Capítulo 10

Kallor dijo:

—Hollaba estas tierras cuando los t’lan imass apenas eran unos niños. He mandado ejércitos fuertes por millares. He extendido el fuego de mi ira por los continentes y me he sentado, solo, en tronos. ¿Comprendes qué significa?

—Sí —respondió Caladan Brood—, que nunca aprenderás.

Conversaciones de una guerra

(Kallor, segundo al mando, conversa con el caudillo Caladan Brood). Diálogo anotado por el escolta Hurlochel, del Sexto Ejército

La fonda de Vimkaros se hallaba situada tras la plaza de Eltrosan, en el barrio del Ópalo, en Pale. Hasta ahí llegaba Toc, gracias a que en más de una ocasión había vagabundeado por la ciudad. Pero por vida de que jamás se habría planteado encontrarse ahí a un conocido. A pesar de ello, las instrucciones para aquella misteriosa reunión no podían ser más claras.

Se acercó a la ostentosa estructura con cierta cautela. No vio nada sospechoso. La plaza contaba con el habitual gentío, y también con los puestos de los mercaderes; pocos guardias de Malaz quedaban. La diezma de la nobleza había logrado que la tensión que se respiraba en Pale se viera cubierta por una quietud y una consternación que la gente llevaba sobre los hombros como un yugo invisible.

Aquellos últimos días los había pasado Toc sin inmiscuirse en nada concreto, y cuando el ánimo se lo había pedido, había alternado con sus compañeros de armas, aunque cada vez el ánimo se mostraba más solitario. Tras la partida de la Consejera y la desaparición de Velajada, Dujek y Tayschrenn se habían dedicado por entero a sus respectivos asuntos. El Puño Supremo reestructuraba Pale y su Quinto Ejército, de reciente formación, mientras el mago supremo buscaba a Velajada, por lo visto sin demasiado éxito.

Toc tenía la sospecha de que aquella paz declarada entre ambos no duraría mucho. Desde la cena, se había esforzado en mantenerse al margen de asuntos oficiales, y había optado por comer con sus compañeros, en lugar de hacerlo con los oficiales, tal como tenía el privilegio de hacer en calidad de agente de la Garra. A su juicio, cuanto menos se hiciera notar mejor.

Se detuvo al entrar en la fonda de Vimkaros. Ante sí tenía un patio al descubierto, con un par de caminitos aislados en un jardín frondoso. Pensó que la fonda había sobrevivido al asedio sin sufrir un solo rasguño. Un pasillo central conducía a la espaciosa barra, tras la cual se hallaba un viejo corpulento que comía uvas. Algunos parroquianos paseaban por los caminitos laterales, entre las plantas, conversando en voz baja.

El mensaje había insistido en que se presentara vestido a la moda del lugar. Quizá por ello Toc llamó poco la atención de los allí presentes al acercarse a la barra.

El anciano inclinó la cabeza al verle y dejó la uva que tenía entre los dedos.

—A su servicio, señor —dijo mientras se limpiaba las manos.

—Tengo entendido que han reservado una mesa a mi nombre —dijo Toc—. Render Kan.

El anciano repasó los nombres escritos en una pizarra.

—Sígame, si es tan amable —dijo con una sonrisa.

Al cabo, Toc se sentó en la mesa en una terraza que daba al patio ajardinado. Su única compañía era una jarra de vino frío de Saltoan, que llegó al mismo tiempo que él, y que degustaba ya servido en copa, mientras con su único ojo observaba a los clientes en el jardín.

Se le acercó un sirviente, que le informó tras inclinarse ante él:

—Amable señor, debo hacerle entrega del siguiente mensaje: un caballero que ha logrado salir de su abismo, aun no siendo consciente de ello, aunque ahora sí lo sea, no tardará en sentarse a su mesa.

Toc arrugó el entrecejo.

—¿Es ése el mensaje?

—En efecto.

—¿Palabra por palabra?

—Palabra por palabra, señor. —De nuevo se inclinó el sirviente, antes de retirarse.

Aumentó la extrañeza de Toc, que se inclinó hacia delante, en tensión. Se volvió a la entrada de la terraza a tiempo de ver llegar al capitán Paran. Vestía como un miembro de la clase acomodada de Pale, iba desarmado y parecía tener buen aspecto. Toc se levantó con una sonrisa torcida.

—Espero no haberte sorprendido demasiado —dijo Paran al llegar. Ambos tomaron asiento y el capitán se sirvió un trago de vino—. ¿Te ha ayudado el mensaje a prepararte?

—No mucho —confesó Toc—. No estoy seguro de cómo recibirte, capitán. ¿Forma esto parte de las instrucciones de la Consejera?

—Ella me cree muerto —respondió Paran—. Y durante un tiempo lo estuve. Dime, Toc el Joven, ¿hablo con un agente de la Garra o con un soldado del Segundo Ejército?

Toc lo miró fijamente con su único ojo, bien abierto.

—Difícil pregunta.

—¿Lo es? —preguntó Paran, que lo observaba con una mirada intensa e inflexible.

Toc titubeó.

—Por el aliento del Embozado, no, ¡en realidad no lo es tanto! —rió—. De acuerdo, capitán, bienvenido seas al difunto Segundo.

Paran rompió a reír también, claramente aliviado.

—Y ahora, cuéntame qué significa eso de que estuviste muerto pero resultó no ser así.

A Paran se le fue de golpe el buen humor. Tomó un sorbo de vino que tragó ruidosamente, sin mirarle.

—Un intento de asesinato —explicó con una mueca—. Habría muerto, de no ser por Mazo y Velajada.

—¿Cómo? ¿El sanador de Whiskeyjack y la hechicera?

Paran asintió.

—Me he estado recuperando de las heridas hasta hace muy poco en las habitaciones de Velajada. Las órdenes de Whiskeyjack estipulan que debo mantener mi existencia en secreto, al menos de momento. Toc —se inclinó hacia delante—, ¿qué sabes de los planes de la Consejera?

Toc examinó el jardín. Velajada lo sabía y había logrado ocultarlo durante la cena. Extraordinario.

—Con eso —dijo— me planteas preguntas de la Garra.

—Así es.

—¿Dónde está Velajada? —Toc se volvió al capitán, a quien sostuvo la mirada.

—De acuerdo —dijo Paran—. Viaja por tierra a Darujhistan. Sabe que un t’lan imass acompaña a la Consejera, y cree que los planes de Lorn incluyen acabar con las vidas de Whiskeyjack y los miembros de su pelotón. Yo no estoy de acuerdo. Mi papel en la misión consistía en vigilar a uno de los miembros del pelotón del sargento, la misma persona que era la única que debía morir. La Consejera me dio el mando después de tres años de servirla. Es una especie de recompensa, y no puedo creer que pueda haberme utilizado a mí también. Ahí tienes todo cuanto sé. ¿Puedes ayudarme, Toc?

—La misión de la Consejera —dijo Toc tras soltar una buena bocanada de aire—, al menos hasta donde alcanza lo que sé, consiste en mucho más que en matar a Lástima. El t’lan imass la acompaña por alguna otra razón. —La expresión de Toc se volvió sombría—. Capitán, los Abrasapuentes tienen los días contados. El nombre de Whiskeyjack es casi sagrado para los soldados que sirven al mando de Dujek. De esto no hubo manera de convencer a la Consejera (de hecho, parecía creer todo lo contrario), pero si el sargento y los Abrasapuentes fueran eliminados, no habría forma de recuperar este ejército porque se amotinaría. Y el Imperio de Malaz tendría que enfrentarse al Puño Supremo Dujek sin contar con un solo comandante capaz de enfrentarse a él de igual a igual. La campaña de Genabackis se desintegraría, y una guerra civil podría muy bien asolar el corazón del Imperio.

—Te creo —dijo Paran, lívido—. Muy bien, has logrado convertir mis dudas en convicciones. Estas no me dejan otra opción.

—¿Y cuál es?

Paran volvió la copa vacía en sus manos.

—Darujhistan —respondió—. Con suerte daré con Velajada, y juntos podremos intentar ponernos en contacto con Whiskeyjack, antes de que lo haga la Consejera. —Miró a Toc—. Evidentemente, la Consejera ya no puede percibir mis idas y venidas. Velajada me prohibió acompañarla, argumentando que Lorn podría detectarme, pero el caso es que dejó caer que mi «muerte» había cortado los lazos establecidos entre yo y la Consejera. Debí de darme cuenta antes, pero ella me… distrajo.

Al recuerdo de Toc acudió la imagen del aspecto que lucía ella aquella noche.

—No me extraña lo más mínimo —aseguró.

—Sí, bueno… En fin —suspiró Paran—, en cualquier caso necesito al menos tres caballos, y provisiones. La Consejera actúa conforme a un itinerario. Hasta ahí, llego. De modo que no viaja con mucha prisa. Debería dar con Velajada en uno o dos días y, juntos, dirigirnos a la falda de las montañas Tahlyn, rodearlas y esquivar a la Consejera.

Mientras Paran le ponía al corriente del plan, Toc había recostado la espalda con media sonrisa en los labios.

—Necesitarás monturas wickanas, capitán, ya que eso que pretendes requiere de caballos mejores que los que monta la Consejera. Veamos, ¿cómo te las apañarás para pasar por las puertas de la ciudad, vestido como alguien de aquí que, sin embargo, monta caballos del Imperio?

Paran parecía sorprendido.

—Tengo la respuesta, capitán —aseguró Toc con una sonrisa—. Te acompañaré. Deja de mi cuenta caballos y provisiones, y te garantizo que saldremos de la ciudad sin que nadie lo sepa.

—Pero…

—He ahí mis condiciones, capitán.

—De acuerdo. Y pensándolo mejor, agradeceré la compañía.

—Estupendo —gruñó Toc con la jarra en la mano—. Brindemos pues, a la salud de todo este jodido asunto.

El camino se volvía más y más difícil, y Velajada sintió su primer escalofrío de miedo. Viajaba por una senda de Alto Thyr; ni siquiera Tayschrenn poseía la habilidad de asaltarla, pero el hecho era que la estaban asaltando. No de forma directa. El poder que se oponía era penetrante, capaz de convertir su magia en algo estéril.

La senda se había vuelto angosta, repleta de obstáculos. Había momentos en que se estremecía a su alrededor, momentos en que las negras paredes a ambos lados se combaban como si soportaran una tremenda presión. Avanzaba por un túnel penosamente, incapaz de identificar a qué hedía el aire que respiraba. Tenía el matiz acre del azufre, además de una mohosidad que le recordaba las tumbas exhumadas. Parecía absorber su poder a medida que exhalaba.

Comprendió que no podía continuar. Tendría que entrar en el mundo físico y encontrar un lugar donde descansar. De nuevo maldijo su propia despreocupación. Había olvidado la baraja de los Dragones. Con las cartas, hubiera sabido qué debía esperar. De nuevo tuvo la sospecha de que una fuerza externa había actuado sobre ella para distanciarla de la baraja. La primera distracción provino del capitán Paran, y si bien había sido placentera, no debía olvidar que Paran estaba en manos de Oponn. Después, había experimentado una prisa inaudita por ponerse en marcha, tanto que olvidó la baraja.

Privada de la senda, se encontraría sola en la llanura de Rhivi, sin comida, sin siquiera un lío de ropa de cama. Esa necesidad de emprender el viaje que había experimentado era totalmente opuesta a lo que dictaba el instinto. Cada vez estaba más segura de que se la habían impuesto, de que en cierto modo había bajado las defensas y se había expuesto a tales manipulaciones. Y eso le hizo pensar de nuevo en el capitán Paran, siervo de los caprichos y los deseos de Oponn.

Finalmente, llegó un momento en que no pudo avanzar más. Empezó a retirar el poder que había empeñado, y cerró capa a capa la senda que la envolvía. El suelo bajo sus pies se volvió sólido, alfombrado por una fina capa de hierba ocre, y el cielo adquirió la deslucida tonalidad del crepúsculo. El viento arrastró hasta ella el olor a tierra húmeda y el horizonte se volvió llano a su alrededor, aunque lejos, a su derecha, el sol aún bañaba las montañas Talhyn, cuyos picos relucían como el oro. Justo enfrente se alzaba recortada contra el horizonte una enorme figura, que se volvió hacia ella y lanzó un gruñido de sorpresa.

Velajada retrocedió asustada, y la voz que emergió de la figura primero privó de aire a sus pulmones cuando lanzó un suspiro de alivio, que de inmediato se convirtió en una expresión de terror.

—Velajada —dijo Bellurdan en tono afligido—, Tayschrenn no esperaba que lograras llegar tan lejos. Por eso me adelanté para detectarte a mayor distancia. —El gigante thelomenio levantó ambos brazos para encogerse de hombros de forma teatral y algo infantil. A sus pies se hallaba el saco de arpillera que lo acompañaba a todas partes, aunque el cadáver que había dentro parecía haberse contraído desde la última vez que había tenido ocasión de verlo.

—¿Cómo ha logrado el mago supremo negar mi senda? —preguntó. A rastras del terror llegaron el cansancio y la resignación.

—No hizo tal cosa —respondió Bellurdan—. Simplemente previo que intentarías viajar a Darujhistan y, como tu senda Thyr de nada te sirve en el agua, concluyó que tomarías este camino.

—Entonces, ¿qué le ha sucedido a mi senda?

Bellurdan gruñó, como si le desagradara lo que se disponía a responder.

—El t’lan imass que acompaña a la Consejera ha creado a su alrededor un espacio inerte. Nuestra hechicería se ve devorada por los poderes ancestrales del guerrero. El efecto es acumulativo. Si te propusieras abrir del todo tu senda, terminarías totalmente consumida, Velajada. —El thelomenio dio un paso hacia ella—. El mago supremo me ha dado instrucciones para arrestarte y llevarte ante él.

—¿Y si opongo resistencia?

—En tal caso, debo matarte —respondió Bellurdan, apesadumbrado.

—Comprendo. —Velajada meditó la cuestión unos instantes. Todo su mundo parecía reducirse al presente, y sus recuerdos se volvieron irrelevantes. El corazón le latía en el pecho como la piel de un tambor golpeada con fuerza. Los restos de su pasado, y su único y verdadero sentido de la vida, era la culpa, una culpa injustificada pero sobrecogedora. Levantó una mirada compasiva al thelomenio—. ¿Y dónde están el imass y la Consejera?

—A una jornada al este. El imass ni siquiera ha reparado en nuestra existencia. Ha llegado el momento de que pongamos punto y final a la conversación, Velajada. ¿Me acompañarás?

—Jamás pensé que eras de esos capaces de traicionar a un viejo amigo —dijo con la boca seca.

Bellurdan extendió las manos a los costados y dijo con voz dolida:

—Nunca te traicionaré, Velajada. El mago supremo es nuestro superior, ¿cómo podría considerarse una traición?

—No me refiero a esto —se apresuró en responder Velajada—. En una ocasión, te pregunté si podría hablar contigo. ¿Lo recuerdas? Dijiste que sí, Bellurdan. Sin embargo, ahora me dices que debemos poner punto y final a la conversación. Jamás habría imaginado que no tuvieras palabra.

A la tenue luz, era imposible ver el rostro del thelomenio, pero la angustia de su voz bastó para entender los sentimientos del gigante.

—Lo siento, Velajada. Tienes razón. Te di mi palabra de que volveríamos a hablar. ¿Podríamos hacerlo mientras regresamos a Pale?

—No —replicó Velajada—. Quiero hacerlo ahora.

—Muy bien —aceptó Bellurdan.

—Tengo algunas preguntas —dijo—. Primera, Tayschrenn te envió una temporada a Genabaris, ¿verdad? ¿Allí estuviste investigando unos pergaminos para él?

—En efecto.

—¿Puedo preguntarte qué eran esos pergaminos?

—¿Te parece de vital importancia para que debamos tratarlo en este momento, Velajada?

—Lo es. Sinceramente me ayudaría a tomar una decisión sobre si debo acompañarte o morir aquí.

—Como quieras —respondió Bellurdan tras meditarlo unos instantes—. Entre los archivos recabados de los magos de la ciudad (todos ellos ejecutados, como recordarás), se hallaron algunos fragmentos copiados de La locura de Gothos, un antiguo libro jaghut…

—Lo conozco —interrumpió Velajada—. Continúa.

—Por ser thelomenio, poseo sangre jaghut, cosa que por supuesto Gothos negaría. El mago supremo me confió el examen de esos escritos. Debía buscar información relacionada con el entierro de un tirano jaghut, un entierro que, de hecho, fue más bien una prisión.

—Espera. —Velajada negó con la cabeza—. Los jaghut no tenían gobierno. ¿A qué te refieres con que era un tirano?

—Uno cuya sangre estaba emponzoñada con la ambición de regir a los demás. Ese tirano jaghut esclavizó la tierra que lo rodeaba, a todos los seres vivos, durante cerca de trescientos años. Los imass de entonces se empeñaron en destruirlo, pero fracasaron. Quedó en manos de otros jaghut procurar la prisión del tirano, ya que dicha criatura les resultaba tan abominable a ellos como a los imass.

Velajada tuvo la sensación de que el corazón estaba a punto de salir de su pecho.

—Bellurdan —fue como si empujara las palabras—, ¿dónde fue sepultado ese tirano?

—Concluí que se encontraba al sur de aquí, en las colinas Gadrobi, justo al este de Darujhistan.

—Oh, Reina de los Sueños. Bellurdan, ¿sabes lo que has hecho?

—He hecho lo que el mago supremo me ha ordenado.

—He ahí el motivo de que el t’lan imass acompañe a la Consejera.

—No entiendo lo que dices, Velajada.

—Maldita sea, ¡estúpido cabrón! ¡Su plan consiste en liberar al tirano! La espada de Lorn es de otaralita…

—No —rugió Bellurdan—. Cómo iban a hacer tal cosa. Lo más probable es que pretendan impedir que otro lo haga. Sí, eso es lo más probable. Esa es la verdad. Bueno, Velajada, se acabó la conversación.

—No puedo volver —dijo la hechicera—. Debo seguir mi camino. Por favor, no me lo impidas.

—Debemos regresar a Pale —insistió Bellurdan—. Tu duda ha sido satisfecha. Permíteme llevarte de vuelta, para que pueda continuar buscando un lugar apropiado donde enterrar a Escalofrío.

Velajada no tenía otra opción, pero tenía que haber una salida. La conversación le había hecho ganar tiempo, tiempo para recuperarse del esfuerzo que había supuesto viajar por la senda. Volvió a recordar las palabras de Bellurdan: si accedía a su senda Thyr se consumiría incinerada por la influencia reactiva del t’lan imass. Sus ojos repararon en el saco de arpillera que había junto al thelomenio, y vio que de su interior emanaba el leve fulgor de la hechicería. Un hechizo. Mi propio hechizo. Lo recordó: un gesto de compasión, un hechizo de… conservación. ¿Será ésta mi salida? Por el aliento del Embozado, ¿acaso es posible? Pensó en Mechones, en el tránsito de un cuerpo moribundo a un recipiente… sin vida. Shedenul, apiádate de nosotros

La hechicera retrocedió un paso y abrió la senda. El Alto Thyr refulgió a su alrededor. Vio a Bellurdan trastabillar y, luego, plantar los pies. Gritó algo, pero no pudo oírle. Luego cargó sobre ella.

Lamentó el fatídico coraje del thelomenio cuando el fuego ennegreció todo cuanto la rodeaba, al mismo tiempo que abría sus brazos para rodearle con ellos.

Lorn cabalgaba junto a Tool. El t’lan imass miraba a poniente, y la tensión emanaba de él de tal modo que la Consejera casi tenía la sensación de verla.

—¿Qué es eso? —le preguntó, mientras se volvía al manantial ígneo que se alzaba sobre el horizonte—. Jamás había visto nada igual.

—Ni yo —admitió Tool—, se encuentra dentro de la barrera que he levantado a nuestro alrededor.

—Pero eso es imposible —dijo la Consejera.

—Sí, al menos es imposible que dure tanto. Su fuente debe de haberse consumido casi de forma instantánea. Aun así… —El t’lan imass guardó silencio.

No hubo ninguna necesidad de que terminara la frase. El pilar de fuego ascendía aún hacia el firmamento, tal como había hecho durante la pasada hora. Las estrellas nadaban en la negrura que lo rodeaba, y la magia formaba remolinos erráticos, como salidos de un pozo sin fondo. El viento arrastraba un olor que había empujado a Lorn a la náusea.

—¿Reconoces la senda, Tool?

—Sendas, Consejera. Tellann, Thyr, Denul, D’riss, Tennes, Thelomen Toblakai, Starvald Demelain…

—¿Starvald Demelain? En el nombre del Embozado, ¿qué diantre es eso?

—Ancestral.

—Pensaba que sólo había tres sendas ancestrales, y no recuerdo haber oído nunca que una de ellas se llame así.

—¿Tres? No, hay muchas, Consejera, todas ellas nacieron de una. Starvald Demelain.

Lorn recogió la capa para envolverse mejor con ella, sin quitar ojo a la columna de fuego.

—¿Quién podría conjurarla?

—Hace mucho… hubo alguien. De quienes lo adoraron no queda nadie, de modo que ya no existe. No tengo respuesta para tu pregunta, Consejera. —El imass retrocedió cuando el pilar ígneo estalló. Un trueno lejano reverberó hasta el lugar donde se encontraban.

—Desapareció —susurró Lorn.

—Destruido —dijo Tool. El guerrero inclinó la cabeza—. Es extraño, pero la fuente ha quedado destruida. Sin embargo, también ha nacido algo de ella. Lo percibo, es una nueva presencia.

—¿De qué se trata? —preguntó Lorn, que destrabó la espada.

—Nuevo. Huye —respondió Tool, que acompañó sus palabras con un encogimiento de hombros.

¿Debía preocuparse por ello? Lorn arrugó el entrecejo y se volvió al t’lan imass, pero éste ya se había separado de ella y caminaba a grandes zancadas al lugar donde habían acampado. La Consejera miró de nuevo a poniente. Allí, en el cielo, había una nube que mancillaba las estrellas. Parecía enorme, y sintió un escalofrío.

Había llegado el momento de dormir. El imass haría guardia, de modo que no había motivo para preocuparse por las visitas sorpresa. Aquél había sido un largo día, y había racionado el agua más de la cuenta; se sentía débil, sensación a la que no estaba acostumbrada. Al caminar hacia el campamento, su preocupación se acentuó aún más. Tool, de pie e inmóvil junto a las llamas, le hizo recordar el modo en que se había presentado hacía dos días. La luz que ardía trémula bajo el yelmo de hueso volvió a despertar en lo más hondo de su mente una sensación primitiva, y con ésta un temor irracional a la oscuridad. Se acercó al imass.

—El fuego es vida —susurró. Fue como si aquellas palabras surgieran de las profundidades del instinto.

Tool asintió.

—La vida es fuego —dijo—. Con estas palabras nació el Primer Imperio. El Imperio de Imass, el Imperio de la Humanidad. —El guerrero se volvió a la Consejera—. Lo has hecho bien, hija mía.

El humo gris que servía de mortaja flotaba inmóvil sobre el bosque de Perrogrís a una docena de leguas al norte de Arpía, cuando inclinó la cola y descendió sobre el ejército acampado en la llanura de Rhivi.

Las tiendas estaban montadas como los rayos de una rueda, que partían de un centro fortificado, cubierto por un imponente dosel que flameaba al capricho de la brisa matinal. Hacia ese centro descendió el gran cuervo. Su mirada recaló en los llaneros rhivi, y también, por el rabillo del ojo, a oriente, donde gualdrapeaban los pendones de la caballería de Catlin, el verde y plateado que identificaba el contingente mercenario que servía en el ejército principal de Caladan Brood. No obstante, la mayor proporción de soldados la formaban los tiste andii, el pueblo de Anomander Rake, moradores de la ciudad que guardaba el interior de Engendro de Luna. Sus figuras altas y vestidas de negro se movían como sombras entre las tiendas.

Los caminos de carros conducían hacia el norte, hasta la linde del bosque. Eran las rutas de suministro a las trincheras que no hacía mucho tiempo que estaban en posesión de los malazanos, y que en ese momento delimitaban la línea del frente de Brood. Los carros conducidos por los rhivi avanzaban para facilitar el infinito flujo de suministros, mientras que otros carromatos regresaban cargados de heridos y muertos, entrando en el campamento como un sombrío caudal.

Arpía graznó. La magia emanaba de la tienda principal hasta teñir el aire polvoriento de un magenta saturado, el color de la senda D’riss, la magia de la tierra. Sentía livianas las alas y dio un brinco jovial, al tiempo que las batía.

—Ah, la magia —suspiró Arpía. Después de sortear protecciones y trampas, el gran cuervo planeó sobre la tienda y se posó finalmente ante la entrada.

No había ningún guardia apostado en la lona que servía de entrada, cuyo extremo vio atado a un poste cercano. Arpía entró dando saltitos.

Con la excepción de un mamparo de lona en el extremo opuesto, tras el cual colgaba un coy, no había más compartimientos en el interior de la tienda. En mitad de ésta había una recia mesa, en cuya superficie se había grabado al aguafuerte el contorno del terreno perteneciente a la zona. Había dentro un solo hombre, inclinado sobre la mesa, que daba la espalda a la entrada. Un enorme martillo colgaba sobre su ancha espalda; a pesar del tamaño y el peso del arma, se antojaba casi un juguete comparado con la musculatura y hechura de su cuerpo. El poder emanaba en espiral de él, como una serie de ondas almizcladas.

—Retrasos, retrasos —masculló Arpía cuando batió las alas hasta posarse en la superficie de la mesa.

Caladan Brood gruñó, distraído.

—¿Percibiste la tormenta de hechicería de anoche? —preguntó el cuervo.

—¿Que si la percibí? Pudimos verla. Los chamanes rhivi se muestran algo inquietos, pero no tienen respuestas. Hablaremos de eso después, Arpía. Ahora debo pensar.

Arpía levantó el cráneo sobre el mapa.

—El flanco oeste retrocede completamente roto. ¿Quién manda esa turba de barghastianos?

—¿Cuándo los sobrevolaste? —preguntó a su vez Brood.

—Hará dos días. Según vi, sólo un tercio del contingente original seguía con vida.

—Jorrick Lanzafilada es el jefe —respondió Brood, sacudiendo la cabeza—; tiene a su mando un millar de barghastianos, y siete Espadas de la Guardia Carmesí.

—¿Lanzafilada? —Arpía emitió un graznido que muy bien hubiera podido ser una risa—. Muy pagado de sí mismo, ¿no?

—Así es, aunque fueron los barghastianos quienes le pusieron el nombre. Como iba diciendo, cinco legiones doradas de moranthianos cayeron sobre él hará tres días. Jorrick se retiró amparado por la oscuridad de la noche, y perdió a dos tercios de su ejército a oriente y poniente. Según parece, sus barghastianos tienen la rara habilidad de desaparecer allá donde no hay cobertura posible. Ayer su turba despavorida volvió al frente para encarar las legiones doradas. Sus barghastianos se movieron como tenazas. Dos legiones moranthianas fueron exterminadas, y otras tres se retiran al bosque con la mitad de sus suministros esparcida por toda la llanura.

Arpía volvió a levantar la testa.

—¿El plan de Jorrick?

—Jorrick pertenece a la Guardia Carmesí, aunque los barghastianos lo consideren uno de los suyos. Es joven, y por tanto no tiene miedo.

El cuervo estudió el mapa.

—¿Y al este? ¿Quién guarda el paso del Zorro?

—Respecto a eso… —empezó a decir Brood—. Principalmente, reclutas de leva de Stannis situados al otro lado. Los malazanos los consideran un aliado cuando menos poco entusiasta. Veremos el temple de la Guardia Carmesí dentro de doce meses, cuando la siguiente oleada de infantería de marina malazana desembarque en Nisst.

—¿Por qué no avanzar al norte? —preguntó Arpía—. El príncipe K’azz podría liberar las Ciudades Libres durante el invierno.

—El príncipe y yo coincidimos a este respecto —aseguró Brood—. Y seguirá donde está.

—¿Por? —exigió saber Arpía.

—Nuestras tácticas son asunto nuestro —gruñó Brood.

—Cabrón suspicaz —escupió Arpía. Brincó por el borde sur del mapa—. Debería someterse tu bajo vientre a un examen cuidadoso. Nada más que llaneros rhivi entre tú y Pale. Y ahora resulta que hay fuerzas que caminan en la llanura, de las que ni siquiera los rhivi saben nada. Aun así, no pareces preocupado, guerrero, y Arpía se pregunta a qué se debe tal cosa.

—He mantenido contacto con el príncipe K’azz y sus magos, así como con los barghastianos y los chamanes rhivi. Lo que fuera que nació anoche en la llanura no pertenece a nadie. Está solo, asustado. A estas alturas, los rhivi han emprendido ya las tareas de búsqueda. ¿Preocupado? No, no me preocupa eso. El hecho es que hay mucho en juego en el sur.

—Anomander está muy pendiente de todo ello —aseguró Arpía—. La intriga, la maquinación, eso de arrojar cristales rotos al paso de todo el mundo… Jamás lo había visto en mejor forma.

—Basta de vaguedades. ¿Me traes alguna novedad?

—Por supuesto, amo. —Arpía extendió las alas y suspiró. Luego hundió el pico en un ala, picoteó una pulga y se la tragó de forma ruidosa—. Sé quién tiene la moneda que gira.

—¿Quién?

—Un joven, cuya mayor bendición es la ignorancia. La moneda gira y muestra una cara a todo aquel que la acompaña. Tiene su propio juego, pero confluirá con asuntos de índole mayor, y así los imperceptibles hilos de Oponn encontrarán un eco en esferas que, de otro modo, se mostrarían inmunes a la influencia de los Mellizos.

—¿Qué sabe Rake?

—De esto, muy poco. Pero bien conoces el desprecio que siento por Oponn. Si tuviera la oportunidad, cortaría esos hilos sin pensarlo dos veces.

—Idiota. —Brood lo meditó unos instantes, inmóvil, como una estatua de piedra y hierro, mientras Arpía daba saltitos de un lado a otro de la llanura de Rhivi, y sus garras largas, negras, dispersaban como las piezas de un juego los marcadores y las piezas de madera que representaban las fuerzas en liza—. Sin Oponn de por medio, el poder de Rake no tiene rival actualmente —afirmó—. Flota sobre Darujhistan como una señal luminosa, y seguro que la emperatriz enviará algo para combatirlo. Una batalla así podría…

—Nivelar Darujhistan —gorjeó Arpía—. Envueltas en doce llamas, así arden las Ciudades Libres; cuánta ceniza al viento.

—El desprecio de Rake por todo lo que está por debajo nos ha impedido en más de una ocasión tenernos en pie —dijo Brood. Miró a Arpía y enarcó una de sus lampiñas cejas—. Dispersas mis ejércitos. Estáte quieta.

Arpía dejó de dar saltos sobre la mesa.

—De nuevo —dijo tras lo que pareció un suspiro— Caladan Brood, el gran guerrero, busca el más incruento de los caminos. Rake obtiene esa moneda, arrastra a Oponn y escupe al señor y a la dama en esa adorable espada suya. Imagina el caos que resultaría de ello: una ola capaz de derrocar dioses y anegar imperios. —Apreció la pasión con que había contagiado su voz, regocijada en su descaro—. Menuda diversión.

—Tranquilo, pájaro —dijo Brood—. El portador de la moneda necesita protección, ahora que Rake ha relegado a sus magos.

—¿Y quién puede haber capaz de medirse a los tiste andii? —preguntó Arpía—. ¿No irás a abandonar tu campaña, llegado a este punto?

Brood mostró los dientes cuando sus labios dibujaron una sonrisa implacable.

—¡Ja! Te pillé, creo. Bien. Vas a tener que restarte méritos, Arpía. Veo que no lo sabes todo. ¿Cómo se siente uno?

—Permitiré cierto grado de tortura por tu parte, Brood —graznó Arpía—, sólo porque respeto tu temple. Pero no abuses de mí. Dime, ¿quién de por aquí podría medirse con los magos de Rake? Esto debo saberlo. Tú y tus secretos. ¿Cómo puedo seguir siendo el fiel siervo de un amo capaz de ocultarme información tan vital?

—¿Qué sabes de la Guardia Carmesí? —preguntó Brood.

—Poca cosa —respondió Arpía—. Es una compañía de mercenarios que cuenta con gran respeto en el ramo. ¿Qué pasa con ellos?

—Mejor será que preguntes a los tiste andii de Rake qué opinión les merecen, cuervo.

Arpía agitó las alas, indignada.

—¿Cuervo? ¡No estoy dispuesta a soportar tales insultos! Me marcho. ¡Vuelvo a Luna, donde urdiré una lista tal de insultos para Caladan Brood como para mancillar todos los reinos!

—Ve pues —dijo Brood, sonriendo—. Lo has hecho bien.

—Si Rake no fuera más cicatero que tú —dijo Arpía mientras daba saltitos en dirección a la entrada—, emplearía mi habilidad para el espionaje en ti, en lugar de en él.

—Una última cosa, Arpía.

Esta se detuvo en la entrada, donde levantó el cráneo.

El guerrero había volcado de nuevo la atención en el mapa.

—Cuando te encuentres sobre la llanura de Rhivi, lejos, al sur, ve al tanto con cualquier indicio de poder que percibas. Ten cuidado, Arpía. Algo se fragua allí, y apesta.

El graznido de Arpía constituyó su única respuesta. Acto seguido, desapareció.

Brood permaneció inclinado sobre el mapa, cavilando. Estuvo inmóvil largo rato, hasta que por fin se enderezó. Al salir de la tienda buscó el cielo con la mirada. No se veía ni rastro de Arpía. Lanzó un gruñido y se volvió para inspeccionar las tiendas cercanas.

—¡Kallor! ¿Dónde estás?

Un hombre alto, de pelo cano, dobló la esquina de una de las tiendas y se acercó lentamente a Brood.

—Las legiones doradas se han retrasado en el bosque, caudillo —informó con voz áspera, cruzando su exánime mirada de anciano con la de Brood—. Se acerca una tormenta que proviene de las cumbres Laederon. Los quorl de los moranthianos tendrán que quedarse en tierra por un tiempo.

—Voy a dejarte al mando —asintió Brood—. Me acercaré al paso del Zorro.

Kallor pareció sorprenderse ante tales noticias.

—No hace falta que te emociones demasiado —dijo Brood, mirándolo con fijeza—. La gente podría empezar a pensar que no te aburres tanto con esto como finges hacer. Voy a reunirme con el príncipe K’azz.

—¿Qué nueva locura ha perpetrado Jorrick Lanzafilada, si puede saberse?

—Ninguna, al menos que yo sepa —respondió Brood—. Dale un respiro al muchacho, Kallor. La última la salvó bien. Recuerda que también tú fuiste joven.

El veterano se encogió de hombros.

—El mérito del reciente éxito de Jorrick es atribuible, si acaso, a la dama de la Fortuna. Seguro que no es el fruto de su ingenio.

—Eso no voy a discutirlo contigo.

—¿Puedo preguntar qué objeto tiene hablar en persona con K’azz?

Brood miró a su alrededor.

—Por cierto, ¿dónde está mi condenado caballo?

—Probablemente ande por ahí encogido de miedo —respondió secamente Kallor—. Se dice que sus patas se han vuelto más cortas y recias bajo el peso de tu prodigioso cuerpo. No sé si pensar que eso pueda ser posible, pero ¿quién soy yo para discutir con un caballo?

—Necesito algunos de los hombres del príncipe —dijo Brood caminando por uno de los pasadizos que formaban las tiendas—. Para ser más preciso —añadió—, necesito a la Sexta Espada de la Guardia Carmesí.

—De nuevo Rake, ¿verdad, caudillo? —preguntó Kallor tras suspirar—. Mejor será que sigas mi consejo y acabes con él. Vas a lamentar no haberme hecho caso, Brood. —Siguió el paso del jefe con su mirada inane, hasta que éste dobló una esquina y lo perdió de vista—. Considérala mi última advertencia.

La tierra chamuscada crujía bajo los cascos de los caballos. La mirada que lanzó Toc el Joven por encima del hombro fue respondida por una inclinación de cabeza por parte del capitán Paran. Se encontraban cerca del lugar donde se había alzado la columna de fuego que habían visto la noche anterior.

Tal como había prometido Toc, partir de la ciudad había demostrado ser lo más sencillo del mundo. Nadie se les acercó, y encontraron las puertas abiertas. Sus caballos eran de raza wickana, magros y de largos miembros; aunque encogieron las orejas y pusieron los ojos en blanco, obedecieron a la disciplina de las riendas.

La quietud del mediodía cargaba con el hedor del sulfuro, y una fina capa de ceniza cubría ya a ambos jinetes y a las monturas. En lo alto, el sol era un brillante orbe cobrizo. Toc detuvo su caballo y aguardó a que el capitán llegara a su altura.

Paran se secó el pegajoso sudor de la frente y se ajustó el yelmo. Sentía el peso de la malla del casco sobre sus hombros. Se dirigían hacia el lugar donde se había alzado la columna de fuego. Paran había sentido un miedo intenso la noche anterior: ni él ni Toc habían visto jamás semejante conflagración de hechicería. Aunque habían acampado a leguas de distancia, habían sentido el calor que irradiaba. En aquel momento, mientras se acercaban, lo único que Paran sentía era temor.

Ni él ni Toc cruzaron palabra. Quizá a un centenar de varas al este se alzaba algo parecido a un tocón retorcido, negruzco, que miraba al cielo. En un círculo perfecto a su alrededor, el césped permanecía intacto por espacio de unas cinco varas. Un borrón negro yacía en aquella zona respetada por el fuego, a un lado.

Paran dirigió hacia allí la montura, seguido por Toc, que sacó el arco y se dispuso a encordarlo. Cuando Toc alcanzó al capitán, Paran vio que su compañero había aprestado una flecha.

Cuanto más se acercaban, menos se parecía a un árbol aquel tocón chamuscado. La extremidad que surgía de él tenía una forma que resultaba familiar. La mirada de Paran se estrechó un poco más, luego maldijo en voz alta y espoleó al caballo. Cerró distancias rápidamente, dejando atrás a un sorprendido Toc.

Al llegar, desmontó y se acercó a grandes pasos hasta lo que no eran sino dos cuerpos, uno de ellos, gigante. Ambos se habían quemado hasta tal punto que era imposible reconocerlos, mas Paran no se hizo ilusiones respecto a la identidad del otro. Todo lo que se me acerca, todo lo que amo

—Velajada —susurró antes de caer de rodillas.

Toc se reunió con él, pero permaneció en la silla, de pie en los estribos, oteando el horizonte. Al cabo, desmontó y se acercó trazando un círculo alrededor de los cadáveres abrazados, hasta detenerse finalmente junto al borrón negro que ambos habían visto en la distancia. Seguidamente, se agachó para inspeccionarlo.

Paran levantó la cabeza e hizo un esfuerzo por mantener la mirada puesta en aquellos cuerpos. La extremidad pertenecía al gigante. El fuego que los había consumido a ambos había ennegrecido buena parte del brazo, aunque la mano tan sólo estaba algo chamuscada. Paran observó los dedos crispados y se preguntó a qué salvación había apelado el gigante, llegado el momento de su muerte. La libertad que supone la muerte, una libertad que me fue negada. Malditos sean los dioses, malditos todos. Aturdido, tardó en caer en la cuenta de que Toc lo llamaba.

Supuso un auténtico esfuerzo ponerse en pie. Trastabilló en dirección al lugar donde Toc permanecía acuclillado. En el suelo, ante él, había un saco de arpillera.

—Unas huellas parten de esto —le informó Toc, algo asustado, con una expresión peculiar en el rostro. Rascó con fuerza la cicatriz, y luego se levantó—. Se dirigen al nordeste.

Paran miraba a su compañero sin comprender.

—¿Huellas?

—Pequeñas, como las de un niño. Sólo que…

—¿Sólo que qué?

—Los pies… están en los huesos —respondió al mirar a los ojos al capitán—. No sé… Aquí sucedió algo horrible, capitán. Me alegra que el rastro se aleje, sea lo que sea.

Paran se volvió a las dos figuras abrazadas. Dio un respingo, cuando una de las manos quemadas estuvo a punto de arañarle la cara de lo cerca que estaba.

—Es Velajada —dijo con voz hueca.

—Lo sé. Lo siento. El otro es el mago supremo thelomenio, Bellurdan. Tiene que ser él. —Toc observó de nuevo el saco de arpillera—. Salió para venir aquí a enterrar a Escalofrío —añadió en voz baja—. No creo que Escalofrío necesite que la entierren.

—Esto lo hizo Tayschrenn —dijo Paran.

Hubo algo en el tono de Paran que hizo que Toc se volviera hacia él.

—Tayschrenn. Y la Consejera. Velajada tenía razón. De otro modo, no la hubieran matado. Sólo que no fue fácil, porque no era de las que toman el camino más fácil. Lorn me la ha arrebatado, igual que me lo ha arrebatado todo en la vida.

—Capitán…

Sin darse cuenta, Paran llevó la mano a la empuñadura de la espada.

—Esa zorra despiadada va a pagar por esto, y yo seré quien le pase las cuentas.

—Estupendo —gruñó Toc—. Pero procura no perder la cabeza.

Paran lo miró fijamente.

—Pongámonos en marcha, Toc el Joven.

Toc se volvió a mirar una última vez al nordeste. Con un temblor, se dijo que aquello no había terminado. Hizo una mueca cuando una quemazón intensa se manifestó en la herida del ojo, tras la cicatriz. Por mucho que lo intentó, no hubo forma de librarse de ella. Un fuego informe ardía tras la cuenca vacía del ojo, algo que últimamente había experimentado a menudo. Mascullando una maldición, se dirigió al caballo y se encaramó a la silla.

El capitán había vuelto ya la montura y el caballo de carga hacia el sur. La forma en que encogía la espalda le dijo mucho a Toc el Joven, y se preguntó si no habría cometido un error al acompañarlo.

—En fin —dijo a los dos cuerpos calcinados cuando pasó a su lado con el caballo— lo hecho, hecho está, ¿no?

La llanura se hallaba oculta por la oscuridad. Al volver la mirada a poniente, Arpía pudo divisar aún el sol moribundo. Volaba empujada por los vientos más altos, y el aire a su alrededor no podía ser más gélido. El gran cuervo se había despedido de Caladan Brood hacía dos días. Desde entonces, no había detectado ni rastro de vida en la llanura que sobrevolaba. Incluso los numerosos rebaños de Bhederin, que los rhivi tenían por costumbre seguir, habían desaparecido.

De noche, los sentidos de Arpía eran limitados, aunque era en una oscuridad tan honda como aquélla cuando mejor detectaba la magia. Mientras caía sobre un ala al sur, escudriñó el terreno con avidez. Otros de su misma raza, en Engendro de Luna, solían patrullar las llanuras por encargo de Anomander Rake. Aún tenía que cruzarse con uno, aunque era sólo cuestión de tiempo. Cuando lo hiciera, preguntaría si habían percibido recientemente la cercanía de una fuente mágica.

Brood no era dado a excederse en sus reacciones. Si algo sucedía ahí abajo que la hiciera salivar, podía ser pasajero, y quería conocerlo antes que nadie.

Un fuego lanzó un destello al cielo, más o menos a una legua de distancia. Relució fugazmente, teñido de verde y azul, para luego desaparecer. Arpía sintió una profunda extrañeza. Se había debido a la hechicería, pero de un tipo que jamás había visto. Mientras barría la zona, el aire que soplaba por encima de ella era cálido y húmedo, con un hedor a osario que le recordó a… plumas quemadas.

Enfrente resonó un graznido entre asustado y colérico. Arpía abrió el pico para responder, pero al poco lo cerró. La llamada provenía de uno de su especie, de eso estaba segura, pero por alguna razón sintió la necesidad de morderse la lengua. Poco después estalló otra bola de fuego, más cerca, lo bastante como para que Arpía vislumbrara que había alcanzado a un gran cuervo.

En ese fugaz instante luminoso pudo ver a media docena de los suyos cambiar el rumbo en pleno vuelo por encima de ella para dirigirse al oeste. Batió con fuerza las alas y se dirigió hacia ellos.

Cuando alcanzó a oír el frenético aleteo de sus alas a su alrededor, Arpía voceó:

—¡Hijos míos! ¡Atended a Arpía! ¡La gran madre ha llegado!

Los cuervos respondieron con alivio y volaron hacia ella. Todos habían empezado a graznar a un tiempo, empeñados en contarle lo que estaba pasando, pero el furioso chitón de Arpía cerró sus picos de golpe.

—He oído entre las vuestras la voz de Arrojado —dijo Arpía—. ¿Me equivoco?

Un macho se deslizó cerca de ella.

—No te equivocas —respondió—. Aquí tienes a Arrojado.

—Vengo del norte, Arrojado. Explícame qué ha ocurrido.

—Confusión —respondió, sarcástico, Arrojado.

Arpía graznó. Sabía reconocer un buen chiste tan bien como cualquiera.

—¡Claro, claro! ¡Continúa, muchacho!

—Antes del crepúsculo, Kin Clip detectó una llamarada de hechicería en tierra, en la llanura. Era extraño el modo en que se percibía, pero estaba claro que acababa de abrirse una senda y que algo había salido a la llanura. Kin Clip me habló de ello y se fue a investigar. La seguí desde lo alto durante su descenso, y así pude ver lo que ella vio. Arpía, me da por pensar que, de nuevo, se ha ejercido el arte del traspaso del alma.

—¿Cómo?

—Aquello que viajaba por tierra y acababa de salir de una senda era una marioneta —explicó Arrojado—, una pequeña marioneta animada, poseedora de un gran poder. Cuando ésta detectó a Clip, le hizo un gesto y estalló en una gran llamarada. Desde entonces, la criatura ha desaparecido en su senda, para luego reaparecer y matar a otro de los nuestros.

—¿Por qué sigues aquí? —preguntó Arpía.

Arrojado graznó a modo de risa.

—Quiero ver adonde se dirige, Arpía. Hasta el momento, parece viajar al sur.

—Muy bien. Ya que lo has confirmado, déjalo y llévate contigo a los demás a Engendro de Luna. Allí, informa a tu amo.

—Como ordenes, Arpía. —Arrojado alabeó y se hundió en la oscuridad. Su voz pudo oírse en la distancia, respondida por un coro de graznidos.

Arpía aguardó. Quería asegurarse de que se hubieran marchado antes de emprender una investigación por su cuenta. ¿Sería aquella marioneta lo que había alumbrado la columna ígnea? No parecía muy probable. ¿Y qué clase de hechicería emplearía para que un gran cuervo fuera incapaz de absorberla? Aquello olía a magia ancestral. La conmutación del alma no era un hechizo corriente, y jamás se había considerado una práctica común en magos, ni siquiera cuando éstos conocían la técnica. Demasiados casos de locura resultaban de la conmutación del alma.

Quizá la marioneta fuera un superviviente de aquella época. Arpía lo meditó largamente. No era probable.

La magia floreció en la llanura para esfumarse a continuación. Una fuerza mágica corría a toda prisa en aquel punto, trenzando hebras de magia mientras huía. Ahí, —pensó el gran cuervo— hallaré la respuesta a mis preguntas. ¿Destruir a los míos? ¿Tan dispuesto estás a desdeñar a Arpía?

Encogió las alas y cayó como una piedra. El aire silbó a su alrededor. Levantó la penumbra de magia protectora que la encapsulaba, justo cuando la diminuta figura cesó en su marcha y levantó la mirada. Arpía oyó una débil risa maníaca originada en tierra, momento en que la marioneta hizo un gesto.

El poder que envolvió a Arpía fue inmenso, muy superior a cualquier cosa que hubiera imaginado. Sus defensas aguantaron, pero se vio zarandeada, como si la golpearan por todas partes. Lanzó un graznido de dolor y cayó en espiral. Necesitó de toda su fuerza y voluntad para extender sus alas maltrechas y aprovechar una corriente ascendente de aire. Graznó de nuevo, aunque en esa ocasión fue de rabia y miedo, todo ello mientras ascendía hacia el cielo estrellado. Un fugaz vistazo a tierra le dio a entender que la marioneta había vuelto de nuevo a su senda, puesto que no vio nada mágico.

—Sí —suspiró—. ¡Menudo precio a pagar por el conocimiento! Magia ancestral, la más ancestral de todas. ¿Quién juega con el Caos? Arpía lo ignora. Todo confluye, todo confluye aquí. —Encontró otra corriente de aire y se dirigió al sur. Aquello era algo de lo que debía informar a Anomander Rake, por mucho que Caladan Brood insistiera en que era más conveniente procurar que el tiste andii siguiera en la inopia. Rake tenía mano para más cosas de las que Brood estaba dispuesto a admitir—. La destrucción, por ejemplo. —Arpía rió—. Y la muerte. ¡Es hábil para la muerte!

Ganó velocidad, de modo que no se percató del borrón negro que había en tierra, abajo, ni de la mujer allí acampada. Claro que no había ni rastro de magia allí.

La Consejera Lorn permanecía sentada en el petate, con la mirada en el cielo nocturno.

—Tool, ¿guardará relación lo sucedido con lo que vimos hace dos noches?

—No lo creo, Consejera —respondió el t’lan imass—. Si acaso, esto me atañe más a mí: es hechicería, capaz de ignorar la barrera que he trenzado a nuestro alrededor.

—¿Cómo? —preguntó ella en voz baja.

—Tan sólo existe una posibilidad, Consejera. Es ancestral, una senda perdida hace mucho que ha vuelto a nosotros. Sea quien sea el que la esgrima, debemos dar por sentado que nos está siguiendo, y que tiene un propósito para hacerlo.

Lorn se incorporó. Estiró la espalda y reparó en que le crujía una vértebra.

—¿Tronosombrío?

—No.

—En tal caso, yo no daría por sentado que nos esté siguiendo, Tool. —Se volvió al petate.

Tool la miró y observó en silencio cómo se disponía a dormir.

—Consejera, este cazador parece capaz de burlar mis defensas, y por tanto podría llegar a abrir la senda justo detrás nuestro, en cuanto dé con nosotros.

—No temo la magia —murmuró Lorn—. Déjame dormir.

El t’lan imass guardó silencio, pero continuó observando a la mujer a medida que transcurría la noche. Tool se movió ligeramente cuando el alba asomó al este, y luego volvió a quedar inmóvil.

Con un gruñido, Lorn se puso boca arriba cuando la luz del sol le alcanzó el rostro. Abrió los ojos y pestañeó; de pronto, se quedó inmóvil, paralizada. El t’lan imass se encontraba justo sobre ella. A escasa distancia de su garganta, la punta de la espada de sílex del guerrero.

—El éxito —dijo Tool— exige disciplina, Consejera. Anoche presenciamos una manifestación de magia ancestral que tuvo por objetivo a los cuervos. Los cuervos, Consejera, no vuelan de noche. Quizá creas que la combinación de mis destrezas y las tuyas garantizan nuestra seguridad. Pero no suponen ninguna garantía, Consejera. —El t’lan imass apartó el arma y se hizo a un lado.

Lorn aprovechó para tomar una buena bocanada de aire.

—Despiste —dijo, e hizo una pausa para aclararse la garganta antes de continuar—: que admito, Tool. Gracias por advertirme de mi cada vez mayor complacencia. —Se incorporó—. Dime, ¿no te parece extraño que esta llanura de Rhivi, que supuestamente está vacía, muestre tal actividad?

—Convergencia —replicó Tool—. El poder siempre llama al poder. No es un concepto complicado de entender, aunque se nos escapara a nosotros los imass. —El veterano guerrero inclinó la cabeza hacia la Consejera—. Tal como sucede a nuestros hijos. Los jaghut entendían el peligro. Por eso se evitaban unos a otros, abandonados en soledad, y por ello dejaron que su civilización se redujera a polvo. Los forkul assail lo comprendían muy bien, aunque escogieron tomar otro camino. Lo que resulta extraño, Consejera, es que de estas tres razas fundadoras, sea el legado de ignorancia de los imass el que ha sobrevivido al paso del tiempo.

Lorn observó a Tool.

—¿Eso es lo que tú entiendes por sentido del humor? —preguntó.

El t’lan imass ajustó el yelmo.

—Depende de tu estado de ánimo, Consejera.

Ésta se puso en pie y se acercó a comprobar cómo se encontraban los caballos.

—Cada día te vuelves más raro, Tool —dijo en voz baja, como para sí. A su mente acudió la imagen de lo primero que había visto al abrir los ojos, a la condenada criatura y su espada. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí? ¿Toda la noche?

La Consejera de detuvo a comprobar su hombro. Se curaba rápidamente. Quizá la herida no había sido tan grave como creyó en un primer momento.

Mientras ensillaba su caballo se volvió para mirar a Tool. El guerrero no le quitaba ojo. ¿Qué clase de pensamientos albergaría alguien que había visto desfilar ante sus ojos trescientos mil años? ¿Estaba vivo de veras? Antes de conocer a Tool había considerado a los imass como no muertos y, por tanto, sin alma, animada la carne por una fuerza externa cuya naturaleza desconocía. No obstante, ya no estaba tan segura.

—Dime, Tool, ¿qué ocupa tus pensamientos?

El imass se encogió de hombros antes de responder.

—Pienso en la futilidad, Consejera.

—¿Todos los imass pensáis en la futilidad?

—No. Pocos somos los que pensamos.

—¿Por?

El imass inclinó la cabeza a un lado y la miró fijamente.

—Porque es fútil, Consejera.

—En marcha, Tool. Estamos perdiendo el tiempo.

—Sí, Consejera.

Lorn subió a la silla, preguntándose qué habría querido decir el imass.