Thelomen, Tartheno, Toblakai…
he aquí los nombres de un pueblo
tan reacio a desaparecer
en el olvido…
Su leyenda pudre
mi cínica forma, y destruye
mis ojos con reluciente gloria…
«No atravesar la fiel jaula
para abarcar su inexpugnable corazón…
… No cruzar estos flemáticos menhires
siempre leales a la tierra».
Thelomen, Tartheno, Toblakai…
aún en pie, estos elevados pilares
dañan el gélido bohordo
de mi mente…
La locura de Gothos (II.iv)
Gothos (n. ?)
El trirreme imperial hendía las olas del mar como la hoja implacable de un hacha, mareada la lona, gimiendo las vergas por la fuerza del viento entablado. El capitán Ganoes Paran permanecía en su cabina. Hacía tiempo que se había cansado de otear el horizonte, al este, con la esperanza de divisar tierra. Llegarían, y no tardarían demasiado en hacerlo.
Apoyó la espalda en el mamparo, frente al inestable coy, observando los fanales moverse a merced del balanceo, y arrojando la daga sobre el poste central que aguantaba la solitaria mesa, un poste que ya estaba marcado por diminutos agujeros.
Una fresca corriente de aire acarició su rostro y, al volverse, vio a Topper surgir de la senda imperial. Habían transcurrido dos años desde la última vez que viera al comandante de la Garra.
—¡Por el aliento del Embozado! —exclamó—. ¿Acaso no encuentras otro color para tu ropa? Seguro que tu perversa afición al verde tiene cura.
El alto asesino, mitad tiste andii, parecía llevar puesta la misma ropa que la última vez que Paran lo había visto: lana verde, cuero verde. Sólo los innumerables anillos que lucía en sus largos dedos parecían contrastar con ese color. El comandante de la Garra había llegado de mal humor, y las palabras con las que Paran lo saludó no debieron de mejorarlo.
—¿Crees que me gustan estos viajecitos, capitán? Buscar un barco en mitad del océano supone todo un desafío para la capacidad mágica de uno, que no todos pueden permitirse.
—Lo que te convierte en un mensajero de confianza.
—Veo que no has hecho el menor esfuerzo por mejorar tus modales, capitán. Debo admitir que no comprendo a qué se debe la fe que la Consejera tiene en ti.
—Que no te quite el sueño, Topper. Ahora que me has encontrado, ¿qué mensaje me traes?
El otro arrugó el entrecejo.
—Lorn está con los Abrasapuentes. En las afueras de Pale.
—¿Prosigue el asedio? ¿Cuán antigua es tu información?
—Menos de una semana, que es precisamente el tiempo que llevo buscándote. Sea como fuere —continuó—, estamos a punto de salir del atolladero.
—¿Qué pelotón? —preguntó Paran tras lanzar un gruñido.
—¿Los conoces a todos?
—Sí —aseguró Paran.
Topper arrugó aún más si cabe el entrecejo. Luego levantó la mano y procedió a examinar sus anillos.
—El de Whiskeyjack. Se trata de una de sus reclutas.
Paran cerró los ojos. ¿Cómo iba a sorprenderle? Los dioses juegan conmigo. La cuestión es ¿qué dioses? Oh, Whiskeyjack. Hubo un tiempo en que mandabas un ejército, fue cuando Laseen se llamaba Torva, cuando pudiste escuchar a tu compañero y tomar una decisión. Habrías podido detener a Torva. Maldición, quizá también detenerme. Pero ahora mandas un pelotón, sólo un pelotón, y ella es la emperatriz. ¿Y yo? Soy un estúpido que siguió sus sueños, y ahora lo único que deseo es que terminen. Abrió los ojos y miró largamente a Topper.
—Whiskeyjack. La Guerra de Siete Ciudades, a través de la brecha de Aren, el sagrado desierto de Raraku, Pan’potsun, Nathilog…
—Todo en tiempos del emperador, Paran.
—De modo —dijo Paran— que voy a asumir el mando del pelotón de Whiskeyjack. La misión nos llevará a Darujhistan, la ciudad de las ciudades.
—Tu recluta… Ella está demostrando sus poderes —dijo Topper, torciendo el gesto—. Ha corrompido a los Abrasapuentes, posiblemente incluso a Dujek Unbrazo y a los ejércitos Segundo y Tercero destacados en Genabackis.
—No lo dirás en serio. Además, mi única preocupación es la recluta. Ella. Sólo ella. La Consejera admite que hemos esperado bastante. ¿Y ahora me dices que hemos esperado demasiado? No puedo creer que Dujek esté a punto de rebelarse. No, Dujek no. Y tampoco Whiskeyjack.
—Debes seguir adelante, tal como estaba planeado, pero se me ha ordenado recordarte que la seguridad es crucial, sobre todo ahora. Un agente de la Garra se pondrá en contacto contigo en cuanto llegues a Pale. No confíes en nadie más. Tu recluta encontró su arma, y con ella pretende golpear el corazón del Imperio. No podemos contemplar el fracaso. —Los extraños ojos de Topper relampaguearon—. Si por cualquier razón te sientes incapaz de cumplir tu misión…
Paran estudió las facciones del hombre que tenía delante. Si es tan malo como dices, ¿por qué no despachar a una mano de asesinos de la Garra?
Topper lanzó un suspiro, como si hubiera escuchado de algún modo la retórica y silenciosa pregunta que Paran se había formulado.
—La está utilizando un dios, capitán. No será fácil que muera. El plan para encargarse de ella ha exigido de ciertos… ajustes. Un aumento, de hecho. Debemos contemplar amenazas adicionales, pero estas hebras ya han sido urdidas. Haz lo que se te ha ordenado. Si debemos tomar Darujhistan es necesario eliminar todos los riesgos; la emperatriz quiere Darujhistan. También cree que ha llegado el momento de que Dujek Unbrazo sea… —sonrió— desarmado.
—¿Por?
—Tiene seguidores. Aún se recuerda que el emperador consideraba al viejo Unbrazo como su heredero.
Paran soltó un bufido.
—El emperador tenía pensado reinar para siempre, Topper. La sospecha de Laseen es simplemente ridícula, y sólo se entiende dado que justifica su delirio.
—Capitán —dijo Topper en voz baja—, hombres más grandes que tú han muerto por menos. La emperatriz espera que sus súbditos la obedezcan, y exige lealtad.
—Cualquier regente razonable invertiría el orden de los términos; es decir, exigiría una cosa y esperaría la otra.
Topper apretó los labios, hasta que éstos apenas dibujaron una delgada y pálida línea en su rostro.
—Asume el mando del pelotón, no te separes de la recluta, pero por lo demás no hagas nada que la haga sospechar de ti. Una vez hecho lo anterior, esperarás. ¿Comprendido?
Paran apartó la mirada, que recaló en una portilla. Más allá se veía el cielo azul. Había demasiadas verdades a medias, demasiadas omisiones y mentiras en aquel… En este follón. ¿Cómo me manejaré, llegado el momento? La recluta debe morir. Al menos, eso es seguro. Pero ¿y el resto? Whiskeyjack, me acuerdo de ti, entonces te mantenías erguido, y en mis sueños jamás concebí esta pesadilla. ¿Tendré tu sangre en mis manos cuando todo esto haya terminado? Pensándolo bien, se dio cuenta de que ya no sabía distinguir quién era el verdadero traidor en todo aquello, eso si había uno. ¿Era el Imperio su emperatriz? ¿O era algo más, un legado, una ambición, una visión al final del camino donde reinaba la paz y la riqueza para todos? ¿O era una bestia cuya sed de sangre la empujaba a devorar todo lo que se ponía por delante? Darujhistan, la mayor ciudad del mundo. ¿Se uniría al Imperio envuelta en llamas? ¿Era buena idea abrir sus puertas? Dentro de las problemáticas fronteras del Imperio de Malaz, la gente vivía tan en paz, que sus antepasados ni siquiera hubieran podido soñarlo. De no ser por la Garra y por las interminables guerras en tierras lejanas, también habría libertad. ¿Había sido aquél el sueño del emperador, desde un primer momento? ¿Acaso tenía ya alguna importancia?
—¿Has entendido mis instrucciones, capitán?
Se volvió a Topper e hizo un gesto con la mano.
—Bastante bien.
El de la Garra gruñó al extender los brazos. La senda imperial se abrió a su espalda, retrocedió un paso y desapareció.
Paran se inclinó hacia delante y hundió el rostro en sus manos.
Era la estación de las Corrientes, y en la ciudad portuaria de Genabaris los pesados transportes malazanos cabeceaban y se balanceaban, tensos los cabos como si en lugar de barcos amarraran enormes bestias. Los muelles, poco acostumbrados a contar con semejantes embarcaciones, crujían ruidosamente a cada tirón fuerte que sufrían los bolardos.
Los aparejos de las vergas estaban atestados de hatillos envueltos en telas, suministros frescos de Siete Ciudades, destinados al frente. Los encargados de las provisiones se encaramaban a ellas como monos, en busca de señas de identificación, charlando por encima de las cabezas de los soldados y los marineros.
Había un agente recostado en una caja de mercancías, al pie del muelle, cruzados los fornidos brazos, y con los pequeños ojos entrecerrados fijos en un oficial que también estaba sentado en un fardo, a unos treinta pasos del muelle. Ninguno de ellos se había movido durante la última hora.
Al agente le costaba creer que aquél fuera el hombre al que le habían encargado recoger. Parecía muy joven, y tan verde como el agua rancia de la bahía. Aún lucía en el uniforme las marcas de tiza del costurero, y el cuero de la empuñadura de su espada larga carecía de manchas de sudor. Olía a nobleza a la legua, como si dicha condición lo acompañara como la nube de un perfume. Y durante la pasada hora había permanecido ahí sentado, con las manos en el regazo, hundido de hombros, observando como una vaca atemorizada el trasiego que había a su alrededor. Aunque ostentaba el empleo de capitán, ni un solo soldado se molestó en saludarlo. Aquello olía fatal.
A la consejera debieron de golpearle en la cabeza durante el último intento de asesinato contra la emperatriz. Era la única explicación posible para que esa farsa de hombre mereciera el tipo de servicio que el agente estaba a punto de proporcionarle. En persona, además. En aquellos tiempos, concluyó malhumorado, una panda de idiotas se encargaba de representar toda la función.
Suspiró ruidosamente, se puso en pie y se acercó al oficial.
Éste ni siquiera se percató de la presencia del agente, hasta que se detuvo ante él. Sólo entonces levantó la mirada.
El agente tuvo que replantear su opinión. Había algo en la mirada de aquel hombre que era peligroso. Un brillo, enterrado en lo más profundo, que hacía de su mirada la de alguien mayor, un detalle que contrastaba con las demás facciones de su rostro.
—¿Tu nombre? —gruñó el agente.
—Te has tomado tu tiempo —replicó el capitán, al tiempo que se levantaba.
Alto cabrón. El agente frunció el ceño. Odiaba a esos cabrones altos.
—¿A quién esperas, capitán?
El hombre observó el muelle.
—Ha terminado la espera. Caminemos. Daré por sentado que sabes adonde vamos. —Se agachó para recoger un petate de lona y tomó la delantera.
El agente apretó el paso para caminar a su altura.
—Estupendo —gruñó—. Por ahí. —Dejaron atrás el muelle; el agente señaló la primera calle a la derecha—. Anoche llegó un quorl verde. Serás llevado directamente al bosque de las Nubes y, de allí, un negro te llevará a Pale.
El capitán observó al agente como si no entendiera una palabra.
—¿No has oído hablar nunca de los quorls?
—No. Doy por sentado que se trata de un medio de transporte. ¿Por qué otra razón me acercaría un barco a un lugar que se encuentra a un millar de leguas de distancia de Pale?
—Los utilizan los moranthianos, y nosotros los hemos estado utilizando a ellos —el agente entornó los ojos—. De hecho, lo hemos hecho mucho últimamente. Los verdes se encargan de la mayor parte del correo, y de transportar a gente como tú o como yo, pero los negros están destacados en Pale, y el caso es que a los diferentes clanes no les gusta mezclarse. Los moranthianos se distinguen por contar con un puñado de clanes; tienen colores y nombres, y también los llevan puestos. Así nadie se confunde.
—¿Y voy a viajar con un verde, en un quorl?
—Veo que lo has entendido, capitán.
Tomaron una calle angosta. Los guardias de Malaz vigilaban cada esquina, las manos cerca de la espada.
El capitán respondió al saludo de uno de los pelotones de guardias.
—¿Os dan muchos problemas los levantamientos?
—Levantamientos, sí. Problemas, no.
—A ver si lo he entendido bien —dijo el capitán al agente—. En lugar de desembarcarme en un puerto cercano a Pale, debo viajar por tierra con un puñado de salvajes semihumanos, que huelen como saltamontes y que además visten como tales. De este modo, nadie se enterará, principalmente gracias al hecho de que tardaremos un año entero en llegar a Pale, y para entonces todo se habrá ido al carajo. ¿Voy por buen camino?
Sin dejar de sonreír, el agente negó con la cabeza. A pesar del odio que sentía por la gente altiva o, más bien, por cualquier persona situada en un escalafón superior al suyo, no pudo evitar bajar la guardia. Al menos aquel tipo no tenía pelos en la lengua (teniendo en cuenta que se trataba de un noble, sólo aquello era de por sí impresionante). Quizá Lorn tenía aún la cabeza en su lugar.
—¿Has dicho por tierra? Bueno, verás, capitán. En cierto modo. Más o menos por tierra. —Se detuvo ante una puerta vulgar y corriente, y se volvió al joven—. Los quorls… Verás, el caso es que vuelan. Tienen alas. Cuatro, de hecho. Y puedes ver a través de todas y cada una de ellas, y si eres de ésos puedes incluso atravesarlas con un dedo. Sólo que no te recomiendo hacerlo cuando te veas a quinientas varas de altura, ¿de acuerdo? Sería una dura caída, y larga, aunque apenas tardarías un suspiro en topar con el suelo. ¿Me has oído, capitán? —Abrió la puerta, que daba a un descansillo y al pie de unas escaleras.
El hombre estaba pálido como la cera.
—Ya veo de qué sirven los informes de inteligencia —masculló.
El agente no pudo evitar sonreír de oreja a oreja.
—Nosotros los vemos antes que tú. Es innecesario revelar según qué detalles, hasta que deja de serlo. ¿O acaso no habías oído esa frase antes, capitán…?
Pero el oficial tan sólo respondió con una sonrisa.
Entraron en el descansillo y cerraron la puerta.
Un joven infante de marina detuvo a Velajada cuando ésta se abría paso a través del complejo que hacía las veces de cuartel general imperial en Pale. En el rostro del muchacho podía leerse el desconcierto, al cual se añadió la dificultad de que hizo gala al abrir varias veces la boca antes de decidirse a hablar.
—¿Hechicera?
Lo cierto era que a Velajada le seducía la idea de hacer esperar un poco a Tayschrenn.
—¿Qué se te ofrece, soldado?
El infante de marina se volvió fugazmente para mirar atrás, y respondió:
—Los guardias, hechicera. Por lo visto tienen un problema. Me han enviado a…
—¿Quiénes? ¿Los guardias? Llévame hasta ellos.
—Sí, hechicera.
Siguió al joven a la esquina del edificio principal; tenía éste una de las paredes casi pegada a la muralla, lo cual creaba un paso estrecho, que discurría a lo largo del edificio. En el extremo opuesto vio una figura arrodillada, que inclinaba la calva cabeza. A su lado, un abultado saco de arpillera, cubierto de manchas de color marrón. Nubes de moscas zumbaban tanto alrededor del hombre como del saco.
El infante de marina se detuvo al verlo.
—Sigue sin moverse. Por lo visto, los guardias se marean siempre que patrullan el lugar.
Velajada observó fijamente al hombre agachado, mientras sus ojos se cubrían por una espesa cortina de lágrimas. Hizo caso omiso de lo que decía el muchacho, y se adentró en el pasadizo. El hedor la alcanzó como si se hubiera golpeado contra una pared. Maldición, pensó, lleva aquí desde la batalla. Cinco días. La hechicera se acercó aún más. Dado que Bellurdan permanecía arrodillado, las cabezas de ambos estaban a la misma altura. El mago supremo thelomenio aún llevaba puestos los restos de su indumentaria de batalla, deshilachada y chamuscada la ropa, hecha jirones, incluidas varias manchas de sangre en la túnica. Al detenerse ante él, vio que tenía el rostro y parte del cuello cubierto de ampollas, y que había perdido buena parte del cabello.
—Menudo aspecto tienes, Bellurdan.
—Ah —dijo con voz cavernosa el gigante—. Velajada. —Su sonrisa, exhausta, redujo a polvo la costra de una de sus mejillas. La herida asomó, roja y seca.
Aquella sonrisa estuvo a punto de hacerla flaquear.
—Necesitas que alguien te cure, viejo amigo. —La superficie del saco estaba cubierta de moscas—. Vamos, anda. Escalofrío te arrancaría la cabeza de un mordisco si pudiera verte ahora. —Sintió la acometida de un temblor, que contuvo—. Nos ocuparemos de ella, Bellurdan. Tú y yo. Pero antes debemos recuperar nuestras fuerzas.
El thelomenio sacudió lentamente la cabeza.
—Prefiero esto, Velajada. Las cicatrices externas son las cicatrices internas. Sobreviviré a estas heridas. Sólo yo levantaré el túmulo de mi amada. Pero aún no ha llegado el momento. —Apoyó su enorme mano en el saco—. Tayschrenn me ha dado permiso para hacerlo. ¿Harás tú lo propio?
A Velajada le sorprendió sentir que toda la rabia contenida hacía un esfuerzo por rebelarse en su interior.
—¿Te ha dado permiso Tayschrenn? —preguntó en un tono tan despiadado, incluida la nota de sarcasmo, que ni siquiera le pareció propio. Vio que Bellurdan daba un respingo y hacía ademán de retroceder, y una parte de ella quiso echarse a llorar, rodear al gigante con sus brazos y llorar, pero la rabia la poseía—. ¡Ese cabrón mató a Escalofrío, Bellurdan! El señor de Luna no tuvo ni tiempo ni ganas de invocar a los demonios. ¡Piénsalo! Tayschrenn tuvo tiempo de preparar…
—¡No! —retumbó la voz del thelomenio en todo el corredor. Se puso en pie de un salto y Velajada retrocedió. El gigante parecía dispuesto a echar abajo los muros, y el fuego de la desesperación ardía en su mirada. Crispó las manos en puños. Después clavó la mirada en ella. Parecía paralizado. Finalmente, se hundió de nuevo de hombros, abrió las manos y su mirada se apagó—. No —repitió, en esa ocasión en un tono lleno de pesar—. Tayschrenn es nuestro protector. Siempre lo ha sido, Velajada. ¿Recuerdas al principio? El emperador estaba loco, pero Tayschrenn permaneció a su lado. El dio forma al sueño del Imperio, y así se opuso a la pesadilla del emperador. Subestimamos al señor de Engendro de Luna, eso fue todo.
Velajada contempló el rostro desfigurado de Bellurdan. Entonces recordó la imagen del cuerpo deshecho de Mechones. Había un eco ahí, un eco que no alcanzaba a comprender.
—Recuerdo el principio —dijo ella en voz baja, rebuscando en la memoria.
Sus recuerdos eran muy vívidos, pero si existía una hebra capaz de unir el pasado con el presente lo cierto es que no la encontró. Quería hablar desesperadamente con Ben el Rápido, pero no había tenido noticias de los Abrasapuentes desde el día de la batalla. La habían dejado con Mechones, y cada vez la marioneta la atemorizaba más. Sobre todo desde que la había tomado con ella por lo de la baraja de los Dragones y su decisión de plantarse, algo que por lo visto aún le tenía confundido, una ojeriza que demostraba por ejemplo al no compartir con ella nada de lo que sabía.
—El emperador tenía la habilidad de reunir a su alrededor a la gente adecuada —continuó—. Pero no era estúpido. Sabía que si alguien había de traicionarlo, ese alguien pertenecería a ese grupo. Lo que nos hacía especiales era nuestro poder. Lo recuerdo, Bellurdan. —Sacudió la cabeza—. El emperador ha desaparecido, pero el poder sigue aquí.
Velajada pareció quedarse sin habla.
—Y eso es todo —dijo finalmente, como para sí misma—. Tayschrenn es la hebra.
—El emperador estaba loco —dijo Bellurdan—. Porque de haber estado cuerdo, se habría protegido mejor.
Velajada arrugó el entrecejo al oír eso. El thelomenio no iba del todo descaminado. Como ella misma acababa de decir, el viejo no era estúpido. Por tanto, ¿qué había sucedido?
—Lo siento. Hablaremos más tarde. El mago supremo me ha hecho llamar. Bellurdan, ¿hablamos después?
El gigante asintió.
—Como desees. Pronto partiré para levantar el túmulo de Escalofrío. Lejos, en la llanura de Rhivi, creo.
Velajada se volvió al infante de marina, que seguía ahí, esperando, ora apoyado en un pie, ora en otro.
—Bellurdan, ¿te importaría mucho que invocara un sello sobre sus restos?
La mirada que el gigante dirigió al saco parecía tan perdida…
—Es cierto, creo que los guardias no están muy satisfechos. —Pareció considerarlo un instante, antes de decidirse—: Sí, Velajada. Puedes.
—Huele que apesta de aquí al trono —dijo Kalam, que contraía su rostro cubierto de cicatrices en un gesto de preocupación. Se encontraba sentado de cuclillas, y con aire ausente rascaba con la punta de la daga las hebras de una telaraña extendida en el suelo.
Whiskeyjack contemplaba las sucias murallas de Pale, prietos los músculos de la mandíbula.
—La última vez que estuve en esta colina —dijo entornando los ojos—, estaba cubierta de armaduras. Y de un mago y medio. —Luego guardó silencio un rato; al cabo, suspiró y dijo—: Adelante, cabo.
—Tiré de algunos hilos antiguos —obedeció Kalam—. Alguien que ocupa un puesto elevado nos tiene ojeriza. Podría tratarse de la propia corte o quizá de alguien perteneciente a la nobleza. Hay rumores de que han vuelto, y de que manejan los hilos entre bastidores. —Torció el gesto—. Y ahora recibimos a un nuevo capitán venido de Unta, dispuesto a cortarnos la garganta. Cuatro capitanes en los últimos tres años, y ni uno sólo de ellos valía su peso en sal.
Ben el Rápido se encontraba a tres pasos de distancia, en la cresta de la colina, cruzado de brazos.
—Ya conoces el plan —dijo—. Vamos, Whiskeyjack. Ese tipo salió directamente de palacio, y cayó en nuestras manos, dispuesto a…
—Silencio —masculló Whiskeyjack—. Estoy pensando.
Abajo, en el camino, los carros de transporte de tropas traqueteaban en los carriles que llevaban a la ciudad. Los restos de los ejércitos Quinto y Sexto, ya maltrechos, habían sido casi diezmados por Caladan Brood y la Guardia Carmesí. Whiskeyjack sacudió la cabeza. La única unidad intacta era la de Moranth, y sus miembros parecían decididos a poner en el campo de batalla las legiones negras y dedicar las verdes al transporte aéreo… ¿Y dónde diantre estaban los dorados de los que tanto había oído hablar? Es igual, que se jodan los muy cabrones. Por los canalones de Pale aún corría el agua roja, después de la hora de compensación que les habían concedido. En cuanto terminaran con las piras funerarias, habría unas pocas colinas más frente a las murallas de la ciudad. Colinas grandes. Y altas.
No obstante, nada señalaría a los mil trescientos Abrasapuentes caídos. Los gusanos no necesitaron viajar mucho para devorar sus cadáveres. Lo que ponía enfermo al sargento era el hecho de que, aparte de los escasos supervivientes, nadie se hubiera tomado la molestia de salvarlos. Algún que otro oficialucho había comunicado las condolencias de Tayschrenn por los caídos en el cumplimiento del deber, para a continuación descargar una tonelada de basura acerca del heroísmo y el sacrificio. La audiencia compuesta por treinta y nueve rostros pétreos lo había mirado sin pronunciar una sola palabra. Al oficial lo encontraron muerto dos horas después en su propia habitación, asfixiado por mano experta. Había mala sangre: cinco años atrás, a nadie en el regimiento se le hubiera ocurrido pensar que algo así podría llegar a suceder, pero el caso era que cinco años después ni un alma pestañeó al oír la noticia.
Asfixia por garrote, suena a cosa de la Garra. Kalam había sugerido que podía tratarse de una maniobra para desacreditar a lo que pudiera quedar de los Abrasapuentes. Whiskeyjack se mostraba escéptico.
Intentó aclarar las ideas. Si había una trama, debía de ser simple, lo bastante sencilla como para pasar desapercibida. Pero el cansancio calaba sus huesos como la húmeda bruma. Tomó aire hasta llenar los pulmones y preguntó:
—¿La nueva recluta?
Kalam se levantó con un gruñido. Sus ojos adquirieron una mirada distante.
—Puede ser —respondió finalmente—. Aunque es muy joven para pertenecer a la Garra.
—Jamás creí en la maldad pura hasta que apareció Lástima —intervino Ben el Rápido—. Pero tienes razón, es muy joven. ¿Cuánto tiempo los adiestran antes de enviarlos a una misión?
—Mínimo quince años —respondió Kalam con un encogimiento de hombros—. Pero piensa que los recluían de muy pequeños, a los cinco o seis años.
—Podría haber magia de por medio, algo que la hiciera parecer más joven de lo que es —aventuró Ben el Rápido—. Magia de alto nivel, pero nada que no esté al alcance de las habilidades de Tayschrenn.
—Parece demasiado evidente —murmuró Whiskeyjack—. Puede que simplemente haya tenido una infancia difícil.
Ben el Rápido resopló.
—¿No lo dirás en serio, Whiskeyjack?
—El tema de Lástima está zanjado. Y no me pidas que te dé mi opinión, mago —replicó el sargento, tenso. Y a Kalam—: De acuerdo. Crees que el Imperio se ha propuesto asesinar a su propia gente. ¿Quizá Laseen ha decidido poner un poco de orden en casa? ¿O alguien cercano a ella? Librarse de ciertas personas. Bien. Ahora dime por qué.
—La llamada «vieja guardia» —respondió Kalam de inmediato—. Todos los que siguen siendo leales a la memoria del emperador.
—No me convence. ¿Qué sentido tendría? Si todos estamos cayendo ya, sin la ayuda de Laseen. Aparte de Dujek, no hay nadie que forme parte de este ejército que conozca siquiera el nombre del emperador, y a nadie le importa, en todo caso. Está muerto. Larga vida a la emperatriz.
—Puede que no tenga paciencia para esperar —propuso Ben el Rápido.
—Está perdiendo la iniciativa —sugirió Kalam, asintiendo a las palabras del mago—. Las cosas solían ir mejor… Es ese recuerdo, esa impresión, lo que pretende enterrar.
—Mechones es nuestra serpiente en el nido —dijo Ben el Rápido—. Funcionará, Whiskeyjack. Sé lo que me hago.
—Lo haremos del modo que lo hubiera hecho el emperador —añadió Kalam—. Giraremos las tornas. Emprenderemos nuestra propia labor de limpieza.
—Muy bien, de acuerdo —aceptó Whiskeyjack, alzando la mano—. Ahora, silencio. Empiezo a creer que vuestro discurso viene tan al caso que parece que lo hayáis ensayado. —Hizo una pausa—. Es una teoría. Complicada. ¿Quién está en el ajo y quién no? —Arrugó el entrecejo al reparar en la expresión de Ben el Rápido—. Bien, eso corre de cuenta de Mechones. Pero ¿qué sucederá cuando te encuentres cara a cara con alguien grande? Poderoso, me refiero.
—¿Como Tayschrenn, por ejemplo? —sonrió el mago.
—Así es. Estoy convencido de que tienes la respuesta. Veamos si puedo llegar a ella por mis propios medios. Piensas en alguien aún peor. Haces un trato y lo preparas todo, y si nos damos la suficiente prisa saldremos oliendo a rosas. ¿Me acerco, mago?
Kalam resopló, divertido.
—En el pasado, Siete Ciudades, antes de que apareciera el Imperio… —dijo Ben el Rápido.
—En el pasado, Siete Ciudades era la Siete Ciudades de entonces —interrumpió Whiskeyjack—. Diantre, yo encabecé la compañía que os estuvo persiguiendo por todo el desierto, ¿recuerdas? Sé cómo trabajáis, Ben. Y sé lo bueno que eres en esto. Pero también recuerdo que de todos los miembros de tu cábala, fuiste el único que salió con vida de aquello. ¿Y esta vez?
El mago pareció dolido ante los comentarios de Whiskeyjack.
—De acuerdo —continuó el sargento tras suspirar—. Iremos a por ello. Empezaremos a ponerlo en marcha. Y habrá que involucrar de lleno a la hechicera, porque la necesitaremos si Mechones se libra de sus cadenas.
—¿Y Lástima? —preguntó Kalam.
Whiskeyjack titubeó. Era consciente de la cuestión que encerraba una cajita que, a su vez, se hallaba encerrada en otra cajita. Ben el Rápido era el cerebro del pelotón, pero Kalam era el asesino. La devoción por sus propios talentos de la que ambos hacían gala le ponía nervioso por igual.
—Dejadla en paz —decidió finalmente—. Por ahora.
Kalam y Ben el Rápido suspiraron, compartiendo media sonrisa a espaldas del sargento.
—Y no os pongáis tan gallitos —advirtió secamente el sargento.
Las sonrisas se esfumaron.
Whiskeyjack volvió a observar los carros que entraban en la ciudad. Se acercaban dos jinetes.
—De acuerdo —dijo—. Montad. Ahí viene nuestro comité de bienvenida. —Los jinetes pertenecían a su pelotón. Eran Violín y Lástima.
—¿Crees que habrá llegado ya el nuevo capitán? —preguntó Kalam al montar en la silla. La yegua volvió la cabeza y le arreó un golpe con el hocico. Él gruñó por respuesta. Al cabo, ambos, viejos compañeros, recordaron su también antigua y mutua desconfianza.
—Probablemente —respondió Whiskeyjack, que los observó divertido—. Vamos a reunimos con ellos. A estas alturas, cualquiera que nos esté viendo desde lo alto de la muralla se habrá hecho un sinfín de preguntas. —Entonces desapareció su humor. El caso era que habían cambiado las tornas y que no podían haberlo hecho en peor momento. Conocía los pormenores de su próxima misión, y a ese respecto tenía mucha más información que Ben el Rápido o Kalam. Claro que no había necesidad de complicar más las cosas. No tardarán en enterarse, pensó.
Velajada permanecía unos cuatro pasos detrás del mago supremo Tayschrenn. Las enseñas de Malaz ondeaban al viento, y las astas crujían en lo alto, sobre las torres cubiertas de hollín, aunque se encontraban a sotavento de un muro y el aire era allí menos fresco. A poniente, el horizonte estaba cubierto por las montañas de Moranth, que extendían su brazo mutilado al norte, en dirección a Genabaris. A medida que la cadena montañosa discurría en dirección sur, se unía a las Tahlyn, formando una línea desigual que alcanzaba un millar de leguas al este. Velajada tenía a su derecha la llanura de hierba amarillenta conocida con el nombre de llanura de Rhivi.
Tayschrenn se inclinó sobre la almena, observando los carromatos que entraban en la ciudad. A esa altura alcanzaba a oír los gruñidos de los bueyes y los gritos de los soldados. El mago supremo llevaba un rato sin moverse ni pronunciar una sola palabra. A su izquierda había una mesita de madera, cuya superficie rugosa estaba surcada de runas talladas en el roble; también mostraba unas peculiares manchas negras.
Velajada tenía los hombros en tensión. Encontrar a Bellurdan la había conmocionado, y no se sentía a la altura de lo que estaba por venir.
—Abrasapuentes —masculló el mago supremo.
Sorprendida, la hechicera arrugó el entrecejo antes de situarse a la altura de Tayschrenn. Un grupo de soldados descendía de la cima de una colina que conocía a la perfección. Incluso en la distancia distinguió a cuatro de ellos: Ben el Rápido, Kalam, Whiskeyjack y esa recluta, Lástima. El quinto jinete era un tipo bajo, enjuto, que parecía llevar la palabra «zapador» grabada en la frente.
—¿Cómo? —preguntó, fingiendo desinterés.
—El pelotón de Whiskeyjack —aclaró Tayschrenn. Se volvió para clavar en la hechicera su mirada—. El mismo pelotón con el que conversaste al retirarse Engendro de Luna. —Sonrió el mago supremo, que después dio una palmada en el hombro de Velajada—. Vamos. Necesito una lectura. Empecemos. —Se dirigió a la mesa—. Los hilos de Oponn se unen para formar un laberinto peculiar, la influencia me acecha una y otra vez. —Volvió la espalda a la muralla y se sentó en un taburete—. Velajada —dijo serio—, en lo que al Imperio concierne, soy el siervo de la emperatriz.
Velajada recordó la discusión que tuvieron durante la reunión posterior a la batalla. Nada se resolvió.
—En tal caso, quizá deba dirigir mis quejas a ella.
—Tomaré ese comentario como una prueba más de tu sarcasmo.
—¿Eso harás?
—Eso haré, y ya me puedes ir dando las gracias, mujer —replicó el mago supremo, altivo.
Velajada sacó la baraja, que sostuvo sobre su estómago, acariciando la carta superior con los dedos. Frío, una sensación de gran peso y oscuridad. Colocó la baraja en el centro de la mesa, y después agachó todo el pesado cuerpo hasta ponerse de rodillas.
—¿Empezamos? —preguntó a Tayschrenn.
—Háblame de la moneda que gira.
Velajada se quedó sin habla. No podía moverse.
—Primera carta —ordenó Tayschrenn.
Con gran esfuerzo expulsó el aire de los pulmones mediante un suspiro sibilante. Maldito seas, pensó. El eco de una risa reverberó en el interior de su mente, lo cual le hizo comprender de algún modo que alguien o algo había abierto el camino. Un Ascendiente, cuya presencia era a un tiempo gélida y divertida, casi caprichosa, intentaba alcanzarla. Cerró los ojos sin querer, y acercó la mano al mazo para desvelar la naturaleza de la primera carta. La volvió casi fortuitamente a su derecha. Mientras mantenía los ojos cerrados, se sintió sonreír.
—Una carta neutral: el Orbe. Juicio y verdad. —Desveló la segunda carta y la colocó a la izquierda del mazo—. La Virgen, perteneciente a la Gran Casa de Muerte. Aquí aparece cubierta de cicatrices, con los ojos vendados y las manos ensangrentadas.
Débilmente, como a una gran distancia, llegó el sonido de los caballos que galopaban acercándose ella, ahora por debajo, como si la tierra se los hubiera tragado. Sintió que inclinaba la cabeza en un gesto afirmativo. La recluta.
—La sangre de sus manos no es propia, como tampoco lo es el crimen. La venda de sus ojos está húmeda.
Dio una palmada a la tercera carta del mazo. Tras sus párpados se formó una imagen que la dejó asustada y fría.
—El Asesino de la Gran Casa de Sombra. La Cuerda, un sinfín de nudos infinitos, el Patrón de los Asesinos está presente en el juego. —Por un instante, le pareció haber oído el aullido de los mastines. Apoyó la mano en la cuarta carta y sintió en todo el cuerpo la emoción de haberla identificado, seguida de algo similar a la falsa modestia—. Oponn, la cabeza de la dama en lo alto, la del señor abajo. —La cogió y la colocó frente a Tayschrenn.
Ahí tienes lo tuyo, pensó con una sonrisa que no afloró a su rostro, Máscalo un rato, mago supremo. La dama te mira disgustada. Velajada sabía que debía de estar deseando formularle un sinfín de preguntas, pero que no iba a hacerlas en ese momento. Había demasiado poder tras aquella apertura. ¿Habría percibido él la presencia del Ascendiente? Se preguntó si le asustaba.
—Gira la moneda, mago supremo —se escuchó decir a sí misma—. Vuelve la cara a muchos, a un puñado, quizá, y aquí está la carta que les corresponde. —Colocó la quinta carta a la derecha de Oponn, pegados los bordes—. Otra carta neutral: la Corona. Sabiduría y justicia, puesto que está de pie. A su alrededor, las murallas de una bonita ciudad, envueltas por las llamas del gas, azules y verdes. —Lo consideró un instante—. Sí, Darujhistan, la última de las Ciudades Libres.
Él cerró el camino y se retiró el Ascendiente como si aquello le aburriera. Velajada abrió los ojos, invadida por una súbita calidez que confortó su cansado cuerpo.
—Dentro del laberinto de Oponn —dijo, divertida ante la verdad que encerraban sus palabras—. No puedo ir más allá, mago supremo.
El aliento de Tayschrenn abandonó sus labios dando forma a un penacho de vaho.
—Has logrado llegar mucho más allá que yo, hechicera. —Al mirarla, su rostro le pareció a Velajada como consumido—. Estoy impresionado con tu fuente, aunque no puedo decir que esté complacido con el mensaje. —Frunció el entrecejo, apoyó los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos—. Esta moneda que gira…, no dejo de oír su eco constante. Veo en la forma el humor del Bufón, aunque aún ahora siento que me están confundiendo. La Virgen de la muerte, un engaño probable.
Le tocaba el turno de sentirse impresionada a Velajada. De modo que el mago supremo era un adepto. ¿Habría oído, también él, la risa que puntuaba el despliegue de las cartas? Esperaba que no.
—Puede que tengas razón —dijo ella—. El rostro de la Virgen siempre es cambiante, podría corresponder a cualquiera. No puedo decir lo mismo de Oponn o de la Cuerda. —Asintió—. Probablemente sea un engaño —dijo, complacida de poder hablar con un igual; al reparar en ello, sintió cierto repelús. Bajo cualquier circunstancia es mejor que el odio y la rabia mantengan la pureza y no se comprometan.
—Escucharía tu opinión —dijo Tayschrenn.
Velajada dio un respingo, asustada por la forma en que la miraba su superior. Empezó a recoger las cartas. ¿Le perjudicaría dar alguna que otra explicación más? Si acaso, aún le dejará más confuso de lo que ya está.
—El engaño es el punto fuerte del Patrón de los Asesinos. Nada percibí de su supuesto amo, el propio Tronosombrío. Me hace sospechar que la Cuerda trabaja por su cuenta en esto. Cuidado con el Asesino, mago supremo; si acaso, sus juegos son incluso más sutiles que los de Tronosombrío. Si bien los Oponn juegan su propia variante, sigue siendo el mismo juego, un juego que se disputa en este mundo nuestro. Los Mellizos de la fortuna no tienen control sobre el Mundo de Sombra, y Sombra es una senda conocida por sus linderos resbaladizos. Por romper las reglas.
—Muy cierto —admitió Tayschrenn, poniéndose en pie con un gruñido—. El nacimiento de ese reino bastardo siempre me ha preocupado.
—Aún es joven —apuntó Velajada. Cogió la baraja y la devolvió al bolsillo interno de la capa—. Su formación definitiva aún dista algunos siglos, y podría no concretarse jamás. Recuerda otras casas nuevas cuya andadura terminó casi antes de empezar.
—Huelo en ésta demasiado poder. —Tayschrenn devolvió su atención al estudio del contorno escarpado de las montañas Moranth—. Mi gratitud —dijo cuando Velajada emprendió el descenso de la escalera que conducía a la ciudad— tiene algún valor, espero. En cualquier caso, hechicera, la tienes.
Velajada titubeó, después continuó bajando la escalera. Habría sido menos magnánimo de haber descubierto que acababa de engañarle. Ella podía intuir la identidad de la Virgen. Su pensamiento regresó al momento en que apareció ésta. Los caballos que había oído pasar por debajo de ella no formaban parte de ninguna ilusión. El pelotón de Whiskeyjack acababa de entrar en la ciudad a través de la puerta. Con ellos cabalgaba Lástima. ¿Coincidencia? Puede, pero ella no lo creía así. La moneda que giraba había cabeceado en aquel preciso instante, para recuperar después la frecuencia. Aunque la oía día y noche en la mente, se había acostumbrado a ella de tal modo que apenas reparaba en aquel sonido. Velajada descubrió que tenía que concentrarse para lograr dar con él. Había sentido la punzada, el cambio de tono, y percibido un fugaz instante de incertidumbre.
La Virgen de Muerte y el Asesino de la Gran Casa de Sombra. De algún modo, existía una relación entre ambos que preocupaba a los Oponn. Obviamente, todo aquello seguía fluyendo.
—Terrible —murmuró para sí al llegar al pie de la escalera.
Vio al joven infante de marina que había ido a buscarla antes. Permanecía en posición de firmes, en una línea formada por reclutas en mitad del patio de armas. No había ningún oficial a la vista. Velajada llamó al muchacho.
—¿Sí, hechicera? —preguntó al llegar a su altura, tras ponerse firmes ante ella.
—¿Se puede saber qué hacéis todos ahí plantados, soldado?
—Están a punto de entregarnos las armas. El sargento mayor ha ido a buscar el carro.
Velajada asintió.
—Tengo un encargo para ti. Procuraré que obtengas tus armas, pero no las de estaño que tus compañeros van a recibir. Si algún oficial superior cuestiona tu ausencia, envíamelo.
—Sí, hechicera.
Velajada sintió una punzada de remordimiento al topar con la mirada brillante y entusiasta del joven. Lo más probable era que estuviera muerto en cosa de unos meses. El Imperio cargaba con varios crímenes que manchaban su estandarte, pero aquél era el peor de ellos. Al pensarlo, suspiró.
—Quiero que entregues en persona este mensaje al sargento Whiskeyjack, de los Abrasapuentes: La dama gorda de los hechizos quiere hablar. ¿Te acordarás, soldado?
El muchacho palideció.
—A ver, canta.
El infante de marina repitió el mensaje en un tono carente de la menor inflexión.
—Excelente —sonrió Velajada—. Ahora, a correr. Y no olvides que debes esperar respuesta. Me encontrarás en mis dependencias.
El capitán Paran se volvió a mirar por última vez a los miembros de las legiones negras de Moranth. El pelotón acababa de coronar la cresta de la meseta. Aguardó hasta perderlos de vista, después devolvió la mirada a la ciudad que se alzaba al este.
A esa distancia, con la extensa llanura por medio, Pale parecía un remanso de paz, aunque el terreno al pie de las murallas estaba alfombrado de restos de piedra negra, y el eco del humo y el fuego pervivía en el ambiente. A lo largo de la muralla había algunos andamios, con diminutas figuras encaramadas. Parecían reconstruir enormes boquetes de la mampostería. De la puerta norte surgía una caravana de lentos carromatos, y en las colinas vio una línea de túmulos que parecía demasiado regular para ser obra de la naturaleza.
Había escuchado toda clase de rumores. Cinco magos muertos, dos de ellos magos supremos. Las bajas del Segundo Ejército eran lo bastante elevadas como para disparar toda suerte de especulaciones, entre ellas que los supervivientes se integrarían en el Quinto o Sexto, donde formarían un nuevo regimiento. Y Engendro de Luna se había retirado al sur, por las montañas Tahlyn hasta el lago Azur, dejando a su paso un rastro de humo, cabeceando y cayendo de costado como una nube negra que ya ha descargado la tormenta. No obstante, una de las muchas historias que corrían había alcanzado los pensamientos del capitán más que el resto: los Abrasapuentes habían desaparecido. Algunos decían que no quedaba ni uno de ellos en pie; otros insistían en que un puñado de pelotones había abandonado los túneles antes de que éstos se convirtieran en una tumba.
Paran se sentía frustrado. Llevaba días en compañía de los moranthianos. Los extraños guerreros apenas abrían la boca para hablar, y cuando lo hacían era para comunicarse entre ellos en la lengua incomprensible que los caracterizaba. Toda su información era caduca, lo cual le ponía en una posición con la que no estaba familiarizado. Aunque en fin, pensó, desde Genabaris esto ha sido una continua sucesión de situaciones extrañas, una tras otra.
De modo que ahí estaba, de nuevo aguardando a que sucediera algo. Cambió el petate de hombro y se dispuso a sobrellevar la larga espera, cuando vio un jinete en la cresta de una meseta lejana. Llevaba de las riendas otra montura sin jinete, y parecía cabalgar directamente hacia el capitán.
Lanzó un suspiro. Tener tratos con la Garra siempre le fastidiaba. Era gente sucia. Con la excepción del tipo de Genabaris, ninguno le pareció gran cosa. Había pasado mucho tiempo desde que conoció a alguien a quien poder considerar un amigo. Unos dos años, de hecho.
Llegó el jinete. Al verlo cerca, Paran retrocedió un paso voluntariamente. El hombre tenía quemada la mitad de su rostro. Llevaba un parche en el ojo derecho, además de que el jinete inclinaba la cabeza en un gesto que resultaba peculiar. Al llegar, le obsequió con una sonrisa espantosa, y acto seguido desmontó.
—Eres tú, ¿verdad? —preguntó con voz rasposa.
—¿Es cierto lo de los Abrasapuentes? —preguntó Paran—. ¿Aniquilados?
—Más o menos. Quedan cinco pelotones; hombre arriba hombre abajo, cerca de unos cuarenta en total. —Entornó el ojo izquierdo por la luz del sol, y ajustó el maltrecho yelmo con el que se tocaba—. Antes no sabía adonde te diriges, pero ahora sí. Tú eres el nuevo capitán de Whiskeyjack, ¿me equivoco?
—¿Conoces al sargento Whiskeyjack? —preguntó Paran, ceñudo. Aquel asesino de la Garra no era como los demás. Tuvieran la opinión que tuvieran sobre él, todos los anteriores se la habían guardado, y él lo prefería de ese modo.
El hombre subió de nuevo a la silla.
—Cabalguemos. Podemos charlar de camino.
Paran se acercó al otro caballo y cruzó el petate en el respaldo de la silla, cuya hechura remitía al estilo de Siete Ciudades, de alto respaldo y con una perilla que se doblaba hacia delante (había visto varias como ésa en aquel continente). Quizá se había apresurado a la hora de archivar aquel detalle. Los nativos de Siete Ciudades tenían cierta predisposición a la hora de armar broncas, y la campaña de Genabackis se había torcido desde el principio. No debe de ser ninguna coincidencia. La mayoría de los soldados que integraban los ejércitos Segundo, Quinto y Sexto habían sido reclutados en el subcontinente de Siete Ciudades.
Tras montar, ambos acompasaron el paso de los caballos por la llanura.
Habló la Garra.
—El sargento Whiskeyjack tiene un montón de seguidores aquí. Se comporta como si no lo supiera. Tienes que recordar algo que en Malaz parecen haber olvidado, y es que Whiskeyjack mandó en tiempos su propia compañía…
Al escucharle, Paran volvió la mirada. En el Imperio se habían tomado la molestia de borrar ese hecho de los anales. En lo que a su propia historia concernía, jamás había sucedido tal cosa.
—… Fue en la época en que Dassem Ultor mandaba el ejército —continuó la Garra—. De hecho, la séptima compañía de Whiskeyjack fue la que acabó con la cábala de los magos de Siete Ciudades en los eriales de Pan’potsun. Ahí mismo terminó la guerra. Claro que después todo se fue al carajo, cuando el Embozado tomó a la hija de Ultor. Y no mucho después, cuando Ultor murió, todos sus hombres fueron cayendo rápidamente. Entonces los burócratas devoraron el ejército. Condenados chacales. Desde entonces se tiran a matar entre ellos, sin que les importe una mierda las campañas que libran nuestras huestes. —La Garra apoyó su peso en la perilla, y lanzó un escupitajo que a punto estuvo de rozar la oreja de su caballo.
Al ver aquel gesto, Paran sintió un escalofrío. Antiguamente venía a significar el inicio de una guerra entre las tribus de Siete Ciudades. Actualmente, se había convertido en símbolo del Segundo Ejército de Malaz.
—¿Sugieres que la historia que acabas de contarme es de todos conocida? —preguntó al asesino.
—No en cuanto a los detalles —admitió la Garra—. Pero algunos veteranos del Segundo lucharon con Ultor, no sólo en Siete Ciudades sino también lejos, muy lejos, tanto como pueda estarlo Falar.
Paran reflexionó en lo que acababa de escuchar. El hombre que cabalgaba a su lado, aunque formaba parte de la Garra, también era miembro del Segundo Ejército. Había pasado por muchas cosas con ellos, y aportaba una perspectiva interesante. Al mirarle, lo vio sonreír.
—¿Qué tiene tanta gracia?
El otro se encogió de hombros.
—De un tiempo a esta parte, los Abrasapuentes están un poco a la que saltan. Reciben muñecos de paja por reclutas, lo cual les da a entender que están a punto de ser disueltos. Cuando hables con quienquiera que tengas que hablar en Malaz, diles que terminarán con un motín entre manos si siguen amargándole la vida a los Abrasapuentes. Eso lo escribo yo en todos los informes que envío, pero nadie parece tomarme en serio. —De pronto su sonrisa se hizo más generosa—. Quizá piensen que me han comprado o algo, ¿verdad?
—Te avisaron de que vendría, ¿no? —preguntó a su vez Paran, tras encogerse de hombros.
La Garra rió.
—Veo que llevas tiempo sin tener noticias, ¿eh? Me avisaron porque soy el último miembro en activo en el Segundo Ejército. Por lo que respecta al Quinto y Sexto, olvídalo. Los tiste andii de Brood podrían distinguir a una Garra a un millar de pasos de distancia. Mi propio maestro de la Garra murió asfixiado con un garrote no hará ni dos días, lo que le da a uno que pensar, ¿no crees? Ya ves, capitán, que he heredado el cargo. En cuanto lleguemos a la ciudad, te mostraré tu camino y ésa será probablemente la última vez que volvamos a vernos. Después, expones los detalles de tu misión como capitán del noveno pelotón, cuyos miembros quizá se tronchen en tu cara o te claven una daga en el ojo, y… Bueno, no sabría por cuál de ambas opciones decantarme si tuviera que apostar por una de ellas. Así de mal están las cosas; ah, ahí la tenemos.
En lo alto se alzaban las puertas de Pale.
—Una cosa más —dijo el de la Garra, con la mirada puesta en el merlón de la muralla—, voy a echarte un huesito, por si resulta que Oponn te sonríe. El mago supremo Tayschrenn es quien maneja aquí los hilos. Dujek no está muy contento, sobre todo si consideramos lo sucedido con Engendro de Luna. Hay mala sangre entre ambos, pero el mago supremo confía en el estrecho contacto y la constante comunicación que tiene con la emperatriz, y eso es lo que lo mantiene en la cumbre. Una advertencia: los soldados de Dujek le seguirán… a cualquier parte. Y eso también va para los ejércitos Quinto y Sexto. Encontrarás aquí preparada toda una señora tormenta, que aguarda el momento de estallar.
Paran contempló al hombre. Topper le había expuesto la situación, pero Paran había ignorado su evaluación, porque le pareció una versión encaminada a justificar que la emperatriz levantara horcas por todas partes. No quiero tener nada que ver. Dejad que cumpla con mi único cometido; eso es lo único que deseo.
Al pasar a la sombra de la puerta, la Garra volvió a hablar.
—Por cierto, Tayschrenn acaba de vernos llegar. ¿Existe alguna posibilidad de que te conozca, capitán?
—No. Espero que no. —Esto último lo añadió entre dientes.
Mientras entraban en la ciudad propiamente dicha y una muralla de ruido se alzaba para recibirles, Paran miró a su alrededor sin prestar mucha atención. Pale era una casa de locos, con edificios por todos lados chamuscados por el fuego, las calles, pese al empedrado ocasional, estaban a rebosar de gentes, carros, animales y sus rebuznos e infantes de marina. Se preguntó si debía empezar a medir lo que le quedaba de vida en latidos de corazón. Asumir el mando de un pelotón que había tenido cuatro capitanes en tres años, para después encomendar una misión que ningún soldado en su sano juicio siquiera consideraría llevar a cabo, sumado a la tormenta que se cernía de una insurrección a gran escala, posiblemente encabezada por quien con toda probabilidad era el mejor comandante de todo el Imperio, contra el mago supremo que parecía empeñado en cavar su propia fosa en el mundo… El conjunto era como para desanimar a cualquiera, y Paran se sentía desmoralizado.
Se sobresaltó al encajar una fuerte palmada en la espalda. La Garra había acercado el caballo y en ese momento se inclinaba hacia él.
—¿Ensimismado, capitán? No te preocupes, aquí todos tenemos nuestros propios problemas. Algunos los conocen, y otros no. Es de los que no los conocen de quienes debes preocuparte. Empieza con lo que tienes ante ti, y olvida de momento el resto. Aparecerá a su tiempo. Busca a cualquier infante de marina y pregúntale en qué dirección se encuentran los Abrasapuentes. Eso es lo más fácil.
Paran asintió.
La Garra pareció titubear; luego, se inclinó aún más hacia el joven.
—He estado pensando, capitán. Es una corazonada, lo admito, pero me da en la nariz que has venido aquí a hacer el bien. No, no te molestes en contestar. Sólo que si te metes en líos, haz que avisen a Toc el Joven; ése soy yo. Sirvo en el cuerpo de mensajeros, en los jinetes del Segundo Ejército. ¿De acuerdo?
Paran asintió de nuevo.
—Gracias —dijo en el mismo instante en que a su espalda se producía un estampido, al que siguió un coro de gritos de enfado. Ninguno de los dos jinetes se volvió.
—¿Decías, capitán?
—Mejor será que nos separemos. Mantén tu tapadera, por si acaso me sucede algo. Ya me procuraré un guía, no te preocupes —respondió Paran con una sonrisa.
—Pues claro, capitán. —Toc el Joven le saludó con la mano, y después condujo la montura abajo por una callejuela lateral. Al cabo de unos instantes, Paran lo perdió de vista. Tomó aire y miró a su alrededor, en busca de un soldado que pudiera indicarle el camino.
Paran sabía que la época que había pasado de joven en las cortes de la nobleza de su tierra natal le había preparado bien para la clase de engaño que la Consejera Lorn exigía de él. En los últimos dos años, no obstante, había empezado a reconocer con mayor claridad en qué se estaba convirtiendo. Le atormentaba aquel joven, honesto y arrojado, que había conocido a la Consejera de la emperatriz aquel día en la costa de Itko Kan. Había ido a caer justo en el regazo de Lorn, como un pedazo de barro informe. Y ella había puesto manos a la obra, dispuesta a hacer lo que mejor se le daba en el mundo.
Lo que más asustaba a Paran era el hecho de que había llegado a acostumbrarse a que lo utilizaran. Había sido alguien distinto tantas veces, que veía un millar de rostros, oía un millar de voces, todas en guerra entre sí. Cuando pensaba en sí mismo, en aquel joven de noble cuna con una fe inquebrantable en la honestidad y la integridad, la visión que acudía a su mente era, en ese momento, la de un hombre frío, duro, sombrío. Yacía oculto en los rincones más oscuros de su mente, y le observaba. No tenía expectativas ni emitía juicios, tan sólo observaba, cínico, glacial.
No creía posible que aquel joven volviera a ver la luz del día. Si acaso se hundiría más y más, devorado por la oscuridad hasta desaparecer sin dejar rastro.
Paran se preguntó si le importaba.
Se dirigió a los barracones que en tiempos albergaron a la noble guardia de Pale. Encontró a una veterana repantigada en un catre, con los pies envueltos en harapos. Habían sacado el colchón, que vio apoyado en una esquina; la mujer yacía tumbada sobre la tabla, con las manos en la nuca.
Paran reparó brevemente en ella, luego recorrió el pabellón. Con la sola excepción de la mujer, perteneciente a la infantería de marina, el lugar estaba completamente vacío. Volvió a acercarse a ella.
—¿Es cabo?
—Sí, ¿qué?
—Entiendo que la cadena de mando se ha desintegrado por completo en este lugar —dijo secamente.
Abrió los ojos y repasó con la mirada al oficial que se encontraba de pie ante ella.
—Es muy probable —respondió para después cerrar de nuevo los ojos—. ¿Estás buscando a alguien en especial?
—Al noveno pelotón, cabo.
—¿Por? ¿Han vuelto a meterse en líos?
—¿Todos los Abrasapuentes son como tú, cabo?
—Los que quedan tienen los pies en condiciones y todo —replicó.
—¿Quién es tu comandante? —preguntó Paran.
—Azogue, pero no está.
—Salta a la vista. —El capitán aguardó—. En fin, ¿dónde puedo encontrar al tal Azogue? —preguntó tras lanzar un suspiro.
—Prueba en la fonda de Knobb, al final de la calle. La última vez que lo vi, perdía hasta la camisa jugando con Seto. Azogue juega a las cartas, sólo que no se le da muy bien. —Y tras esas palabras procedió a hurgarse una muela.
—¿Tu comandante juega con sus propios hombres? —preguntó el capitán, enarcando una ceja.
—Azogue es sargento —explicó la mujer—. Nuestro capitán murió. Además, Seto no es de nuestro pelotón.
—Oh, ¿y a cuál pertenece?
La mujer sonrió al tragarse lo que fuera que había hurgado con el dedo.
—Al noveno.
—¿Cómo te llamas, cabo?
—Rapiña, ¿y tú?
—Soy el capitán Paran.
Rapiña adoptó algo similar a una postura recta, muy abiertos los ojos.
—Oh, de modo que eres el nuevo capitán que aún ha de empuñar una espada.
—El mismo —replicó Paran con media sonrisa.
—¿Te has hecho una idea de las posibilidades que tienes en este momento? No parecen muy halagüeñas.
—¿A qué te refieres?
—Tal como yo lo veo —explicó ella al tiempo que se recostaba de nuevo y cerraba los ojos—, la primera sangre que tendrás en tus manos será la tuya, capitán Paran. Vuelve a Quon Tali, donde estarás a salvo. Ve, anda, que la emperatriz necesita a alguien que le lama los pies.
—Creo que están bastante limpios ya —dijo Paran. No estaba muy seguro de cómo debía resolver aquella situación. Una parte de él quería desenvainar la espada y cortar en pedazos a Rapiña; la otra quería reír (era la parte contagiada de una pizca de histeria).
A su espalda, la puerta que daba al exterior se abrió de par en par y unos pasos pesados resonaron en el suelo. Paran se volvió. Un sargento rojo como la grana, en cuyo rostro destacaba un enorme mostacho con forma de manillar, irrumpió en la estancia. Ignoró a Paran y se acercó al camastro de Rapiña.
—Maldita sea, Rapiña, me dijiste que Seto pasaba por una mala racha, ¡y resulta que ese cabrón patituerto me ha desplumado!
—Seto está en plena mala racha —dijo Rapiña—. Pero es que la tuya es aún peor. No me habías pedido mi opinión al respecto, ¿verdad? Azogue, te presento al capitán Paran, el nuevo oficial del noveno pelotón.
—Por el aliento del Embozado —masculló, paseando la mirada del capitán a Rapiña y de Rapiña al capitán.
—Busco a Whiskeyjack, sargento —dijo Paran.
Hubo algo en su tono de voz que le hizo merecedor de la atención de Azogue. Este abrió la boca, después volvió a cerrarla cuando sus ojos recalaron en la mirada firme del joven.
—Un muchacho le entregó un mensaje. Whiskeyjack se marchó, pero algunos de los suyos siguen en la fonda de Knobb.
—Gracias, sargento. —Y Paran abandonó la estancia a buen paso.
Azogue soltó un largo suspiro.
—Dos días y alguien se la jugará —anunció ésta—. El viejo Carapiedra ya tiene veinte en su haber.
—Algo me dice que sería una verdadera pena.
Paran se detuvo al entrar en la fonda de Knobb. El lugar estaba a rebosar de soldados, cuyos vozarrones parecían formar un único rugido. Tan sólo algunos lucían en sus uniformes el escudo de la llama, propio de los Abrasapuentes. Los demás eran del Segundo Ejército.
En una enorme mesa situada bajo un pasillo colgante que daba hacia las habitaciones en la primera planta, media docena de Abrasapuentes permanecían sentados, jugando a las cartas. Un hombretón de anchos hombros, que llevaba el pelo negro recogido en una coleta, a la que había anudado amuletos y fetiches, se sentaba de espaldas a la habitación, repartiendo las cartas con infinita paciencia. Incluso en aquella barahúnda, Paran pudo oír la monótona cuenta de los naipes. Los demás en la mesa vertían toda suerte de insultos y maldiciones sobre el hombretón, sin que a éste pareciera afectarle lo más mínimo.
—Barghastiano —murmuró Paran, observando al que repartía las cartas—. Sólo hay uno en los Abrasapuentes, de modo que ahí tengo al noveno. —Tomó aire y se abrió paso entre la muchedumbre.
Para cuando llegó a espaldas del hombretón, lucía algunas manchas de vino rancio y cerveza en la delicada capa, además de una película de sudor en la frente. Vio que el barghastiano acababa de repartir todas las cartas, y que colocaba el mazo en mitad de la mesa, gesto con el que reveló el interminable y sinuoso tatuaje azul que recorría su brazo y cuya trama espiral se veía interrumpida de vez en cuando por alguna que otra cicatriz blanca.
—¿Sois del noveno? —preguntó en voz alta Paran.
El hombre que se sentaba frente al barghastiano levantó la mirada; tenía la piel del rostro tan curtida como el cuero del casco. Después volvió a volcar su atención en la mano de cartas.
—¿Es el capitán Paran?
—Así es. ¿Y tú, soldado?
—Seto. —Señaló ladeando la cabeza al hombre sentado a su derecha—. Este es Mazo, sanador del pelotón. Y el barghastiano se llama Trote, y no es porque le guste correr. —Luego inclinó la cabeza a la izquierda—. Los demás no importan. Son del Segundo Ejército, pésimos jugadores a los que desplumar. Tome asiento, capitán. A Whiskeyjack y al resto los han llamado a hacer no sé qué. No creo que tarden en volver.
Milagrosamente, Paran encontró una silla vacía, que colocó entre Mazo y Trote.
—Eh, Trote, ¿piensas jugar o qué? —preguntó Seto.
Paran se volvió a Mazo lanzando un largo suspiro.
—Dime, sanador, ¿qué media de esperanza de vida tiene un oficial de los Abrasapuentes?
—¿Antes o después de lo de Engendro de Luna? —preguntó Seto con un gruñido.
Mazo enarcó levemente ambas cejas al responder al capitán.
—Dos campañas, quizá. Depende de muchas cosas. Tener pelotas no es suficiente, pero ayuda. Y eso supone olvidar todo lo que aprendiste, y sentarte en el regazo de tu sargento como un recién nacido. Si prestas atención a sus consejos, es posible que lo logres.
—¡Despierta, Trote! —exclamó Seto tras golpear la mesa—. ¿Se puede saber a qué estás jugando?
—Pienso —masculló el barghastiano, ceñudo.
Paran recostó la espalda y se desabrochó el cinto.
Por lo visto, Trote decidió una jugada que provocó los gruñidos y protestas de Seto, Mazo y tres de los soldados del Segundo Ejército, protestas que se debían a que Trote siempre escogía llevar a cabo esa misma jugada.
—Capitán, habrás oído decir todo tipo de cosas por ahí acerca de los Abrasapuentes, ¿verdad? —preguntó Mazo.
—La mayoría de los oficiales siente pavor cuando se los menciona —respondió el joven al tiempo que asentía con la cabeza—. Se dice que la tasa de mortandad es tan elevada porque la mitad de los capitanes terminan con una daga clavada en la espalda.
Hizo una pausa y se dispuso a continuar cuando percibió el intenso silencio. Habían dejado de jugar y lo miraban con atención. El sudor le corría por todo el cuerpo.
—Y a juzgar por lo que he visto hasta el momento —continuó—, más me vale creer en ese rumor. Pero os diré algo, y va para todos: si muero con un cuchillo en la espalda, mejor será que me lo haya ganado. De otro modo, me sentiré muy pero que muy decepcionado. —Se puso el cinto y se levantó—. Decidle al sargento cuando le veáis que estaré en el barracón. Me gustaría hablar con él antes de que nos reunamos oficialmente.
Seto asintió con cierta parsimonia.
—Descuide, capitán. —Entonces titubeó—: Esto…, Capitán, ¿querría sentarse y jugar con nosotros a las cartas?
—Gracias pero no —sus labios dibujaron la promesa de una sonrisa—. Es una mala costumbre que un oficial le gane la soldada a sus hombres.
—Vaya, he ahí un desafío que alguna vez tendrá que afrontar —dijo Seto con cierto brillo en la mirada.
—Lo pensaré —replicó Paran al abandonar la mesa. Se abrió paso entre los parroquianos con una sensación creciente que no podía pillarlo más por sorpresa, pues se sentía insignificante. Le habían imbuido una buena dosis de arrogancia de pequeño por formar parte de la nobleza y, luego, en la academia militar. Esa arrogancia se veía relegada en ese momento a un rincón de su mente, silenciosa, muda y aturdida.
Fue consciente de ello mucho antes de conocer a la Consejera: su acceso y su paso por el curso de adiestramiento de oficiales en la academia de infantería de marina había consistido en una procesión marcada por los guiños y un sinfín de imperceptibles inclinaciones de cabeza. No obstante, ahí en Pale era donde se libraban las guerras del Imperio, a un millar de leguas de distancia, y allí, comprendió Paran, a nadie le importaba un bledo la influencia en la corte y los favores mutuos. Aquellos atajos no habrían hecho sino aumentar sus posibilidades de morir, y de morir rápido, de no haber sido por la Consejera. Sin ella, habría carecido de la preparación necesaria para asumir el mando.
Paran torció el gesto al empujar la puerta de la taberna y salir a la calle, no era de extrañar que las huestes del antiguo emperador hubieran devorado a su paso con tanta facilidad los reinos feudales, en su empeño por formar el Imperio. De pronto sintió cierta alegría al ver las manchas que tenía su uniforme, pues ya no parecía tan fuera de lugar.
Salió a la calle que conducía a la entrada lateral de los cuarteles. El camino se encontraba a la sombra de los edificios de altos muros y de las marquesinas que colgaban sobre los balcones. Pale era una ciudad moribunda. Tenía los suficientes conocimientos de historia como para reconocer el tono descolorido de la gloria pasada. Cierto era que había disfrutado de un gran poder al forjar su alianza con Engendro de Luna, aunque a ese respecto el capitán estaba convencido de que eso había tenido más que ver con lo que el señor de Luna consideraba una sencilla razón de conveniencia que con cualquier clase de reconocimiento mutuo de poder. Los habitantes del lugar hacían alarde de cierta exquisitez y elegancia, pero sus ropas estaban deshilachadas, cuando no raídas. Se preguntó hasta qué punto él y los suyos se parecerían a aquellos pobres andrajosos…
Se produjo un ruido a su espalda, un arrastrar de pies que le hizo girarse. Una figura envuelta en sombras cerró sobre él, y Paran gritó, tirando de espada. Un viento helado lo atravesó al acercarse la figura. El capitán trastabilló, consciente del brillo de sendas hojas de acero en las manos del agresor. Giró a un lado, con la espada a medio asomar de la vaina. La zurda del atacante relampagueó fugaz mientras Paran echaba la cabeza hacia atrás, en su empeño por interponer el hombro derecho para parar un golpe que nunca llegó. En lugar de ello, una daga de hoja larga se deslizó como fuego en su pecho. Una segunda hoja se hundió en su costado mientras la sangre recorría el camino que mediaba de las entrañas a la boca. Tosiendo, gruñendo, Paran se apoyó en una pared, para deslizarse después con las manos extendidas sobre la húmeda piedra en un gesto fútil, las uñas en las molduras.
Entonces fue la negrura la que se cerró sobre sus pensamientos, que tenían por único protagonista un profundo, profundo pesar. Creyó oír un campanilleo, propio quizá de un objeto metálico y pequeño al dar rápidos saltos sobre una superficie dura. El sonido permaneció, pertenecía a algo que giraba, hasta que la oscuridad dejó de inmiscuirse.
—Qué chapucera —dijo un hombre en un hilo de voz—. Me sorprende. —El acento le resultaba familiar, le traía recuerdos de la infancia, de cuando su padre trataba con mercaderes dalhonesios.
Quien respondió debía de estar inclinado sobre Paran.
—¿Vigilándome? —Otro acento que reconocía, kanesiano, y la voz era al parecer de una muchacha o de una niña, aunque era consciente de que se trataba de la voz de quien le había asesinado.
—Coincidencia —replicó el otro, que emitió una risilla—. Alguien… Algo, más bien, ha entrado en nuestra senda. Sin invitación. Mis mastines rastrean.
—No creo en las coincidencias.
De nuevo se produjo aquella risilla.
—Yo tampoco. Hace dos años que empezamos con nuestro juego particular. Un simple ajuste de cuentas. Parece ser que hemos topado con un juego completamente distinto aquí en Pale.
—¿Cuál?
—Pronto obtendré la respuesta a esa pregunta.
—No te distraigas, Ammanas. Laseen sigue siendo nuestro objetivo, y la destrucción del Imperio que rige pero cuyo cetro jamás ha merecido.
—Tengo, como siempre, una total confianza en ti, Cotillion.
—Debo volver —dijo la chica, alejándose.
—Por supuesto. ¿De modo que éste es el hombre que Lorn envió a por ti?
—Eso creo. Sea como fuere, supongo que esto la atraerá a la refriega.
—¿Y debemos desear tal cosa?
La conversación fue adelgazándose cuando ambos se alejaron del lugar. En la cabeza de Paran tan sólo había un sonido: el de aquel tintineo metálico, similar al que haría una moneda al girar. Una moneda que giraba sin cesar.