tus Mastines.

—Lo has planeado bien, mago —concedió Tronosombrío—. A estas alturas, no se me ha ocurrido ningún modo de mataros a ambos, a la criatura y a ti. Te felicito. ¿Cómo te has propuesto avisarme? No creo que quieras entrar de nuevo en mi reino.

—Señor, me pondré en contacto contigo. Eso te lo garantizo, pero no puedo decirte nada más al respecto.

—¿Y si empeñara mi poder en lograrlo, mago? Si me propusiera arrancarte lo que sea que guardas en ese frágil cerebro tuyo, ¿cómo ibas a impedírmelo?

—Para contestar a eso, señor, debes antes responder a mi propuesta.

Shan gruñó; en esa ocasión el dios no hizo ademán alguno de contenerse.

Ben el Rápido se apresuró a añadir:

—Dado que buscas traicionarme a la menor oportunidad, puesto que buscarás un punto débil en mi plan, presupuesto todo esto, necesito tu palabra de que corresponderás a tu parte del trato si todo lo demás te fallara, señor. Dame eso y responderé a tu última pregunta.

Tronosombrío se mantuvo en silencio por espacio de varios latidos de corazón.

—En fin —murmuró finalmente—. Tu astucia es admirable, mago. Me asombra y, debo admitirlo, me encanta este duelo. Lo único que lamento es que abandonaras la senda de Sombra, porque habrías llegado muy lejos. De acuerdo, tienes mi palabra. Los Mastines estarán listos. Veamos, ¿por qué no habría de abrir tu cerebro aquí y ahora, mago?

—La respuesta que buscas, señor, está en tus propias palabras. —Ben el Rápido levantó los brazos—. Hubiera llegado lejos, Tronosombrío, sirviéndote. —Abrió la senda—. Pero no me tendrás, señor, porque no puedes tenerme. —Ben el Rápido susurró su palabra de retorno, una palabra nacida del Caos. El poder lo envolvió y sintió como si una mano gigante se cerrara a su alrededor. Al atraerlo hacia sí, hacia la senda, oyó el grito de Tronosombrío.

—¡Eres tú! ¡Delat! ¡Eres tú, gusano, el que cambia de forma! —Ben el Rápido sonrió. Lo había logrado. Ya estaba fuera de su alcance. Lo había logrado… Había vuelto a hacerlo.

Kruppe fue conducido al estudio de Baruk sin los retrasos con los que tanto gustaba desconcertar. Algo decepcionado, tomó asiento y se secó el sudor de la frente con el pañuelo.

—Te has tomado tu tiempo —le reprendió Baruk al entrar—. En fin, olvídalo. ¿Tienes noticias?

Kruppe extendió el pañuelo en su regazo y procedió a doblarlo cuidadosamente.

—Continuamos protegiendo al portador de la moneda, tal como se nos ordenó. Respecto a la presencia de infiltrados de Malaz, aún no ha habido suerte. —Era una mentira como la copa de un pino, pero necesaria—. Debo transmitirte un mensaje —continuó—, que procede de una fuente inusual. Lo cierto es que no pudo ser más peculiar el modo en que fue comunicado a Kruppe.

—Ahórrate los preámbulos.

Kruppe torció el gesto. Baruk estaba de un humor de perros.

—Es un mensaje dirigido a ti, señor. —Terminó de doblar el pañuelo y levantó la mirada—. Proviene de la Anguila.

Baruk se enderezó. Luego arrugó el entrecejo y la luz desapareció de sus ojos.

—¿Por qué no? —murmuró—. Ése siempre conoce a mis agentes. —Su mirada se aclaró al mirar a Kruppe—. Estoy esperando —gruñó.

—¡Por supuesto! —Kruppe agitó de nuevo el pañuelo para secarse la frente—. «Mira a la calle y encontrarás a quienes andas buscando». Ahí lo tienes, nada más. Se lo dijo a Kruppe el niño más pequeño que haya podido ver… —Dejó de agitar el pañuelo y negó con la cabeza. No, Baruk jamás creería semejante exageración, sobre todo teniendo en cuenta el humor que gastaba—. En todo caso era un niño muy pequeño.

Baruk se incorporó con la mirada fija en las ascuas de la chimenea, las manos a la espalda, los dedos alrededor de un anillo grande de plata.

—Dime, Kruppe —preguntó lentamente—, ¿qué sabes tú de esa Anguila?

—Poco, admite Kruppe. ¿Hombre o mujer? Lo ignora. ¿Origen? Misterio. ¿Designios? Perpetuar un statu quo que se define por la aversión a la tiranía. Al menos eso dice. ¿Influencias? Amplias, aunque despreciemos nueve de cada diez rumores relacionados con la Anguila, sus agentes deben de contarse a cientos. Fieles todos al cometido de proteger Darujhistan. Se dice que el concejal Turban Orr les da caza, convencido de que han arruinado todos sus planes. Puede ser que en verdad lo hayan hecho, algo por lo que todos deberíamos sentirnos aliviados.

Baruk parecía todo menos aliviado. Kruppe casi creyó oír el crujido de sus dientes. Al cabo, el alquimista se volvió a Kruppe e inclinó la cabeza.

—Tengo un encargo. Para llevarlo a buen puerto, tendrás que reunir a Murillio, Rallick y Coll. Y llévate contigo al portador de la moneda, para mantenerlo a salvo.

Kruppe enarcó las cejas.

—¿Fuera de la ciudad?

—Sí. El portador de la moneda es fundamental; mantenlo fuera del alcance de todo el mundo. En lo que respecta a la misión, te dedicarás a observar. Nada más. ¿Me entiendes, Kruppe? Hacer cualquier otra cosa supondría correr el riesgo de que el portador de la moneda caiga en las manos equivocadas. Mientras sirva de instrumento a Oponn, también constituye el medio por el cual otro Ascendiente podría alcanzar a Oponn. Lo último que necesitamos es que los dioses entren en liza en el plano mortal.

Kruppe se aclaró la garganta.

—¿Qué debemos observar, señor?

—No estoy seguro. Posiblemente una partida extranjera empeñada en cavar agujeros por todas partes.

—¿Cómo los que hacen las… reparaciones del camino? —preguntó Kruppe tras dar un respingo.

El alquimista lo miró ceñudo.

—Te voy a enviar a las colinas Gadrobi. Quédate ahí hasta que llegue alguien o me ponga en contacto contigo para darte más instrucciones. Si aparece alguien, Kruppe, debes permanecer oculto. Evita a cualquier precio delatar tu presencia; recurre a tu senda si es necesario.

—Nadie dará con Kruppe y sus leales y valientes compañeros —aseguró Kruppe, sonriendo, mientras sus dedos mariposeaban.

—Estupendo. En tal caso, eso es todo.

Sorprendido, Kruppe se levantó.

—¿Cuándo debemos partir, señor?

—Pronto. Te lo haré saber con un día de antelación. ¿Te parece tiempo suficiente?

—Sí, amigo Baruk. Kruppe lo considera más que suficiente. Rallick parece temporalmente indispuesto, pero con suerte estará disponible.

—Llévatelo si puedes. Si la influencia del portador de la moneda se volviera en nuestra contra, el asesino tiene órdenes de matar al muchacho. ¿Tienes la certeza de que entiende esa orden?

—Hemos hablado de ella —admitió Kruppe.

Baruk inclinó la testa y guardó silencio.

Kruppe esperó un instante, luego se fue sin decir más.

Menos de una hora después de que el alma de Ben el Rápido abandonara el cuerpo, sentado en el suelo de la choza, y emprendiera su viaje al reino de Sombra, volvió a la vida. Con los ojos rojos del cansancio nacido de la implacable tensión, Kalam se puso en pie y aguardó a que su amigo volviera en sí.

El asesino cerró ambas manos alrededor de los cuchillos largos, como medida de seguridad. Si algo había poseído a Ben el Rápido, fuera lo que fuese lo que lo controlara, podía anunciar su irrupción en ese mundo atacando a quienquiera que encontrara a su alcance. Kalam contuvo el aliento.

Se abrieron los ojos del mago, y el brillo volvió de la mano de la conciencia. Vio a Kalam y sonrió.

—¿Ya? —preguntó el asesino tras exhalar el aire—. ¿Lo has logrado?

—Sí, en todos los aspectos. Parece increíble, ¿verdad?

Kalam no pudo contener una amplia sonrisa. Dio un paso al frente y ayudó a Ben el Rápido a ponerse en pie. El mago se apoyó en él, no menos sonriente.

—Descubrió quién era cuando me iba. —La sonrisa de Ben el Rápido se hizo si cabe más pronunciada—. Debiste de oírlo gritar.

—¿Sorprendido? ¿Cuántos clérigos supremos queman las túnicas de su vestimenta?

—No los suficientes, si de veras te interesa mi opinión. Sin templos ni clérigos las costosas pullas de los dioses no afectarían al reino mortal. Sería como vivir en un paraíso, ¿no crees, amigo mío?

—Quizá —dijo una voz proveniente del umbral. Ambos se volvieron para encontrar a Lástima de pie en la entrada, con la capa medio echada sobre el delgado cuerpo. Estaba empapada por la lluvia, y hasta ese momento Kalam no reparó en que la lluvia se filtraba por las goteras de la choza. El asesino se apartó de Ben el Rápido para desembarazar las manos.

—¿Qué haces aquí? —dijo en tono de exigencia.

—¿Sueñas con el paraíso, mago? Me encantaría haber escuchado toda la conversación.

—¿Cómo nos has encontrado? —preguntó Ben el Rápido. Lástima entró en la choza y se quitó la capucha.

—He encontrado a un asesino —respondió—. Lo he seguido. Está en un lugar llamado la taberna del Fénix, en el distrito Daru. ¿Estás interesado? —preguntó dirigiéndoles una mirada perdida.

—Quiero respuestas —dijo Kalam en voz baja.

Ben el Rápido recostó la espalda en la pared para dejar espacio al asesino y preparar los hechizos si era necesario, aunque lo cierto era que apenas tenía fuerzas para recurrir a la senda en ese momento. Se percató de que tampoco Kalam parecía muy dispuesto a reñir, lo cual sin duda no le impediría actuar. En ese momento era cuando Kalam resultaba más peligroso, y el tono bajo con que había hablado era más elocuente que las palabras dichas.

Lástima sostuvo con mirada de pez los ojos de Kalam.

—Me ha enviado el sargento…

—Mientes —interrumpió Kalam sin alterarse—. Whiskeyjack no sabe dónde estamos.

—De acuerdo. He percibido tu poder, mago. Posee una sintonía muy peculiar.

Ben el Rápido parecía aturdido.

—Pero si he trenzado un escudo alrededor del lugar —dijo.

—Sí. Soy la primera en sorprenderme, mago. Por lo general soy incapaz de dar contigo, pero parece ser que han aparecido unas fisuras… Ben el Rápido lo meditó un instante.

—¿Fisuras? —Decidió que no era la palabra adecuada, pero Lástima no lo sabía. Había dado con ellos porque era lo que ellos sospechaban que era, un peón de la Cuerda. El reino de Sombra había estado unido, por breve y tenuemente que fuera esa conexión, a su propio ser. No obstante, sólo un servidor de Sombra poseía la percepción necesaria para detectar ese nexo. El mago se situó junto a Kalam y apoyó una mano en su hombro.

Kalam se volvió a él con cierto sobresalto.

—Tiene razón. Han aparecido fisuras, Kalam. Diría que tiene un talento natural para la magia. Vamos, amigo mío, que la muchacha ha encontrado aquello que estábamos buscando. Pongámonos en marcha.

Lástima volvió a cubrirse con la capucha.

—Yo no os acompaño —informó—. Lo reconoceréis nada más verlo. Sospecho que pone un gran empeño en anunciar su profesión a los cuatro vientos. Quizá la Guilda se os adelante. Sea como fuere, buscad en la taberna del Fénix.

—¿Se puede saber en qué coño andas metida? —preguntó Kalam de malos modos.

—Voy a hacer un encargo del sargento. —Lástima les dio la espalda y salió de la choza.

Kalam soltó una exhalación.

—Ha resultado ser quien creíamos que era —corroboró Ben el Rápido—. Hasta aquí, bien.

—En otras palabras —gruñó el asesino—, si la hubiera atacado ahora ya sería hombre muerto.

—Exacto. Nos encargaremos de ella cuando llegue el momento. Pero por ahora la necesitamos. Kalam asintió.

—¿A la taberna del Fénix?

—Eso mismo. Y nada más cruzar la puerta lo primero que pienso hacer es tomar un trago.

—Me parece perfecto —sonrió Ben el Rápido.

Rallick levantó la mirada cuando el hombretón entró en la taberna. Su piel negra delataba un origen sureño, lo que de por sí no era inusual. Lo que atrajo la atención de Rallick, no obstante, fueron los cuchillos de hoja larga, empuñadura de hueso y pomo de plata que ceñía bajo el amplio cinto. Esas armas no eran precisamente del sur; grabado en el pomo reconoció una cuadrícula que todos en el negocio sabían que era la marca del asesino.

El hombre entró pavoneándose en la sala como si fuera el propietario del lugar, y ninguno de los parroquianos habituales a los que golpeó con el hombro parecieron muy por la labor de discutírselo. Finalmente llegó a la barra y pidió un trago.

Rallick estudió el poso de su propia jarra. Saltaba a la vista que aquel hombre quería hacerse notar, sobre todo por alguien como Rallick Nom, por un asesino de la Guilda. ¿Con qué objeto? Aquello no encajaba.

Ocelote, el líder del clan, estaba convencido, al igual que todos los miembros de la Guilda, de que las Garras del Imperio habían llegado a la ciudad y les habían declarado la guerra. Rallick no estaba tan seguro de ello. Aquel hombre de la barra podía tan fácilmente provenir de Siete Ciudades como tratarse de un viajero de Callows. Algo había en él propio del Imperio de Malaz. ¿Sería una Garra? Si así era, ¿por qué se mostraba?

Hasta el momento, el enemigo no había dejado ninguna pista, ni siquiera un solo testigo, de su identidad. El descaro que observaba no parecía propio, o quizá señalara un cambio de táctica. ¿La habría desatado la orden de Vorcan de ocultarse?

Las campanas de alarma tañeron en la cabeza de Rallick. Nada de todo aquello tenía sentido.

Murillio se acercó a él.

—¿Algún problema, amigo?

—Asuntos de la Guilda —respondió Rallick—. ¿Sediento?

—¿Qué voy a hacer? Si es que no tengo voluntad —sonrió Murillio.

Después de dirigir una mirada divertida a Coll, que se hallaba inconsciente y espatarrado en la silla, el asesino se levantó de la mesa. ¿A qué se había referido con todo aquello de los cinco dragones negros? Se abrió paso hasta la barra. Mientras empujaba a los parroquianos que se interponían en su camino, clavó un fuerte codazo en la espalda a un joven. El muchacho ahogó un grito, y luego se escurrió hacia la cocina pasando desapercibido.

Rallick llegó a la barra, llamó la atención de Scurve y pidió otra jarra. Aunque no miró en dirección al extranjero, supo que éste había reparado en su presencia. No era más que una vaga sensación, pero en su negocio con el tiempo se aprende a confiar en esa clase de sensaciones. Lanzó un suspiro cuando Scurve le entregó la espumeante jarra. En fin, había hecho lo que Ocelote exigía de él, aunque sospechaba que su líder de clan le pediría más.

Volvió a la mesa y conversó con Murillio un rato. También fue sirviéndole la mayor parte de la jarra. Murillio percibió una tensión creciente en Rallick y puso objeciones. Apuró el último trago y se levantó de la silla.

—En fin —dijo—, Kruppe se ha esfumado y Azafrán no aparece. Como Coll sigue muerto en vida, sólo me queda agradecerte la invitación, Rallick. Creo que ha llegado el momento de buscar un lecho caliente. Hasta mañana, pues.

Rallick permaneció sentado un rato, durante el cual dirigió la vista tan sólo una vez al hombre negro apoyado en la barra. Al cabo, se levantó para acercarse a la cocina. Los dos cocineros se miraron cuando pasó por su lado. Rallick los ignoró. Llegó a la puerta, que habían dejado ajustada con la esperanza de disfrutar de la corriente. Al salir, el callejón estaba húmedo pero ya no llovía. De un recoveco situado en la pared de enfrente surgió una figura que le resultaba familiar.

Rallick se acercó a Ocelote.

—Hecho. Tu hombre es el negro grandullón que está en la barra tomando una cerveza. Dos dagas con el pomo grabado. Parece peligroso y no es de los que querría encontrarme en un callejón oscuro. Es todo tuyo, Ocelote.

—¿Sigue ahí dentro? —preguntó éste, arrugando el rostro picado de viruela—. Estupendo. Pues venga, adentro. Asegúrate de que repare en ti. Asegúrate del todo, Nom.

—Ya estoy seguro —protestó cruzado de brazos.

—Vas a tener que sacarlo fuera. Llévalo al corralón de Tarlow, en la zona de carga. —Ocelote hizo una mueca burlona—. Son órdenes de Vorcan, Nom. Y cuando salgas, hazlo por la puerta principal. No cometas errores, y nada de sutilezas.

—Ese hombre es un asesino —objetó Rallick—. Si no me muestro sutil, sabrá que es una trampa y me dejará seco en un latido de corazón.

—Haz lo que ha ordenado Vorcan, Nom. ¡Adentro!

Rallick contempló a su comandante para dejar bien claro que estaba en desacuerdo. Luego volvió a la cocina. Los cocineros le sonrieron pero sólo un instante. Una mirada al rostro de Rallick bastó para que se esfumara cualquier atisbo de humor en el ambiente. Se inclinaron sobre la labor, igual que si el jefe los hubiera abroncado.

Rallick entró de nuevo en el salón de la taberna; allí se quedó inmóvil.

—Maldición —masculló. El hombre negro se había marchado. ¿Y ahora? Se encogió de hombros—. A la puerta principal. —Y se abrió paso por entre los parroquianos.

En un callejón, a un lado del cual se alzaba una alta pared de piedra, Azafrán se apoyó en los húmedos tabiques de la casa de un mercader y observó con los ojos entornados el perfil de una ventana. Se encontraba en la tercera planta, por detrás de la pared, tras los postigos, la habitación que conocía perfectamente.

Había brillado la luz en su interior a lo largo de las últimas dos horas que él había pasado ahí, pero durante el último rato la estancia había permanecido a oscuras. Entumecido por el cansancio y carcomido por la duda, Azafrán se envolvió con la capa. Se preguntó qué hacía él ahí, y no lo hizo por primera vez. Toda su decisión parecía haberse esfumado por los canalones, arrastrada por el agua de la lluvia.

¿Había sido la mujer de pelo oscuro de la taberna del Fénix? ¿Podía ella haberle alterado tanto? La sangre de la daga parecía asegurar que lo mataría sin titubear con tal de mantener el secreto a buen resguardo. Quizá era la moneda que giraba lo que le tenía tan confundido. Nada de lo relacionado con el incidente había sido natural.

¿Qué tenía de malo su sueño de que lo presentaran a la doncella de los D’Arle? No tenía nada que ver con la asesina del bar.

—Nada —murmuró para después arrugar el entrecejo. Y ahora no se le ocurría otra cosa que ponerse a hablar solo.

Un pensamiento cruzó su mente y frunció el ceño de forma aún más pronunciada de lo habitual. Todo había empezado a convertirse en una locura la noche en que robó a la doncella. Si se hubiera detenido, si al menos no hubiera mirado su rostro adorable, redondo, suave…

Dejó escapar un gruñido. De cuna alta, ése era el único problema, ¿verdad?

Ahora le parecía tan estúpido, tan absurdo. ¿Cómo había llegado a convencerse de que era posible conocerla? Se estremeció. No tenía importancia. Lo tenía planeado, y había llegado el momento de llevar el plan a buen puerto.

—No puedo creerlo —murmuró al apartarse de la pared y enfilar el callejón. Acarició la bolsa que llevaba colgada de la cintura—. Estoy a punto de devolver el rescate de una dama.

Llegó a la muralla de piedra que buscaba y se dispuso a trepar. Llenó de aire los pulmones. De acuerdo, vamos allá.

La piedra estaba húmeda, pero estaba decidido a escalar una montaña si hacía falta. Siguió subiendo y no resbaló ni titubeó un solo instante en todo el ascenso.