Capítulo 4

Eran de un modo, entonces,

las historias escritas en gran

tracería tatuada.

Las historias, una huella

de viejas heridas,

aunque algo refulgía

en sus ojos:

aquellos arcos por las llamas mordidos,

aquel tramo ido,

que son su propio pasado,

cada una a su vez destinada

a caer en línea,

en un tranquilo borde del camino

junto al río

que ellos se niegan a nombrar…

Los Abrasapuentes (IV.i)

Toc el Joven (n. 1141)

Mechones está loco —dijo Velajada a Whiskeyjack—. Lo cierto es que no puede decirse que antes fuera muy normal, pero ahora se dedica a cavar hoyos en sus propias sendas para mascar un pedacito del Caos que se escribe con mayúsculas. Lo que aún es peor, eso le está volviendo más poderoso (y más peligroso).

Se hallaban reunidos en las dependencias de Velajada, que contaba con una especie de sala donde conversaban, y un dormitorio que disfrutaba del raro lujo de una sólida puerta de madera. Los anteriores ocupantes habían despojado el lugar de cualquier objeto de valor que pudieron llevarse a cuestas, y tan sólo dejaron atrás los muebles más grandes. Velajada se sentaba a la mesa, junto a Whiskeyjack, Ben el Rápido y Kalam, además de un zapador que se llamaba Violín. El ambiente de la estancia estaba bastante cargado.

—Pues claro que está loco —replicó Ben el Rápido, mirando a su sargento, que mantenía el rostro impasible—. ¡Por el nabo de Fenner, señora! Después de todo era de esperar, ¿no ves que tiene el cuerpo de una marioneta? Es de suponer que eso sea difícil de asumir para cualquiera.

—¿Hasta qué punto le ha alterado? —preguntó Whiskeyjack a su mago—. Se supone que estará vigilándonos, ¿o no?

—Ben lo tiene bajo control —respondió Kalam—. Mechones sigue el rastro en sentido inverso a través del laberinto; descubrirá quién en el Imperio nos quiere muertos.

—El peligro —añadió Ben el Rápido, volviéndose a Velajada— es que lo detecten. Necesita deslizarse a través de las sendas de un modo poco convencional, porque todas las rutas habituales cuentan con trampas.

—Tayschrenn dará con él —aseguró la hechicera tras reflexionarlo—, o al menos tendrá la impresión de que hay alguien rondando por ahí. Pero Mechones recurre al poder del Caos, a las rutas que median entre las sendas, y eso es malsano, no sólo para él sino para todos nosotros.

—¿Por? —preguntó el sargento Whiskeyjack.

—Debilita las sendas, lasca el tejido, que a su vez permite a Mechones irrumpir y salir de vuelta —explicó Ben el Rápido—. Pero no tenemos elección. Debemos dar cuerda a Mechones. Por ahora.

La hechicera suspiró mientras se masajeaba la frente.

—Tayschrenn es a quien estáis buscando. Ya os he dicho que…

—Pero con eso no basta —interrumpió Ben el Rápido—. ¿Cuántos agentes emplea? ¿Cuáles son los pormenores del plan? ¿Qué jodido plan tiene? ¿Actúa por orden de Laseen o es que el mago supremo tiene puesta la mirada en el trono? ¡Debemos averiguarlo, maldita sea!

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Velajada—. Pongamos que Mechones te revela todos los pormenores, y después ¿qué? ¿Acaso te has propuesto acabar con Tayschrenn y con todos los demás que estén involucrados? ¿Cuentas con mi ayuda para hacer tal cosa? —Observó a todos y cada uno de los presentes; sus rostros no revelaban nada, se sintió furiosa y se levantó—. Lo sé —dijo muy seria—, sé que probablemente Tayschrenn asesinó a A’Karonys, a Escalofrío y a mi cuadro. Quizá sabía que vuestros túneles se os vendrían encima, y muy bien pudo decidir que el Segundo de Dujek constituía una amenaza que necesitaba de una purga. Pero si creéis que voy a ayudaros sin saber qué os traéis entre manos, estáis muy equivocados. Aquí hay mucho más de lo que parecéis dispuestos a contarme. Si sólo estuviera en juego vuestra supervivencia, ¿por qué no os limitáis a desertar? Dudo que Dujek mandara perseguiros. A menos, claro está, que las sospechas que tiene Tayschrenn acerca de Unbrazo y del Segundo Ejército tengan un fondo de verdad, eso de que tenéis planes para organizar un motín, proclamar a Dujek emperador y marchar a Genabaris. —Hizo una pausa, que aprovechó para mirarlos a todos—. ¿Acaso Tayschrenn se os ha adelantado? ¿Me estáis arrastrando a una conspiración? De ser ése el caso, me gustaría conocer qué objetivos tiene. Creo que estoy en mi derecho, ¿no?

Gruñó Whiskeyjack, que a continuación cogió la jarra de vino que descansaba en la mesa. Luego, sirvió a todos una ronda.

Ben el Rápido lanzó un largo suspiro y, rascándose la nuca, dijo:

—Velajada, no vamos a desafiar directamente a Tayschrenn. Eso sería un suicidio. No, lo que haremos será privarle de apoyo, cuidadosamente, con precisión, para después procurar su… caída en desgracia. Suponiendo que la emperatriz no esté en el ajo. Pero debemos averiguar más detalles, necesitamos esas respuestas antes de poder concretar nuestras opciones. No es necesario que te involucres más de lo que ya te has involucrado. De hecho, así es más seguro. Mechones quiere que vigiles su espalda, por si fallara todo lo demás. Lo más probable es que eso no sea necesario. —Levantó los ojos y la obsequió con una mirada tensa—. Deja que seamos Kalam y yo quienes nos preocupemos de Tayschrenn.

Estupendo, pero no me has contestado. Velajada observó al otro hombre de piel negra con los ojos entornados.

—Tú fuiste de la Garra, ¿verdad?

Kalam se encogió de hombros.

—Pensé que nadie podía abandonarlos… Con vida.

De nuevo se encogió de hombros.

El zapador, Violín, gruñó algo incomprensible y se levantó de la silla. Empezó a caminar por la estancia, y sus piernas vendadas le llevaron de una pared a otra, como un zorro en una madriguera. Nadie le prestó atención.

Whiskeyjack ofreció una taza a Velajada.

—Quédate con nosotros en esto, hechicera. Ben el Rápido no suele echar a perder las cosas… demasiado. —Hizo una mueca—. Lo admito, yo tampoco estoy del todo convencido, pero con el tiempo he aprendido que debo confiar en él. Espero que lo que acabo de decir te ayude a tomar una decisión.

Velajada tomó un largo trago de vino. Luego se secó los labios.

—Tu pelotón partirá esta noche para Darujhistan. En secreto, lo cual supone que no podré comunicarme con vosotros si las cosas se tuercen.

—Tayschrenn detectaría los medios tradicionales —admitió Ben el Rápido—. Mechones es nuestro único nexo inviolable; puedes ponerte en contacto con nosotros a través de él, Velajada.

Whiskeyjack no quitaba ojo a la hechicera.

—Respecto a Mechones… No confías en él, Velajada.

—No.

El sargento guardó silencio mientras observaba la superficie de la mesa. Su expresión impasible cedió para delatar un cúmulo de emociones en conflicto.

Mantiene su mundo embotellado, pero la presión aumenta. Se preguntó qué sucedería cuando todo se agrietara en su interior.

Los dos hombres de Siete Ciudades aguardaron con la mirada puesta en el sargento. Sólo Violín continuó caminando, preocupado. El uniforme del zapador, que se había abrochado torcido, aún tenía las manchas de los túneles. Sangre ajena había salpicado la pechera de la túnica, como si un compañero hubiera muerto en sus brazos. Unas ampollas mal curadas asomaban por la barba rala que cubría sus mejillas y mandíbula. El pelo rojo y lacio caía bajo el yelmo de cuero.

Transcurrió un largo minuto, hasta que el sargento asintió para sí, como si hubiera tomado una decisión. No había apartado de la mesa la dura mirada.

—De acuerdo, hechicera. Ahí vamos a ceder. Ben el Rápido, cuéntale lo de Lástima.

Velajada enarcó las cejas. Se cruzó de brazos y se volvió al mago.

Ben el Rápido no parecía muy contento. De hecho, dirigió a Kalam una mirada de súplica que no pareció servirle de nada.

—Es para hoy, mago —gruñó Whiskeyjack.

Una mezcla de culpabilidad, temor y desazón fue lo que vio Velajada en la expresión infantil con la que Ben el Rápido respondió a la fijeza de su mirada.

—¿Te acuerdas de ella?

La hechicera rió ruidosamente.

—No es fácil olvidarla. Hay algo… peculiar en ella. Peligroso. —Pensó en revelar lo que había descubierto durante el Fatid con Tayschrenn. La Virgen de Muerte. Sin embargo, algo la contuvo. No, no se trataba sólo de algo, sino… aún no confío en ellos—. ¿Sospecháis que trabaja para alguien?

Antes de responder, el mago, cuyo rostro estaba lívido, se aclaró la garganta.

—Fue reclutada hará dos años en Itko Kan, en una de las rondas de reclutamiento que se llevan a cabo habitualmente en el corazón del Imperio.

—Más o menos por esa misma época —explicó Kalam a su espalda, con cierto atropello—, sucedió algo bastante desagradable en la zona. Nadie lo sabe, pero la Consejera estuvo involucrada, y una Garra le siguió la pista y silenció a casi todos los miembros de la guardia de la ciudad que podrían haber hablado. Tuve que recurrir a mis antiguas fuentes, escarbar algunos detalles peculiares.

—Peculiares —repitió Ben el Rápido—, y reveladores también. Si sabes qué es lo que andas buscando.

Velajada sonrió. Aquellos dos habían llegado a desarrollar una gran capacidad para complementarse a la hora de hablar. Devolvió la atención al mago, que continuó hablando.

—Parece ser que un escuadrón de caballería sufrió un encontronazo. No hubo supervivientes. Al respecto de lo que se toparon, tuvo algo que ver con…

—Perros —concluyó Kalam, que entró justo a tiempo de terminar la frase.

La hechicera arrugó el entrecejo.

—Relaciona los datos —instó Ben el Rápido, que de nuevo atrajo la atención de Velajada—. La Consejera Lorn es la asesina de magos particular de Laseen. Su irrupción en escena sugiere que la hechicería representó un papel en la matanza. Alta hechicería.

Ella tomó otro sorbo de vino. El Fatid me lo mostró. Perros y hechicería. A su mente acudió de nuevo la imagen de la Cuerda, tal como la había visto durante la lectura de las cartas. Gran Casa de Sombra, regida por Tronosombrío y la Cuerda, y a su servicio… los Siete Mastines de Sombra. Whiskeyjack seguía absorto, impávido como una piedra.

—Bien —continuó Ben el Rápido, que parecía impaciente—. Los Mastines rastrean. Ésa es nuestra suposición, y es buena. El noveno escuadrón del octavo regimiento de caballería resultó asesinado, caballos incluidos. Una legua entera a lo largo de la costa tuvo que ser repoblada.

—De acuerdo —suspiró Velajada—. Pero ¿qué tiene eso que ver con Lástima?

—Mechones va a seguir más de una pista, hechicera —respondió Kalam—. Estamos prácticamente seguros de que Lástima está relacionada con la Casa de Sombra…

—Se diría que desde su inclusión en la baraja y la apertura de su senda, el camino de Sombra se ha cruzado en demasiadas ocasiones con el Imperio como para poder atribuirlas a la casualidad —opinó Velajada—. ¿Por qué la senda que media entre Luz y Oscuridad muestra semejante… obsesión con el Imperio de Malaz?

—Es extraño, ¿verdad? —preguntó Kalam con la mirada perdida—. Después de todo, la senda sólo apareció tras el asesinato del emperador a manos de Laseen. Tronosombrío y su compañero Cotillion, el Patrón de los Asesinos, eran completos desconocidos antes de las muertes de Kellanved y Danzante. Parece que cualquier… desacuerdo que pueda existir entre la Casa de Sombra y Laseen obedece a razones, mmm, personales.

Maldita sea, eso salta a la vista, ¿o no?, pensó Velajada con los ojos cerrados.

—Ben el Rápido, ¿no ha habido siempre una senda accesible de Sombra? ¿Rashan? ¿La senda de las Ilusiones? —preguntó.

—Rashan es una senda falsa, hechicera. Una sombra de lo que asegura representar, y le ruego que disculpe las palabras que he escogido. Es en sí misma una ilusión. Sólo los dioses saben de dónde proviene, o quién la creó en primer lugar, o por qué razón. Pero la auténtica senda de Sombra ha permanecido cerrada, inaccesible durante un millar de años, hasta el año 1154 de Ascua, hace nueve años. Los escritos más antiguos de Casa de Sombra parecen señalar que su trono fue ocupado por un tiste edur…

—¿Tiste edur? —interrumpió Velajada—. ¿Quiénes son?

El mago se encogió de hombros.

—¿Parientes de los tiste andii? Lo ignoro, hechicera.

¿De veras lo ignoras? Por lo visto, parece ser que sabes muchas cosas.

—De cualquier modo, creemos que Lástima está relacionada con la Casa de Sombra.

Whiskeyjack sorprendió a todos al ponerse en pie de pronto.

—Estoy convencido —dijo, dedicando una mirada a Ben el Rápido que dio a entender a Velajada que sopesaba innumerables argumentos acerca del particular—. A Lástima le gusta matar, y tenerla cerca es como tener la camisa llena de serpientes. Eso ya lo sé, puedo verlo y sentirlo, igual que cualquiera de vosotros. No significa que sea una especie de demonio. —Y mirando a Kalam—: Mata como tú, Kalam. Ambos tenéis hielo en las venas. ¿Y qué? Te miro y veo a un hombre porque eso es de lo que los hombres son capaces, no busco excusas porque no me guste pensar que podemos llegar hasta ese punto. Miramos a Lástima y vemos el reflejo de nosotros mismos. Que el Embozado nos lleve, si no nos gusta lo que vemos.

Se sentó con la misma brusquedad con que se había levantado, y extendió la mano para acercarse la jarra de vino. Cuando prosiguió, lo hizo en un tono menos encendido.

—Tal es mi opinión, al menos. No me considero ningún experto en demonios, pero he visto a demasiados hombres y mujeres mortales actuar como tales, cuando se han visto obligados a ello. El mago de mi pelotón teme a una niña de quince años. Mi asesino apresta la daga siempre que Lástima se le acerca a veinte pasos. De modo que Mechones tiene dos misiones en lugar de una, y si crees que Ben el Rápido y Kalam están en lo cierto en lo que a sus sospechas concierne, entonces puedes apartarte de todo esto. Sé qué cariz adoptan las cosas cuando los dioses participan en la refriega. —Las arrugas de sus ojos se tensaron de pronto, prueba de los recuerdos que atenazaban su mente.

Velajada soltó poco a poco el aire que llenaba sus pulmones, aire que había aguantado desde que el sargento se había puesto en pie. Tenía claras sus necesidades: quería que Lástima fuera tan sólo un ser humano, una cría endurecida por la dureza del mundo. Eso al menos hubiera podido entenderlo.

—En Siete Ciudades —dijo en voz baja—, cuenta la historia que la Primera Espada del emperador (el comandante de sus huestes), Dassem Ultor, había aceptado la oferta de un dios. El Embozado convirtió a Dassem en su Caballero de Muerte. Después sucedió algo; algo salió… mal. Y Dassem renunció al título, juró vengarse del Embozado, contra el mismísimo Señor de Muerte. De pronto, los Ascendientes empezaron a agitarse, a manipular los sucesos. Todo terminó con el asesinato de Dassem, después con el asesinato del emperador, la sangre en las calles, los templos en guerra y la hechicería desatada. —Hizo una pausa mientras veía reflejarse en la mirada de Whiskeyjack aquella época de locura—. Tú estuviste ahí. No quieres que se repita, aquí, ahora. Crees que si puedes negar que Lástima trabaje para Sombra, tu convicción bastará para dar forma a la realidad. Necesitas creerlo para salvar tu cordura, porque hay cosas en la vida por las que sólo puedes pasar una vez. Oh, Whiskeyjack, no puedo aliviar tu carga. Creo que Ben el Rápido y Kalam tienen razón. Si Sombra ha tomado para sí a la muchacha, el rastro entonces es evidente, y Mechones lo encontrará.

—¿Vas a seguir tu camino? —preguntó el sargento.

—No temo a la muerte, lo que temo es morir ignorante —sonrió Velajada—. No. He ahí mi respuesta. Valientes palabras, mujer. Esta gente tiene la habilidad de sacar a relucir lo mejor, o quizá lo peor, de mí.

Hubo un fulgor en los ojos de Whiskeyjack, que asintió.

—Pues ya está —dijo, inclinándose hacia atrás—. ¿Qué te atormenta, Violín? —preguntó al zapador, que seguía caminando de un lado a otro a su espalda.

—Tengo un mal presentimiento —murmuró—. Algo va mal. No aquí, sino cerca. Es sólo que… —Se paró, inclinó la cabeza y suspiró antes de recuperar su intranquilo paso—. No estoy del todo seguro, no estoy del todo seguro.

Velajada siguió con la mirada al enjuto hombrecillo. ¿Un talento natural? ¿Algo relacionado con el más puro instinto? Qué raro.

—Creo que deberíamos escucharle.

Whiskeyjack le respondió con una mirada de disgusto.

—Violín nos salvó la vida en el túnel —explicó Kalam con una sonrisa.

Velajada se cruzó de brazos y recostó la espalda.

—¿Y dónde está Lástima? —preguntó.

Violín se volvió a ella, abierta la boca como para responder. Pero calló. Los otros tres se levantaron de pronto, tirando las sillas al suelo.

—Tenemos que marcharnos —dijo Violín con voz rasposa—. Hay un cuchillo ahí fuera, y está ensangrentado.

Whiskeyjack comprobó la hebilla de la espada.

—Kalam, al frente veinte pasos. —Al salir el asesino, se dirigió a Velajada—: La perdimos hace un par de horas. Sucede muy a menudo entre misión y misión. —Mientras le hablaba le pareció cansado—. Quizá no guarde relación con ese cuchillo ensangrentado.

Un brote de poder llenó por completo la estancia, y Velajada se volvió para encontrarse con Ben el Rápido. El mago había accedido a su senda. La hechicería desprendía un peculiar aroma que no pudo reconocer, y cuya intensidad la asustó un poco.

—Debería conocerte —susurró al mago negro—. No hay tantos auténticos maestros en el mundo como para que no haya oído hablar nunca de ti. ¿Quién eres, Ben el Rápido?

—¿Todos preparados? —interrumpió Whiskeyjack.

La única respuesta que el mago ofreció a Velajada fue un encogimiento de hombros.

—Listos —dijo, no obstante, a Whiskeyjack.

—Ten cuidado, hechicera —se despidió el sargento al salir por la puerta.

Al cabo de un instante se habían marchado. Velajada colocó las sillas y luego se sirvió un vaso de vino. La Gran Casa de Sombra y un cuchillo en la oscuridad. Ha empezado un nuevo juego, o quizá sea el antiguo, cuyas tornas se han vuelto.

Al abrir los ojos a la luz, a la intensa luz, Paran pensó en lo… extraño que le parecía aquel cielo. No había sol; la luz amarillenta era penetrante, pero carecía de un foco. El calor que llovía sobre él era como un viento capaz de doblegarlo al caminar.

Había también un gemido. No lo arrastraba el viento, puesto que no había viento. Intentó pensar…, recuperar sus últimos recuerdos, pero el pasado no existía, se lo habían arrancado, a excepción de un puñado de fragmentos. La cabina de un barco, el ruido sordo de la daga al clavarse en la madera una y otra vez; un hombre con anillos, pelo blanco, su sonrisa sardónica.

Se giró de lado, buscando la fuente que emitía aquel gemido. A una docena de pasos en aquel erial donde no había ni hierba ni tierra se alzaba una puerta rematada en arco que conducía a…

Nada. He visto antes esa clase de puertas. Aunque ninguna que fuera tan imponente, creo, como ésta. Ninguna con el aspecto de… ésta. Retorcida, erecta a pesar de estar inclinada, la puerta no estaba hecha de piedra. Cuerpos, figuras humanas desnudas. ¿Esculpidas? No… Oh, no. Las figuras se movían, gemían, lentamente se retorcían en el lugar que ocupaban. La carne ennegrecida, como manchada por la turba, los ojos cerrados y la boca abierta para pronunciar aquellos gemidos débiles, interminables.

Paran se puso en pie y trastabilló al sentir un momentáneo mareo en todo el cuerpo. Finalmente, cayó de nuevo al suelo.

—Algo parecido a la indecisión —dijo fríamente una voz.

Paran se colocó boca arriba, pestañeando para protegerse de la luz. Sobre él vio a una pareja de mellizos. El hombre llevaba ropa suelta de seda, blanca y dorada. Era muy blanco de cara, y carecía de expresión. Su melliza iba envuelta en una brillante capa púrpura, y su cabello rubio lanzaba destellos rojizos.

Era el hombre quien había hablado. Inclinó levemente la cabeza ante Paran.

—Hace tiempo que admiramos tu… —Y abrió los ojos.

—Espada —terminó la mujer, con cierta burla en su voz.

—Mucho más sutil que, pongamos, una moneda, ¿no crees? —La sonrisa del hombre se tornó burlona—. La mayoría —añadió, inclinando la cabeza para estudiar la espantosa arquitectura del edificio que asomaba tras la puerta— no se detiene aquí. Se dice que hubo un culto, una vez, que tenía la costumbre de ahogar a sus víctimas en pantanos… Imagino que el Embozado los considera estéticamente muy gratificantes.

—No me sorprende que Muerte no tenga buen gusto.

Paran intentó sentarse, pero sus miembros se negaron a obedecer. Dejó caer la cabeza y sintió que aquel extraño lodo cedía al peso.

—¿Qué ha pasado? —logró preguntar.

—Fuiste asesinado —respondió el hombre.

Paran cerró los ojos.

—Entonces ¿por qué no he pasado por la puerta del Embozado, si es que es ésa de ahí?

—Nos estamos entrometiendo —respondió la mujer.

Oponn, los Mellizos del azar. Y mi espada, mi espada que no ha sido puesta a prueba, comprada hace años, con ese nombre que escogí tan caprichosamente…

—¿Qué quiere Oponn de mí?

—Sólo esa torpe e ignorante cosa que llamas vida, querido muchacho. El problema de los Ascendientes es que intentan amañar todas las apuestas. Nosotros, no obstante, disfrutamos con la… incertidumbre.

Un aullido lejano fulminó el silencio.

—Oh, vaya —dijo el hombre—. Diría que viene a asegurar las cosas. Será mejor marcharse, hermana. Lo siento, capitán, pero por lo visto vas a pasar finalmente por la puerta.

—Puede —replicó la mujer.

—¡Llegamos a un acuerdo! ¡Nada de enfrentarnos! La confrontación es confusa. Desagradable. Desprecio las escenas desconcertantes. Además, ésos que se acercan no juegan limpio.

—Entonces nosotros tampoco lo haremos —propuso ella, que se volvió a la puerta y levantó la voz—. ¡Señor de Muerte! ¡Querríamos hablar contigo! ¡Embozado!

Paran volvió la cabeza, y con la mirada siguió el lento caminar de la figura coja que salió por la puerta. Iba vestida con harapos, y se acercaba muy lentamente. Paran entornó los ojos. Era una anciana, con un niño con baba en la barbilla, una joven deforme, un trell atrofiado, un tiste andii deshidratado…

—Oh, vamos, ¡decídete! —urgió la hermana.

La aparición inclinó su cabeza cadavérica; la mueca que dibujaba la dentadura amarilla tenía cierta similitud con una sonrisa.

—Vosotros habéis elegido —dijo con voz temblorosa— sin la menor imaginación.

—Tú no eres el Embozado —acusó el hermano.

Los huesos crujieron bajo la piel.

—El señor está ocupado.

—¿Ocupado? No somos de los que se toman los insultos a la ligera —advirtió la hermana.

Los graznidos de la aparición cesaron enseguida.

—Que lástima. Una risa profunda, meliflua sería más de mi agrado. Bueno, en fin, a modo de respuesta: tampoco mi señor aprecia la interrupción en el pasaje natural de esta alma.

—Asesinado a manos de un dios —apuntó la hermana—. Lo que lo convierte en presa de ley.

La criatura gruñó, para después acercarse a examinar a Paran. Las cuencas de sus ojos lanzaron un leve destello, como si en sombras tuviera ocultas sendas perlas.

—Oponn, ¿qué queréis de mi señor? —preguntó mientras estudiaba a Paran.

—Nada de mí —respondió el hermano, dándole la espalda.

—¿Hermana?

—Incluso a los dioses les aguarda la muerte —respondió ella—, una incertidumbre que yace oculta en su interior. —Hizo una pausa antes de añadir—: Y que los vuelve inseguros.

La criatura graznó de nuevo, y de nuevo se interrumpió.

—Reciprocidad.

—Por supuesto —aseguró la hermana—. Buscaré a otro, una muerte prematura. Sin sentido, incluso.

La aparición guardó silencio, aunque al cabo inclinó la cabeza con un crujido.

—En esta sombra mortal, claro.

—De acuerdo.

—¿Mi sombra? —preguntó Paran—. ¿Qué significa eso exactamente?

—Ay, una gran pena —respondió la aparición—. Alguien cercano a ti atravesará las puertas de Muerte… en tu lugar.

—No. Llévame a mí, te lo ruego.

—¡Silencio! —espetó la aparición—. El patetismo me enferma.

De nuevo reverberó el aullido, cada vez más cerca.

—Será mejor que nos vayamos —dijo el hermano.

La aparición abrió la mandíbula como para reír, pero en su lugar la cerró con un chasquido.

—No —masculló—, otra vez no. —Se alejó cojeando en dirección a la puerta, aunque al poco se detuvo para volverse y saludarles con la mano.

La hermana puso los ojos en blanco.

—Ha llegado la hora de marcharse —insistió su hermano.

—Sí, sí. —La hermana no quitaba ojo a Paran.

—Nada de acertijos finales, si sois tan amables —pidió el capitán, con un suspiro. Al mirar de nuevo a Oponn, habían desaparecido. De nuevo intentó sentarse. De nuevo no lo logró.

Sintió una presencia que llenó el ambiente de tensión y de una sensación de amenaza.

Con un suspiro, Paran movió como pudo la cabeza a su alrededor. Vio a un par de mastines, enormes, gigantescas criaturas, negras, con la lengua colgando como un péndulo, sentadas, observándolo. Esto es lo que asesinó al escuadrón de Itko Kan. Son éstas las criaturas malditas y espantosas. Ambos mastines permanecieron inmóviles, con la cabeza vuelta hacia él, como si reconocieran el odio en sus ojos. Paran sintió que su corazón se paralizaba al notar la ansiedad de su atención. Tardó en comprender que les mostraba la dentadura.

Una mancha sombría separó a ambos mastines; recordaba vagamente la forma de un hombre, y era translúcida. La sombra habló.

—Es el que envió Lorn. Esperaba a alguien más… hábil. Sin embargo, debo decir que moriste bien.

—Evidentemente no —replicó Paran.

—Ah, sí —dijo la sombra—, de modo que ahora me toca a mí terminar la tarea. Últimamente estoy tan ocupado…

Paran pensó en la conversación de Oponn con el sirviente del Embozado. Incertidumbre. Si hay algo que tema un dios

—El día en que mueras, Tronosombrío —dijo en voz baja—, te estaré esperando al otro lado de esa puerta. Con una sonrisa. Los dioses pueden morir, ¿verdad?

Algo crepitó en la entrada de la puerta. Tronosombrío y los mastines dieron un respingo.

Y Paran, sorprendido ante su propio coraje para incordiar a aquellos Ascendientes (siempre sentí desprecio por la autoridad, ¿verdad?), continuó diciendo:

—A medio camino entre la vida y la muerte. Hacerte esta promesa nada me cuesta, ¿me explico?

—Mentiroso, la única senda que ahora puede tocarte es…

—La de Muerte —admitió Paran—, por supuesto. Alguien ha… intercedido, alguien que se aseguró de marcharse antes de que tú y tus indiscretos mastines llegarais.

El soberano de la Gran Casa de Sombra se acercó a Paran.

—¿Quién? ¿Qué planea? ¿Quién se nos opone?

—Averigua las respuestas, Tronosombrío. Comprenderás, supongo, que si me despachas ahora, tu… oposición encontrará otros medios. Como no sabrás nada de quién se convertirá en su próxima herramienta, ¿cómo pretenderás adelantarte a su siguiente movimiento? Te veo yendo de un lado a otro en sombras.

—Será más fácil seguirte —admitió el dios—. Debo hablar con mi compañero…

—Como prefieras —interrumpió Paran—. Me gustaría poder levantarme…

El dios rompió a reír.

—Si te levantas, caminas. En una sola dirección. Tienes un indulto, y si el Embozado viene a recogerte y ponerte en pie, suya será la mano, y no tuya. Excelente. Y si vives, mi sombra te seguirá.

—Últimamente, mi sombra está de lo más concurrida —gruñó Paran, que de nuevo observó a los mastines. Las criaturas le observaban a su vez inmóviles, mientras sus ojos ardían como ascuas. Ya os atraparé. Como alentadas por aquella silenciosa promesa, las ascuas se avivaron.

El dios continuó hablando, pero el mundo que rodeaba a Paran primero oscureció, luego se desvaneció y atenuó hasta que ya no hubo voz; con ella desapareció todo atisbo de conciencia, excepto por el imperceptible y renovado girar de la moneda.

Transcurrió un periodo de tiempo desconocido, durante el cual Paran vagó por recuerdos que creía perdidos. Su infancia aferrado al vestido de su madre, dando los primeros e inseguros pasos; las noches de tormenta en que corría por los fríos pasillos, en dirección al dormitorio de sus padres, cuando unos pies diminutos palmeaban la fría piedra; tomaba de la mano a sus dos hermanas, que estaban de pie, esperando sobre los duros guijarros del patio, esperando, esperando a alguien. Las imágenes parecían discurrir de lado en su mente. ¿El vestido de su madre? No, el de una anciana del servicio. No era el dormitorio de sus padres, sino el de los sirvientes; y ahí, en el patio, con sus hermanas, esperaban de pie durante buena parte de la mañana a que llegaran su padre y su madre, dos personas a las que apenas conocían.

En la mente se sucedían las imágenes, instantes de significado misterioso, oculto, piezas de un rompecabezas que no reconocía, moldeado por manos ajenas, con un propósito incomprensible para él. Un temblor recorrió el largo de sus pensamientos al percibir que algo, que alguien, se ocupaba en ese momento de reorganizar los sucesos formativos de su existencia, volviéndolos del derecho y del revés para arrojarlos ante su mirada a la luz que despedían las nuevas sombras del presente. De algún modo, la mano que los guiaba también… jugaba. Con él. Con su vida.

Extraña muerte la suya.

Llegaron las voces.

—Mierda. —Un rostro se acercó al de Paran, y miró en sus ojos vacíos y abiertos. Era el rostro de Rapiña—. No tuvo ninguna oportunidad —dijo.

El sargento Azogue habló a unas varas de distancia.

—Nadie del noveno le hubiera hecho algo así —aseguró—. No aquí, en la ciudad.

Rapiña extendió el brazo para tocar la herida del pecho; el tacto de sus dedos resultó sorprendentemente suave en la herida.

—No es obra de Kalam.

—¿Estarás bien aquí? —le preguntó Azogue—. Voy a buscar a Seto y a Mazo, y a todos los que hayan vuelto.

—Adelante —respondió Rapiña, buscando y encontrando la segunda herida, a un dedo por debajo de la primera—. Ésta fue posterior; diestra y no tan fuerte.

Pues sí, qué muerte tan extraña, pensó Paran. ¿Qué lo retenía ahí? ¿No estaba en ese otro… lugar? Un lugar caluroso, con esa luz lacerante. Y las voces, las figuras borrosas, indistintas, allí bajo el arco hecho de… de la muchedumbre inmóvil que daba forma al lugar. Un coro de muertos… ¿Habría ido a ese otro lugar sólo para volver a esas voces reales, a esas manos de verdad en su piel? ¿Cómo podía ver a través del vaso vacío de sus ojos o sentir el suave tacto de la mujer que palpaba su cuerpo? ¿Y aquel dolor, que surgía de las profundidades como un leviatán?

Al acuclillarse sobre Paran, Rapiña retiró las manos y apoyó los codos en el regazo.

—Vaya, capitán, me pregunto cómo se las apaña para seguir sangrando. Pero si esas heridas de cuchillo tendrán al menos una hora.

Por fin el dolor salió a la superficie. Los pegajosos labios de Paran lograron separarse. Las articulaciones de la mandíbula emitieron un crujido y abrió la boca para boquear. Entonces gritó.

Rapiña retrocedió hasta la pared más alejada del callejón, al tiempo que desenvainaba la espada que apareció en su mano como salida de la nada.

—¡Shedenul se apiade!

A su derecha oyó el estampido de las botas sobre el empedrado.

—¡Sanador! ¡Sanador! ¡El muy cabrón está vivo! —exclamó tras volver la cabeza.

La tercera campanada tras la medianoche repicó sonoramente a través de la ciudad de Pale, y encontró eco en las calles que el toque de queda vaciaba por completo. Había empezado a llover, y la lluvia, aunque leve, teñía el cielo nocturno de un matiz lóbrego. Frente a la imponente propiedad situada a dos manzanas del viejo palacio que se había convertido en el cuartel general del Segundo Ejército, dos infantes de marina envueltos en sendos capotes negros hacían guardia frente a la puerta principal.

—Menuda noche de mierda —dijo uno, temblando.

El otro cambió la pica al hombro izquierdo e hizo un gargajo que después escupió en el canalón.

—Sesuda reflexión la tuya —replicó éste, meneando la cabeza—. No te prives de compartir conmigo cualquier otro pensamiento brillante que se te ocurra.

—¿Y qué acabo de hacer, si puede saberse? —preguntó el primero, herido.

—Chitón, que viene alguien.

Los guardias, tensos, aguardaron con las armas aprestadas. Una figura cruzó proveniente de la parte opuesta, hasta verse iluminada a la luz de las antorchas.

—Alto —gruñó el segundo guardia—. Avance lentamente, y será mejor que tenga un buen motivo para estar aquí.

El hombre se acercó un paso.

—Kalam, Abrasapuentes, del noveno —informó en voz baja.

Los infantes de marina permanecieron alerta, pero el Abrasapuentes mantuvo la distancia, con el rostro cubierto por brillantes gotas de lluvia.

—¿Qué te trae aquí? —le tuteó el segundo guardia.

Con un gruñido, Kalam se volvió hacia la calle.

—No esperábamos volver. En cuanto a nuestros motivos, en fin, mejor será que Tayschrenn no se entere. ¿Me sigues, soldado?

El infante de marina sonrió y escupió al canalón por segunda vez.

—Si eres Kalam, entonces sirves al mando de Whiskeyjack. Eres el cabo, ¿verdad? —preguntó con respeto—. Sea lo que sea que vayas a pedirme, dalo por hecho.

—Sin duda —gruñó el otro soldado—. Estuve en Nathilog, señor. Si quieres que la lluvia nos ciegue durante la próxima hora, no tienes más que decirlo.

—Traemos un cuerpo —explicó Kalam—. El caso es que eso no ha sucedido en vuestra guardia.

—Por la puerta del Embozado, claro que no —aseguró el segundo guardia—. Ha sido una noche tan pacífica como la del séptimo amanecer.

Procedente de la calle llegó el ruido que hacían algunos hombres al acercarse. Kalam les hizo una seña para informarles de que avanzaran, y después se introdujo en el patio cuando el primero de los guardias abrió la verja.

—¿Qué crees que se traen entre manos? —preguntó cuando Kalam hubo desaparecido.

—Espero que a Tayschrenn le endiñen por el culo un objeto duro y afilado, y que el Embozado se lleve a ese asesino mal nacido —respondió el otro tras encogerse de hombros—. Además, conociendo a los Abrasapuentes, eso será exactamente lo que harán. —Guardó silencio al llegar el grupo. Dos hombres llevaban a un tercero a hombros. El segundo soldado abrió los ojos como platos al ver el rango del hombre inconsciente y la mancha de sangre que tenía en la pechera—. Por la suerte de Oponn —siseó al Abrasapuentes que pasó más cerca de él, uno que se tocaba con un casco de cuero deslustrado—, la que habéis armado —añadió.

El Abrasapuentes le lanzó una mirada perspicaz.

—Si ves que nos sigue una mujer, harás bien en apartarte de su camino, ¿entendido?

—¿Una mujer? ¿Quién?

—Pertenece al noveno pelotón, y podría andar sedienta de sangre —respondió el hombre, mientras con la ayuda de su compañero entraban a rastras al capitán por la puerta—. Olvídate de la vigilancia —añadió—. Limitaos a salvar el pellejo si podéis.

Los dos infantes de marina cruzaron la mirada después de que los hombres hubieron pasado. Al poco, el primer soldado extendió la mano para cerrar la puerta, pero el otro se lo impidió.

—Déjala abierta —murmuró—. Vamos a encontrar un rincón a la sombra, cerca, pero no demasiado.

—Perra noche —escupió el otro soldado.

—Tienes la condenada manía de constatar lo obvio —comentó el primer infante de marina mientras se alejaba de la puerta.

El otro se encogió de hombros sin saber qué decir, y luego se apresuró tras su compañero.

Velajada observó largo y tendido la carta colocada en la disposición que había realizado. Había escogido un entramado en espiral, abriéndose paso a través de toda la baraja de los Dragones hasta llegar a la última carta, la cual señalaría bien la cumbre o una epifanía, dependiendo de cómo se situara.

La espiral se había convertido en un pozo, un túnel que discurría hacia abajo, y en su raíz, distante y envuelta en la bruma, aguardaba la imagen de un Mastín. Percibió la inmediatez de su lectura. La Gran Casa de Sombra se había involucrado, había desafiado a Oponn por las riendas del juego. La primera carta atrajo su mirada: se encontraba en el principio de la espiral. El Constructor de la Gran Casa de Muerte ocupaba una posición menor entre las demás figuras, aunque ahí en la mesa, esculpida en la madera, la carta parecía haberse alzado hasta una posición prominente. Hermano del Soldado, perteneciente a la misma Casa, la imagen del Constructor correspondía a un hombre delgado de pelo cano, vestido con cuero ajado. Sus manos fuertes, surcadas de venas, aferraban herramientas para trabajar la piedra, y a su alrededor se alzaban algunos menhires que estaban por terminar. Velajada se descubrió capaz de distinguir unos imperceptibles símbolos jeroglíficos en la piedra, un lenguaje ajeno a ella que, sin embargo, le recordó a la escritura de Siete Ciudades. En la Casa de Muerte, el Constructor era quien construía los túmulos, el que grababa las lápidas, una promesa de muerte no destinada a uno solo o a unos pocos, sino a muchos. El lenguaje de los menhires tenía un significado que no iba destinado a ella; el Constructor había grabado aquellas palabras para sí mismo, y el tiempo había desgastado los bordes. Incluso él mismo parecía ajado, su rostro cubierto de arrugas; la fina barba de color plata, enmarañada. Aquel papel lo había asumido alguien que en tiempos había trabajado la piedra, y que ya no lo hacía.

A la hechicera le costaba entender aquel campo. El entramado que veía la fascinaba: era como si hubiera empezado un juego totalmente nuevo, con nuevos jugadores que irrumpían en escena en cada mano. A medio camino de la espiral se hallaba el Caballero de la Gran Casa de Muerte, cuya situación servía de contrapunto tanto al principio como al final. Al igual que había sucedido la última vez, la baraja había revelado su dragontina figura, que de algún modo flotaba en el cielo entintado, tras el Caballero, tan escurridiza como de costumbre, tanto que en ocasiones apenas alcanzaba a ser una mancha oscura en sus propios ojos.

La espada del Caballero se extendía en forma de veta negra y humeante hacia el Mastín situado en la cumbre de la espiral; en este caso, conocía su significado. El futuro enfrentaba en liza al Caballero con la Gran Casa de Sombra. Al pensarlo, Velajada sintió temor, pero también una especie de alivio, pues sería una confrontación entre ambos. No habría alianzas entre las casas. Era raro ver una relación tan clara y directa entre dos casas: el potencial para la devastación no le preocupó lo más mínimo. La sangre salpicaba a tan elevado nivel de poder que hacía temblar los cimientos del mundo. De forma inevitable, la gente resultaría perjudicada. Y este pensamiento la devolvió al Constructor de la Gran Casa de Muerte. El corazón latió con fuerza en su pecho. Entonces pestañeó para librarse del sudor que aspiraba a cubrir sus ojos, y llenó varias veces de aire los pulmones.

—La sangre siempre fluye hacia abajo —murmuró. El Constructor da forma a un túmulo. Después de todo, es el siervo de Muerte. Y me alcanzará. ¿Acaso ese túmulo será para mí? ¿Retrocedo? ¿Abandono a los Abrasapuentes a su destino, huyo de Tayschrenn, del Imperio?

Un antiguo recuerdo fluyó en sus pensamientos, un recuerdo que había contenido durante dos siglos. La imagen la estremeció. De nuevo caminaba por las fangosas calles de su pueblo natal; era la niña que poseía el talento, la niña que había visto a los jinetes de la guerra irrumpir en sus abrigadas existencias. La niña que había huido de la verdad, que no la había compartido con nadie, y llegó la noche, la noche de los gritos y de la muerte.

Creció en su interior la culpabilidad, cuyo espectral rostro le resultaba obsesionante y familiar. Después de todos aquellos años, su rostro aún tenía el poder de hacer trizas todo su mundo, de volver huecas todas las cosas que ella necesitaba creer sólidas, de sacudir la ilusión de seguridad con una humillación que casi tenía doscientos años de antigüedad.

La imagen volvió a hundirse en su viscosa poza, aunque a su paso la cambió. En esa ocasión no habría huidas. Volvió a mirar por última vez al Mastín. Los ojos de la bestia ardían con una incandescencia amarilla, anclados sobre ella como si buscaran robarle el alma.

Rebulló en la silla al sentir una fría presencia a su espalda. Lentamente, Velajada se volvió.

—Lamento no haberte avisado —se excusó Ben el Rápido, que surgió del borroso remolino que formaba su senda. Desprendía un aroma especiado, extraño—. Pronto tendremos compañía —dijo con aire distraído—. He llamado a Mechones. Llegará por la senda.

Velajada sintió el temblor de una premonición que sacudió todo su cuerpo. Volvió a observar la disposición de las cartas, y se dispuso a recogerlas.

—La situación se ha complicado mucho —explicó el mago a su espalda.

La hechicera se detuvo y sus labios dibujaron una sonrisa tensa.

—No me digas —murmuró.

El viento arrastraba la lluvia que azotaba el rostro de Whiskeyjack. Repicó la cuarta campanada en la oscura noche. El sargento se arropó con el capote y cambió de postura. La vista desde el tejado de la torre este de palacio se veía estorbada, oscurecida, por la densa cortina de agua.

—Llevas días mordiéndote la lengua, soldado —dijo al hombre que se hallaba a su lado—. Vamos, escúpelo.

Violín intentó secar el agua que le empañaba los ojos y se volvió al este.

—No hay mucho que contar, sargento —respondió—. Son sólo presentimientos. Respecto a la hechicera, sin ir más lejos.

—¿Velajada?

—Sí. —Se produjo un ruido metálico al quitarse el tahalí del que colgaba la vaina de la espada—. Odio esta maldita cosa —masculló.

Whiskeyjack vio al zapador arrojar la espada corta sobre el tejado, a su espalda.

—No olvides lo que sucedió la última vez —dijo el sargento, ocultando una sonrisa burlona.

—Cometes un error y no hay manera de que los demás te permitan olvidarlo —replicó Violín, cuyas palabras fueron precedidas de una mueca.

Whiskeyjack no respondió, aunque a juzgar por el modo en que se movían sus hombros se partía de risa.

—Por la huesa del Embozado —continuó Violín—, no soy ningún guerrero. No en el sentido estricto de la palabra, al menos. Nací en un callejón de Ciudad Malaz, aprendí a trabajar la piedra en los túmulos que se extienden en las llanuras que hay detrás de la fortaleza de Mock. También tú eras cantero. Como yo. Sólo que no soy de los que se adaptan con facilidad a la vida de soldado, al contrario que tú. Fue el ejército o las minas, y a veces creo que tomé la peor decisión que pude tomar.

La risa de Whiskeyjack desapareció con la punzada de dolor en el estómago que respondió a las palabras de Violín. ¿Aprender qué? —se preguntó—. ¿Cómo matar a la gente? ¿Cómo enviar a los tuyos a la muerte en tierra extranjera?

—¿Qué te parece Velajada? —preguntó secamente el sargento.

—Asustada —respondió el zapador—. La siguen algunos antiguos demonios suyos, eso creo, y cada día se le acercan más.

—Sería raro conocer un mago cuyo pasado fuera un lecho de rosas —gruñó Whiskeyjack—. Cuentan que no la reclutaron, que estaba huyendo de algo. Luego metió la pata en su primer destino.

—Qué casualidad que esté tan dispuesta a ayudarnos ahora.

—Perdió a su cuadro. La han traicionado. Sin el Imperio, ¿qué motivo tendría para salir adelante? —Lo mismo puede decirse de todos nosotros, se dijo.

—Es como si estuviera a punto de romper a llorar cada vez que respira. Creo que ha perdido la serenidad, sargento. Si Tayschrenn la presiona un poco, acabará chillando como un ratón espantado.

—Subestimas a la hechicera, Violín —replicó Whiskeyjack—. Es una superviviente, y una mujer leal. No es algo que corra de boca en boca, pero por lo visto le han ofrecido el cargo de mago supremo en más de una ocasión, y ella nunca ha querido aceptarlo. No lo parece, pero un enfrentamiento entre Tayschrenn y ella sería un negocio reñido. Es maestra de su senda, y sin agallas no hay forma de obtener ciertos logros.

Violín lanzó un silbido y apoyó los brazos en el parapeto.

—Acabo de cambiar de opinión.

—¿Alguna otra cosa, zapador?

—Sólo una —respondió Violín, impasible.

Whiskeyjack irguió la espalda. Sabía qué significaba aquel tono de voz.

—Adelante.

—Algo se desatará esta noche, sargento. —Violín miró a su alrededor. Sus ojos brillaban en la oscuridad—. Va a ser muy enojoso.

Ambos se volvieron al oír un ruido procedente de la trampilla del tejado, de cuyo interior asomó el Puño Supremo, Dujek Unbrazo, iluminado por la luz del interior, luz que parecía proyectarlo. Salvó el último peldaño y saltó al tejado.

—Echadme una mano con esta maldita puerta —ordenó a los dos hombres que hacían de vigías.

Al acercarse éstos, crujieron las tejas bajo el peso de sus botas.

—¿Alguna noticia del capitán Paran, Puño Supremo? —preguntó Whiskeyjack mientras Violín se ponía de cuclillas sobre la trampilla y, con un gruñido, volvía a colocarla en su lugar.

—Ninguna —respondió Dujek—. Ha desaparecido. Y también ha desaparecido ese asesino tuyo, el tal Kalam.

—Sé dónde encontrarlo, y dónde ha pasado toda la noche. Seto y Mazo fueron los últimos que vieron al capitán cuando éste abandonó la fonda de Snobb; es como si hubiera desaparecido. Puño Supremo, nosotros no hemos matado al capitán Paran.

—No me confundas con tu palabrería —masculló Dujek—. Maldición, Violín, ¿has tirado ahí la espada? ¿En la argamasa?

Violín maldijo entre dientes y se dirigió apresuradamente hacia su arma.

—Desde luego, ese tipo es una leyenda y no tiene remedio —comentó Dujek—. Que Shedenul bendiga su pellejo. —Hizo una pausa, que aprovechó para reordenar sus pensamientos—. De acuerdo, olvida lo del asesinato. No matasteis a Paran. Pero entonces, ¿dónde está?

—Lo estamos buscando —aseguró Whiskeyjack.

—Bien, entendido —suspiró el Puño Supremo—. Quieres saber quién más querría ver muerto a Paran, lo cual supone que debo explicarte quién lo ha enviado. Verás, resulta ser el hombre de confianza de la Consejera Lorn, hace tiempo que lo es. Sin embargo, no pertenece a la Garra. Es un jodido noble de Unta.

Violín había ceñido la espada y se encontraba a veinte pasos de distancia, en el borde del tejado, con los brazos en jarras. Buen elemento. Todos ellos lo son, joder. Whiskeyjack pestañeó para aclarar el agua que tenía en los ojos.

—¿De la capital? Podría tratarse de alguien perteneciente a esos círculos. Las antiguas familias nobles no tienen muchos amigos, ni siquiera entre los de su propia clase.

—Es posible —admitió Dujek, no muy convencido—. De cualquier modo, va a mandar tu pelotón, y no sólo en esta misión. El puesto es permanente.

—¿Ha sido idea suya lo de infiltrarnos en Darujhistan? —preguntó Whiskeyjack.

—No, pero tampoco sabemos quién fue el responsable —respondió el Puño Supremo—. Quizá la Consejera o la propia emperatriz. Así que, en definitiva, no os vais a librar de eso. —Arrugó fugazmente el entrecejo—. Debo informarte de los pormenores —se volvió al sargento—, siempre y cuando Paran no vuelva.

—¿Puedo hablar en confianza, Puño Supremo?

Dujek lanzó una risotada.

—¿Crees que no lo sé, Whiskeyjack? Ese plan apesta. Tácticamente es una pesadilla…

—No estoy de acuerdo.

—¿Cómo?

—Creo que cumplirá perfectamente con la función para la que fue pensado —explicó el sargento, con la mirada puesta en el horizonte, que ya clareaba al este. Después, observó al soldado que se hallaba de pie en el borde del tejado. Porque su función es procurar que nos maten a todos.

El Puño Supremo estudió la expresión del sargento.

—Acompáñame. —Y, seguido de Whiskeyjack, se dirigió al lugar donde se encontraba Violín. El zapador los saludó inclinando la cabeza. Al cabo, los tres observaban la ciudad. Las calles mal iluminadas de Pale serpenteaban entre los bloques de los edificios que parecían reacios a ceder la oscuridad; tras las cortinas de lluvia las chaparras siluetas parecían temblar ante la llegada del alba—. Qué solitario está esto, ¿verdad?

—Y que lo diga, señor —gruñó Violín.

Whiskeyjack cerró los ojos. Fuera lo que fuese que sucedía a millares de leguas de distancia, el hecho era que se jugaba ahí. Así era el Imperio, así sería siempre, sin importar el lugar o la gente. Todos ellos eran instrumentos ciegos a las manos que los moldeaban. El sargento había afrontado aquella verdad hacía mucho tiempo. Le había amargado entonces y le amargaba ahora. El único alivio en aquellos tiempos consistía en rendirse al cansancio.

—Existen ciertas presiones —continuó explicando lentamente el Puño Supremo— para dispersar a los Abrasapuentes. Ya he recibido órdenes de incorporar al Segundo Ejército en el Quinto y el Sexto. El resultado será el Quinto Ejército. Las corrientes traen nuevas aguas a nuestra orilla, caballeros, aguas que saben a hiel. —Titubeó antes de añadir—: Si tú y tu pelotón salís con vida de Darujhistan, sargento, tenéis mi permiso para marcharos.

Whiskeyjack se volvió de pronto mientras Violín daba un respingo.

—Ya me habéis oído —insistió Dujek—. Por lo que respecta al resto de los Abrasapuentes… En fin, puedes estar tranquilo que yo cuidaré de ellos. —El Puño Supremo se volvió al este, desnudando la dentadura para dibujar una sonrisa carente de humor—. Me empujan. Pero no voy a permitirles por nada del mundo que me dejen sin espacio para maniobrar. Tengo diez mil soldados a los que debo mucho…

—Disculpe, señor —interrumpió Violín—, hay diez mil soldados que aseguran tener una deuda para con su comandante en jefe. Basta con que diga una sola palabra, y…

—Chitón —advirtió Dujek.

—Sí, señor.

Whiskeyjack guardaba silencio, mientras daba vueltas y más vueltas a las palabras del Puño Supremo. Deserción. Aquella palabra reverberaba en sus pensamientos como una canción lúgubre. Pensó que lo que Violín acababa de sugerir era totalmente cierto. Si el Puño Supremo Dujek Unbrazo decidía llegado el momento tomar la iniciativa, el último lugar donde Whiskeyjack querría estar sería huyendo, a cientos de leguas del ojo del huracán. Se sentía muy unido a Dujek y, aunque ambos se esforzaran por ocultarlo, el pasado rebullía siempre bajo la superficie, pues hubo un tiempo en que Dujek lo había llamado «señor», y aunque Whiskeyjack no era rencoroso sabía que a Dujek aún le costaba aceptar las vueltas que había dado el destino. Llegado el momento, Whiskeyjack tenía intención de estar junto a Unbrazo.

—Puño Supremo —dijo al cabo, consciente de que ambos habían estado esperando a que se pronunciara—, aún quedamos algunos Abrasapuentes. Por pocas manos que empuñen la espada, ésta seguirá siendo afilada. No es nuestro estilo poner las cosas fáciles a quienes se nos oponen, sean quienes sean. Y eso de alejarse… —El sargento suspiró—. En fin, eso les solucionaría el problema, ¿verdad? Mientras haya una sola mano que empuñe la espada, una sola, los Abrasapuentes no cederán. Es una cuestión de honor, supongo.

—Te entiendo —admitió Dujek—. Ah, ahí vienen.

Whiskeyjack levantó la mirada, siguiendo la dirección en que Dujek observaba el cielo, hacia el este.

Ben el Rápido inclinó la cabeza y siseó entre dientes:

—Los Mastines han encontrado el rastro —aseguró.

Kalam no escatimó palabras al maldecir y se puso en pie.

Sentada en la cama, Velajada arrugó el entrecejo y siguió con mirada legañosa los pasos del hombretón; a pesar de su complexión y la energía de sus pisadas, no hizo crujir ni uno de los tablones del suelo; parecía deslizarse, lo cual confería a la escena un aire fantástico, mientras el mago, con las piernas cruzadas, flotaba a unas pulgadas del suelo de madera, en mitad de la habitación.

Velajada comprendió que estaba exhausta. Habían sucedido demasiadas cosas, todas de golpe. Se sacudió el cansancio mentalmente y concentró toda su atención en Ben el Rápido.

El mago se hallaba vinculado a Mechones, y la marioneta había seguido el rastro de alguien o, más bien, de algo, un rastro que la llevó a la senda de Sombra. Mechones había alcanzado la entrada de las mismísimas puertas del reino de Sombra, y después fue más allá.

Durante un tiempo, Ben el Rápido perdió el contacto con la marioneta, y durante aquellos largos minutos de silencio todos tuvieron el corazón en un puño. Cuando el mago recuperó el vínculo con Mechones, éste ya no se desplazaba solo.

—Va a salir —anunció Ben el Rápido—. Está cambiando de senda. Si le sonríe la suerte de Oponn, es posible que despiste a los Mastines.

Velajada hizo una mueca ante la frívola mención del mago del nombre de los Bufones. Teniendo en cuenta la de corrientes que se manifestaban contrarias bajo la superficie, quizá aquellas palabras podrían muy bien haber atraído una inoportuna atención sobre ellos.

El cansancio se percibía en la estancia con tanta claridad como una nube de incienso amargo, que olía a sudor y a tensión. Después de pronunciar aquellas palabras, Ben el Rápido había agachado la cabeza. Velajada sabía que viajaba con la mente por las sendas, aferrado al hombro de Mechones, incapaz de soltarlo.

Los pasos de Kalam lo llevaron frente a la hechicera.

—¿Y qué pasa con Tayschrenn? —preguntó a la hechicera, retorciéndose las manos.

—Sabe que ha sucedido algo. Está al acecho, pero la presa lo elude. —Sonrió al asesino—. Siento cómo se mueve con cautela. Con mucha cautela. Que él sepa, la presa podría ser un conejo o un lobo.

—O un Mastín —masculló impasible, para después reemprender el paseo.

Velajada lo observó. ¿Acaso era ésa la intención de Mechones? ¿Atraer a un Mastín? ¿Estarían conduciendo a Tayschrenn a una trampa mortífera?

—Espero que no —dijo con la mirada clavada en el asesino—. Sería una insensatez.

Kalam no sólo la ignoró, sino que también rehuyó su mirada.

—No, una insensatez, no. Una locura —dijo Velajada al tiempo que se levantaba—. ¿Os dais cuenta de la que podríamos organizar? Algunos creen que los Mastines son más antiguos que el propio reino de Sombra. Pero no lo digo sólo por ellos, sino porque el poder atrae al poder. Si un Ascendiente fragmenta el tejido aquí y ahora, acudirán otros, atraídos como esos animales a los que les llama el olor de la sangre. Al alba, todos los seres mortales de esta ciudad podrían haber muerto.

—Tranquila, señora —pidió Kalam—. Nadie quiere soltar a los Mastines en la ciudad. Lo he dicho por miedo. —Pero siguió sin mirarla.

El hecho de que el asesino admitiera su temor asustó a Velajada. Era la vergüenza lo que le impedía mirarla. El miedo era la admisión de la debilidad.

—Por el Embozado —suspiró—, llevo dos horas sentada en la almohada.

Eso sí lo escuchó Kalam, que se detuvo vuelto hacia ella y rompió a reír.

Fue una risa grave, melosa, que complació mucho a la hechicera.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y Mazo entró en la estancia con el rostro sudoroso y sonrojado. El sanador miró brevemente a Ben el Rápido y, después, se acercó a Velajada, a cuyo lado se acuclilló.

—A juzgar por lo sucedido —explicó en voz baja—, el capitán Paran debería ocupar a estas alturas el hoyo reservado a un oficial, con cinco pies de barro sobre su bonito rostro. —Saludó a Kalam, que acababa de reunirse con ellos con una inclinación de cabeza—. La primera herida resultó mortífera, justo encima del corazón. La estocada de un profesional —añadió, dirigiendo una mirada significativa al asesino—. La segunda debió de haberlo matado, aunque más lentamente.

—De modo que debería estar muerto. Pero no lo está, lo que supone…

—Una intervención —respondió Velajada con una súbita sensación de náuseas—. ¿Han resultado suficientes tus habilidades Denul? —preguntó a Mazo.

—Fue fácil. Tuve ayuda —explicó con una sonrisa burlona—. Las heridas ya se estaban cerrando, y el daño ya se había curado. Agilicé el proceso curativo de algunas, pero eso fue todo. Ha sufrido mucho dolor, tanto su cuerpo como su mente. Es de prever que tarde semanas en recuperarse físicamente. Eso, de por sí, podría constituir un problema.

—¿A qué te refieres? —preguntó Velajada.

Kalam se dirigió a la mesa, donde cogió la jarra de vino y tres tazas de barro. Se reunió de nuevo con ellos y se dispuso a servir a Mazo, cuando éste dijo:

—La curación nunca debería distinguir entre la carne y la sensación de la carne. Es difícil de explicar. Las sendas Denul contemplan todos los aspectos de la curación, puesto que el daño, cuando se produce, lo hace a todos los niveles. La conmoción es la cicatriz que sirve de puente sobre el abismo que separa al cuerpo de la mente.

—Ah, ya veo —gruñó Kalam, que ofreció la taza al sanador—. ¿Y qué hay de Paran?

Mazo tomó un largo sorbo y después se secó los labios.

—La fuerza que intercedió por él, fuera la que fuese, tan sólo se preocupó de curar la carne. Puede que en uno o dos días pueda levantarse, pero la conmoción necesita más tiempo.

—¿Tú no podrías resolverlo? —preguntó Velajada.

—Todo guarda relación entre sí —respondió Mazo, negando con la cabeza—. Lo que intervino cortó algunas de estas conexiones. ¿Cuántas conmociones y sucesos traumáticos habrá vivido Paran en su vida? ¿Qué cicatriz debo buscar? Podría causar más daños por pura ignorancia.

Velajada pensó en el joven que habían arrastrado al interior de su habitación no hacía ni una hora. Después de gritar en el callejón, grito que sirvió para indicar a Rapiña que seguía con vida, había caído inconsciente. Todo lo que sabía de Paran era su origen noble, que provenía de Unta y que serviría de oficial al mando del pelotón, de cara a la misión que los llevaría a Darujhistan.

—En cualquier caso —dijo Mazo vaciando la taza—, Seto le echará un ojo. Podría recuperar la conciencia en cualquier momento, aunque resulta imposible saber en qué estado de lucidez. —El sanador sonrió a Kalam—. Creo que a Seto le gusta el muchacho. —Su sonrisa se hizo más pronunciada, al tiempo que el asesino maldecía entre dientes.

Velajada enarcó una ceja. Al ver su expresión, Mazo se explicó:

—Seto también adopta perros vagabundos, además de a otras… criaturas necesitadas. —Miró a Kalam, que volvía a dar vueltas a la habitación—. Y puede tomárselo muy en serio.

El cabo lanzó un gruñido.

La sonrisa de Velajada desapareció cuando sus pensamientos volvieron a recalar en el capitán Paran.

—Van a utilizarlo —anunció sin más—. Como a una espada.

—No hay nada de piedad en la curación, sólo cálculos.

Pero fue la voz de Ben el Rápido la que sorprendió a todos.

—El intento de asesinato fue cosa de Sombra.

Se hizo el silencio en la estancia.

Velajada suspiró. Antes sólo tenía sospechas. Vio que Mazo y Kalam cruzaban la mirada, y supuso en qué estaban pensando. No sabían quién era en realidad Lástima, pero cuando se uniera de nuevo al rebaño tendría que afrontar un sinfín de preguntas. Velajada comprendió, con toda la seguridad que pueda tenerse con algo así, que la muchacha pertenecía a Sombra.

—Lo que supone —continuó Ben el Rápido en tono despreocupado— que quien intercedió a favor de Paran es un oponente directo del reino de Sombra. —Volvió la cabeza y clavó su oscura mirada en la hechicera—. Cuando se recupere, nos conviene averiguar qué sabe Paran. Sólo que…

—No estaremos aquí —terminó la frase Kalam.

—Por si no tuviera bastante con Mechones —protestó Velajada—, ahora quieres que cuide también de vuestro capitán.

Ben el Rápido se levantó y limpió con la mano el polvo de las polainas de cuero.

—Mechones tardará en volver. Esos Mastines son muy tenaces. Creo que tardará un tiempo en librarse de ellos. O, si sucediera lo peor —sonrió el mago, malintencionado—, les plantará cara y dará al Señor de Sombra algo en qué pensar.

—Vamos, Mazo —le dijo Kalam—, hay que ponerse en marcha.

El último comentario de Ben el Rápido había dejado fría a Velajada. Torció el gesto al notar el sabor amargo que tenía en la boca, y observó en silencio los preparativos del pelotón. Tenían una misión por delante que los llevaría al corazón de Darujhistan. Aquélla era la siguiente ciudad en la lista del Imperio, la última de las Ciudades Libres, el solitario diamante que valía la pena arrebatar al continente. El pelotón se infiltraría, abriría el camino. Estarían completamente solos. En cierto modo, Velajada envidiaba la soledad en la que estaban a punto de adentrarse. Casi los envidiaba, pero no del todo, pues temía que todos ellos pudieran morir.

El túmulo del Constructor volvió a su mente como si sus propios temores lo hubieran llamado. Era, pensó, lo bastante grande para albergarlos a todos.

Con el alba y la veta rojiza que surcaba el cielo como la hoja de una espada a su espalda, los moranthianos, sentados en las elevadas sillas de sus monturas quorl, relucían como piedras preciosas salpicadas de sangre. Whiskeyjack, Violín y el Puño Supremo observaron a la docena de jinetes voladores que se aproximaban a la ciudad. La lluvia había cedido, y alrededor de los tejados cercanos se extendía una neblina gris, dispuesta a recorrer teja y piedra.

—¿Dónde tienes al pelotón, sargento? —preguntó Dujek.

Whiskeyjack hizo una seña con la cabeza a Violín, que se dirigió a la trampilla.

—No tardarán —respondió.

Tuvo la impresión de que las alas resplandecientes de los quorl, con su piel fina, cuatro por criatura, aleteaban con fuerza un instante cuando, todos a una, los doce moranthianos descendieron sobre el tejado de la torre. El runrunear de las alas se vio puntuado por las breves órdenes de los jinetes, que se llamaban unos a otros. Pasaron sobre los dos hombres que los observaban, apenas a dos varas de altura, y sin mayor ceremonia se posaron en el tejado a sus espaldas.

Violín había desaparecido en el descansillo que daba a la trampilla. Dujek, con la mano en la cadera, observó a los moranthianos un instante, para después gruñir algo incomprensible y dirigirse a la trampilla.

Whiskeyjack se acercó al moranthiano que se encontraba más cerca. Un visor de quitina negra cubría el rostro del soldado, que se volvió hacia el sargento en un gesto de mudo interés.

—Había uno de los vuestros —dijo Whiskeyjack—, un manco. Lo marcaron cinco veces por su valor. ¿Sigue vivo?

El moranthiano no respondió.

Whiskeyjack se encogió de hombros y volcó su atención en los quorls. Aunque había cabalgado antes a lomos de aquellas criaturas, lo cierto era que seguían fascinándole. Se apoyaban en cuatro delgadas patitas que surgían de la parte inferior de las sillas. Aguardaban en la terraza con las alas extendidas, tiritando a la suficiente velocidad como para crear una nubecilla de agua suspendida sobre cada uno de ellos. Sus colas largas y extrañamente segmentadas se extendían rectas tras ellos; eran multicolores y fácilmente alcanzarían las seis o siete varas de longitud. Arrugó la nariz al oler el aroma acre al que ya se había familiarizado. La enorme cabeza en forma de cuña del quorl más cercano estaba dominada por sus ojos de múltiples caras y una mandíbula articulada. Había dos extremidades adicionales (brazos, supuso) plegadas debajo. Al contemplarlo, el quorl volvió la cabeza hasta mirarlo con su ojo izquierdo.

El sargento no apartó la mirada. Se preguntó qué vería el quorl, en qué estaría pensando y, en definitiva, si pensaría. Henchido de curiosidad, inclinó la cabeza ante el quorl.

El animal levantó la suya, y después se volvió. Whiskeyjack observó entonces que la punta de la cola del quorl se doblaba levemente. Aquélla fue la primera vez que los vio hacer semejante movimiento.

La alianza entre los moranthianos y el Imperio había cambiado el curso de la Guerra Imperial. Las tácticas de Malaz en Genabackis habían adoptado un nuevo formato que dependía en gran medida del transporte aéreo, tanto de los soldados como de los suministros y los equipajes. Esta dependencia resultaba peligrosa, al menos en opinión de Whiskeyjack. Sabemos tan pocas cosas de estos moranthianos: nadie ha visto jamás sus ciudades en el bosque. Ni siquiera sé a qué sexo pertenecen. La mayoría de los estudiosos sostenía que los moranthianos eran tan humanos como cualquiera, pero no había modo de asegurarse, pues en el campo de batalla recogían a sus muertos. Habría problemas en el Imperio si los moranthianos llegaban a mostrarse ansiosos de poder algún día. No obstante, a juzgar por lo que había oído, las diversas facciones caracterizadas por colores que había entre ellos venían a señalar una jerarquía siempre cambiante, y la rivalidad y la competitividad alcanzaban los límites del puro fanatismo.

El Puño Supremo Dujek volvió junto a Whiskeyjack, aliviada un poco la expresión de su rostro. Procedentes de la trampilla llegaron las voces de la discordia.

—Ahí los tenemos —informó Dujek—. Creo que le están dando una severa reprimenda a tu nueva recluta por algo, y no me des explicaciones porque no quiero ni saberlo.

El alivio momentáneo de Whiskeyjack se hizo añicos al oír las palabras de su superior. Comprendió que había albergado la esperanza de que Lástima hubiera desertado. Después de todo, al parecer sus hombres la habían encontrado, claro que, a juzgar por las voces, no parecían muy contentos de verla. No podía culparlos. ¿Había intentado asesinar a Paran? Al parecer, eso sospechaban Ben el Rápido y Kalam.

Kalam era quien más voceaba, más puesto en su papel de cabo de lo que era norma, hasta tal punto que la mirada inquisitiva de Dujek empujó a Whiskeyjack a acercarse a la trampilla. Llegó al borde de ésta y agachó la cabeza hacia el descansillo. Ahí estaban todos, de pie formando un círculo acusador alrededor de Lástima, que permanecía apoyada en la escalera, como aburrida por la situación.

—¡Callaos! —ordenó Whiskeyjack con un rugido—. ¡Comprobad vuestros equipajes y arriba, ahora! —Los vio dispersarse y luego volvió al lugar donde aguardaba el Puño Supremo.

Con el entrecejo fruncido y la mirada ausente, Dujek se frotaba el muñón del brazo izquierdo.

—Condenado tiempo —masculló.

—Mazo podría aliviarte eso —dijo Whiskeyjack.

—No es necesario —replicó Dujek—. Me hago viejo. —Se rascó la mandíbula—. Todo tu equipaje pesado ha sido llevado al punto de lanzamiento. ¿Preparado para volar, sargento?

Whiskeyjack asintió, tras mirar hacia la segunda silla del quorl, donde se sentaría sobre el tórax como un fardo.

Los miembros del pelotón asomaron por la trampilla, cada uno con su capote y el pesado petate a cuestas. Violín y Seto discutían mediante susurros, mientras el segundo lanzaba una mirada a Trote, que le pisaba los talones. El barghastiano llevaba sujeta por todo su cuerpo peludo una colección de amuletos, bagatelas y trofeos. Parecía un combretum engalanado durante la fiesta kanesiana de los escorpiones. Los barghastianos eran conocidos por su peculiar sentido del humor. Ben el Rápido y Kalam escoltaban a Lástima, uno a cada lado, mirándola de reojo, mientras que la muchacha, ignorándolos a todos, avanzaba lentamente hacia los quorls. No llevaba muy llena la bolsa, que no era mucho más grande que un petate, y el capote parecía más una capa que otra cosa. No pertenecía al uniforme y le llegaba a los tobillos. Llevaba la capucha levantada. A pesar de la luz del alba, su rostro quedaba oculto en sombras. Esto es todo lo que me queda, pensó Whiskeyjack con un suspiro.

—¿Cómo progresa, sargento? —preguntó Dujek a Whiskeyjack, mirando a Lástima.

—Aún respira —respondió Whiskeyjack, impávido.

El Puño Supremo sacudió lentamente la cabeza.

—Últimamente nos los envían tan jóvenes…

Al pensar en las palabras de Dujek, Whiskeyjack recordó algo. En una misión para el Quinto Ejército, lejos del asedio de Pale, en mitad de la campaña de Mott, Lástima se les había unido procedente de las nuevas tropas que llegaban a Nathilog. La había visto usar el cuchillo con tres mercenarios del lugar que habían tomado prisioneros en Perrogrís. Lo habían hecho para obtener información, pero recordó con un escalofrío que la cosa se torció. No fue por conveniencia. Recordó haber contemplado, pasmado, horrorizado, cómo Lástima se puso a trabajar con sus testículos. Recordó haber cruzado la mirada con Kalam, un gesto de desesperación que empujó al negro a desnudar la hoja de su cuchillo, apartar a un lado a Lástima y, mediante tres rápidos tajos, abrir la garganta de los tres mercenarios. Fue entonces cuando sucedió lo que aún le removía las entrañas, y es que, con su último aliento, los mercenarios bendijeron a Kalam.

Lástima se limitó a envainar su arma y alejarse de ellos.

A pesar de que aquella mujer llevaba ya dos años en el pelotón, sus hombres seguían llamándola «la recluta», y probablemente lo harían hasta que cayeran. Tenía cierto significado que Whiskeyjack comprendía bien. Los reclutas no eran Abrasapuentes. El hecho de poder considerarse tal era algo que había que ganarse, un reconocimiento que uno se granjeaba por lo que hacía. Lástima era recluta porque el solo hecho de pensar en considerarla parte de la unidad dolía a todos los del pelotón como un cuchillo al rojo en la garganta. Ni siquiera el sargento era ajeno a aquella sensación.

Mientras todo esto cruzaba por la mente de Whiskeyjack, su expresión por lo general impasible desapareció. Para sus adentros, se dijo: ¿Joven? No, uno puede disculpar a los jóvenes, llegar a entender que hagan las simplezas que hacen, y puede mirarles a los ojos y ver en su interior bastantes cosas que es posible entender. Pero ¿ella? No. Mejor evitar sus ojos, en los que no se encontrará nada propio de la juventud, nada en absoluto.

—A ver si vamos moviéndonos —gruñó Dujek—. A montar.

El Puño Supremo se volvió hacia el sargento para dirigirle unas últimas palabras de despedida, pero lo que halló en el rostro de Whiskeyjack bastó para ahogar esas mismas palabras en su garganta.

Dos tronidos sordos resonaron en la ciudad mientras al este se extendía la capa de cielo carmesí, y al primer estallido lo siguió otro al cabo de un latido de corazón. La última de las lágrimas derramadas por la noche goteó sobre los canalones y discurrió por los arroyos de las calles. Las troneras estaban encharcadas, y el agua embarrada alcanzaba a reflejar las nubes que se adelgazaban en el cielo con un tono opaco. Entre las angostas callejuelas del distrito de Krael de Pale, el frío y la humedad de la noche se aferraban tenaces a los rincones oscuros. Allí, los tabiques y los adoquines habían absorbido el segundo trueno, impidiendo que su eco pudiera desafiar al goteo del agua.

Por uno de los pasadizos, que serpenteaba al sur siguiendo el trazado de la muralla exterior, corría a paso largo un perro que tenía el tamaño de una mula. Su enorme cabeza colgaba gacha, frente a los músculos amplios y llenos de sus hombros. Prueba de que había pasado una noche sin lluvias era su pelo negro, manchado de polvo gris, pero seco. El animal tenía motas grises en el hocico, y unos ojos que brillaban como el ámbar.

El Mastín llamado Yunque, séptimo de los sirvientes de Tronosombrío, iba de caza. Su presa era escurridiza, astuta y veloz en la huida. Aun así, Yunque la sentía cerca. Sabía que no se trataba del rastro de un humano, puesto que ningún hombre o mujer mortal hubiera evitado sus fauces durante tanto tiempo. Si cabe más sorprendente era que Yunque aún no había logrado ver a su presa. Pero había allanado, había entrado con impunidad en el reino de Sombra, perseguido al propio Tronosombrío y rasgado todas las hebras que el amo de Yunque había tejido. La muerte era la única respuesta a semejante afrenta.

El Mastín era consciente de que no tardaría en convertirse en presa, y si el número de cazadores era numeroso y éstos eran fuertes, Yunque tendría problemas para continuar la caza. En la ciudad había quienes sintieron la salvaje quiebra del tejido. Pocos instantes después de pasar por la puerta de la senda, se le había erizado el pelo del cuello, prueba de que en las cercanías bullía la magia. Hasta el momento, el Mastín había evitado ser descubierto, pero eso no duraría mucho.

Se movió en silencio y con cautela a través del laberinto de chabolas y puestos arracimados contra las murallas de la ciudad, e hizo caso omiso de los pocos ciudadanos que salieron al alba a tomar el aire que había refrescado la lluvia. Pasó por encima de los mendigos espatarrados a su paso. Los perros del lugar y los chuchos rateros tuvieron bastante con dedicarle una mirada para convencerse de que debían huir a la carrera, con las orejas gachas, arrastrando la cola por el suelo embarrado.

Al doblar la esquina de una casa de piedra derruida, el viento de la mañana hizo que Yunque mirase a su alrededor. Se detuvo, buscando con la mirada el largo de la calle que se extendía ante él. La neblina dibujaba remolinos en algunos tramos, y los primeros carros de mano pertenecientes a los mercaderes más humildes eran empujados por figuras abrigadas para combatir el frío. Al Mastín se le acababa el tiempo.

Los ojos de Yunque repararon en la mansión rodeada de un muro que había en el extremo opuesto. Cuatro soldados arrellanados ante la puerta observaban a los transeúntes con escaso interés mientras charlaban. Levantó la cabeza y su inspección no tardó en dar resultado: había una ventana con postigos en la segunda planta de la mansión.

El Mastín sintió complacido que se acercaba el momento. Había hallado el lugar de destino de la presa. Agachó de nuevo la cabeza y se movió, inflexible la mirada sobre los cuatro guardias.

El turno había terminado. Al acercarse los nuevos infantes de marina, ambos repararon en que la puerta estaba abierta de par en par.

—Pero ¿qué es esto? —preguntó uno de los recién llegados a los soldados de cara larga que se recostaban en el muro.

—Menuda noche —respondió el más veterano—. Una de esas noches perras de las que conviene no hablar.

Los recién llegados cruzaron la mirada; el mismo que había hablado inclinó levemente la cabeza y sonrió.

—Sé a qué tipo de noches te refieres. En fin, venga, que vuestros camastros os esperan.

El veterano cambió de hombro la pica y pareció doblarse por la cintura. Le hizo un guiño a su compañero, pero el joven parecía mirar fijamente algo que había en la calle.

—Supongo que es tarde —dijo el veterano a los soldados que les relevaban en la guardia—; quiero decir que no sucederá y que, por tanto, ya no tiene importancia, pero si aparece una mujer, una Abrasapuentes, será mejor que la dejéis pasar y finjáis mirar a la pared.

—Mira ese chucho —dijo el joven.

—Entendido —dijo el relevo—. Así son las cosas en el segundo…

—Mira ese chucho —repitió el joven infante de marina.

Los otros se volvieron para enfilar la calle con la mirada. El veterano abrió los ojos como platos, luego lanzó una maldición e hizo lo posible por empuñar la pica. Ninguno de sus compañeros logró hacer ni la mitad de eso antes de que el Mastín se arrojara sobre ellos.

Velajada, que no había logrado conciliar el sueño, yacía tumbada en la cama. Estaba tan exhausta que no tenía fuerzas ni para dormir, de modo que ahí seguía, tumbada, mirando el techo, pasando con la cabeza desordenada revista a aquellos últimos siete días. A pesar de la ansiedad que sintió al principio de verse envuelta en los asuntos de los Abrasapuentes, debía admitir que se sentía emocionada.

El deseo de reunir sus pertenencias y abrir una senda que la llevara lejos del Imperio, lejos de los desmanes y antojos de Mechones, lejos de los campos de batalla de aquella interminable guerra, parecía agua pasada, algo que había surgido de una desesperación que ya no sentía.

Pero era más que un simple sentido renovado de la humanidad lo que la empujaba a seguir en aquel lugar y ver qué sucedía. Después de todo, los Abrasapuentes habían demostrado ser perfectamente capaces de solucionar sus propios asuntos. No, quería ver caer a Tayschrenn. Era cierto que la atemorizaba. La sed de venganza emponzoñaba el alma. Y era muy probable que tuviera que esperar mucho tiempo para ver morir a Tayschrenn. Se preguntó si, después de alimentarse gracias a ese veneno durante tanto tiempo, acaso no vería el mundo con la misma mirada febril que Mechones. Febril y enloquecida.

—Demasiado —murmuró—. Demasiadas cosas, y todo de sopetón.

La sobresaltó un ruido en la puerta.

—Oh —dijo ceñuda—, has vuelto.

—Sano y salvo —respondió Mechones—. Lamento decepcionarte, Vela. —La marioneta saludó con una de sus manos enguantadas, al tiempo que se cerraba la puerta tras ella y se corría el cerrojo—. Son de temer estos Mastines de Sombra —comentó, deambulando hasta el centro de la estancia; al ir a sentarse hizo una pirueta, extendió las piernas y cayó sin tocar el suelo con los brazos, riendo entre dientes—. Pero al final no han resultado ser más que perros cruzados, estúpidos, lentos, de esos que olisquean al pie de cada árbol que encuentran a su paso. No han encontrado ni por asomo al artero de Mechones.

Velajada se tumbó de nuevo y cerró los ojos.

—Ben el Rápido estaba muy descontento con tus descuidos.

—¡Estúpido! —escupió Mechones—. Yo le dejo hacer, le dejo convencido de que tal conocimiento tiene poder sobre mí, mientras voy donde me plazca. Dice mandar sobre mí, una tontería que le permito ahora, porque sé que luego más dulce será la venganza.

No era la primera vez que Velajada escuchaba aquello, y sabía que Mechones lo hacía aposta, con la intención de domeñar su voluntad. Desdichadamente se estaba saliendo con la suya, al menos en parte, porque tenía dudas. Quizá Mechones decía la verdad: quizá Ben el Rápido ya lo había perdido sin saberlo.

—Guarda tu sed de venganza para quien te robó las piernas y luego el cuerpo —replicó secamente Velajada—. Tayschrenn aún se burla de ti.

—¡Él será el primero en pagar! —chilló Mechones, que agachó la cerviz y se puso en jarras—. Cada cosa a su tiempo —susurró.

Bajo la ventana, en el patio, se produjo el primero de los gritos.

Velajada se puso de pie de un salto y Mechones gritó.

—¡Me han encontrado! ¡No deben verme, mujer! —La marioneta dio un brinco y se escabulló hasta la cajita que ocupaba, junto a la pared—. ¡Acaba con el Mastín, no tienes elección! —Luego, rápidamente, abrió la caja y trepó dentro. La tapa encajó en el hueco y se extendió la nube de un hechizo de protección.

Velajada permaneció de pie junto a la cama, titubeando. Abajo la madera temblaba, y también el edificio. Los hombres gritaban, se oía el estrépito metálico de las armas. La hechicera irguió la espalda, consciente del terror que surcaba todas y cada una de las fibras de su ser. ¿Que destruya un Mastín de Sombra? El cristal de la ventana temblaba, y el estruendo llegó entonces al pie de la escalera, momento en que cesaron los gritos. Oyó en el patio voces de soldados.

Velajada tiró de su senda Thyr. El poder fluyó en ella e hizo a un lado el terror que la paralizaba. Desaparecido hasta el menor atisbo de cansancio, volvió la mirada a la puerta. La madera crujió, después el panel explotó hacia dentro, como lanzado por una catapulta, pero el escudo mágico tejido por Velajada lo apartó en mitad de su trayectoria. Sendos impactos lo hicieron pedazos, y arrojaron astillas en todas direcciones. El cristal se quebró a su espalda, y las persianas de la ventana se abrieron de par en par. Un viento helado penetró en la habitación.

Apareció el Mastín, cuyos ojos eran llamaradas, cuyos músculos se dibujaban tensos bajo la piel. El poder de la criatura barrió con la fuerza de una ola a Velajada, que llenó de aire los pulmones. El Mastín era viejo, más viejo que nada con lo que se hubiera cruzado ella. Se detuvo bajo el dintel, olisqueando, sus labios negros ensangrentados. Entonces clavó la mirada en la caja metálica que había junto a la pared, a la izquierda de la hechicera. La bestia penetró en la estancia.

—No —dijo Velajada.

El Mastín se detuvo. Volvió la enorme cabeza lentamente y la inspeccionó como si reparara en ella por primera vez. Arrugó el hocico hasta revelar el brillo luminiscente de unos caninos que medían lo mismo que el pulgar de un ser humano.

¡Maldito seas, Mechones! ¡Necesito que me ayudes! ¡Por favor!

Una franja blanca relampagueó sobre los ojos del Mastín al pestañear. En ese momento, cargó sobre ella.

El ataque fue tan rápido que Velajada fue incapaz de levantar las manos antes de que la bestia se arrojara sobre ella, abriéndose paso a través de la magia exterior como si no fuera más que un ventarrón. Sus más íntimas defensas, el tejido que daba forma a un baluarte mágico, afrontaron la carga del Mastín como un muro de piedra. Sintió que cedía la pared, en cuya superficie se formaron algunas grietas que al poco se hicieron hondas fisuras; la alcanzó en los brazos y el pecho con un chasquido sordo que inmediatamente fue remplazado por sangre a borbotones. Esto y la inercia del Mastín la arrojaron volando por los aires. Las defensas que había trenzado a su espalda amortiguaron el golpe al dar contra el tramo de pared situado junto a la ventana. La argamasa dibujó una nube de polvo a su alrededor, y seguidamente algunos fragmentos de ladrillo cayeron al suelo.

El Mastín había caído al suelo. Sacudió la cabeza, asentó bien las pezuñas, resopló y volvió a la carga.

Velajada, aturdida por la primera embestida, levantó uno de sus brazos ensangrentados a la altura del rostro, incapaz de hacer nada más.

Al brincar el Mastín en el aire, con las fauces abiertas cerca de la cabeza de su víctima, una oleada de luz gris lo alcanzó en un costado y lo arrojó a la cama, situada a la derecha de Velajada. Crujió la madera. Con un gruñido, el Mastín volvió a ponerse en pie, volviéndose en esta ocasión a Mechones, que se hallaba sobre la cajita, perlada la frente de sudor y con los brazos en alto.

—Oh, sí, Yunque —chilló—. ¡Soy tu presa!

Velajada cayó de costado, agachó la cabeza y vomitó en el suelo. Una senda caótica formó un remolino en la estancia, un miasma que revolvió las entrañas de la hechicera con tumultuosa pestilencia. Irradiaba de Mechones en pulsaciones visibles de gris sucio, manchado de negro.

El Mastín clavó una mirada llameante en Mechones mientras respiraba con dificultad. Era como si intentara disipar las olas de poder de su cerebro. Un gruñido bajo rugió en su pecho, fue el primer sonido que hizo. Su amplia cabeza se combó.

Velajada observaba lo que sucedía, hasta que la comprensión la alcanzó con la fuerza de un martillazo en el pecho.

—¡Escucha, Mastín! —gritó—. ¡Intenta robarte el alma! ¡Huye! ¡Sal de aquí!

El aullido de la bestia bajó un tono, pero no se movió.

Ninguno de los tres reparó en que la puerta del dormitorio contiguo se había abierto a su izquierda, ni tampoco en la presencia del capitán Paran, envuelto en una sábana de lana blanca que le tapaba hasta los tobillos. Pálido y agotado, se movió hacia delante con un velo en la mirada, fija en el Mastín. Mientras la invisible lucha de voluntades seguía librándose entre Yunque y Mechones, Paran se acercó.

Por fin la hechicera reparó en él. Abrió la boca para advertirle, pero Paran se adelantó a ella. Del interior de la sábana extrajo una espada larga, cuya punta centelleó al arremeter a fondo. La punta del acero se hundió en el pecho de Yunque, y Paran desembarazó el arma haciéndola girar en la herida y recuperando pie. Un rugido ensordecedor surgió de la garganta de la bestia; trastabilló hacia los restos de la cama, mientras intentaba morderse la herida del costado.

Mechones gritó rabioso y saltó hacia delante, abalanzándose sobre Yunque.

Velajada estiró la pierna en la trayectoria de la marioneta, a la que arrojó contra la pared opuesta.

Yunque aulló. Una veta oscura se abrió a su alrededor, acompañada por un ruido similar al que hace la arpillera al rasgarse. Rebulló hasta adentrarse en la profunda sombra, cuya hendidura se estrechó hasta cerrarse y desaparecer, dejando a modo de estela un soplo de viento helado.

Asombrada hasta tal punto que no sentía ningún dolor, Velajada volcó su atención en el capitán Paran y en la espada ensangrentada que empuñaba.

—¿Cómo? —jadeó—, ¿cómo ha podido atravesar la magia del Mastín? Esa espada…

—Suerte, supongo —respondió el capitán mirando el arma.

—¡Oponn! —susurró Mechones al ponerse en pie—. ¡Que el Embozado maldiga a los Bufones! Y tú, mujer, que sepas que no olvidaré lo sucedido. Me las pagarás, ¡lo juro!

Velajada apartó la mirada con un suspiro. Una sonrisa asomó a sus labios mientras recuperaba unas palabras que ya había pronunciado en una ocasión, cargadas esta vez de un significado nuevo y sombrío.

—Demasiado te costará seguir con vida, Mechones, como para tomarla conmigo. Acabas de darle a Tronosombrío algo en qué pensar. Y vivirás para lamentar haber llamado su atención, marioneta. Niégalo si te atreves.

—Vuelvo a mi caja —dijo Mechones, corriendo—. Tayschrenn no tardará en llegar. No le dirás nada, hechicera. —Desapareció en el interior de la cajita—. Nada —repitió desde el interior, justo antes de ajustar la tapa.

La sonrisa de Velajada se hizo más generosa, sintió el sabor de la sangre como si fuera una bendición, una advertencia silenciosa pero visible para Mechones de todo lo que estaba por venir, una advertencia que sabía que él era incapaz de comprender. Eso hizo que el sabor de la sangre casi le pareciera dulce.

Intentó moverse, pero sintió un frío repentino en todos los huesos. En su mente flotaban las visiones, aunque los muros de oscuridad se cerraban alrededor de ellas antes de que pudieran definirse. Sintió también que perdía la conciencia.

Entonces escuchó la voz de un hombre, que dijo muy cerca de ella con apremio:

—¿Qué es lo que oyes?

Arrugó el entrecejo, en un esfuerzo por concentrarse. Entonces sonrió.

—Una moneda que gira. Oigo una moneda que gira.