LIBRO QUINTO
PRO Y CONTRA

I. Compromiso matrimonial

De nuevo fue la señora Jojlakova la primera en recibir a Aliosha. Tenía prisa; había sucedido algo importante: el ataque de histeria de Katerina Ivánovna había derivado en un desvanecimiento, seguido de una debilidad terrible, espantosa.

—Se ha acostado, ha puesto los ojos en blanco y ha empezado a delirar. Ahora tiene fiebre, hemos avisado al doctor Herzenstube, también a las tías. Ellas ya han llegado, pero Herzenstube todavía no. Están esperando en su habitación. No sé qué va a pasar, aunque está inconsciente. ¡Esperemos que no sea una calentura!…

Al expresarse así, la señora Jojlakova daba la sensación de estar bastante asustada. «¡Esto es muy serio, muy serio!», añadía a cada paso, como si todo lo ocurrido antes no hubiera tenido mayor importancia. Aliosha la escuchaba con pesadumbre; había intentado contarle sus propias peripecias, pero la señora Jojlakova lo había interrumpido a las primeras de cambio: no tenía tiempo para eso, y le rogó que, entretanto, fuera a hacer compañía a Lise.

—Lise, mi queridísimo Alekséi Fiódorovich —le susurró casi al oído—, Lise acaba de darme una sorpresa mayúscula, aunque también me ha enternecido, y por eso se lo perdono de corazón. Figúrese que, nada más marcharse usted, ha empezado a manifestar su más sincero arrepentimiento porque, al parecer, había estado burlándose de usted tanto ayer como hoy mismo. En realidad, no se estaba burlando, tan solo era una broma. No obstante, era tan profundo su arrepentimiento, casi se le saltaban las lágrimas, que me he quedado sorprendida. Antes, nunca se arrepentía de verdad cada vez que se reía de mí, todo se lo tomaba en broma. Y ya sabe usted que siempre está tomándome el pelo. Ahora, en cambio, la cosa es bien distinta, ahora va en serio. Lise tiene en muy alta estima su opinión, Alekséi Fiódorovich, y, a ser posible, no se tome a mal lo que le diga, no se enfade con ella. Es lo que hago yo, todo se lo paso por alto, porque el caso es que es tan lista, ¿no le parece? Hace un momento me decía que usted fue el mejor amigo que tuvo en su infancia, «el amigo más auténtico de mi infancia», ha dicho; imagínese, el amigo más auténtico, y ¿yo qué? En este asunto, tiene unos sentimientos, e incluso unos recuerdos, muy profundos, pero lo principal son esas frasecitas y esas palabras, esas palabras tan desconcertantes que te suelta cuando menos te lo esperas. No hace mucho, por ejemplo, dijo algo sobre un pino: cuando era muy pequeña, teníamos un pino en el jardín, puede que todavía siga en pie y no haya razón para hablar en pasado. Los pinos no son como las personas, no cambian en mucho tiempo, Alekséi Fiódorovich. «Mamá —me dice—, me acuerdo de ese pino como si lo hubiera visto en sueños», o sea, «el pino, como en sueños»[1]; bueno, la verdad es que dijo otra cosa, me he hecho un lío, «pino» es una palabra estúpida, pero Lise dijo algo tan original que yo, desde luego, me siento incapaz de reproducirlo. Y, además, se me ha olvidado todo. Bueno, hasta la vista, estoy muy alterada y creo que me voy a volver loca. Ay, Alekséi Fiódorovich, ya me he vuelto loca dos veces, y tuvieron que tratarme. Vaya a ver a Lise. Anímela tan maravillosamente como hace siempre. Lise —gritó, acercándose a su puerta—, te he traído a Alekséi Fiódorovich, que no está enfadado, a pesar de lo mucho que lo has ofendido, te lo aseguro; al contrario, se asombra de que hayas podido pensarlo.

Merci, maman; pase, Alekséi Fiódorovich.

Aliosha entró. Lise lo miró un tanto confusa y de pronto se ruborizó. Evidentemente, estaba avergonzada y, como suele ocurrir en estos casos, empezó a hablar atropelladamente de algo completamente superfluo, como si fuera lo único que le interesaba en esos momentos.

—Hace un rato, de buenas a primeras, mamá se ha puesto a contarme toda esa historia de los doscientos rublos y del encargo que le habían hecho, Alekséi Fiódorovich… lo de ir a ver a ese pobre oficial… y me ha contado toda esa historia tan terrible de cómo lo humillaron y, ¿sabe usted?, aunque mamá lo contaba de un modo muy embarullado… Ella todo lo lía… Yo lloraba al escucharlo. ¿Qué ha pasado? ¿Le ha dado el dinero? ¿Cómo está ahora ese infeliz?

—Eso es lo malo, que no se lo he dado, y es toda una historia —respondió Aliosha, haciendo, por su parte, como si su mayor preocupación fuera no haberle entregado el dinero, pero Lise se dio perfecta cuenta de que apartaba la vista y procuraba, él también, hablar de asuntos sin importancia. Aliosha se sentó a la mesa y empezó a relatar lo ocurrido, pero con las primeras palabras cesó su turbación y, de paso, encandiló a Lise. Hablaba bajo el influjo de un intenso sentimiento y de la extraordinaria impresión de lo que había pasado poco antes, y se las ingenió para contarlo todo con propiedad y pormenorizadamente. En otros tiempos, cuando aún vivía en Moscú, siendo Lise una niña, le gustaba ir a verla y contarle cosas, bien de sus vivencias, bien de sus lecturas, bien de sus recuerdos de infancia. A veces incluso soñaban los dos juntos y armaban de consuno verdaderas historias, las más de las veces, eso sí, alegres y divertidas. Ahora era como si se hubiesen transportado de repente a aquel tiempo vivido allá en Moscú, un par de años antes. Lise estaba realmente conmovida con el relato. Aliosha, con ardoroso sentimiento, supo trazar ante ella el retrato de «Iliúshechka». Cuando acabó de relatar, con todo lujo de detalles, la escena en la que aquel desdichado pisoteó el dinero, Lise, juntando las manos, exclamó con una emoción incontenible:

—¡Así que no le ha dado el dinero! ¡Y lo ha dejado escapar! Dios mío, si al menos hubiera corrido tras él hasta darle alcance…

—No, Lise, mejor que no haya corrido tras él —dijo Aliosha, que se levantó de su asiento y empezó a pasearse por el cuarto, preocupado.

—¿Mejor? ¿Por qué mejor? ¡Ahora están sin pan y van a perecer!

—No van a perecer, porque esos doscientos rublos, de todos modos, no los van a dejar pasar. Mañana los aceptará, en cualquier caso. Seguro que mañana los coge —aseguró Aliosha, paseando caviloso—. Verá, Lise —continuó, deteniéndose de pronto delante de ella—, yo he cometido un error, pero al final ha sido para bien.

—¿Qué error? Y ¿por qué para bien?

—Pues porque es un hombre asustadizo y pusilánime. Está destrozado, pero es muy bueno. No hago más que preguntarme por qué se habrá sentido tan ofendido de repente y le habrá dado por pisotear el dinero; le aseguro que es una decisión que ha tomado en el último momento. Aunque, a mi entender, no le faltaban razones para sentirse ofendido… y era algo inevitable en su situación… Lo primero que le ha molestado ha sido ver que daba rienda suelta a su alegría delante de mí sin ningún disimulo… Si hubiera reaccionado con más comedimiento, sin mostrar abiertamente su alegría, si hubiera empezado a poner peros y a gesticular, como hacen otros, al tomar el dinero, entonces aún habría podido soportarlo y se habría quedado con los billetes. Pero él se ha alegrado con excesiva sinceridad, y eso es humillante. Ay, Lise, se trata de un hombre recto y bueno, ¡eso es lo triste en estos casos! Ha hablado todo el rato con una voz débil, desmayada, atropelladamente, y cada dos por tres se le escapaba una risilla floja o se echaba a llorar… Sí, sí, lloraba, tal era su entusiasmo… Y hablaba de sus hijas… y de un empleo que le iban a ofrecer en otra ciudad… Y, una vez que se hubo desahogado, de pronto se avergonzó de haberme abierto así su alma. Y en ese mismo instante me odió. Es uno de esos pobres increíblemente vergonzosos. Se sintió ofendido, sobre todo, porque me había tomado enseguida por un amigo y se había entregado a mí demasiado pronto: al principio, se había abalanzado sobre mí y me había dado un susto, pero más tarde fue ver el dinero y empezar a abrazarme. Porque no hacía más que abrazarme, todo el rato estaba tocándome. Y ha tenido que ser todo eso lo que ha sentido como una humillación, y justo en ese momento yo he cometido un error, un error muy importante: voy y le digo que, si no le llega el dinero para trasladarse a otra ciudad, entonces le enviarían más, y que yo mismo podía darle, de mi propio dinero, todo lo que quisiera. Eso ha sido lo que más le ha chocado: ¿por qué tenía que prestarme a ayudarlo también yo? No sé si sabe, Lise, lo penoso que es para una persona humillada que todo el mundo empiece a mirarlo con ojos de benefactor… Eso he oído, así me lo ha contado el stárets. No sé cómo explicarlo, pero yo mismo lo he visto con frecuencia. Y es así, ni más ni menos, como lo siento. Pero lo más importante es que, aunque aquel hombre no sabía que iba a acabar pisoteando los billetes, de hecho no lo supo hasta el último momento, lo cierto es que lo presentía, eso seguro… Por eso estaba tan entusiasmado, porque lo presentía… De ahí que, aunque haya resultado todo tan desagradable, haya sido, al fin y al cabo, para bien. Pienso incluso que ha sido lo mejor que podía haber ocurrido…

—¿Por qué? ¿Por qué ha sido lo mejor que podía haber ocurrido? —exclamó Lise, mirando muy asombrada a Aliosha.

—Porque, si no hubiera pisoteado los billetes y se hubiera quedado con ese dinero, al volver a su casa, después de una hora, más o menos, se habría puesto a llorar, de todas todas, por su humillación. Habría llorado y a lo mejor mañana, antes de clarear, habría venido a verme y me habría tirado los billetes a la cara y los habría pisoteado, como hace un rato. Ahora, en cambio, se ha marchado con la cabeza muy alta, triunfante, aun sabiendo que «se ha buscado la ruina». Así que no hay nada más fácil que conseguir que acepte esos doscientos rublos, mañana a más tardar, porque ya ha dejado constancia de su honor, ha arrojado el dinero, lo ha pisoteado… No podía ignorar, mientras estaba pisoteando los billetes, que yo mañana se los iba a llevar otra vez. A todo esto, necesita ese dinero desesperadamente. Por muy orgulloso que se sienta ahora, hoy mismo se pondrá a pensar en la ayuda a la que ha renunciado. Por la noche no dejará de darle vueltas, soñará con eso, y seguro que por la mañana ya está dispuesto a venir corriendo a verme, a pedirme perdón. Y ahí estaré yo, para decirle: «Pues sí, es usted un hombre orgulloso, lo ha demostrado; aquí tiene, y perdónenos». ¡Y vaya si lo va a aceptar!

Aliosha pronunció esas últimas palabras como extasiado: «¡Y vaya si lo va a aceptar!». Lisa dio unas palmadas.

—¡Claro que sí! ¡Ahora lo comprendo con toda claridad! ¿Cómo sabe usted todas estas cosas, Aliosha? Tan joven, y ya conoce los secretos del alma… A mí nunca se me habría ocurrido…

—Ahora lo principal es convencerlo de que, por mucho que acepte nuestro dinero, está en pie de igualdad con nosotros —prosiguió Aliosha, con el mismo entusiasmo—; no ya en pie de igualdad, sino en pie de superioridad incluso…

—«En pie de superioridad»: es magnífico, Alekséi Fiódorovich; pero ¡siga, siga!

—O sea, no me he expresado bien… con lo del pie de superioridad… pero no importa, porque…

—Ay, no importa, no importa, pero ¡si no importa! Disculpe, Aliosha, querido… ¿Sabe?, hasta ahora apenas le tenía respeto, quiero decir, sí se lo tenía, pero en pie de igualdad, y ahora le tendré respeto en pie de superioridad… No se tome a mal, querido, que yo diga «agudezas» —añadió de inmediato, con mucha emoción—. Yo soy ridícula y pequeña, pero es que usted, usted… Escuche, Alekséi Fiódorovich, ¿no habrá aquí, en todo este razonamiento nuestro, o sea, suyo… no, mejor nuestro… no habrá aquí cierto desprecio por ese hombre, por ese infeliz… ahora que estamos analizando su alma, como desde arriba? ¿Por haber decidido, con tanta seguridad, que va a aceptar el dinero, eh?

—No, Lise, no hay desprecio —respondió Aliosha con firmeza, como si ya tuviera preparada la respuesta—; yo ya he pensado en eso viniendo hacia aquí. Juzgue usted misma qué desprecio puede haber aquí, si nosotros mismos somos como él, si todos somos como él. Porque también nosotros somos así, no somos mejores. Y, aun suponiendo que fuéramos mejores, seríamos iguales que él, de todos modos, si estuviéramos en su lugar… Yo no sé usted, Lise, pero, por lo que a mí respecta, pienso que tengo un alma mezquina en muchos sentidos… Y ese hombre no tiene un alma mezquina, al contrario, la tiene muy delicada… No, Lise, ¡aquí no hay ningún desprecio! ¿Sabe, Lise, lo que me dijo una vez mi stárets? Me dijo que hay que cuidar a la mayoría de las personas como si fueran niños, y que a algunas hay que cuidarlas como a los enfermos en los hospitales…

—¡Ay, Alekséi Fiódorovich! ¡Ay, mi querido amigo! ¡Vamos a cuidar a la gente como si estuviera enferma!

—De acuerdo, Lise, me parece bien, aunque no estoy del todo preparado; a veces soy muy impaciente, y otras no veo nada. Su caso es distinto.

—¡Ah, no le creo! ¡Alekséi Fiódorovich, qué feliz soy!

—Qué bien que diga eso, Lise.

—Alekséi Fiódorovich, es usted increíblemente bueno, pero en ocasiones parece un pedante… no obstante, al mismo tiempo, se ve que no es ningún pedante. Acérquese a la puerta, ábrala despacito y mire si nos está escuchando mi madre —dijo de pronto Lise, en un susurro nervioso y atropellado.

Aliosha se dirigió a la puerta, la entreabrió y dijo que no había nadie escuchando.

—Acérquese, Alekséi Fiódorovich —siguió diciendo Lise, que se iba poniendo cada vez más colorada—, deme la mano, así. Escuche, tengo que confesarle algo muy importante: la carta de ayer no se la escribí en broma, sino en serio…

Y se cubrió los ojos con una mano. Se notaba que le daba mucha vergüenza hacer esa confesión. De repente le agarró la mano a Aliosha y se la besó tres veces, impetuosamente.

—Ah, Lise, es magnífico —exclamó Aliosha con alegría—. Aunque yo ya estaba totalmente convencido de que la había escrito en serio.

—¡Convencido! ¡Casi nada! —De pronto le apartó la mano, aunque sin soltarla de la suya, al tiempo que se ponía muy colorada y reía con una risita fina y alegre—. Yo le beso la mano y él dice: «Es magnífico».

Pero su reproche era injusto: también Aliosha estaba muy turbado.

—Desearía agradarle siempre, Lise, pero no sé cómo hacerlo —farfulló como pudo, y también se ruborizó.

—Aliosha, querido, es usted frío e insolente. Hay que ver. ¡Toma la decisión de escogerme como mujer, y se queda tan tranquilo! ¡Y estaba convencido de que le había escrito en serio! ¡Será posible! Pero eso es una insolencia, ¡eso es lo que es!

—Pero ¿qué tiene de malo que estuviera convencido? —se echó a reír Aliosha.

—Nada, Aliosha, al contrario, es algo estupendo —dijo Lise, mirándolo con dicha y con ternura. Aliosha estaba inmóvil, aún con su mano en la de ella. De improviso, se inclinó y la besó en los labios.

—¿Y esto? ¿Qué le ocurre? —exclamó Lise.

Aliosha estaba totalmente desconcertado.

—Perdone si no he debido… Tal vez haya sido una enorme estupidez… Usted había dicho que yo soy frío, y entonces la he besado… Pero ya veo que ha sido una estupidez…

Lise se echó a reír y se cubrió la cara con las manos.

—¡Y con esa vestimenta! —se le escapó entre risas, pero enseguida dejó de reírse y se puso muy seria y un tanto severa—. Bueno, Aliosha, aún es pronto para los besos, porque ninguno de los dos sabemos de esto y nos tocará esperar mucho tiempo —declaró de improviso—. Será mejor que me diga cómo es que me elige a mí, que no soy más que una mema, una pobre enferma, alguien como usted, que es tan listo, tan reflexivo, tan perspicaz… ¡Ay, Aliosha, soy enormemente feliz, porque no valgo ni de lejos lo que usted vale!

—Sí que lo vale, Lise. Dentro de unos días abandonaré el monasterio. Y, para vivir en el mundo, es preciso casarse, eso es lo que sé. Así, además, me lo ha ordenado él. ¿A quién iba a elegir mejor que a usted?… Y ¿quién iba a aceptarme, de no ser usted? Todo esto ya lo he meditado. En primer lugar, usted me conoce desde la infancia; en segundo lugar, tiene muchas aptitudes de las que yo carezco. Tiene un espíritu más alegre que el mío; usted, sobre todo, es más inocente que yo, porque yo ya me he visto involucrado en muchos asuntos, en muchos… Ay, usted no lo sabe, pero ¡yo también soy un Karamázov! Qué más da que se ría y que bromee, aunque sea a mi costa; no pasa nada, ríase, eso me alegra tanto… Pero usted se ríe como una niña pequeña, y, para sus adentros, razona como una mártir…

—¿Como una mártir? ¿Y eso?

—Sí, Lise; fíjese en la pregunta que me hacía antes: ¿no estaremos despreciando a ese infeliz al diseccionar así su alma? Es una pregunta propia de una mártir… Verá, no sé cómo explicarlo, pero esas preguntas solo las formulan quienes están capacitados para sufrir. Sentada en su sillón, seguro que usted ya ha meditado mucho…

—Deme su mano, Aliosha, ¿por qué la retira? —dijo Lise con una vocecita decaída, debilitada por la felicidad—. Escuche, Aliosha, ¿cómo piensa vestir cuando salga del monasterio? ¿Qué ropa va a llevar? No se ría, no se enfade, para mí es algo muy, pero que muy importante.

—En el traje aún no he pensado, Lise, pero me pondré el que usted quiera.

—Quiero que lleve una chaqueta de terciopelo azul oscuro, un chaleco blanco de piqué y un sombrero gris de fieltro, flexible… Dígame, ¿de veras me creyó cuando le dije hace un rato que no le amaba, que lo de la carta de ayer no era verdad?

—No, no me lo creí.

—¡Oh, qué hombre más insoportable! ¡Es incorregible!

—Verá, yo sabía que usted… al parecer, me ama, pero aparenté creerla cuando me dijo que no me amaba, para que a usted le resultara… más cómodo…

—¡Peor todavía! Lo peor, y también lo mejor. Aliosha, yo a usted le quiero con locura. Hace un rato, antes de que usted llegara, estaba haciendo mis conjeturas, y me dije: «Le pediré la carta de ayer, y si resulta que la saca tranquilamente y me la devuelve (algo que siempre cabe esperar de él), eso querrá decir que no me quiere en absoluto, que no siente nada por mí, que no es más que un muchacho estúpido e indigno, y yo estaré perdida». Pero usted se había dejado la carta en la celda, lo cual me dio nuevos ánimos; usted presentía que yo iba a reclamarle la carta, y de esa manera evitaba devolvérmela. ¿No es verdad? ¿A que sí?

—¡Oh, Lise, de ningún modo! Llevo la carta encima, tanto ahora como antes; mire, la tengo en este bolsillo, aquí la tiene. —Aliosha la sacó y, riéndose, se la enseñó desde lejos—. Pero no voy a devolvérsela: puede verla, pero no tocarla.

—¿Cómo? Entonces, me ha mentido. ¿Es usted monje y ha mentido?

—Probablemente haya mentido —se burló Aliosha—; he mentido para no tener que devolverle la carta. Tiene mucho valor para mí —añadió de repente, con profunda emoción y ruborizándose una vez más—, y siempre lo tendrá, ¡y no se la daré nunca a nadie!

Lise lo contemplaba con admiración.

—Aliosha —volvió a susurrar—, acérquese a la puerta y compruebe si está escuchando mamá.

—De acuerdo, Lise, voy a mirar; pero ¿no sería preferible no mirar? ¿Cómo puede sospechar semejante bajeza de su madre?

—¿Bajeza? ¿Qué bajeza? Ella tiene derecho a intentar sorprender lo que dice su hija, no es ninguna bajeza —protestó Lise—. Tenga la seguridad, Alekséi Fiódorovich, de que, cuando yo sea madre y tenga una hija como yo, también la voy a escuchar a escondidas.

—¿De verdad, Lise? Eso no está bien.

—¡Ay, Dios mío! ¿Qué bajeza puede haber en esto? Si escuchara a escondidas una vulgar conversación mundana, eso sí sería una bajeza, pero aquí lo que ocurre es que la propia hija se ha encerrado con un joven… Escuche, Aliosha, debe saber que también a usted le tendré vigilado en cuanto nos hayamos casado, y sepa también que pienso abrir y leer todas sus cartas… Queda usted avisado.

—Sí, naturalmente, en ese caso… —balbuceó Aliosha—; pero no está bien…

—¡Ay, qué desprecio! Aliosha, querido, no vamos a reñir desde la primera vez; será mejor que le diga toda la verdad: desde luego, está muy mal escuchar detrás de la puerta y, naturalmente, es usted quien tiene razón, no yo, pero, de todos modos, yo pienso escuchar.

—Hágalo. No va a descubrir nada especial —dijo Aliosha, riéndose.

—Aliosha, ¿va usted a obedecerme? Eso también hay que decidirlo de antemano.

—De muy buena gana, Lise, sin ninguna duda, pero no en lo más importante. En las cuestiones más importantes, si no estamos de acuerdo, procuraré, en última instancia, cumplir con mi deber.

—Como tiene que ser. Sepa que yo, por el contrario, no solo estoy dispuesta a someterme en lo más importante, sino que voy a ceder en todo, y en este mismo instante así se lo juro: en todo y para toda la vida —exclamó Lise con pasión—; ¡y lo haré dichosa, dichosa! Es más, le juro a usted que nunca le escucharé a escondidas; que nunca, ni una sola vez, leeré una sola carta suya, porque es usted quien tiene razón, no yo. Y, aunque esté deseando fisgar, de eso estoy segura, así y todo me contendré, sabiendo que usted lo considera innoble. Ahora es usted como mi providencia… Escuche, Alekséi Fiódorovich, ¿por qué está usted tan triste estos últimos días, y ayer y hoy?… Ya sé que tiene quebraderos de cabeza, y grandes pesares, pero, además de todo eso, veo que sufre una especial tristeza, tal vez una pena secreta, ¿no es así?

—Sí, Lise, también hay una pena secreta —admitió Aliosha con tristeza—. Ya me doy cuenta de que usted me quiere, ya que ha podido adivinarlo.

—¿Qué pena es ésa? ¿A qué se debe? ¿Puede contarse? —rogó tímidamente Lise.

—Más tarde, Lise… después de… —dijo Aliosha, turbado—. Ahora, seguramente, no lo entendería. Además, creo que ni yo mismo sabría contarlo.

—Aparte de eso, ya sé que sufre usted por su padre y sus hermanos, ¿verdad?

—Sí, y mis hermanos —asintió Aliosha, un tanto abstraído.

—Su hermano Iván Fiódorovich no me gusta, Aliosha —dijo de pronto Lise.

El comentario sorprendió a Aliosha, pero no dijo nada.

—Mis hermanos se están arruinando la vida —prosiguió—, lo mismo que mi padre. Y de paso se la arruinan a los demás. Es esa «fuerza telúrica de los Karamázov», como decía hace poco el padre Paísi: telúrica y desenfrenada, sin desbastar… Ni siquiera sé si el espíritu divino flota sobre esta fuerza. Solo sé que yo también soy un Karamázov… ¿Un monje yo, un monje? ¿Un monje yo, Lise? ¿Ha dicho usted hace un momento que soy un monje?

—Sí, eso he dicho.

—Pues es posible que no crea en Dios.

—¿Que no cree? ¿Qué le pasa a usted? —dijo Lise en voz baja, con delicadeza.

Pero Aliosha no respondió a esa pregunta. En sus palabras, excesivamente bruscas, había algo demasiado enigmático y subjetivo, algo que acaso ni él mismo tenía del todo claro, pero que indudablemente ya lo había hecho sufrir.

—Y ahora, aparte de todo eso, mi amigo se va, el mejor hombre del mundo abandona la tierra. ¡Si usted supiera, Lise, si usted supiera hasta qué punto estoy ligado, estoy unido espiritualmente a ese hombre! Y ahora resulta que me quedo solo… Vendré a su lado, Lise… De ahora en adelante estaremos juntos…

—¡Sí, juntos, juntos! Juntos desde ahora para toda la vida. Escuche, béseme, se lo permito.

Aliosha la besó.

—Y ahora váyase, ¡que Dios le acompañe! —Y lo persignó—. Vaya con él cuanto antes, mientras esté con vida. Me doy cuenta de que le he retenido cruelmente. Hoy voy a rezar por él y por usted. ¡Aliosha, seremos felices! ¿Seremos felices? ¿Lo seremos?

—Eso creo, Lise.

Al salir del cuarto de Lise, Aliosha no creyó conveniente pasar a ver a la señora Jojlakova y, sin despedirse, ya se disponía a marcharse. Pero, en cuanto abrió la puerta y salió a la escalera, se encontró de frente con ella. Desde la primera palabra, Aliosha se dio cuenta de que lo estaba esperando allí expresamente.

—Alekséi Fiódorovich, eso es horrible. No son más que niñerías, es algo absurdo. Espero que ni en sueños se le haya pasado por la cabeza… ¡Tonterías, tonterías y tonterías! —lo increpó.

—Pero no se lo diga a ella —dijo Aliosha—; podría alterarse, y eso le haría daño.

—Oigo una palabra juiciosa de un joven juicioso. ¿Debo entender que usted solo se ha mostrado de acuerdo con ella por compasión, al tratarse de una enferma, y porque no quería que se enfadase si la contradecía?

—Oh, no, nada de eso; he hablado con ella completamente en serio —declaró con firmeza Aliosha.

—La seriedad en este caso es imposible, inconcebible; ahora, para empezar, no pienso recibirle más a usted, y además me iré de aquí y me la llevaré, ya lo sabe.

—Pero ¿por qué? —dijo Aliosha—. Si no es algo inminente; aún habrá que esperar, tal vez, un año y medio.

—Ay, Alekséi Fiódorovich, eso es verdad, desde luego, y en año y medio pueden ustedes reñir y separarse mil veces. Pero ¡soy tan desgraciada, tan desgraciada! Aunque no sean más que niñerías, a mí me han dejado hundida. Ahora yo soy como Fámusov en la última escena, usted es Chatski, ella Sofia, y dese cuenta de que yo he venido corriendo aquí, a esta escalera, con intención de esperarle, como pasa en la obra, donde todo lo fatídico ocurre en la escalera.[2] Lo he oído todo, y apenas me sostenían las piernas. ¡He aquí la explicación de los horrores de esta noche y de los ataques de histeria reciente! Para la hija el amor, para la madre la muerte. A la tumba con ella. Ahora otra cosa, la más importante: ¿qué carta es esa que le escribió? ¡Enséñemela ahora mismo, ahora mismo!

—No, no hace falta. Dígame cómo se encuentra Katerina Ivánovna. Necesito saberlo.

—Sigue acostada, delirando; no ha vuelto en sí. Están aquí sus tías y no hacen más que lamentarse y mirarme por encima del hombro; también vino Herzenstube, y se asustó tanto que yo no sabía qué hacer con él ni cómo salvarlo, he pensado incluso en avisar a un médico. Se lo han llevado en mi carruaje. Y, para rematar, se presenta usted de repente con esa carta. Cierto, aún falta un año y medio para todo eso. En nombre de lo más grande y lo más sagrado, en nombre de su stárets moribundo, enséñeme esa carta, Alekséi Fiódorovich, ¡a mí, a la madre! Si prefiere, sosténgala usted, y yo la leeré de sus manos.

—No, no se la enseño, Katerina Ósipovna; aunque su hija me lo hubiera permitido, no se la mostraría. Mañana volveré y, si así lo desea, hablaré con usted de muchas cosas, pero ahora ¡adiós!

Y Aliosha salió corriendo a la calle.

II. Smerdiakov con la guitarra

Además, no tenía tiempo. Al despedirse de Lise, se le había ocurrido una idea. Una idea para dar cuanto antes, recurriendo a la astucia, con su hermano Dmitri, el cual, era evidente, procuraba evitarlo. Ya no era temprano, pasaban de las dos de la tarde. Aliosha ansiaba con todo su ser regresar al monasterio para acompañar a su «grandioso» moribundo, pero la necesidad de ver a su hermano Dmitri era aún más fuerte: en la cabeza de Aliosha con cada hora que pasaba aumentaba el convencimiento de que en cualquier momento podía sobrevenir una catástrofe inevitable y espantosa. Seguramente ni él mismo sabía con precisión en qué podría consistir esa catástrofe ni qué habría querido decirle en esos momentos a su hermano. «Que muera sin mí mi bienhechor, pero al menos no tendré que reprocharme toda la vida que acaso pude haber salvado algo y no lo salvé, sino que preferí pasar de largo, con prisa por llegar a casa. Obrando así, obro de acuerdo con sus sublimes palabras…»

Su plan consistía en coger por sorpresa a su hermano Dmitri; en concreto, se proponía saltar, como la víspera, la valla, entrar en el huerto y esperar en el cenador. «Si no está en casa —pensaba Aliosha—, entraré en el cenador, procurando que no adviertan mi presencia ni Fomá ni las dueñas de la casa, y allí me quedaré esperando, hasta la noche si hace falta. Si, como en otras ocasiones, está pendiente de la llegada de Grúshenka, es muy posible que él también aparezca por el cenador…» En todo caso, Aliosha no se paró demasiado a pensar en los detalles del plan, pero decidió llevarlo a cabo, aunque eso implicase no estar de vuelta en el monasterio ese mismo día…

Todo ocurrió como estaba previsto: franqueó la valla prácticamente en el mismo sitio que el día anterior y se dirigió a hurtadillas al cenador. No quería que lo vieran: tanto las dueñas de la casa como Fomá (si es que andaba por allí) podían estar de parte de su hermano y, siguiendo instrucciones suyas, impedirle el acceso al huerto, o avisar oportunamente a Dmitri de que alguien lo estaba buscando y preguntaba por él. No había nadie en el cenador. Aliosha se instaló en el mismo sitio de la víspera y se puso a esperar. Examinó el cenador: lo vio en tan mal estado que le pareció, por alguna razón, mucho más vetusto que la otra vez. Y eso que el día era igual de luminoso. Sobre la mesa verde había una huella circular, debida seguramente al coñac derramado el día anterior. Como suele ocurrir durante una espera tediosa, lo asaltaban pensamientos vacíos y ociosos; por ejemplo, ¿por qué al entrar en ese sitio se había sentado exactamente en el mismo lugar de la víspera y no en otro? Finalmente, se puso muy triste: triste por la angustiosa incertidumbre. Pero no llevaba allí ni un cuarto de hora cuando de pronto se oyeron, muy cerca de donde él estaba, los acordes de una guitarra. Alguien estaba ya allí, o acababa de sentarse a unos veinte pasos, a lo sumo, entre los arbustos. En ese mismo instante, Aliosha se acordó de que la víspera, al dejar a su hermano en el cenador, había entrevisto a su izquierda, junto a la valla del huerto, un viejo banco, verde y bajo, entre los arbustos. Tenía que ser en ese banco donde acababan de sentarse los recién llegados. ¿Quiénes serían? Una voz masculina, con un empalagoso falsete, empezó de repente a entonar una copla, acompañándose con la guitarra:

Una fuerza invencible

me lleva hacia mi amada.

¡Apiádate, Señor,

de ella y de mí!

¡De ella y de mí!

¡De ella y de mí!

La voz se detuvo. Era una voz de tenor, lacayuna, como lacayuno era el quiebro de la canción. Otra voz, ésta femenina, dijo de pronto, en tono cariñoso y con cierta timidez, pero con gran afectación:

—¿Cómo es que lleva tanto tiempo sin venir a vernos, Pável Fiódorovich? ¿Acaso nos desprecia?

—Nada de eso, señora —contestó la voz masculina, cortésmente, pero en un tono de dignidad firme y tenaz. Se veía que dominaba el hombre, y la mujer coqueteaba.

«El hombre parece Smerdiakov —pensó Aliosha—, al menos a juzgar por la voz; la mujer debe de ser la hija de la patrona de la casita, la que vino de Moscú, que lleva un vestido de cola y va a ver a Marfa Ignátievna por la sopa…»

—Me entusiasman los versos cuando son armoniosos —siguió diciendo la voz femenina—. ¿Por qué no continúa?

La voz volvió a entonar:

¡La corona del zar!

¡La salud de mi amada!

¡Apiádate, Señor,

de ella y de mí!

¡De ella y de mí!

¡De ella y de mí!

—La última vez le salió aún mejor —observó la voz femenina—. Entonces, lo que cantó a propósito de la corona era: «La salud de mi preciosa». Así resultaba más tierno; hoy debe de habérsele olvidado.

—Los versos son un disparate, señora —replicó Smerdiakov, tajante.

—Ay, no, a mí me gustan mucho los versitos.

—Si son versos, señora, tienen que ser un puro disparate. Juzgue usted misma: ¿quién demonios habla en rima? Y, si a todos nos diese por hablar en rima, aunque fuera por orden de la autoridad, ¿íbamos a decir muchas cosas, señora? Los versos no valen la pena, Maria Kondrátievna.

—¿Cómo puede ser usted tan listo? ¿Cómo ha podido sobresalir en todo? —decía, cada vez más lisonjera, la voz femenina.

—Y más que habría podido, señora, y más cosas habría sabido si desde niño me hubiese sonreído la fortuna. Mataría en un duelo a pistola a quien diga que soy un infame por haber nacido sin padre de la Maloliente; hasta en Moscú me lo soltaban a la cara; desde aquí les había llegado la noticia gracias a Grigori Vasílievich. Grigori Vasílievich me echa en cara que me rebele contra mi nacimiento: «Tú —dice— abriste el seno materno»[3]. De acuerdo, pero yo habría permitido que me mataran en el seno materno con tal de no venir a este mundo, señora. En el mercado contaban, y a su madre también le dio por decírmelo, con una tremenda falta de delicadeza, que esa mujer andaba por ahí con una maraña de pelo en la cabeza, y que no pasaba de dos arshiny y una pizquita de estatura. ¿A qué venía eso de «y una pizquita»? ¿No podían decir sencillamente «y pico», como todo el mundo? Querían expresarlo de una forma lacrimosa, pero con lágrimas de campesino, señora, por así decir, como los propios sentimientos, también de campesino. ¿Puede acaso el campesino ruso tener sentimientos, si los comparamos con los de una persona educada? No, por su falta de educación, el campesino no puede tener sentimientos. A mí, ya de niño, cada vez que oía lo de la «pizquita», me entraban ganas de lanzarme de cabeza contra la pared. Yo odio a toda Rusia, Maria Kondrátievna.

—Si fuera usted un cadete militar o un gallardo húsar, no hablaría así: desenvainaría el sable y se pondría a defender a toda Rusia.

—No solo no deseo ser un húsar, Maria Kondrátievna; al contrario, deseo la aniquilación de todos los soldados, señora.

—Y, cuando se presente el enemigo, ¿quién iba a defendernos?

—No hace ninguna falta, señora. El año 12 se produjo en Rusia la gran invasión de Napoleón I, emperador de los franceses, padre del actual[4], y habría sido magnífico que aquellos franceses nos hubiesen conquistado: una nación inteligente habría sometido a otra tremendamente estúpida y se la habría anexionado. Y ahora reinaría un orden bien distinto, señora.

—Ni que aquéllos fueran mejores que los nuestros. Yo a uno de nuestros galanes no lo cambio ni por tres jóvenes ingleses —dijo con ternura Maria Kondrátievna, que muy probablemente acompañaría en ese momento sus palabras con sus lánguidos ojillos.

—Eso va en gustos, señora.

—Pero si usted mismo es igual que un extranjero, igualito que un noble extranjero, con vergüenza se lo digo.

—Por si quiere saberlo, en lo tocante al vicio los de fuera y los nuestros son muy parecidos. Son todos unos pillos, solo que los de allí gastan botas de charol, mientras que el granuja local apesta en su miseria y no ve nada malo en ello. Al pueblo ruso hay que zurrarle la badana, señora, como decía ayer, con mucha razón, Fiódor Pávlovich, aunque esté tan loco como todos sus hijos, señora.

—A Iván Fiódorovich decía usted que lo respetaba.

—Pues a mí me han tratado como si fuera un lacayo apestoso. Creen que puedo rebelarme, y en eso se equivocan, señora. Si tuviera una suma semejante en el bolsillo, hace tiempo que no estaría aquí. Dmitri Fiódorovich es peor que el peor de los lacayos en conducta, en juicio y en indigencia, señora, no sabe hacer nada de nada, pero el caso es que todos lo respetan. Yo, pongamos, no soy más que un «cocinillas», pero con un poco de suerte podría abrir en Moscú un café-restaurante en la calle Petrovka[5]. Porque yo preparo especialidades, y nadie en Moscú, salvo los extranjeros, es capaz de servir especialidades. Dmitri Fiódorovich es un desharrapado, pero, si se le ocurriera retar a duelo al hijo del conde más principal, éste aceptaría, señora, ¿y en qué es mejor que yo? Porque es mucho más estúpido que yo, sin comparación. Cuánto dinero habrá dilapidado sin el menor provecho, señora.

—Un duelo tiene que ser algo estupendo, creo yo —observó de pronto Maria Kondrátievna.

—¿Por qué, señora?

—Es algo terrible, de mucho valor, sobre todo cuando los oficiales jóvenes armados con pistolas abren fuego contra el rival por culpa de alguna. ¡Una preciosidad! Ay, si dejaran asistir a las muchachas, a mí me encantaría ir a mirar.

—Está muy bien cuando es uno el que apunta, pero si te apuntan a ti en toda la cara, entonces es algo de lo más estúpido, señora. Para salir corriendo, Maria Kondrátievna.

—¿Saldría usted corriendo?

Pero Smerdiakov no se dignó contestar. Después de unos momentos de silencio, resonó nuevamente un acorde y la voz de falsete se arrancó con la última copla:

Pese a quien pese,

me alejaré de aquí,

¡a disfrutar de la vi-i-i-da

en una capital!

¡No voy a lamentarme!

¡No pienso lamentarme!

¡No tengo ninguna intención de lamentarme!

En ese momento ocurrió algo inesperado: Aliosha estornudó de repente, y quienes estaban en el banco se callaron de inmediato. Aliosha se levantó y se dirigió hacia ellos. Efectivamente, allí estaba Smerdiakov, endomingado, el pelo untado con pomada y ensortijado, con botines de charol. La guitarra descansaba sobre el banco. La dama era Maria Kondrátievna, hija de la patrona; llevaba puesto un vestido azul claro, con una cola de dos arshiny; la muchacha, aún jovencita, no era nada fea, aunque tenía la cara excesivamente redonda, con unas pecas terribles.

—¿Volverá pronto mi hermano Dmitri? —dijo Aliosha, lo más tranquilo posible.

Smerdiakov se levantó sin prisa; también se levantó Maria Kondrátievna.

—¿Por qué iba a saber yo qué es de Dmitri Fiódorovich? Otra cosa sería si tuviese que vigilarlo —respondió Smerdiakov en voz baja, marcando las palabras y en tono despectivo.

—Me he limitado a preguntar si lo sabía —aclaró Aliosha.

—No sé nada de su paradero, ni tengo ganas de saberlo, señor.

—Pues mi hermano me ha dicho, precisamente, que usted lo tiene al corriente de todo cuanto sucede en la casa, y que le había prometido avisarlo cuando viniera Agrafiona Aleksándrovna.

Smerdiakov levantó los ojos hacia él lentamente, sin inmutarse.

—Y usted ¿cómo ha entrado esta vez, estando la puerta cerrada con pestillo hace ya una hora? —preguntó, sin apartar la mirada de Aliosha.

—Desde el callejón, he saltado la valla y he venido directamente a este cenador. Espero que me disculpe —se dirigió a Maria Kondrátievna—; necesitaba encontrar a mi hermano cuanto antes.

—Oh, ¿cómo íbamos a sentirnos molestas con usted? —respondió Maria Kondrátievna estirando las palabras, halagada por las disculpas de Aliosha—; pero si el propio Dmitri Fiódorovich a menudo recurre al mismo procedimiento para ir al cenador: resulta que él está ya ahí sentado, y nosotros no nos hemos enterado de nada.

—Necesito encontrarlo sin falta, tengo muchas ganas de verlo o de que ustedes me digan dónde está ahora. Créanme que se trata de un asunto muy importante, también para él.

—No se deja ver —balbuceó Maria Kondrátievna.

—Aunque yo solo he venido de visita —siguió diciendo Smerdiakov—, aquí también me ha asediado de una forma inhumana con incesantes preguntas sobre mi señor: qué hace, cómo le va, quién entra y quién sale, y qué otras informaciones podría proporcionarle. Dos veces me ha amenazado, hasta con la muerte.

—¿Cómo que con la muerte? —dijo Aliosha, sorprendido.

—Con el carácter que tiene, ¿qué supondría para él, señor? Usted mismo tuvo ayer ocasión de observarlo. Me ha dicho que, si dejaba entrar a Agrafiona Aleksándrovna y ella pasaba la noche aquí, me iba a despachar antes que a nadie. Le tengo mucho miedo, señor; si no fuera por eso, tendría que denunciarlo a las autoridades. Solo Dios sabe de lo que es capaz.

—El otro día le dijo: «Te voy a machacar en un mortero» —añadió Maria Kondrátievna.

—Bueno, si dijo «en un mortero», quizá era solo una forma de hablar… —observó Aliosha—. Si pudiera verlo ahora, también le comentaría algo al respecto…

—Lo único que puedo decirle es lo siguiente —se diría que Smerdiakov, de pronto, había cambiado de parecer—: Suelo venir aquí porque soy un vecino, nos conocemos de toda la vida; además, ¿por qué no iba a venir, señor? Por otra parte, al rayar el alba, Iván Fiódorovich me ha enviado a casa de Dmitri Fiódorovich, en la calle del Lago, a transmitirle de viva voz, señor, sin carta alguna, que acudiera sin falta a la taberna de la plaza para comer juntos. He ido, señor, pero no he encontrado a Dmitri Fiódorovich en casa, y eso que eran las ocho. «Ha estado —me han dicho—, pero ya ha salido»: ésas fueron las palabras textuales de los caseros. Tiene que haber alguna clase de componenda entre ellos, señor. Puede que en este momento esté en esa taberna con su hermano Iván Fiódorovich, porque éste no ha venido a comer a casa; en cuanto a Fiódor Pávlovich, terminó de comer hace una hora y se ha echado la siesta. No obstante, le ruego encarecidamente que no le diga nada de mí ni de lo que acabo de comunicarle, que si no me matan, señor.

—¿Mi hermano Iván ha avisado hoy a Dmitri para que fuera a la taberna? —preguntó enseguida Aliosha.

—Exactamente, señor.

—¿A la taberna Ciudad Capital, la que está en la plaza?

—Ahí mismo, señor.

—¡Es muy posible! —exclamó Aliosha, muy agitado—. Se lo agradezco, Smerdiakov, la noticia es importante; ahora mismo voy para allá.

—No me delate, señor —le pidió Smerdiakov, al verlo marchar.

—Oh, no; haré como si pasara casualmente por la taberna, puede estar tranquilo.

—Pero ¿por dónde va usted? Le abriré la cancela —le gritó Maria Kondrátievna.

—No, por aquí queda más cerca; volveré a saltar la valla.

La noticia había conmovido terriblemente a Aliosha. Se dirigió a la taberna. La ropa que llevaba no era la más adecuada para entrar allí, pero siempre podía preguntar en la escalera de acceso y pedir que los avisaran. Sin embargo, cuando ya estaba al lado del establecimiento, se abrió de pronto una ventana y el propio Iván le llamó desde arriba:

—Aliosha, ¿puedes subir ahora a verme? Te lo agradecería enormemente.

—Claro que puedo, pero no sé si, vestido de este modo…

—Precisamente estoy en un reservado; sube al porche, que yo bajo corriendo a recibirte…

Un minuto más tarde Aliosha estaba con su hermano. Iván estaba comiendo solo.

III. Los hermanos se conocen

Iván, en todo caso, no ocupaba un reservado. Se trataba simplemente de un lugar junto a la ventana, delimitado por un biombo; de todos modos, la gente no podía ver a los que estaban detrás del biombo. Aquélla era la pieza de entrada a la casa, la primera, con un aparador adosado a una pared lateral. Por allí cruzaban constantemente los camareros. Solo había un cliente, un militar retirado, tomando té en un rincón. En cambio, en las otras salas reinaba el habitual bullicio de las tabernas: gente llamándose a gritos, botellas de cerveza que se destapaban, bolas de billar entrechocando, un órgano estruendoso. Aliosha sabía que Iván no frecuentaba esa taberna, y que en general no era aficionado a esos establecimientos; por tanto, si se encontraba allí, tenía que ser para reunirse, según lo convenido, con su hermano Dmitri. Pero allí no estaba Dmitri.

—Voy a pedirte una sopa de pescado o alguna otra cosa, no puedes vivir solo a base de té —dijo Iván a gritos; parecía muy satisfecho de haber arrastrado a Aliosha hasta allí. Él ya había terminado su almuerzo y estaba tomando té.

—Venga, que sea una sopa, y después té; estoy hambriento —dijo Aliosha alegremente.

—¿Y compota de cerezas? Aquí tienen. ¿Te acuerdas de lo que te gustaba, cuando eras pequeño, la compota de cerezas de los Polénov?

—Y tú ¿cómo te acuerdas? Muy bien, también compota, me sigue gustando.

Iván llamó a un camarero y le encargó sopa de pescado, té y compota.

—Yo me acuerdo de todo, Aliosha, me acuerdo de ti hasta que tuviste once años, yo entonces tenía quince. Quince y once, hay bastante diferencia; es muy raro que con esas edades dos hermanos sean compañeros. No sé siquiera si te quería. Cuando me fui a Moscú, en los primeros años no me acordé de ti en ningún momento. Más tarde, cuando tú también fuiste a parar a Moscú, creo que solo nos encontramos una vez, no recuerdo dónde. Y llevo aquí más de tres meses y hasta ahora no nos hemos dicho nada. Me voy mañana, y estaba aquí pensando en cómo podría verte para despedirme, y justo en ese momento pasabas por aquí.

—¿Tanto deseabas verme?

—Sí, quiero conocerte de una vez por todas y que tú me conozcas a mí. Y con eso decirnos adiós. En mi opinión, lo mejor es conocerse antes de la separación. He visto cómo me mirabas estos tres meses; había en tus ojos una especie de espera incesante, y eso es algo que no puedo soportar, por eso no me he acercado a ti. Pero al final he aprendido a respetarte: el hombrecito, me he dicho a mí mismo, no se doblega. Ten en cuenta que, aunque ahora bromee, estoy hablando en serio. Porque tú no te doblegas, ¿verdad? A mí me gustan las personas firmes, se sustenten en lo que se sustenten, aunque solo sean unos mozalbetes como tú. Me he acostumbrado a tu mirada expectante, y al final ha acabado gustándome… Me parece que tú, por la razón que sea, también me quieres a mí, ¿no es así, Aliosha?

—Te quiero, Iván. Nuestro hermano Dmitri dice de ti: Iván es una tumba. Yo digo de ti: Iván es un enigma. Todavía, para mí, sigues siendo un enigma, pero ya he llegado a comprenderte en parte, ¡y solo desde esta mañana!

—¿Qué es eso que has comprendido? —Iván se echó a reír.

—¿No te enfadarás? —También Aliosha se echó a reír.

—¿Y bien?

—Pues que eres un joven como todos los jóvenes de veintitrés años: un chico, un jovenzuelo, un chaval fresco y simpático; en fin, ¡todo un novato! ¿Qué? ¿Te ha sentado mal?

—Al contrario, ¡me asombra que coincidamos! —exclamó Iván, alegre y apasionadamente—. No te lo vas a creer, pero yo, desde que nos vimos hace un rato en casa de esa mujer, no he hecho más que pensar en esta inexperiencia mía de los veintitrés años, y resulta que ahora tú das en el clavo y empiezas diciendo lo mismo. Yo estaba aquí sentado hace un momento, y ¿sabes lo que me estaba diciendo? Pues que, aunque perdiera la fe en la vida, aunque dejara de creer en la mujer amada y en el orden de las cosas, aunque me convenciera, incluso, de que todo es un caos informe, maldito y acaso diabólico, aunque me fulminaran todos los horrores del desencanto humano, a pesar de todos los pesares, aún desearía vivir: ¡una vez que me he llevado la copa a los labios, pienso apurarla hasta el final! De todos modos, con treinta años, lo más seguro es que arroje la copa, aun sin haberla vaciado, y que me vaya… no sé adónde. Pero hasta los treinta años, de eso sí que estoy seguro, mi juventud podrá con todo: con cualquier desengaño, con cualquier aversión a la vida. Me he preguntado muchas veces si existirá en el mundo una desesperación capaz de vencer esta sed de vida que hay en mí, frenética y tal vez indecente, y he llegado a la conclusión de que no existe, al menos hasta los treinta años; después seré yo mismo quien pierda el interés, me parece a mí. Esta sed de vida, algunos moralistas, mocosos y tísicos a menudo la consideran infame, sobre todo los poetas. Es un rasgo en parte karamazoviano, es verdad: esta sed de vida, a pesar de todos los pesares, forzosamente también se encuentra en ti; pero ¿por qué iba a ser infame? Sigue siendo tremenda la fuerza centrípeta en nuestro planeta. Hay deseos de vivir, y yo vivo, aunque sea en contra de la lógica. Admitamos que no crea en el orden de las cosas, pero aprecio las hojillas pegajosas que brotan en primavera; aprecio el cielo azul; aprecio a ciertas personas a las que a veces uno, aunque no lo creas, coge afecto sin saber por qué; aprecio determinadas proezas humanas en las que quizá hace ya tiempo dejé de creer, si bien, por la fuerza de la costumbre, sigo respetándolas sinceramente. Aquí está tu sopa de pescado, buen provecho. Es una sopa deliciosa, la preparan muy bien. Quiero viajar por Europa, Aliosha, me iré de aquí; ya sé que solo voy a un cementerio, pero es el cementerio más amado, ¡ya lo ves! Yacen en él difuntos muy queridos, cada una de las piedras que los cubren habla de su ardiente vida pasada, de la apasionada fe en sus hazañas, en su verdad, en su lucha y en su ciencia; sé de antemano que caeré a tierra y besaré esas piedras y lloraré sobre ellas, sabiendo al mismo tiempo, de todo corazón, que aquello ya no es más que un cementerio, únicamente un cementerio. Y no lloraré de desesperación, sino sencillamente porque las lágrimas derramadas me harán feliz. Me embriagaré con mi propia ternura. Amo las pegajosas hojillas primaverales, el cielo azul, ¡ahí está! Aquí no cuenta la razón, no es cuestión de lógica, uno ama con las entrañas, con las tripas, ama sus primeras fuerzas juveniles… ¿Entiendes algo de este galimatías, Aliosha? —De pronto Iván se echó a reír.

—Y tanto que lo entiendo, Iván: uno desea amar con las entrañas, con las tripas… Lo has expresado de una forma preciosa, y estoy encantado de que quieras vivir así —dijo Aliosha—. Creo que lo primero que hay que amar en este mundo es la vida.

—¿Amar más la vida que su sentido?

—Así tiene que ser: amar la vida antes que la lógica, como dices tú, por fuerza antes que la lógica, y solo entonces podré entender también su sentido. Ésa es la idea que tengo hace ya tiempo. La mitad de lo que tenías que hacer, Iván, ya está hecho y conseguido: amas la vida. Ahora tienes que aplicarte a la segunda mitad y estarás salvado.

—¡Tú ya me estás salvando, aunque es posible que yo no me haya perdido! Y ¿en qué consiste esa segunda mitad tuya?

—En que hay que resucitar a tus muertos, que tal vez no hayan muerto nunca. Bueno, venga un poco de té. Me alegro de hablar contigo, Iván.

—Veo que estás inspirado. Me entusiasman tales professions de foi de semejantes… novicios. Eres un hombre firme, Alekséi. ¿Es verdad que quieres dejar el monasterio?

—Sí. Mi stárets me envía al mundo.

—En ese caso, aún nos veremos en este mundo; nos encontraremos antes de los treinta años, cuando empiece a renunciar a la copa. Padre no quiere renunciar a su copa hasta los setenta años, sueña incluso con aguantar hasta los ochenta, eso es lo que ha dicho; se lo toma demasiado en serio, aunque sea un bufón. Se aferra a su lujuria como a una roca… aunque a partir de los treinta, la verdad, es posible que no haya otra cosa a la que aferrarse… Pero hasta los setenta es una vileza, mejor hasta los treinta: uno puede conservar un «matiz de nobleza»[6] si se engaña a sí mismo. ¿No has visto hoy a Dmitri?

—No, no lo he visto, pero he visto a Smerdiakov.

Y Aliosha se lanzó a contarle a su hermano, con todo detalle, su encuentro con Smerdiakov. Iván, de repente, empezó a escuchar con aire preocupado, y hasta le pidió a Aliosha que repitiera algunos detalles.

—Eso sí, me suplicó que no le contara a nuestro hermano Dmitri lo que me había dicho de él —añadió Aliosha.

Iván frunció el ceño y se quedó pensativo.

—¿Te has puesto tan serio por Smerdiakov? —le preguntó Aliosha.

—Sí, por él. ¡Al diablo! Lo cierto es que me habría gustado ver a Dmitri, pero ahora ya no hace falta… —comentó Iván de mala gana.

—¿Y es verdad que te marchas tan pronto, hermano?

—Sí.

—¿Qué será de Dmitri y de nuestro padre? ¿Cómo terminará su asunto? —dijo Aliosha con inquietud.

—¡Siempre estás con lo mismo! ¿Y a mí qué? ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano Dmitri? —le cortó Iván, irritado, aunque enseguida sonrió como con amargura—. Así responde Caín cuando Dios le pregunta por el hermano asesinado, ¿no? A lo mejor es lo que estás pensando en este momento. Pero, qué diablos, ¿no querrás que me quede aquí a vigilarlos? He resuelto mis asuntos y me voy. No vayas a pensar que tengo celos de Dmitri y que me he pasado estos tres meses intentando quitarle a su bella Katerina Ivánovna. Ah, diablos, yo tenía mis propios asuntos. Ya los he zanjado y me voy. Hoy mismo los he dejado zanjados, tú has sido testigo.

—¿Te refieres a lo de antes, con Katerina Ivánovna?

—Sí, con ella; me he liberado de golpe. ¿Y qué? ¿Qué me importa a mí Dmitri? Dmitri no tiene nada que ver con esto. Yo tenía que resolver mis propios asuntos con Katerina Ivánovna. En cambio, tú sabes que Dmitri actuaba como si se hubiera puesto de acuerdo conmigo. Yo a él no le había pedido nada de nada, pero él me la cedió solemnemente y me dio su bendición. Parece cosa de risa. No, Aliosha, no, ¡si supieras qué aliviado me siento ahora! Estaba aquí comiendo y ¿creerás que he estado a punto de pedir champán para celebrar mi primera hora de libertad? ¡Uf! Casi medio año y, de pronto, me lo quito de golpe, todo de golpe. Ayer mismo aún no podía sospechar que bastaría con proponérmelo para acabar tan fácilmente con todo.

—¿Estás hablando de tu amor, Iván?

—De mi amor, si quieres, sí; me enamoré de una señorita, de una colegiala. Sufría por ella, y ella me hacía sufrir. Estaba siempre pendiente de ella… y todo eso, de pronto, se ha esfumado. Esta mañana he hablado en tono exaltado, pero ha sido salir de allí y echarme a reír a carcajadas, créeme. Eso es lo que ha ocurrido, ni más ni menos.

—También ahora, mientras lo cuentas, se te ve muy contento —comentó Aliosha, fijándose en su cara, que, en efecto, se le había alegrado en un momento.

—Sí, ¡quién me iba a decir a mí que no la amaba en absoluto! ¡Je, je! Pues ha resultado que no. ¡Y hay que ver cómo me gustaba! Cómo me gustaba incluso esta mañana, mientras pronunciaba mi discurso. Y, ¿sabes?, aún me gusta horrores, pero qué fácil me resulta alejarme de ella. ¿Te parece que soy un fanfarrón?

—No. Pero es posible que no fuera amor.

—Alioshka —se rió Iván—, ¡no te metas a razonar de amor! No está bien en tu caso. Esta mañana, esta mañana sí que has estado oportuno. ¡Ay! Si hasta se me ha olvidado darte un beso por ese motivo… ¡Cómo me estaba atormentando esa mujer! Yo sufría un auténtico desgarro. ¡Oh, ella sabía que yo la quería! No amaba a Dmitri, me amaba a a mí —insistió alegremente Iván—. Dmitri no es más que un desgarro. Todo lo que le he dicho antes es la pura verdad. Pero lo que pasa, y eso es lo más importante, es que ella puede necesitar quince años, veinte años, para caer en la cuenta de que no quiere a Dmitri, sino a mí, y es a mí a quien hace sufrir. Sí, y es muy posible que no caiga nunca en la cuenta, a pesar de la lección de hoy. Bueno, mejor así: me he levantado y me he ido para siempre. Por cierto, ¿qué es de ella ahora? ¿Qué ha pasado después de que me fuera?

Aliosha le contó lo del ataque de histeria y le explicó que, por lo visto, Katerina Ivánovna había perdido el conocimiento y estaba delirando.

—¿No mentirá Jojlakova?

—No lo parece.

—Habrá que enterarse. De todos modos, de un ataque de histeria no ha muerto nunca nadie. Admitamos que sea histeria; Dios, en su amor, ha mandado esos ataques a las mujeres. No pienso ir a verla en ningún caso. Para qué entrometerme otra vez.

—Y, sin embargo, le has dicho esta mañana que no te había amado nunca.

—Ha sido a propósito. Aliosha, voy a pedir champán, beberemos por mi libertad. ¡Ay, si tú supieras lo contento que estoy!

—No, hermano, mejor no bebamos —dijo de pronto Aliosha—; además, estoy algo triste.

—Sí, hace tiempo que estás triste, ya me había dado cuenta.

—Así pues, ¿te vas sin falta mañana por la mañana?

—¿Por la mañana? Yo no he dicho que me fuera a ir por la mañana… Aunque también es posible que me vaya por la mañana. ¿Querrás creer que si he comido hoy aquí ha sido únicamente para no comer con el viejo? Hasta tal punto se me ha hecho repugnante. Si hubiera sido solo por él, hace ya tiempo que me habría marchado de aquí. Pero ¿a ti por qué te inquieta que yo me vaya? Sabe Dios cuánto tiempo tenemos tú y yo antes de mi partida. ¡Toda una eternidad! ¡La inmortalidad!

—Si te vas mañana, ¿qué eternidad es ésa?

—Y eso, a nosotros, ¿en qué nos afecta? —Iván se echó a reír—. En cualquier caso, nos dará tiempo a hablar de lo nuestro, de lo que nos ha traído hasta aquí. ¿Por qué me miras con asombro? Dime: ¿para qué nos hemos reunido aquí? ¿Para hablar del amor a Katerina Ivánovna, del viejo y de Dmitri? ¿Del extranjero? ¿De la fatídica situación de Rusia? ¿Del emperador Napoleón? ¿Para eso?

—No, para eso no.

—O sea, que tú ya sabes para qué. Cada cual tiene lo suyo, pero a nosotros, los novatos, nos toca resolver ante todo las cuestiones eternas, ésa es nuestra preocupación. Toda la Rusia joven debate ahora exclusivamente las cuestiones eternas. Precisamente ahora, cuando a todos los viejos les ha dado de pronto por ocuparse de cuestiones prácticas. ¿Tú por qué has estado mirándome expectante estos tres meses? Para poder preguntarme al final: «¿Crees o no crees?». A eso se han reducido sus miradas en estos tres meses, Alekséi Fiódorovich, ¿no es cierto?

—Es posible que sea así. —Aliosha sonrió—. ¿No te estarás burlando ahora de mí, hermano?

—¿Que me estoy burlando? No quisiera apenar a mi hermanito, que ha estado tres meses mirándome expectante. Aliosha, mírame a la cara: yo también soy un crío, exactamente igual que tú, con la única diferencia, quizá, de no ser un novicio. Pues ¿cómo vienen actuando hasta ahora todos los jóvenes rusos? Bueno, algunos. Fíjate, por ejemplo, en esta hedionda taberna; aquí se reúnen, se sientan en un rincón. Antes no se conocían; una vez que salgan de esta taberna, estarán otros cuarenta años sin saber unos de otros; entonces, ¿de qué pueden hablar en ese minuto del que disfrutan en la taberna? De las cuestiones universales, de qué si no: ¿existe Dios? ¿Existe la inmortalidad? Y los que no creen en Dios, bueno, éstos se pondrán a hablar del socialismo y del anarquismo, de la reorganización de toda la humanidad según unas nuevas bases, lo cual es tan endiablado como lo otro: vienen a ser las mismas cuestiones, solo que vistas desde el extremo opuesto. Y muchos, muchos de los más originales muchachos rusos no hacen otra cosa en estos tiempos que hablar de las cuestiones eternas. ¿No es así?

—Sí, para los verdaderos rusos las cuestiones relativas a la existencia de Dios y de la inmortalidad, o bien, como tú dices, esas mismas cuestiones vistas desde el extremo opuesto, son, por supuesto, las cuestiones primordiales, y están por encima de todo, como tiene que ser —dijo Aliosha, sin dejar de mirar a su hermano con una sonrisa serena e inquisitiva.

—Pues mira, Aliosha, ser ruso no siempre significa ser inteligente, ni mucho menos, pero de todos modos soy incapaz de imaginarme nada más estúpido que aquello de lo que ahora se ocupan nuestros jóvenes. No obstante, a uno de estos muchachos rusos, a Alioshka, lo quiero con locura.

—Qué ingenioso has estado. —Aliosha, de pronto, se echó a reír.

—Bueno, dime: ¿por dónde quieres empezar? Tú mandas; ¿empezamos por Dios? ¿Existe Dios o no existe?

—Empieza por lo que quieras, aunque sea «desde el extremo opuesto». Ayer ya proclamaste en casa de nuestro padre que no hay Dios. —Aliosha miró a su hermano con aire inquisitivo.

—Ayer, en casa del viejo, después de comer, traté de soliviantarte con estas cuestiones, y vi cómo te brillaban los ojos. Pero ahora tengo interés en charlar contigo, te lo digo muy en serio. Me gustaría que nos entendiésemos, Aliosha, porque no tengo amigos. Quiero intentarlo. Bueno, imagínate, es posible que yo también admita la existencia de Dios —Iván se echó a reír—; esto no te lo esperabas, ¿eh?

—Claro que no; a menos que también ahora estés bromeando.

—Bromeando. Ayer en la celda del stárets ya dijeron que bromeaba. Verás, hermanito, un viejo pecador del siglo XVIII afirmó que, si no hubiera Dios, habría que inventarlo: s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer.[7] Y, efectivamente, el hombre ha inventado a Dios. Y lo extraño, lo asombroso, no es que Dios exista realmente; lo asombroso es que semejante idea, la idea de un Dios imprescindible, haya podido metérsele en la cabeza a un animal tan salvaje y maligno como el hombre: hasta tal punto es sagrada, hasta tal punto es conmovedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. En lo que a mí respecta, hace ya tiempo que decidí no pensar en si el hombre ha creado a Dios o Dios al hombre. No voy a ponerme, desde luego, a analizar todos los axiomas contemporáneos de los jóvenes rusos, extraídos sin excepción de hipótesis europeas, porque lo que allí es una hipótesis para el joven ruso se convierte de inmediato en un axioma, y no solo para los jóvenes, sino también, seguramente, para sus profesores, pues con mucha frecuencia los profesores rusos son ahora idénticos a nuestros jóvenes. Prescindo, así pues, de todas las hipótesis. ¿Cuál es ahora nuestra tarea, la tuya y la mía? La tarea consiste en que yo, lo antes posible, te explique mi esencia, o sea, qué clase de persona soy, en qué creo y cuáles son mis esperanzas, ¿no es así? Por eso, declaro que acepto a Dios, lisa y llanamente. No obstante, hay que señalar que, si Dios existe y si realmente ha creado la tierra, la ha creado, como sabemos positivamente, de acuerdo con la geometría euclidiana, y ha creado la mente humana con la noción de tres únicas dimensiones espaciales. Ha habido, sin embargo, y sigue habiendo en la actualidad, geómetras y filósofos, algunos de ellos admirables, que dudan de que todo el universo o, en un sentido más amplio, toda la existencia, haya sido creada, exclusivamente, de acuerdo con la geometría euclidiana, y que se atreven a imaginar incluso que dos líneas paralelas, las cuales, según Euclides, en ningún caso pueden converger en la tierra, quizá puedan encontrarse en algún punto del infinito. Yo, hermanito, he llegado a la conclusión de que, si ni siquiera puedo comprender esto, ¿cómo voy a comprender a Dios? Confieso humildemente que no estoy capacitado para resolver tales problemas; tengo una mentalidad euclidiana, terrena, difícilmente iba a resolver lo que no es de este mundo. Y a ti también te aconsejo que no pienses nunca en esto, especialmente en si existe Dios o no. Todas estas cuestiones son totalmente impropias de una mente creada con la noción de las tres únicas dimensiones. Así pues, acepto a Dios, y no solo de buen grado, sino que acepto, por añadidura, su sabiduría y sus fines, aunque nos resulten por completo ignotos; creo en el orden, en el sentido de la vida; creo en la armonía eterna, en la que, al parecer, todos acabaremos fundiéndonos; creo en el Verbo, al que tiende el universo, en el Verbo que «era con Dios» y que él mismo es Dios, y etcétera, etcétera, y así hasta el infinito. Muchas palabras se han pronunciado ya sobre este asunto. Me parece que estoy en el buen camino, ¿no? Y, sin embargo, figúrate que, en última instancia, yo este mundo de Dios no lo admito; aunque sé que existe, no estoy dispuesto a aceptarlo de ninguna manera. No es que no acepte a Dios, entiéndeme bien, es el mundo creado por Él, este mundo de Dios, lo que no acepto, ni lo acepto ni estoy dispuesto a aceptarlo. Seré más preciso: estoy convencido, como un crío, de que los sufrimientos sanarán sin dejar huella; de que la ultrajante comicidad de las contradicciones humanas se esfumará como un triste espejismo, como la abyecta invención de la mente euclidiana del hombre, endeble y diminuta como un átomo; de que en el fin del mundo, llegado el momento de la armonía eterna, ocurrirá y surgirá algo tan precioso que bastará para aplacar la indignación en todos los corazones, para redimir todas las malas acciones de los hombres, toda la sangre derramada; bastará no solo para que sea posible perdonar, sino para justificar, además, todo lo ocurrido con los hombres; admitamos, admitamos que todo esto ocurra, que todo esto llegue a ser, pero ¡yo no lo acepto ni quiero aceptarlo! Que incluso se junten las líneas paralelas, y que yo lo vea: lo veré y diré que se han juntado, pero, de todos modos, no voy a aceptarlo. Ésta es mi esencia, Aliosha, ésta es mi tesis. Te lo he dicho con toda seriedad. He empezado a propósito nuestra conversación de la manera más estúpida posible, pero he acabado con esta confesión, porque es lo que de verdad necesitabas. No necesitabas que te hablara de Dios, sino saber únicamente con qué vive tu querido hermano. Y ya te lo he contado.

Iván, súbitamente, concluyó su larga parrafada con un sentimiento tan especial como inesperado.

—Y ¿por qué has empezado «de la manera más estúpida posible»? —preguntó Aliosha, mirando pensativo a su hermano.

—Pues, en primer lugar, por puro rusismo: las conversaciones rusas sobre estos temas se desarrollan siempre de la manera más estúpida posible. En segundo lugar, además, porque, cuanto más estúpida es la forma, tanto más se centra en la cuestión. Cuanto más estúpida, más clara. La estupidez es concisa y es cándida, mientras que la inteligencia es sinuosa y se esconde. La inteligencia es vil; la estupidez es franca y honrada. Yo lo he llevado hasta el extremo, y, cuanto más torpemente lo haya presentado, mejor para mí.

—¿Puedes explicarme por qué «no aceptas el mundo»? —preguntó Aliosha.

—Claro que puedo, no es ningún secreto; además, a eso iba. Hermanito mío, no quiero pervertirte ni hacerte vacilar en tus firmes convicciones; lo que sí querría, tal vez, es curarme a mí mismo contigo. —Iván sonrió de repente, exactamente igual que un niño bueno. Nunca le había visto Aliosha una sonrisa así.

IV. La rebelión

—Tengo que hacerte una confesión —empezó Iván—: nunca he podido entender cómo es posible amar al prójimo. Precisamente es al prójimo, en mi opinión, a quien resulta imposible amar; solo es posible amar, en todo caso, a quienes están más alejados de nosotros. Recuerdo haber leído en algún sitio la historia de ese santo, Juan el Limosnero[8], al cual acudió en cierta ocasión un caminante hambriento y aterido, pidiéndole que le diera calor; entonces el santo se acostó con él en el lecho, lo abrazó y empezó a insuflarle aire en la boca, purulenta y apestosa por una terrible enfermedad. Estoy convencido de que lo hizo en un arrebato de impostura, a causa de un amor forzado por el deber, de una penitencia que él mismo se había impuesto. Para poder amar a alguien, la persona amada tiene que estar oculta: apenas se deja ver, el amor se desvanece.

—Más de una vez ha hablado de eso mismo el stárets Zosima —comentó Aliosha—; también ha dicho que a menudo el rostro de un hombre impide amar a muchos que carecen de experiencia en el amor. Pero, con todo, hay mucho amor en la humanidad, un amor muy parecido al amor de Cristo, lo sé por mí mismo, Iván…

—Sí, pero yo eso todavía no lo sé, ni puedo comprenderlo, y lo mismo le ocurre a un número incontable de personas. Habría que saber si eso obedece a las malas cualidades de los hombres o es que es así por naturaleza. A mi juicio, el amor de Cristo a los hombres es, en su género, un milagro imposible en la tierra. Cierto, Él era Dios. Pero nosotros no somos dioses. Supongamos, por ejemplo, que sufro enormemente: los demás jamás sabrán hasta qué punto sufro, por tratarse de gente distinta de mí y, sobre todo, porque es muy raro que nadie le reconozca a otro la condición de mártir (como si ésta fuera un rango). ¿Por qué no se admite que sufro? ¿Tú qué crees? Puede ser, por ejemplo, porque huelo mal, porque tengo cara de tonto, porque alguna vez le habré dado un pisotón a alguien. Además, hay sufrimientos y sufrimientos: un sufrimiento degradante, que me humille, como el hambre, pongamos por caso, aún me lo admitiría un posible benefactor; pero, como el sufrimiento sea algo más elevado, motivado por un ideal, por ejemplo, entonces ya la cosa cambia: solo en contadas ocasiones estaría dispuesto a admitirlo, pues siempre podría fijarse en mí y comprobar, no sé, que mi cara no se corresponde con la cara que, según los dictados de su imaginación, debería tener alguien que esté padeciendo a causa de tal ideal. Así que lo primero que haría sería privarme de su protección, y no necesariamente por su mal corazón. Los mendigos, especialmente los más nobles, no deberían mostrarse nunca en público: más les valdría pedir limosna a través de los periódicos. De forma abstracta aún es posible amar al prójimo, al menos, a veces, desde lejos, pero de cerca casi nunca. Si pasara como en los escenarios, como en esos ballets, donde los mendigos, cuando hacen su aparición, piden limosna vestidos con harapos de seda y encajes desgarrados, bailando graciosamente, todavía podría uno admirarlos. Admirarlos, pero, eso sí, no amarlos. Bueno, ya es suficiente. Solo pretendía que vieras las cosas desde mi posición. Yo quería hablar del sufrimiento de la humanidad en general, pero será mejor que nos centremos en los sufrimientos exclusivos de los niños. Eso reduce el alcance de mi argumentación a la décima parte, pero es preferible referirse solo a los niños. Evidentemente, eso no me favorece. Pero, en primer lugar, uno puede querer a los niños incluso de cerca, aunque estén sucios, aunque sean feos (de todos modos, a mí me parece que los niños nunca son feos). En segundo lugar, de los adultos no pienso hablar porque, aparte de que son repulsivos y no merecen nuestro amor, han recibido un justo castigo: comieron de la manzana y conocieron el bien y el mal y fueron «como Dios». Y aún siguen comiendo de ella. Los niños, en cambio, no han comido nada y por ahora no son culpables de nada. ¿Te gustan los niños, Aliosha? Sé que te gustan, y entenderás por qué quiero hablar exclusivamente de ellos ahora. Si también sufren atrozmente en la tierra, eso se debe, desde luego, a sus padres; son castigados por culpa de sus padres, que han comido de la manzana; y, sin embargo, este razonamiento es propio de otro mundo: al corazón del hombre, aquí, en la tierra, le resulta incomprensible. Un inocente no debería sufrir por otro, ¡y aún menos esos inocentes! Te sorprenderá saber, Aliosha, que a mí también me gustan horrores los niños. Y date cuenta de que a veces la gente cruel, apasionada, carnal, karamazoviana, también quiere mucho a los niños. Los niños, mientras son niños, hasta los siete años, por ejemplo, están muy alejados de la gente: parecen enteramente unas criaturas distintas, de otra naturaleza. Conocí a un criminal en prisión: en el curso de su carrera, asaltando casas por las noches, había acabado con familias enteras, y de paso había degollado a algunos niños. Pero, una vez en prisión, adoraba a los pequeños. Se pasaba las horas asomado a la ventana del penal, mirando jugar a los niños en el patio de la cárcel. Se las ingenió para que uno de ellos, un niño pequeño, acudiera con frecuencia al pie de su ventana, y se hicieron muy amigos. ¿Sabes por qué te cuento todo esto, Aliosha? Me duele un poco la cabeza, y estoy triste.

—Estás raro hablando —observó Aliosha con inquietud—, como si padecieras una especie de trastorno.

—Hace poco, por cierto, me contaba un búlgaro en Moscú —prosiguió Iván Fiódorovich, como si no hubiera oído a su hermano— que los turcos y los circasianos que hay allá, en Bulgaria, temerosos de un levantamiento en masa de los eslavos,[9 ]cometen toda clase de tropelías; es decir, incendian, degüellan, violan a mujeres y niñas, a los detenidos los clavan en las vallas por las orejas y así los dejan hasta la mañana siguiente, para después colgarlos… Es algo inconcebible. Se habla a veces, de hecho, de la crueldad «bestial» del hombre, pero esto es terriblemente injusto y ofensivo para las bestias: una bestia nunca puede ser tan cruel como el hombre, tan artística, tan plásticamente cruel. El tigre muerde, despedaza, no sabe hacer otra cosa. Jamás se le pasaría por la cabeza dejar a nadie clavado por las orejas toda una noche, ni aun en el supuesto de que fuera capaz. Esos turcos, entre otras cosas, han llegado a torturar con auténtica voluptuosidad a los niños, empezando por arrancarlos del seno materno con un puñal y acabando por arrojar al aire a las criaturas para ensartarlas en las bayonetas, y todo ello en presencia de sus madres. Ése era su mayor placer: hacerlo en presencia de las madres. Pero, fíjate, hay una escena que me ha impresionado más que ninguna. Imagínate: un niño de pecho en brazos de su madre temblorosa; alrededor, unos turcos que acaban de entrar en la casa. Se les ha ocurrido una bromita muy graciosa: acarician al crío, se ríen para contagiarle la risa, lo consiguen, y el crío empieza a reírse. En ese momento un turco le apunta con su pistola, a cuatro vershkí[10] de la cara. El niño, contento, ríe a carcajadas y alarga las manitas para coger la pistola, cuando, de pronto, el artista aprieta el gatillo, dispara a bocajarro y le destroza la cabecita. Artístico, ¿verdad? Por cierto, según dicen, a los turcos les encantan los dulces.

—Hermano, ¿a qué viene todo esto? —preguntó Aliosha.

—Creo que, si el diablo no existe y, en consecuencia, ha sido el hombre quien lo ha creado, entonces lo ha creado a su imagen y semejanza.

—En ese caso, lo mismo ha hecho con Dios.

—Es asombroso cómo sabes darle la vuelta a las palabritas, como dice Polonio en Hamlet —dijo Iván, echándose a reír—. Me has pillado en un renuncio; estupendo, me alegro. Bueno será tu Dios, si el hombre lo ha creado a su imagen y semejanza. Me preguntabas a qué viene todo esto: verás, yo soy un aficionado y un coleccionista de determinados sucesos, y el caso es que anoto y recojo en periódicos y relatos, donde sea, cierta clase de episodios; tengo ya una buena colección. Los turcos, naturalmente, forman parte de ella, pero, en definitiva, son extranjeros. También he recogido cositas del país, y hasta son mejores que las turcas. ¿Sabes?, aquí lo normal son los golpes, abundan la vara, el látigo, eso es lo nacional; aquí clavar orejas sería inconcebible, al fin y al cabo somos europeos, pero la vara, el látigo son algo muy nuestro y nadie nos lo puede quitar. Parece que ahora en el extranjero ya no pegan, será que las costumbres se han refinado, o que han dictado leyes en virtud de las cuales un hombre ya no osa azotar a otro; con todo, para compensar, se han buscado otra fórmula, también puramente nacional, como pasa entre nosotros; tan nacional es que aquí eso mismo sería inconcebible, aunque lo cierto es que también en nuestro país, al parecer, va abriéndose paso, sobre todo desde que se ha desarrollado un movimiento religioso entre las capas más altas de la sociedad. Tengo un folleto maravilloso, traducido del francés, donde se cuenta cómo en Ginebra, no hace mucho tiempo, apenas cinco años, ejecutaron a un malhechor, un asesino, llamado Richard; era, si no me equivoco, un joven de veintitrés años, que se había arrepentido de sus crímenes y se había convertido al cristianismo antes de subir al cadalso. El tal Richard era un hijo ilegítimo que, siendo aún un crío de seis años, fue regalado por sus padres a unos pastores suizos, unos montañeses, y éstos lo criaron con la intención de ponerlo a trabajar. Creció a su lado como una fierecilla salvaje, los pastores no solo no le enseñaron nada sino que con siete años lo mandaban ya a cuidar del ganado, con lluvia o con frío, prácticamente sin vestido ni alimento. Y, por supuesto, al obrar así ninguno de ellos se paraba a pensar ni tenía remordimientos; al contrario, se creían con todo el derecho del mundo a hacerlo, ya que les habían regalado a Richard como si fuera un objeto, y ni siquiera consideraban imprescindible darle de comer. El propio Richard recuerda cómo experimentaba en aquellos años, como el hijo pródigo del Evangelio, unos deseos horrorosos de comer al menos del salvado con que cebaban a los cerdos destinados a la venta, pero ni eso le daban y le pegaban cada vez que él se lo robaba a los animales; y así pasó toda su infancia y toda su juventud, hasta que creció y, sintiéndose con fuerzas, se dedicó a robar. Aquel salvaje empezó a ganar dinero trabajando a destajo en Ginebra; todo lo que ganaba se lo bebía, vivía como un monstruo y acabó asesinando y robando a un viejo. Lo prendieron, lo juzgaron y lo condenaron a muerte. Allí no se andan con sentimentalismos. Y resulta que en la cárcel enseguida se vio rodeado por pastores y miembros de las diferentes cofradías cristianas, damas de la beneficencia y demás. Le enseñaron en la cárcel a leer y escribir, empezaron a explicarle el Evangelio, apelaron a su conciencia, lo exhortaron, lo presionaron, lo abrumaron, lo aplastaron, hasta que, por fin, confesó solemnemente su crimen. Se convirtió, escribió al tribunal reconociendo que era un monstruo y que, finalmente, había conseguido que el Señor lo iluminara y le enviara su gracia. Toda Ginebra se conmovió, toda la virtuosa y devota Ginebra. Toda la gente fina y educada acudió corriendo a verlo a la cárcel; todo el mundo besaba y abrazaba a Richard: «¡Eres nuestro hermano! ¡La gracia ha descendido sobre ti!». Y Richard no hace más que llorar enternecido: «¡Sí, la gracia ha descendido sobre mí! Antes, durante toda mi infancia y juventud, mi única alegría era el pienso de los cerdos, pero ahora la gracia ha descendido sobre mí, ¡voy a morir en el Señor!». «Sí, sí, Richard; muere en el Señor, has derramado sangre y debes morir en el Señor. Aunque no seas culpable, pues no tenías conocimiento de Dios cuando envidiabas el alimento de los cerdos y te pegaban por robárselo (y hacías muy mal, porque no es lícito robar), de todos modos has derramado sangre y debes morir.» Y llega el último día. Richard, casi sin fuerzas, llora y no hace más que repetir a cada instante: «Éste es el mejor día de mi vida, ¡voy a reunirme con el Señor!». «Sí —gritan pastores, jueces y damas de la beneficencia—, ¡éste es tu día más dichoso, pues vas a reunirte con el Señor!» Todos, unos en coche, otros a pie, se dirigen al cadalso, acompañando el oprobioso carro en el que conducen a Richard. Llegan por fin al patíbulo: «¡Muere, hermano nuestro —le gritan a Richard—, muere en el Señor! ¡Sobre ti ha descendido la gracia!». Y así, cubierto por los besos de sus hermanos, arrastran al hermano Richard al cadalso, lo colocan en la guillotina y le cortan, como buenos hermanos, la cabeza, por haber descendido sobre él la gracia del Señor. Sí, es algo muy característico. El folleto ha sido traducido al ruso por unos luteranos rusos, unos filántropos de la alta sociedad, que lo han distribuido gratuitamente, en forma de suplemento de periódicos y otras publicaciones, para ilustrar al pueblo ruso. Lo mejor del caso de Richard es lo que tiene de nacional. En nuestro país, por muy absurdo que nos parezca cortarle la cabeza a un hermano solo por haberse convertido en nuestro hermano y por haber recibido la gracia del Señor, también tenemos lo nuestro, como ya he dicho, y casi es peor. Aquí el placer tradicional, el más inmediato, el más socorrido, ha consistido en moler a palos. Nekrásov tiene unos versos donde se refiere a un campesino que azota a su caballo, dándole con el látigo en los ojos, en los «sumisos ojos»[11]. ¿Quién no ha presenciado algo así? Es puramente ruso. Describe cómo un pobre jamelgo, que tira de un carro sobrecargado, se queda atascado y no puede seguir. El campesino le pega; le pega con furia; le pega, al final, sin saber ya ni lo que hace; ciego de ira, lo castiga con saña, sin medida: «¡Aunque estés sin fuerzas, tú sigue tirando! ¡Como si te mueres, tú sigue tirando!». El penco está a punto de reventar, y el campesino no para de azotar al indefenso animal en los ojos llorosos, en los «sumisos ojos». Fuera de sí, el caballo da un tirón, arranca y echa andar, todo tembloroso, sin respirar, dando tumbos, a saltitos, de una manera poco natural y humillante; en Nekrásov resulta aterrador. Pero no es más que un caballo, y los caballos nos los ha dado Dios para azotarlos. Así nos lo explicaron los tártaros, que nos legaron asimismo el knut[12] como recuerdo. Pero también es posible azotar a la gente. Y así vemos cómo un caballero inteligente y educado y su señora azotan a su propia hija, una cría de siete años; he escrito acerca de esto detenidamente.[13] El papá está encantado de que la fusta tenga nudos. «Más le dolerá», dice, y empieza a «sacudir» a su hija. Sé positivamente que hay personas que se van calentando a medida que descargan los golpes, hasta alcanzar el éxtasis, literalmente, y su placer aumenta con cada zurriagazo, de forma progresiva. Azotan un minuto, azotan, finalmente, cinco minutos, diez minutos, y siguen azotando más y más, con un ritmo cada vez más vivo, con saña creciente. La niña grita, la niña al final no puede gritar, jadea. «¡Papá, papá! ¡Papaíto, papaíto!» El asunto, por un endiablado e inoportuno azar, acaba en los tribunales. Contratan a un abogado. Hace ya tiempo que el pueblo ruso llama a los leguleyos «conciencias a sueldo». El abogado brama en defensa de su cliente. «El caso —dice— es bien sencillo; se trata de un vulgar asunto familiar, como hay tantos: un padre que pega a su hijita, y, para vergüenza de nuestros días, ¡lo llevan a juicio!» Los miembros del jurado[14], ya convencidos, se retiran a deliberar y pronuncian una sentencia absolutoria. El público ruge de felicidad al saber que el verdugo ha sido absuelto. Lástima que yo no estuviera allí; si no, me habría desgañitado proponiendo la institución de una beca que honrara el nombre del torturador. Estas estampas son una preciosidad. Pero tengo otras aún mejores de niños pequeños; he recopilado muchas, muchas cosas sobre los niños rusos, Aliosha. Resulta que a una niña pequeña, de cinco años, el padre y la madre, «gente de lo más respetable, con una buena posición, cultos y educados», la odiaban. ¿Lo ves? Afirmo una vez más, con toda convicción, que abundan las personas con un rasgo peculiar: su afición a hacer sufrir a los niños, y solo a los niños. A los demás miembros del género humano esos verdugos los tratan con deferencia y humildad, como europeos instruidos y humanos que son, pero les encanta torturar a los niños, y por lo mismo sienten una especial inclinación por ellos. Es precisamente el desamparo de estas criaturas, la candidez angelical de los pequeños, que no tienen dónde ocultarse ni a quién acudir, lo que encandila a sus verdugos; eso es lo que enardece la sangre rastrera del maltratador. En todo hombre, sin duda, se oculta una fiera: una fiera iracunda, una fiera que se excita voluptuosamente con los gritos de la víctima martirizada, una fiera desbocada que ha roto sus cadenas, una fiera que ha contraído dolencias en el vicio, como la podagra, las enfermedades del hígado y demás. A esta pobre niña de cinco años sus cultos padres la sometían a tormentos inconcebibles. Golpes, azotes, patadas; sin saber ellos mismos por qué, le cubrieron el cuerpo de cardenales; y así, hasta llegar al colmo del refinamiento: en las noches más frías, en plena helada, la dejaban encerrada en el escusado, y todo porque de noche no pedía que la pusieran a hacer sus necesidades (como si una criatura de cinco años, que duerme profundamente, como un ángel, tuviera que saber, a esa edad, pedir esas cosas); además, le embadurnaban la cara con excrementos y la obligaban a comérselos, ¡y era su madre, su propia madre quien la obligaba a hacerlo! ¡Y esa madre podía dormir, oyendo los lamentos de la pobre cría, encerrada de noche en un lugar tan denigrante! ¿Te imaginas a aquella pobre criatura, incapaz de entender lo que le estaba pasando, en aquel sitio miserable, oscuro y frío, dándose golpes con sus diminutos puñitos en el pecho maltratado y llorando con lágrimas de sangre, inocentes y dóciles, pidiendo al «niño Dios» que la defendiera? ¿Alcanzas a entender tanto absurdo, amigo mío y hermano mío, humilde novicio de Dios, puedes comprender para qué ha sido creado, quién necesitaba todo ese absurdo? Dicen que sin él no podría existir el hombre en la tierra, pues no conocería el bien y el mal. ¿Qué falta hacía conocer este diabólico bien y este mal, cuando cuestan tan caros? Pues todo el mundo del conocimiento no vale lo que esas lágrimas infantiles dirigidas al «niño Dios». No voy a hablar de los padecimientos de los enfermos, éstos han comido de la manzana y al diablo con ellos… Que el diablo se los lleve a todos, pero ¡éstos, éstos!… Te estoy atormentando, Aliosha, pareces un tanto alterado. Lo dejo, si quieres.

—No te preocupes, yo también quiero atormentarme —balbuceó Aliosha.

—Otro cuadro más, solo un cuadro más, por curiosidad, y de lo más característico; además, lo he leído hace poco en una de esas compilaciones de viejos documentos nuestros, no sé si en el Archivo o en Antigüedad,[15] habría que comprobarlo, ya no recuerdo dónde lo he leído. Ocurrió en la época más sombría del régimen de servidumbre, todavía a principios de siglo, ¡que viva el libertador del pueblo![16] Había entonces, a principios de siglo, un general; era un general con excelentes relaciones y un riquísimo propietario, pero de esos que (es verdad que ya entonces, al parecer, eran muy pocos), en el momento de retirarse del servicio activo, lo hacían plenamente convencidos de que se habían ganado el derecho a decidir sobre la vida y la muerte de sus súbditos. Algunos había así por entonces. El caso es que este general vivía en su hacienda, con dos mil almas, dándose aires, despreciando a sus modestos vecinos, a los que trataba como si vivieran a su costa o fueran bufones suyos. Poseía una perrera con centenares de perros y cerca de cien perreros, todos de uniforme, cada uno con su caballo. Y he aquí que un día el hijo de unos siervos, un niño de apenas ocho años, le tira jugando una piedra al lebrel favorito del general y le lastima una pata. «¿Cómo es que renquea mi perro preferido?» Le explican que, por lo visto, un chico le ha tirado una piedra y le ha magullado una pata. «Ah, has sido tú», le echa el ojo el general. «¡Cogedlo!» Lo cogen, se lo arrebatan a la madre, lo tienen toda la noche en una mazmorra, y al día siguiente, de buena mañana, el general se prepara para salir de caza, vestido de gala; monta a caballo, rodeado por todos los que viven a su costa, por sus perros, perreros, monteros, todos a caballo. Ha reunido a toda la servidumbre, para darle un escarmiento, y han puesto en primera fila a la madre del chico culpable. Sacan al niño de la mazmorra. Es un día gris de otoño, frío y brumoso, un día perfecto para la caza. El general ordena desvestir al niño, lo desnudan por completo, el crío se echa a temblar, loco de miedo, no osa rechistar… «¡Que corra!», ordena el general. «¡Corre, corre!», le gritan los perreros, el niño echa a correr… «¡Hala! ¡A él!», vocea el general y lanza contra él a toda la jauría de galgos. ¡Los azuzó a la vista de la madre, y los perros hicieron pedazos al niño! Al general, por lo visto, lo han incapacitado. Bueno… y ¿qué habría que hacer con él? ¿Fusilarlo? ¿Fusilarlo para satisfacer nuestro sentido moral? ¡Habla, Alioshka!

—¡Sí, fusilarlo! —susurró Aliosha, mirando a su hermano con una especie de sonrisa pálida y forzada.

—¡Bravo! —gritó Iván, con cierto entusiasmo—. Si tú lo dices, eso es que… ¡Vaya con el monje asceta! ¡Mira qué diablillo anida en tu corazoncito, Alioshka Karamázov!

—He dicho un disparate, pero…

—Ahí está: resulta que hay un pero… —exclamó Iván—. Debes saber, novicio, que los disparates son imprescindibles en este mundo. El mundo reposa sobre disparates, y es muy posible que sin ellos no ocurriera nunca nada. ¡Sabemos lo que sabemos!

—¿Qué sabes tú?

—Yo no entiendo nada —prosiguió Iván, como en un delirio—, y ahora tampoco quiero entender nada. Quiero atenerme a los hechos. Hace ya tiempo que renuncié a entender. Si intento entender alguna cosa, enseguida distorsiono los hechos, y he decidido atenerme a los hechos…

—¿Por qué me pones a prueba? —exclamó afligido Aliosha, con un desgarro—. ¿Me lo vas a decir de una vez?

—Claro que te lo voy a decir, precisamente a eso iba. Te tengo mucho aprecio, no quiero soltarte y no voy a cederte a tu Zosima. —Iván estuvo como un minuto callado; de repente, se le puso una cara muy triste—. Escucha: me he referido exclusivamente a los niños para que resultara más evidente. De las otras lágrimas del hombre que han empapado la tierra, desde la corteza hasta el centro, no voy a decir una palabra; he preferido acotar mi tema. Yo soy una chinche y me declaro, con toda humildad, profundamente incapaz de comprender con qué objetivo se han organizado así las cosas. Los hombres, ya se sabe, son culpables: se les dio el paraíso, ellos optaron por la libertad y robaron el fuego de los cielos, sabiendo positivamente que serían desgraciados; en definitiva, no hay razón para tenerles lástima. Ah, para una mentalidad tan lamentable como la mía, terrenal y euclidiana, lo único seguro es que el dolor existe, y que no hay culpables, que una cosa se sigue de otra de una manera directa y sencilla, que todo fluye y se equilibra, pero esto no es más que un delirio euclidiano, ya lo sé, y ¡no puedo estar de acuerdo en vivir en función de ese delirio! ¿A mí qué me importa que no haya culpables y que yo sea consciente? Lo que yo necesito es que haya un castigo, si no, acabaré por destruirme. Y que el castigo no se produzca en el infinito, a saber dónde, a saber cuándo, sino aquí, en la tierra, y que pueda verlo personalmente. He tenido fe, quiero ver por mí mismo, y, si para entonces yo ya he muerto, que me resuciten, pues si todo eso ocurre sin mí será un agravio excesivo. No he sufrido yo para abonar con mis malas acciones y mis padecimientos una futura armonía ajena. Quiero ver con mis propios ojos cómo la cierva yace con el león y cómo el degollado se levanta y abraza a su asesino. Quiero estar aquí cuando todos, de pronto, descubran qué sentido ha tenido todo esto. Ese deseo está en la base de todas las religiones de la tierra, y yo tengo fe. Y, sin embargo, ya lo ves, ahí están los niños: ¿qué hago entonces con ellos? Es un problema que no puedo resolver. Lo repito por centésima vez: hay gran cantidad de problemas, pero me he limitado al de los niños porque en él se refleja con toda claridad lo que quiero decir. Escucha: si todos tenemos que sufrir para comprar con nuestro sufrimiento la armonía eterna, ¿qué tienen que ver aquí los niños? ¿Podrías explicármelo? No hay forma de entender por qué tienen que sufrir también ellos, por qué les toca contribuir a la armonía con sus padecimientos. ¿Por qué tienen que servir de materia con la que abonar la futura armonía de no se sabe quién? Puedo entender la solidaridad de los hombres en el pecado, entiendo también la solidaridad en el castigo, pero en el caso de los niños no puede haber solidaridad en el pecado, y si la verdad estriba en que ellos son, de hecho, solidarios con las fechorías de sus padres, esa verdad, indudablemente, no es de este mundo y a mí me resulta incomprensible. Seguro que a algún guasón se le ocurre decir que el niño va a crecer de todos modos y que ya tendrá tiempo para pecar, pero resulta que aquel niño no creció: a los ocho años lo despedazaron los perros. ¡Oh, Aliosha, yo no blasfemo! Entiendo muy bien cómo será la conmoción universal cuando todas las criaturas en el cielo y en las entrañas de la tierra se fundan en un solo cántico de alabanza y todo cuanto viva o haya vivido pregone: «¡Justo eres, Señor, pues se han abierto tus caminos!». Cuando la madre se abrace al torturador que ha hecho que los perros despedacen a su hijo, y los tres proclamen con lágrimas en los ojos: «¡Justo eres, Señor!». Entonces, naturalmente, se alcanzará la cumbre del conocimiento y todo quedará explicado. Pero ahí está el problema, es eso mismo lo que no puedo aceptar. Y, mientras esté en la tierra, Aliosha, me apresuro a tomar mis medidas. Verás, Aliosha, es posible que, en efecto, si vivo hasta que llegue ese momento, o si resucito para verlo, al contemplar a la madre abrazada al verdugo de su hijo, proclame con todos los demás: «¡Justo eres, Señor!». Pero es que yo no quiero proclamarlo. Mientras me quede tiempo, procuraré mantenerme al margen, renunciando por completo a la suprema armonía. No vale siquiera esa armonía lo que el llanto de aquella sola niña maltratada que se daba golpes en el pecho y, en su hediondo encierro, rogaba al «niño Dios» con lágrimas para las que no cabe perdón. No lo vale, porque esas lágrimas no han sido expiadas. Tienen que ser expiadas, de otro modo, tampoco puede haber armonía. Pero ¿cómo podría uno expiarlas? ¿Acaso es posible? ¿Acaso sabiendo que serán vengadas? Pero ¿de qué me sirve a mí la venganza, de qué el infierno para los verdugos? ¿Qué puede corregir el infierno si esos niños ya han sido torturados? Y ¿qué armonía es ésa si existe el infierno? Yo lo que quiero es perdonar, lo que quiero es abrazar; no quiero que nadie siga sufriendo. Y, si los sufrimientos de los niños han servido para completar la suma de sufrimientos necesaria para comprar la verdad, yo afirmo de antemano que esa verdad no vale un precio semejante. ¡No quiero, en fin, que la madre abrace al verdugo que ha hecho que los perros destrocen a su hijo! ¡Que no se atreva a perdonarlo! Si quiere, que le perdone al torturador su propio sufrimiento, su inconmensurable dolor de madre, pero no tiene derecho a perdonar los padecimientos del hijo despedazado, ¡que no se atreva a perdonárselos al verdugo, por más que el pobre crío se los perdone! Y, si eso es así, si las víctimas no deben atreverse a perdonar, ¿dónde está la armonía? ¿Hay en el mundo un ser capaz de perdonar y que tenga derecho a hacerlo? No quiero esa armonía; por amor a la humanidad, no la quiero. Prefiero que los sufrimientos no reciban castigo. Más vale que mi propio dolor no se vea vengado, que mi indignación no obtenga respuesta, aunque yo no tenga razón. Muy caro le han puesto el precio a la armonía, la entrada no está al alcance de nuestro bolsillo. En vista de lo cual, me apresuro a devolver mi billete de entrada. Y, a poco que sea yo un hombre honrado, mi obligación es devolverlo cuanto antes. Eso es lo que pienso hacer. No es que no acepte a Dios, Aliosha, me limito a devolverle el billete con todo respeto.

—Es una rebelión —dijo Aliosha en voz baja, mirando al suelo.

—¿Una rebelión? Preferiría no haberte oído esa palabra —dijo Iván con fervor—. Difícilmente se puede vivir en rebelión, y yo quiero vivir. Dime sin rodeos, quiero me respondas con toda franqueza: imagínate que tienes que levantar el edificio del destino humano, con la intención última de hacer feliz al hombre, proporcionándole, al fin, paz y sosiego; pero para eso tendrías que torturar, inevitable e inexcusablemente, a una sola de esas criaturitas, pongamos por caso, a esa niña pequeña que se daba golpes de pecho, y erigir ese edificio sobre sus lágrimas no vindicadas. En esas condiciones, ¿estarías dispuesto a ser el arquitecto? ¡Responde y no mientas!

—No, no estaría dispuesto —dijo Aliosha en voz baja.

—¿Y puedes admitir la idea de que la gente para la que construyes el edificio consintiera alcanzar la felicidad a costa de la intolerable sangre de la pequeña martirizada y viviera después feliz por los siglos de los siglos?

—No, no puedo admitirla. Hermano —dijo repentinamente Aliosha, con los ojos brillantes—, te preguntabas hace un momento si habrá en todo el mundo un ser que pueda perdonar y tenga derecho a hacerlo. Pues ese ser existe, y puede perdonarlo todo y perdonárselo todo a todos, porque ha dado su sangre inocente por todos y por todo. Tú te has olvidado de Él, pero es sobre Él, precisamente, sobre quien se sostiene el edificio, y ante Él proclamarán: «¡Justo eres, Señor, pues se han abierto tus caminos!».

—¡Ah, el «único sin pecado» y su sangre! No, no me he olvidado de Él; al contrario, me extrañaba que tardaras tanto en mencionarlo, porque en cualquier discusión, habitualmente, los tuyos enseguida lo traen a colación. ¿Sabes una cosa, Aliosha? Te vas a reír, pero hará cosa de un año compuse un poema. Si puedes perder unos diez minutos más conmigo, ¿te gustaría que te lo contara?

—¿Que has escrito un poema?

—Oh, no, no lo he escrito —Iván se echó a reír—, y el caso es que tampoco he compuesto un par de versos en toda mi vida. Pero he concebido ese poema y puedo recordarlo. Lo concebí con pasión. Tú serás mi primer lector, o sea, mi primer oyente. Así es, ¿cómo iba a dejar escapar el autor a un solo oyente? —Iván se sonrió—. ¿Te lo cuento o no?

—Soy todo oídos —contestó Aliosha.

—Mi poema se titula El gran inquisidor; es una cosa disparatada, pero me apetece que lo conozcas.

V. El gran inquisidor

—Tampoco aquí puedo pasarme sin un prólogo, quiero decir sin un prólogo literario, ¡uf! —se rió Iván—; ¡valiente autor estoy hecho! Verás, la acción transcurre en el siglo XVI, y en esa época, aunque eso tú ya debes saberlo de la escuela, era costumbre que intervinieran fuerzas sobrenaturales en las obras poéticas. Y no hablo ya de Dante. En Francia, los amanuenses de los tribunales, así como los monjes en los monasterios, daban verdaderas representaciones en las que sacaban a escena a la Virgen, a los ángeles, a los santos, a Jesucristo y al mismísimo Dios. Entonces había mucha ingenuidad en todo eso. En Nuestra Señora de París, de Victor Hugo, en tiempos de Luis XI, con ocasión del nacimiento del delfín de Francia, se le ofrece al público en la sala del Ayuntamiento una representación edificante y gratuita con el título de Le bon jugement de la très sainte et gracieuse Vierge Marie, en la que la propia Virgen aparece en persona y pronuncia su bon jugement. Entre nosotros, en Moscú, antes de Pedro[17], también se ofrecían de vez en cuando obras cuasidramáticas de ese tenor, en particular del Antiguo Testamento; pero, aparte de las representaciones dramáticas, en esos tiempos circulaban por todo el mundo numerosos relatos y «baladas» en los que intervenían, según las necesidades, santos, ángeles y todas las fuerzas celestiales. En nuestros monasterios se dedicaban igualmente a traducir, copiar e incluso componer poemas de esa clase ya en tiempos de los tártaros[18]. Hay, por ejemplo, un breve poema monástico (naturalmente, traducido del griego), Recorrido de la Virgen por los tormentos del infierno[19], con unos cuadros de un atrevimiento comparable a los de Dante. La Madre de Dios visita el infierno, y el arcángel Miguel la guía «por los tormentos». Ella ve a los pecadores y contempla sus padecimientos. Allí aparece, entre otras, una categoría interesantísima de pecadores en un lago ardiente: a quienes se hunden en ese lago, de modo que ya no pueden volver a la superficie, «a ésos Dios ya los olvida», expresión ésta de extraordinaria fuerza y profundidad. Pues bien, la Madre de Dios, conmovida y llorosa, se postra ante el trono divino y solicita el perdón para todos cuantos están en el infierno, para todos a los que ha visto allá, sin distinciones. Su conversación con Dios es de un interés colosal. Suplica, no ceja, y cuando Dios le señala las manos y pies de su hijo, atravesados por clavos y le pregunta: «¿Cómo voy a perdonar a sus verdugos?», ella ordena a todos los santos, a todos los mártires, a todos los ángeles y arcángeles que caigan de rodillas junto a ella y que rueguen por el perdón de todos sin excepción. Finalmente, la Virgen obtiene de Dios una suspensión de los tormentos, todos los años, desde el Viernes Santo hasta el día de Pentecostés, y desde el infierno los pecadores dan las gracias al Señor, proclamando: «Justo eres, Señor, y es justa tu sentencia». Pues mi poemita habría sido por el estilo de haber surgido en aquella época. Él aparece en escena; es verdad que no dice nada en el poema, se limita a aparecer y pasar de largo. Quince siglos han transcurrido ya desde que prometió volver a su reino, desde que su profeta dejó escrito: «Vengo pronto»[20]. «Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre»[21], como Él mismo dijo cuando aún estaba en la tierra. No obstante, la humanidad lo espera con la misma fe de antaño y con el mismo afecto de antaño. Oh, incluso con mayor fe, pues ya han pasado quince siglos desde que cesaron las garantías que el hombre recibía del cielo:

Confía en lo que el corazón te diga.

No hay garantías de los cielos.[22]

»¡Y solo quedaba la fe en lo que hubiera dicho el corazón! Es cierto que entonces abundaban los milagros. Había santos que obraban curaciones milagrosas; a algunos justos, según consta en los relatos de sus vidas, se les aparecía la mismísima Reina de los Cielos. Pero el diablo no duerme, y entre los hombres cundió la duda acerca de la autenticidad de tales milagros. Justamente entonces apareció en el norte, en Alemania, una nueva y terrible herejía. Una inmensa estrella, “ardiendo como una estrella” (es decir, la Iglesia), cayó “en las fuentes de las aguas”, que “fueron hechas amargas”[23]. Estas herejías, de manera blasfema, empezaron a negar los milagros. Pero, por eso mismo, quienes se mantienen fieles creen con más fervor. Las lágrimas de la humanidad siguen elevándose hacia Él como antes, lo esperan, lo aman, confían en Él, ansían padecer y morir por Él, igual que antes. Tantos siglos imploró la humanidad con fe y con pasión: “Oh, Señor, ven a nosotros”; tantos siglos lo estuvo invocando, para que Él, en su infinita compasión, quisiera descender junto a los suplicantes. Ya había descendido, ya había visitado con anterioridad a algunos justos, mártires y santos anacoretas estando aún en la tierra, tal y como está escrito en los relatos de sus vidas. Entre nosotros, Tiútchev, profundamente convencido de la veracidad de sus propias palabras, ha proclamado:

Abrumado por el peso de la cruz,

de punta a punta, mi querida tierra,

como un simple esclavo, el Rey de los Cielos

te ha recorrido bendiciéndote.[24]

»Algo que ha ocurrido indefectiblemente, te lo digo yo. He aquí que Él deseó mostrarse aunque solo fuera un momento al pueblo, a ese pueblo atormentado, sufriente, que peca de un modo hediondo pero que lo ama con un amor de niño. La acción de mi poema tiene lugar en España, en Sevilla, en los tiempos más atroces de la Inquisición, cuando en el país ardían a diario las hogueras para glorificar a Dios y

en grandiosos autos de fe

quemaban a los pérfidos herejes.[25]

»Naturalmente, no fue ése su prometido descenso a la tierra, tal y como se presentará en el fin de los tiempos, con toda su gloria celestial, de forma repentina, “como el relámpago sale del oriente y resplandece hasta el occidente”[26]. No, solo quiso visitar brevemente a sus hijos, precisamente allí donde crepitaban las hogueras de los herejes. Por su misericordia infinita, caminó una vez más entre las gentes, en la misma forma humana que había tenido cuando habitó durante tres años en medio de los hombres, quince siglos antes. Desciende a las “tórridas callejas” de la ciudad meridional, precisamente allí donde la misma víspera, en “un grandioso auto de fe”, en presencia del rey, de la corte, de caballeros, de cardenales y de hermosísimas cortesanas, delante de la numerosa población de toda Sevilla, el cardenal y gran inquisidor había hecho quemar a cerca de un centenar de herejes ad majorem gloriam Dei. Aparece en silencio, discretamente, pero todos, por raro que parezca, lo reconocen. Éste podría ser uno de los mejores pasajes del poema; quiero decir, por qué, precisamente, lo reconocen. La gente, arrastrada por una fuerza invencible, se dirige hacia Él, lo rodea, se apelotona a su alrededor, lo sigue. Él avanza en silencio entre la multitud, con una sonrisa callada de infinita compasión. Arde en su corazón el sol del amor, brotan de sus ojos los rayos de la Luz, de la Iluminación y de la Fuerza y, derramándose sobre los hombres, despierta en sus corazones un amor recíproco. Tiende los brazos hacia ellos, los bendice y, al contacto con Él, incluso con sus vestiduras, surge una fuerza que da salud. Un anciano, ciego desde la infancia, grita en medio de la multitud: “Cúrame, Señor, y así podré verte”, y de pronto se le caen una especie de escamas de los ojos, y el ciego ve al Señor. El pueblo llora y besa la tierra que pisa. Los niños arrojan flores a su paso, proclaman y cantan: “¡Hosanna!”. “Es Él, es Él —repite todo el mundo—, tiene que ser Él, no puede ser otro.” Se detiene en el atrio de la catedral de Sevilla justo en el momento en que introducen en el templo, entre llantos, un pequeño ataúd blanco, abierto: descansa en él una niña de siete años, hija única de un ciudadano ilustre. La criatura muerta está cubierta de flores. “Él resucitará a tu hija”, grita una voz entre la muchedumbre a la madre que llora. El deán del cabildo catedralicio, que ha salido al encuentro del féretro, mira perplejo y frunce el ceño. Pero de pronto resuena el lamento de la madre de la niña muerta. La mujer se arroja a los pies del Señor: “¡Si eres Tú, resucita a mi hija!”, exclama, tendiendo los brazos hacia Él. El cortejo se detiene, depositan el féretro en el suelo del atrio, a sus pies. Él mira con compasión, y sus labios, dulcemente, vuelven a ordenar: “Talitá kum, que quiere decir: Muchacha, a ti te digo, levántate”[27]. La muchacha se incorpora en el féretro, se sienta y mira sonriente, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Tiene en las manos el ramillete de rosas blancas con el que yacía en el ataúd. La gente está emocionada, hay gritos y llantos; y en ese mismo instante cruza la plaza de la catedral el mismísimo cardenal, el gran inquisidor. Es un anciano de casi noventa años, alto y erguido, de rostro enjuto, con los ojos hundidos, pero en los que aún brilla como una chispa de fuego. Oh, no viste sus espléndidos ropajes cardenalicios, con los que ayer se pavoneaba ante el pueblo mientras quemaban a los enemigos de la fe romana; no, en estos momentos no lleva más que su viejo y tosco hábito monástico. A una distancia prudencial lo siguen sus siniestros auxiliares y siervos, así como la guardia “sagrada”. Se detiene delante de la multitud y la observa desde lejos. Lo ha visto todo, ha visto cómo ponían el ataúd a sus pies, ha visto cómo resucitaba a la doncella, y la expresión se le ha ensombrecido. Frunce sus pobladas cejas encanecidas, y su mirada resplandece con un fuego siniestro. Extiende el dedo índice y ordena a sus guardias que lo prendan. Y es tanta su fuerza, hasta tal punto tiene al pueblo adoctrinado, sometido y habituado a obedecer temblando sus órdenes que la muchedumbre de inmediato abre paso a los guardias, y éstos, en medio del silencio sepulcral que se ha hecho de repente, lo detienen y se lo llevan. En un abrir y cerrar de ojos, la multitud, como un solo hombre, inclina la cabeza hasta el suelo ante el anciano inquisidor, el cual, sin decir una palabra, bendice al pueblo y sigue su camino. La guardia conduce al prisionero a una mazmorra abovedada, angosta y tenebrosa, en el viejo caserón del Santo Oficio, y allí lo dejan encerrado. Pasa el día, cae la oscura, sofocante y “mortecina” noche sevillana. El aire “huele a laurel y a limonero”[28]. En medio de las profundas tinieblas, se abre la puerta de hierro de la mazmorra y el gran inquisidor en persona entra lentamente con un candil en la mano. Está solo; a su espalda la puerta se cierra de inmediato. Se detiene cerca del umbral y se queda mucho tiempo, un minuto, quizá dos, contemplando el rostro del preso. Por fin, se acerca con paso quedo, deja el candil en la mesa y le dice: “¿Eres Tú? ¿Tú? —Pero, sin recibir respuesta, añade enseguida—: No contestes, guarda silencio. Además, ¿qué podrías decir? De sobra sé lo que dirías. No tienes derecho a añadir nada a lo que ya has dicho antes. ¿Por qué has venido a estorbarnos? Porque Tú has venido a estorbarnos, y también lo sabes. Pero ¿acaso sabes lo que ocurrirá mañana? Yo no sé quién eres ni quiero saberlo, si en verdad eres Tú o solo una apariencia suya, pero mañana te condenaré y te haré quemar en la hoguera, como al más vil de los herejes, y bastará un solo gesto mío para que el mismo pueblo que hoy te ha besado los pies mañana se lance a avivar las brasas de tu hoguera, ¿lo sabes? Sí, puede que lo sepas”, añadió, profundamente caviloso, sin apartar un instante la mirada de su prisionero.

—No acabo de entender, Iván, qué significa todo esto —sonrió Aliosha, que llevaba todo ese tiempo escuchando en silencio—: ¿se trata, simplemente, de una fantasía sin límites, o de algún error del viejo, de un imposible qui pro quo?

—Admite aunque sea esto último —se echó a reír Iván—, si es que el realismo contemporáneo te ha estragado el gusto y ya no puedes tolerar nada fantástico. ¿Prefieres que sea un qui pro quo? Pues muy bien. Es verdad —volvió a reírse—, el viejo tiene noventa años, hace ya tiempo que podía haber perdido el juicio dándole vueltas a su idea. El prisionero, además, podía haberlo impresionado vivamente por su aspecto. Podía tratarse, en fin, de una alucinación, del delirio de un anciano de noventa años a las puertas de la muerte, excitado, además, por el auto de fe de la víspera, con sus cien herejes quemados. Pero ¿qué más nos da, a ti y a mí, que sea un qui pro quo o una fantasía sin límites? La cuestión es que el viejo necesita explicarse, que por fin, a sus noventa años, se manifiesta y dice en voz alta todo lo que en noventa años ha callado.

—¿Y el prisionero también calla? ¿Se queda mirándolo sin decir una palabra?

—En efecto, así tiene que ser de todas todas. —Iván se rió de nuevo—. El viejo lo advierte de que no tiene derecho a añadir nada a lo que ya ha dicho antes. Si quieres, en eso consiste el rasgo fundamental del catolicismo romano, al menos, a mi entender. «Tú le has cedido todo al Papa —vienen a decirle—, así que ahora todo está en manos del Papa, mejor no vengas a estorbar, al menos hasta la hora señalada.» No solo hablan en ese sentido, sino que incluso escriben de esa manera; por lo menos, es lo que hacen los jesuitas. Yo lo he leído en sus teólogos. «¿Tienes derecho acaso a revelarnos uno solo de los misterios del mundo del que has venido? —le pregunta mi viejo, y él mismo se responde—: No, no tienes derecho a hacerlo, para no añadir nada a lo que ya está dicho y para no privar a los hombres de su libertad, una libertad que tanto defendiste cuando habitaste entre nosotros. Todo cuanto anunciaras ahora por primera vez atentaría contra la libertad de la fe de los hombres, pues se presentaría como un milagro; en cambio, entonces, hace mil quinientos años, la libertad de su fe era lo más valioso para ti. Fuiste Tú quien repitió entonces con frecuencia: “Quiero haceros libres”. Pues bien, ya has visto a esos hombres “libres” —añade de pronto el viejo con una sonrisa reflexiva—. Sí, todo esto nos ha salido muy caro —prosigue, mirándolo con severidad—, pero al fin hemos terminado esta obra en tu nombre. Quince siglos de sufrimiento nos ha costado esa libertad, pero ahora el asunto está concluido y zanjado de una vez por todas. ¿No crees que esté zanjado de una vez por todas? ¿Me miras con aire sumiso y no me concedes siquiera tu indignación? Pero debes saber que ahora, en nuestros días, estos hombres están más seguros que nunca de que son enteramente libres, y entretanto ellos mismos nos han traído su libertad y la han depositado dócilmente a nuestros pies. Pero eso lo hemos hecho nosotros; ¿es ésta la libertad que deseabas?»

—Tampoco ahora lo entiendo —le interrumpió Aliosha—; ¿acaso ironiza, se burla?

—De ningún modo. Precisamente está presentando como un mérito suyo y de los suyos el hecho de haber triunfado sobre la libertad, y todo con tal de hacer felices a los hombres. «Pues solo ahora —se refiere, como es natural, a la Inquisición— se ha hecho posible por primera vez pensar en la felicidad del hombre. Los hombres fueron creados con una naturaleza rebelde: ¿pueden los rebeldes ser felices? Te habían avisado —sigue diciendo—, no te faltaron advertencias e indicaciones, pero no hiciste caso de tales advertencias; rechazaste el único camino que conducía a la felicidad de los hombres; no obstante, al marcharte, afortunadamente, pusiste tu obra en nuestras manos. Lo prometiste, empeñaste en ello tu palabra, nos otorgaste el derecho a atar y desatar, y ahora, por descontado, no pienses siquiera en quitarnos ese derecho. ¿Por qué has tenido que venir a estorbarnos?»

—¿Qué quiere decir eso de que no le faltaron advertencias e indicaciones? —preguntó Aliosha.

—Precisamente eso es lo más importante de todo lo que al viejo le toca explicar. «Un espíritu tan terrible como inteligente, el espíritu de la autodestrucción y la inexistencia —sigue diciendo el viejo—, el gran espíritu habló contigo en el desierto y, según dicen los libros, te “tentó”.[29] ¿Es cierto? ¿Podría acaso decirse algo más verdadero que aquellas tres preguntas que te formuló, y que tú rechazaste, y que en los libros se conocen como “tentaciones”? Y lo cierto es que, si alguna vez se ha obrado en la tierra un milagro realmente atronador, fue precisamente aquel día, el día de las tres tentaciones. La mera formulación de esas tres preguntas ya era, justamente, un milagro. Si fuera posible imaginar, solo a modo de prueba y de ejemplo, que esas tres preguntas del terrible espíritu se hubieran perdido sin dejar rastro en los libros y que fuera preciso restablecerlas, idearlas y componerlas de nuevo para volver a introducirlas en esos libros, y que hubiera que reunir con ese fin a todos los sabios de la tierra, a gobernantes, prelados, científicos, filósofos y poetas, diciéndoles: “Discurrid, formulad tres preguntas, pero han de ser tales que, además de responder a la magnitud del acontecimiento, expresen por encima de todo, en tres palabras, en solo tres frases humanas, toda la historia futura del mundo y de la humanidad”, ¿crees Tú que toda la sabiduría de la tierra, así reunida, podría concebir algo remotamente parecido, en fuerza y profundidad, a esas tres preguntas que de hecho te formuló entonces, en el desierto, el poderoso e inteligente espíritu? Solo por esas preguntas, por el simple milagro de su formulación, se comprende que no se trata de una inteligencia humana corriente, sino de una inteligencia eterna y absoluta. Pues en esas tres preguntas está como englobada y profetizada toda la historia sucesiva del hombre y en ellas se presentan los tres modelos a los que se reducen todas las irresolubles contradicciones históricas de la naturaleza humana en la tierra. Entonces eso no podía resultar tan evidente, ya que se desconocía el futuro; pero ahora, quince siglos más tarde, vemos cómo en esas tres preguntas está todo previsto y profetizado, y se han justificado hasta tal punto que es imposible añadirles ni quitarles nada.

»Así pues, Tú decides quién tenía razón: ¿Tú o aquel que entonces te interrogó? Recuerda la primera pregunta; si no era así literalmente, su sentido era éste: “Tú pretendes ir al mundo, y vas con las manos vacías, con una vaga promesa de libertad: una libertad que ellos, en su simplicidad y en su arbitrariedad innata, son incapaces de concebir siquiera; una libertad que temen y que les asusta, pues nunca ha habido para el hombre y para la sociedad humana nada más insoportable que la libertad. ¿Ves esas piedras del desierto árido y ardiente? Transfórmalas en panes y la humanidad correrá detrás de ti como un rebaño, agradecido y dócil, aunque siempre estará temblando de miedo ante la posibilidad de que retires tu mano y los dejes sin pan”. Pero tú no quisiste privar al hombre de libertad y rechazaste la propuesta, pues ¿qué libertad puede haber, debiste pensar, si la obediencia se compra con pan? Replicaste que no solo de pan vive el hombre, pero has de saber que en nombre de ese pan terrenal se rebelará contra ti el espíritu de la tierra, luchará y te derrotará, y todos lo seguirán, proclamando: “¿Quién es semejante a la bestia, que nos ha dado el fuego del cielo?”[30]. Has de saber que pasarán los siglos y la humanidad proclamará, por boca de la sabiduría y de la ciencia, que no existe el crimen ni, por tanto, tampoco el pecado, sino que existen solo los hambrientos. “¡Dales de comer, y pregúntales entonces por sus virtudes!”; eso escribirán en la bandera que levantarán contra ti y que agitarán para destruir tu templo. Un nuevo edificio se alzará allí donde estaba tu templo, la horrible torre de Babel volverá a edificarse, y aunque tampoco ésta se vea culminada, como ocurrió con la primera, tú siempre habrías podido evitar la construcción de esta nueva torre y acortar en mil años los sufrimientos de los hombres, pues solo acudirán a nosotros, ¡después de haber padecido mil años con su torre! Vendrán otra vez a buscarnos bajo la superficie de la tierra, en catacumbas, donde estaremos ocultos, porque seremos nuevamente perseguidos y martirizados, y, al encontrarnos, nos implorarán: “¡Dadnos de comer, porque aquellos que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han traído!”. Y entonces acabaremos de edificar su torre, pues culminarán la construcción quienes den de comer, y solo nosotros daremos de comer en tu nombre, y mentiremos al decir que lo hacemos en tu nombre. ¡Oh, nunca, nunca, podrán alimentarse sin nosotros! Ninguna ciencia les proporcionará pan mientras sigan siendo libres, pero al final depositarán su libertad a nuestros pies, diciéndonos: “Es preferible que nos hagáis vuestros esclavos, pero dadnos de comer”. Al fin comprenderán que son incompatibles la libertad y el pan terrenal en abundancia para todos, pues nunca, nunca serán capaces de repartirlo entre ellos. Se convencerán también de que jamás podrán ser libres, pues son débiles, depravados, mezquinos y rebeldes. Tú les prometiste el pan celestial, pero, vuelvo a repetir, ¿puede acaso, a los ojos de la débil tribu humana, siempre depravada y siempre ingrata, compararse con el pan de la tierra? Y, aun admitiendo que te siguieran, en nombre de ese pan celestial, miles y decenas de miles de seres humanos, ¿qué sería de los millones y decenas de miles de millones que son incapaces de prescindir del pan terrenal a cambio del celestial? ¿O es que reservas tu amor para las decenas de miles de individuos fuertes y poderosos, mientras que los demás, que son millones, que son incontables como las arenas del desierto, que te aman, a pesar de ser débiles, solo han de servir como material para los grandes y los fuertes? No, para nosotros también los débiles son dignos de amor. Son depravados y rebeldes, pero al final también ellos se tornarán sumisos. Se quedarán asombrados y nos tendrán por dioses, porque, poniéndonos al frente de ellos, habremos aceptado cargar con su libertad y reinar sobre ellos: ¡así de espantosa les resultará, al final, la idea de ser libres! Pero les diremos que somos tus discípulos y que reinamos en tu nombre. Una vez más, los estaremos engañando, pues a ti ya no te dejaremos acercarte. Esa impostura será nuestro tormento, ya que nos habremos visto obligados a mentir. Ése es el sentido de aquella primera pregunta del desierto, aquella que Tú rechazaste en nombre de la libertad, que situaste por encima de todo. Lo cierto es que en esa pregunta se encerraba el gran secreto de este mundo. De haber aceptado “los panes”, habrías respondido a esa angustiosa pregunta, eterna y universal, de los hombres, lo mismo tomados de uno en uno que tomados en su conjunto: “¿Ante quién inclinarse?”. Para el hombre no hay preocupación más constante y penosa que la de descubrir lo antes posible, apenas alcanzada la libertad, ante quién inclinarse. Mas lo que busca el hombre es doblegarse ante algo que sea indiscutible, tan indiscutible que todos los hombres accedan a reverenciarlo con unanimidad. Pues todo el afán de estas criaturas deplorables no consiste ya en encontrar algo ante lo que tal o cual individuo pueda doblegarse, sino en dar con aquello en lo que todos crean y todos reverencien, todos a una, necesariamente. Y esa necesidad de comunión en la sumisión constituye el mayor tormento de cada individuo, así como de la humanidad en su conjunto, desde el origen de los tiempos. Por culpa de esa sumisión colectiva, los hombres se han exterminado con la espada. Han creado a los dioses y se han desafiado, diciendo: “¡Renunciad a vuestros dioses y acudid a adorar a los nuestros, si no queréis la muerte para vosotros mismos y para los dioses vuestros!”. Y así seguirá siendo hasta el fin del mundo: incluso cuando los dioses hayan desaparecido, los hombres seguirán postrándose ante ídolos. Tú conocías, no podías dejar de conocer este secreto fundamental de la naturaleza humana, pero rechazaste la única bandera infalible que se te había ofrecido para obligar a todo el mundo a inclinarse ante ti sin discusión: la bandera del pan terrenal, que rechazaste en nombre de la libertad y del pan celestial. Fíjate en lo que has hecho después. ¡Y siempre en nombre de la libertad! Te repito que no hay para el hombre preocupación más espantosa que la de encontrar a alguien a quien entregar, cuanto antes, el don de la libertad con el que nace este ser desdichado. Pero solo quien tranquiliza su conciencia consigue dominar la libertad de los hombres. Con el pan se ponía en tus manos una bandera infalible: si le das pan a un hombre, se inclinará ante ti, pues nada hay más infalible que el pan; pero, si alguien se apodera de la conciencia de ese hombre, éste despreciará tu pan e irá detrás de aquel que ha seducido su conciencia. En eso tenías razón. Y es que el misterio de la existencia humana no consiste únicamente en vivir, sino en saber para qué se vive. Sin una idea precisa del sentido de su vida, el hombre no quiere vivir y prefiere matarse antes que seguir en la tierra, por mucho que nade en la abundancia. Y, sin embargo, ya ves lo que ocurrió: en vez de someter la libertad de los hombres, ¡Tú se la hiciste aún mayor! ¿O acaso habías olvidado que el hombre aprecia más la tranquilidad o incluso la muerte que la libertad para discernir el bien y el mal? No hay nada que seduzca más al hombre que el libre albedrío, pero tampoco hay nada que lo haga sufrir más. Pues bien, en lugar de establecer unas bases firmes para tranquilizar, definitivamente, la conciencia de la gente, te inclinaste por todo lo extraordinario, misterioso e indefinido, todo lo que no está al alcance de las fuerzas humanas, actuando como si no amaras en absoluto a los hombres; ¡y eso lo hiciste Tú, ni más ni menos, que habías venido a dar la vida por ellos! En vez de domeñar la libertad humana, la multiplicaste, abrumando con sus tormentos el reino espiritual de los hombres por los siglos de los siglos. Pretendías que el hombre amara libremente, que te siguiera por su propia voluntad, seducido y cautivado por ti. En lugar de someterse al rigor de la vieja ley, el hombre, de corazón libre, tendría que discernir en lo sucesivo el bien y el mal, sin otra guía que tu imagen delante de los ojos. Pero ¿de verdad no previste que el hombre acabaría renegando de ti y que llegaría a poner en cuestión tu imagen y tu verdad, oprimido por la carga espantosa del libre albedrío? Proclamará al final que la verdad no está en ti, pues era imposible dejarlos en mayor turbación y tormento de lo que hiciste Tú, cargándolos de preocupaciones y problemas irresolubles. De ese modo, Tú mismo sentaste las bases para la destrucción de tu reino, y a nadie puedes culpar más que a ti. ¿Acaso era eso lo que te habían propuesto? Hay tres fuerzas, tres únicas fuerzas en la tierra capaces de someter y subyugar para siempre la conciencia de esos débiles rebeldes, en aras de su propia felicidad: el milagro, el misterio y la autoridad. Tú rechazaste las tres, y así diste ejemplo. Cuando el espíritu terrible y sabio te transportó al pináculo del templo, te dijo: “Si quieres saber si eres el hijo de Dios, arrójate al vacío, pues se ha dicho que los ángeles lo sostendrán y lo llevarán, y Él no caerá ni se lastimará; entonces sabrás si eres el hijo de Dios, y así demostrarás tu fe en tu padre”; pero Tú, después de escucharle, rechazaste su proposición, no accediste y no te arrojaste al vacío. Oh, sí, actuaste entonces como un Dios, mostrando orgullo y grandeza, pero la humanidad, esa débil tribu rebelde, ¿está formada acaso por dioses? Oh, entonces comprendiste que con un solo paso, haciendo un simple ademán de arrojarte al vacío, habrías tentado de inmediato al Señor y habrías perdido toda fe en Él. Te habrías estrellado, para regocijo del espíritu inteligente que te tentaba, contra la tierra que habías venido a salvar. Pero, insisto, ¿hay muchos como Tú? Y ¿alguna vez habías imaginado, solo por un momento, que los hombres serían capaces de resistir semejante tentación? ¿Es propio de la naturaleza humana rechazar el milagro y atenerse, en los terribles trances de la vida, cuando se plantean los dilemas espirituales más atroces, esenciales y dolorosos, a lo que libremente dispone el corazón? Oh, Tú sabías que tu proeza quedaría recogida en los libros, que llegaría al fondo de los tiempos y a los últimos confines de la tierra, y contabas con que el hombre, siguiéndote a ti, también conservaría a Dios sin necesidad de milagros. Pero ignorabas que el hombre, apenas cuestiona el milagro, rechaza de inmediato a Dios, pues el hombre busca el milagro más que a Dios. Y, como el hombre carece de fuerzas para prescindir de los milagros, se forja sus propios milagros, y se inclina ante los prodigios del curandero, o ante la brujería, aunque sea cien veces rebelde, herético y ateo. Tú no bajaste de la cruz cuando te gritaban, mofándose e intentando provocarte: “Desciende de la cruz y creeremos que eres Tú”. No bajaste, porque tampoco querías esclavizar al hombre con un milagro, buscabas una fe libre, no una fe milagrosa. Anhelabas un amor libre, no el éxtasis servil del esclavo ante una demostración de poder que lo dejaría aterrorizado para siempre. Otra vez te forjaste una idea en exceso elevada de los hombres, pues éstos son esclavos, sin duda, aunque hayan sido creados rebeldes. Examina los hechos y juzga, ya han transcurrido quince siglos, observa a los hombres: ¿a quién has elevado hasta ti? ¡Te juro que el hombre es una criatura más débil y mezquina de lo que imaginabas! ¿Cómo podría, cómo, hacer lo que Tú has hecho? Al apreciarlo tanto, has obrado como si ya no te apiadaras de él, exigiéndole más de la cuenta; y eso Tú, ¡Tú, que lo amabas más que a ti mismo! De haberlo apreciado menos, también le habrías exigido menos, y le habrías impuesto una carga más liviana, en consonancia con tu amor. El hombre es frágil y ruin. ¿Qué más da que ahora se levante en todas partes contra nuestro poder y se jacte de su rebeldía? Ésa es la jactancia del niño y del escolar. Son como chiquillos que se han amotinado en clase y han echado al maestro. También al alborozo de los niños le llegará su fin, y lo pagarán caro. Derribarán los templos y cubrirán de sangre la tierra. Pero al final esos niños estúpidos caerán en la cuenta de que, por muy rebeldes que sean, carecen de fuerza y no son capaces de mantener mucho tiempo su rebelión. Derramando sus estúpidas lágrimas, acabarán comprendiendo que el Creador, creándolos rebeldes, lo que quería era burlarse de ellos. Así lo proclamarán, desesperados, y lo dicho por ellos será una blasfemia que los hará más infelices, pues la naturaleza humana no soporta la blasfemia y al final siempre acaba vengándola. Esto es, pues, lo que hay: desasosiego, turbación y desdicha; ¡tal es la suerte de los hombres después de todo lo que has sufrido por su libertad! En su visión alegórica[31], tu gran profeta dice que vio a todos los participantes en la primera resurrección y que eran doce mil de cada tribu. Y, aun siendo tantos, más que hombres, eran como dioses. Habían soportado tu cruz, habían soportado décadas de hambre y aridez en el desierto, alimentándose de langostas y raíces; ciertamente, puedes señalar con orgullo a estos hijos de la libertad, del libre amor, del sacrificio libre y sublime en tu nombre. Recuerda, no obstante, que eran apenas unos cuantos miles y, para colmo, como dioses; pero ¿y los demás? ¿Qué culpa tienen los otros, los débiles, de no haber podido soportar lo mismo que los poderosos? ¿Qué culpa tiene un alma frágil si no tiene fuerzas para alojar tan terribles dones? ¿O es acaso cierto que viniste solo a los elegidos y para los elegidos? Pero, en tal caso, hay en ello un misterio que no podemos comprender. Y, si hay un misterio, también nosotros teníamos derecho a predicar ese misterio y a enseñar a los hombres que lo importante no es ni la libre elección de los corazones ni el amor, sino el misterio, al que deben someterse ciegamente, aunque sea contra los dictados de su conciencia. Eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra, basándola en el milagro, en el misterio y en la autoridad. Y la gente se alegra al verse otra vez conducida como un rebaño y al comprobar que ya no pesa sobre su corazón un don tan terrible, que tantos tormentos les había acarreado. Dime si no hemos hecho bien al predicar y obrar de este modo. ¿No amábamos acaso a la humanidad cuando reconocíamos humildemente su impotencia, cuando aliviábamos su carga con amor, cuando incluso le tolerábamos el pecado a su frágil naturaleza, siempre que pecara con nuestro consentimiento? Entonces, ¿por qué has tenido que venir a entorpecer nuestra obra? Y ¿por qué me miras ahora en silencio, fijamente, con tus dulces ojos? Deberías irritarte, yo no aspiro a tu amor, porque tampoco te amo. ¿Para qué iba a ocultártelo? ¿O es que te crees que no sé con quién hablo? Todo cuanto tengo que decirte Tú ya lo sabes: lo leo en tus ojos. No tengo por qué ocultarte nuestro secreto. Pero es posible que prefieras oírlo de mis labios. Pues bien, escucha: nosotros no estamos contigo, sino con él, ¡ése es nuestro secreto! Hace mucho que estamos con él, y no contigo, hace ya ocho siglos de eso[32]. Hace justo ocho siglos aceptamos de él aquello que tú habías rechazado indignado, el último don que te ofreció al mostrarte todos los reinos terrenales: de él recibimos Roma y la espada del César y nos declaramos reyes de la tierra, los únicos reyes, aunque todavía no hayamos podido culminar nuestra empresa. Pero ¿quién tiene la culpa? Oh, nuestra empresa está todavía en mantillas, pero ya está en marcha. Aún habrá que esperar mucho tiempo para su culminación, la tierra tiene aún por delante muchos padecimientos, pero alcanzaremos nuestra meta y seremos césares; ya pensaremos entonces en la felicidad universal. No obstante, ya entonces pudiste haber empuñado la espada del César. ¿Por qué rechazaste ese último don? De haber aceptado el tercer consejo del poderoso espíritu, habrías podido ofrecerle al hombre todo cuanto precisa en la tierra; es decir: alguien ante el que inclinarse, alguien a quien confiar su conciencia, y el medio de unirse todos finalmente en un hormiguero común, incontestable y unánime, pues la necesidad de una unión universal constituye el tercer y último tormento de la raza humana. La humanidad, en su conjunto, siempre ha tendido, indefectiblemente, a organizarse sobre una base universal. Ha habido muchos pueblos importantes con una historia gloriosa, pero, cuanto más destacaron esos pueblos, tanto más desgraciados fueron, por experimentar con más intensidad que los otros la necesidad de la unión universal de los hombres. Los grandes conquistadores, los Tamerlán, los Gengis Jan, pasaron como un torbellino sobre la tierra, ansiosos por conquistar el orbe entero, pero hasta ellos, aunque inconscientemente, expresaban esa misma necesidad profunda que siente la humanidad de alcanzar la plena unión universal. Si hubieras aceptado el mundo y la púrpura imperial, habrías fundado el reino universal y traído la paz al mundo entero. Pues ¿quién iba a señorear sobre los hombres mejor que aquellos que dominen las conciencias y que tengan el pan en sus manos? Nosotros empuñamos la espada del César, y al empuñarla, naturalmente, renegamos de ti y nos unimos a él. Oh, pasarán aún siglos enteros de excesos del librepensamiento, de ciencia humana y de antropofagia, pues, una vez que han empezado a levantar sin nosotros su torre de Babel, los hombres acabarán en la antropofagia. Sin embargo, en ese momento la bestia se arrastrará hasta nosotros y nos lamerá los pies, rociándolos con las lágrimas sangrientas de sus ojos. Y cabalgaremos a la bestia, alzando nuestra copa, donde habremos grabado: “¡Misterio!”. Entonces, y solo entonces, llegará para la gente el reino de la paz y la felicidad. Tú estás orgulloso de tus elegidos, pero solo cuentas con esos elegidos, mientras que nosotros traeremos el sosiego a todos los hombres. Y eso no es todo: aún habrá que ver cuántos de esos elegidos, de los fuertes destinados a figurar entre los elegidos, cansados finalmente de esperarte, han rendido, y aún siguen rindiendo, las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón a otro campo, y acabarán alzando contra ti su libre bandera. Pero tú mismo has alzado esa bandera. En cambio, con nosotros, todos serán felices y no habrá más rebeliones ni matanzas, como las que, gracias a tu libertad, cunden por todas partes. Oh, los convenceremos de que solo serán realmente libres en el momento en que, poniendo su libertad en nuestras manos, se entreguen a nosotros. ¿Y qué? ¿Será verdad o estaremos mintiendo? Ellos verán que les decimos la verdad cuando recuerden los horrores de la servidumbre y la angustia que les había traído tu libertad. La libertad, el librepensamiento y la ciencia los conducirán a tal laberinto y los colocarán ante tales prodigios y misterios insondables que algunos de ellos, los indomables y feroces, se matarán a sí mismos; otros, igualmente indomables, pero débiles, se matarán entre ellos; y el resto, el tercer grupo, el de los pusilánimes e infelices, se arrastrará a nuestros pies, gritando: “¡Teníais razón! Tan solo vosotros estabais en posesión de su secreto; ahora volvemos a vosotros, ¡salvadnos de nosotros mismos!”. Cada vez que reciban de nosotros el pan, verán, naturalmente, con toda claridad, que nosotros les quitamos su pan, el pan que obtienen con sus manos, para luego distribuirlo entre ellos, sin realizar ningún milagro; verán que no hemos convertido las piedras en pan, pero, en verdad, más que del propio pan, ¡se alegrarán de recibirlo de nuestras manos! Porque recordarán perfectamente que antes, sin nosotros, los panes que habían obtenido se convertían en piedras en sus manos; en cambio, al volver con nosotros, las mismas piedras, en sus manos, se transforman en pan. ¡Comprenderán muy bien lo que vale someterse para siempre! Y, mientras no lo comprendan, los hombres serán infelices. ¿Puedes decirme quién ha contribuido más que nadie a esa incomprensión? ¿Quién ha dividido el rebaño y lo ha dispersado por caminos ignotos? Pero el rebaño volverá a reunirse y volverá a someterse, y esta vez para siempre. Entonces les daremos una felicidad tranquila y serena, una felicidad de seres débiles, como son ellos. Oh, y al final los convenceremos de que no deben enorgullecerse, pues Tú, al ensalzarlos, los enseñaste a ser orgullosos; les demostraremos que son débiles, que son solo unos niños dignos de lástima y, al mismo tiempo, que no hay felicidad más dulce que la de los niños. Se mostrarán tímidos, empezarán a mirarnos y a apretarse, muertos de miedo, contra nosotros, como los polluelos contra la gallina clueca. Sentirán una mezcla de asombro y de espanto ante nosotros, y se enorgullecerán de nuestro poder y nuestra inteligencia, que nos han permitido someter a un rebaño tan inquieto, integrado por miles de millones de ejemplares. Temblarán, impotentes, ante nuestra cólera; intimidados, los ojos se les llenarán de lágrimas, como si fueran mujeres y niños; pero, con la misma facilidad, bastará una señal nuestra para que pasen al contento y a la risa, a la clara alegría y a la feliz cancioncilla infantil. Sí, los obligaremos a trabajar, pero en los ratos de descanso les tendremos organizada la vida como un juego infantil, con cantos infantiles, a coro, con bailes inocentes. Es más, les daremos permiso para pecar, sabiendo que son débiles e impotentes, y nos querrán como niños por dejarles que pequen. Les diremos que todo pecado será redimido, siempre y cuando se cometa con nuestro consentimiento; si consentimos que pequen, es porque los amamos; y nosotros cargaremos, qué remedio, con el castigo correspondiente. Cargaremos con el castigo y, a cambio, ellos nos adorarán como benefactores, por haber asumido sus pecados a los ojos de Dios. Ya nunca tendrán secretos para nosotros. Les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres y sus amantes, tener o no tener hijos, según su grado de obediencia, y se someterán con dicha y alegría. Nos confiarán los más desgarradores secretos de su conciencia; todo, todo lo pondrán en nuestras manos, y nosotros les daremos la solución. Ellos aceptarán nuestras decisiones de buen grado, sabiéndose libres de la enorme preocupación y los terribles sufrimientos que ahora les supone elegir libremente y por su cuenta. Y habrá millones de personas felices, todas serán felices, salvo un centenar de miles de dirigentes. Pues solo nosotros, los depositarios del secreto, solo nosotros seremos desdichados. Habrá miles de millones de criaturas felices y cien mil mártires abrumados por la maldición del discernimiento del bien y del mal. Aquéllos morirán en silencio, se apagarán dulcemente bendiciendo tu nombre y más allá de la tumba tan solo encontrarán la muerte. Pero nosotros guardaremos el secreto y, pensando en su felicidad, los encandilaremos con el premio celestial y eterno. Pues, aun suponiendo que hubiera algo en el otro mundo, no sería, desde luego, para esa gente. Dicen y profetizan que volverás para vencer de nuevo, rodeado por tus arrogantes y fuertes elegidos; nosotros les diremos a los hombres que ésos solo se han salvado a sí mismos, en tanto que nosotros hemos salvado a todos. Dicen que la ramera que está sentada sobre la bestia y sostiene en sus manos el misterio será cubierta de oprobio; que los débiles volverán a rebelarse y desgarrarán la púrpura que la cubre, dejando al desnudo su “abominable” cuerpo.[33] Pero entonces me alzaré y te mostraré los miles de millones de criaturas dichosas, que no conocen el pecado. Y nosotros, los que hemos cargado con sus pecados pensando en su felicidad, nos plantaremos ante ti, diciendo: “Júzganos si puedes y te atreves”. Has de saber que no te temo. Has de saber que yo también he estado en el desierto, que yo también me he alimentado de langostas y de raíces, que yo también he bendecido la libertad con la que Tú bendijiste a los hombres, que yo también estaba preparado para formar parte del número de tus elegidos, del número de los poderosos y fuertes, que ardía en deseos de “completar el número”. Pero abrí los ojos y no quise ponerme al servicio de esa locura. Volví sobre mis pasos y me sumé al grupo de los que han corregido tu obra. Me alejé de los orgullosos y me uní a los humildes, para hacer su felicidad. Esto que te digo ha de cumplirse, y se edificará nuestro reino. Te lo repito, mañana mismo verás cómo ese obediente rebaño, a un gesto mío, se precipita a avivar las brasas ardientes de tu hoguera, donde te quemaré por haber venido a estorbarnos. Pues nadie se ha merecido nuestra hoguera más que Tú. Mañana te quemaré. Dixi.»

Iván se detuvo. Hablaba con entusiasmo, y se había ido acalorando; al terminar, sonrió inesperadamente.

Aliosha, que había estado escuchando en silencio, al final ya era presa de una agitación extraordinaria y a punto estuvo varias veces de interrumpir el discurso de su hermano; al parecer, no obstante, logró contenerse, hasta que acabó estallando, como si saltara de su asiento.

—Pero… ¡esto es absurdo! —exclamó, ruborizándose—. Tu poema es una alabanza a Jesús, y no una blasfemia… como pretendías. Y ¿quién va a creer lo que dices de la libertad? ¡Como si hubiera que entenderla así! No es ése el concepto que tiene la Iglesia ortodoxa… Eso es Roma, y ni siquiera toda Roma, no es verdad… ¡Es lo peor del catolicismo, son los inquisidores, los jesuitas!… Además, no hay personaje más fantástico que tu inquisidor. ¿Qué es eso de que carga con los pecados de los hombres? ¿Quiénes son esos portadores del misterio, que asumen no sé qué maldición por la felicidad de los hombres? ¿Cuándo los ha visto nadie? Conocemos a los jesuitas, se habla muy mal de ellos, pero ¿de verdad son como tú los presentas? No son así, ni de lejos… Simplemente, son el ejército de Roma para el futuro reino universal en la tierra, con un emperador, el sumo pontífice romano, a la cabeza… Ése es su ideal, pero nada de misterios ni sublimes tristezas… El más elemental afán de poder, de sucios bienes terrenales, de esclavización… Algo así como un futuro régimen de servidumbre, en el que ellos serán los terratenientes… a eso se reducen. Puede que esa gente ni siquiera crea en Dios. Tu atormentado inquisidor es pura fantasía…

—¡Para, para! —Iván se echó a reír—. Sí que te lo tomas a pecho. Pura fantasía, dices, ¡de acuerdo! Claro que sí, es una fantasía. No obstante, permíteme: ¿de verdad crees que todo el movimiento católico de los últimos siglos se reduce a un simple afán de poder para obtener apenas unos sucios bienes? ¿No te lo habrá enseñado el padre Paísi?

—No, no, al contrario; el padre Paísi habló en cierta ocasión en un sentido parecido al tuyo… Aunque no era lo mismo, claro, no era lo mismo en absoluto… —se corrigió rápidamente Aliosha.

—Con todo, es una revelación muy valiosa, aunque hayas aclarado que «no era lo mismo». Lo que yo te pregunto, en concreto, es por qué tus jesuitas y tus inquisidores se han puesto de acuerdo tan solo para obtener esos despreciables bienes materiales. ¿Por qué no puede haber entre ellos ni un solo mártir torturado por un sufrimiento noble y lleno de amor a la humanidad? Verás: supón que, entre todos esos individuos ansiosos de viles bienes materiales, se encontrara uno, solo uno, que, como mi viejo inquisidor, hubiera comido raíces en el desierto y se hubiera mortificado, sometiendo su carne, para llegar a ser libre y perfecto; y que, no obstante, después de haber amado toda la vida a la humanidad, un buen día abre los ojos y cae en la cuenta de que alcanzar la perfección de la voluntad supone una pobre satisfacción moral sabiendo al mismo tiempo que hay millones de criaturas de Dios que son solo dignas de escarnio, porque jamás tendrán la fuerza suficiente para lograr la libertad; que de unos tristes rebeldes no surgirán nunca unos gigantes capaces de culminar la torre; que el gran idealista no había concebido su armonía para unos tipos semejantes. Habiendo caído en la cuenta de todo eso, se vuelve atrás y se une… a la gente inteligente. ¿De verdad te parece imposible?

—¿Que se unió a quienes? ¿Qué gente inteligente era ésa? —exclamó Aliosha, ya casi fuera de sí—. Ninguno de ellos tiene tal inteligencia, ni hay entre ellos misterios y secretos de esa clase… Lo único que tienen, si acaso, es el ateísmo, ése es todo su secreto. Tu inquisidor no cree en Dios, ¡ahí tienes su secreto!

—¡Aunque así fuera! Por fin caes en la cuenta. Y así es, en efecto, en eso radica todo el secreto, pero ¿no es un tormento, al menos para un hombre como él, que ha desperdiciado toda su vida por una gesta en el desierto y no se ha curado de su amor a la humanidad? En el ocaso de sus días ve claramente que solo los consejos del terrible y poderoso espíritu habrían podido hacer algo más llevadera la existencia de los rebeldes impotentes, «esos seres abortados que únicamente han servido de prueba, creados para ser objeto de irrisión». Convencido de eso, comprende que es preciso seguir las indicaciones del espíritu inteligente, del terrible espíritu de la muerte y la destrucción, y admitir para ello la mentira y el engaño, y llevar a los hombres, de manera consciente, a la muerte y a la destrucción, teniéndolos, además, engañados todo el camino, para que no sepan adónde los llevan, de modo que, al menos a lo largo del trayecto, esos pobres ciegos se crean felices. ¡Date cuenta de que el engaño se hace en nombre de aquel en cuyo ideal había creído el anciano toda su vida con tanto fervor! ¿No te parece una desgracia? Y, si al frente de todo ese ejército, «sediento de poder para alcanzar unos mezquinos bienes», hay un solo hombre como ése, uno solo, ¿no es eso suficiente para que haya una tragedia? Más aún: basta un hombre así al frente para ver encarnada, finalmente, la verdadera idea directriz de toda la empresa romana, con todos sus ejércitos y sus jesuitas, la idea culminante de esta empresa. Te lo digo con toda franqueza: estoy firmemente convencido de que nunca ha faltado esa clase de hombre excepcional entre quienes se encontraban al frente del movimiento. Quién sabe, quizá los haya habido incluso entre los sumos pontífices romanos. Quién sabe si ese maldito viejo, que ama a la humanidad con tanta tenacidad y de un modo tan peculiar, sigue existiendo en nuestros días, encarnado en un grupo de ancianos excepcionales, y no de cualquier modo, sino como un acuerdo, como una unión secreta que lleva mucho tiempo organizada para preservar el misterio, ocultándoselo a los desgraciados y a los débiles, con ánimo de hacerlos felices. Seguro que eso ocurre, y así tiene que ser. Incluso me imagino que los masones basarán su doctrina en un misterio análogo, y que por eso los católicos los odian de ese modo, pues ven en ellos a unos competidores: representan la ruptura de la unidad del ideal, cuando debería haber un solo rebaño y un solo pastor… En todo caso, al defender así mis puntos de vista, parezco un autor que no ha resistido tus críticas. Ya basta.

—¡A ver si tú eres un masón! —estalló de pronto Aliosha—. No crees en Dios —añadió, pero ya con inmensa tristeza. Tenía, además, la sensación de que su hermano lo miraba con aire de burla—. Y ¿cómo termina tu poema? —preguntó de improviso, con la vista clavada en el suelo—. ¿O ya ha terminado?

—Quería terminarlo del siguiente modo. Cuando el inquisidor acaba su discurso, se queda un rato esperando a que su prisionero le responda. El silencio de éste le resulta penoso. Se ha fijado en que el cautivo no ha hecho otra cosa que observarlo detenidamente, en silencio, sin apartar la vista de sus ojos y, aparentemente, sin intención de contestarle. Al viejo le gustaría que le dijera algo, por amargo y terrible que fuese. Pero de pronto, sin mediar palabra, se acerca y besa en los labios exangües al nonagenario. Ésa es toda su respuesta. El viejo se estremece. Algo se agita en las comisuras de sus labios; se dirige a la puerta y la abre, diciendo: «Vete y no vuelvas más… No vuelvas nunca… ¡nunca, nunca!». Y le deja salir a «las oscuras callejuelas de la ciudad»[34]. El prisionero se va.

—¿Y el viejo?

—El beso le quema el corazón, pero el viejo se aferra a su idea.

—Y ¿tú estás con él? ¿Tú también? —preguntó amargamente Aliosha.

Iván se rió.

—Todo esto es absurdo, Aliosha; si no es más que un poema disparatado de un estudiante disparatado que no ha escrito dos versos en toda su vida. ¿Por qué te lo tomas tan en serio? No irás a creer que ahora mismo pienso ir a ver a los jesuitas para unirme al grupo de hombres que se dedican a rectificar su gesta. ¡Ay, Señor! ¡A mí qué más me da! Ya te lo he dicho: solo quiero llegar a los treinta años, y entonces… ¡arrojaré la copa al suelo!

—¿Y las hojillas pegajosas, las tumbas adoradas, el cielo azul, la mujer amada? ¿Cómo vas a vivir? ¿Cómo piensas amarlos? —exclamó Aliosha con pesar—. Con semejante infierno en el pecho y en la cabeza, ¿cómo va a ser posible? No; tú te vas, precisamente, para unirte a ellos… Y, si no, te matarás, ¡no vas a poder aguantar!

—¡Hay una fuerza que todo lo aguanta! —replicó Iván, con una sonrisa fría.

—¿Qué fuerza?

—La de los Karamázov… la fuerza de la vileza karamazoviana.

—O sea, hundirse en el vicio, ahogar el alma en la depravación, ¿verdad?, ¿verdad?

—Puede que también consista en eso… Hasta los treinta años, tal vez lo evite, y luego…

—¿Cómo vas a evitarlo? ¿De qué modo? Con tus ideas, eso es algo imposible.

—Una vez más, al estilo de los Karamázov.

—¿Te refieres a que todo está permitido? Todo está permitido, ¿no es eso? ¿No es eso?

Iván frunció el ceño y de pronto palideció de una forma extraña.

—Ah, veo que ayer cazaste al vuelo esas palabritas que tanto ofendieron a Miúsov… y que tan ingenuamente repitió nuestro hermano Dmitri —dijo con una sonrisa forzada—. Sí, puede ser, ya que se ha dicho: «Todo está permitido». No me retracto. Y la versión de Mítenka no está nada mal. —Aliosha lo miró sin decir nada—. Yo, hermano, ahora que me voy, pensaba que al menos te tenía a ti en el mundo —dijo de pronto Iván, con inesperada emoción—, pero ya veo que en tu corazón no hay sitio para mí, mi querido ermitaño. Yo no reniego de la fórmula: «Todo está permitido», pero veo que, por lo mismo, tú sí que reniegas de mí, ¿verdad?, ¿verdad?

Aliosha se levantó, se acercó a su hermano y, sin decir nada, le besó dulcemente los labios.

—¡Eso es un plagio literario! —exclamó Iván, presa de un entusiasmo repentino—. ¡Lo has robado de mi poema! Gracias, de todos modos. Levanta, Aliosha, vámonos, ya es hora para mí y para ti.

Salieron, pero se pararon en el porche de la taberna.

—Mira, Aliosha —dijo Iván con voz firme—, si de verdad soy capaz de amar las hojillas pegajosas, solo me hará falta acordarme de ti. Me bastará saber que aquí, en alguna parte, estás tú, para no perder las ganas de vivir. ¿Te basta a ti con eso? Tómatelo incluso, si quieres, como una declaración de amor. Y ahora, tú para la derecha y yo para la izquierda; y ya es suficiente, ¿me oyes?, ya es suficiente. Quiero decir que si mañana no me fuera, aunque me parece que me iré, con seguridad, y volviéramos a encontrarnos alguna vez, no quiero oír ni una palabra sobre esta cuestión. Insisto. Y, en cuanto a nuestro hermano Dmitri, lo mismo te digo; te lo pido muy en serio, no me lo menciones nunca más —añadió de pronto, irritado—; todo está dicho y más que dicho, ¿verdad? A cambio, por mi parte, voy a hacerte una promesa: cuando, al acercarme a los treinta años, decida «arrojar la copa al suelo», estés donde estés, volveré para hablar contigo… aunque tenga que venir de América, ya lo sabes. Vendré expresamente a eso. Será muy interesante verte al cabo de los años: ¿cómo serás entonces? Ya ves que te hago una promesa muy solemne. De hecho, es posible que nos estemos despidiendo hasta dentro de siete años, de diez. Bueno, ve ahora con tu Pater Seraphicus, que está a punto de morir; si muere en tu ausencia, aún puede que te enfades conmigo, por haberte entretenido. Adiós, dame otro beso, así, y márchate…

Iván, de pronto, se dio la vuelta y echó a andar, sin mirar atrás. Fue algo parecido a lo de la víspera, cuando a Aliosha lo dejó su hermano Dmitri, aunque en circunstancias muy distintas. Una singular observación cruzó como una flecha por el pensamiento de Aliosha, triste y afligido en ese momento. Se quedó esperando unos instantes, viendo a su hermano alejarse. Por alguna razón, advirtió de pronto que Iván iba como balanceándose y que, visto por detrás, su hombro derecho parecía más bajo que el izquierdo. Era la primera vez que se daba cuenta. Pero, de buenas a primeras, también Aliosha se dio la vuelta y se dirigió a toda prisa al monasterio. Ya había caído la noche y casi sentía miedo; notó cómo se apoderaba de él una nueva sensación, que no habría sabido explicar. Como el día anterior, se había levantado el viento y, una vez que hubo entrado en el bosquecillo del asceterio, los pinos centenarios empezaron a susurrar lúgubremente a su alrededor. A punto estuvo de echar a correr. «Pater Seraphicus… ¿De dónde habrá sacado ese nombre? —pensó por un momento—. Iván, pobre Iván, ¿cuándo volveré a verte?… Aquí está el asceterio, ¡Señor! Sí, sí, es él, el Pater Seraphicus; él me salvará… ¡de él y para siempre!»

Después, en repetidas ocasiones a lo largo de su vida, pensaría con asombro en cómo había podido, después de separarse de Iván, olvidarse por completo de su hermano Dmitri, habiendo decidido aquella misma mañana, apenas unas horas antes, ir a buscarlo sin falta y no cejar hasta dar con él, aunque tuviera que pasar la noche fuera del monasterio.

VI. Bastante oscuro, de momento

En cuanto a Iván Fiódorovich, después de separarse de Aliosha, se marchó a casa, a casa de Fiódor Pávlovich. Pero, extrañamente, sintió de pronto una angustia insoportable y, sobre todo, cada vez más intensa, a medida que se iba acercando a casa. Lo raro del caso no era la angustia, sino el hecho de que Iván Fiódorovich no fuera capaz de explicarse a qué obedecía. Ya antes, con cierta frecuencia, había experimentado una angustia semejante, y no era de extrañar que le asaltara en aquellos momentos, cuando al día siguiente, rompiendo con todo lo que lo había atraído a aquel lugar, se disponía a cambiar drásticamente de rumbo y a emprender un nuevo camino, totalmente ignoto y, nuevamente, en solitario; partía con grandes expectativas, aun sin saber en relación con qué, esperando mucho, acaso demasiado, de la vida, sin poder precisar, en cualquier caso, en qué consistían ni sus expectativas ni sus anhelos. De todos modos, en aquellos momentos, aunque sin duda sentía angustia ante lo nuevo y desconocido, no era eso, ni mucho menos, lo que le inquietaba. «¿No será la aversión a la casa de mi padre? —se preguntó—. Bien podría ser: me desagrada tanto… Y, aunque ésta va a ser la última vez que pase por esa odiosa puerta, me sigue pareciendo igual de repugnante…» Pero no, tampoco era eso. ¿Habría sido la despedida de Aliosha y la conversación que había tenido con él? «Tantos años guardando silencio con todo el mundo, sin dignarme abrir la boca, y de pronto me pongo a soltar toda esa sarta de disparates.» En verdad, bien podía tratarse de despecho juvenil, de inexperiencia juvenil y de vanidad juvenil; despecho por no haber sabido explicarse, y para colmo con un ser como Aliosha, de quien tanto esperaba, indudablemente, en su fuero interno. Por supuesto que también había algo de eso, ese despecho tenía que influir, necesariamente, pero tampoco era ésa la clave, ni mucho menos. «Es una angustia que me produce náuseas, pero soy incapaz de determinar cuál es la causa. Mejor no darle más vueltas…»

Iván Fiódorovich probó a «no darle más vueltas», pero eso tampoco ayudó. Lo más lamentable y, sobre todo, lo más irritante de aquella angustia era que presentaba un aspecto un tanto fortuito, y totalmente externo; eso se notaba. Había en algún sitio un ser o un objeto que saltaba a la vista, como cuando tenemos algo delante de nuestras narices, algo que también salta a la vista, y durante un buen rato, por estar atareados o enfrascados en una conversación acalorada, no reparamos en esa cosa y, sin embargo, está claro que nos irrita, casi nos tortura, hasta que por fin caemos en la cuenta y apartamos el objeto que nos incordia de nuestra vista; muchas veces es algo insignificante y ridículo, alguna cosa que hemos dejado donde no le corresponde, un pañuelo caído en el suelo, un libro que no ha sido devuelto a su estante, etcétera, etcétera. El caso es que Iván Fiódorovich llegó a casa de su padre con un humor de perros, presa de una gran irritación, y, de pronto, a unos quince pasos de la cancela, al fijarse en el portalón, cayó en la cuenta de qué era aquello que le inquietaba y le molestaba tanto.

Sentado en un banco, cerca del portalón, tomando el aire fresco del anochecer, estaba el criado Smerdiakov; a Iván le bastó un simple vistazo para caer en la cuenta de que aquel hombre también le pesaba en el alma, y que era a él, precisamente, a quien no podía soportar. Todo quedó, de pronto, perfectamente claro. Poco antes, cuando Aliosha le había hablado de su encuentro con Smerdiakov, Iván había sentido como una súbita punzada, tenebrosa y desagradable, en el corazón, que había despertado en él una cólera inmediata. Más tarde, en el curso de la conversación, se había olvidado de Smerdiakov, el cual, sin embargo, seguía presente en su ánimo; bastó con despedirse de Aliosha y dirigirse a casa en solitario para que la sensación olvidada aflorase de nuevo al instante. «¡Será posible que este canalla redomado me produzca tal desasosiego!», pensó con insufrible rabia.

Lo cierto es que Iván Fiódorovich, desde hacía ya un tiempo, y muy especialmente en los últimos días, le había cobrado una profunda antipatía a Smerdiakov. Él mismo se daba cuenta de cómo iba creciendo su odio, o poco menos, a ese individuo. Posiblemente, si ese proceso se había agudizado tanto había sido porque al principio, nada más aparecer Iván Fiódorovich en nuestra ciudad, había ocurrido todo lo contrario. Entonces había mostrado una especie de interés particular por Smerdiakov, a quien encontraba, incluso, muy original. Él mismo lo animaba a conversar, aunque siempre se asombraba de su torpeza o, mejor dicho, de cierta desazón intelectual, y no alcanzaba a comprender a qué obedecía la continua y obsesiva inquietud de aquel individuo «contemplativo». Habían tratado de cuestiones filosóficas, e incluso de cómo era posible que se hubiera hecho la luz el primer día, teniendo en cuenta que el sol, la luna y las estrellas no fueron creados hasta el cuarto día, y de cómo había que entender esto. Pero Iván Fiódorovich no tardó en concluir que no se trataba del sol, la luna y las estrellas; que, por muy llamativos que sean el sol, la luna y las estrellas, para Smerdiakov tenían un interés muy secundario; que lo que él buscaba era algo bien distinto. De un modo u otro, empezó a manifestarse, en todo caso, de manera palpable, un amor propio desmesurado y, para colmo, herido. Eso no le hizo ninguna gracia a Iván Fiódorovich. De ahí venía su rechazo. Después empezaron las trifulcas en la casa, apareció Grúshenka, comenzaron las historias con su hermano Dmitri, hubo complicaciones; también trataron de todo eso, pero, aunque Smerdiakov siempre hablaba de estos temas con gran agitación, no había forma de averiguar qué era lo que pretendía. Resultaba incluso sorprendente la falta de lógica y la incoherencia de algunos deseos suyos que se manifestaban contra su voluntad y que eran siempre invariablemente confusos. Smerdiakov no paraba de preguntar; a veces se trataba de preguntas veladas, evidentemente premeditadas, aunque nunca explicaba por qué las hacía, y, por lo general, en el momento culminante de sus interrogatorios se callaba de pronto o cambiaba radicalmente de tema. Pero, al final, lo que había acabado de irritar a Iván Fiódorovich y le había inspirado tal rechazo había sido aquella peculiar familiaridad, tan molesta, con la que había empezado a tratarlo Smerdiakov, y que había ido cada vez a más. No es que se permitiera ser descortés, al contrario, hablaba siempre con muchísimo respeto; sin embargo, las cosas llegaron a tal punto que Smerdiakov, por lo visto, empezó a manifestar, a saber por qué, una especie de complicidad con Iván Fiódorovich: hablaba siempre en un tono tal que parecía que existiera algo así como un acuerdo tácito entre ellos dos, algo que hubiera sido declarado en alguna ocasión por ambas partes y que solo ellos conocieran, incomprensible para los demás mortales que los rodeaban. Iván Fiódorovich, sin embargo, había tardado mucho en caer en la cuenta de que ésa era la verdadera razón de su creciente antipatía, hasta que por fin, y solo en los últimos tiempos, había acertado a adivinar lo que ocurría. En ese preciso momento, con una sensación de desprecio y de irritación, habría deseado pasar de largo e ir directamente a la cancela, sin decir nada y sin mirar a Smerdiakov, pero éste se levantó del banco y ese simple gesto bastó para que Iván Fiódorovich comprendiera que deseaba tener una charla a solas con él. Observó a Smerdiakov y se detuvo, y el mismo hecho de detenerse, en lugar de seguir su camino como tenía pensado hacer, lo sacó de sus casillas. Miró con rabia y repugnancia la demacrada fisonomía de skópets de Smerdiakov, que llevaba las sienes cuidadosamente peinadas y un pequeño tupé alborotado. Su ojo izquierdo, ligeramente entrecerrado, le sonreía con un guiño, como diciendo: «¿Adónde vas? No sigas, ¿no ves que dos personas inteligentes como tú y como yo tenemos que hablar?». Iván Fiódorovich se echó a temblar. «¡Largo de aquí, desgraciado! ¡No pretenderás que te haga compañía, estúpido!», estuvo a punto de decir; no obstante, con gran sorpresa suya, lo que salió de sus labios fue algo muy distinto:

—¿Qué hay de mi padre? ¿Duerme o ya se ha levantado? —dijo suavemente, en tono afable, algo que ni él mismo se esperaba, y de pronto, de forma igualmente inesperada, se sentó en el banco. Por un instante casi tuvo miedo, como recordaría más tarde. Smerdiakov estaba de pie delante de él, con las manos a la espalda, mirándolo con confianza, casi con severidad.

—Aún está descansando, señor —respondió con calma, como dando a entender: «Tú has sido el primero en hablar, no yo»—. Me asombra usted, señor —añadió después de una breve pausa, bajando los ojos con cierta afectación, adelantando el pie derecho y jugando con la puntera del botín charolado.

—¿Qué es lo que te asombra de mí? —preguntó en tono severo, marcando las palabras, Iván Fiódorovich, que hacía todo lo posible por controlarse; de pronto comprendió, con un profundo disgusto, que sentía una gran curiosidad y que por nada del mundo iba a marcharse sin haberla satisfecho.

—¿Por qué no va usted a Chermashniá, señor? —Smerdiakov, de pronto, levantó los ojillos y sonrió con familiaridad. «Ya que eres tan listo, deberías saber a qué viene esta sonrisa», parecía querer decir su entrecerrado ojo izquierdo.

—¿Para qué quiero ir a Chermashniá? —preguntó sorprendido Iván Fiódorovich.

Smerdiakov volvió a callar un rato.

—Si el propio Fiódor Pávlovich se lo ha suplicado, señor —dijo por fin, sin prisas, como si no le diera mayor importancia a su respuesta: «Te largo una explicación de tres al cuarto, solo por decir algo».

—Ah, demonio, habla más claro, ¿qué es lo que quieres? —gritó finalmente, irritado, Iván Fiódorovich, pasando de la templanza a la aspereza.

Smerdiakov colocó el pie derecho junto al izquierdo, se irguió, pero siguió mirando con la misma calma y la misma sonrisita.

—Nada importante, señor… Era por decir algo…

Otra vez se hizo el silencio. Estuvieron casi un minuto callados. Iván Fiódorovich sabía que lo que tenía que hacer en aquel momento era levantarse y mostrar su enfado, pero Smerdiakov estaba quieto delante de él, como expectante: «Mira, estoy aquí pendiente de si te enfadas o no». Al menos, así se lo figuraba Iván Fiódorovich. Por fin éste hizo ademán de levantarse. Smerdiakov no dejó escapar la ocasión.

—Estoy en una situación terrible, Iván Fiódorovich, no sé cómo salir del paso —dijo con firmeza y claridad, suspirando al pronunciar la última palabra. Iván Fiódorovich volvió a sentarse de inmediato—. Están los dos chiflados, señor, son como dos niños pequeños —siguió diciendo Smerdiakov—. Me refiero a su padre y a su hermano Dmitri Fiódorovich. Ya verá cómo ahora se levanta Fiódor Pávlovich y empieza a darme la tabarra, preguntándome sin parar: «¿Así que no ha venido? ¿Cómo es que no ha venido?». Y así hasta medianoche, o incluso más. Y, si Agrafiona Aleksándrovna no viene (porque yo creo que no tiene la menor intención de venir, señor), entonces por la mañana me vendrá otra vez con la misma canción: «¿Cómo es que no ha venido? ¿A qué se debe que no haya venido? ¿Cuándo va a venir?». Como si yo tuviera la culpa de lo que pasa. Y, del otro lado, la misma historia, señor: en cuanto anochezca, si no antes, su hermano aparecerá por el vecindario con un arma en la mano: «Ándate con ojo, granuja, marmitón: como la dejes pasar sin avisarme, te mato a ti antes que a nadie». Pasará la noche y por la mañana también él, igual que Fiódor Pávlovich, empezará a atormentarme de lo lindo: «¿Cómo es que no ha venido? ¿Se presentará pronto?». Lo mismo que el otro; como si yo fuera culpable de que no se presente esa señora. Y cada día, cada hora que pasa, se van poniendo los dos más rabiosos, tanto que a veces pienso en quitarme la vida, del miedo que tengo. Yo, señor, no me fío de ellos.

—Pero ¡quién te mandará intervenir! ¿Por qué has tenido que irle con el cuento a Dmitri Fiódorovich? —dijo irritado Iván Fiódorovich.

—Y ¿cómo no iba a intervenir, señor? Además, si yo no quería intervenir, por si quiere saberlo, señor. Desde el principio procuré estar callado, y no me atrevía a decir nada, pero él me asignó el papel del criado Licharda[35]. Desde entonces, solo sabe decirme una cosa: «¡Yo a ti te mato, granuja, como la dejes pasar!». Estoy convencido, señor, de que mañana mismo me va a dar un ataque muy largo de mal caduco.

—¿Cómo que un ataque muy largo de mal caduco?

—Muy largo, señor, extraordinariamente largo. De varias horas, señor; igual puede durar un día o dos. Una vez me duró como tres días, me había caído de lo alto del desván. Se me pasaba, y vuelta a empezar; en esos tres días no recobré el juicio. Entonces Fiódor Pávlovich mandó llamar a Herzenstube, el doctor de aquí, señor, que me aplicó hielo en las sienes y además otro remedio… Podría haber muerto, señor.

—Pero si dicen que es imposible predecir esos ataques y saber a qué hora van a ser. ¿Cómo dices que te va a dar mañana? —preguntó Iván Fiódorich, con una curiosidad enconada y peculiar.

—Es verdad, señor, no pueden predecirse.

—Además, aquella vez te habías caído del desván.

—Al desván subo todos los días, señor; también mañana puedo caerme del desván. Y, si no es del desván, siempre puedo caerme en el sótano, señor; también bajo todos los días al sótano, cada vez que me hace falta, señor.

Iván Fiódorovich lo estuvo mirando un buen rato.

—No dices más que bobadas, y no te sigo —dijo en voz baja, pero con cierto tono amenazante—; ¿no estarás pensando en fingir mañana un ataque de tres días?

Smerdiakov, que había estado mirando al suelo y jugando otra vez con la puntera del botín derecho, puso este pie en su sitio, adelantó en su lugar el izquierdo, levantó la cabeza y dijo con una sonrisa:

—Suponiendo que pudiera hacer eso, señor, o sea, fingir un ataque, señor, cosa que no es nada difícil para una persona experimentada, tendría todo el derecho del mundo a servirme de ese método con tal de salvarme de la muerte; porque, si caigo enfermo, aunque Agrafiona Aleksándrovna viniera a ver a su padre, Dmitri Fiódorovich no podría preguntarle a un enfermo: «¿Cómo no me has avisado?». Le daría vergüenza.

—¡Ah, demonio! —exclamó de pronto Iván Fiódorovich, con el rostro contraído por la rabia—. ¿Por qué tienes que estar siempre temiendo por tu vida? Todas esas amenazas de mi hermano Dmitri no son más que palabras pronunciadas en un momento de acaloramiento. A ti no te va a matar; ¡matará a otro, pero a ti no!

—Me matará como a una mosca, señor, y antes que a nadie, señor. Y aún hay otra cosa que me asusta más: que me tomen por cómplice suyo cuando haga alguna estupidez contra su padre.

—¿Por qué iban a tomarte por cómplice suyo?

—Me tomarán por cómplice suyo, porque, con gran secreto, le he explicado lo de las señales.

—¿Qué señales? ¿A quién le has explicado eso? ¡Por todos los demonios, habla más claro!

—Tengo que confesar, con toda franqueza —dijo Smerdiakov, con pedantesca calma, arrastrando las palabras— que hay un secreto entre Fiódor Pávlovich y yo. Como usted sabrá (si es que lo sabe), desde hace ya unos días, en cuanto se hace de noche, o incluso por la tarde, su padre se encierra en casa, a cal y canto. Últimamente se ha retirado usted muy temprano todos los días, a su cuarto de arriba, y ayer no salió a ninguna parte, señor, así que es posible que no sepa con qué cuidado le ha dado ahora por encerrarse de noche. Aunque llegue el mismísimo Grigori Vasílievich, como no esté totalmente convencido, por la voz, de que es él, no le abre, señor. Pero Grigori Vasílievich no se deja ver por allí, señor, porque ahora el único que atiende a Fiódor Pávlovich en sus aposentos soy yo: él mismo lo decidió desde el momento en que empezó todo ese jaleo con Agrafiona Aleksándrovna; además, también por orden suya, yo ahora paso la noche en el pabellón, y para colmo no se me permite dormir antes de la medianoche, sino que me toca montar guardia: tengo que levantarme y rondar por el patio, esperando a que venga Agrafiona Aleksándrovna, señor, porque su padre lleva ya algunos días esperándola, y está como loco. Razona del siguiente modo, señor: según él, ella le tiene miedo a Dmitri Fiódorovich (a Mitka, como lo llama él), y por eso su padre viene a verme de noche, ya tarde, por la parte de atrás de la casa: «Tú —me dice— quédate vigilando por lo menos hasta la medianoche. Y, si ves que ella viene, corre a mi puerta y dame unos golpes, en la puerta misma o, si no, en la ventana que da al huerto; los dos primeros más flojos, así: uno-dos; y justo después otros tres más rápidos: tuc-tuc-tuc. Así —dice— sabré enseguida que ha venido, y te abriré la puerta sin hacer ruido». También me ha indicado otra señal por si hay una emergencia: primero dos golpes rápidos, tuc-tuc, y luego, después de esperar un poco, otro golpe, mucho más fuerte. De ese modo sabrá que ha ocurrido algún imprevisto y tengo que verlo a toda costa; así me abrirá y podré entrar a decirle lo que hay. Todo esto por si Agrafiona Aleksándrovna no pudiera venir en persona, y mandara a alguien con un recado; además de eso, también puede venir Dmitri Fiódorovich, y tengo que comunicar que anda por aquí cerca. Le tiene mucho miedo a Dmitri Fiódorovich, de modo que, aun en el caso de que Agrafiona Aleksándrovna ya hubiera venido y se hubieran encerrado juntos, si entretanto Dmitri Fiódorovich aparece por aquí, yo estoy obligado a avisar de inmediato, dando tres golpes; o sea, que la primera señal, de cinco golpes, significa: «Ha venido Agrafiona Aleksándrovna», mientras que la segunda, de tres, quiere decir: «Es muy urgente»; él mismo me lo ha repetido varias veces para que yo me lo aprenda, y me lo ha explicado bien. Y, dado que nadie en el mundo conoce estas señales, señor, aparte de su padre y yo, sin ninguna vacilación y sin necesidad de llamar a nadie (le da mucho miedo hablar en voz alta), abrirá. Pero ahora resulta que Dmitri Fiódorovich también conoce esas señales.

—¿Por qué las conoce? ¿Le has dicho cómo eran? ¿Cómo te has atrevido?

—Precisamente, por miedo, señor. ¿Cómo iba a atreverme a callar ante él, señor? Ni un día dejaba de apretarme Dmitri Fiódorovich: «¡Tú a mí me engañas! ¿No me estarás ocultando algo? ¡Te voy a partir las dos piernas!». Entonces le expliqué lo de las señales secretas, para que por lo menos viera que yo solo hago lo que me mandan y se convenciera de que no lo engaño y de que iba a tenerlo informado.

—Si piensas que va a valerse de esas señales para entrar, no se lo permitas.

—Y, si me da un ataque, señor, ¿cómo voy a impedirle que entre? ¡Suponiendo que me atreviera, señor, sabiendo cómo se pone!

—¡Ah, qué diablos! Pero ¿por qué estás tan seguro de que te va a dar un ataque? ¡Maldita sea! ¿Te estás riendo de mí o qué?

—¿Cómo iba a atreverme a reírme de usted? ¡Estoy yo para risas, con tanto miedo! Presiento que me va a dar un ataque; tengo ese presentimiento: y me va a dar por culpa del miedo, señor.

—¡Ah, diablo! Si a ti te da el ataque, ya vigilará Grigori. Avisa antes a Grigori: ya verás cómo no le deja pasar.

—De las señales, sin una orden del señor, no me atrevo a decirle ni una palabra a Grigori Vasílievich. Y, en cuanto a lo de que Grigori Vasílievich pueda oírlo y vaya a impedirle el paso, resulta que está enfermo desde ayer, y Marfa Ignátievna tiene intención de hacerle mañana la cura. En eso han quedado hace un rato. Es una cura muy pintoresca, señor: Marfa Ignátievna sabe preparar una tintura y siempre la tiene a mano; es muy fuerte, a base de no sé qué hierbas: ella conoce el secreto, señor. Y con ese remedio secreto trata a Grigori Vasílievich unas tres veces al año, señor, siempre que se le queda como muerta la cintura, con una especie de parálisis; unas tres veces al año, señor. Entonces Marfa Ignátievna coge una toalla, la empapa en esa tintura y le frota toda la espalda una media hora, señor, hasta que se seca la toalla; la piel se le pone toda roja y se le hincha; después, al tiempo que reza una oración, ella le da a beber lo que queda en el frasco, señor, aunque no todo, porque en ciertos casos se guarda una pequeña parte y también se la bebe. Y le diré que los dos, como no suelen beber, no tardan en caer redondos y duermen como troncos mucho tiempo, señor; y, por lo general, Grigori Vasílievich suele despertarse curado, mientras que a Marfa Ignátievna siempre le duele la cabeza al despertarse, señor. Así que, si mañana Marfa Ignátievna hace lo que tiene pensado, difícilmente va a poder Grigori Vasílievich oír a Dmitri Fiódorovich e impedirle el paso. Estarán durmiendo, señor.

—¡Qué disparate! Y todo esto coincide así, de repente, como hecho aposta: ¡tú con el mal caduco, y esos dos, inconscientes! —exclamó Iván Fiódorovich—. ¿No será que tú quieres presentar las cosas de modo que coincidan? —se le escapó de pronto, y frunció el ceño con aire amenazante.

—¿Cómo iba yo a presentarlas así, señor?… Y ¿para qué iba a hacerlo, si todo depende, en exclusiva, de Dmitri Fiódorovich y de lo que él piense, señor?… Si quiere hacer algo, lo hará; si no, tampoco voy a ir yo a buscarlo para empujarlo contra su padre.

—Pero ¿para qué iba a venir a ver a nuestro padre, y menos aún a hurtadillas, si, como tú mismo dices, Agrafiona Aleksándrovna no va a aparecer por aquí? —prosiguió Iván Fiódorovich, palideciendo de rabia—; tú ya lo has dicho, y yo, en todo este tiempo que llevo aquí viviendo, me he convencido de que el viejo no hace más que fantasear y que esa tarasca no va a venir a verlo. Entonces, ¿para qué va Dmitri a colarse en esta casa si ella no viene? ¡Dime! Quiero saber lo que piensas.

—Usted ya sabe a qué puede venir aquí, qué más dará lo que yo piense. Vendrá aunque solo sea por rabia o por pura suspicacia, en el caso de que yo, por ejemplo, caiga enfermo; empezará a sospechar y vendrá todo impaciente a buscar por los cuartos, como pasó ayer, por si se las hubiera arreglado ella para entrar discretamente, sin ser vista. Además, él sabe perfectamente que Fiódor Pávlovich tiene preparado un gran sobre con tres mil rublos, sellado con tres sellos y atado con una cinta, con una inscripción de su puño y letra: «A mi ángel Grúshenka, por si tiene a bien venir». Tres días más tarde añadió: «Y a mi pichoncito». Eso es lo sospechoso, señor.

—¡Bobadas! —exclamó Iván Fiódorovich, cada vez más alterado—. Dmitri no va a robar ese dinero, ni mucho menos va a matar a su padre por ese motivo. Ayer pudo haberlo matado por Grúshenka, porque estaba fuera de sí, loco de rabia; pero ¡no va a robar!

—Ahora le hace falta el dinero, muchísima falta, Iván Fiódorovich. Ni se imagina usted cuánta —le explicó Smerdiakov con una calma extraordinaria y una notable precisión—. Además, esos tres mil rublos los considera suyos, señor; él ya me lo ha dejado claro: «Mi padre me debe aún tres mil rublos justos», me ha dicho. Por otra parte, dese usted cuenta de una cosa, Iván Fiódorovich, que es la pura verdad: casi puede darse por seguro que, si Agrafiona Aleksándrovna se empeña, lo obligará a casarse con ella; al señor, me refiero, al propio Fiódor Pávlovich; eso si ella quiere… y, bueno, puede que quiera, señor. Porque, aunque yo haya dicho que ella no va a venir, también es posible que quiera eso y algo más, o sea, convertirse en señora. Sé que su mercader, Samsónov, le dijo con toda franqueza que eso no sería ninguna tontería, y se reía. Y esa mujer no es nada estúpida, señor. Con un pelagatos como Dmitri Fiódorovich no se va a casar. En vista de lo cual, juzgue usted mismo, Iván Fiódorovich, y verá que ni a Dmitri Fiódorovich, ni siquiera a usted y a su hermanito Alekséi Fiódorovich les va a quedar nada, pero nada de nada, cuando se muera su padre; ni un solo rublo, señor, porque Agrafiona Aleksándrovna, si se casa con su padre, será para poner todo a su nombre y hacerse con todo el capital. En cambio, si ahora muriese su padre, a ustedes les corresponderían, por lo pronto, cuarenta mil rublos a cada uno, incluido Dmitri Fiódorovich, a quien tanto odia su padre, dado que no ha hecho testamento, señor… Todo esto lo sabe de sobra Dmitri Fiódorovich…

A Iván Fiódorovich parecía contraérsele y temblarle el rostro. De repente, se puso colorado.

—En tal caso —cortó de pronto a Smerdiakov—, ¿por qué me aconsejas que vaya a Chermashniá? ¿Qué has querido decirme con eso? Me voy, y resulta que aquí pasa algo. —A Iván Fiódorovich le costaba respirar.

—Tiene toda la razón, señor —dijo Smerdiakov con calma, en tono reflexivo, aunque seguía muy pendiente de Iván Fiódorovich.

—¿Cómo que tengo toda la razón? —preguntó éste, esforzándose por contenerse; había un brillo amenazante en sus ojos.

—Se lo digo, porque le tengo lástima. Yo, en su lugar, me olvidaría de todo… mejor que estar pendiente de estas cosas, señor… —respondió Smerdiakov, mirando con descaro a los resplandecientes ojos de Iván Fiódorovich. Los dos se quedaron callados.

—Me parece que no eres más que un perfecto idiota y, por descontado… ¡un canalla redomado!

De pronto, Iván Fiódorovich se levantó del banco. Acto seguido, hizo ademán de encaminarse hacia la cancela, pero repentinamente se detuvo y se volvió hacia Smerdiakov. Sucedió algo extraño: Iván Fiódorovich, inesperadamente, como si sufriera un espasmo, se mordió los labios, apretó los puños y… un momento más y se habría lanzado, sin duda, sobre Smerdiakov. Al menos, así lo sintió éste, que en ese mismo instante se estremeció y echó todo el cuerpo hacia atrás. Pero pasó el momento, felizmente para Smerdiakov, e Iván Fiódorovich, en silencio, aunque con cierta perplejidad, se dio la vuelta y avanzó hacia la cancela.

—Mañana me marcho a Moscú, por si quieres saberlo, mañana temprano, ¡eso es lo que hay! —dijo de pronto con rabia, gritando y marcando las palabras; él mismo se sorprendería más tarde de que hubiera juzgado necesario decirle tal cosa a Smerdiakov.

—Eso es lo mejor, señor —respondió éste, como si se lo hubiera esperado—; lo único es que en Moscú siempre pueden importunarle, señor, avisándole por telégrafo para que vuelva aquí si ocurriera algo.

Iván Fiódorovich volvió a detenerse y se giró rápidamente hacia Smerdiakov. Pero también a éste le había pasado algo. Toda su familiaridad y su desdén se esfumaron en un instante; en su rostro expectante, aunque ya apocado y servil, se reflejó una insólita concentración: «¿No vas a decir nada más? ¿No piensas añadir nada?», se leía en su atenta mirada, fija en Iván Fiódorovich.

—¿Es que estando en Chermashniá no me iban a llamar también… si pasa alguna cosa? —chilló de pronto Iván Fiódorovich, que había elevado terriblemente el tono de voz sin saber por qué.

—También en Chermashniá, señor… le habrían importunado, señor… —farfulló Smerdiakov, casi en un susurro, como si estuviera desconcertado, aunque sin dejar de mirar fijamente, muy fijamente, a Iván Fiódorovich, directamente a los ojos.

—Solo que Moscú está más lejos, mientras que Chermashniá queda cerca. A lo mejor te da pena que me gaste el dinero en el viaje, y por eso insistes en que vaya a Chermashniá… ¿O es que sientes que tenga que dar un rodeo tan grande?

—Tiene toda la razón, señor… —farfulló, ya con voz temblorosa, Smerdiakov, con una sonrisa ruin y disponiéndose otra vez, convulsivamente, a dar un salto atrás.

Pero de pronto Iván Fiódorovich, para sorpresa de Smerdiakov, soltó una risotada y se dirigió a toda prisa hacia la cancela, sin dejar de reírse. Si alguien le hubiera visto la cara, seguramente habría llegado a la conclusión de que no se reía de alegría. Ni él mismo habría sido capaz de explicar, en ningún caso, lo que le pasaba en esos momentos. Se movía como si sufriera convulsiones.

VII. Da gusto hablar con una persona inteligente

También hablaba de ese modo. Nada más entrar en la sala, se encontró con Fiódor Pávlovich y le gritó, gesticulando: «Subo a mi cuarto; no vengo a verle a usted; adiós». Y pasó de largo, procurando incluso no mirar a su padre. Es muy posible que el viejo le resultara especialmente odioso en esos momentos, pero una manifestación tan desconsiderada de hostilidad sorprendió al propio Fiódor Pávlovich. Éste, por lo visto, quería comunicarle algo urgente, y por eso había salido expresamente a recibirlo en la sala; pero, al oír tales cumplidos, se quedó parado, sin decir nada, y, con aire socarrón, siguió con la mirada a su hijo mientras éste subía por la escalera de la buhardilla, hasta perderlo de vista.

—¿A éste qué le pasa? —le preguntó rápidamente a Smerdiakov, que acababa de entrar siguiendo a Iván Fiódorovich.

—Está enfadado por algo, señor; cualquiera lo entiende —balbuceó Smerdiakov, con evasivas.

—¡Al diablo! ¡Que se enfade! Prepara el samovar y retírate enseguida, venga. ¿No hay novedades?

Empezaron entonces las preguntas; era el tipo de preguntas, precisamente, del que se había estado quejando Smerdiakov hacía un momento a Iván Fiódorovich, es decir, preguntas relativas a la esperada visitante, y no vamos a recogerlas aquí. Al cabo de media hora la casa estaba cerrada, y el vejestorio tronado daba vueltas por las habitaciones, esperando con ansiedad que se oyeran en cualquier momento los cinco golpes convenidos; de vez en cuando miraba por las oscuras ventanas, sin ver nada más que la noche.

Era ya muy tarde, pero Iván Fiódorovich no dormía; estaba entregado a sus reflexiones. Aquella noche no se acostó hasta cerca de las dos. No vamos a registrar todo el flujo de sus pensamientos, pues no es éste el momento de penetrar en su alma: ya le llegará su turno. Incluso, aunque intentásemos transmitir algo, resultaría muy complicado, ya que no se trataba de pensamientos, sino de algo demasiado indefinido y, sobre todo, en exceso emotivo. Él mismo tenía la sensación de estar perdido. Además, toda clase de deseos extraños y casi totalmente inesperados lo atormentaban; pasada la medianoche, por ejemplo, le entraron unas ganas apremiantes e irresistibles de bajar, abrir la puerta, entrar en el pabellón y darle una paliza a Smerdiakov; ahora bien, si alguien le hubiera pedido explicaciones, habría sido totalmente incapaz de exponer ni una sola causa con precisión, salvo, quizá, la de que aquel lacayo se le había hecho odioso, como si fuera el más molesto de los ofensores que pueda uno encontrar en la tierra. Por otra parte, sintió el alma invadida aquella noche, en más de una ocasión, por una timidez inexplicable y humillante, a causa de la cual —él mismo lo notaba— era como si perdiera de pronto hasta la fuerza física. La cabeza le dolía y le daba vueltas. Una sensación de odio le oprimía el alma, como si estuviese dispuesto a vengarse de alguien. Llegó a odiar al propio Aliosha, recordando su reciente conversación con él; a ratos, también se odió intensamente a sí mismo. Casi se olvidó de Katerina Ivánovna, algo que más tarde le causaría asombro, sobre todo porque recordaba perfectamente cómo la mañana anterior, al jactarse con tanta elocuencia ante ella de su decisión de marcharse a Moscú al día siguiente, se había dicho, para sus adentros: «Qué disparate; tú no te vas de aquí, ni te va a ser tan fácil la ruptura como dices; estás fanfarroneando». Al cabo del tiempo, al rememorar aquella noche, Iván Fiódorovich recordaría con especial disgusto cómo en ocasiones se levantaba repentinamente del diván y, sin hacer ruido, como si tuviera un miedo atroz a que lo estuvieran observando, abría la puerta, se asomaba a la escalera y se dedicaba a espiar las idas y venidas de Fiódor Pávlovich en la planta inferior; se quedaba escuchando un buen rato, unos cinco minutos, con una especie de extraña curiosidad, conteniendo el aliento y con el corazón desbocado; pero, desde luego, no sabía por qué hacía todo aquello, por qué le había dado por espiar. Más tarde, a lo largo de toda su vida, calificó siempre de «abyecto» tal «proceder», y en lo más recóndito de su ser, en los recovecos de su alma, lo consideró el acto más ruin que había cometido jamás. En cambio, en relación con el propio Fiódor Pávlovich, en aquellos momentos no sentía ningún odio; sentía únicamente, por alguna razón, una exacerbada curiosidad: lo oía pasear por el piso de abajo; se figuraba lo que estaría haciendo en ese preciso instante en sus aposentos; intuía y se lo imaginaba mirando por las oscuras ventanas o quedándose parado de pronto en medio del cuarto, pendiente, muy pendiente de si alguien llamaba. Dos veces se asomó Iván Fiódorovich a la escalera con esa intención. Cuando por fin reinó el silencio en la casa, una vez que el propio Fiódor Pávlovich ya se había acostado, a eso de las dos, Iván Fiódorovich hizo otro tanto; tenía el firme propósito de dormirse cuanto antes, pues se sentía terriblemente cansado. Y así fue: enseguida cayó dormido, y durmió profundamente, sin sueños, si bien se despertó temprano, alrededor de las siete, cuando ya amanecía. Al abrir los ojos, para su sorpresa, sintió de pronto cómo afluía a él una energía insólita; saltó rápidamente de la cama y se vistió a toda prisa; a continuación sacó su maleta y, sin perder un minuto, empezó a hacer el equipaje apresuradamente. La misma víspera, por la mañana, había recibido toda la ropa blanca de la lavandera. Iván Fiódorovich sonrió pensando que todo estaba saliendo bien, que ningún obstáculo se oponía a su marcha precipitada. Porque partía, en efecto, de manera repentina. A pesar de que la misma víspera había anunciado —a Katerina Ivánovna, a Aliosha y, más tarde, a Smerdiakov— que se marchaba al día siguiente, al acostarse no había pensado en su partida: recordaba perfectamente que en ese momento no había pensado en absoluto que por la mañana, al despertarse, lo primero que haría sería ponerse a hacer el equipaje. Por fin tuvo preparadas la maleta y una bolsa de viaje; eran ya cerca de las nueve cuando Marfa Ignátievna se presentó con la pregunta habitual de todos los días: «¿Dónde desea tomar el té? ¿Aquí o abajo?». Iván Fiódorovich bajó; tenía un aspecto casi alegre, aunque había en él, en sus palabras y en sus gestos, una especie de desorden, de precipitación. Después de saludar afablemente a su padre y de interesarse especialmente por su salud, sin esperar siquiera a que Fiódor Pávlovich concluyera su respuesta, anunció de buenas a primeras que una hora más tarde partía para Moscú, definitivamente, y pidió que le prepararan los caballos. El viejo recibió la noticia sin dar ninguna muestra de sorpresa y, demostrando muy poco tacto, se olvidó de lamentar la marcha de su hijo; en cambio, de pronto se mostró muy preocupado por un asunto propio de vital importancia del que justamente acababa de acordarse.

—¡Hay que ver! ¡Cómo eres! Mira que no habérmelo dicho ayer… Bueno, qué se le va a hacer, podemos solucionarlo ahora. Tienes que hacerme un favor enorme, por el amor de Dios; acércate a Chermashniá. Todo lo que tienes que hacer es desviarte a la izquierda en la estación de Volovia, son solo como doce verstas de nada, y ya estás en Chermashniá.

—Perdone, pero no puedo: hay ochenta verstas hasta la estación de ferrocarril, y el tren de Moscú sale a las siete de la tarde; tengo el tiempo justo.

—Puedes tomarlo mañana, y si no pasado mañana, pero hoy tienes que acercarte a Chermashniá. ¡Qué te cuesta tranquilizar a tu padre! Si no tuviera cosas que hacer aquí, ya habría ido yo hace tiempo, porque se trata de un asunto urgente, de suma importancia, pero en estos momentos me es imposible… Verás, tengo allí dos parcelas de bosque, en Beguichevo y en Diáchkino, en unos eriales. El viejo Máslov y su hijo, unos comerciantes, solo me ofrecen ocho mil rublos por la tala, cuando el año pasado ya apareció un comprador que daba doce mil; pero no era de aquí, ahí está la diferencia. Y es que ahora, a la gente de aquí, no hay quien le venda nada: todo lo acaparan los Máslov, padre e hijo, que tienen una fortuna; te ofrezcan lo que te ofrezcan, tienes que conformarte, porque aquí no hay nadie que se atreva a competir con ellos. Pero resulta que Ilinski, el pope, me escribió de pronto el jueves pasado, diciendo que se había presentado otro comerciante, Gorstkin; lo conozco, y lo bueno es que no es de aquí, sino de Pogrebovo, lo cual quiere decir que no les tiene miedo a los Máslov; como no es de aquí… Total, que por lo visto está dispuesto a dar once mil por la tala del bosque, ¿lo oyes? Y no va a quedarse por aquí, según dice el pope, más de una semana. Por eso, tendrías que acercarte para llegar a un acuerdo con él…

—Pues escríbale al pope, y que se encargue él.

—Él no sabe, ése es el problema. Ese pope no tiene vista para estas cosas. Es una joya de hombre, ahora mismo pondría en sus manos veinte mil rublos, sin un recibo, para que me los guardara, pero no tiene vista para los negocios; si no parece un hombre, hasta el más pardillo lo engaña. Y eso que es un hombre muy instruido, imagínate. Ese Gorstkin tiene pinta de aldeano, con su poddiovka[36] azul, pero por su carácter es un perfecto canalla, para nuestra desgracia: es un embustero, ésa es su manera de ser. A veces suelta unas mentiras que te quedas con los ojos a cuadros, preguntándote cómo puede ser tan mentiroso. Hace tres años contó que se le había muerto la mujer y que ya se había vuelto a casar, y nada de eso era verdad, date cuenta: la mujer no solo no se le había muerto, sino que vive todavía y cada tres días le da una buena tunda. Total, que ahora se trata de averiguar si miente o si habla en serio cuando dice que quiere comprar y que ofrece once mil.

—Pues yo ahí no voy a hacer nada, yo tampoco tengo buen ojo para los negocios.

—Espera, espera; tú puedes hacerlo muy bien, ya te explico yo qué detalles hay que tener en cuenta con ese Gorstkin, hace tiempo que tengo tratos con él. Mira: tienes que fijarte en su barba; lleva una barbita pelirroja, poco poblada, da cosa verla. Si la barbita le tiembla, pero él habla y se enfada, eso es buena señal: está diciendo la verdad y pretende cerrar el trato; pero, si se acaricia la barba con la mano izquierda y se ríe, bueno, eso quiere decir que intenta pegártela, algo está tramando. Nunca lo mires a los ojos, por los ojos no vas a sacar nada, son un misterio; es un pillo; tú fíjate en la barba. Te voy a dar una nota para él, y tú se la enseñas. Lo que pasa con Gorstkin es que en realidad no es Gorstkin, sino Liagavy[37]; pero tú no lo llames Liagavy, no se vaya a ofender. Si llegas a un acuerdo con él y ves que la cosa va bien, escríbeme enseguida. Basta con que pongas: «No miente, al parecer». Mantente firme en los once mil; puedes rebajar mil, no más. Date cuenta: de ocho a once, tres mil de diferencia. Esos tres mil es como si me los hubiera encontrado por ahí tirados, ahora no es nada fácil encontrar a un comprador, y necesito desesperadamente ese dinero. En cuanto me hagas saber que la cosa va en serio, yo mismo iré volando hasta allí y cerraré el trato, ya sacaré tiempo de donde sea. Pero ahora ¿para qué salir corriendo, si a lo mejor no son más que fantasías del pope? Bueno, ¿vas a ir o no?

—Bah, no tengo tiempo, no insista.

—¡Anda, hazle ese favor a tu padre! ¡Lo tendré en cuenta! No tenéis corazón, ninguno, ¡eso es lo que pasa! ¿Qué supone para ti un día o dos? ¿Adónde vas ahora? ¿A Venecia? No va a hundirse tu Venecia en un par de días. Mandaría a Alioshka, pero ¿qué pinta Alioshka en todo esto? Te lo pido a ti, únicamente, porque tú eres una persona inteligente; como si no lo supiera. Ya sé que no negocias con madera, pero tienes ojo. Solo se trata de ver si ese hombre está hablando en serio. Ya te lo he dicho, tú fíjate en la barba: si le tiembla la barbita, eso es que la cosa va en serio.

—No hace usted más que empujarme a esa maldita Chermashniá, ¿eh? —exclamó Iván Fiódorovich, sonriendo maliciosamente.

Fiódor Pávlovich no apreció, o no quiso apreciar, esa malicia, pero sí captó la sonrisa:

—Entonces, ¿vas a ir? ¿Vas a ir? En un momento te escribo esa nota.

—No sé si iré, no lo sé; lo decidiré por el camino.

—¿Cómo que por el camino? Decídete ahora mismo. ¡Decídete, hijo mío! Una vez que lleguéis a un acuerdo, me escribes un par de líneas, se las das al pope y él, en un santiamén, me manda tu nota. Y, a partir de ahí, ya no te retengo más, puedes irte a Venecia. El pope te llevará de vuelta a la estación de Volovia…

El viejo estaba realmente entusiasmado; garabateó la nota, mandó enganchar los caballos, hizo que sirvieran algo de comer, coñac. Cuando estaba contento, siempre se mostraba expansivo, pero en esta ocasión parecía moderarse. De Dmitri Fiódorovich, por ejemplo, no dijo ni una sola palabra. En cuanto a la marcha de Iván, no le afectaba en absoluto. Parecía como si no encontrara un tema de que hablar; el propio Iván Fiódorovich se dio perfecta cuenta. «¡Hay que ver! Estará harto de mí», se dijo. Solo al despedirse de su hijo, ya en el porche, el viejo pareció algo más conmovido, e hizo ademán de besarlo. Pero Iván Fiódorovich se apresuró a ofrecerle su mano, con la intención evidente de evitar los besos. El viejo lo captó rápidamente y se reprimió al instante.

—Bueno, ¡ve con Dios, ve con Dios! —repitió desde el porche—. Espero que regreses estando aún yo con vida, ¿eh? No dejes de venir, siempre me alegrará verte. Hala, ¡que Cristo te acompañe!

Iván Fiódorovich subió a la calesa.

—¡Adiós, Iván! ¡No te lo tomes a mal! —gritó el padre por última vez.

Salieron a despedirlo todos los criados: Smerdiakov, Marfa y Grigori. Iván Fiódorovich le dio diez rublos a cada uno. Cuando ya se había acomodado en la calesa, Smerdiakov le colocó solícito la manta.

—Ya ves… voy a Chermashniá… —se le escapó de pronto a Iván Fiódorovich, igual que la víspera, como si las palabras le salieran solas, acompañadas, además, de una especie de risita nerviosa. Más tarde, lo recordaría durante mucho tiempo.

—Con razón dicen que da gusto hablar con una persona inteligente —contestó con rotundidad Smerdiakov, dirigiendo una mirada penetrante a Iván Fiódorovich.

La calesa partió a toda velocidad. El viajero, con el alma confusa, miraba con avidez los campos, las colinas, los árboles, una bandada de gansos que volaba muy alto, por encima de él, en el cielo radiante. De pronto se sintió muy a gusto. Probó a entablar conversación con el cochero, y encontró enormemente interesante una de las observaciones del aldeano; no obstante, al cabo de un minuto cayó en la cuenta de que no había prestado mayor atención a sus palabras y de que, en realidad, no había comprendido su respuesta. Se calló; también así se estaba bien: el aire era limpio, puro, fresco; el cielo, claro. Le vinieron a la cabeza, por un momento, las imágenes de Aliosha y de Katerina Ivánovna; pero sonrió en silencio y sopló suavemente sobre esos queridos fantasmas, y éstos desaparecieron: «Ya habrá tiempo para ellos», pensó. Pronto llegaron a la estación de postas, cambiaron de caballos y salieron a toda prisa hacia Volovia. «Pero ¿por qué da gusto hablar con una persona inteligente? ¿Qué habrá querido decir con eso? —De pronto se le cortó el aliento—. Y ¿por qué le habré dicho que voy a Chermashniá?» Llegaron a la posta de Volovia. Iván Fiódorovich se apeó de la calesa, y se vio rodeado de cocheros. Ajustaron el precio del viaje a Chermashniá, doce verstas de camino vecinal, en un coche alquilado. Mandó enganchar los caballos. Entró en la casa de postas, echó un vistazo, miró a la mujer del maestro de postas y, de repente, se volvió para el porche.

—Nada de Chermashniá, hermanos. ¿Podré llegar al ferrocarril antes de las siete?

—Seguro que sí. Entonces, ¿enganchamos?

—Cuanto antes. ¿Alguno de vosotros va a la ciudad mañana?

—Cómo no; mire, Mitri va a ir.

—¿Podrías hacerme un favor, Mitri? Pásate por casa de mi padre, Fiódor Pávlovich Karamázov, y dile que no he ido a Chermashniá. ¿Podrás?

—¿Por qué no? Me pasaré por allí; a Fiódor Pávlovich lo conozco hace mucho.

—Toma una propina, porque él no creo que te dé nada… —Iván Fiódorovich se rió alegremente.

—Seguro que no. —Mitri también se rió—. Gracias, señor, haré sin falta lo que me ha dicho…

A las siete de la tarde Iván Fiódorovich montó en el vagón y voló hacia Moscú. «Adiós para siempre a todo el pasado, he terminado, sin duda, con ese mundo antiguo; que no me llegue de él ni un recuerdo, ni un eco; al mundo nuevo, a los lugares nuevos, y ¡nada de volver la vista atrás!» Pero, en vez del entusiasmo, se había apoderado de su alma la oscuridad, y había en su corazón tanto pesar como nunca había sentido en toda su vida. Estuvo meditando toda la noche; el vagón volaba, y solo al amanecer, llegando ya a Moscú, cayó de repente en la cuenta de su situación.

—¡Soy un miserable! —se dijo en un susurro.

En cuanto a Fiódor Pávlovich, después de despedirse de su hijo se quedó muy satisfecho. Durante dos largas horas se sintió casi feliz y bebió un poco de coñac; pero, de buenas a primeras, se produjo un incidente de lo más lamentable y desagradable para todos que dejó desconcertado a Fiódor Pávlovich: Smerdiakov fue a buscar algo al sótano y cayó desde lo alto de las escaleras. Y menos mal que Marfa Ignátievna estaba en el patio y pudo oírlo a tiempo. No vio la caída, pero sí oyó el grito, un grito peculiar, extraño, pero que conocía desde hacía tiempo: el grito del epiléptico que sufre un ataque. No hubo manera de saber si el ataque le había sobrevenido en el momento en que se disponía a bajar la escalera —y en tal caso, como es natural, tuvo que rodar por las escaleras ya sin sentido—, o si, por el contrario, la crisis de Smerdiakov, conocido epiléptico, había sido consecuencia de la caída y la conmoción; el caso es que lo encontraron en el fondo del sótano, entre espasmos y convulsiones, agitándose y con espuma en la boca. Al principio creyeron que se había roto algo, un brazo o una pierna, que se había lastimado; sin embargo, «el Señor le había dado su protección», según dijo Marfa Ignátievna: no le había pasado nada de eso, aunque costó mucho cargar con él y sacarlo del sótano. Hasta tuvieron que pedir ayuda a los vecinos. En toda esta operación estuvo presente el propio Fiódor Pávlovich, que también echó una mano; estaba visiblemente asustado y no sabía muy bien qué hacer. El enfermo, a pesar de todo, no volvía en sí: aunque los ataques cesaban por un tiempo, se reproducían al cabo de un rato, y todo el mundo llegó a la conclusión de que era un caso idéntico al del año anterior, cuando Smerdiakov había tenido el infortunio de caer del desván. Se acordaron de que en aquella ocasión le habían aplicado hielo en las sienes. Aún quedaba algo de hielo en el sótano, y Marfa Ignátievna se ocupó de eso; por la tarde, Fiódor Pávlovich mandó llamar al doctor Herzenstube, que se presentó sin demora. Tras examinar atentamente al enfermo (aquel venerable anciano era el doctor más concienzudo y meticuloso de toda la provincia), dictaminó que se trataba de un ataque fuera de lo común y que podía «entrañar un riesgo»; dijo también Herzenstube que aunque, de momento, no acababa de entenderlo del todo, si a la mañana siguiente se comprobaba que los remedios adoptados no habían surtido efecto, no dudaría en proponer otros. Instalaron al enfermo en el pabellón, en un cuarto contiguo a los aposentos de Grigori y Marfa Ignátievna. A partir de aquel incidente, Fiódor Pávlovich se pasó todo el día sufriendo una desgracia tras otra: Marfa Ignátievna le preparó la comida, y la sopa, en comparación con la de Smerdiakov, era «un puro aguachirle», y la gallina le quedó tan reseca que no había forma de hincarle el diente. A los reproches amargos, aunque justificados, del señor, Marfa Ignátievna repuso que la gallina, de todos modos, era ya muy vieja, y que ella no había estudiado para cocinera. Al anochecer surgió un nuevo contratiempo: informaron a Fiódor Pávlovich de que Grigori, que llevaba ya tres días enfermo, no había tenido más remedio que acostarse, por culpa de la parálisis en la cintura. Fiódor Pávlovich se acabó su té lo antes posible y se encerró solo en casa. Vivía una terrible y angustiosa espera. El caso es que, justo aquella noche, daba prácticamente por cierta la aparición de Grúshenka; al menos, esa misma mañana, a primera hora, Smerdiakov le había asegurado, o poco menos, que ella había prometido venir, «sin ningún género de dudas». Al infatigable anciano el corazón le latía ansiosamente, mientras él daba vueltas y más vueltas por sus desiertos aposentos, aguzando el oído. Tenía que estar muy alerta: Dmitri Fiódorovich podía andar por ahí cerca, al acecho, y, si Grúshenka llamaba a la ventana (tres días antes, Smerdiakov le había confirmado que le había explicado a esa mujer dónde y cómo tenía que llamar), habría que abrir la puerta lo más rápido posible, para que Grúshenka no tuviera que esperar en el zaguán ni un segundo más de lo necesario; de otro modo —¡Dios no lo quisiera!—, podía asustarse y salir corriendo. Fiódor Pávlovich estaba muy inquieto, pero nunca había sentido su corazón bañado en una esperanza más dulce: ¡podía afirmarse, casi con toda certeza, que en esta ocasión ella no le iba a fallar!