Capítulo 17.

Miércoles, 11 de junio - Sábado, 14 de junio

La tercera pieza del rompecabezas la obtuvo gracias a una inesperada ayuda.

Tras haber trabajado con las fotos toda la noche, se quedó profundamente dormido hasta las primeras horas de la tarde. Se despertó con cierto dolor de cabeza, se duchó y subió al Café de Susanne para desayunar. Le costaba ordenar sus ideas. Debería acercarse a casa de Henrik Vanger e informarle del hallazgo. Pero, en su lugar, pasó por casa de Cecilia Vanger y llamó a la puerta. Quería preguntarle qué estuvo haciendo en la habitación de Harriet y por qué había mentido sobre su presencia allí. Nadie abrió.

Ya se disponía a marcharse cuando escuchó una voz:

—Tu puta no está.

Gollum había salido de su cueva. Era alto, medía casi dos metros, pero estaba tan encorvado por la edad que sus ojos se encontraban al nivel de los de Mikael. Tenía toda la piel manchada de oscuros lunares. Vestía pijama y bata marrón y se apoyaba en un bastón. Parecía uno de esos típicos viejos malvados de las películas de Hollywood.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que tu puta no está en casa.

Mikael se acercó tanto que casi le rozó con la nariz.

—Estás hablando de tu propia hija, cabrón de mierda.

—No soy yo el que viene rondando por aquí por las noches —respondió Harald Vanger con una sonrisa desdentada.

Olía mal. Mikael lo esquivó y siguió su camino sin darse la vuelta. Subió a ver a Henrik Vanger y lo encontró en su despacho.

—Acabo de conocer a tu hermano —dijo Mikael con un enfado mal disimulado.

—¿Harald? Anda, así que se ha atrevido a salir. Lo suele hacer alguna vez al año.

—Estaba llamando a la puerta de Cecilia cuando apareció. Dijo, y cito literalmente, «Tu puta no está en casa».

—Sí, eso suena a frase de Harald —contestó Henrik tranquilamente.

—Ha llamado puta a su propia hija.

—Lleva mucho tiempo haciéndolo. Por eso no se hablan.

—¿Por qué?

—Cecilia perdió su virginidad cuando tenía veintiún años. Ocurrió aquí en Hedestad; fue un amor de verano, el siguiente a la desaparición de Harriet.

—¿Y?

—El hombre del que se había enamorado se llamaba Peter Samuelsson y trabajaba de asistente en el departamento de economía de las empresas Vanger. Un chico espabilado. Hoy en día trabaja para ABB. Si ella hubiese sido mi hija, yo me habría sentido muy orgulloso de tenerlo como yerno. Sin embargo, tenía un defecto.

—No me digas que es lo que me temo.

—Seguro que Harald le midió la cabeza o investigó su árbol genealógico, o qué sé yo. El caso es que descubrió que tenía una cuarta parte de judío.

—Dios mío.

—Desde ese momento empezó a llamarla puta.

—¿Él sabe que Cecilia y yo…?

—Posiblemente lo sepa todo el pueblo, a excepción, tal vez, de Isabella; nadie en su sano juicio le contaría nada. Además, ella, gracias a Dios, tiene el detalle de irse a dormir hacia las ocho de la noche. Harald ha seguido, sin duda, cada uno de los pasos que has dado.

Mikael se sentó con cara de tonto.

—¿Quieres decir que todo el mundo sabe…?

—Claro que sí.

—¿Y tú no lo desapruebas?

—Pero, por favor, Mikael; eso no es asunto mío.

—¿Dónde está Cecilia?

—Ya ha terminado el curso escolar. El sábado pasado cogió un vuelo a Londres para visitar a su hermana; luego se irá de vacaciones a… mmm, creo que a Florida. Volverá dentro de un mes o algo así.

Mikael se sintió aún más tonto.

—Es que, por decirlo de alguna manera, hemos dejado aparcada, de momento, nuestra relación.

—Entiendo, pero sigue siendo un asunto que no me incumbe. ¿Qué tal va el trabajo?

Mikael se sirvió café del termo de Henrik y miró al viejo.

—He encontrado nuevo material y creo que voy a necesitar un coche.

Mikael tardó un buen rato en dar cuenta a Henrik de sus conclusiones. Sacó su iBook de la bolsa y puso en marcha la serie de fotos que mostraban la reacción de Harriet en Järnvägsgatan. También le enseñó cómo había dado con la pareja de la cámara de fotos, y con la pegatina de la carpintería de Norsjö. Terminada su explicación, Henrik Vanger le pidió ver, una vez más, la película de fotografías en serie que había hecho Mikael.

Cuando Henrik Vanger levantó la vista de la pantalla, estaba pálido. De repente, Mikael se asustó y le puso una mano sobre el hombro. Henrik Vanger hizo un gesto, como quitándole importancia. Permaneció callado un rato.

—Maldita sea, has hecho lo que yo consideraba imposible. Has descubierto algo completamente nuevo. ¿Cómo vas a seguir?

—Tengo que encontrar esa foto, si es que existe.

No mencionó nada acerca de la cara de la ventana ni que sospechaba de Cecilia Vanger, demostrando de este modo que distaba mucho de ser un detective privado objetivo.

Cuando Mikael salió, Harald Vanger ya no estaba; seguramente se había vuelto a meter en su cueva. Al doblar la esquina, descubrió que había alguien sentado en la entrada de su casa, leyendo el periódico y dándole la espalda. Por una fracción de segundo tuvo la impresión de que se trataba de Cecilia Vanger, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. En el porche vio a una chica morena a la que reconoció inmediatamente al acercarse un poco más.

—Hola, papá —dijo Pernilla Abrahamsson.

Mikael le dio un abrazo muy fuerte.

—¿De dónde diablos sales tú?

—De casa, ¿de dónde si no? Voy de camino a Skellefteå. Me quedo aquí a pasar la noche.

—¿Y cómo has dado con esto?

—Mamá sabía dónde estabas. Y pregunté en el café de allí arriba dónde vivías. La mujer me enseñó el camino. ¿Soy bienvenida?

—Claro. Ven, entra. Tenías que haberme avisado y habría comprado alguna comida especial o habría preparado algo.

—Me dejé llevar por un impulso. Quería felicitarte por la salida de la cárcel y como no me has llamado…

—Lo siento.

—No pasa nada. Mamá me ha contado que siempre andas absorto en tus pensamientos.

—¿Eso es lo que dice de mí?

—Más o menos. Pero da igual. Te quiero de todas maneras.

—Yo también te quiero, pero ya sabes…

—Lo sé. Ya soy mayorcita.

Mikael preparó té y sacó bollos y pastas. Se dio cuenta de que, en efecto, lo que decía su hija era verdad. Ya no era una niña, tenía casi diecisiete años y pronto sería una mujer adulta. Tenía que aprender a dejar de tratarla como a una cría.

—Bueno, ¿y cómo ha sido?

—¿El qué?

—La cárcel.

Mikael se rió.

—¿Me creerías si te dijera que ha sido como unas vacaciones pagadas en las que he podido dedicarme a pensar y escribir?

—Totalmente. No creo que haya mucha diferencia entre una cárcel y un monasterio; y la gente siempre se mete en monasterios para meditar y desarrollarse como personas.

—Pues sí, es una manera de verlo. Espero que no hayas tenido problemas por tener un padre en la cárcel.

—En absoluto. Estoy orgullosa de ti y aprovecho cualquier oportunidad para alardear de que te metieron en la cárcel por tus convicciones.

—¿Convicciones?

—Vi a Erika Berger en la tele.

Mikael se puso pálido. Se había olvidado por completo de su hija cuando Erika diseñó la estrategia; según parecía, ella pensaba que su padre era tan inocente y puro como la nieve recién caída.

—Pernilla, yo no era inocente. Siento no poder hablar de lo que pasó, pero no me condenaron injustamente. El tribunal dictó sentencia basándose en los datos que tenía.

—Pero nunca les contaste tu versión.

—No, porque no puedo probarla. Metí la pata hasta el fondo y por eso tuve que ingresar en prisión.

—Vale. Entonces, contéstame a esta pregunta: ¿es un canalla Wennerström o no?

—Es uno de los cabrones más malvados que he conocido en toda mi vida.

—Vale. Ya está. Con eso me vale. Tengo un regalo para ti.

Sacó un paquete de su bolsa. Mikael lo abrió y encontró un CD con lo mejor de Eurythmics. Ella sabía que era uno de sus grupos favoritos. Él le dio un abrazo, metió inmediatamente el disco en su iBook y escucharon juntos Sweet Dreams.

—¿Qué vas a hacer en Skellefteå? —preguntó Mikael.

—Estudios bíblicos en el campamento de una congregación que se llama La Luz de la Vida —dijo Pernilla como si fuese la cosa más natural del mundo.

A Mikael se le puso el vello de punta.

Se percató del gran parecido que había entre su hija y Harriet Vanger. Pernilla tenía dieciséis años, los mismos que Harriet cuando desapareció. Las dos contaban con un padre en cierto sentido ausente. Ambas se sentían atraídas por el entusiasmo religioso de sectas algo raras; Harriet por la congregación pentecostal del lugar y Pernilla por la filial de un grupo igual de chalado como La Palabra de la Vida.

Mikael no supo muy bien cómo abordar ese recién despertado interés de su hija por la religión. Temía entrometerse en su vida, inmiscuirse en su derecho a decidir por ella misma qué camino seguir. Al mismo tiempo, La Luz de la Vida era precisamente el tipo de congregación que Erika y él —sin duda alguna y de muy buena gana— no vacilarían en denunciar en un sarcástico reportaje de Millennium. Decidió tratar el tema con la madre de Pernilla en cuanto tuviera ocasión.

Esa noche Pernilla durmió en la cama de Mikael; él, por su parte, se instaló en el arquibanco de la cocina. Se despertó con tortícolis y los músculos doloridos. Pernilla estaba ansiosa por seguir su viaje, de modo que Mikael preparó el desayuno y luego la acompañó a la estación. Les quedaba un rato antes de que saliera el tren, así que compraron café en Pressbyrån y se sentaron en un banco al final del andén para charlar un rato. Unos minutos antes de llegar el tren, Pernilla cambió de tema.

—No te gusta que me vaya a Skellefteå —le soltó de golpe.

Mikael no supo qué contestar.

—No tienes por qué preocuparte. Tú no eres creyente, ¿verdad?

—No, supongo que no; por lo menos no lo que se entiende por un buen creyente.

—¿No crees en Dios?

—No, no creo en Dios, pero respeto que tú lo hagas. Todos necesitamos creer en algo.

Cuando el tren entró en la vía, se abrazaron durante mucho tiempo, hasta que Pernilla tuvo que subir al vagón. Al alcanzar la puerta se dio media vuelta.

—Papá, no pretendo evangelizarte. Por mí, eres libre de creer en lo que quieras; yo siempre te querré. Pero pienso que harías bien en continuar con tus estudios bíblicos.

—¿Qué quieres decir?

—He visto las citas que tenías puestas en la pared —dijo—. ¿Por qué son tan sombrías y neuróticas? Venga, un beso. Hasta pronto.

Lo saludó con la mano y desapareció. Mikael se quedó perplejo en el andén viendo salir el tren con dirección norte. Hasta que éste no desapareció en la curva no asimiló el significado del comentario de despedida; una sensación gélida invadió su pecho.

Mikael salió corriendo de la estación mirando su reloj. Faltaban cuarenta minutos para la salida del autobús a Hedeby. Sus nervios no soportarían una espera tan larga. Cruzó a toda prisa la plaza hasta la parada de taxis, donde encontró a Hussein con su dialecto de Norrland. Diez minutos más tarde, Mikael pagó el taxi y entró inmediatamente en su estudio. El papel estaba pegado con celo sobre su mesa.

Magda - 32016

Sara - 32109

RJ - 30112

RL - 32027

Mari - 32018

Recorrió el cuarto con la mirada y cayó en la cuenta de dónde podía encontrar una Biblia. Se llevó el papel, buscó las llaves que había dejado en un cuenco de la ventana y se fue corriendo por todo el camino hasta la cabaña de Gottfried. Cuando bajó la Biblia de Harriet de la estantería, las manos casi le temblaban.

Harriet no había apuntado números de teléfono. Las cifras se referían a capítulos y versos del Levítico, el tercer libro del Pentateuco. La legislación de castigos.

(Magda) Levítico, capítulo 20, versículo 16:

Si una mujer se acerca a una bestia para unirse con ella, matarán a la mujer y a la bestia: ambas serán castigadas con la muerte y su sangre caerá sobre ellas.

(Sara) Levítico, capítulo 21, versículo 9:

Si la hija de un sacerdote se envilece a sí misma prostituyéndose, envilece a su propio padre, y por eso será quemada.

(RJ) Levítico, capítulo 1, versículo 12:

Luego, lo despedazará en porciones, y el sacerdote las dispondrá, con la cabeza y el sebo, encima de la leña colocada sobre el fuego del altar.

(RL) Levítico, capítulo 20, versículo 27:

El hombre o la mujer que consulten a los muertos o a otros espíritus, serán castigados con la muerte: los matarán a pedradas, y su sangre caerá sobre ellos.

(Mari) Levítico, capítulo 20, versículo 18:

Si un hombre se acuesta con una mujer en su período menstrual y tiene relaciones con ella, los dos serán extirpados de su pueblo, porque él ha puesto al desnudo la fuente del flujo de la mujer y ella la ha descubierto.

Mikael salió y se sentó en el porche de la cabaña. Ya no cabía duda de que Harriet se refería a esas citas cuando escribió aquellos números en su agenda. Cada una de ellas estaba meticulosamente subrayada en la Biblia de Harriet. Mientras escuchaba los trinos de los pájaros que cantaban en la cercanía encendió un cigarrillo.

Tenía los números. Pero no los nombres. Magda, Sara, Mari, RJ y RL. De repente, el cerebro de Mikael dio un salto intuitivo y un abismo apareció ante él. Se acordó del holocausto de Hedestad del que le habló el inspector Gustaf Morell. El caso Rebecka, a finales de los años cuarenta, la chica que fue violada y asesinada poniéndole la cabeza encima de ardientes brasas: «Luego, lo despedazará en porciones, y el sacerdote las dispondrá, con la cabeza y el sebo, encima de la leña colocada sobre el fuego del altar». Rebecka. RJ. ¿Cómo se llamaba de apellido?

En el nombre de Dios, ¿en qué había estado metida Harriet?

Henrik Vanger se sentía mal y ya estaba en la cama cuando Mikael llamó a su puerta por la tarde. Aun así, Anna le dejó entrar y pudo visitar al viejo durante un par de minutos.

—Un catarro veraniego —explicó Henrik sorbiéndose los mocos—. ¿Qué quieres?

—Tengo una pregunta.

—¿Sí?

—¿Te suena un asesinato que se cometió aquí en Hedestad en los años cuarenta? Una chica llamada Rebecka no sé qué; la mataron metiendo su cabeza en una chimenea.

—Rebecka Jacobsson —dijo Henrik Vanger sin dudarlo ni un instante—. Es un nombre que no voy a olvidar nunca, pero hace mucho tiempo que nadie habla de ella.

—Pero ¿conoces la historia?

—Claro que sí. Rebecka Jacobsson tenía veintitrés o veinticuatro años cuando la asesinaron. Eso sucedería en… sí, en 1949. Se realizó una extensísima investigación en la cual yo desempeñé un pequeño papel.

—¿Tú? —exclamó Mikael, asombrado.

—Pues sí. Rebecka Jacobsson trabajaba en las oficinas del Grupo Vanger. Era una chica muy popular y muy guapa. Pero ¿a qué vienen esas preguntas ahora?

Mikael no supo muy bien qué decir. Se levantó y se acercó a la ventana.

—No lo sé, Henrik; tal vez haya encontrado algo, pero tengo que sentarme un momento a reflexionar sobre todo eso.

—¿Estás insinuando que existe una relación entre lo de Harriet y lo de Rebecka? Hay… más de diecisiete años entre los dos sucesos.

—Déjame que lo piense. Pasaré a verte mañana, si te encuentras mejor.

Al día siguiente Mikael no pudo ver a Henrik Vanger. Poco antes de la una de la noche permanecía sentado en la mesa de la cocina leyendo la Biblia de Harriet cuando escuchó el ruido de un coche que cruzó el puente a gran velocidad. Miró por la ventana y percibió la luz azul de la sirena de una ambulancia.

Invadido por malos presentimientos, salió corriendo y siguió a la ambulancia. Estaba aparcada delante de la casa de Henrik Vanger.

Había luz en la planta baja y Mikael comprendió que había pasado algo. Subió las escaleras del porche en dos zancadas y se encontró con Anna Nygren en el recibidor, visiblemente afectada.

—El corazón —dijo—. Me despertó hace un momento quejándose de dolores en el pecho. Luego se desplomó.

Mikael abrazó a la leal ama de llaves y se quedó con ella hasta que el personal sanitario salió con un Henrik Vanger aparentemente sin vida en la camilla. Martin Vanger, muy nervioso, iba detrás. Se había acostado ya cuando Anna lo llamó; todavía llevaba zapatillas y tenía la bragueta abierta. Saludó brevemente a Mikael y se dirigió a Anna.

—Lo acompaño al hospital. Llama a Birger y Cecilia —dijo, dando instrucciones—. Y avisa a Dirch Frode.

—Yo puedo ir a su casa —se ofreció Mikael.

Anna asintió, agradecida.

«Llamar a una puerta después de la medianoche suele ser sinónimo de malas noticias», pensó Mikael al poner el dedo en el timbre de la casa del abogado. Transcurrieron varios minutos antes de que éste se presentara en la puerta medio dormido.

—Tengo malas noticias. Acaban de llevar a Henrik Vanger al hospital. Parece un infarto. Martin me ha pedido que te avise.

—¡Dios mío! —soltó Dirch Frode, mirando su reloj—. Es viernes 13 —añadió con una incomprensible lógica y un desconcertado rostro.

Al volver a casa ya eran las dos y media de la madrugada. Mikael dudó un instante, pero decidió aplazar la llamada a Erika. Hasta las diez de la mañana siguiente, tras hablar brevemente con Dirch Frode por el móvil y asegurarse de que Henrik Vanger seguía con vida, no llamó a Erika para informarla de que el nuevo socio de Millennium había ingresado en el hospital tras sufrir un infarto. Como era de esperar, ella recibió la noticia con gran tristeza y preocupación.

A última hora de la tarde, Dirch Frode pasó a ver a Mikael con detalladas novedades sobre el estado de Henrik Vanger.

—Vive, pero no está bien. Ha sufrido un infarto grave; además, tiene una infección.

—¿Has podido verlo?

—No. Está en la UVI. Martin y Birger se quedarán esta noche con él.

—¿Y el pronóstico?

Dirch Frode hizo un gesto con la mano como queriendo decir «no muy bien».

—Ha sobrevivido al infarto, y eso es siempre una señal positiva. La verdad es que sus condiciones físicas son bastante buenas. Pero ya es mayor. Tenemos que esperar a ver qué pasa.

Permanecieron callados un rato meditando sobre la fragilidad de la vida. Mikael sirvió café. Dirch Frode parecía abatido.

—No tengo más remedio que preguntarte qué es lo que va a pasar ahora —dijo Mikael.

Frode levantó la mirada, que se cruzó con la suya.

—Tus condiciones de trabajo no van a cambiar. Están estipuladas en un contrato que no vence hasta final de año, viva o muera Henrik Vanger. No tienes de qué preocuparte.

—No estoy preocupado; no me refería a eso. Lo que quería saber es a quién debo rendirle cuentas ahora.

Dirch Frode suspiró.

—Mikael, tú sabes tan bien como yo que toda esta historia sobre Harriet Vanger es un pasatiempo para Henrik.

—Yo no diría eso.

—¿Qué quieres decir?

—He encontrado nuevas pruebas —dijo Mikael—. Ayer mismo informé a Henrik sobre algunas de ellas. Me temo que pueden haber contribuido al infarto.

Dirch Frode observó a Mikael con una extraña mirada.

—¿Estás de broma?

Mikael negó con la cabeza.

—Dirch, en sólo estos últimos días he sacado a la luz más material sobre la desaparición de Harriet que la investigación oficial en treinta y cinco años. Mi problema ahora mismo es que no hemos acordado a quién debo informar de todo si Henrik no está.

—Puedes contármelo a mí.

—De acuerdo. Tengo que seguir adelante con todo esto. ¿Tienes un rato?

Mikael le presentó sus hallazgos de la manera más pedagógica que pudo. Le enseñó la serie de fotografías de Järnvägsgatan y le expuso su teoría. Luego le explicó cómo su propia hija le había ayudado a resolver, aunque indirectamente, el misterio de la agenda de teléfonos. Finalmente le puso al corriente del brutal asesinato de Rebecka Jacobsson en 1949.

La única información que seguía guardando para sí mismo era la cara de Cecilia Vanger en la ventana del cuarto de Harriet. Quería hablar con ella antes de ponerla en una situación que la pudiera convertir en sospechosa.

Dirch Frode frunció el ceño, preocupado.

—¿Quieres decir que el asesinato de Rebecka está relacionado con la desaparición de Harriet?

—No lo sé. No parece probable. Pero al mismo tiempo no podemos obviar el hecho de que, en su agenda, Harriet apuntó las siglas RJ junto a la referencia de la ley del holocausto. Rebecka Jacobsson murió quemada. La relación con la familia Vanger resulta evidente: trabajaba en el Grupo Vanger.

—¿Y cómo explicas todo eso?

—Todavía no lo sé. Pero quiero averiguarlo. Te considero el representante de Henrik. Tendrás que tomar decisiones en su nombre.

—Quizá debamos informar a la policía.

—No. Por lo menos no sin el permiso de Henrik. El asesinato de Rebecka prescribió hace muchos años y la investigación policial fue abandonada. No van a ponerse ahora a indagar sobre un asesinato ocurrido hace cincuenta y cuatro años.

—Entiendo. ¿Qué quieres hacer?

Mikael se levantó y dio una vuelta por la cocina.

—Primero, seguirle el rastro a la fotografía. Si logramos saber lo que vio Harriet… creo que puede ser vital para todo el desarrollo de los acontecimientos. Segundo, necesito un coche para desplazarme a Norsjö e ir tras esa pista hasta donde me lleve. Tercero, quiero comprobar las citas bíblicas. Hemos relacionado una cita con un asesinato realmente bestial. Nos quedan cuatro. Para hacerlo… la verdad es que no estaría mal contar con apoyo.

—¿De qué tipo?

—Me vendría bien un colaborador que me ayudara a investigar escarbando en los antiguos archivos de la prensa y buscando a Magda, a Sara y a los otros nombres. Si es como yo creo, Rebecka no es la única víctima.

—¿Quieres decir que hagamos partícipe del secreto a otra persona más…?

—Se nos ha echado encima, de sopetón, un enorme trabajo de búsqueda. Si yo fuera el policía encargado de una investigación así, habría podido repartir el tiempo y los recursos y hacer que la gente me ayudara rastreando en los archivos. Necesito un profesional que conozca el tema y que, además, sea de fiar.

—Entiendo… la verdad es que conozco a una persona verdaderamente competente. Fue ella la que hizo la investigación personal sobre ti —se le escapó a Frode antes de que pudiera morderse la lengua.

—¿Que hizo qué? —preguntó Mikael Blomkvist con tono severo.

Dirch Frode se dio cuenta de que acababa de decir algo que tal vez hubiese sido mejor callar. «Me estoy haciendo viejo», pensó.

—Estaba pensando en voz alta. No me hagas caso —dijo, intentando tranquilizar a Mikael.

—¿Encargaste una investigación personal sobre mí?

—No es para montar un drama, Mikael. Queríamos contratarte y comprobamos qué tipo de persona eras.

—Así que ésa es la razón por la que Henrik Vanger siempre parece saber exactamente cómo voy a reaccionar. ¿Y se trataba de una investigación a fondo?

—Bastante.

—¿Tocó los problemas de Millennium?

Dirch Frode se encogió de hombros.

—Era un tema de actualidad.

Mikael encendió un cigarrillo. El quinto de ese día.

Advirtió que se estaba convirtiendo en una mala costumbre.

—¿Un informe? ¿Por escrito?

—Mikael, no le des tanta importancia.

—Quiero leerlo.

—Por favor, no tiene nada de raro. Simplemente queríamos saber más de ti antes de contratarte.

—Quiero leer ese informe —insistió Mikael.

—Sólo Henrik puede aprobar eso.

—¿Ah, sí? Vale, te lo diré de otra forma: quiero el informe dentro de una hora. Si no me lo das, me despido y cojo el tren para Estocolmo esta misma noche. ¿Dónde está?

Durante unos segundos Dirch Frode y Mikael Blomkvist se midieron las miradas. Luego Dirch Frode suspiró y bajó la vista.

—En el despacho de mi casa.

El caso Harriet Vanger constituía, sin duda, la historia más rara en la que Mikael Blomkvist se había involucrado jamás. En general, el último año, desde el momento en el que publicó el reportaje sobre Hans-Erik Wennerström, no había sido más que un largo viaje en montaña rusa, sobre todo la parte de caída libre. Y, al parecer, aún no había terminado.

Dirch Frode siguió poniendo trabas, de modo que hasta las seis de la tarde Mikael no tuvo el informe de Lisbeth Salander en sus manos. Estaba compuesto por unas ochenta páginas de investigación propiamente dicha y cien páginas más entre copias de artículos, certificados de notas, diplomas y otros documentos significativos de la vida de Mikael.

Resultaba extraño leer sobre uno mismo algo que más bien debía verse como la combinación de una autobiografía y un informe de los servicios de inteligencia. Mikael sintió cómo su asombro iba en aumento a medida que advertía la minuciosidad con la que estaba hecho el informe. Lisbeth Salander se había fijado en detalles que él creía enterrados para siempre en el vertedero de la historia. Había desenterrado la relación que tuvo con una mujer, en aquel entonces una fanática sindicalista y ahora política a tiempo completo. ¿Con quién diablos habría hablado? Había dado con los Bootstrap, su banda de rock, de la que a duras penas se acordaba ya nadie en la actualidad. Había analizado su situación económica hasta en el más mínimo detalle. Maldita sea, ¿cómo diablos lo habría hecho?

Como periodista, Mikael llevaba ya bastantes años dedicándose a recabar información sobre determinadas personas, así que pudo hacer una estimación estrictamente profesional del trabajo realizado. Para él, no cabía ninguna duda: Lisbeth Salander era un hacha investigando. Ni él mismo habría sido capaz de elaborar un informe semejante sobre una persona completamente desconocida.

Mikael también comprendió que nunca hubo razón alguna para que él y Erika mantuvieran una educada distancia en presencia de Henrik Vanger; el viejo ya estaba al tanto de su larga relación y del triángulo que formaban con Greger Beckman. Además, Lisbeth Salander había evaluado con una espeluznante precisión la situación de Millennium; Henrik Vanger conocía el mal momento por el que pasaba la revista cuando se puso en contacto con Erika y se ofreció como socio. ¿A qué estaba jugando, realmente, Henrik Vanger?

El caso Wennerström sólo era tratado superficialmente, pero al parecer Lisbeth Salander estuvo algún día entre el público del juicio. También se hacía preguntas sobre el extraño comportamiento de Mikael al negarse a hacer declaraciones durante la vista. Una tía lista, quien quiera que fuera.

Acto seguido, Mikael se incorporó sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Lisbeth Salander había escrito un breve pasaje anticipando el desarrollo de los acontecimientos después del juicio. Había reproducido, casi palabra por palabra, el comunicado de prensa que Erika y él emitieron cuando abandonó el puesto de editor jefe de la revista.

¡Pero es que Lisbeth Salander había usado el borrador original! Volvió a mirar la portada del informe. Databa de tres días antes de que Mikael Blomkvist tuviera la sentencia en sus manos. No era posible.

Aquel día, el comunicado de prensa sólo existía en un único sitio en todo el mundo: en el ordenador de Mikael. En su iBook, no en el ordenador con el que trabajaba en la redacción. El texto no había sido impreso. Ni siquiera Erika Berger tenía una copia, aunque hubiesen hablado del tema de modo general.

Mikael Blomkvist dejó lentamente sobre la mesa la investigación personal de Lisbeth Salander. Decidió no volver a encender ningún cigarrillo. En su lugar, se puso la cazadora y salió a pasear en la luminosa noche, una semana antes de Midsommar. Mientras meditaba, caminó tranquilamente por la orilla, a lo largo del estrecho, y pasó por delante de la casa de Cecilia Vanger y del ostentoso yate atracado delante del chalé de Martin Vanger. Finalmente, se sentó en una roca y observó los faros que centelleaban en la bahía de Hedestad. Sólo se podía extraer una conclusión.

—Has estado en mi ordenador, señorita Salander —se dijo en voz alta a sí mismo—. Eres una maldita hacker.