Cerrada era la noche,
cuando vagabundeaba
mi espíritu, descalzo
tanto a piedra como a tierra,
desmarañado de árbol,
separado de la uña férrea,
pero como la noche misma,
cosa etérea,
despojada de luz.
Así llegué ante ellos,
los constructores que cortan y esculpen
la piedra en la noche,
visión de estrellas y mano magullada.
«¿Qué hay del sol?», pregunté a uno de ellos.
«¿No es su manto de revelación
el calor de la razón
en vuestro empeño por dotar de forma?».
Y respondió uno:
«No hay alma capaz de soportar
los huesos luminosos del sol.
Y la razón mengua
al anochecer, por eso en la noche
damos forma a los túmulos,
para ti y para los de tu especie».
«Disculpa la interrupción», le dije.
«Los muertos nunca interrumpen», respondió el constructor.
«Apenas llegan».
La piedra del pordiosero
Darujhistan
Otra noche y otro sueño —gimió Kruppe—, apenas hay nada, aparte de estas pobres ascuas, que sirvan de compañía a este viajero. —Extendió las manos ante las llamas eternas y temblorosas que había encendido un dios ancestral. Le pareció un legado muy peculiar, un legado cuya trascendencia no escapó a su atención—. Kruppe abarcaría la envergadura de este hecho, puesto que esta frustración resulta inoportuna y desconocida.
El paisaje que le rodeaba era pura desolación; incluso el terreno arado había desaparecido, y no había ni rastro de casas que su vista abarcara. Se encorvó sobre el solitario fuego en aquel páramo de tundra, donde el aire arrastraba un aliento a hielo putrescente. Al norte y al este el horizonte refulgía verdoso, casi luminiscente a pesar de que la luna no había hecho acto de presencia para desafiar las estrellas. Kruppe jamás había visto tal cosa, aunque no era una imagen ajena a su mente.
—Perturbador, claro, sostiene Kruppe. ¿Tendrán estas visiones del instinto un propósito definido para desplegarse en el presente sueño? Kruppe lo ignora, y de estar en sus manos volvería de buen grado bajo las cálidas sábanas.
Observó el suelo cubierto de liquen y musgo, extrañado ante la peculiar intensidad de los colores. Había oído contar historias acerca de la llanura Espirarroja, tierra situada lejos, al norte, más allá del altiplano de Laederon. ¿Era aquel aspecto propio de la tundra? Siempre había imaginado un paisaje desierto y gris.
—Pero estudia con atención las estrellas del firmamento. Titilan con energía jovial… No, centellean como si mirasen divertidas a quien las contempla. Mientras, la tierra misma insinúa rubores de color rojo, naranja y lavanda.
Kruppe se levantó cuando lo alcanzó el estruendo de un trueno bajo a poniente. En la distancia se movía un rebaño gigantesco de animales de pelaje castaño. Su aliento dibujaba penachos color plata en el aire, encima y detrás, debido al ímpetu que llevaban; se volvían hacia uno y otro lado como si fueran un solo animal. Los observó un rato. Cuando se acercaron a él vio las vetas rojizas de la piel, y la cornamenta, que bajaba y subía. La tierra tembló a su paso.
—Es así la vida en este mundo, se pregunta Kruppe. ¿Ha vuelto, pues, al mismísimo principio de todo?
—Has vuelto, sí —dijo una voz a su espalda.
—Ah, acércate y comparte mi fuego, por favor —dijo al volverse a una figura encogida, cubierta de pieles tratadas, de ciervo o de algún otro animal parecido. Una cornamenta asomaba del casco con que el hombre se tocaba la cabeza gris, cubierta de piel vellosa. Kruppe inclinó la cabeza—. Ante ti tienes a Kruppe, de Darujhistan.
—Yo soy Pran Chole del clan Cannig Tol, perteneciente a Kron T’lan. —Pran se acercó un paso y se acuclilló ante el fuego—. También soy Zorro Blanco, Kruppe, docto en los senderos del hielo. —Miró a Kruppe y sonrió.
Pran tenía un rostro ancho, pronunciados los huesos bajo la piel tersa y dorada. Sus ojos apenas asomaban por los párpados entornados, pero lo que Kruppe creyó ver de ellos fue su asombroso tono ámbar. Pran extendió sus manos largas y flexibles ante el fuego.
—El fuego es vida, y la vida es fuego. La era del hielo pasa, Kruppe. Largo tiempo hemos morado en este lugar, cazando grandes rebaños, reuniéndonos para hacer la guerra a los jaghut de las tierras del sur, alumbrando y muriendo con la crecida y mengua de las heladas aguas del río.
—Kruppe ha viajado muy lejos, según parece.
—Al principio y al final. Mi especie dio paso a la tuya, Kruppe, aunque las guerras no cesaron. Lo que debemos daros es la libertad de tales guerras. Los jaghut menguan, incluso se retiran a lugares vedados. Los forkul assail han desaparecido, aunque jamás tuvimos necesidad de combatirlos. Y los k’chain che’malle ya no existen, puesto que el hielo les dedicó palabras mortíferas. —La mirada de Pran volvió al fuego—. Nuestra caza ha supuesto la extinción de las grandes manadas, Kruppe. Nos vemos empujados al sur, lo que no es posible. Somos los t’lan, pero pronto se celebrará la reunión, donde se proclamará el ritual de imass y la elección de los invocahuesos; después, la división de la carne, del mismísimo tiempo. Con la reunión nacerán los t’lan imass y el Primer Imperio.
—Por qué, se pregunta Kruppe, está él aquí.
—He acudido puesto que he sido llamado. Ignoro quién lo ha hecho. Puede que a ti te suceda lo mismo —respondió Pran Chole tras encogerse de hombros.
—Kruppe sueña. Éste es el sueño de Kruppe.
—En tal caso, me siento honrado. —Pran se enderezó—. Se acerca alguien de tu tiempo. Quizá posea las respuestas que buscamos.
Kruppe miró en dirección sur, hacia donde se había vuelto Pran.
—Si no me equivoco, Kruppe la reconoce como una rhivi.
La mujer que se acercaba era de mediana edad e iba cargada con una niña. Su cara redonda de piel oscura poseía unas facciones similares a las de Pran Chole, aunque menos pronunciadas. El miedo relucía febril en su mirada, a pesar de que toda ella emanaba decisión y voluntad. Se acercó al fuego y los observó, sobre todo a Pran Chole.
—T’lan —dijo—, la senda Tellann de los imass de nuestro tiempo ha alumbrado una hija en una confluencia de hechicerías. Su alma vaga extraviada. Su carne es una abominación. Debe tener lugar una conmutación. —Se volvió a Kruppe y apartó la gruesa túnica que llevaba hasta dejar al descubierto su estómago hinchado. La piel desnuda y estirada se había sometido hacía poco a un tatuaje. La imagen correspondía a un zorro de pelo blanco—. El dios ancestral camina de nuevo, despertado por la sangre derramada en piedra consagrada. K’rul acudió en respuesta a la necesidad de la niña, y ahora nos ayuda en nuestra búsqueda. Se disculpa ante ti, Kruppe, por utilizar el mundo que hay en tus sueños, mas no hay dios cuya influencia alcance este lugar. De algún modo, has logrado que tu alma sea inmune a su influencia.
—La recompensa del cinismo —aseguró Kruppe, inclinándose ante ella.
La mujer sonrió.
—Comprendo —intervino Pran Chole—. Deberías hacer de esta niña, nacida de poderes imass, una soletaken.
—Sí. Es lo mejor que podemos hacer, t’lan. Un ser de forma mutable, que también nosotros conocemos por el nombre de soletaken… Así se hará.
En ese momento, Kruppe se aclaró la garganta.
—Disculpad, por favor, a Kruppe, pero ¿acaso no olvidamos a alguien vital para la consecución de estos planes?
—Ella avanza en dos mundos —respondió la rhivi—. K’rul la guía al nuestro. Sigue asustada, y recae en ti, Kruppe, la tarea de darle la bienvenida.
Kruppe ajustó las mangas de la casaca deshilachada.
—No debería constituir un problema para alguien dotado de los encantos de Kruppe.
—Quizá —admitió la rhivi, ceñuda—. Su carne es una abominación. Quedas advertido.
Kruppe asintió afable, y luego se volvió para mirar a su alrededor.
—¿Servirá cualquier dirección?
Pran Chole estalló en carcajadas.
—Sugiero el sur —dijo la rhivi.
Kruppe se encogió de hombros y, tras inclinarse ante sus acompañantes, se encaminó al sur. Al cabo de un rato, volvió la mirada y descubrió que el fuego había desaparecido. Se hallaba a solas en el frío de la noche.
La luna llena asomó a oriente y bañó la tierra con su luz plateada. Ante él, la tundra se extendía llana y sin rasgos destacables hasta donde alcanzaba la mirada. Entonces entornó los ojos. Acababa de dibujarse algo, lejano aún, que caminaba con lo que parecía una gran dificultad. Lo vio caer una vez, y luego ponerse en pie de nuevo. A pesar de la luminiscencia, la figura era negra.
Kruppe avanzó. Aún tenía que verlo, y se detuvo cuando apenas los separaban diez varas. La rhivi estaba en lo cierto. Kruppe sacó el pañuelo de seda, con el cual secó el sudor de la frente. La figura había sido una mujer, alta y de pelo negro. Pero esa mujer había muerto hacía tiempo. La piel se había vuelto macilenta, hasta tal punto que adoptaba el matiz de la madera oscura. Quizá lo más espeluznante de ella fueran las extremidades, que parecían cosidas al cuerpo.
—Eh —susurró Kruppe—. A ésta la han descuajeringado en una ocasión.
La mujer levantó la cabeza y clavó unos ojos ciegos en Kruppe. Abrió la boca, mas ninguna palabra surgió de sus labios.
De manera subrepticia, Kruppe hilvanó un hechizo sobre sí, para después mirarla de nuevo. Arrugó el entrecejo. Ella también cargaba a cuestas con un hechizo, un encantamiento de preservación. No obstante, algo le había sucedido al hechizo, algo que lo había transformado.
—¡Moza! —gruñó Kruppe—. Sé que puedes oír lo que digo. —No lo sabía, pero el hecho es que decidió insistir—. Tu alma se halla atrapada en un cuerpo que no te pertenece. Me llamo Kruppe, y te llevaré a un lugar donde podrán ayudarte. ¡Vamos! —Se volvió y echó a andar. Al cabo de un instante oyó un frufrú a su espalda y sonrió—. ¡Ah!, veo que Kruppe posee ciertos encantos. Es más, también puede mostrarse duro cuando es necesario —susurró.
El fuego reapareció como un faro ante ellos. Kruppe vio a las dos figuras que los esperaban. Los vestigios del hechizo que había trenzado sobre sí hicieron que la rhivi y el t’lan resultaran cegadores a sus ojos, tal era la magnitud de su poder. Kruppe y la mujer llegaron hasta el fuego.
—Gracias, Kruppe. —Pran Chole dio un paso hacia ellos. Estudió a la mujer y asintió lentamente—. Sí, veo con claridad en ella los efectos del imass. Sin embargo, hay también otra cosa… —Miró a la rhivi—. ¿Se dedicó a la hechicería?
—Escúchame, extraviada. —La rhivi se acercó a la mujer—. Eres Velajada, tu hechicería es Thyr. La senda fluye en tu interior, te anima, te protege. —De nuevo abrió su túnica—. Ha llegado el momento de devolverte al mundo.
Velajada retrocedió, recelosa.
—En tu interior se encuentra el pasado —dijo Pran—. Mi mundo. Conoces el presente, y la rhivi te ofrece el futuro. En este lugar todo se funde. La carne que llevas está ungida de un hechizo de preservación, y con tu último aliento abriste la senda a la influencia de Tellann. Y ahora deambulas inmersa en el sueño de un mortal. Kruppe es el agente del cambio. Permítenos ayudarte.
Con un grito mudo, Velajada trastabilló hasta caer en brazos de Pran. La rhivi se apresuró a unirse a ellos.
—Diantre, los sueños de Kruppe han adoptado un tono muy extraño —opinó Kruppe—. Mientras que sus propias cuitas siguen presentes, una voz lo persigue, y de nuevo debe hacerlos a un lado.
De pronto ahí estaba K’rul, a su lado.
—No tal. No es propio de mí utilizarte sin una justa recompensa.
—Kruppe no pide nada. En esto va implícito un regalo, y me alegra formar parte de su creación.
—Aun así. Háblame de tus empeños.
—Rallick y Murillio buscan enmendar un antiguo error —respondió Kruppe tras un suspiro—. Me creen ignorante de sus planes, pero me aprovecharé de éstos para mis propios propósitos. Actúan movidos por el sentimiento de culpa, pero se les necesita.
—Entendido. ¿Y el portador de la moneda?
—Se han emprendido los pasos necesarios para su protección, aunque aún ha de tomar forma. Sé que el Imperio de Malaz está presente en Darujhistan, por el momento de forma encubierta. Buscan…
—Algo que no está claro, Kruppe. Ni siquiera ellos lo saben. Utilízalo en tu beneficio cuando des con ellos. Los aliados pueden provenir de lugares insospechados. Esto te diré: ahora mismo, hay dos que se acercan a la ciudad, uno es un t’lan imass, el otro silencia la magia. Llevan propósitos destructivos, pero ya existen fuerzas en juego que están pendientes de ellos. Averigua quiénes son pero no te enfrentes abiertamente. Son peligrosos. El poder llama el poder, Kruppe. Deja que afronten las consecuencias de sus propias acciones.
—Kruppe no es precisamente estúpido, K’rul. No se opone abiertamente a nadie, y considera que el poder es algo que debe evitarse a cualquier precio.
Mientras conversaban, la mujer rhivi había rodeado a Velajada con sus brazos. Pran Chole se hallaba cerca; tenía los ojos cerrados y sus labios daban forma a palabras silenciosas. La mujer rhivi acunaba rítmicamente al cuerpo reseco mientras canturreaba en voz baja. El agua empapaba los muslos de la mujer rhivi.
—Vaya —susurró Kruppe—. Se dispone a dar a luz.
De pronto la rhivi arrojó el cuerpo a lo lejos. Cayó como un fardo. Inerte.
La luna colgaba en lo alto, justo sobre sus cabezas, tan intensa su luz que Kruppe se descubrió incapaz de mirarla sin entornar los ojos.
La rhivi se había puesto de cuclillas, y sus movimientos obedecían al esfuerzo, igual que el sudor que le bañaba la frente. Pran Chole permanecía inmóvil, aunque su cuerpo acusaba violentos temblores, que contraían su rostro en una continua mueca de dolor. Tenía los ojos muy abiertos, con un brillo ámbar, clavados en la luna.
—Dios ancestral —dijo en voz baja Kruppe—, ¿hasta qué punto recordará Velajada su vida anterior?
—No se sabe —respondió K’rul—. La conmutación del alma es un asunto delicado. La mujer se consumió en una conflagración. El alma hizo el primer vuelo con las alas del dolor y la violencia. Es más, entró en otro cuerpo devastado que soportaba sus propios traumas. La niña que alumbrará será diferente a todo lo conocido. Su vida es un misterio, Kruppe.
—Teniendo en cuenta la identidad de sus padres —gruñó Kruppe—, por fuerza será excepcional. —De pronto, pensó en algo que le hizo arrugar la expresión—. K’rul, ¿qué me dices del primer bebé que tenía la rhivi?
—No hubo tal, Kruppe. La mujer rhivi estaba preparada de una manera desconocida por el hombre. —Rió entre dientes—. Incluyéndome a mí. —Levantó la cabeza—. Esta hechicería pertenece a la luna, Kruppe.
Siguieron atentos el alumbramiento. Kruppe tuvo la impresión de que aquella noche tenía más horas de oscuridad que cualquier otra noche normal. La luna siguió en lo alto, como si hubiera considerado que aquella posición era de su entero agrado o —reconsideró Kruppe— como si montara guardia sobre ellos.
Entonces, un gritito fue a quebrar la quietud del aire, y la mujer rhivi levantó en brazos a un bebé envuelto en una sustancia plateada.
Mientras Kruppe observaba, la sustancia cayó. La rhivi volvió al bebé y acercó la boca a la altura de la tripa. Allí hincó bien los dientes hasta cortar del todo el cordón umbilical.
Pran Chole se acercó a Kruppe y al dios ancestral. El t’lan parecía exhausto.
—El bebé absorbió de mí más poder del que quería darle —admitió en voz baja.
Kruppe observó con los ojos abiertos como platos a la mujer rhivi, que tumbada acunaba a la recién nacida contra su pecho. La madre tenía el vientre liso, y el tatuaje del zorro blanco había desaparecido.
—Me entristece pensar que pueden pasar veinte años antes de que vea a la mujer en la que se convertirá este bebé —afirmó Pran.
—Lo harás —replicó K’rul en voz baja—, pero no como t’lan. Como un invocahuesos t’lan imass.
Pran lanzó un leve silbido.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Dentro de trescientos mil años, Pran Chole del clan Cannig Tol.
Kruppe puso una mano en el brazo de Pran.
—Ya tienes algo en que pensar —dijo.
El t’lan observó a Kruppe un instante, antes de echar hacia atrás la cabeza y romper a reír como nunca lo había hecho.
Las horas anteriores al sueño de Kruppe habían resultado azarosas, empezando por su reunión con Baruk, que permitió la revelación del portador de la moneda, subrayada por la avispada si bien algo teatral suspensión de la impresión de la moneda en cera, hechizo común que para su sorpresa había salido rana.
Mas poco después de la reunión, cuando las miguillas de la cera, a esas alturas endurecida, daban saltos en el pecho y los brazos de su casaca, Kruppe se detuvo a la entrada de la morada del alquimista. Roald no aparecía por ninguna parte.
—Oh, diantre —gruñó Kruppe mientras se secaba el sudor de la frente—. ¿Por qué habría de resultarle familiar al señor Baruk el nombre de Azafrán? Ah, estúpido Kruppe. Por el tío Mammot, por supuesto. Oh, vaya, eso ha estado cerca, ¡todo podría haberse echado a perder! —Continuó por el recibidor hasta llegar a las escaleras.
El poder de Oponn se había encerado considerablemente. Kruppe sonrió al concebir aquella reflexión tan chistosa; la suya fue una sonrisa distraída. Haría bien en evitar tales contactos. El poder tenía por costumbre disparar sus propias destrezas; ya sentía en su interior la necesidad imperiosa de recurrir a la baraja de los Dragones.
Descendió a buen paso las escaleras y cruzó el salón hasta llegar a la puerta. Roald entró en ese instante, agobiado bajo un sinfín de mundanas provisiones. Kruppe reparó en la capa de polvo que cubría la ropa del anciano.
—Querido Roald, ¡se diría que acabas de sufrir el embate de una tormenta en el desierto! ¿Necesitas de la ayuda de Kruppe?
—No —gruñó Roald—. Gracias, Kruppe. Puedo apañármelas. ¿Serías tan amable de cerrar la puerta al salir?
—¡Por supuesto, buen Roald! —Kruppe dio una palmada en el hombro al sirviente y entró en el patio. Las puertas que conducían a la calle estaban abiertas, y más allá se alzaba una nube de polvo—. Ah, sí, las obras de la calle —masculló Kruppe.
Sentía un dolor de cabeza localizado entre los ojos, y el sol que brillaba en lo alto no hacía sino empeorarlo. Se hallaba a mitad de camino de las puertas cuando se detuvo.
—¡Las puertas! ¡Kruppe ha olvidado cerrarlas! —Giró sobre sus talones y volvió a la entrada de la hacienda, donde lanzó un suspiro cuando escuchó el leve sonido metálico producido por las puertas al cerrarse. De nuevo se dirigió a la calle, desde la cual alguien lanzó un grito. Siguió a continuación un sonoro estampido que, no obstante, escapó a la atención de Kruppe.
Aquel grito sirvió de anuncio de la tormenta de hechicería que estalló en el interior de su cabeza. Cayó de rodillas y levantó la testa, abiertos los ojos como platos.
—Eso sí ha sido una maldición de Malaz —susurró—. En tal caso, ¿por qué en la mente de Kruppe arde como grabada a fuego la imagen de Casa de Sombra? ¿Quién ronda en este instante las calles de Darujhistan? —se preguntó. Infinita serie de nudos…—. Misterios resueltos, más misterios por resolver.
El dolor había cesado. Kruppe se puso en pie y se sacudió el polvo de la ropa.
—Menos mal que la susodicha aflicción ha acontecido lejos de las miradas de seres suspicaces. Todo por una promesa hecha al buen Roald. Mi buen y sabio amigo Roald. Bienvenido sea el aliento de Oponn para la presente circunstancia, aunque lo manifieste a regañadientes.
Se encaminó a las puertas y echó un vistazo a la calle. Se había volcado un carro cargado de adoquines. Dos hombres discutían acaloradamente para determinar quién era el culpable mientras levantaban el carro y lo llenaban de nuevo.
Kruppe los observó atentamente. Hablaban la lengua daru, aunque para alguien dado a los pequeños detalles, aquel acento… No era el que correspondía.
—¡Oh, diantre! —dijo Kruppe retrocediendo. Ajustó la casaca, llenó de aire los pulmones, abrió la cancela y salió a la calle.
El hombrecillo gordo al que le colgaban las mangas salió por la cancela de la casa y giró a la izquierda. Parecía tener prisa.
El sargento Whiskeyjack secó el sudor de la frente con un antebrazo cubierto de cicatrices, entornados los ojos para protegerlos del intenso sol.
—Ése es, sargento —informó Lástima, a su lado.
—¿Estás segura?
—Sí, lo estoy.
Whiskeyjack observó al hombre serpentear entre la multitud.
—¿Qué lo hace tan importante? —preguntó.
—Admito tener cierta inseguridad respecto a la importancia del sujeto. Pero es vital, sargento —respondió Lástima.
Whiskeyjack se mordió el labio, luego se volvió al fondo del carromato donde habían extendido un mapa de la ciudad, apuntalado con piedras en los extremos para evitar que se enrollara.
—¿Quién habita la hacienda?
—Uno llamado Baruk —respondió Lástima. Un alquimista.
Arrugó el entrecejo. ¿Cómo lo sabía?
—¿Quieres decir que el gordito es Baruk?
—No. Ése trabaja para el alquimista. No es un sirviente. Un espía, quizá. Sus habilidades incluyen el latrocinio, y tiene… talento.
—¿Vidente? —preguntó Whiskeyjack, levantando la mirada.
Lástima arrugó la expresión. El sargento siguió observándola, con cierta sorna, mientras la recluta palidecía. Maldita sea —se preguntó—, ¿qué diantre le pasa ahora a la niña?
—Eso creo —respondió ésta con voz temblorosa.
—De acuerdo. Síguelo.
El sargento apoyó la espalda en el lateral del carromato. Mientras estudiaba a los componentes del pelotón, su expresión se fue ensombreciendo. Trote golpeaba con la pica como si estuviera en el campo de batalla. Las piedras volaban por doquier, y los transeúntes se agachaban al pasar y maldecían en voz alta cuando de nada servía agacharse. Seto y Violín se agazapaban tras una carretilla de mano y cerraban los ojos cada vez que el pico del barghastiano hacía temblar la calle. Mazo se hallaba a poca distancia, dirigiendo a los transeúntes hacia la otra acera. Ya no les hablaba a voz en cuello, puesto que había perdido la voz discutiendo con un anciano que conducía a un burro hundido bajo el peso de un enorme cesto de leña. Los fardos de leña yacían desparramados en el camino (del anciano y su burro, ni rastro), obstáculo ideal para evitar la circulación de vehículos.
Concluyó Whiskeyjack que, con todo, quienes lo acompañaban habían asumido el papel de obreros con una facilidad que no podía dejar de perturbarle.
Seto y Violín habían comprado el carromato y habían cargado los adoquines menos de una hora después de su desembarco a medianoche en un muelle público de Antelago. Temía preguntar cómo lo habían logrado exactamente. No obstante, se ajustaba perfectamente al plan. Algo bullía en su mente pero no hizo caso. Era un soldado y un soldado se limitaba a cumplir órdenes. Cuando llegara el momento, estallaría el caos en todas las encrucijadas principales de la ciudad.
—Minarlo no será fácil —había señalado Violín—, de modo que lo haremos delante de todo el mundo. Reparaciones del pavimento.
Whiskeyjack sacudió la cabeza. Tal como había predicho Violín, nadie les había formulado ninguna pregunta al respecto. Continuaban abriendo las calles de la ciudad para reemplazar los antiguos adoquines por munición moranthiana, embutida en contenedores de barro. ¿Acaso iba a ser todo tan sencillo?
Volvió a pensar en Lástima. No era probable. Ben el Rápido y Kalam habían logrado convencerlo por fin de que era mejor que ejecutaran su parte de la misión sin ella de por medio. La recluta seguía con ellos, con la mirada huidiza, siempre al acecho, pero sin ofrecerles nada que resultara de ayuda. Tuvo que admitir que sintió cierto alivio tras enviarla en pos del hombrecillo gordo.
¿Qué había empujado a esa jovencita de diecisiete años a la vorágine de la guerra? No podía entenderlo. No había forma de ver más allá de su juventud, de la frialdad, de aquella fachada de fría asesina que revestía su mirada de pez. Por mucho que dijera al pelotón que era tan humana como cualquiera de ellos, aumentaban las dudas cada vez que se planteaba una nueva pregunta para la que no hallaba respuesta. No sabía prácticamente nada acerca de ella. La noticia de que podía gobernar una barca de pesca había constituido una auténtica sorpresa. Y ahí en Darujhistan, la muchacha se comportaba como si se hubiera criado en un pueblo pesquero. Tenía una actitud natural, una cierta seguridad en sí misma más propia de los miembros de las clases acomodadas. Esa actitud la acompañaba a todas partes.
¿Acaso hablaba como una chica de diecisiete años? No, más bien parecía adecuarse a la opinión de Ben el Rápido, lo que resultaba cuando menos irritante. ¿Cómo, si no, podía lograr que la imagen de la muchacha encajara con la mujer fría e implacable a quien había visto torturar a aquellos prisioneros en las afueras de Nathilog? La miraría y una parte de sí mismo diría: Joven, no es desagradable a la vista, con una confianza que la dota de cierto magnetismo. Mientras, la otra parte de su mente cerraría la boca: ¿Joven? Entonces rompería a reír, contrito. ¡Oh, no, esa moza no! Es vieja. Ésa ya paseaba a la rojiza luz de la luna en los albores del tiempo. Su rostro pertenece a lo impenetrable; te mira a los ojos, Whiskeyjack, y tú jamás sabrás qué pensamientos oculta esa mirada.
Era consciente del sudor que corría por su rostro y cuello. Paparruchas. Esa parte de su pensamiento se dejaba llevar por el terror; tomaba lo desconocido y daba forma, ciego en su desesperación, a un semblante que pudiera reconocer. La desesperanza, se dijo, siempre exige una dirección, un sentido. Encuentra la dirección y la desesperanza se diluirá.
Claro que no era tan fácil. La desesperación que sentía no tenía forma. No sólo obedecía a Lástima, ni a esa guerra interminable, ni siquiera a la traición que anidaba en el Imperio. No tenía dónde buscar respuestas, y estaba harto de hacer preguntas.
Cuando observó a Lástima en Perrogrís, la fuente de su temor provenía del descubrimiento de aquello en lo que se estaba convirtiendo: una asesina carente de remordimiento, escudada en la inhumanidad del frío acero, libre de la necesidad de hacer preguntas, de buscar respuestas, de dar forma a una vida razonable, isla en mitad de un mar ensangrentado.
En la iracunda mirada de aquella niña había visto la amargura que teñía su alma. El reflejo fue inmaculado, sin impurezas que desafiaran a la verdad de lo que había visto.
El sudor que descendía por su espina dorsal, bajo el jubón, era cálido a pesar del frío que atenazaba al sargento. Whiskeyjack se llevó la mano temblorosa a la frente. En los días y las noches que se avecinaban, moriría gente debido a sus órdenes. Había estado pensando en ello como la culminación de su cuidadosa y meticulosa planificación: el éxito derivado del cálculo de las pérdidas propias con respecto a las del enemigo. La ciudad, con su ajetreada muchedumbre, las vidas grandes o pequeñas, cobardes o valientes, no era más que el tablero de un juego que únicamente se jugaba en aras del beneficio ajeno. Había hecho planes como si nada de sí mismo corriera peligro. Y sus amigos podían morir (por fin los llamaba por lo que eran), y también los amigos de otros, los hijos e hijas y los padres. La lista de vidas rotas se antojaba interminable.
Whiskeyjack recostó con fuerza la espalda en el costado del carromato, en un esfuerzo por dejar de devanarse los sesos. Con cierta desesperación, levantó la mirada. Vio a un hombre en la ventana de la segunda planta de la hacienda. Los observaba. Tenía las manos rojas.
El sargento apartó la mirada. Se mordió el carrillo hasta sentir una punzada de dolor, seguida del amargo sabor de la sangre. Concéntrate —se dijo—. Apártate del precipicio. Concéntrate o morirás. Y no sólo tú, sino también el pelotón. Confían en que los sacarás de esto con vida. No puedes descuidar que debes ganarte esa confianza. Llenó de aire los pulmones, se volvió a un lado y escupió un esputo de sangre.
—Ahí va —dijo mirando el adoquín teñido de rojo—. Qué fácil resulta mirarlo, ¿verdad?
Oyó pasos y, al volverse, vio llegar a Seto y Violín. Ambos parecían angustiados.
—¿Todo bien, sargento? —preguntó Violín. Tras los saboteadores se acercó Mazo, que no apartaba la mirada del rostro lívido y sudoroso de Whiskeyjack.
—Nos estamos retrasando más de lo previsto. ¿Cuánto falta? Con la faz cubierta de polvillo y sudor, ambos cruzaron la mirada.
—Tres horitas —respondió Seto.
—Hemos decidido plantar siete minas —comunicó Violín—. Cuatro chisposas, dos fogosas y una maldiciente.
—¿Bastarán para derrumbar algunos de estos edificios? —preguntó Whiskeyjack rehuyendo la mirada de Mazo.
—Pues claro. No hay mejor modo de bloquear una encrucijada. —Violín sonrió a su compañero.
—¿Hay alguno en concreto que quieras derribar? —preguntó Seto.
—La hacienda que tienes a tu espalda pertenece a un alquimista.
—Vale —respondió Seto—. Bastará con eso para iluminar todo el cielo.
—Tenéis dos horas y media. Después nos reuniremos en el cruce de la colina de la Majestad.
—¿Otro dolor de cabeza? —preguntó Mazo en voz baja adelantándose a los zapadores.
Whiskeyjack cerró los ojos y se limitó a inclinar la cabeza. El sanador levantó la mano y repasó con las yemas de los dedos la frente del sargento.
—Vamos a rebajarlo un poco —dijo.
—Me lo sé de memoria, Mazo. —El sargento sonrió con tristeza—. Incluso dices las mismas palabras. —Un frío letargo abrazó sus pensamientos.
Mazo apartó la mano; a juzgar por su expresión estaba agotado.
—Cuando tengamos tiempo encontraré la fuente de ese dolor de cabeza, Whiskeyjack.
—Eso —sonrió el sargento—: cuando tengamos tiempo.
—Confío en que Kal y el Rápido estén bien —dijo Mazo, volviéndose a observar el tráfico de la calle—. ¿Has despachado a Lástima?
—Sí. Estamos solos. Saben dónde encontrarnos, los tres lo saben. —El hombre de las manos rojas seguía en la ventana, aunque parecía más atento a los tejados. Una nube de polvo se levantó entre ambos y Whiskeyjack volvió la atención al mapa de la ciudad, donde todas las encrucijadas principales, los cuarteles y la colina de la Majestad aparecían señaladas con un círculo rojo—. Mazo.
—¿Sargento?
—He vuelto a morderme el carrillo.
El sanador se acercó, de nuevo con la mano en alto.
Azafrán Jovenmano caminaba hacia el sur por el paseo de Trallit. Las primeras señales de las inminentes celebraciones de Gedderone se manifestaban ya. Enseñas pintadas colgaban sobre las calles de los cables de tender la ropa, las flores dibujadas y las tiras de corteza decoraban las puertas, y manojos de malas hierbas colgaban clavados en las paredes de cada esquina.
Gentes venidas de más allá de los muros de la ciudad llenaban las calles. Pastores gadrobi, mercaderes rhivi, tejedoras catlin, una muchedumbre de gente chillona, inquieta y sudorosa. Los olores animales se mezclaban con los humanos hasta tal punto que el hedor de las callejuelas resultaba insoportable, lo que a su vez abarrotaba aún más las vías principales de paso.
En el pasado, a Azafrán le regocijaron mucho aquellas celebraciones; se abría paso entre la multitud a medianoche y llenaba su propio bolsillo a costa del ajeno. Durante las fiestas, desaparecían las preocupaciones derivadas de las campañas que desplegaba al norte el Imperio de Malaz. Al menos lo hacía por un tiempo. Su tío siempre sonreía al constatarlo; decía que el cambio de estación ponía en perspectiva los actos de la humanidad. «Los actos fútiles, infantiles —solía apostillar—, de una especie mortal, estrecha de miras, Azafrán, que es incapaz de hacer nada por detener el gran ciclo vital».
Rememoró las palabras de Mammot de camino a casa. Siempre había considerado a su tío un anciano sabio, si bien algo ineficaz. Cada vez más, no obstante, se descubría perturbado por las observaciones de Mammot.
Celebrar el rito de la primavera de Gedderone no debería servir de excusa para evitar las presiones diarias. Tampoco era una escapatoria inocua, sino un medio de retrasar lo probable y volverlo inevitable. Podemos bailar todo el año en las calles —pensó ceñudo—, durante un millar de ciclos vitales, y con la misma certeza del paso de las estaciones el Imperio de Malaz irrumpirá por la puerta. Pondrán punto y final al baile a punta de espada; son emprendedores, un pueblo disciplinado, impacientes ante cualquier gasto inútil de energía… Y cortos de miras.
Llegó a la casa. Entró tras saludar con una inclinación de cabeza a la anciana que fumaba en pipa sentada en los escalones de la entrada. El recibidor estaba vacío. Supuso que la turba de niños que solía encontrar ahí debía de estar jugando en las calles. El murmullo doméstico se filtraba por las puertas cerradas. Subió la quejumbrosa escalera hasta llegar a la primera planta.
Ante la puerta de Mammot flotaba el monito alado del erudito. Tiraba de la correa desesperadamente. Ignoró a Azafrán hasta que el joven lo apartó de un manotazo, momento en que se puso a chillar mientras volaba en círculos alrededor de su cabeza.
—Ya estamos molestando otra vez, ¿eh? —Azafrán agitó la mano cuando la criatura se posó en su pelo y tiró de él con las diminutas manitas de un ser humano—. Basta ya, Moby —dijo más ablandado al tiempo que abría la puerta.
Encontró a Mammot preparando un té.
—¿Te apetece un té, Azafrán? —preguntó su tío sin volverse siquiera—. Respecto a ese monstruito que seguramente andará posado en tu cabeza, dile que hoy ya he terminado con él.
Moby aspiró indignado y revoloteó hacia el escritorio del sabio, donde al posarse de panza arrojó los papeles al suelo. Luego gorjeó.
Mammot se volvió con la bandeja y lanzó un suspiro.
—Pareces cansado, muchacho —dijo fijando una mirada acuosa en Azafrán.
—Sí. Cansado y de mal humor —confirmó su sobrino al tiempo que se dejaba caer sobre el sillón menos destartalado de los dos que había en la estancia.
—El té que he preparado obrará el efecto de costumbre. —Mammot sonrió.
—Puede que sí, puede que no.
Mammot apoyó la bandeja en una mesita que había entre ambos sillones. Luego tomó asiento con un quejido.
—Como sabes, tengo mis escrúpulos con respecto a tu profesión, Azafrán, puesto que cuestiono cualquier clase de derecho, incluido el de la propiedad. Incluso los privilegios exigen de una responsabilidad, como siempre digo, y el de la propiedad requiere que el propietario se responsabilice de proteger aquello que considera propio. Mi única preocupación, por supuesto, estriba en los riesgos que por fuerza debes asumir. —Se inclinó para servir el té—. Muchacho, un ladrón debe estar seguro de algo, de su concentración. Las distracciones son muy peligrosas.
Azafrán se volvió a mirar a su tío.
—¿Qué has estado escribiendo durante estos años? —preguntó inesperadamente, señalando el escritorio.
Sorprendido, Mammot tomó la taza y se recostó.
—¡Bravo! ¿Veo que de pronto sientes un interés sincero por la educación? Ya iba siendo hora. Tal como he dicho antes, Azafrán, tienes inteligencia de sobra para llegar lejos. Puede que no sea más que un humilde hombre de letras, pero mi palabra servirá para abrirte más de una puerta en la ciudad. Ni siquiera el concejo quedaría fuera de tu alcance, si escoges tomar esa dirección. Disciplina, muchacho, el mismo requisito del que has necesitado para convertirte en un excelente ladrón.
La mirada de Azafrán se iluminó con un brillo que tuvo algo de ladino.
—¿Cuánto tardaría en darme a conocer en ese ámbito? —preguntó en voz baja.
—Veamos, claro está que lo que importa es el aprendizaje —dijo Mammot.
—Claro, claro. —En la mente de Azafrán, no obstante, se dibujó la silueta de una doncella dormida.
—Si estudiaras a tiempo completo —respondió Mammot tras apurar el té—, y con tu ardor juvenil, yo diría que un año, quizá más, quizá menos. ¿Acaso tienes prisa?
—No, sólo ardor juvenil, supongo. De cualquier modo, no me has respondido. ¿Qué escribes, tío?
—Ah. —Mammot volvió la mirada al escritorio, enarcando una ceja a Moby, que acababa de abrir un tintero, cuyo contenido bebía a grandes tragos—. La historia de Darujhistan —respondió—. Acabo de empezar el quinto volumen, que empieza en el reinado de Ektalm, penúltimo de los reyes tiranos.
—¿Quién? —preguntó Azafrán.
Mammot se sirvió más té mientras una sonrisa se extendía en su rostro.
—Usurpó el trono a Letastte y fue sucedido por su hija, Sandenay, que ocasionó el alzamiento y, con éste, el fin de la época de los tiranos.
—Ah, sí.
—Azafrán, si de veras vas en serio, la historia de Darujhistan constituye la primera de tus lecciones, lo cual no supone que tengas que empezar por el quinto volumen, sino que lo hagas por el principio.
—Nacida de un rumor —asintió Azafrán.
El chillido de Moby dio paso a una tos. Mammot lo miró de reojo antes de devolver la atención a Azafrán.
—Sí, muchacho —confirmó sin que su faz revelara nada—. Darujhistan nació de un rumor. —Titubeó—. ¿Has oído eso en alguna otra parte? ¿Hace poco?
—Alguien lo mencionó —respondió Azafrán sin darle mucha importancia—. Aunque no recuerdo quién. —De hecho sí lo recordaba, pues había sido Rallick Nom, el asesino.
—¿Sabes qué significa?
Azafrán sacudió la cabeza.
—Tómate el té, muchacho. —El anciano aprovechó el silencio para ordenar sus pensamientos—. En los años tempranos de este reino, tres grandes pueblos lucharon por el dominio; ninguno de éstos podía considerarse humano, tal como nosotros entendemos el término. Los primeros en ceder fueron los forkrul assail o los krussail, tal como se los conoce ahora. No fue por debilidad, sino… En fin, por desinterés. Los dos restantes guerrearon sin pausa ni descanso. Con el tiempo uno de ellos cedió, puesto que era una raza de individuos que tanto guerreaban entre sí como contra los enemigos de su raza. Se llamaban jaghut, aunque el término ha degenerado en nuestra época hasta adoptar la forma jagh o shurl. No desaparecieron del todo, pero perdieron la guerra. Se dice que algunos jaghut sobreviven hoy en día, aunque, por suerte, no en Genabackis.
»De modo que Darujhistan nació de un rumor —continuó Mammot, rodeando la taza de té con ambas manos—. Entre las tribus indígenas gadrobi, que moraban en las colinas, pervivió la leyenda de la existencia de un túmulo jaghut en algún lugar más allá de las colinas. Los jaghut poseían una magia poderosa, eran creadores de sendas secretas y objetos de poder. Con el paso del tiempo, la leyenda gadrobi se extendió allende las colinas, hacia el norte de Genabackis y al sur de Catlin, a reinos que desde entonces se han convertido en polvo tanto a oriente como a occidente. Sea como fuere, llegaron buscadores a las colinas, al principio un puñado, luego hordas, tribus enteras dirigidas por chamanes y hechiceros sedientos de poder. Cada cima se vio surcada por trincheras y fosos. Entre los campamentos y las chabolas, gracias a los millares de buscadores de tesoros que llegaban cada primavera, nació una ciudad.
—Darujhistan —dijo Azafrán.
—Sí. Nunca encontraron el túmulo, y el rumor hace tiempo que se ha marchitado. Pocos lo conocen en estos tiempos, y quienes lo hacen dedican su tiempo a asuntos más provechosos que la búsqueda de un tesoro.
—¿Por?
—Rara vez algo de construcción jaghut ha aparecido en mano humana, aunque haya sucedido, y siempre que lo ha hecho las consecuencias han sido catastróficas. —El anciano arrugó aún más el entrecejo—. Existe una lección evidente en todo esto, siempre y cuando uno quiera verla.
—Los krussail desaparecieron —concluyó Azafrán al cabo de unos instantes de meditarlo— y los jaghut fueron derrotados. ¿Qué le sucedió al tercer pueblo? ¿A los vencedores? ¿Por qué no habitan la ciudad en nuestro lugar?
Mammot abrió la boca para responder, pero se contuvo y pareció reconsiderarlo.
Azafrán entornó los ojos. Se preguntó qué había estado a punto de revelarle Mammot y por qué razón había escogido no hacerlo. Mammot dejó la taza en la mesita.
—Nadie está seguro de lo que les sucedió, Azafrán, o de cómo se convirtieron en lo que son hoy. Existen, bueno, de algún modo lo hacen, y todos los que se han enfrentado al Imperio de Malaz los conocen por el nombre de t’lan imass.
Lástima se abrió paso entre la multitud en su empeño por no perder de vista al hombrecillo gordo. No era que resultase difícil seguirlo, pero la joven capeaba una tormenta en la mente, tormenta que había estallado cuando el sargento Whiskeyjack pronunció la palabra «vidente».
Sintió como si algo oscuro y compacto acabara de abrirse en su cerebro nada más oír la palabra. La masa oscura combatía ya todo cuanto la rodeaba. Aunque en un principio había percibido su fuerza irrefrenable, ya se desvanecía. Fuera lo que fuese lo que la combatía, estaba ganando la batalla. Aun así creyó oír, débilmente, el llanto de un niño.
—Soy Cotillion —murmuró—. Patrón de los asesinos, por todos conocido como la Cuerda de Sombra. —El llanto se hizo más y más lejano—. La vidente ha muerto.
En un rincón de la mente se alzó una protesta; otro rincón, no obstante, formuló en cambio una pregunta: «¿Qué vidente?».
—Estoy dentro pero separado. Estoy junto a Tronosombrío, que tiene por nombre Ammanas, señor de Sombra. Aquí estoy, la mano de la muerte. —Lástima sonrió, reafirmada su personalidad. Fuera lo que fuese lo que había desafiado el control que ejercía sobre sí misma había desaparecido ya, ido, enterrado en lo más hondo. El lujo del llanto, de la ira, del temor no le pertenecían y jamás le habían pertenecido.
Tomó aire, volcados sus sentidos en la labor que tenía entre manos. El hombrecillo gordo era peligroso. Aún tenía que descubrir cuánto y por qué, pero cada vez que lo veía entre la multitud todos sus poderes se volvían atentos. Todo lo que supone un peligro —se dijo— debe perecer.
Bajo la muralla de Segundafila, en Antelago, el mercado situado en el paseo de la Sal disfrutaba del habitual bullicio. El asfixiante calor, concentrado a lo largo del día en las revueltas avenidas y callejuelas, vivía su punto más álgido. Los mercaderes sudorosos y agotados proferían maldiciones a los competidores en su eterna disputa por atraer la atención de los clientes. Se producían riñas cada poco rato, aquí y allá, y la multitud separaba a los contendientes a empellones antes de que llegara la malhumorada guardia.
Agachados en las esteras de hierba, los llaneros rhivi alababan con su habitual e interminable sonsonete las exquisiteces de la carne de caballo. En los cruces, los pastores gadrobi permanecían junto a los postes, rodeados de cabras y ovejas, mientras que otros empujaban los carros de madera cargados de quesos y cántaros de barro llenos de leche fermentada. Los pescadores daru caminaban con espetones de pescado ahumado que agitaban en lo alto para ahuyentar a las moscas. Las tejedoras catlin se sentaban tras las ruecas (estando de pie les llegarían a la cintura), remachadas con pernos de una tela teñida de vivos colores. Los granjeros gredfalanos se erguían en sus carromatos, dispuestos a vender el amargo fruto de la estación a la multitud, mientras sus hijos se aferraban a los fardos de leña como si fueran monos. Hombres y mujeres de oscuras túnicas procedentes de Callows entonaban las oraciones propias del millar de sectas de D’rek con el icono propio de cada una en alto.
Kruppe descendió por la calle del mercado con cierto garbo, agitando los brazos como si fuera una marioneta. Tal movimiento, no obstante, no obedecía a su manera de andar, pero sí disimulaba los gestos que servían de requisito al hechizo. En su faceta de ladrón, los gustos de Kruppe no podían ser más sencillos: robaba comida, sobre todo fruta y dulces, y era para satisfacer tales gustos del paladar por lo que había ido perfeccionando sus habilidades mágicas.
Mientras caminaba, el caótico baile de sus brazos siguió el compás de las manzanas que volaban de los cestos, de los pastelillos que saltaban de las bandejas, de los dulces cubiertos de chocolate fundido, que atrapaba al vuelo de los cestos. Todas estas viandas se movían con una inaudita fluidez; eran borrones en el aire empeñados en esquivar a los demás. En el interior de las generosas mangas de la casaca había practicado todo tipo de bolsillos, grandes y pequeños. Todo lo que caía en manos de Kruppe desaparecía en sus mangas, guardado en el bolsillo del tamaño correspondiente. Siguió caminando este conocedor de las delicias de un centenar de culturas, y lo hizo con la expresión de quien ha saciado un voraz apetito dibujada en su cara redonda.
Al cabo, después de seguir una ruta larga y tortuosa, Kruppe llegó a la taberna del Fénix. Hizo una pausa al llegar al primer peldaño de la escala, donde conversó con un matón sentado en uno de los peldaños. De una de las mangas sacó una bola de miel azucarada. Dio un mordisco al dulce, empujó la puerta y desapareció en el interior del local.
A media manzana de distancia, Lástima se pegó a la pared de una propiedad y se cruzó de brazos. El hombrecillo gordo era un misterio. Había visto lo bastante de su peculiar danza para comprender que se trataba de un adepto. Aun así se sentía confusa, ya que la mente que se ocultaba tras aquella fachada apuntaba a una capacidad mucho mayor que la mostrada. Tal sospecha no hizo sino confirmar que se trataba de una criatura peligrosísima.
Observó la taberna con atención desde el lugar donde se encontraba. El matón parecía escudriñar a todos los parroquianos, pero no detectaba ningún indicio que pudiera delatar que se trataba de un antro de ladrones. Las conversaciones eran siempre breves, por lo general saludos. De todos modos, tenía intención de entrar en la taberna. Era el tipo de lugar al que Whiskeyjack enviaría a Kalam y a Ben el Rápido para que buscasen a un puñado de ladrones, brazos fuertes y asesinos. Nadie le había contado por qué razón el sargento quería dar con un lugar así. El mago y Kalam sospechaban de ella, y percibía que habían compartido sus argumentos con Whiskeyjack. A ser posible, la mantendrían al margen de todo, cosa que ella no estaba dispuesta a permitir.
Se apartó de la pared, cruzó la calle y se acercó a la taberna del Fénix. En lo alto, el anochecer había extendido su manto sobre la tarde, y olía a lluvia. Al acercarse a la escalera, el matón centró su atención en ella.
—De modo que sigues a Kruppe, ¿eh? —dijo con una sonrisa—. Las mujeres no deberían andar por ahí con espadas. Espero que no quieras entrar. ¿Con una espada? ¡Uy, uy! No sin escolta, al menos.
Lástima dio un paso atrás. Miró a un lado y otro de la calle. El transeúnte más cercano se hallaba a una manzana de distancia y se dirigía en dirección contraria. Agarró con las manos los bordes del capote y se envolvió con él.
—Déjame pasar —dijo en voz baja. ¿Cómo diantre la habría descubierto el gordito?
—Vamos a ver si nos entendemos… —dijo el matón—. ¿Qué te parece si nos acercamos al callejón, tú dejas la espada y yo me muestro amable contigo? De otro modo, las cosas se pondrán muy feas, y ¿qué tendría de divertido…?
Lástima movió la zurda a la velocidad del rayo. Una daga centelleó entre ambos. La hoja atravesó el ojo derecho del tipo y, luego, el cerebro. El matón cayó hacia atrás sobre la barandilla de la escalera hasta dar como un saco de patatas junto a los peldaños. Lástima se acercó a él y recuperó la daga. Hizo una pausa, se ajustó el tahalí del que pendía la espada ropera; finalmente, vigiló de nuevo la calle. Al ver que no había nadie en las inmediaciones, se encaminó a la puerta y entró en el local.
Antes de que pudiera dar un segundo paso se detuvo al topar con un muchacho que colgaba boca abajo. Dos mujeronas se turnaban para zarandearlo de un lado a otro. Cada vez que el joven intentaba alcanzar la cuerda atada a los tobillos, se ganaba un coscorrón en la cabeza. Una de las mujeres sonrió a Lástima.
—¡Vaya, mira qué tenemos aquí! —exclamó la mujer, aferrando el brazo de Lástima cuando ésta quiso pasar por su lado. Lástima dedicó a la mujer una mirada gélida.
—¿Qué?
La otra se acercó con tufo a cerveza en el aliento.
—Si te metes en líos —susurró—, sólo tienes que preguntar por Irilta y Meese. Somos nosotras, ¿de acuerdo?
—Gracias.
Lástima se apartó de la mujer. Ya había visto al hombrecillo gordo… ¿Cómo lo había llamado el matón? Kruppe. Estaba sentado a una mesa cerca de la pared opuesta, junto al patio. A través de la densa clientela, Lástima distinguió que había un hueco en la barra; un buen lugar desde el cual podría vigilarlo. Se abrió paso.
Puesto que Kruppe conocía su existencia, decidió no hacer el menor esfuerzo por ocultar su presencia. A menudo, eso era precisamente el tipo de presión que bastaba para doblegar la voluntad de un hombre. En la guerra de la paciencia, sonrió Lástima para sus adentros, el mortal siempre juega con desventaja.
Azafrán dobló la esquina y se acercó a la taberna del Fénix. El rumbo que Mammot había trazado para él resultaba sobrecogedor, puesto que la educación se extendía más allá de los libros, hasta la etiqueta en las maneras de la corte, las funciones de los diversos funcionarios, el conocimiento de las grandes familias, las manías de determinados dignatarios. Sin embargo, se había hecho la firme promesa de seguir adelante. Su objetivo era lograr algún día plantarse ante la damita de los D’Arle, y que lo presentaran formalmente.
Hubo algo en su interior que se burló de semejante idea. Ahí estaba Azafrán, el estudioso, la sofisticada y joven promesa, el ladrón. Era demasiado absurdo. Aun así, estaba emperrado, era férrea su resolución y no tardaría en conseguirlo. Hasta ese momento, sin embargo, tenía otros asuntos que resolver, cosas que necesitaba compensar.
Al subir la escalera de la taberna, le pareció ver una sombra bajo la barandilla. Con sumo cuidado, Azafrán se acercó a ella.
Mientras Lástima se acercaba a la barra, se abrió la puerta de la taberna de par en par. La recluta se volvió, al igual que los demás, y vio a un joven de pelo negro bajo el dintel.
—¡Han asesinado a Chert! —gritó el hombre—. ¡Lo han acuchillado!
Media docena de parroquianos se arrojaron hacia la puerta, apartaron a un lado al joven y salieron por la puerta.
Lástima se volvió de nuevo a la barra. Al ver que la tabernera la miraba, pidió:
—Gredfalana, por favor, y en jarra de estaño.
La mujer a la que Irilta había llamado Meese apareció junto a Lástima golpeando con sus fornidos brazos la barra, al tiempo que se inclinaba sobre ella.
—Atiende a la dama, Scurve —gruñó Meese—. Tiene buen gusto.
Meese acercó aún más el rostro al de Lástima.
—Buen gusto en todo.
Chert era un cerdo.
Lástima se enderezó y deslizó lentamente las manos a la espalda, tras la capa.
—So, muchacha —dijo Meese en voz baja—, que no vamos a reñir por un pelele. En este lugar, uno cuida de sí mismo antes que nada, y te aseguro que no quiero terminar con un cuchillo en el ojo. Dijimos que cuidaríamos de ti, ¿o no?
Llegó la bebida, tal como la había pedido. Lástima levantó una mano y tomó la jarra del asa.
—No te conviene cuidar de mí, Meese —replicó en voz baja.
Una tercera persona llegó junto a Meese, al otro lado. Lástima comprobó que se trataba del joven del pelo negro azabache. Estaba pálido hasta las cachas.
—Maldición, Meese —silbó—. Menuda mierda de día llevo hoy.
Meese soltó una sonora carcajada y pasó uno de sus brazos por encima de los hombros del atribulado muchacho.
—Scurve, sírvenos un par de esas jarras de gredfalana. Aquí nuestro Azafrán se ha ganado lo mejor de Darujhistan. —De nuevo Meese se volvió hacia Lástima—. La próxima vez —le susurró— será mejor que no vayas por ahí dándotelas de buena crianza. No aquí, al menos.
Lástima bebió ceñuda de la jarra. Pedir la bebida más cara de la ciudad había sido un desliz. Tomó un buen sorbo.
—Mmm —alabó—. Es estupenda.
Una sonrisa torcida se extendió en el rostro de Meese.
—A la dama le gusta lo mejor.
Azafrán se inclinó hacia ellas y dirigió a Lástima una sonrisa cansada pero cálida. En el exterior se oyeron los cuernos de la guardia. Scurve sirvió las dos bebidas.
Lástima reparó en que Azafrán la repasaba con la mirada. La sonrisa del joven adquirió un punto de tensión y empalideció aún más. Al servirle la jarra, Azafrán apartó la mirada y la tomó.
—Será mejor que la pagues antes de bebértela, Azafrán —masculló Scurve—. En eso empiezas a parecerte a Kruppe.
Azafrán hundió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de monedas. Cuando intentaba contarlas, algunas se deslizaron entre sus dedos y cayeron en la barra. De estas tres monedas, dos protestaron con su voz metálica antes de quedar inmóviles. La tercera moneda se puso a girar, y siguió girando. Las miradas de Lástima, Scurve y Meese se vieron atraídas por esta moneda. Azafrán extendió la mano para atraparla. Luego titubeó. La moneda seguía girando, sin que su inercia se hubiera visto afectada lo más mínimo.
Lástima contempló la moneda, consciente de los ecos de poder que martilleaban su cerebro como las olas del océano se golpean unas a otras. En su interior, de pronto, se alzó una súplica. Scurve lanzó un grito cuando la moneda patinó por la superficie de la barra, dio un bote hasta levantar un palmo de ésta y, finalmente, cayó inmóvil delante de Azafrán.
Nadie pronunció una palabra. Más allá de aquel pequeño círculo, nadie había presenciado lo sucedido.
Azafrán recogió la moneda.
—Ésta no —dijo con voz ronca.
—Bien —respondió Scurve, en un tono similar, mientras extendía sus temblorosas manos para recoger las otras monedas que Azafrán había dejado en la barra.
Bajo el mostrador, Lástima frotó con la mano la empuñadura y la vaina de la daga. La retiró húmeda. De modo que Azafrán había reparado en la sangre. Tendría que matarlo. Aunque al pensarlo mejor supo que no debía.
—¡Azafrán, muchacho! —voceó alguien desde corredor.
Meese se volvió en esa dirección.
—El balbuceante pez en persona —masculló—. Kruppe te llama, jovencito.
Azafrán resopló tras devolver la moneda al bolsillo.
—Nos vemos, Meese —se despidió al hacerse con la jarra.
De modo que había encontrado al hombre de Oponn. Así de fácil. Por lo visto estaba relacionado con Kruppe. Parecía demasiado sencillo, y eso le hizo sospechar.
—Un chico muy agradable —comentó Meese—. Irilta y yo… le echamos un ojo, ¿no?
Lástima se inclinó sobre la barra con la mirada en la jarra que tenía en la mano. Tendría que jugar sus cartas con sumo cuidado. El arranque de magia Sombra, que había surgido en respuesta a la influencia de la moneda, había sido instintivo.
—Eso mismo, Meese —respondió—. Y no os preocupéis por nada, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —Meese suspiró—. Por ahora mejor tirarnos a lo barato. ¿Scurve? Cerveza daru, si eres tan amable. En jarra de loza, si tienes.
Contra la muralla de Segundafila, en la parte que daba a Antelago, se hallaba el bar de Quip, refugio habitual de marinos y pescadores. Las paredes del bar estaban talladas en piedra arenisca, y con el tiempo todo el edificio se había inclinado hacia atrás, como si deseara apartarse de la calle. Quip se apoyaba en la muralla de Segundafila, al igual que las chabolas colindantes, construidas en su mayor parte de madera que había flotado a la deriva y de la tablonería arrastrada a la orilla desde los naufragios que se producían en el arrecife del Topo.
El crepúsculo bañó Darujhistan con una lluvia fina, mientras la bruma gateaba desde el lago por toda la costa. A lo lejos centelleaba el relámpago, tan lejos que el trueno era mudo.
Kalam salió del bar de Quip cuando el Caragris de turno acercó la cerilla a la cercana lámpara de gas, justo tras abrir la llave de cobre. La lámpara se encendió con una llamarada azul que pronto se encogió. Kalam se detuvo a la salida del bar para observar al extraño hombre vestido de gris, que se alejó calle arriba. Lo vio detenerse ante la última de las chabolas que lindaba con un corte irregular de la muralla, y perderse luego en su interior.
Ben el Rápido aguardaba sentado en plena calle con las piernas cruzadas.
—¿Ha habido suerte?
—No —respondió Kalam—. La Guilda se ha ocultado en su madriguera. No tengo ni idea de por qué. —Se acercó a la pared y tomó asiento en el petate. Luego recostó la espalda en la piedra vieja, vuelto hacia su compañero—. ¿Crees posible que el concejo de la ciudad haya tomado medidas para acabar con los asesinos del lugar?
—¿Te refieres a si se habrán adelantado, en previsión de que pudiéramos entablar contacto con ellos? —preguntó a su vez el mago, cuyos ojos lanzaron un destello en la oscuridad.
—No creo que sean tan idiotas. —Kalam apartó la mirada—. Deben saber que así actúa Malaz. Ofrece un contrato al Gremio que no pueda rechazar y, luego, se sienta a observar cómo caen derrocados los regentes, igual que moscas decapitadas. Whiskeyjack sugirió el plan. Dujek le dio el visto bueno. Esos dos hacían lo que el antiguo emperador. Apuesto a que el viejo está partiéndose de risa en el infierno, Ben.
—Desapacible imagen —tembló el mago.
—Todo queda en la teoría, no obstante, a menos que encontremos a los asesinos del lugar —continuó Kalam con un encogimiento de hombros—. Estén donde estén, no es en el barrio de Antelago, eso te lo aseguro. El único nombre que me ha parecido rodeado de algún misterio es la Anguila. Según parece no se trata de un asesino, sino de otra cosa.
—¿Y ahora? —preguntó Ben el Rápido—. ¿Al distrito Gadrobi?
—No. Ahí sólo encontraremos a un puñado de granjeros y ganaderos. Diantre, basta con pensar en cómo huele ese lugar para tacharlo de la lista. Probaremos en Daru, mañana por la mañana. —Kalam titubeó—. ¿Cómo llevas lo tuyo?
Ben el Rápido inclinó la cabeza. La respuesta surgió de los labios en forma de susurro imperceptible.
—Casi está listo.
—Whiskeyjack estuvo a punto de ahogarse cuando atendió tu propuesta. Y yo también. Te adentrarás en la boca del lobo, Ben. ¿Estás seguro de que es necesario?
—No. —Ben el Rápido levantó la mirada—. Personalmente, preferiría poder dejarlo todo atrás y echar a correr lo más lejos posible. Del Imperio, de Darujhistan, de la guerra. Pero intenta convencer de ello al sargento. Le debe lealtad a un ideal, y un ideal es lo más difícil de abandonar.
—Honor, integridad, toda esa costosa basura —admitió Kalam.
—Actuamos de este modo porque es nuestra única vía. La locura de Mechones nos compromete, pero aún podemos sacarle provecho, al menos una última vez. El poder atrae el poder, y con suerte el fallecimiento de Mechones obtendrá precisamente ese efecto. Cuantos más Ascendientes podamos atraer a la refriega, mejor.
—Y yo que creía que debíamos evitarlo, Ben.
—¿Qué me vas a contar? —La sonrisa del mago adquirió un punto de tensión—. Ahora mismo, cuanta más confusión y más caos podamos conjugar, mejor para nosotros.
—¿Y si Tayschrenn se entera?
—En tal caso moriremos mucho antes de lo previsto. —El mago sonrió entonces de oreja a oreja—. Así están las cosas.
—Así están. —Kalam soltó una risotada ronca, breve.
—El sol se ha puesto por el horizonte. Ha llegado la hora de empezar.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó el asesino.
—No, quiero que en esta ocasión sigas donde estás. Si no vuelvo, toma mi cadáver y quémalo hasta que no queden más que las cenizas. Espárcelas a los cuatro vientos y maldice mi estampa con toda tu alma.
Kalam guardó silencio.
—¿Cuánto tiempo debo esperar? —preguntó al cabo.
—Hasta el amanecer. Comprenderás que algo así sólo se lo pediría a mi mejor amigo.
—Lo comprendo. Vamos, anda, ponte a ello, maldita sea.
Ben el Rápido llevó a cabo una serie de gestos. Un círculo de fuego surgió de la tierra, alrededor del mago. Éste cerró los ojos.
Para Kalam, su amigo parecía deshincharse un poco, como si algo esencial para la vida hubiera desaparecido. El cuello de Ben el Rápido emitió un crujido cuando clavó la barbilla en el pecho, se hundió de hombros y emitió un largo suspiro. El fuego centelleó antes de convertirse en un fulgor tenue inscrito en la tierra.
Kalam cambió de postura. En aquel hondo silencio, esperó.
Murillio, pálido, regresó a la mesa y tomó asiento.
—Alguien va a encargarse del cuerpo —informó al tiempo que sacudía la cabeza—. Sea quien sea el que haya asesinado a Chert, se trata de un profesional con muy mala saña. Le ha atravesado el ojo…
—¡Basta! —protestó Kruppe, levantadas las manos—. Resulta que Kruppe está comiendo, querido Murillio, y Kruppe posee un estómago delicado.
—Chert era un estúpido —continuó Murillio haciendo caso omiso de Kruppe—, pero no creo que mereciera tanta inquina.
Azafrán no dijo nada. Había visto la sangre en la daga de aquella mujer de pelo negro.
—¿Quién sabe? —Kruppe enarcó ambas cejas—. Quizá presenciara un horror espantoso. Quizá lo aplastaran como aplasta el hombre al mísero ratón.
Azafrán miró a su alrededor. Reparó de nuevo en la mujer, que seguía junto a Meese, de pie en la barra. Vestía armadura de cuero y ceñía una espada ropera sin adornos; le recordó cuando una vez de pequeño vio pasar una tropa de mercenarios por la ciudad. Se acordó de que se hacían llamar la Guardia Carmesí: quinientos hombres y mujeres sin siquiera una hebilla que reflejara la luz del sol.
Siguió observándola. Parecía una mercenaria, una asesina para quien el hecho de matar ya no significaba nada. ¿Qué habría hecho Chert para terminar con un cuchillo en el ojo?
Azafrán apartó la mirada, a tiempo de ver entrar a Rallick Nom en la taberna. El asesino se acercó a la mesa, sin reparar en la forma en que los parroquianos se apartaban a su paso.
Coll lo interceptó antes de que llegara a la mesa. Le dio una palmada en la espalda y se inclinó sobre él como hacen los borrachos.
—¡Nom, maldito hijo de perra!
Rallick rodeó el hombro del corpulento Coll y, juntos, llegaron a la mesa.
—¡Hola, queridos compañeros! —saludó Kruppe levantando la mirada—. Kruppe os convida a tomar parte en nuestra comandita. —Señaló con ambos brazos sendas sillas vacías y se recostó en el respaldo—. Para poneros al día de nuestros dramáticos quehaceres, el bueno de Azafrán ha estado mirando las musarañas mientras Murillio y Kruppe discutían las últimas habladurías que circulan entre ratones callejeros.
Coll siguió de pie, tambaleándose, mientras arrugaba la frente. Rallick se sentó y estiró el brazo hacia la jarra de cerveza.
—¿A qué habladurías te refieres? —preguntó el asesino.
—A ese rumor de que ahora somos aliados de Engendro de Luna —respondió Murillio.
—Menuda tontería —dijo Kruppe—. ¿Has visto algo que sugiera la posibilidad de que haya sucedido tal cosa?
—Luna no se ha alejado —sonrió Murillio—. ¿O sí? Por si eso no fuera suficiente, ahí tienes también la tienda que el concejo ha montado justo debajo de Luna.
—Tío Mammot me ha dicho que los concejales no han recibido ninguna respuesta de quienquiera que more en Engendro de Luna.
—Típico —afirmó Murillio, que entornó brevemente los ojos al mirar a Rallick.
—¿Quién vive ahí? —preguntó Azafrán.
Coll tuvo que apoyar las manos en la mesa para aguantarse derecho. Acercó su rostro sonrojado a Azafrán y gritó:
—¡Cinco dragones negros!
En las sendas del Caos, Ben el Rápido sabía de los innumerables pasajes mudables que desembocaban en puertas. Aunque las llamaba puertas, lo cierto era que se trataba de barreras creadas allá donde se tocaban las sendas, una amalgama de energía tan sólida como el basalto. El caos reptaba en todos los reinos con dedos nudosos que sangraban poder, las puertas endurecían las heridas en la carne de otros mundos, en las otras vías de la magia.
El mago había concentrado toda su destreza en tales puertas. En el interior de los Dominios del Caos había aprendido los modos de dar forma a su energía. Había descubierto métodos de alterar la composición de las barreras, de percibir lo que se ocultaba al otro lado. Cada senda mágica poseía un olor, cada reino una textura, y si bien nunca tomaba la misma senda dos veces, dominaba el modo de dar siempre con la que buscaba.
Viajó por una de esas vías, un camino hecho de la nada, cercado por las paredes propias de la senda, retorcido y lleno de contradicciones. En un camino descubrió que aunque su voluntad lo llevaba hacia delante, sus pasos lo hacían hacia atrás; había llegado a una esquina, seguida de otra, de otra y de una más, todas en la misma dirección.
Sabía que era el poder de su mente el responsable de abrir los caminos, pero éstos observaban sus propias reglas, o quizá le pertenecieran sin él saberlo. Fuera la fuente que fuese, era la locura personificada.
Finalmente dio con la puerta que buscaba. La barrera no parecía ser más que basta pizarra gris. Flotando sobre ella, Ben el Rápido susurró una orden y su espíritu adoptó la forma de su propio cuerpo. Permaneció un instante de pie, inmóvil, dominando el temblor que poseía a su espectro, luego dio un paso hacia la puerta y la palpó.
Los bordes eran duros y cálidos al tacto. Hacia el centro se volvía ardiente y blanda. La superficie perdió lentamente la opacidad ante el tacto del mago, hasta adoptar poco a poco la textura de la obsidiana. Ben el Rápido cerró los ojos.
Jamás había intentado franquear aquella puerta. Ni siquiera estaba seguro de poder hacerlo. Y si sobrevivía más allá, ¿acaso podría regresar? Al otro lado surgía amenazadora su última y más difícil preocupación: estaba a punto de entrar en un reino al que no era bienvenido.
—Soy rumbo —dijo en voz baja, abiertos los ojos. Se inclinó con más fuerza en la barrera—. Soy el poder de la voluntad en este lugar que respeta esto y sólo esto. —Se inclinó aún más—. Soy el tacto de la senda. Nada es inmune al Caos, ningún lugar lo es. —Sintió que la puerta empezaba a ceder. Extendió una mano hacia atrás para contener la presión creciente—. ¡Si pudiera pasar! —siseó. De pronto, con un estallido seco, se deslizó hacia el interior, rodeado su cuerpo de energía.
El mago trastabilló en terreno abrupto. Recuperó el equilibrio y miró a su alrededor. Se hallaba en un erial; a su izquierda, el horizonte estaba copado de colinas bajas. Por encima de su cabeza se dibujaba un cielo color mercurio, con nubes enjutas diseminadas que se movían al unísono, negras como una noche sin estrellas.
Ben el Rápido se sentó con las piernas cruzadas y las manos en el regazo.
—Tronosombrío —dijo—. Señor de Sombra, he venido a tu reino. ¿Me recibirás del modo en que un anfitrión agasaja a quien acude de visita en son de paz?
La respuesta llegó procedente de las colinas. Era el aullido de los Mastines.