LIBRO DÉCIMO
LOS NIÑOS

I. Kolia Krasotkin

Principios de noviembre. Habían llegado a nuestra ciudad los once grados bajo cero y, con ellos, la tierra completamente helada. Por la noche había caído un poco de nieve seca sobre la tierra congelada y el viento «seco y penetrante»[1] la agitaba por las aburridas calles de nuestra ciudad y, sobre todo, por la plaza del mercado. La mañana era gris, pero había dejado de nevar. Cerca de la plaza, en las proximidades de la tienda de los Plótnikov, estaba la pequeña casa, muy limpita por dentro y por fuera, de la viuda del funcionario Krasotkin. El secretario provincial[2] Krasotkin había muerto hacía mucho, casi catorce años antes, pero su viuda, una dama que apenas pasaba de los treinta, bastante bonita todavía, vivía en la limpia casita, manteniéndose «de su propio capital». Vivía honrada y temerosamente, era de carácter dulce, pero bastante alegre. Había perdido al marido a los dieciocho años, cuando solo llevaban un año juntos y nada más darle un hijo. Desde entonces, desde el mismo día de su muerte, se había consagrado a la educación de su tesoro, de su Kolia, y, aunque lo había querido con locura catorce años, había conocido por su culpa, desde luego, considerablemente más sufrimientos que alegrías, y temblaba y se moría de miedo casi cada día pensando en que podía enfermar, resfriarse, hacer alguna travesura, trepar a una silla y caerse y otras cosas por el estilo. Cuando Kolia empezó a ir a la escuela, y después a los primeros cursos de nuestro gimnasio, a la madre le faltó tiempo para estudiar todas las ciencias con ánimo de ayudarlo y repasar con él las lecciones, y para conocer a los maestros y a sus mujeres; incluso trataba con cariño a los compañeros de Kolia, a los escolares, y los adulaba para que no lo tocaran, no se burlaran de él, no le pegaran. La cosa llegó al punto de que los chicos, de hecho, empezaron a burlarse de él llamándole niñito de mamá. El muchacho, no obstante, supo defenderse. Era un chico valiente, «terriblemente fuerte», como aseguraba un rumor que se extendió por la clase y que muy pronto se confirmó; era hábil, de carácter tenaz y espíritu audaz y emprendedor. Era buen estudiante e incluso se decía que en aritmética y en historia universal superaba al propio profesor Dardanélov. Pero el chico, aunque miraba a todos con altivez, con la frente alta, era un buen compañero y no era presumido. El respeto de los demás escolares lo aceptaba como algo merecido, pero se comportaba amistosamente. Lo principal era que tenía sentido de la medida, sabía contenerse en caso necesario y en su relación con sus superiores jamás había traspasado esa última línea sagrada más allá de la cual ya no se perdonan las transgresiones, sino que se tratan como desórdenes, revueltas o ilegalidades. Sin embargo, no estaba nada pero que nada en contra de hacer, en cuanto se presentaba la ocasión, travesuras propias de un niño pequeño, aunque no se trataba tanto de hacer travesuras como de enredar, de cometer alguna excentricidad, de despacharse a gusto, de deslumbrar, de hacerse notar. Tenía, sobre todo, mucho amor propio. Había conseguido incluso someter a su madre, comportándose como un déspota con ella. Ella se había sometido, oh, sí, hacía mucho que se había sometido, y lo único que no podía soportar era la idea de que su niño «no la quería lo suficiente». Tenía la continua sensación de que Kolia se mostraba «insensible» con ella, y había momentos en los que, deshecha en lágrimas histéricas, le reprochaba su frialdad. Al chico esto no le gustaba, y cuantas más demostraciones de cariño le exigían, más intratable se volvía, como a propósito. Pero no lo hacía a propósito, lo hacía sin querer: así era su carácter. Su madre estaba equivocada: él la quería mucho, simplemente no le gustaban las «ñoñerías», como decía él con su vocabulario de escolar. Había heredado de su padre un armario en el que se guardaban unos cuantos libros; a Kolia le gustaba leer y ya se había leído algunos. A su madre esto no le preocupaba, aunque a veces se quedaba extrañada de que el chico, en lugar de ir a jugar, se pasara las horas muertas con un libro junto al armario. De ese modo, Kolia leyó cosas que no se le debería haber permitido leer a su edad. Por lo demás, aunque el chico seguía sin querer traspasar la famosa línea en sus travesuras, últimamente éstas habían empezado a asustar seriamente a su madre: es verdad que no eran actos inmorales, pero sí temerarios, insensatos. Precisamente ese mismo verano, en julio, durante las vacaciones, se dio el caso de que la mamá y su hijo fueron una semana a otro distrito, a setenta verstas, a visitar a una pariente lejana cuyo marido trabajaba en la estación de ferrocarril (era esa estación cercana a nuestra ciudad desde la que Iván Fiódorovich Karamázov partiría hacia Moscú un mes después). Allí Kolia empezó a examinar con detalle el ferrocarril, a estudiar su funcionamiento, habiendo comprendido que, cuando regresara a casa, podía destacar por sus nuevos conocimientos entre los compañeros de su escuela. Pero precisamente coincidió con varios chicos con los que se entendió. Uno de ellos vivía en la estación, otros vivían cerca de allí, en total eran seis o siete muchachos de entre doce y quince años, dos de ellos de nuestra ciudad. Los chicos jugaban juntos y hacían algunas trastadas, hasta que, cuando llevaban cuatro o cinco días viéndose en la estación, estos atolondrados muchachitos se apostaron dos rublos de la forma más descabellada: en concreto, Kolia, que era casi el más pequeño de todos y por eso sufría cierto desdén de los mayores, se ofreció, ya fuera por amor propio o como consecuencia de una osadía insolente, a tumbarse boca abajo entre los raíles cuando se aproximara el tren de las once de la noche y quedarse allí inmóvil mientras el tren pasaba a todo vapor por encima de él. Cierto es que había hecho un examen previo y había concluido que, en efecto, era posible tumbarse entre los raíles y tenderse a lo largo bien pegado al suelo y que el tren, naturalmente, pasara sin rozar al que estuviera echado; pero, con todo, ¡a ver quién era el guapo que se tumbaba! Kolia no dio su brazo a torcer, y aseguró que él lo haría. Empezaron a reírse de él, le llamaron mentiroso, fanfarrón, pero así lo azuzaban más. Lo más importante era que esos quinceañeros habían presumido mucho delante de él y al principio ni siquiera habían querido considerarlo un «compañero», por ser pequeño, algo que resultaba insoportablemente ofensivo. El caso es que esa tarde resolvieron andar una versta desde la estación para que el tren, una vez lejos de ella, tuviera tiempo de coger velocidad. Se reunieron los chicos. Era una noche sin luna, no ya oscura, sino casi negra. A la hora acordada, Kolia se tendió entre los raíles. Los otros cinco que habían aceptado la apuesta esperaban, con el corazón parado, y finalmente asustados y arrepentidos, al pie del terraplén, en unos arbustos junto a las vías. Por fin el tren sonó a lo lejos mientras salía de la estación. En la oscuridad centellearon dos faros rojos, el monstruo retumbaba al acercarse. «¡Corre! ¡Sal de los raíles!», le gritaban a Kolia los chicos, muertos de miedo, desde los arbustos, pero ya era tarde: el tren llegó y pasó de largo a toda velocidad. Los chicos se lanzaron sobre Kolia, que yacía inmóvil. Empezaron a tirar de él, a intentar levantarlo. Kolia se levantó de repente y bajó del terraplén en silencio. Les dijo entonces que se había quedado tumbado como sin sentido a propósito, para asustarlos, pero la verdad era que había perdido el sentido realmente, como le reconocería a su madre mucho tiempo después. Y así fue como se aseguró la fama de «temerario» para siempre. Regresó a su casa en la estación pálido como el papel. Al día siguiente cayó enfermo, con ligeros escalofríos nerviosos, pero de ánimo estaba tremendamente feliz, alegre y contento. El suceso no se conoció de inmediato, sino ya en nuestra ciudad: se extendió por el gimnasio y llegó a oídos de la dirección. Pero enseguida la madre de Kolia corrió a suplicar por su hijo, y consiguió que el respetado e influyente profesor Dardanélov lo defendiera e intercediera por él, así que se echó tierra sobre el asunto, como si nunca hubiera sucedido. Dardanélov, un hombre soltero y aún joven, llevaba muchos años locamente enamorado de la señora Krasótkina, y hacía cosa de un año, de la forma más respetuosa y paralizado de miedo y delicadeza, se había atrevido a pedirle la mano; ella se negó categóricamente, convencida de que, si aceptaba, traicionaría a su hijo, si bien Dardanélov, por algunas señales misteriosas, se sentía, tal vez, con algún derecho a soñar con que no desagradaba del todo a la encantadora aunque en exceso casta y frágil viuda. La locura de Kolia parecía haber roto el hielo y, a cambio de su intercesión, el joven profesor obtuvo una insinuación de esperanza, bien es verdad que remota, pero el propio Dardanélov era un dechado de pureza y delicadeza y solo con eso tenía suficiente para ser plenamente feliz. Quería al chico, aunque habría considerado humillante halagarlo, y en clase lo trataba con severidad y exigencia. También Kolia guardaba una respetuosa distancia, se preparaba muy bien las lecciones, era el segundo alumno de la clase, se dirigía a él con frialdad y todos sus compañeros creían firmemente que estaba tan fuerte en historia universal que podía «derrotar» al mismísimo Dardanélov. Y, en efecto, Kolia le preguntó en una ocasión: «¿Quién fundó Troya?», a lo que Dardanélov respondió con generalidades sobre los pueblos, sus desplazamientos y migraciones, sobre la Antigüedad, la mitología, pero exactamente quién había fundado Troya, es decir, qué personas concretas, eso no pudo responderlo, e incluso encontró la pregunta, por alguna razón, vacía e insustancial. Pero los chicos se quedaron convencidos de que Dardanélov no sabía quién fundó Troya. En cambio Kolia había leído acerca de los fundadores de Troya en el Smarágdov[3] que se conservaba en el armario con libros que había heredado de su padre. Al final todos los chicos estaban interesados en saber exactamente quién había sido el fundador de Troya, pero Krasotkin no reveló su secreto y la fama de su saber se mantuvo incólume.

Después del suceso con el ferrocarril la relación entre Kolia y su madre sufrió cierta transformación. Cuando Anna Fiódorovna (la viuda de Krasotkin) se enteró de la hazaña de su hijito, por poco se vuelve loca del horror. Le dieron unos ataques de histeria que se prolongaron, aunque con intervalos, varios días y que fueron tan terribles que Kolia, realmente asustado, le dio su noble y sincera palabra de honor de que tales travesuras no volverían a repetirse. Juró de rodillas frente a un icono y juró por la memoria de su padre, como le exigió la señora Krasótkina; además el «valeroso» Kolia se echó a llorar como un niño de seis años, movido por «los sentimientos», y madre e hijo pasaron todo el día arrojándose el uno en brazos del otro y llorando temblorosos. Al día siguiente Kolia se despertó tan «insensible» como antes; no obstante, se volvió más callado y tímido, más severo y reflexivo. Es cierto que mes y medio más tarde ya había vuelto a meterse en una travesura y que su nombre llegó a ser conocido incluso por nuestro juez de paz, pero fue ya una travesura de otro estilo, una cosa tonta y divertida, y además resultó que no la había hecho él personalmente, sino que se había visto involucrado en ella. Pero ya hablaremos de eso más tarde. Su madre seguía temblando y sufriendo, y a medida que crecían sus inquietudes también lo hacían las esperanzas de Dardanélov. Hay que señalar que Kolia ya había descubierto y comprendía esta faceta de Dardanélov y, naturalmente, lo despreciaba por sus «sentimientos»; antes tenía incluso el poco tacto de manifestar ese desprecio delante de su madre, insinuándole indirectamente que comprendía cuáles eran las intenciones de su profesor. Pero después del incidente en el ferrocarril también cambió de actitud en ese aspecto: ya no se permitió más insinuaciones, ni siquiera las más vagas, y en presencia de su madre empezó a hablar con mayor respeto de Dardanélov, algo que inmediatamente comprendió la delicada Anna Fiódorovna con infinita gratitud en su corazón; aun así, ante la más mínima palabra sobre el maestro, aunque fuera puramente inadvertida, de algún visitante ocasional en presencia de Kolia, se ponía colorada de vergüenza como una rosa. En esos momentos Kolia miraba ceñudo por la ventana o examinaba si sus botas necesitaban un arreglo, o llamaba con furia a Perezvón, un perro tiñoso, peludo y bastante grande que había encontrado un mes antes, se había llevado a casa y que por alguna razón tenía escondido en las habitaciones, sin enseñárselo a ninguno de sus compañeros. Lo tiranizaba terriblemente, enseñándole toda clase de trucos y gracias, hasta tal punto que el perro aullaba cuando él se ausentaba para ir a clase, pero, cuando volvía, chillaba entusiasmado, saltaba como loco, se alzaba sobre sus patas traseras, se tiraba al suelo y se hacía el muerto y cosas así; en una palabra, hacía todos los trucos que él le había enseñado, pero ya no porque se lo exigieran, sino por el propio impulso de sus sentimientos entusiastas y de su agradecido corazón.

Por cierto, he olvidado mencionar que Kolia Krasotkin es el mismo chico al que Iliusha, conocido ya del lector, hijo del capitán asistente en la reserva Sneguiriov, pinchó con un cortaplumas en una cadera al salir en defensa de su padre, apodado «estropajo» por los escolares.

II. Los pequeños

Así pues, aquella mañana de noviembre gélida y húmeda Kolia Krasotkin estaba en casa. Era domingo y no había clase. Ya habían dado las once y no tenía más remedio que salir «por un asunto importantísimo», pero se había quedado solo en casa y, para colmo, al cuidado de ella, pues se había dado el caso de que todos los habitantes adultos se habían ausentado por una circunstancia urgente y peculiar. En la casa de la viuda Krasótkina, a través del zaguán de su propia vivienda se accedía a otra vivienda, alquilada, de dos habitaciones pequeñas, que ocupaba la mujer de un médico y sus dos hijos de corta edad. Esta señora tenía los mismos años que Anna Fiódorovna y era muy amiga suya. Hacía como un año que el médico se había marchado, primero a Orenburg y después a Taskent, y ya llevaba medio año sin noticias de él, por lo que, si la amistad con la señora Krasótkina no hubiera atenuado un poco la pena de la esposa abandonada, seguramente se habría consumido en llanto. Y, como remate de todas las calamidades del destino, la noche del sábado al domingo Katerina, la única criada de la mujer del médico, comunicó inesperadamente a su señora que se disponía a dar a luz a la mañana siguiente. Cómo había hecho para que nadie se hubiera dado cuenta hasta ese momento era casi un misterio. La estupefacta mujer del médico resolvió llevar a Katerina, mientras hubiera tiempo, a un establecimiento apropiado para esas situaciones que había montado una comadrona en nuestra ciudad. Como apreciaba mucho a la criada, se puso en marcha rápidamente, la llevó hasta allí y, además, se quedó con ella. Ya de mañana fue también necesaria, por alguna razón, la colaboración amistosa y la ayuda de la propia señora Krasótkina, que en este caso podía pedir algún favor y proporcionar cierto amparo. De ese modo, ambas señoras estaban fuera, mientras que la criada de la señora Krasótkina, Agafia, había ido al mercado y Kolia se había quedado un rato a cargo del cuidado y la vigilancia de los «polluelos», es decir, del niño y la niña de la mujer del médico, que se habían quedado solitos. A Kolia no le daba miedo vigilar la casa, además tenía a Perezvón, al que había ordenado que se quedara tumbado, «sin moverse», debajo del banco de la entrada y que, por eso mismo, cada vez que Kolia, en su deambular por las habitaciones, se asomaba a la entrada, meneaba la cabeza y daba con el rabo dos golpes fuertes y obsequiosos contra el suelo; pero ¡ay!, no se oía un silbido llamándolo. Kolia miraba amenazante al pobre perro y éste volvía a quedarse paralizado en su obediente rigidez. Pero si algo turbaba a Kolia eran únicamente los «polluelos». La imprevista aventura de Katerina la contemplaba, desde luego, con el más profundo de los desprecios, pero quería mucho a los huérfanos y ya les había llevado algún librito infantil. Nastia, la mayor, de ocho años, sabía leer y, al menor de los polluelos, el pequeño Kostia, de siete años, le gustaba mucho que Nastia le leyera. Naturalmente, Krasotkin podía haberlos entretenido de alguna forma más amena, por ejemplo, jugando con ellos a los soldados o al escondite por toda la casa. Esto ya lo había hecho antes en más de una ocasión y no le importaba hacerlo: de hecho una vez se difundió por la clase la noticia de que Krasotkin jugaba a los caballitos con sus pequeños inquilinos, que daba saltos y encorvaba la cabeza como un caballo de refuerzo, pero él rebatió orgulloso esta acusación haciendo ver que con sus coetáneos, con chicos de trece años, efectivamente sería vergonzoso jugar a los caballitos «en nuestra época», pero que él lo hacía para los «polluelos», porque los quería, y de sus sentimientos nadie iba a osar pedirle cuentas. Los dos «polluelos» lo adoraban, pero ese día él no estaba para juegos. Tenía por delante un asunto muy importante, y aparentemente casi secreto, mientras el tiempo pasaba y Agafia, con quien podría dejar a los niños, seguía sin querer regresar del mercado. Ya había cruzado varias veces el zaguán, abierto la puerta de sus inquilinos y echado un vistazo inquieto a los «polluelos», quienes, siguiendo sus órdenes, estaban leyendo y, cada vez que abría la puerta, lo recibían con una amplia sonrisa, con la esperanza de que entrara e hiciera alguna cosa bonita y divertida. Pero Kolia estaba inquieto y no entraba. Finalmente dieron las once y decidió firme y terminantemente que, si al cabo de diez minutos la «maldita» Agafia no había vuelto, se marcharía sin esperarla; claro que antes les haría prometer a los niños que no se iban a acobardar sin él, que no iban a hacer travesuras ni a llorar de miedo. Con esta idea empezó a ponerse el abrigo de invierno, guateado y con cuello de piel de foca, se colgó el bolso en bandolera y, a pesar de los continuos ruegos previos de su madre de que no saliera a la calle «con tanto frío» sin ponerse los chanclos, los miró con desdén al cruzar la entrada y salió solo con las botas. Al verlo vestido, Perezvón empezó a dar fuertes golpes en el suelo con el rabo, poniendo todo el cuerpo en tensión, y hasta empezó a emitir un aullido lastimero, pero Kolia, al observar la apasionada impaciencia de su perro, llegó a la conclusión de que eso podía relajar su disciplina y lo dejó un poquito más debajo del banco, y solo una vez que había abierto la puerta del zaguán le silbó. El perro se lanzó como loco y empezó a saltar de emoción delante de él. Kolia cruzó el zaguán y abrió la puerta de los «polluelos». Los dos estaban a la mesa, igual que antes, pero ya no leían, sino que discutían acaloradamente. Los niños discutían a menudo de toda clase de cuestiones polémicas de la vida cotidiana, aunque Nastia, al ser la mayor, siempre se salía con la suya; Kostia, por su parte, si no estaba de acuerdo con ella, normalmente apelaba al criterio de Kolia Krasotkin, y lo que éste decidiera se aceptaba como veredicto definitivo para ambas partes. Esta vez la discusión de los «polluelos» atrajo un tanto el interés de Krasotkin, que se quedó escuchando en la puerta. Los niños lo vieron y eso los llevó a continuar su disputa con más pasión.

—Nunca, nunca me podré creer —balbuceaba Nastia, encendida— eso de que las parteras se encuentran a los bebés en el huerto, entre los caballones de las coles. Ya estamos en invierno y no hay ni un solo caballón y la partera no habría podido traerle una niña a Katerina.

—¡Fiu! —silbó Kolia para sí.

—O a lo mejor es que se los traen de algún sitio, pero solo a las que están casadas.

Kostia miraba atentamente a Nastia, la escuchaba pensativo y le daba vueltas a lo que decía.

—Nastia, mira que eres boba —dijo al fin con firmeza y sin alterarse—, ¿cómo va a tener un niño Katerina si no está casada?

Nastia estaba terriblemente agitada.

—No te enteras de nada —le interrumpió irritada—, sí que puede tenerlos; tenía un marido, solo que está en la cárcel, por eso ha tenido un bebé.

—¿De verdad tiene el marido en la cárcel? —preguntó gravemente Kostia, siempre serio.

—O mira —le interrumpió Nastia precipitadamente, descartando y olvidándose por completo de su primera teoría—, no tiene marido, ahí tienes tú razón, pero quiere casarse y empezó a pensar en cómo casarse y no hacía más que pensarlo y pensarlo y lo ha pensado tanto que, en lugar de tener marido, ha tenido un hijo.

—A lo mejor —accedió Kostia, ya completamente convencido—, pero eso no me lo habías dicho antes, yo no podía saberlo.

—Bueno, pequeños —dijo Kolia, entrando en el cuarto y acercándose a ellos—, ¡ya veo que sois gente peligrosa!

—¿Está Perezvón con usted? —Kostia esbozó una gran sonrisa y empezó a chasquear los dedos y a llamar al perro.

—Polluelos, estoy en un apuro —empezó Krasotkin dándose aires— y vosotros tenéis que ayudarme; Agafia ha debido de romperse una pierna porque aún no ha aparecido, está clarísimo, y yo tengo que irme sin falta. ¿Dejáis que me retire?

Los niños intercambiaron miradas de inquietud, sus caras sonrientes empezaron a expresar preocupación. Por lo demás, no habían entendido muy bien qué se esperaba de ellos.

—Mientras no esté no vais a hacer travesuras, ¿verdad? No vais a subiros a un armario ni a romperos una pierna, ni os pondréis a llorar cuando estéis solos.

El semblante de los niños expresaba una angustia terrible.

—Y así yo podría enseñaros una cosita, el cañoncito de cobre, ese que dispara pólvora de verdad.

Las caras de los niños se iluminaron al instante.

—Enséñenos el cañoncito —dijo Kostia, radiante.

Krasotkin metió la mano en su bolsa, sacó un cañoncito pequeño de cobre y lo dejó en la mesa.

—¡Muy bien, ya os lo enseño!… Mira, con ruedas y todo —hizo rodar el juguete por la mesa—, y puede disparar. Se carga con perdigones y dispara.

—Y ¿puede matar?

—Puede matar a cualquiera, solo hay que apuntar. —Y Krasotkin les explicó al detalle dónde poner la pólvora, dónde introducir los perdigones, les mostró el pequeño orificio para el cebo y les contó que tenía retroceso. Los niños le escuchaban con gran curiosidad. Su imaginación se excitó sobre todo con la idea del retroceso.

—¿Tiene usted pólvora? —preguntó Nastia.

—Sí.

—Enséñenos también la pólvora —pidió, alargando las palabras, con una sonrisa de súplica.

Krasotkin volvió a rebuscar en la bolsa y sacó un frasquito pequeño lleno de pólvora auténtica, y en un papel doblado había unos pocos perdigones. Incluso les abrió el frasquito y se echó un poco de pólvora en la mano.

—Aquí está, pero que no haya fuego cerca, porque, de haberlo, explotaría y nos mataría a todos —advirtió Krasotkin para impresionarlos.

Los niños examinaban la pólvora con temor reverencial, lo que intensificaba el disfrute. Pero a Kostia le gustaron más los perdigones.

—Y ¿los perdigones no arden?

—No, los perdigones no arden.

—Regáleme algunos —dijo con vocecita suplicante.

—Te regalaré algunos, toma, pero no se los enseñes a tu madre hasta que yo vuelva, porque pensará que es pólvora y se morirá del susto, y a vosotros os sacudirá.

—Mamá nunca nos pega con una vara —le hizo ver Nastia al instante.

—Lo sé, solo lo he dicho para que quedara bonito. Y vosotros nunca mintáis a mamá, solo por esta vez, y hasta que yo vuelva. Entonces, polluelos, ¿puedo irme o no? ¿Vais a llorar de miedo sin mí?

—Va-vamos… a llo… a llo-llorar… —gimoteaba Kostia, a punto de echarse a llorar.

—Lloraremos, ¡claro que lloraremos! —confirmó asustada Nastia, hablando atropelladamente.

—¡Ay, niños, niños, qué peligrosa es vuestra edad![4] No hay nada que hacer, cachorrillos, tendré que quedarme con vosotros a saber hasta cuándo. Y es la hora, es la hora, ¡uf!

—Dígale a Perezvón que se haga el muerto —le pidió Kostia.

—Qué se le va a hacer, habrá que recurrir a Perezvón. ¡Ici, Perezvón! —Y Kolia se puso a dar órdenes al perro y éste empezó a hacer todo lo que sabía. Era un perro peludo del tamaño de un chucho callejero corriente, con el pelo como lila grisáceo. Era tuerto del ojo derecho y tenía un tajo en la oreja izquierda, a saber por qué. Gañía y saltaba, se alzaba sobre las patas traseras, caminaba sobre ellas, se tumbaba con las cuatro patas hacia arriba y se quedaba inmóvil, como muerto. Mientras estaba haciendo este último truco se abrió la puerta y Agafia, la gruesa criada de la señora Krasótkina, una mujer de unos cuarenta años, con la cara picada, apareció en el umbral, volviendo del mercado con un cucurucho de papel lleno de provisiones. Se quedó quieta y, sujetando el cucurucho con la mano izquierda, se puso a mirar al perro. Kolia, a pesar de lo que había esperado a Agafia, no interrumpió la representación, aguantó el tiempo preciso a Perezvón y, finalmente, le silbó: el perro se levantó rápidamente y empezó a saltar de alegría por haber cumplido su deber.

—Caramba con el perro —dijo Agafia en tono sentencioso.

—Y tú, mujer, ¿cómo llegas tan tarde? —preguntó Krasotkin, amenazante.

—Mujer, ¡valiente mocoso!

—¿Mocoso?

—Sí, mocoso. Mucho te importará a ti si llego tarde; y, si llego tarde, es porque me ha hecho falta —farfulló Agafia, que se afanaba ya junto a la estufa, pero su voz no sonaba disgustada o enfadada, sino, por el contrario, muy satisfecha, como si se alegrara de tener ocasión de bromear con el jovial señorito.

—Escucha, vieja frívola —empezó Krasotkin levantándose del diván—, ¿puedes jurarme por todo lo sagrado de este mundo, y por algo más, que vas a vigilar incansablemente a los polluelos en mi ausencia? Tengo que salir.

—Y ¿por qué iba yo a jurarte nada? —se reía Agafia—. De todos modos los iba a vigilar.

—No, tienes que jurar por la salvación eterna de tu alma. Si no, no me iré.

—Pues no te vayas. A mí qué más me da, en la calle hace muchísimo frío, quédate en casa.

—Polluelos —Kolia se dirigió a los niños—, esta mujer se quedará con vosotros hasta que yo llegue o hasta que llegue vuestra madre, porque ella también tendría que haber vuelto hace mucho. Y, sobre todo, os dará algo de comer. ¿Lo harás, Agafia?

—Es posible.

—Hasta luego, cachorrillos, me voy con el corazón tranquilo. Y tú, abuela —dijo a media voz y con gravedad al pasar junto a Agafia—, espero que no empieces a contar tus absurdas mentiras de siempre sobre Katerina, ten piedad de la edad infantil. ¡Ici, Perezvón!

—¡No quiero ni verte! —le gruñó Agafia, esta vez ya enfadada—. ¡Será ridículo! Habría que sacudirle por hablar así.

III. El escolar

Pero Kolia ya no la oía. Por fin podía marcharse. Al salir a la calle, miró a su alrededor, se encogió de hombros y, diciendo: «¡Mucho frío, bah!», bajó todo recto por la calle y después torció a la derecha por una calleja hacia la plaza del mercado. Al llegar a la última casa antes de la plaza, se detuvo junto al portalón, se sacó del bolsillo un silbato y silbó con todas sus fuerzas, como haciendo una señal convenida. No tuvo que esperar ni un minuto, de pronto salió corriendo por la cancela un chico de mejillas coloradas, de unos once años, vestido también con un abriguito grueso, limpio y hasta elegante. Era Smúrov, que estaba en el curso preparatorio —Kolia Krasotkin estaba dos cursos por encima—, hijo de un funcionario acomodado y al que, por lo visto, sus padres no permitían juntarse con Krasotkin, con esa fama suya de pillo temerario, así que era evidente que Smúrov había salido a escondidas. Este Smúrov era, por si lo ha olvidado el lector, uno de los del grupo de muchachos que dos meses antes había estado tirándole piedras por encima de una zanja a Iliusha, sobre el cual habló luego a Aliosha Karamázov.

—Llevo esperándole una hora, Krasotkin —dijo Smúrov con aire resuelto, y los chicos echaron a andar hacia la plaza.

—Me han entretenido —respondió Krasotkin—. Las circunstancias. ¿No van a sacudirte por estar conmigo?

—Bueno, ya basta, ¿cuándo me han sacudido a mí? ¿Viene también Perezvón?

—Sí, ¡también viene!

—Y ¿también lo lleva allí?

—Sí, también lo llevo.

—Ay, ojalá estuviera Zhuchka.

—Eso es imposible. Zhuchka no existe. Zhuchka desapareció en las tinieblas de lo desconocido.

—Ay, ¿y no podríamos…? —Smúrov se interrumpió de repente—. Iliusha dice que Zhuchka también era peludo y que también era gris como el humo, igual que Perezvón, ¿no podemos decirle que éste es Zhuchka? A lo mejor se lo cree.

—Desprecia la mentira, escolar, lo primero; aunque sea por una buena obra, lo segundo. Y, lo más importante, espero que no hayas dicho nada de que voy.

—Dios me libre, yo sé lo que me hago. Pero a él no vas a consolarlo con Perezvón —suspiró Smúrov—. ¿Sabes una cosa? Su padre, el capitán, el del estropajo, nos ha dicho que hoy le va a llevar un cachorrito, un mediolano[5] auténtico de morro negro; cree que así va a consolar a Iliusha, pero yo no lo veo así.

—Y ¿cómo está él, Iliusha?

—¡Ay, mal, mal! Creo que tiene tisis. Está consciente, pero respira así así, no respira nada bien. El otro día pidió dar un paseo, le pusieron las botas, echó a andar y se cayó. «¡Ay! —dijo—. Ya te había dicho, papá, que estas botas mías son malas, que están viejas, antes también me costaba andar con ellas.» Eso es lo que él se cree, que se cayó por culpa de las botas, pero fue porque está débil. No sobrevivirá una semana. Lo está tratando Herzenstube. Otra vez son ricos, tienen mucho dinero.

—Sinvergüenzas.

—¿Quiénes?

—Los médicos, toda esa canalla médica, hablando en general y, naturalmente, en particular. Rechazo la medicina. Es una institución inútil. De todos modos, voy a investigar todo eso. Y ¿qué es ese sentimentalismo que os ha entrado a todos? Tengo entendido que vais todos los de la clase a verlo.

—Todos no, cada día vamos unos diez de nosotros. No tiene importancia.

—Me sorprende el papel de Alekséi Karamázov en todo esto: mañana o pasado mañana van a juzgar a su hermano por semejante crimen, y él todavía tiene tiempo para estas sensiblerías de críos.

—Aquí no hay ninguna sensiblería. Tú mismo vas a hacer las paces con Iliusha.

—¿Hacer las paces? Qué expresión más ridícula. Por cierto que no permito que nadie analice mi proceder.

—¡Y lo que se va a alegrar Iliusha cuando te vea! Ni se imagina que vienes. ¿Por qué has tardado tanto? —exclamó Smúrov con ardor.

—Querido niño, eso es asunto mío, no tuyo. Yo voy por iniciativa propia, porque ésa es mi voluntad, y a todos vosotros os ha arrastrado Alekséi Karamázov, hay una diferencia. Además, ¿cómo lo sabes? Puede que no vaya a hacer las paces. Qué expresión más tonta.

—No ha sido Karamázov, en absoluto ha sido él. Simplemente algunos empezamos a ir por allí por nuestra cuenta, al principio con Karamázov, desde luego. Pero no ha habido nada de eso, ninguna de esas tonterías. Primero fue uno, luego otro. Su padre se ponía muy contento al vernos. ¿Sabes?, se va a volver loco si Iliusha se muere. Ve que se va a morir. Y por eso se alegra de que hayamos hecho las paces con Iliusha. Iliusha ha preguntado por ti, y no ha dicho nada más. Solo pregunta y luego se calla. Y su padre se va a volver loco o se va a colgar. Ya antes no tenía un comportamiento muy normal. ¿Sabes?, es un hombre noble, lo de entonces fue un error. Ese parricida tiene la culpa de todo, por pegarle.

—Aun así, Karamázov es un misterio para mí. Podía haberlo conocido hace mucho, pero en ciertos casos me gusta ser orgulloso. Además, me he formado cierta opinión de él que todavía tengo que confirmar y esclarecer.

Kolia se calló, muy serio. También Smúrov. Éste, naturalmente, veneraba a Kolia Krasotkin y no se atrevía ni a pensar en compararse con él. En ese momento tenía mucha curiosidad, porque Kolia había aclarado que iba «por iniciativa propia», de modo que tenía que haber algún misterio en el hecho de que de repente se le hubiera ocurrido ir justamente ese día. Caminaban por la plaza del mercado, donde esta vez había muchos carros venidos de fuera y muchas aves a la venta. Bajo los tejadillos, mujeres de la ciudad vendían roscas de pan, hilos y demás. En nuestra ciudad, a estas reuniones dominicales las llaman ingenuamente ferias, y hay un montón de ferias así a lo largo del año. Perezvón se lo estaba pasando en grande, corriendo y desviándose a derecha e izquierda para olfatear cualquier cosa. Cuando se encontraba con otros perros, los olisqueaba con singulares ganas, siguiendo todas las reglas perrunas.

—Me gusta observar el realismo, Smúrov —dijo Kolia de repente—. ¿Te has fijado en cómo se saludan y olisquean los perros? Es como una ley común de su naturaleza.

—Sí, es gracioso.

—No es gracioso, en eso te equivocas. En la naturaleza no hay nada gracioso, por mucho que se lo parezca al hombre con sus prejuicios. Si los perros pudiesen razonar y criticar, seguramente encontrarían tantas cosas graciosas para ellos, cuando no bastantes más, en las relaciones sociales de las personas, de sus amos… cuando no bastantes más, y lo repito porque estoy convencido de que nosotros hacemos bastantes más tonterías. Ésta es una idea de Rakitin, una idea admirable. Yo soy socialista, Smúrov.

—¿Qué es eso de socialista? —preguntó Smúrov.

—Eso es que todos somos iguales, la propiedad es de todos en común, no hay matrimonios, y cada uno tiene la religión y todas las leyes que le parecen bien, y así con todo. Tú aún eres pequeño para esto, es pronto para ti. Hace frío, por cierto.

—Sí, doce grados.[6] Hace nada mi padre ha mirado el termómetro.

—Y ¿te has dado cuenta, Smúrov, de que en pleno invierno, con quince e incluso con dieciocho grados, parece que no hace tanto frío como por ejemplo ahora, a principios, cuando cae una helada de repente, sin avisar, y bajamos hasta los doce grados, como ahora, que todavía hay poca nieve? Eso quiere decir que la gente aún no se ha acostumbrado. Para la gente todo es cuestión de costumbre, todo, incluso las relaciones políticas y estatales. La costumbre es su principal motor. Qué tipo tan gracioso, por cierto.

Kolia señalaba a un campesino alto con una zamarra larga de piel de oveja, de rostro bondadoso, que estaba al lado de su carreta dando palmadas para combatir el frío, con las manos enfundadas en manoplas. Su larga barba castaña estaba toda cubierta de escarcha.

—¡Al campesino se le ha congelado la barba! —gritó Kolia con descaro al pasar por delante.

—A muchos se les ha congelado —le respondió tranquila y sentenciosamente el campesino.

—No lo provoques —dijo Smúrov.

—No pasa nada, no va a enfadarse, es buena persona. Adiós, Matvéi.

—Adiós.

—¿De veras te llamas Matvéi?

—Sí, ¿no lo sabías?

—No, lo he dicho al azar.

—Mira tú qué cosas. Sois escolares, claro.

—Sí.

—¿Y qué? ¿Te sacuden bien?

—No mucho, a veces.

—¿Duele?

—Pues ¡claro!

—¡Ay, qué vida ésta! —suspiró el aldeano de todo corazón.

—Adiós, Matvéi.

—Adiós. Eres un buen chico, ya lo sabes.

Los chicos continuaron su camino.

—Es un buen hombre —le dijo Kolia a Smúrov—. Me gusta hablar con el pueblo y siempre me alegra hacerle justicia.

—¿Por qué le has mentido con lo de que nos pegan? —preguntó Smúrov.

—Había que consolarlo.

—Y ¿cómo?

—Mira, Smúrov, no me gusta que me hagan tantas preguntas cuando no se entienden las cosas a la primera. Hay cosas que no se pueden explicar. Ese aldeano piensa que a los escolares les pegan y que ha de ser así: ¿qué clase de escolar es uno al que no pegan? Y, si yo le digo que no nos pegan, se quedará triste. Pero, bueno, tú no lo entiendes. Hay que saber hablar con el pueblo.

—Pero no los provoques, por favor, o tendremos otra historia como la de aquel ganso.

—¿Es que tienes miedo?

—No te rías, Kolia, claro que tengo miedo, por Dios. Mi padre se enfadará muchísimo. Tengo terminantemente prohibido juntarme contigo.

—No te preocupes, esta vez no va a pasar nada. Hola, Natasha —le gritó a una de las vendedoras de los tejadillos.

—Pero ¿qué dices de Natasha? Soy Maria —le respondió a voces la vendedora, una mujer nada vieja.

—Qué bien que seas Maria, ¡adiós!

—Anda, diablillo, si no levantas un palmo del suelo.

—No tengo tiempo, no tengo tiempo ahora para ocuparme de ti, ya me lo cuentas el próximo domingo. —Kolia hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si fuera la mujer quien lo había importunado y no al revés.

—¿Cómo que ya te lo cuento el domingo? Has empezado tú, no yo, mal bicho —se desgañitaba Maria—, deberían darte una buena tunda, menudo deslenguado.

Se empezaron a oír risas entre las vendedoras de los puestecitos próximos al de Maria. De repente, y sin venir a cuento, de la galería donde estaban los puestos municipales salió un hombre muy enojado; parecía un tendero, pero no era un vendedor de la ciudad, sino uno de fuera; vestía un caftán azul de faldón largo y gorra de visera, era joven, con rizos castaño oscuro y cara alargada, pálida, un poco picada. Era presa de una agitación estúpida y al momento empezó a amenazar a Kolia con el puño.

—¡Sé quién eres! —exclamaba enojado—. ¡Sé quién eres!

Kolia se quedó mirándolo fijamente. No podía recordar si había tenido alguna pelea con ese hombre. No eran pocas las peleas que había tenido en la calle, era imposible recordarlas todas.

—¿Lo sabes? —le preguntó irónico.

—¡Sé quién eres! ¡Sé quién eres! —insistía como un tonto el comerciante.

—Mejor para ti. Bueno, no tengo tiempo, ¡adiós!

—¿Ya estás con tus diabluras? —empezó a gritar el comerciante—. ¿Otra vez con tus diabluras? ¡Te conozco! ¿Otra vez con tus diabluras?

—Ahora, hermano, no es asunto tuyo si yo hago o no hago diabluras —dijo Kolia, deteniéndose y sin dejar de mirarlo.

—¿Cómo que no es asunto mío?

—No, no lo es.

—¿Y de quién, eh? ¿De quién? Vamos, ¿de quién es?

—Hermano, ahora es asunto de Trifon Nikítich, y no tuyo.

—¿Qué Trifon Nikítich? —El joven se quedó mirando a Kolia con una estúpida expresión de sorpresa, aunque todavía alterado. Kolia, muy serio, lo midió con la mirada.

—¿Has ido a la Ascensión? —le preguntó de repente, severo y resuelto.

—¿A qué Ascensión? ¿Para qué? No, no he ido. —El joven empezaba a desconcertarse.

—¿Conoces a Sabanéiev? —continuó Kolia, aún más severo y resuelto.

—¿Qué Sabanéiev? No, no lo conozco.

—¡Vete al diablo, entonces! —cortó de repente el muchacho y, girando a la derecha con brusquedad, siguió rápidamente su camino como si despreciara hablar con alguien tan bruto que ni siquiera conocía a Sabanéiev.

—¡Oye, espera! ¿Quién es ese Sabanéiev? —El joven reaccionó, empezaba a alterarse de nuevo—. ¿De quién está hablando? —se dirigió a las vendedoras mirándolas con aire estúpido.

Las mujeres rompieron a reír.

—Un chiquillo retorcido —dijo una.

—Pero ¿quién es ese Sabanéiev, quién? —repetía frenético el joven, agitando la mano derecha.

—Ah, debe de ser el Sabanéiev que sirvió en casa de los Kuzmichov, sí, ése debe de ser —aventuró una de las mujeres.

El joven la miró con expresión salvaje.

—¿De los Kuzmichov? —repitió otra mujer—. Pero ése no es Trifon. Ése se llama Kuzmá, no Trifon, y el chaval ha dicho Trifon Nikítich, así que no es él.

—Mira, no es ni Trifon ni Sabanéiev, es Chizhov —apuntó de pronto una tercera que hasta entonces había estado escuchando en silencio, pero atenta—, Alekséi Iványch se llama. Alekséi Ivánovich Chizhov.

—Ése es, sí, Chizhov —confirmó una cuarta.

El perplejo joven miraba ahora a la una, ahora a la otra.

—Pero, buenas mujeres, ¿para qué me lo ha preguntado, para qué? —exclamaba ya casi con desesperación—. «¿Conoces a Sabanéiev?» ¡A saber quién demonios es ese Sabanéiev!

—Pero ¡serás torpe! ¿No te están diciendo que no es Sabanéiev, sino Chizhov, Alekséi Ivánovich Chizhov? ¡Ése es! —le dijo, con un grito imponente, una de las vendedoras.

—¿Qué Chizhov? ¿Quién es? Dímelo si lo sabes.

—Uno alto, que estaba siempre moqueando; tuvo un puesto en el mercado el año pasado.

—Pero, buenas mujeres, ¿para qué diantres necesito yo a ese Chizhov?

—Y ¿cómo quieres que sepa para qué necesitas tú a Chizhov?

—Aquí nadie sabe para qué —intervino otra mujer—; tú sabrás para qué lo necesitas, ya que armas tanto escándalo. Además, te lo ha dicho a ti, no a nosotras; ¡serás bobo! Pero ¿de verdad no lo conoces?

—¿A quién?

—A Chizhov.

—¡Al diablo con vuestro Chizhov, y tú con él! Voy a darle una buena tunda, eso es lo que voy a hacer. ¡Se ha burlado de mí!

—¿Vas a darle una tunda a Chizhov? ¡Te la dará él a ti! ¡Menudo bobo!

—No, no, a Chizhov no; ¡qué mujer más mala y más dañina! A ese chico se la voy a dar, ya verás. Traédmelo, traédmelo aquí, ¡se ha burlado de mí!

Las mujeres reían a carcajadas. Pero Kolia ya estaba lejos, andando a buen paso con rostro victorioso. Smúrov iba a su lado, de vez en cuando se volvía a mirar al grupo que gritaba a lo lejos. Él también se había divertido de lo lindo, aunque todavía temía que Kolia pudiera meterse en otro lío.

—¿Por qué Sabanéiev le has preguntado? —le dijo a Kolia, presintiendo la respuesta.

—¡Yo qué sé! Ahora estarán dando voces hasta la tarde. Me gusta sacudir a los tontos de todas las capas de la sociedad. Mira, ahí tenemos a otro bruto, ese aldeano. Fíjate, dicen que «no hay nada más tonto que un francés tonto», pero también la fisonomía rusa revela muchas cosas. O ¿es que ese campesino no lleva escrito en la cara que es un idiota, eh?

—Déjalo tranquilo, Kolia, pasemos de largo.

—Por nada del mundo lo dejo, ahora que he empezado. ¡Eh, buenos días, campesino!

El robusto aldeano que pasaba despacio a su lado y que, a todas luces, ya había bebido, de cara redonda y simplona y barba canosa, levantó la cabeza y miró al chico.

—Buenos días, si no estás de broma —le respondió sin prisas.

—¿Y si estoy de broma? —Kolia se echó a reír.

—Pues si estás de broma, estás de broma, ve con Dios. No pasa nada, bien puede ser. Siempre es posible estar de broma.

—Discúlpame, hermano, estaba de broma.

—Bueno, Dios te perdonará.

—¿Y tú me perdonas?

—No sabes cuánto te perdono. Y ahora vete.

—Hay que ver, parece que eres un campesino inteligente.

—Más inteligente que tú —respondió el aldeano de forma inesperada, pero igual de serio.

—No creo. —Kolia se quedó un tanto perplejo.

—Te digo la verdad.

—Es muy posible.

—Claro que sí, hermano.

—Adiós, buen hombre.

—Adiós.

—Hay aldeanos y aldeanos —le comentó Kolia a Smúrov tras un momento de silencio—. ¿Cómo podía saber que iba a dar con uno tan listo? Siempre estoy dispuesto a admitir la inteligencia en el pueblo.

Lejos, el reloj de la catedral dio las once y media. Los muchachos se apresuraron y el resto del camino, aún largo, que les quedaba hasta la casa del capitán asistente lo hicieron deprisa y casi sin hablar. A veinte pasos de la casa, Kolia se detuvo y le ordenó a Smúrov que se adelantara y le dijera a Karamázov que saliera.

—Hay que olfatearse previamente —le dijo.

—Pero ¿para qué quieres que salga? —Smúrov empezó a poner objeciones—. Entra y ya está, se alegrarán mucho de verte. ¿Qué es eso de conocerse aquí fuera con tanto frío?

—Yo sé bien para qué necesito que sea aquí, con el frío —le interrumpió despótico Kolia (le encantaba hacer esto con los «pequeños») y Smúrov corrió a cumplir con lo ordenado.

IV. Zhuchka

Con semblante serio, Kolia se apoyó en la valla y se dispuso a esperar la llegada de Aliosha. Sí, hacía tiempo que quería conocerlo. Había oído hablar muchísimo de él a los chicos, pero hasta ahora siempre había mostrado un aire de indiferencia despectiva cada vez que le hablaban de Aliosha, e incluso lo «criticaba» mientras oía lo que le contaban. Pero en su fuero interno tenía muchas, muchas ganas de conocerlo: había algo simpático y atrayente en todos los relatos que había oído sobre Aliosha. Así que aquél era un momento importante; en primer lugar, tenía que mostrar su mejor cara, demostrar independencia: «Si no pensará que tengo trece años y me tomará por un chiquillo más. Pero ¿qué verá él en esos chiquillos? Se lo preguntaré cuando nos hayamos conocido. Pero qué rabia ser tan bajo de estatura. Túzikov es más joven que yo, y me saca media cabeza. De todos modos, tengo cara inteligente; no soy guapo, lo sé, tengo una cara desagradable, aunque inteligente. Tampoco conviene ser demasiado expansivo, porque, como empiece con los abrazos, va a creerse… ¡Fu, vaya un asco como se piense…!».

Así de inquieto estaba Kolia mientras intentaba con todas sus fuerzas aparentar independencia. Lo que más lo atormentaba era su estatura, no tanto su cara «desagradable» como su estatura. En su casa, en un rincón, había una señal de lápiz en la pared hecha el año anterior, con la que había marcado su altura; desde entonces cada dos meses volvía a medirse nervioso: ¿cuánto había crecido? Pero ¡ay!, había crecido poquísimo, lo que a veces le causaba verdadera desesperación. En cuanto a su cara, en absoluto era «desagradable», al contrario, era bastante agraciada, blanca, pálida, con pecas. Sus ojos grises, pequeños pero vivos, miraban con valentía y a menudo brillaban emocionados. Tenía los pómulos un poco anchos, los labios pequeños, no muy gruesos pero muy rojos; la nariz pequeña y resueltamente respingona: «¡Completamente chata! ¡Completamente chata!», farfullaba para sí Kolia cuando se miraba al espejo, y siempre se apartaba de él indignado. «¿De verdad tengo cara inteligente?», dudaba a veces. Por lo demás, no se debe suponer que la preocupación por su cara y su altura absorbiera toda su alma. Al contrario, por muy hirientes que fueran esos minutos frente al espejo, se olvidaba de ellos rápidamente y por mucho tiempo, «totalmente entregado a las ideas y a la vida real», como él mismo definía sus actividades.

Aliosha apareció enseguida y se acercó a Kolia a toda prisa; ya a pocos pasos éste pudo ver que la cara de Aliosha era de completa alegría. «¿Será posible que se alegre tanto de verme?», pensó encantado. Señalaremos aquí, por cierto, que Aliosha había cambiado mucho desde el momento en que lo dejamos: se había quitado el hábito y ahora llevaba una levita de impecable hechura, un sombrero blando redondo y el pelo muy corto. Todo esto le favorecía mucho y se le veía muy guapo. Su encantadora cara estaba siempre alegre, pero era una alegría serena y tranquila. Para sorpresa de Kolia, Aliosha salió a verlo tal y como estaba dentro de la casa, sin abrigo; era evidente que había salido a toda prisa. Le tendió la mano a Kolia.

—Por fin está aquí, cuánto le hemos esperado todos.

—Tenía mis motivos y ahora los sabrá. En cualquier caso, me alegro de conocerle. Hacía tiempo que esperaba este momento, he oído hablar mucho de usted —balbuceó Kolia sofocándose un poco.

—Nos habríamos conocido de todas formas, yo también he oído hablar de usted, pero lo que es aquí se ha hecho esperar.

—Dígame, ¿cómo está?

—Iliusha está muy mal, morirá irremediablemente.

—¡Qué me dice! Estará de acuerdo conmigo, Karamázov, en que la medicina es una bajeza —exclamó Kolia con pasión.

—Iliusha le nombra a menudo, muy a menudo, incluso en sueños, ¿sabe?, cuando delira. Está claro que antes le quería mucho… antes del incidente… con el cortaplumas. Tiene que haber algún otro motivo… Dígame, ¿ese perro es suyo?

—Sí, Perezvón.

—¿No será Zhuchka? —Aliosha miró con pena a Kolia a los ojos—. Entonces, ¿ése ha desaparecido?

—Sé que a todos les habría gustado que fuese Zhuchka, he oído toda la historia, señor. —Kolia sonrió enigmáticamente—. Mire, Karamázov, voy a explicarle todo el caso; precisamente para eso he venido y le he llamado, para explicarle de antemano la situación antes de entrar —empezó animadamente—. Verá, Karamázov, en primavera Iliusha empezó el curso preparatorio. Bueno, ya sabe lo que es nuestro preparatorio: niños, chiquillería. Enseguida empezaron a incordiar a Iliusha. Yo estoy dos cursos por encima y, naturalmente, todo esto lo veo en la distancia, desde fuera. Veo que es un niño pequeño, debilucho, pero que no se somete, incluso se pelea con ellos, es orgulloso, los ojos le brillan. Me gusta la gente así. Pero ellos van a más. Lo peor es que entonces solo tenía un trajecillo birrioso, los pantalones le quedaban cortos y las botas pedían a gritos un arreglo. También se metían con él por eso. Lo humillaban. No, eso ya no me gusta, intervine al instante, les dije un par de cosas bien dichas. Yo les pego, y ellos me adoran, ¿lo sabía, Karamázov? —se jactó efusivamente—. En general me gustan los niños. En casa siempre tengo a dos polluelos subidos encima, hoy mismo me han entretenido. De ese modo, dejaron de pegar a Iliusha y yo lo tomé bajo mi protección. Veía que era un chico orgulloso, de verdad se lo digo, era orgulloso, pero acabó sometiéndose como un esclavo, cumplía la más mínima de mis órdenes, me obedecía como a un dios, intentaba imitarme. En los descansos entre clase y clase venía corriendo a verme y dábamos un paseo juntos. También los domingos. En nuestro gimnasio se ríen cuando uno de los mayores se hace amigo de un pequeño, pero eso es un prejuicio. A mí me apetecía y punto, ¿no es verdad? Yo le enseñaba, hacía que se desarrollase… Dígame, ¿por qué no podía procurar su desarrollo si el chico me agradaba? Usted, por ejemplo, Karamázov, se ha hecho amigo de todos esos chiquillos, y eso significa que quiere influir en la generación joven, contribuir a su desarrollo, serles útil. Y reconozco que ese rasgo de su carácter, que conozco de oídas, es el que más me ha interesado. Bueno, al grano: notaba que en el chico se estaba desarrollando cierta sensiblería, cierto sentimentalismo y, ¿sabe?, soy un enemigo declarado de cualquier ñoñería ya desde que nací. Y además veía sus contradicciones: era orgulloso pero estaba entregado a mí como un esclavo; estaba entregado como un esclavo, pero, de repente, los ojos empezaban a brillarle y se negaba en redondo a ponerse de acuerdo conmigo, no hacía más que discutir, se subía por las paredes. A veces le exponía algunas ideas, y él no es que estuviera en desacuerdo con esas ideas, sino que sencillamente yo veía que se estaba revolviendo personalmente contra mí, porque yo respondía con frialdad a sus muestras de cariño. Total que, para que madurara, cuanto más cariñoso era él, más frío me volvía yo, lo hacía a propósito, estaba convencido de que era lo mejor. Tenía intención de disciplinar su carácter, moldearlo, forjar un hombre… y, bueno… sin duda usted capta la idea. De pronto noto que un día y otro día y un tercero está confuso, afligido, y ya no es por lo de las muestras de afecto, sino por algo distinto, más fuerte, superior. Me digo: ¿qué tragedia es ésta? Lo acoso a preguntas hasta que me entero de la historia: había conocido, no sé cómo, al criado de su difunto padre (que aún estaba vivo por entonces), a Smerdiakov, y éste le había enseñado al pobre una broma estúpida, en realidad una broma brutal, ruin; se trata de coger un trozo de pan, de miga, clavarle un alfiler y echárselo a algún chucho, a uno de esos tan hambrientos que se tragan lo que sea sin masticar, y ver qué es lo que ocurre. Total, que prepararon uno de esos trozos de pan y se lo echaron a Zhuchka, ese perro peludo del que ahora hablan, un perro de corral que estaba en una casa donde no le daban de comer y se pasaba todo el santo día ladrándole al viento. ¿Le gustan esos ladridos estúpidos, Karamázov? Yo no los soporto. Bueno, pues se lo echaron, el perro se lo tragó y se puso a aullar, y empezó a dar vueltas y a correr, y venga a aullar y a correr, hasta que desapareció; así me lo describió el propio Iliusha. Según me lo contaba, no hacía más que llorar, me abrazaba temblando: «Venga a aullar y a correr, a aullar y a correr», repetía una y otra vez; me afectó mucho aquella imagen. Bueno, vi que le remordía la conciencia. Y me lo tomé en serio. Lo importante es que yo ya quería corregirle por lo de antes, así que reconozco que recurrí a la astucia y fingí una indignación que seguramente no sentía: «Has cometido —le digo— una bajeza, eres un canalla. Por supuesto que no se lo voy a contar a nadie, pero de momento rompo mi relación contigo. Voy a pensarme bien todo este asunto y te haré saber por Smúrov —ese chico que venía conmigo y que siempre me ha sido fiel— si en lo sucesivo seguimos siendo amigos o si rompo contigo para siempre por canalla». Se quedó muy afectado. Confieso que ya entonces tuve la impresión de ser quizá demasiado severo, pero qué podía hacer, así pensaba yo entonces. Al día siguiente le mando a Smúrov y le comunico que ya «no le ajunto»: es lo que decimos cuando dos amigos dejan de serlo. El secreto estaba en que yo quería tenerlo desterrado solo unos pocos días y después, al verlo arrepentido, volver a tenderle la mano. Ése era mi firme propósito. Y ¿qué cree usted que pasó? Pues que al oír a Smúrov los ojos empezaron a brillarle: «Dile —se puso a gritar— de mi parte a Krasotkin que ahora voy a echarles trozos de pan con alfileres a todos los perros, ¡a todos, a todos!». «¡Ay! —pensé yo—. Ha echado a andar un espíritu libre, habrá que aplacarlo», y empecé a demostrarle mi desprecio, a darme la vuelta cada vez que lo veía o a sonreírle irónico. Y entonces ocurrió el incidente con su padre, ¿se acuerda?, lo del estropajo. Comprenda que él ya estaba predispuesto a irritarse de una manera terrible. Los chicos, viendo que yo le había dado de lado, se le echaron encima, se metían con él: «¡Estropajo, estropajo!». Y empezaron aquellas batallas entre ellos, que tanto lamento, porque creo que entonces le hicieron mucho daño. Una vez se lanzó contra todos en el patio, a la salida de clase. Esa vez yo estaba a diez pasos y me quedé mirándolo. Juro que no recuerdo haberme reído de él, al contrario, me dio mucha, mucha pena: un segundo más y habría salido a defenderlo. Pero su mirada se cruzó con la mía, no sé qué pensaría, solo que cogió el cortaplumas, se abalanzó sobre mí y me lo hincó en la cadera, justo aquí, junto a la pierna derecha. Yo no me moví, confieso que a veces soy valiente, Karamázov, me limité a mirarlo con desprecio como diciéndole con la mirada: «¿No querrás pincharme otra vez en agradecimiento por mi amistad? Estoy a tu servicio». Pero no me lo volvió a clavar, no lo soportó, se asustó, tiró el cortaplumas, empezó a llorar ruidosamente y echó a correr. Yo, por supuesto, no lo denuncié y ordené a todos que guardaran silencio para que no llegara a oídos de la dirección, y solo se lo dije a mi madre cuando la herida ya se había curado; además, no era nada, apenas un rasguño. Después oí que ese mismo día estuvo tirando piedras y que le mordió a usted, pero ¡comprenda en qué estado se encontraba! Qué le voy a hacer, he sido un tonto: cuando enfermó no vine a perdonarlo, quiero decir, a hacer las paces, y ahora me arrepiento. Pero ahora tengo un objetivo especial. Y he aquí toda la historia… creo que he sido un tonto…

—¡Ay! Qué pena —exclamó Aliosha emocionado— no haber sabido antes de su amistad, porque entonces yo mismo habría ido hace tiempo a pedirle que viniera conmigo. Créame, en el curso de su enfermedad, cuando tenía fiebre, deliraba con usted. Yo no sabía lo mucho que le aprecia. Y ¿de verdad, de verdad que no ha encontrado a Zhuchka? El padre y todos los chicos lo han estado buscando por toda la ciudad. Lo crea o no, enfermo, hecho un mar de lágrimas, tres veces le ha dicho a su padre en mi presencia: «Por eso estoy malo, papá, por haber matado a Zhuchka, Dios me ha castigado». ¡No hay forma de sacarle esa idea de la cabeza! Y, si hubiera dado con el perro y pudiera demostrar que Zhuchka no está muerto, sino vivo, creo que reviviría de alegría. Teníamos puestas las esperanzas en usted.

—Dígame, y ¿con qué fundamento esperaban ustedes que yo encontrara a Zhuchka? Es decir, ¿por qué yo precisamente? —preguntó Kolia con extraordinaria curiosidad—. ¿Por qué contaban precisamente conmigo y no con otro?

—Corrían rumores de que usted lo estaba buscando y lo iba a traer en cuanto lo encontrara. Smúrov dijo algo parecido. Lo importante es que nos esforzamos en hacerle creer que Zhuchka está vivo, que alguien lo ha visto. Los chicos le trajeron una liebre viva, pero, nada más verla, sonrió un poquito y pidió que la soltaran en el campo. Y así hicimos. Su padre acaba de regresar y le ha traído un cachorrito de mediolano, también lo ha conseguido por ahí, pensaba que así lo consolaría, pero parece que ha sido peor…

—Dígame otra cosa, Karamázov: ¿cómo es el padre? Lo conozco, pero ¿cómo lo definiría usted? ¿Es un bufón, un payaso?

—Ah, no, hay gente profundamente sensible, aunque esté como abatida. Sus bufonadas son una especie de ironía maligna contra aquellos a quienes, por una timidez humillante que viene de lejos, no se atreve a decirles la verdad a la cara. Créame, Krasotkin, que esta clase de bufonadas a veces son extremadamente trágicas. Ahora todo lo que tiene, todo lo que hay en el mundo está centrado en Iliusha y, si Iliusha muere, se volverá loco o se quitará la vida. Cada vez que lo miro estoy más convencido.

—Le comprendo, Karamázov; veo que conoce usted a las personas —añadió Kolia con sentimiento.

—Al verle con un perro pensé que podía ser Zhuchka.

—Aguarde, Karamázov, quizá aún podamos encontrarlo, pero éste es Perezvón. Ahora lo haré entrar en la habitación, quizá Iliusha se anime más que con el cachorro de mediolano. Aguarde, Karamázov, ahora descubrirá algo. ¡Ay, Dios mío, cómo se me ocurre retenerle aquí! —de pronto gritó Kolia impetuosamente—. Le estoy reteniendo con este frío y solo lleva la levita. ¿Lo ve? ¡Qué egoísta soy! ¡!Ay, todos somos egoístas[7], Karamázov!

—No se preocupe, hace frío, es cierto, pero no suelo resfriarme. Vamos ya, de todas formas. Por cierto, ¿cómo se llama? Kolia ¿qué más?

—Nikolái, Nikolái Ivánov Krasotkin; o, como se dice en la jerga oficial, Krasotkin hijo. —Kolia se rió de algo, pero luego añadió—: Naturalmente odio el nombre de Nikolái.

—Y eso ¿por qué?

—Es trivial, burocrático…

—¿Tiene usted trece años? —preguntó Aliosha.

—En realidad, catorce, dentro de dos semanas cumplo catorce, muy pronto. Le confesaré de antemano una debilidad, Karamázov, se la confieso solo a usted para que nos vayamos conociendo, para que desde el principio pueda ver toda mi naturaleza: odio que me pregunten la edad, es más que odio… y finalmente… circula por ahí una calumnia sobre mí: dicen que la semana pasada estuve jugando a bandidos con los de preparatorio. Estuve jugando, eso es verdad, pero decir que yo jugara para mí, para mi propia diversión, es decididamente una calumnia. Tengo fundamentos para pensar que ha llegado a oídos de usted, pero yo no jugaba para mí, sino para los pequeños, porque sin mí no se les ocurría nada. Pero luego siempre se propagan esas tonterías. Ésta es la ciudad de los chismes, se lo aseguro.

—Y, aunque hubiera jugado para entretenerse usted, ¿qué habría pasado?

—¿Para entretenerme? ¿Es que acaso usted juega a los caballitos?

—Véalo de este modo —sonrió Aliosha—, los adultos van, por ejemplo, al teatro y en el teatro se representan aventuras de personajes de todo tipo, a veces también con bandidos y con guerras, ¿acaso esto no es lo mismo, solo que, naturalmente, a su manera? Que los jóvenes jueguen a la guerra en el recreo, o a los bandidos, es también un arte incipiente, una necesidad incipiente de arte en el alma joven y, a veces, esos juegos están mejor concebidos que las representaciones teatrales, con la diferencia de que al teatro se va a ver a los actores y que aquí son los propios jóvenes los actores. Pero eso es natural.

—¿Así lo cree? ¿Está convencido? —Kolia lo miraba fijamente—. ¿Sabe?, ha expresado una idea bastante curiosa, luego iré a casa y me devanaré los sesos pensando en ella. Reconozco que había puesto muchas esperanzas en aprender algo de usted. He venido a aprender de usted, Karamázov —concluyó Kolia con voz sentida y efusiva.

—Y yo de usted —sonrió Aliosha estrechándole la mano. Kolia estaba extraordinariamente contento con Aliosha. Le había sorprendido que lo tratara a todos los efectos como un igual y que le hablara como hablaría con «la persona más adulta».

—Ahora voy a hacerles un numerito, Karamázov, otra representación teatral —rió nervioso—, para eso he venido.

—Vamos a pasar primero ahí a la izquierda, donde viven las caseras; todos sus compañeros han dejado ahí el abrigo, porque en la habitación hay poco sitio y hace calor.

—Oh, solo será un momento, no hace falta que me quite el abrigo. Perezvón se quedará aquí en el zaguán, haciéndose el muerto: «Ici, Perezvón, ¡échate y quieto!». ¿Lo ve? Ya está muerto. Primero entraré, observaré la situación y después, cuando haga falta, daré un silbido: «¡Ici, Perezvón!», y ya verá cómo entra corriendo, todo alborotado. Solo hace falta que Smúrov no se olvide de abrir la puerta en ese momento. Lo dispondré todo y ya verá usted qué truco…

V. Junto a la cama de Iliusha

En la estancia que ya conocemos, donde vivía la familia del capitán asistente en la reserva Sneguiriov, al que también conocemos, en ese momento había un ambiente sofocante y poco espacio debido al numeroso público congregado. Varios chicos se encontraban con Iliusha en esta ocasión y aunque todos ellos estaban dispuestos a negar, como Smúrov, que era Aliosha quien los había reconciliado y reunido con Iliusha, ésa era la realidad. Todo su arte en este caso había consistido en llevarlos uno tras a otro a ver a Iliusha sin «ñoñerías», sino como sin querer, por casualidad. Esto alivió enormemente el sufrimiento de Iliusha. Al ver la amistad, casi la ternura, y la simpatía de todos esos chicos, antes enemigos suyos, se sintió muy conmovido. Sin embargo, le faltaba Krasotkin y esta ausencia era una carga terrible para su corazón. Si en sus recuerdos más amargos había alguno especialmente amargo, era precisamente todo el episodio con Krasotkin, su antiguo único amigo y defensor sobre el que se había abalanzado con un cortaplumas. Así lo creía también el inteligente Smúrov, que había sido el primero en ir a hacer las paces con Iliusha. Pero Krasotkin, cuando Smúrov le comunicó como de pasada que Aliosha quería verlo «por cierto asunto», le interrumpió al instante y le cortó el paso, encargándole a su amigo que comunicara inmediatamente a «Karamázov» que él sabía cómo debía actuar, que no pedía consejos a nadie y que, si iba a ver al enfermo, él ya sabría cuándo debía ir, puesto que tenía sus «propios cálculos». Esto había sido dos semanas antes de este domingo. Por eso Aliosha no fue a verlo, como había sido su intención. De todas formas, aunque esperó un poco, mandó a Smúrov a ver a Krasotkin una segunda vez y una tercera. Pero ambas veces Krasotkin le respondió con una negativa igual de impaciente y brusca, transmitiendo a Aliosha que, si iba a buscarlo, entonces no iría nunca a ver a Iliusha y que no lo importunaran más. Ni siquiera Smúrov supo hasta el último día que Kolia había decidido ir a ver a Iliusha esa mañana, y solo la víspera, al despedirse por la tarde, de pronto le dijo bruscamente que lo esperara en casa a la mañana siguiente para ir juntos a ver a los Sneguiriov, pero que no se le ocurriera informar a nadie de su propósito, pues quería aparecer de improviso. Smúrov le obedeció. En cuanto a su esperanza de que Krasotkin llevara al perro desaparecido, a Zhuchka, estaba fundada en unas palabras que había dejado caer una vez: «Si no son capaces de encontrar a un perro, y ese perro está vivo, es que son todos unos burros». Pero cuando Smúrov, pasado un tiempo, le insinuó tímidamente lo que sospechaba acerca del perro, Krasotkin se enfureció terriblemente: «¿Qué clase de burro crees que soy para andar buscando perros ajenos por toda la ciudad teniendo ya a Perezvón? ¿Cómo se puede soñar con que un perro que se ha tragado un alfiler siga vivo? ¡No son más que ñoñerías!».

Entretanto hacía ya casi dos semanas que Iliusha no se movía de su camita en el rincón de los iconos. No iba a clase desde el incidente con Aliosha, cuando le mordió en el dedo. Es más, se puso malo ese mismo día, aunque durante un mes pudo caminar mejor o peor por la habitación y el zaguán, las pocas veces que se levantaba de la cama. Al final se quedó sin fuerzas y ya no podía moverse sin ayuda de su padre. Éste temblaba por él, había dejado de beber por completo, casi había perdido la cabeza por temor a que su hijo pudiera morir y con frecuencia, sobre todo después de llevarlo del brazo por la habitación y de acostarlo de nuevo, salía corriendo al zaguán y en un rincón oscuro, con la frente apoyada en la pared, empezaba a sollozar con un llanto entrecortado que lo sacudía por entero, ahogando el ruido para que Iliusha no lo oyera.

Al regresar a la habitación, por lo general empezaba a distraer y a consolar a su querido niño, le contaba cuentos, anécdotas graciosas o parodiaba a distintas personas graciosas que había conocido, incluso imitaba animales, con sus graciosos aullidos y gritos. Pero a Iliusha no le gustaba nada que su padre hiciera muecas y se presentara como un bufón. El muchacho intentaba que no se notara que le desagradaba, pero era consciente, con dolor en el corazón, de que su padre estaba humillado socialmente y siempre, de forma obsesiva, le venían a la cabeza el «estropajo» y aquel «fatídico día». A Nínochka, la hermana tullida, callada y dócil de Iliusha, tampoco le gustaba que su padre hiciera muecas (en cuanto a Varvara Nikoláievna, hacía tiempo que había vuelto a San Petersburgo para seguir sus estudios); en cambio, la madre trastornada se lo pasaba en grande y reía con gusto cuando su marido hacía alguna imitación o realizaba gestos ridículos. Era lo único que la calmaba, el resto del tiempo refunfuñaba y se quejaba sin parar de que todos la habían olvidado, de que nadie la respetaba, de que la ofendían, etcétera, etcétera… Pero los últimos días parecía haber sufrido un cambio. A menudo miraba hacia el rincón de Iliusha y se quedaba pensativa. Se había vuelto más callada, más tranquila y, si se echaba a llorar, lo hacía en silencio para que no la oyeran. El capitán asistente, con amarga perplejidad, se dio cuenta del cambio. Al principio las visitas de los chicos no le gustaban y solo conseguían enfadarla, pero después sus gritos y relatos alegres empezaron a entretenerla y finalmente llegaron a gustarle tanto que, si hubieran dejado de ir, los habría echado mucho de menos. Cuando contaban algo o se ponían a jugar, ella se reía y daba palmas. A algunos les pedía que se acercaran para darles un beso. Apreciaba especialmente a Smúrov. En cuanto al capitán asistente, desde el principio la presencia en su casa de aquellos niños que venían a divertir a Iliusha colmó su alma de alegría y entusiasmo e incluso le infundió esperanzas de que Iliusha dejaría de estar triste y así, quién sabe, se curaría antes. A pesar de su miedo por Iliusha, en ningún momento, prácticamente hasta el final, albergó la menor duda de que su niño se curaría de repente. Recibía a los pequeños huéspedes con veneración, se ocupaba de ellos y les servía; estaba dispuesto a llevarlos a caballito, y de hecho empezó a llevarlos, pero a Iliusha esos juegos no le gustaban y los dejaron. Empezó a comprarles dulces, priániki[8], frutos secos, les preparaba té, les hacía bocadillos. Hay que señalar que todo este tiempo el dinero no les faltó. El capitán asistente había acabado aceptando aquellos doscientos rublos de Katerina Ivánovna, según había predicho Aliosha. Y después Katerina Ivánovna, al conocer con mayor detalle su situación y la enfermedad de Iliusha, visitó personalmente la vivienda, conoció a toda la familia y logró incluso encandilar a la enajenada capitana. Desde entonces su generosidad no había cesado, y el capitán asistente, abrumado por el horror de pensar que su chico podía morirse, se olvidó de su antiguo honor y aceptó sumiso los donativos. Todo este tiempo el doctor Herzenstube, a petición de Katerina Ivánovna, pasaba a ver al enfermo regular y puntualmente en días alternos, pero sus visitas apenas servían de ayuda y se limitaba a atiborrar de medicinas al chico. Sin embargo, ese día, es decir, ese domingo por la mañana, en casa del capitán asistente se esperaba a otro médico, venido de Moscú, donde se le consideraba una eminencia. Le había escrito e invitado expresamente Katerina Ivánovna a cambio de mucho dinero, no para tratar a Iliúshechka, sino con otro objetivo del que se hablará más adelante, en el momento oportuno; pero, ya que había venido, le pidió que visitara también a Iliúshechka, de lo que se había informado previamente al capitán asistente. En cambio, de la llegada de Kolia Krasotkin no tenía el menor presentimiento, aunque hacía tiempo que deseaba que viniera aquel muchacho por el que tanto sufría su Iliúshechka. En el momento en que Krasotkin abrió la puerta y entró en la habitación, todos, el capitán asistente y los chicos, se agolpaban alrededor de la cama del enfermo y observaban el diminuto cachorrito de mediolano recién traído, nacido la misma víspera, pero reservado por el capitán asistente desde hacía una semana para distraer y consolar a Iliúshechka, angustiado por Zhuchka, desaparecido y, naturalmente, muerto. Pero, aunque Iliusha, que se había enterado tres días antes de que le iban a regalar un perrito y no uno cualquiera, sino un mediolano (algo muy importante, desde luego), manifestaba por delicadeza y tacto su alegría por el regalo, todos, lo mismo el padre que los chicos, veían claramente que el perrito nuevo quizá solo había servido para remover con más fuerza en su corazón el recuerdo del infeliz Zhuchka, al que había martirizado. El cachorro se agitaba tumbado a su lado mientras él, con una sonrisa dolorosa, lo acariciaba con su mano delgadita, pálida, seca; se veía incluso que el perro le gustaba, pero… Zhuchka seguía sin aparecer, aquél no era Zhuchka; en cambio, si pudiera tener a Zhuchka y al cachorrito juntos, ¡su felicidad sería completa!

—¡Krasotkin! —gritó de pronto uno de los chicos, el primero que vio entrar a Kolia. Hubo una agitación visible, los chicos se apartaron y se colocaron a ambos lados de la cama, dejando a Iliúshechka a la vista. El capitán asistente se levantó precipitadamente para recibir a Kolia.

—Tenga la bondad, por favor… ¡querido huésped! —balbuceaba—. Iliúshechka, el señor Krasotkin ha venido a verte…

Pero Krasotkin, tras darle la mano rápidamente, mostró al instante su extraordinario conocimiento de las normas de etiqueta. Se dirigió en primer lugar a la esposa del capitán asistente, que estaba en su sillón (y que precisamente en ese momento estaba terriblemente descontenta y refunfuñaba porque los chicos le tapaban la cama de Iliusha y no le dejaban ver el perrito nuevo), y juntó los tacones frente a ella con extrema cortesía, a continuación se volvió hacia Nínochka y, como a una dama, le dedicó idéntico saludo. Este comportamiento cortés produjo en la dama enferma una impresión singularmente agradable.

—Éste sí que es un joven bien educado —dijo a voz en grito, abriendo los brazos—, no como los otros invitados: vienen el uno encima del otro.

—¿Cómo que el uno encima del otro, mami, cómo es eso? —balbuceó el capitán asistente con dulzura, aunque recelando un poco de la «mami».

—Pues que entran así. Ahí en el zaguán se suben los unos a hombros de los otros y entran así a ver a una familia respetable, a caballo. ¿Qué clase de visitas son ésas?

—Pero ¿quién, mami, quién ha entrado así?

—Pues ese chico hoy ha entrado encima de ese otro; aquél encima de ese de allí…

Pero Kolia ya estaba junto a la cama de Iliusha. El enfermo había palidecido visiblemente. Se había incorporado y miraba fija e intensamente a Kolia. Éste llevaba sin ver a su antiguo pequeño amigo un par de meses ya, y de repente se había quedado parado delante de él muy impresionado: jamás habría podido imaginarse que vería su carita tan demacrada y amarillenta, sus ojos ardiendo febriles y como terriblemente agrandados, sus manos tan delgaditas. Con doloroso asombro percibía la respiración profunda y acelerada de Iliusha, sus labios secos. Dio un paso hacia él, le tendió la mano y, casi completamente aturdido, dijo:

—Bueno, viejo… ¿qué tal?

Pero la voz se le cortó, le faltó resolución, la cara se le contrajo de pronto y la comisura de los labios empezó a temblarle. Iliusha le sonrió penosamente, todavía sin fuerzas para hablar. De repente Kolia alzó la mano y, sin saber por qué, la pasó por el pelo de Iliusha.

—No pasa nada —balbuceó en voz baja, acaso para animarlo, aunque en realidad no sabía para qué lo había dicho. Volvieron a guardar silencio—. ¿Qué es esto? ¿Tienes un cachorro nuevo? —preguntó Kolia con voz completamente indiferente.

—¡Sí-i-i! —Iliusha respondió con un susurro largo, ahogándose.

—Tiene el morro negro, así que es de los fieros, de presa —indicó Kolia con gravedad y firmeza, como si solo importaran el cachorro y su morro negro. Pero lo más importante era que estaba intentando con todas sus fuerzas dominar sus sentimientos para no llorar como un «pequeño», aunque no lo conseguía—. Cuando crezca, habrá que encadenarlo, eso ya lo sé yo.

—¡Va a ser enorme! —exclamó uno de los chicos del grupo.

—Ya se sabe que los mediolanos son enormes, de este porte, como un ternero —se alzaron de pronto varias voces.

—Como un ternero, como un auténtico ternero —intervino el capitán asistente—. He buscado a propósito uno así, de los más fieros, sus padres también son enormes y muy fieros, levantan todo esto desde el suelo… Siéntese, señor, ahí mismo en la cama, al lado de Iliusha, o aquí en el banco. Por favor se lo pedimos, querido huésped, tanto tiempo esperado… ¿Ha venido usted con Alekséi Fiódorovich, señor?

Krasotkin se sentó en la cama a los pies de Iliusha. Aunque es muy posible que se hubiera preparado por el camino para empezar con soltura la conversación, ahora había perdido completamente el hilo.

—No… con Perezvón… Ahora tengo un perro, Perezvón. Un nombre eslavo. Está ahí esperando… En cuanto silbe, entrará corriendo. Yo también tengo un perro —de repente se dirigió a Iliusha—, ¿te acuerdas, viejo, de Zhuchka? —Lo tumbó con esta pregunta.

A Iliúshechka se le desfiguró la cara. Miraba con sufrimiento a Kolia. Aliosha, de pie junto a la puerta, frunció el ceño y le hizo con la cabeza un gesto disimulado a Kolia para que no hablara de Zhuchka, pero el muchacho no se enteró o no quiso enterarse.

—Y ¿dónde está… Zhuchka? —preguntó Iliusha con una vocecita entrecortada.

—Bueno, hermano, tu Zhuchka… ¡fu! ¡Tu Zhuchka ha desaparecido!

Iliusha no dijo nada, pero una vez más miró muy fijamente a Kolia. Aliosha, captando la mirada de éste, volvió a hacerle señales enérgicas con la cabeza, pero Kolia apartó nuevamente los ojos, fingiendo que no había notado nada.

—Salió corriendo y desapareció. Y ¿cómo no después de un bocado así? —soltó sin piedad Kolia, pero también a él parecía faltarle el aire—. Pero tengo a Perezvón… Un nombre eslavo… Te lo he traído…

—¡No hace falta! —dijo de pronto Iliúshechka.

—Sí, sí, tienes que verlo sin falta… Te vas a divertir. Lo he traído a propósito… Es tan peludo como el otro… ¿Permite, señora, que llame a mi perro? —se dirigió de pronto a la señora Sneguiriova, con una emoción inconcebible.

—¡No, no hace falta! —exclamó Iliusha con la voz desgarrada de pena. Sus ojos brillaban con reproche.

—Tal vez, señor… —el capitán asistente se levantó bruscamente del baúl arrimado a la pared donde acababa de sentarse—, tal vez, usted… en otra ocasión… —balbuceaba, pero Kolia, sin que nadie pudiera impedírselo, siguió a lo suyo y, apresurándose, le gritó de repente a Smúrov: «¡Smúrov, abre la puerta!»; en cuanto éste la abrió, Kolia sopló su silbato. Perezvón entró en la habitación precipitadamente.

—¡Salta, Perezvón! ¡A dos patas! ¡A dos patas! —empezó a gritar Kolia, poniéndose de pie de un salto; el perro, alzado sobre sus patas traseras, se estiró justo delante de la cama de Iliusha. Y sucedió algo que nadie esperaba: Iliusha se estremeció y de pronto se desplazó con fuerza hacia delante, se inclinó hacia Perezvón y se quedó mirándolo como petrificado.

—Es… ¡Zhuchka! —gritó de repente con la vocecita rota de sufrimiento y felicidad.

—Y ¿quién creías que era? —gritó con todas sus fuerzas, con voz sonora, feliz, Krasotkin; luego, inclinándose hacia el perro, lo cogió en brazos y se lo acercó a Iliusha—. Mira, viejo, ¿lo ves? Un ojo tuerto y la oreja izquierda con un corte, exactamente las marcas que me dijiste. ¡Lo encontré por esas marcas! Lo encontré justo entonces, al poco tiempo. No era de nadie, ¡no era de nadie! —explicaba, volviéndose rápidamente hacia el capitán asistente, su esposa, Aliosha y luego otra vez hacia Iliusha—. Estaba en el patio trasero de los Fedótov, allí se había instalado, pero no le daban de comer; es un perro fugitivo, se había escapado de una aldea… Y lo he encontrado… ¿Lo ves, viejo? Eso quiere decir que aquella vez no se tragó tu pan. Si se lo hubiera tragado, claro que se habría muerto, ¡claro que sí! De modo que le dio tiempo a escupirlo, ya que está vivo. Y tú no te diste cuenta de que lo había escupido. Lo escupió, pero de todas formas se pinchó en la lengua y por eso aullaba. Corría y aullaba y tú pensaste que se lo había tragado. Tuvo que aullar mucho porque los perros tienen la piel de la boca muy delicada… más delicada que las personas, ¡bastante más! —exclamó frenético Kolia, con la cara encendida y radiante de entusiasmo.

Iliusha no podía ni hablar. Miraba a Kolia con sus ojos grandes y como extremadamente desencajados, con la boca abierta y pálido como el papel. Y, si Krasotkin, que no sospechaba nada, hubiera sabido de qué forma tan atroz y mortal podía influir ese momento en la salud del enfermo, por nada del mundo se habría decidido a hacer el truco que había hecho. Pero, de toda la habitación, puede que solo Aliosha lo comprendiera. En cuanto al capitán asistente, era como si se hubiera transformado en un niño pequeño.

—¡Zhuchka! Entonces, ¿es Zhuchka? —gritaba feliz—. Iliúshechka, ¡es Zhuchka! ¡Tu Zhuchka! Mami, ¡es Zhuchka! —Estaba a punto de echarse a llorar.

—¡Y yo que no me había dado cuenta! —exclamó Smúrov con pesar—. ¡Vaya con Krasotkin! Dije que encontraría a Zhuchka, y ¡lo ha encontrado!

—¡Lo ha encontrado! —repitió alguien alegremente.

—¡Bravo, Krasotkin! —se oyó una tercera voz.

—¡Bravo, Krasotkin! —empezaron a gritar y a aplaudir todos los chicos.

—¡Un momento, un momento! —Krasotkin intentaba gritar más fuerte que los otros—. Os voy a contar cómo ha sido, ¡la gracia está en cómo ha sido y no en otra cosa! El caso es que lo encontré, me lo llevé a casa y lo escondí, lo tuve en casa bajo llave y no se lo enseñé a nadie hasta el último momento. Smúrov fue el único que se enteró hace dos semanas, pero lo convencí de que era Perezvón y no se dio cuenta; entretanto le he enseñado a Zhuchka todas las lecciones: ahora veréis, ¡ahora veréis qué cosas sabe hacer! Para eso se las enseñé, para traértelo adiestrado y pulido, viejo. Ya verás, viejo, ¡menudo es Zhuchka ahora! ¿No tendrán un trocito de carne? Les va a hacer un numerito para partirse de risa. Un trocito de carne, ¿de verdad que no tienen?

El capitán asistente atravesó corriendo el zaguán y fue a la estancia de las caseras, donde se preparaba también la comida de su familia. Mientras tanto Kolia, con unas prisas desesperadas para no perder un tiempo valioso, le gritó a Perezvón: «¡Muerto!». Y el animal se dio una vuelta, se tumbó y se quedó inmóvil con las cuatro patas en alto. Los chicos se reían, Iliusha lo miraba con la misma sonrisa dolorosa de antes, pero a quien más le gustó la muerte de Perezvón fue a la «mami». Estalló en carcajadas al ver al perro y empezó a chasquear los dedos para llamarlo:

—¡Perezvón, Perezvón!

—No se va a levantar de ninguna manera, de ninguna —gritaba Kolia triunfante, enorgulleciéndose justamente—, ni aunque le grite todo el mundo; en cambio, si le grito yo, se levantará inmediatamente. ¡Ici, Perezvón!

El perro se levantó y empezó a dar saltos, aullando de alegría. El capitán asistente entró corriendo con un trozo de carne cocida.

—¿No estará caliente? —Kolia se informó, presuroso y diligente, mientras cogía el trozo—. No, no lo está, es que a los perros no les gusta la comida caliente. Mirad todos, Iliúshechka, mira, pero mira, viejo, ¿por qué no miras? Se lo traigo, ¡y no lo mira!

El nuevo número consistía en que el perro se quedase de pie, inmóvil y con el hocico hacia arriba, sosteniendo el delicioso trozo de carne justo en la punta del hocico. El infeliz animal debía aguantar con el trozo sobre el hocico tanto como quisiera el dueño, sin moverse, sin agitarse, aunque fuera media hora. Pero a Perezvón solo lo tuvieron así un momentito.

—¡Píllalo! —gritó Kolia y en un instante el trozo voló del hocico a la boca de Perezvón. Naturalmente, el público expresó un asombro entusiasta.

—Y ¡será posible, será posible que no haya venido en todo este tiempo solo por adiestrar al perro! —exclamó Aliosha, con un reproche involuntario.

—Por eso mismo —gritó Kolia con la mayor ingenuidad—. Quería mostrarlo en todo su esplendor.

—¡Perezvón! ¡Perezvón! —Iliusha empezó de pronto a chasquear sus delgaditos dedos para atraer al perro.

—¿Para qué? Que salte él solo a tu cama. Ici, Perezvón. —Kolia dio una palmada en la cama y Perezvón voló como una flecha hacia Iliusha. Éste le abrazó la cabeza con ambas manos y acto seguido Perezvón le lamió la mejilla. Iliúshechka se estrechó contra él, se tendió en la cama y ocultó la cara entre su pelo desgreñado.

—¡Señor, Señor! —exclamaba el capitán asistente. Kolia volvió a sentarse en la cama.

—Iliusha, todavía puedo enseñarte otra cosa. Te he traído el cañoncito. ¿Te acuerdas? Ya te hablé de él, y tú dijiste: «¡Ay, cómo me gustaría poder verlo yo también!». Bueno, pues ahora lo he traído.

Y rápidamente sacó de la bolsa el cañoncito de bronce. Se daba tanta prisa porque estaba muy feliz: en otro tiempo se habría esperado a que pasara el efecto causado por Perezvón, pero ahora se apresuraba despreciando todo freno: «¿Sois felices? Pues ¡aquí tenéis aún más felicidad!». Él mismo estaba extasiado.

—Hace tiempo que le había echado el ojo a esta cosita en casa del funcionario Morózov; para ti, viejo, para ti. No la quería para nada, la había heredado de un hermano; se la cambié por un libro del armario de mi padre, El pariente de Mahoma o Una tontería curativa[9]. Es un librito libertino, tiene cien años, lo publicaron en Moscú cuando todavía no había censura, y Morózov es aficionado a estas cosas. Encima me dio las gracias…

Kolia sostenía el cañoncito delante de todos para que pudieran verlo y deleitarse. Iliusha se incorporó y, sin dejar de abrazar con la mano derecha a Perezvón, examinaba maravillado el juguete. El efecto llegó a su grado máximo cuando Kolia declaró que también tenía pólvora y que se podía hacer fuego de inmediato «siempre que no moleste a las damas». Enseguida la «mami» pidió que le dejaran ver el juguete más de cerca, lo cual se cumplió en el acto. El cañoncito de bronce con ruedas le gustó muchísimo y se puso a hacerlo rodar sobre las rodillas. Dio su pleno consentimiento a la petición de hacer fuego, aunque sin entender qué le habían preguntado. Kolia mostró la pólvora y la munición. El capitán asistente, como antiguo militar, se ocupó de la carga, vertiendo una cantidad de pólvora muy pequeña, y pidió que dejaran el perdigón para otra ocasión. Colocaron el cañón en el suelo, con la boca apuntando a un lugar vacío, embutieron en el cebo tres granitos de pólvora y prendieron una cerilla. Y hubo un disparo esplendoroso. La madre tembló un poco, pero enseguida se echó a reír de contento. Los chicos miraban con aire de triunfo silencioso, pero quien se sentía completamente dichoso contemplando a Iliusha era el capitán. Kolia cogió el cañoncito y de inmediato se lo regaló a Iliusha, junto con la munición y la pólvora.

—¡Es para ti, para ti! Hace mucho que lo tenía preparado —repetía una y otra vez, en el colmo de la dicha.

—¡Ay, regálemelo a mí! Sí, ¡mejor regáleme a mí el cañoncito! —empezó a suplicar de pronto la madre, como si fuera una niña pequeña. Su semblante expresaba triste preocupación ante el temor de que no se lo regalaran. Kolia se quedó turbado. El capitán asistente empezó a agitarse inquieto.

—¡Mamá, mamá! —Se acercó de un salto—. El cañón es tuyo, tuyo, pero deja que lo tenga Iliusha, porque se lo han regalado a él, pero aun así es tuyo, Iliúshechka siempre te dejará jugar; que sea de los dos, de los dos…

—No, no quiero que sea de los dos, no; que sea solo mío y no de Iliusha —continuaba la madre, ya dispuesta a echarse a llorar.

—¡Mamá, quédatelo, quédatelo! —gritó de repente Iliusha—. Krasotkin, ¿puedo regalárselo a mi madre? —se dirigió con aspecto suplicante a Krasotkin, como si temiera que éste se ofendiera por darle a otro su regalo.

—¡Claro que puedes! —afirmó Krasotkin y, cogiendo el cañoncito de las manos de Iliusha, él mismo se lo entregó con la más cortés de las reverencias a la madre. Ésta incluso se echó a llorar enternecida.

—Iliúshechka, cariño, ¡tú sí que quieres a tu mamá! —exclamó con ternura y enseguida se puso otra vez a hacer rodar el cañón por las rodillas.

—Mami, deja que te bese la mano —se acercó su marido y acto seguido cumplió su propósito.

—Y ¿quién es el joven más simpático? Pues ¡este chico tan bueno! —dijo la madre agradecida señalando a Krasotkin.

—Te traeré toda la pólvora que quieras, Iliusha. Ahora hacemos nosotros la pólvora. Borovikov ha averiguado su composición: veinticuatro partes de salitre, diez de azufre y seis de carbón de abedul, se muele todo junto, se le añade agua, se remueve la mezcla y se tamiza con una piel de tambor, y ya está lista la pólvora.

—Smúrov me ha hablado de la pólvora, pero papá dice que no es pólvora auténtica —respondió Iliusha.

—¿Cómo que no es auténtica? —Kolia enrojeció—. Si arde… Por otra parte, no sé…

—No, señor, yo no he dicho eso, señor —intervino de pronto el capitán asistente con aire de culpabilidad—. Yo lo que he dicho es que la pólvora auténtica no se hace así, pero no pasa nada, señor, también se puede hacer así, señor.

—No sé, usted lo sabrá mejor. Nosotros la prendimos en un tarro de ungüentos de cerámica, y ardió muy bien, se consumió entera, solo quedó un pequeño resto de hollín. Pero aquello era solo una pasta, mientras que si se tamiza con la piel… Por lo demás, usted lo sabrá mejor que yo, yo no lo sé… A Bulkin le zurró su padre por culpa de la pólvora, ¿te lo han contado? —se dirigió de pronto a Iliusha.

—Sí —respondió éste. Escuchaba a Kolia con interés y placer infinitos.

—Preparamos una botella entera y él la guardó debajo de la cama. Su padre la vio. Puede estallar, le dijo. Y le dio unos azotes sin pensárselo dos veces. Quería quejarse de mí en el gimnasio. Y ahora no le deja juntarse conmigo, no dejan a nadie venir conmigo. A Smúrov tampoco, tengo mala fama; dicen que soy un «temerario». —Kolia se sonrió con desprecio—. Todo empezó con lo del ferrocarril.

—¡Ah! Nosotros también oímos hablar de esa ocurrencia suya —exclamó el capitán asistente—. ¿Cómo le dio por tumbarse ahí? Y ¿será posible que no se asustara en absoluto mientras el tren le pasaba por encima? ¿No le dio miedo?

El capitán asistente le daba una coba terrible a Kolia.

—No… ¡no especialmente! —respondió desdeñoso Kolia—. El que sí le jugó una mala pasada a mi reputación fue aquel maldito ganso —volvió a dirigirse a Iliusha, y, aunque intentaba aparentar despreocupación para contarlo, no conseguía dominarse y continuó como si no hubiera elegido el tono adecuado.

—¡Ah, también he oído lo del ganso! —Iliusha se echó a reír, estaba radiante—. Me lo contaron, pero no lo entendí, ¿de verdad te llevaron ante el juez?

—Una cosa de lo más estúpida, insignificante, de la que hicieron toda una montaña, según es costumbre —empezó Kolia con desenvoltura—. Un día iba yo por la plaza y justo acababan de traer unos gansos. Me paré y me puse a mirarlos. De pronto un mozo de aquí, Vishniakov, uno que ahora hace recados para los Plótnikov, se queda mirándome y me dice: «¿Qué haces mirando a los gansos?». Y yo me fijo en él: una jeta estúpida, redonda, un mozo de veinte años; yo, ya saben, nunca rechazo al pueblo. Me gusta estar con el pueblo… Nos hemos quedado a la zaga del pueblo, esto es un axioma… Creo que se está usted riendo, Karamázov.

—No, Dios me libre, le escucho con atención —respondió Aliosha con aire realmente cándido y el receloso Kolia se animó en un santiamén.

—Mi teoría, Karamázov, es clara y sencilla. —Volvía a acelerarse de puro contento—. Yo creo en el pueblo y siempre me alegro de que se le haga justicia, pero sin mimarlo en absoluto, esto es sine qua… Pero estaba hablando del ganso. Total, que me dirijo a ese idiota y le respondo: «Estaba pensando en lo que piensa un ganso». Me mira ya completamente atontado: «Y ¿en qué piensa?», dice. «¿Ves —le digo— esa telega cargada de avena? Está derramándose avena de un saco y el ganso ha estirado el cuello y lo ha metido por debajo de la rueda para picotear el grano, ¿lo ves?» «Claro que lo veo», me dice. «Bueno —le digo—, pues si ahora la telega se mueve un poquitín hacia delante, ¿le cortará el cuello al ganso con la rueda?» «Y tanto que se la cortará», dice con una sonrisa de oreja a oreja, derritiéndose de satisfacción. «Muy bien, pues vamos allá, muchacho, venga», le digo, y él: «Venga». Y no nos llevó mucho tiempo la operación: él se colocó junto a las bridas sin ser visto y yo en un lateral para dirigir al ganso. En ese momento el campesino estaba despistado, hablando con alguien, así que no tuve ni que dirigir al ganso: él solito alargó el cuello buscando avena debajo de la telega, justo bajo la rueda. Le hice un guiño al mozo, él dio un tirón de las bridas y… ¡crac! La rueda le pasó por encima del cuello, ¡justo por la mitad! Pero, mira por dónde, en ese preciso momento todos los aldeanos nos vieron y empezaron a gritar a la vez: «¡Lo has hecho adrede!». «No, no ha sido adrede.» «¡Sí, ha sido adrede!» Y vociferaban: «¡Al juez de paz!». También me agarraron a mí, decían: «Tú también estabas aquí, le has echado una mano, ¡a ti todo el mercado te conoce!». En efecto, por algún motivo todo el mercado me conoce —añadió Kolia con orgullo—. Así que fuimos todos a ver al juez de paz, también llevaron el ganso. Miro y veo que el mozo se ha acobardado y se ha puesto a lloriquear, de verdad, lloriqueaba como una mujer. Y el pastor de los gansos gritaba: «¡Así puede uno aplastar todos los gansos que quiera!». Había testigos, naturalmente. El juez de paz acabó en un momento: que le den un rublo al pastor, y el mozo que se quede con el ganso. Y en lo sucesivo que no se permita gastar estas bromas. Y el mozo venga a berrear como una mujer: «No he sido yo —decía—, él me ha incitado», y me señalaba a mí. Le respondí completamente sereno que yo no lo había aleccionado para nada, que yo simplemente había expuesto la idea principal y le había hablado de un proyecto. El juez Nefiódov sonrió, pero luego se enfadó consigo mismo por haber sonreído: «Ahora mismo —me dice— enviaré un informe a sus superiores para que en adelante no vuelva a dedicarse a semejantes proyectos en lugar de estar sentado delante de un libro estudiando sus lecciones». No informó a los superiores, era una broma, pero la noticia se difundió y llegó a sus oídos, ¡y aquí hay quien tiene muy buen oído! El que más se indignó fue el profesor de clásicas, Kolbásnikov, pero Dardanélov me defendió otra vez. Y Kolbásnikov ahora está furioso con todos nosotros, como un burro verde. Iliusha, ¿sabes que se ha casado? Ha conseguido de los Mijáilov una dote de mil rublos; eso sí, la novia es un espantajo de mucho cuidado. Los de tercero enseguida compusieron un epigrama:

Asombrados dejó a los de tercero la novedad

de la boda de Kolbásnikov, entre tanta suciedad.

»Y sigue, es muy divertido, luego te lo traeré. De Dardanélov no digo nada, es un hombre de conocimientos, de conocimientos incuestionables. A la gente como él la respeto, y no porque me haya defendido…

—Pero ¡tú le diste una buena lección con lo de la fundación de Troya! —apuntó Smúrov, decididamente orgulloso de Krasotkin en ese momento. Le había gustado mucho la historia del ganso.

—¿De verdad le dio una lección, señor? —preguntó lisonjero el capitán—. ¿Se refiere a eso de quién fundó Troya, señor? Ya habíamos oído que lo puso usted en un aprieto, señor. Ya entonces me lo contó Iliúshechka…

—Papá, él lo sabe todo, ¡sabe más que nadie! —intervino también Iliusha—. Solo finge que es así, pero es el mejor alumno en todas las asignaturas…

Iliusha miraba a Kolia con felicidad inmensa.

—Eso de Troya es una tontería, no es nada. Yo mismo creo que esa cuestión no tiene importancia —intervino Kolia con orgullosa modestia. Había dado con el tono justo, aunque también estaba algo preocupado. Sentía que estaba muy excitado y que la historia del ganso, por ejemplo, la había contado con demasiado sentimiento, mientras que Aliosha había guardado silencio durante todo el relato y estaba serio, y al orgulloso muchacho poco a poco empezó a roerle el corazón: «¿No será que está callado porque me desprecia pensando que estoy buscando sus elogios? En ese caso, si se atreve a pensar eso, entonces yo»…—. Creo que esa cuestión no tiene ninguna importancia —insistió con orgullo.

—Pues yo sé quién fundó Troya —dijo de pronto y de forma completamente inesperada un chico que hasta entonces casi no había abierto la boca, callado y aparentemente tímido; era muy guapo, tenía unos once años y se apellidaba Kartashov. Estaba sentado justo al lado de la puerta. Kolia lo miró con sorpresa y gravedad. El caso es que la cuestión de quién exactamente había fundado Troya se había convertido en un misterio en todas las clases y para desentrañarlo había que leer a Smarágdov. Pero, aparte de Kolia, nadie tenía ese libro. Y resulta que Kartashov, a hurtadillas, en una ocasión en que Kolia se había dado la vuelta, abrió rápidamente el Smarágdov, que estaba entre sus libros, y fue a dar directamente con el pasaje donde se hablaba de los fundadores de Troya. Esto había sucedido hacía tiempo, pero él se había quedado algo turbado y no se había decidido a confesar públicamente que sabía quién había fundado Troya, pues temía que no le serviría de nada y que Kolia lo haría sentirse incómodo. Pero en ese momento, por alguna razón, no pudo contenerse y lo dijo. Hacía mucho que quería hacerlo.

—Bueno, y ¿quién fue? —Kolia se volvió hacia él, arrogante y altanero, adivinando por su expresión que en efecto lo sabía y preparándose de inmediato para hacerle pagar las consecuencias. En el estado de ánimo colectivo se dio eso que llaman disonancia.

—Troya fue fundada por Teucro, Dárdano, Ilio y Tros —dijo de golpe el niño poniéndose colorado, tanto que daba pena verlo. Pero todos los chicos lo miraban de hito en hito, lo miraron un minuto entero y después todos esos ojos se volvieron al unísono hacia Kolia. Éste, desdeñoso y frío, seguía midiendo con la mirada al niño impertinente.

—Y ¿qué es eso de que la fundaron? —se dignó hablar por fin—. ¿Qué significa, en general, fundar una ciudad o un estado? ¿Qué hicieron, llegaron allí y cada uno puso un ladrillo?

Se oyeron risas. El chico culpable pasó del rosa al rojo vivo. Estaba callado, a punto de echarse a llorar. Kolia lo tuvo así un minuto más.

—Para hablar de acontecimientos históricos como la fundación de una nación, primero hay que entender lo que esto significa —recalcó con severidad—. Yo, de todos modos, no doy importancia a todos esos cuentos de viejas, en general no le tengo mucho respeto a la historia universal —añadió de pronto con desdén, dirigiéndose ya a todos.

—¿A la historia universal? —preguntó, algo asustado, el capitán asistente.

—Sí, a la historia universal. El estudio de una serie de tonterías humanas, nada más. Solo respeto las matemáticas y las ciencias naturales —se jactó Kolia mirando fugazmente a Aliosha: su opinión era la única que temía en ese momento. Pero Aliosha seguía callado y estaba igual de serio que antes. Si hubiera dicho cualquier cosa, el asunto se habría dado por zanjado de inmediato, pero Aliosha guardaba silencio y «su silencio podría ser desdeñoso», así que Kolia terminó por enojarse—. Y además tenemos las lenguas clásicas: sencillamente una locura, nada más… Veo que de nuevo no está de acuerdo conmigo, Karamázov.

—No lo estoy. —Aliosha sonrió discretamente.

—Las lenguas clásicas, si quieren oír toda mi opinión, son una medida policial[10], se han introducido solo por eso —poco a poco volvía a faltarle el aire—, se han introducido porque son aburridas y porque embotan las facultades. Ya era aburrido, así que ¿qué hacer para que lo sea más aún? Ya era absurdo, así que ¿qué hacer para que lo sea más aún? Pues se inventaron las lenguas clásicas. Ésa es toda mi opinión sobre ellas y espero no cambiarla nunca —concluyó bruscamente Kolia. Le habían aparecido en las mejillas unos puntos rojos de rubor.

—Es verdad —convino Smúrov, que había estado escuchando aplicadamente, con voz sonora y segura.

—Pero ¡si es el mejor en latín! —gritó un chico entre el grupo.

—Sí, papá, habla así, pero es el mejor de la clase en latín —confirmó Iliusha.

—¿Y qué? —Kolia consideró necesario defenderse, aunque le habían agradado mucho los elogios—. Me aprendo el latín porque tengo que hacerlo, porque le prometí a mi madre terminar el curso y, en mi opinión, haga uno lo que haga, debe hacerlo bien, pero en lo profundo de mi alma desprecio el clasicismo y todas esas mezquindades… ¿No está de acuerdo, Karamázov?

—Pero ¿por qué «mezquindades»? —Aliosha volvió a esbozar una sonrisa.

—Por favor, si todos los clásicos están traducidos a todos los idiomas; por tanto el latín no lo necesitan para que estudiemos a los clásicos, sino solo como medida policial y para embotar nuestras facultades. ¿Cómo no ver aquí una mezquindad?

—Y ¿quién le ha enseñado todo eso? —exclamó al fin Aliosha, sorprendido.

—En primer lugar, soy capaz de entenderlo yo solo, sin que me lo enseñen, y en segundo lugar ha de saber que esto mismo que acabo de decir yo sobre los clásicos traducidos lo dijo en voz alta a toda la clase de tercero el profesor Kolbásnikov…

—¡Ha venido el médico! —exclamó de repente Nínochka, callada hasta entonces.

En efecto, a la puerta cochera de la casa había llegado el carruaje de la señora Jojlakova. El capitán asistente, que llevaba toda la mañana esperando al médico, salió disparado a la puerta para recibirlo. La madre se arregló y adoptó un aire de importancia. Aliosha se acercó a Iliusha y empezó a colocarle la almohada. Nínochka observaba intranquila desde su sillón cómo le arreglaba la cama. Los chicos empezaron a despedirse precipitadamente, algunos prometieron pasar por la tarde. Kolia llamó a Perezvón, que saltó de la cama.

—¡Yo no me voy, no me voy! —le dijo a Iliusha a toda prisa—. Esperaré en el vestíbulo y vendré cuando se haya ido el médico, traeré a Perezvón.

El médico ya estaba entrando, una figura majestuosa con abrigo de piel de oso, largas patillas oscuras y barbilla lustrosamente afeitada. Tras franquear el umbral, se detuvo repentinamente como confuso, seguramente le parecía que se había equivocado de sitio: «¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?», farfulló sin quitarse el abrigo de los hombros ni la gorra de piel de foca con visera de idéntica piel de la cabeza. El gentío, la pobreza de la estancia, la ropa tendida en un rincón lo habían desconcertado. El capitán se inclinó ante él casi hasta el suelo.

—Es aquí, señor, aquí —farfullaba obsequioso—, es aquí, señor, está en nuestra casa, señor…

—¿Sne-gui-riov? —pronunció el médico en voz alta y majestuosa—. ¿Es usted el señor Sneguiriov?

—Sí, señor.

—¡Ah!

El médico volvió a examinar la habitación con aprensión y se quitó el abrigo. Todos quedaron deslumbrados por la importante condecoración que llevaba al cuello. El capitán agarró al vuelo el abrigo mientras el médico se quitaba la gorra.

—¿Dónde está el paciente? —preguntó en tono alto e imperioso.

VI. Desarrollo precoz

—¿Qué cree que le dirá el médico? —dijo Kolia precipitadamente—. Por cierto, vaya jeta tan detestable, ¿verdad? ¡No soporto la medicina!

—Iliusha se está muriendo. Me parece que eso es seguro —respondió Aliosha tristemente.

—¡Estafadores! ¡La medicina es una estafa! Pero me alegro de haberle conocido, Karamázov, hacía mucho que quería conocerle. Solo que es una pena que hayamos coincidido en un momento tan triste…

Kolia tenía muchas ganas de decir algo aún más intenso, más expansivo, pero era como si algo se lo impidiera. Aliosha se dio cuenta, sonrió y le apretó la mano.

—Hace tiempo que aprendí a estimar a la persona singular que hay en usted —volvió a farfullar Kolia, desconcertado e incómodo—. He oído decir que es usted un místico y que ha estado en un monasterio. Sé que es un místico, pero… eso no me ha detenido. El contacto con la realidad le curará… Con una naturaleza como la suya, no puede ser de otro modo.

—¿Qué entiende usted por místico? ¿Curarme de qué? —Aliosha estaba un poco sorprendido.

—Bueno, de Dios y esas cosas.

—Pero ¿de verdad no cree usted en Dios?

—Al contrario, no tengo nada en contra de Dios. Por supuesto que Dios es solo una hipótesis… pero… reconozco que es necesario, para el orden… para el orden del universo y todo eso… y si no existiera habría que inventarlo[11] —añadió Kolia, que empezaba a ponerse colorado. De repente se había figurado que Aliosha iba a pensar de él que quería exhibir sus conocimientos y demostrar lo «mayor» que era. «Y yo para nada quiero exhibir mis conocimientos ante él», pensó indignado. Y de pronto se sintió terriblemente disgustado—. Confieso que no puedo participar en todas esas disputas —zanjó—, y es que se puede amar a la humanidad sin creer en Dios,[12] ¿qué opina usted? Voltaire no creía en Dios pero amaba a la humanidad, ¿no?

«¡Otra vez! ¡Otra vez!», se dijo.

—Voltaire creía en Dios, aunque parece que no mucho, y por lo visto tampoco amaba mucho a la humanidad —dijo Aliosha tranquilo, reservado y con toda naturalidad, como si estuviera hablando con una persona de su misma edad o incluso mayor que él. Precisamente a Kolia le sorprendía esa especie de inseguridad de Aliosha al opinar sobre Voltaire y que le devolviera la pregunta a él, al pequeño Kolia, para que la resolviera—. ¿Ha leído usted a Voltaire? —concluyó Aliosha.

—No, no se puede decir que lo haya leído… Bueno, he leído Cándido, en la traducción rusa… una traducción antigua, monstruosa, ridícula…

«¡Otra vez, otra vez!»

—¿Y lo ha comprendido?

—Huy, sí, todo… es decir… ¿por qué cree que podría no haberlo comprendido? Claro que hay muchas cosas indecentes… Por supuesto que estoy en condiciones de comprender que es una novela filosófica y que se ha escrito para aplicar una idea… —Kolia ya se había liado del todo—. Yo soy socialista, Karamázov, soy un socialista incorregible —concluyó sin que viniera al caso.

—¿Socialista? —Aliosha se echó a reír—. Pero si no le ha dado tiempo, solo tiene trece años, creo.

Kolia se revolvió.

—En primer lugar, no son trece, sino catorce, dentro de dos semanas tendré catorce —se encendió—, y, en segundo lugar, no entiendo en lo más mínimo qué tiene que ver mi edad aquí. Estamos hablando de mis convicciones, y no de los años que tengo, ¿o no?

—Cuando tenga más años, verá por sí mismo la importancia de la edad para las convicciones. También me ha parecido que no habla con palabras propias —respondió Aliosha modesta y tranquilamente, pero Kolia le interrumpió acalorado.

—Ya veo, usted quiere obediencia y misticismo. Estará de acuerdo conmigo en que, por ejemplo, la fe cristiana solo ha servido para que ricos y nobles tengan esclavizada a la clase baja, ¿o no?

—Ah, sé dónde ha leído eso, y ¡alguien ha tenido que enseñárselo! —exclamó Aliosha.

—Vaya, ¿por qué he tenido que leerlo? Y nadie en absoluto me lo ha enseñado. Puedo yo solo… Y, si usted quiere, no estoy en contra de Cristo. Era una personalidad plenamente humana y, de estar vivo en nuestros días, iría directamente a unirse a los revolucionarios y puede que hasta tuviera un papel destacado… Incluso eso es seguro.

—Bueno, pero ¿de dónde se ha sacado todo eso? ¿Con qué idiota se ha mezclado? —exclamó Aliosha.

—Ya ve, no se puede ocultar la verdad. Yo, naturalmente, suelo hablar con el señor Rakitin por cierto motivo, pero… Ya lo dijo el viejo Belinski, según dicen.

—¿Belinski? No lo recuerdo, eso no lo escribió en ningún sitio.

—Pues si no lo escribió, dicen que lo dijo. Yo se lo he oído a un… ¡qué diablos!…

—Y ¿ha leído a Belinski?

—Verá… no… no lo he leído, pero… pero sí he leído el pasaje sobre Tatiana, de por qué no se fue con Oneguin[13].

—¿Que no se fue con Oneguin? ¿Acaso usted ya… entiende eso?

—Por lo que más quiera, parece que me ha tomado por el pequeño Smúrov. —Kolia sonrió irritado—. Además, no vaya usted a pensar que tengo tanto de revolucionario, por favor. Con mucha frecuencia no estoy de acuerdo con el señor Rakitin. Si hablamos de Tatiana, no estoy a favor de la emancipación de la mujer. Considero que la mujer es una criatura subordinada y debe obedecer. Les femmes tricotent[14], como dijo Napoleón —por alguna razón, Kolia se sonrió—, y al menos en esto sí comparto del todo las convicciones de ese pseudo gran hombre. Por ejemplo, también creo que dejar la patria camino de América es ruin, peor que ruin, es estúpido. ¿Para qué irse a América cuando aquí podemos ser de gran utilidad a la humanidad? Sobre todo ahora. Hay una cantidad enorme de actividades fructíferas. Así respondí yo.

—¿Cómo que respondió? ¿A quién? ¿Es que alguien le ha invitado a ir a América?

—Admito que me lo han sugerido, pero yo me negué. Que quede entre nosotros, Karamázov, ni una palabra a nadie. Solo se lo he dicho a usted. No tengo ninguna gana de acabar en las garras de la Tercera Sección y recibir lecciones junto al Puente de las Cadenas[15]:

¡Recordarás el edificio

junto al Puente de las Cadenas![16]

»¿Se acuerda? ¡Es magnífico! ¿De qué se ríe? ¿Piensa que no hago más que contarle mentiras?

«¿Y si se entera de que en el armario de mi padre no hay más que un número de La Campana[17], y que no he leído nada más sobre eso?», pensó fugazmente pero con temor.

—Huy, no, no me estoy riendo y no creo en absoluto que me esté contando mentiras. Eso es precisamente lo que pasa, que no lo creo porque todo eso, ay, ¡es la pura verdad! Pero, dígame, a Pushkin, entonces, ¿lo ha leído? ¿Ha leído el Oneguin? Como ha hablado de Tatiana…

—No, todavía no, pero quiero leerlo. No tengo prejuicios, Karamázov. Quiero oír a las dos partes. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada.

—Dígame, Karamázov, usted me desprecia muchísimo, ¿no? —le atajó Kolia, irguiéndose frente a Aliosha como marcando su posición—. Haga el favor, dígamelo sin rodeos.

—¿Que yo le desprecio? —Aliosha le miraba sorprendido—. Y ¿por qué? Simplemente me da pena que una naturaleza encantadora como la suya y que aún no ha empezado a vivir esté ya pervertida por todas esas burdas tonterías.

—No se preocupe por mi naturaleza —le interrumpió Kolia no sin arrogancia—, pero es verdad que soy desconfiado. Estúpidamente desconfiado, burdamente desconfiado. Usted ha sonreído y me ha parecido que…

—Ah, he sonreído por otra cosa. Mire por qué sonreía: hace poco leí la opinión de un extranjero, de un alemán, que ha vivido en Rusia, sobre nuestros jóvenes estudiantes de hoy: «Muéstrele —escribe— a un escolar ruso un mapa del cielo estrellado del que hasta ese momento no tenía ni la menor idea y al día siguiente se lo devolverá corregido». Cero conocimiento y presunción sin límites, eso es lo que quería decir el alemán sobre los escolares rusos.

—¡Ah, es completamente cierto! —Kolia se echó a reír a carcajadas—. ¡Ciertísimo! ¡Punto por punto! ¡Bravo, alemán! Pero ese teutón no ha sabido ver la parte positiva, ¿usted qué cree? La presunción, de acuerdo, es por la edad, puede corregirse si fuera necesario corregirla, pero, por otra parte, está el espíritu independiente casi desde la misma infancia, la audacia de pensamiento y de convicciones y no ese espíritu salchichero suyo de servilismo ante las autoridades… Pero, aun así, ¡qué bien ha hablado el alemán! ¡Bravo, alemán! Aunque, de todas formas, hay que aplastar a los alemanes. De acuerdo que allí son buenos en ciencias, pero aun así hay que aplastarlos…

—¿Aplastarlos? ¿Por qué? —Aliosha sonrió.

—Bueno, puede que fuera un disparate, estamos de acuerdo. A veces soy un niño terrible y, cuando me alegro por alguna razón, soy incapaz de contenerme y no hago más que soltar sandeces. Escuche, usted y yo, no obstante, estamos aquí hablando de nimiedades y ese médico lleva un buen rato ahí dentro encerrado. Aunque quizá también esté examinando a «mami» y a la tullida Nínochka. ¿Sabe?, me gusta esa Nínochka. De pronto me ha susurrado mientras salía: «¿Por qué no ha venido antes?». ¡Y con qué voz, con un reproche! Me parece que es tremendamente buena y digna de lástima…

—¡Sí, sí! Si va a venir por aquí, ya verá qué clase de criatura es. Le vendrá muy bien conocer a tales criaturas para saber valorar muchas otras cosas que descubrirá precisamente conociéndolas —observó Aliosha con calor—. Eso le hará cambiar más que ninguna otra cosa.

—¡Ay, cuánto lamento y me reprocho por no haber venido antes! —exclamó Kolia con un amargo sentimiento.

—Sí, es una pena. Ya ha visto usted qué impresión tan alegre le ha causado a la pobre criaturita. ¡Cuánto se habrá consumido en la espera!

—¡No me lo diga! Lo que hace es enconar la herida. Por lo demás, me lo tengo merecido: si no he venido, ha sido por amor propio, por un amor propio egoísta y por un despotismo vil del que no he podido liberarme en toda la vida aunque haya intentado cambiar. Ahora veo que soy un canalla en muchos aspectos, Karamázov.

—No, tiene una naturaleza encantadora, aunque se haya pervertido, y comprendo bien por qué ha podido tener tanta influencia sobre ese chico noble y enfermizamente sensible —respondió Aliosha acaloradamente.

—Y ¡usted me dice eso a mí! —gritó Kolia—. Imagínese, y yo que pensaba (¡en el tiempo que llevo hoy aquí lo he pensado varias veces!)… yo que pensaba que usted me despreciaba. ¡Si usted supiera cómo valoro su opinión!

—Pero ¿tan desconfiado es usted? ¡A su edad! Bueno, imagínese, antes, mirándole mientras hablaba, precisamente he pensado que debía ser muy desconfiado.

—¿Eso ha pensado? Caramba, vaya ojo tiene usted, ya lo ve. Apuesto a que ha sido cuando estaba contando lo del ganso. Precisamente en ese instante me he creído que me despreciaba profundamente por esas ganas mías de ser el protagonista, incluso sentí odio y empecé a decir cosas absurdas. Después me he imaginado (esto ya ha sido ahora mismo, aquí), cuando estaba diciendo: «Si Dios no existiera habría que inventarlo», que tenía demasiadas ganas de demostrarle mi instrucción, sobre todo porque esa frase la he leído en un libro. Pero le juro que las ganas de exhibirme no se debían a la soberbia, sino… bueno, no sé por qué, a la alegría, eso es, a la alegría… aunque es un rasgo profundamente vergonzoso que uno vaya por ahí molestando a todo el mundo por alegría. Eso ya lo sé yo. Pero ahora, en cambio, estoy convencido de que usted no me desprecia, sino que son imaginaciones mías. ¡Ay, Karamázov, soy tan desgraciado! A veces me imagino, Dios sabrá por qué, que todos, todo el mundo, se ríen de mí, y en esos momentos estoy dispuesto a destruir todo el orden de las cosas.

—Y hace sufrir a quienes le rodean —sonrió Aliosha.

—Y hago sufrir a quienes me rodean, especialmente a mi madre. Karamázov, dígame, ahora ¿estoy haciendo mucho el ridículo?

—¡No piense eso! ¡No lo piense en absoluto! —exclamó Aliosha—. Además, ¿qué es hacer el ridículo? Hoy día casi todas las personas con talento tienen un miedo terrible a hacer el ridículo y por eso son desgraciadas. No puede dejar de sorprenderme que haya empezado usted a sentirse así tan pronto, aunque, por lo demás, hace mucho que lo vengo notando y no solo en usted. Hoy día hasta los niños casi han empezado a sufrir por ello. Es poco menos que una locura. El diablo se ha encarnado en ese amor propio y se ha introducido en toda una generación; precisamente el diablo —añadió Aliosha sin sonreír en absoluto, a pesar de lo que había estado a punto de pensar Kolia, que lo miraba de hito en hito—. Usted es como todos —concluyó Aliosha—, o como muchos; simplemente no sea como todos y ya está.

—¿A pesar de que todos son así?

—Eso es, a pesar de que todos son así. Sea usted el único distinto. En realidad, usted no es como todos, por ejemplo, ahora no ha tenido vergüenza en confesar algo tonto y hasta ridículo. Y en nuestros días ¿quién más lo habría hecho? Nadie, incluso han dejado de considerar necesario censurarse a sí mismos. Así pues, no sea como todos, aunque sea usted el único diferente, no sea como todos.

—¡Magnífico! No me he equivocado con usted. Es capaz de consolar. ¡Oh, cuánto deseaba conocerle, Karamázov! ¡Hacía tanto tiempo que buscaba este encuentro! ¿De verdad usted también pensaba en mí? Hace un momento ha dicho que también pensaba en mí.

—Sí, había oído hablar de usted y pensaba en usted… y, si en parte lo pregunta por amor propio, no pasa nada.

—¿Sabe una cosa, Karamázov? Nuestras declaraciones se parecen mucho a una declaración de amor —dijo Kolia con voz débil y avergonzada—. Eso no será algo ridículo, ¿verdad?

—En absoluto y, aunque fuera ridículo, no pasaría nada, porque es algo bueno. —Aliosha sonrió radiante.

—Pero, Karamázov, admitirá que ahora está un poco avergonzado de estar conmigo… Lo veo en sus ojos. —Kolia esbozó una sonrisa un tanto maliciosa, pero también casi de felicidad.

—¿Avergonzado? ¿Por qué?

—Entonces, ¿por qué se ha puesto colorado?

—¡Usted ha hecho que me ponga colorado! —Aliosha se echó a reír y, en efecto, enrojeció totalmente—. Bueno, sí, un poco avergonzado sí, Dios sabrá por qué, yo no sé por qué… —farfulló casi desconcertado.

—¡Oh, cuánto le quiero y le aprecio en este momento precisamente por eso, porque se siente avergonzado de estar conmigo! ¡Porque usted es como yo! —exclamó Kolia totalmente extasiado. Las mejillas le ardían, los ojos le brillaban.

—Oiga, Kolia, va a ser usted, por cierto, un hombre muy desgraciado en la vida —dijo de pronto Aliosha sin saber muy bien por qué.

—Lo sé, lo sé. ¡Usted lo sabe todo de antemano! —corroboró Kolia al instante.

—Pero, aun así, bendecirá la vida en su conjunto.

—¡Exactamente! ¡Hurra! ¡Es usted un profeta! Oh, vamos a entendernos, Karamázov. ¿Sabe?, lo que más me maravilla es que habla conmigo como con un igual. Y no somos iguales, no, no somos iguales, ¡usted es superior! Pero vamos a entendernos. ¿Sabe?, todo este último mes me decía: «¡O nos hacemos amigos de golpe y para siempre o a la primera nos separamos como enemigos hasta la tumba!».

—Y, diciendo eso, usted ya me quería, naturalmente. —Aliosha reía alegremente.

—Le quería, le quería terriblemente, ¡le quería y soñaba con usted! Pero ¿cómo sabía todo eso de antemano? Vaya, ahí está el médico. Señor, va a decir algo, ¡mire qué cara tiene!

VII. Iliusha

El médico salía de la estancia envuelto de nuevo en el abrigo de piel y con la gorra en la cabeza. Tenía cara casi de enfado y aprensión, como si temiera mancharse con algo. Echó un vistazo rápido por el zaguán y miró con severidad a Aliosha y a Kolia. Desde la puerta Aliosha le hizo un gesto con la mano al cochero y el carruaje que había traído al médico se acercó hasta la entrada. El capitán asistente salió precipitadamente detrás del médico e inclinándose, casi doblándose, lo detuvo para una última palabra. La cara del pobre hombre estaba destrozada, la mirada asustada:

—Excelencia, excelencia… ¿de veras?… —empezó, pero no terminó de hablar, solo juntó las manos con desesperación, aunque seguía mirando al médico en un último ruego, como si de verdad con una palabra suya se pudiera cambiar el veredicto del pobre niño.

—¿Qué quiere que haga? ¡No soy Dios! —respondió el médico en tono desdeñoso aunque imponente, como acostumbraba.

—Doctor… Excelencia… y ¿será pronto, lo será?

—Pre-pá-ren-se para cualquier cosa —respondió el médico recalcando cada sílaba y, bajando la vista, se dispuso a cruzar el umbral y encaminarse hacia el carruaje.

—¡Excelencia, por el amor de Dios! —volvió a detenerlo asustado el capitán—. ¡Excelencia!… Entonces, ¿ya nada, de verdad que ya nada puede ahora salvarlo?…

—Ahora no de-pen-de de mí —dijo el médico con impaciencia—, sin embargo, hum… —se detuvo de repente—, si usted pudiera, por ejemplo, en-vi-ar… al paciente… ahora mismo y sin perder ni un momento —las palabras «ahora mismo y sin perder ni un momento» el médico las pronunció ya no en tono severo, sino casi furioso, tanto que el capitán asistente casi se estremeció— a Si-ra-cu-sa, quizá… gracias a unas condiciones cli-má-ti-cas nuevas y pro-pi-ci-as… podría, tal vez, ocurrir…

—¡A Siracusa! —gritó el capitán asistente como si no entendiera nada.

—Siracusa está en Sicilia —intervino en voz alta Kolia para aclarárselo. El médico lo miró.

—¡A Sicilia! Bátiushka, excelencia —el capitán asistente estaba desconcertado—, pero ¡usted lo ha visto! —Abarcó con ambas manos todo cuanto lo rodeaba para indicar sus circunstancias—. Y ¿qué hago con mami, qué hago con la familia?

—Nooo, su familia no tiene que ir a Sicilia, envíe su familia al Cáucaso al principio de la primavera… Envíe a su hija al Cáucaso, y a su esposa… Si hiciera una cura de aguas en el Cáu-ca-so en vista de su reumatismo… y justo después la en-via-ra a París, a la clínica del doctor en psi-quia-trí-a Le-pel-le-tier… yo podría darle una nota para él, entonces… podría, tal vez, ocurrir…

—¡Doctor, doctor! Pero ¡ya lo está viendo! —el capitán volvió a abrir los brazos señalando desesperado las paredes de troncos desnudas del zaguán.

—Eso ya no es asunto mío —se sonrió el médico—, yo solo he dicho lo que la cien-cia podía decir a su pregunta sobre los últimos medios, lo demás… sintiéndolo…

—No se preocupe, galeno, mi perro no va a morderle —soltó en voz alta Kolia tras advertir la mirada algo inquieta del médico a Perezvón, que estaba en el umbral. Se podía percibir una nota de rabia en su voz. Había dicho «galeno» en lugar de médico a propósito; «lo dije para ofender», explicaría más tarde.

—¿Qué significa esto? —El médico levantó la cabeza después de mirar sorprendido a Kolia—. ¿Quién es éste? —le preguntó de repente a Aliosha, como pidiéndole cuentas.

—Soy el dueño de Perezvón, galeno, no se preocupe por mí —recalcó Kolia.

—¿Zvon? —repitió el médico, sin entender qué era eso de «Perezvón»[18].

—Habla sin ton ni son. Adiós, galeno, nos vemos en Siracusa.

—¿Quién es é-se? ¿Quién? ¿Quién? —El médico, de pronto, se sulfuró terriblemente.

—Es un escolar de por aquí, doctor, un chico travieso, no le haga caso —dijo Aliosha atropelladamente con el ceño fruncido—. ¡Kolia, cállese! —le gritó a Krasotkin—. No hay que prestarle atención, doctor —repitió ya un tanto impaciente.

—Unos a-zo-tes, eso es lo que necesita, unos a-zo-tes. —El médico, que había montado en cólera, se puso a patalear.

—Pues sabe, galeno, ¡puede que Perezvón sí que muerda! —dijo Kolia con voz temblorosa, pálido y con los ojos brillantes—. ¡Ici, Perezvón!

—¡Kolia, si dice una sola palabra más, romperé con usted para siempre! —gritó Aliosha con autoridad.

—Galeno, en todo el mundo solo hay un ser que puede dar órdenes a Nikolái Krasotkin, y es este hombre —Kolia señaló a Aliosha—, a él me someto. ¡Adiós!

Salió disparado y, tras abrir la puerta, entró en la habitación. Perezvón se lanzó tras él. El médico se quedó unos cinco segundos como pasmado mirando a Aliosha, a continuación escupió y se fue rápidamente hacia el carruaje repitiendo en voz alta: «Esto, esto, esto… ¡no sé lo que es esto!». El capitán corrió a ayudarlo a subir. Aliosha entró en la habitación siguiendo a Kolia. Éste ya estaba en la cama de Iliusha. Iliusha le cogía de la mano y llamaba a su padre. Un minuto después regresó el capitán asistente.

—Papá, papá, ven aquí… nosotros… —empezó Iliusha enormemente agitado, pero, al parecer sin fuerzas para seguir, alargó sus demacrados brazos y con fuerza, con toda la que podía, abrazó a los dos a la vez, a Kolia y a su padre, uniéndolos en un único abrazo y estrechándose contra ellos. El capitán empezó a temblar entre sollozos ahogados y a Kolia le temblaban los labios y la barbilla—. ¡Papá, papá! ¡Cuánto lo siento por ti, papá! —Iliusha gemía amargamente.

—Iliúshechka… corazón… el médico ha dicho… Te vas a poner bien… Seremos felices… El médico… —empezó a decir el capitán asistente.

—¡Ay, papá! Sé lo que te ha dicho el médico nuevo… ¡Lo he visto! —exclamó Iliusha y volvió a estrechar a los dos con todas sus fuerzas, escondiendo la cara en el hombro de su padre—. Papá, no llores… y, cuando muera, busca a un buen chico, a otro… Elige a uno de ellos, a uno bueno, llámale Iliusha y quiérelo a él en mi lugar…

—No digas nada, viejo, ¡vas a curarte! —gritó Krasotkin, parecía furioso.

—Y no me olvides nunca, papá —continuaba Iliusha—, ven a visitarme a la tumba… Papá, entiérrame junto a nuestra roca grande, a la que íbamos a pasear tú y yo, ven a visitarme con Krasotkin, por las tardes… Y Perezvón… yo os esperaré… ¡Papá, papá!

Se le cortó la voz, los tres se quedaron abrazados en silencio. En su sillón, Nínochka también lloraba en silencio y, de repente, al ver a todos llorando, también la madre se cubrió de lágrimas.

—¡Iliúshechka, Iliúshechka! —decía.

Krasotkin se liberó del abrazo de Iliusha.

—Adiós, viejo, me espera mi madre para comer —dijo precipitadamente—. Es una pena no haberla advertido. Se va a preocupar mucho… Pero después de comer vendré enseguida a verte, todo el día, toda la tarde, y te contaré muchas cosas, ¡muchas! Y traeré a Perezvón, ahora me lo llevo porque, si no estoy, empezará a aullar y te va a molestar. ¡Hasta la vista!

Y salió corriendo al zaguán. No quería echarse a llorar, pero aun así, en el zaguán se deshizo en lágrimas. Y en ese estado se lo encontró Aliosha.

—Kolia, es indispensable que cumpla su palabra y venga, o Iliusha se afligirá muchísimo —dijo Aliosha con tono insistente.

—¡Lo haré! Oh, cuánto me maldigo por no haber venido antes —farfulló Kolia llorando y ya sin turbarse por hacerlo. En ese momento el capitán salió como volando de la habitación y al instante cerró la puerta. Tenía el rostro exaltado, los labios le temblaban. Delante de los dos jóvenes suplicó con las manos.

—¡No quiero un buen chico! ¡No quiero otro chico! —susurró violentamente, le rechinaban los dientes—. Jerusalén, si yo de ti me olvido, que se pegue…[19]

No terminó de hablar, se ahogaba, se arrodilló sin fuerzas frente al banco de madera. Apretando los puños contra la cabeza, empezó a sollozar aullando absurdamente, pero aun así conteniéndose con todas sus fuerzas para que los aullidos no se oyeran en el interior de la isba. Kolia salió a la calle.

—¡Adiós, Karamázov! ¿Usted vendrá? —le gritó a Aliosha con brusquedad, enojado.

—Esta tarde estaré seguro.

—Eso que ha dicho él sobre Jerusalén… ¿qué era?

—De la Biblia: «Jerusalén, si yo de ti me olvido», es decir, si me olvido de lo más valioso que tengo, si lo sustituyo, que entonces me derribe…

—Comprendo, ¡es suficiente! ¡Venga usted también! ¡Ici, Perezvón! —le gritó al animal ya completamente furioso y echó a andar hacia su casa con pasos grandes, rápidos.