LIBRO PRIMERO
HISTORIA DE UNA FAMILIA

I. Fiódor Pávlovich Karamázov

Alekséi Fiódorovich Karamázov era el tercer hijo de Fiódor Pávlovich Karamázov, un terrateniente de nuestro distrito que se hizo muy célebre en su momento (y aún hoy se le sigue recordando) por su trágico y oscuro fin, el cual tuvo lugar hace justo ahora treinta años y del que ya hablaré más adelante. Por el momento, me limitaré a decir de este «terrateniente» (así es como lo llamaban por aquí, a pesar de que casi nunca residió en sus tierras) que era uno de esos tipos raros que, sin embargo, se encuentran con bastante frecuencia; concretamente, era de esa clase de individuos que no solo son ruines e inmorales, sino además insensatos, pero de esos insensatos que, pese a todo, se manejan a la perfección en los negocios y solo, por lo visto, en los negocios. Fiódor Pávlovich, por ejemplo, había surgido prácticamente de la nada, como un modestísimo propietario, dispuesto siempre a comer en mesa ajena y a vivir de gorra, y, sin embargo, en el momento de su fallecimiento dejó hasta cien mil rublos en dinero contante y sonante. Y, al mismo tiempo, nunca dejó de ser en toda su vida uno de los mayores botarates de nuestro distrito. Insisto: no es cuestión de estupidez; la mayoría de esos botarates son bastante taimados y astutos; es la suya una insensatez muy peculiar, típicamente nacional.

Se había casado dos veces y tenía tres hijos: el mayor, Dmitri Fiódorovich, de la primera mujer, y los otros dos, Iván y Alekséi, de la segunda. La primera mujer de Fiódor Pávlovich pertenecía a un noble linaje de propietarios de nuestro distrito, los Miúsov, gente bastante rica y distinguida. No me voy a parar a explicar cómo pudo ocurrir que una muchacha con una buena dote, además de hermosa y, sobre todo, inteligente y despierta —una de esas jóvenes que son tan frecuentes entre nosotros en la generación actual, aunque ya las había en el pasado—, se casara con tan insignificante «alfeñique», que es como entonces lo llamaba todo el mundo. Lo cierto es que conocí a una joven, de la penúltima generación «romántica», que después de algunos años de profesar un enigmático amor a un señor con quien, dicho sea de paso, bien podría haberse casado con toda tranquilidad, acabó, sin embargo, imaginándose toda clase de impedimentos insalvables y una noche tempestuosa se arrojó desde una escarpada orilla, una especie de acantilado, a un río bastante profundo e impetuoso y pereció en él, sin duda alguna por culpa de sus propios antojos, solo para imitar a la Ofelia de Shakespeare, hasta el punto de que, si aquel acantilado, escogido y preferido por ella desde hacía mucho, no hubiera sido tan pintoresco y en su lugar se hubiera encontrado una prosaica orilla llana, es posible que el suicidio nunca se hubiera consumado. Se trata de un hecho verdadero, y hay que pensar que en nuestra vida rusa, en el curso de las dos o tres últimas generaciones, han tenido que ocurrir no pocos casos idénticos o de la misma naturaleza. De forma análoga, el proceder de Adelaída Ivánovna Miúsova fue también un eco de tendencias ajenas y una irritación de la mente cautiva.[1] Tal vez se había propuesto manifestar su independencia como mujer, ir en contra de los convencionalismos sociales, del despotismo de su linaje y su familia, y su obsequiosa fantasía la convenció —supongámoslo así por un momento— de que Fiódor Pávlovich, a pesar de su título de gorrón, era uno de los hombres más valientes y divertidos de aquella época de transición hacia todo lo mejor, siendo como era, sencillamente, un bufón malintencionado. Lo más llamativo es que, para colmo, el asunto se resolvió con un rapto, algo que fascinó a Adelaída Ivánovna. En cuanto a Fiódor Pávlovich, se sentía muy inclinado entonces, por su misma condición social, a toda clase de audacias semejantes, pues deseaba fervientemente hacer carrera a cualquier precio; arrimarse a una buena familia y conseguir una dote resultaba algo de lo más seductor. Por lo que respecta a su mutuo amor, no parece que existiera, ni por parte de la novia ni por parte de él, a pesar de la belleza de Adelaída Ivánovna. Así que este episodio tal vez fuera único en su género en la vida de Fiódor Pávlovich, un hombre extremadamente lascivo, siempre dispuesto a pegarse a unas faldas a la primera insinuación. Y, sin embargo, ésta fue la única mujer que no le produjo, en lo referente a las pasiones, ninguna impresión especial.

Inmediatamente después del rapto, Adelaída Ivánovna cayó en la cuenta en un santiamén de que su marido la despreciaba, y nada más. De ese modo, las consecuencias del matrimonio se manifestaron con una rapidez inusitada. A pesar de que la familia tardó muy poco en resignarse a lo ocurrido y entregó la dote a la fugitiva, el matrimonio empezó a llevar una vida sumamente desordenada, con escenas continuas. Cuentan que la joven casada mostró en aquella situación una nobleza y dignidad incomparablemente mayores que las de Fiódor Pávlovich, quien, como se ha sabido más tarde, le birló de buenas a primeras todo el dinero, los veinticinco mil rublos que acababa de recibir, de modo que para ella fue como si en ese mismo instante todos aquellos millares de rublos se los hubiera tragado el agua. Y en cuanto a una pequeña aldea y una casa bastante buena en la ciudad que también formaban parte de la dote, Fiódor Pávlovich intentó durante largo tiempo ponerlas a su nombre mediante la redacción del oportuno documento, y seguramente lo habría conseguido, aunque solo fuera, digámoslo así, por el desdén y la repugnancia que despertaba continuamente en su mujer con sus desvergonzadas exigencias y súplicas, por puro cansancio espiritual, para librarse de él, sencillamente. Pero, por fortuna, intervino la familia de Adelaída Ivánovna y puso coto al sinvergüenza. Se sabe positivamente que en la pareja eran frecuentes las peleas, pero, según se cuenta, quien pegaba no era Fiódor Pávlovich, sino Adelaída Ivánovna, mujer impulsiva, decidida, morena, impaciente, dotada de una fuerza física asombrosa. Al final abandonó el hogar conyugal y se fugó con un maestro seminarista muerto de hambre, dejando al pequeño Mitia[2], de tres años, al cuidado de Fiódor Pávlovich. Éste no tardó en montar en su casa un verdadero harén y en entregarse a las borracheras más desenfrenadas, y en los entreactos se dedicaba a recorrer casi toda la provincia, quejándose amargamente a todo el que veía de que Adelaída Ivánovna lo había abandonado; además, se refería a su vida conyugal con tal lujo de detalles que habría sonrojado a cualquier hombre casado. Hay que decir que parecía resultarle agradable y hasta halagador representar delante de todo el mundo su ridículo papel de marido ofendido y pintar vivamente los detalles de su propio agravio. «Viéndole así de contento, a pesar de su desgracia, Fiódor Pávlovich, cualquiera pensaría que ha obtenido usted un ascenso», le decían en guasa. Muchos suponían incluso que estaba encantado de presentarse con su renovado aire de bufón y que aparentaba no ser consciente de su cómica situación para que la gente se riera más. Pero quién sabe, a lo mejor actuaba con toda inocencia. Finalmente consiguió dar con el rastro de la fugitiva. La pobrecilla estaba en San Petersburgo, adonde se había trasladado con su seminarista y donde se había entregado en cuerpo y alma a la más completa «emancipación». Fiódor Pávlovich se puso de inmediato a hacer gestiones y decidió viajar a San Petersburgo. ¿Para qué? Desde luego, no lo sabía ni él. La verdad es que bien podría haber ido en aquella ocasión, pero el caso es que, una vez adoptada tal decisión, consideró acto seguido que, para darse ánimos antes de emprender el viaje, tenía todo el derecho del mundo a correrse de nuevo una juerga monumental. Y justo en ese momento a la familia de su mujer le llegó la noticia de que ésta había muerto en San Petersburgo. Por lo visto, había fallecido repentinamente, en alguna buhardilla; según decían unos, de tifus, o de hambre, según otros. Fiódor Pávlovich se enteró de la muerte de su mujer estando borracho; dicen que echó a correr por la calle y se puso a gritar, loco de alegría, levantando los brazos al cielo: «Ahora despides a tu siervo en paz»[3]; pero, según otros, lloraba a lágrima tendida, como un crío, hasta tal punto que, según dicen, daba incluso pena mirarlo, a pesar de toda la aversión que inspiraba. Es muy posible que ocurriera lo uno y lo otro, es decir, que se alegrara de su liberación y que llorase por su libertadora, todo a la vez. En la mayor parte de los casos, la gente, hasta la malvada, es mucho más ingenua y cándida de lo que solemos pensar. Y nosotros también.

II. Despide al primer hijo

Naturalmente, cualquiera puede hacerse una idea de qué clase de educador y padre sería un hombre como aquél. Como padre, ocurrió con él lo que tenía que ocurrir, ni más ni menos: se desentendió totalmente del hijo que había tenido con Adelaída Ivánovna, no por rencor ni movido por sentimiento alguno de marido ofendido, sino sencillamente porque se olvidó de él sin más. Mientras Fiódor Pávlovich abrumaba a todo el mundo con sus lágrimas y sus quejas y convertía su hogar en un antro de perdición, un fiel criado de la casa, Grigori, se hizo cargo del pequeño Mitia, de tres años, y, de no haber sido por sus desvelos, posiblemente no habría habido nadie en disposición de cambiarle la ropita al niño. Además, al principio la familia materna del pequeño también parecía haberse olvidado de él. Su abuelo, o sea, el propio señor Miúsov, padre de Adelaída Ivánovna, ya no se contaba entre los vivos; su viuda, la abuela de Mitia, que se había trasladado a Moscú, estaba muy enferma; en cuanto a las hermanas de la madre, se habían casado, de modo que durante casi un año Mitia quedó a cargo de Grigori, residiendo con él en la isba destinada a la servidumbre. Por lo demás, aun suponiendo que el padre se hubiera acordado del crío (de hecho, era imposible que ignorase su existencia), lo habría devuelto a esa isba, pues habría representado un estorbo para su vida disipada. Pero el caso es que acababa de regresar de París un primo hermano de la difunta Adelaída Ivánovna, Piotr Aleksándrovich Miúsov, quien después viviría muchos años ininterrumpidamente en el extranjero y, aunque por entonces era aún muy joven, se distinguió siempre entre los Miúsov por ser un hombre culto, capitalino, cosmopolita, europeo de toda la vida y, ya en su madurez, un liberal, tal y como se estilaría en los años cuarenta y cincuenta. En el transcurso de su carrera mantuvo contactos con muchos de los más señalados liberales de su época, en Rusia y en el extranjero; conoció personalmente a Proudhon y a Bakunin, y disfrutaba especialmente recordando y contando, en el declive ya de sus andanzas, lo ocurrido en París los tres días de la revolución de febrero de 1848, dando a entender, poco más o menos, que él mismo había participado en las barricadas. Era éste uno de los recuerdos más placenteros de su juventud. Disfrutaba de holgura económica: poseía unas mil almas, contabilizadas al modo antiguo. Su magnífica hacienda se encontraba justo a la salida de nuestra pequeña ciudad y lindaba con las tierras de un famoso monasterio, con el cual Piotr Aleksándrovich, siendo aún muy joven, nada más heredar, entabló un interminable proceso en relación con unos derechos de pesca en el río o de tala en el bosque, no lo sé con precisión, pero lo cierto es que consideraba su deber ciudadano, de hombre ilustrado, entablar un pleito contra la «clerigalla». Habiendo llegado a sus oídos la historia de Adelaída Ivánovna, de la que, naturalmente, se acordaba y en la que incluso se había fijado en su día, y sabiendo de la existencia de Mitia, pese a toda su indignación juvenil y su desprecio a Fiódor Pávlovich, decidió tomar cartas en el asunto. Fue entonces cuando ambos individuos se vieron por primera vez. Piotr Aleksándrovich le declaró abiertamente a Fiódor Pávlovich que deseaba hacerse cargo de la educación del crío. Más tarde, Piotr Aleksándrovich solía contar detenidamente, como rasgo ilustrativo del carácter de Fiódor Pávlovich, cómo, cuando le habló a éste de Mitia, al principio hizo como si no entendiera a qué niño se refería, e incluso se mostró sorprendido de que estuviera viviendo en su casa, a saber dónde, un hijo pequeño suyo. Aunque pudiera haber cierta exageración en el relato de Piotr Aleksándrovich, en algo tendría que parecerse a la verdad. Efectivamente, durante toda su vida a Fiódor Pávlovich le gustó fingir, ponerse de pronto a representar delante de la gente un papel muy llamativo, a veces sin la menor necesidad, cuando no en su propio perjuicio, como en este mismo caso. De todos modos, no es un rasgo exclusivo de Fiódor Pávlovich, sino que lo comparten muchísimas personas, algunas de notable inteligencia. Piotr Aleksándrovich puso todo su empeño en el asunto e incluso fue designado (conjuntamente con Fiódor Pávlovich) curador del niño, dado que, a pesar de todo, éste había heredado de su madre una casa con unas tierras. Mitia, de hecho, se fue a vivir con su tío segundo, pero éste, como no tenía familia, en cuanto puso en orden sus propiedades y se aseguró el cobro de las rentas, regresó de inmediato a París para una larga temporada, dejando al niño al cuidado de una de sus tías, una señora de Moscú. Ocurrió que el propio Piotr Aleksándrovich, una vez aclimatado a la vida en París, se olvidó del niño, sobre todo al desatarse aquella revolución de febrero que tanto impresionó su imaginación y de la que ya no pudo olvidarse en toda su vida. Sin embargo, la señora de Moscú falleció, y Mitia pasó a una de sus hijas casadas. Al parecer, más tarde aún se vería obligado a cambiar por cuarta vez de hogar. No voy a extenderme ahora en esto, sobre todo porque aún es mucho lo que tendré que contar del primogénito de Fiódor Pávlovich; me ceñiré por ahora a las informaciones más indispensables, sin las cuales no podría ni empezar la novela.

En primer lugar, Dmitri Fiódorovich fue el único de los tres hijos de Fiódor Pávlovich que creció con el convencimiento de que aún poseía cierta fortuna y de que, al alcanzar la mayoría de edad,[4] sería independiente. Su infancia y juventud transcurrieron desordenadamente: no acabó sus estudios en el gimnasio; después ingresó en una escuela militar; más tarde fue a parar al Cáucaso, sirvió en el ejército, se batió en duelo, fue degradado, volvió al servicio, dio muchos tumbos y dilapidó una cantidad relativamente elevada de dinero. No empezó a recibir nada de su padre, Fiódor Pávlovich, hasta llegar a la mayoría de edad, y para entonces ya se había cargado de deudas. A su padre lo conoció y lo vio por primera vez desde que había alcanzado la mayoría de edad cuando se presentó en nuestras tierras, dispuesto a tener con él una explicación a propósito de sus bienes. Por lo visto, ya entonces su padre le resultó desagradable; pasó poco tiempo en su casa y se marchó en cuanto pudo, habiendo obtenido de él tan solo cierta suma de dinero tras llegar a un acuerdo sobre el futuro cobro de las rentas de la hacienda, sin conseguir que en aquella ocasión (se trata de un hecho llamativo) su padre le aclarara ni su rentabilidad ni su valor. Fiódor Pávlovich advirtió desde el primer momento (también esto conviene recordarlo) que Mitia tenía una idea exagerada y falsa de su fortuna. Eso le dejó muy satisfecho, de cara a sus propios cálculos. Dedujo que se trataba de un joven frívolo, impulsivo, apasionado, impaciente, juerguista, que se contentaba con poco y se calmaba enseguida, aunque fuera, claro está, por poco tiempo. Fue eso lo que empezó a explotar Fiódor Pávlovich, así que se dedicó a salir del paso a base de pequeñas entregas, de envíos esporádicos, y acabó sucediendo que, al cabo de unos cuatro años, cuando Mitia perdió la paciencia y se presentó de nuevo en nuestra localidad para arreglar de una vez por todas sus asuntos con su progenitor, descubrió, para su monumental sorpresa, que ya no tenía nada de nada, que hasta era difícil echar las cuentas, que ya había recibido en efectivo de su padre todo el valor correspondiente a sus propiedades y que igual hasta estaba en deuda con él; comprobó que por tales o cuales transacciones, en las que él mismo había deseado participar en su momento, no tenía derecho a exigir nada más, y así sucesivamente. El joven se quedó atónito, sospechó que aquello era mentira, que se trataba de un engaño, a punto estuvo de perder el dominio de sí y pareció volverse loco. Precisamente esta circunstancia fue la que desembocó en la catástrofe cuya exposición constituye el objeto de mi primera novela, de carácter preliminar,[5] o, mejor dicho, su cara externa. Pero, antes de abordar esa novela, aún es preciso referirse a los otros dos hijos de Fiódor Pávlovich, los hermanos de Mitia, y explicar cómo fueron sus comienzos.

III. Segundo matrimonio y segundos hijos

Muy poco después de haberse quitado de encima a Mitia, que tenía por entonces cuatro años, Fiódor Pávlovich se casó en segundas nupcias. Este segundo matrimonio duró unos ocho años. A su segunda mujer, Sofia Ivánovna, también muy jovencita, la tomó en otra provincia a la que había viajado para ocuparse de un negocio de poca monta, en compañía de un judío. Por muy juerguista, bebedor y escandaloso que fuera, Fiódor Pávlovich nunca dejó de ocuparse de sus inversiones, y siempre le iba bien en sus pequeños tratos, eso sí, valiéndose por lo general de artimañas. Sofia Ivánovna era una «huerfanita», privada de sus padres desde la niñez; hija de un oscuro diácono, había crecido en la rica casa de su protectora, educadora y torturadora, una anciana distinguida, viuda del general Vorójov. No conozco los detalles, pero sí oí decir que, por lo visto, a la protegida, una niña modesta, ingenua y callada, en cierta ocasión le habían retirado del cuello una soga que ella misma había colgado de un clavo en la despensa; hasta tal punto se le hacía difícil aguantar los antojos y los continuos reproches de aquella vieja, que al parecer no era mala, pero sí, por culpa de la ociosidad, insoportablemente despótica. Fiódor Pávlovich pidió su mano; hicieron gestiones para saber de él y lo echaron, pero he aquí que él, una vez más, como con el primer matrimonio, le propuso a la huérfana el expediente del rapto. Es posible, pero que muy posible, que ella no se hubiera casado con él por nada del mundo de haber conocido a tiempo más detalles suyos. Pero era de otra provincia y, además, ¿qué podía entender una muchachita de dieciséis años, más allá de que era preferible arrojarse a un río que seguir en casa de su protectora? De ese modo cambió la pobrecilla a una protectora por un protector. Fiódor Pávlovich no sacó en esta ocasión ni cinco, porque la generala se enfadó, no dio nada y, para colmo, maldijo a los dos; pero él tampoco contaba con obtener nada esta vez, sencillamente se había visto atraído por la notable belleza de la inocente chica y, sobre todo, por su aspecto candoroso, que impresionó a un hombre lujurioso como él, a un vicioso que hasta entonces solo se había fijado en la tosca hermosura femenina. «Aquellos ojillos ingenuos me atravesaron el alma como una navaja», solía comentar más tarde, acompañándose de sus repugnantes risitas. En todo caso, en aquel hombre lascivo solo podía tratarse de una atracción carnal. Sin haber obtenido ninguna gratificación, Fiódor Pávlovich no se prodigó en cumplidos con su mujer y, aprovechándose de que ella era, por así decir, «culpable» ante él y de que él prácticamente la había «librado de la soga», aprovechándose, además, de su colosal mansedumbre y sumisión, pisoteó hasta las reglas más básicas del matrimonio. En presencia de su esposa, acudían a su casa mujeres indecentes y se organizaban orgías. Diré, como rasgo característico, que el criado Grigori, hombre triste, necio y testarudo, que en su momento había odiado a la primera señora, Adelaída Ivánovna, en este caso tomó partido por la nueva ama: la defendía y discutía por ella con Fiódor Pávlovich en un tono casi inadmisible en un criado, y en cierta ocasión llegó a acabar por la fuerza con una orgía, ahuyentando a todas las desvergonzadas que habían acudido. Posteriormente, la infeliz joven, que había vivido aterrada desde su más tierna infancia, sufrió una especie de dolencia nerviosa femenina, que se da más a menudo entre las humildes aldeanas, a las que llaman «enajenadas» cuando padecen esta enfermedad. Por culpa de este mal, con sus terribles ataques de histerismo, en ocasiones la enferma llegaba a perder el juicio. A pesar de todo, le dio a Fiódor Pávlovich dos hijos, Iván y Alekséi: aquel nació en el primer año de matrimonio; su hermano tres años después. Cuando murió su madre, el pequeño Alekséi no había cumplido aún los cuatro años y, por raro que parezca, sé que la recordó durante toda su vida, como entre sueños, desde luego. Tras su muerte, a los dos niños les ocurrió prácticamente lo mismo que al primero, Mitia: fueron totalmente olvidados y abandonados por su padre, y quedaron al cuidado de Grigori, quien los llevó consigo a la isba de la servidumbre, como había hecho con su hermano. Fue en esa isba donde los encontró la despótica generala, protectora y educadora de su madre. Aún seguía viva y en todo aquel tiempo, en aquellos ocho años, no había podido olvidar la ofensa recibida. A lo largo de esos ocho años había obtenido, bajo cuerda, cumplida información de la existencia cotidiana de su Sofia y, al enterarse de que estaba enferma y del ambiente escandaloso que la rodeaba, dos o tres veces les comentó en voz alta a las mujeres que vivían acogidas en su casa: «Le está bien empleado; Dios la ha castigado por su ingratitud».

A los tres meses justos de la muerte de Sofia Ivánovna, la generala en persona se presentó de pronto en nuestra ciudad y se encaminó sin demora a casa de Fiódor Pávlovich. Apenas estuvo en la ciudad una media hora, pero fue mucho lo que hizo. Era ya por la tarde. Fiódor Pávlovich, a quien no había visto en esos ocho años, salió a recibirla algo achispado. Cuentan que ella, nada más verlo, de buenas a primeras, sin dar explicaciones, le soltó un par de rotundas y sonoras bofetadas y le tiró tres veces del tupé, de arriba abajo, tras lo cual, sin añadir palabra, se dirigió a la isba donde estaban los dos chiquillos. Al advertir, de un simple vistazo, que estaban sin lavar y llevaban ropa sucia, le propinó inmediatamente otra bofetada al propio Grigori y le comunicó que se llevaba a los dos niños; acto seguido los cogió tal y como estaban, los arropó con una manta de viaje, los subió al coche y se los llevó a su ciudad. Grigori encajó aquella bofetada cual esclavo sumiso, no se le escapó una sola palabra ofensiva y, cuando acompañó a la anciana señora hasta el coche, hizo una profunda reverencia y dijo con aire imponente: «Dios sabrá premiarla por los huérfanos». «¡Si serás tarugo!», le gritó la generala al partir. Fiódor Pávlovich, tras considerar todo el asunto, concluyó que no era mala solución y más tarde, al formalizar su consentimiento para que sus hijos se educaran en casa de la generala, no se mostró disconforme en ningún punto. En cuanto a las bofetadas que había recibido, él mismo fue contándolo por toda la ciudad.

Sucedió que, poco después, la propia generala falleció, si bien lo hizo después de haber anotado en su testamento que dejaba mil rublos a cada uno de los dos pequeños, «para su instrucción, y para que todo este dinero sea necesariamente gastado en ellos, con la condición de que les llegue hasta su mayoría de edad, pues es una cantidad más que suficiente para tales niños; no obstante, si alguien lo desea, siempre puede rascarse el bolsillo», y así sucesivamente. Yo no he leído el testamento, pero sí he oído decir que especificaba algo de ese tenor, un tanto extraño, expresado en un estilo excesivamente peculiar. El heredero principal de la vieja resultó ser, no obstante, un hombre honrado: Yefim Petróvich Polénov, decano provincial de la nobleza. Después de haberse escrito con Fiódor Pávlovich y comprendiendo desde el primer momento que no iba a sacarle el dinero para la educación de sus hijos (si bien Fiódor Pávlovich nunca se negaba abiertamente a nada, sino que en tales casos se dedicaba a dar largas; a veces incluso se deshacía en manifestaciones de sentimiento), decidió intervenir personalmente en el destino de los huérfanos y se encariñó en particular con el más pequeño, Alekséi, el cual se crió, de hecho, durante largo tiempo en el seno de su familia. Ruego al lector que tenga esto presente desde el principio. Si estaban en deuda con alguien para toda la vida aquellos dos jóvenes, por su educación y formación, era precisamente con ese Yefim Petróvich, hombre de gran nobleza y humanidad, de los que pocas veces se encuentran. Conservó intactos los mil rublos que la generala había dejado a cada uno de ellos, de modo que, cuando alcanzaron la mayoría de edad, gracias a los intereses acumulados la cantidad ascendía ya a dos mil rublos; el propio Yefim Petróvich costeó su educación y, por supuesto, gastó en cada uno mucho más de mil rublos. No voy a entrar en este momento en un relato detallado de su infancia y su juventud, sino que me limitaré a mencionar las circunstancias más relevantes. Del mayor, Iván, diré únicamente que creció como un adolescente sombrío, encerrado en sí mismo; no es que fuera tímido, ni mucho menos, pero fue como si ya a los diez años hubiera llegado a la conclusión de que, de todos modos, se estaban criando en una familia extraña y gracias a la caridad ajena, y que su padre era un tal y era un cual, alguien de quien hasta daba vergüenza hablar, y todo eso. Este niño empezó muy pronto, prácticamente en su infancia (al menos, así me lo contaron), a mostrar unas aptitudes para el estudio nada comunes y muy brillantes. No sé exactamente cómo fue, pero lo cierto es que se separó de la familia de Yefim Petróvich antes de cumplir los trece años para pasar a uno de los gimnasios de Moscú y al internado de un experimentado pedagogo, muy conocido por entonces, amigo de la infancia de Yefim Petróvich. El propio Iván explicaría más tarde que eso había sido posible, por así decir, gracias al «fervor por las buenas obras» de Yefim Petróvich, a quien entusiasmaba la idea de que un niño con esas capacidades geniales se educara con un pedagogo igualmente genial. Por lo demás, ni Yefim Petróvich ni el genial pedagogo se contaban ya entre los vivos cuando el joven, tras acabar el gimnasio, ingresó en la universidad. Como Yefim Petróvich no había dispuesto bien las cosas y el cobro del dinero legado por la despótica generala —que había aumentado, merced a los intereses, desde los mil hasta los dos mil rublos— se retrasaba a causa de toda clase de formalidades y aplazamientos, inevitables en nuestro país, durante sus primeros dos años en la universidad el joven las pasó negras, pues se vio obligado a ganarse la vida al tiempo que estudiaba. Hay que señalar que en esa época no quiso intentar siquiera escribirse con el padre; tal vez lo hiciera por orgullo, tal vez por desprecio, o tal vez porque el frío y sano juicio le hiciera ver que de su padre no iba a recibir ningún apoyo mínimamente decente. En cualquier caso, el joven no se desanimó en ningún momento y encontró trabajo, primero dando clases a dos grivny[6] la hora, y después recorriendo las redacciones de los periódicos y suministrando articulillos de diez líneas sobre sucesos callejeros, firmados por «Un testigo». Según dicen, esos artículos estaban siempre redactados de un modo tan curioso, eran tan llamativos, que no tardaron en abrirse paso, y ya solo con eso el joven mostró su superioridad práctica e intelectual sobre ese nutrido sector de nuestra juventud estudiantil de ambos sexos, permanentemente necesitada y desdichada, que acostumbra en nuestras capitales a asediar los periódicos y las revistas de la mañana a la noche, sin ocurrírsele nada mejor que insistir una y otra vez en sus cansinas peticiones de hacer traducciones del francés o copiar escritos. Tras darse a conocer en las redacciones, Iván Fiódorovich ya nunca rompió sus lazos con ellas y en sus últimos años de universidad comenzó a publicar reseñas de libros especializados en diversas materias, escritas con tanto talento que incluso llegó a ser conocido en los círculos literarios. No obstante, solo a última hora consiguió, casualmente, atraer la atención de un círculo más amplio de lectores, de modo que fueron muchos los que se fijaron de pronto en él y ya no lo olvidaron. Se trató de un caso bastante curioso. Recién salido de la universidad, y mientras se preparaba para viajar al extranjero con sus dos mil rublos, Iván Fiódorovich publicó en uno de los principales diarios un extraño artículo que despertó el interés hasta de quienes eran legos en la materia; lo más llamativo es que se trataba de una temática que, al parecer, le resultaba ajena, pues él acababa de terminar los estudios de naturalista. El artículo versaba sobre una cuestión, la de los tribunales eclesiásticos, que entonces estaba en boca de todo el mundo. Además de examinar algunas opiniones ya vertidas al respecto, Iván Fiódorovich dejó también constancia de su propio punto de vista. Lo más importante era el tono del artículo y lo notablemente inesperado de su conclusión. Lo cierto es que muchos eclesiásticos consideraron sin reservas al autor como uno de los suyos. Pero de pronto también empezaron a aplaudirle no ya los laicos, sino hasta los mismísimos ateos. Finalmente, algunos individuos perspicaces llegaron a la conclusión de que el artículo no era otra cosa que una farsa descarada y una burla. Si traigo a colación este caso es, sobre todo, porque dicho artículo, en su momento, fue conocido incluso en ese célebre monasterio que se encuentra en las afueras de nuestra ciudad, donde ya estaban muy interesados en el polémico asunto de los tribunales eclesiásticos. No solo fue conocido, sino que causó allí un gran desconcierto. Al conocer el nombre del autor, también despertó su interés el hecho de que fuera natural de nuestra ciudad e hijo, nada menos, que «del mismísimo Fiódor Pávlovich». Y justo en aquellos días el propio autor hizo su aparición en nuestra ciudad.

¿A qué había venido Iván Fiódorovich? Recuerdo que ya por entonces me hice yo esta pregunta casi con cierta inquietud. Aquella aparición tan fatídica, que tantísimas consecuencias tendría, fue luego para mí durante mucho tiempo, casi para siempre, un asunto poco claro. Juzgándolo a grandes rasgos, resultaba extraño que un joven tan instruido, tan orgulloso y precavido en apariencia, se presentara de pronto en aquella casa tan indecente, ante un padre que no había querido saber nada de él en toda su vida, que no lo conocía ni se acordaba de él, un padre que, aunque no habría dado dinero por nada del mundo si un hijo suyo se lo hubiera pedido, había vivido siempre con el temor de que también sus hijos Iván y Alekséi se presentaran en alguna ocasión con esa intención. Y resulta que ese joven se instala en casa de su padre, pasa con él un mes y otro mes, y los dos acaban entendiéndose a la perfección. Esto sorprendió a mucha gente, no solo a mí. Piotr Aleksándrovich Miúsov, de quien ya he hablado antes, pariente lejano de Fiódor Pávlovich por parte de su primera mujer, estaba por entonces de visita en nuestra ciudad, en su finca de las afueras, llegado de París, donde se había establecido definitivamente. Recuerdo que él, precisamente, se sorprendió como el que más al conocer a aquel joven, que había despertado en él un enorme interés y con quien rivalizaba a veces en conocimientos, no sin cierto resquemor. «Es orgulloso —nos decía de él entonces—, siempre sabrá ganarse la vida, ahora dispone de dinero para salir al extranjero… ¿Qué se le ha perdido aquí? Todo el mundo tiene claro que no se ha presentado en casa de su padre para pedirle dinero, porque en ningún caso se lo iba a dar. No es aficionado al alcohol ni a las juergas, pero resulta que el anciano no puede pasarse sin su hijo, ¡hasta tal punto se han hecho el uno al otro!» Era verdad; el joven ejercía incluso una influencia apreciable en el viejo; éste, aunque era extraordinariamente caprichoso, cuando no maligno, empezó casi a obedecerlo, y hasta a comportarse a veces con más decencia…

Solo más tarde llegó a aclararse que Iván Fiódorovich había venido a la ciudad, en parte, a petición de su hermano mayor, Dmitri Fiódorovich, a quien prácticamente vio por primera vez en su vida en aquellos momentos, con ocasión de aquel viaje, pero con quien ya había establecido correspondencia antes de venir de Moscú, con motivo de un asunto importante que afectaba sobre todo a Dmitri Fiódorovich. Qué asunto era aquél ya lo sabrá el lector con todo detalle llegado el momento. De todos modos, incluso cuando yo ya me había enterado de esa especial circunstancia, Iván Fiódorovich siguió pareciéndome enigmático y su llegada a nuestra ciudad, a pesar de todo, inexplicable.

Añadiré además que Iván Fiódorich daba entonces la impresión de actuar como mediador y conciliador entre el padre y el hermano mayor, Dmitri Fiódorovich, el cual estaba tramando un grave conflicto e incluso una demanda judicial contra el padre.

La familia, insisto, se reunió por primera vez al completo en aquella ocasión, y algunos de sus miembros ni siquiera se habían visto nunca. Tan solo el hermano menor, Alekséi Fiódorovich, hacía ya cosa de un año que vivía entre nosotros, de modo que había venido a parar a nuestra ciudad antes que sus hermanos. Es de Alekséi de quien me resulta más difícil hablar en este relato introductorio, antes de hacerlo salir a escena en la novela. Pero es imprescindible escribir también acerca de él unas palabras preliminares, al menos para aclarar de entrada una circunstancia muy extraña: me refiero, concretamente, al hecho de que me veo obligado a presentar a los lectores, desde la primera escena de la novela, a mi futuro protagonista vestido con hábito de novicio. Sí, hacía ya cosa de un año que vivía en nuestro monasterio y, aparentemente, se estaba preparando para encerrarse en él de por vida.

IV. Aliosha[7], el tercer hijo

Solo tenía entonces veinte años (su hermano Iván pasaba de los veintitrés, y el mayor, Dmitri, se acercaba a los veintiocho). Diré en primer lugar que este joven, Aliosha, no era de ningún modo un fanático ni, en mi opinión al menos, un místico. Expresaré desde el principio mi parecer sin reservas: era sencillamente un filántropo precoz y, si se había adentrado en la senda de la vida monástica, eso se debía tan solo a que era en aquel tiempo la única que le había impresionado, la única en la que veía, por así decir, un ideal, una salida para su alma, ansiosa de abandonar las tinieblas del mal del mundo y ascender hacia la luz del amor. Y esa senda le sedujo por la sencilla razón de que había encontrado en ella a un ser que, en su opinión, resultaba excepcional: el célebre stárets[8] Zosima, a quien se ató con todo el fogoso primer amor de su insaciable corazón. No voy a discutir, por otra parte, que era, y lo había sido desde la cuna, una persona muy extraña. Ya he mencionado, por cierto, que, habiendo perdido a su madre con menos de cuatro años, la recordaría después toda su vida; recordaba su rostro, sus caricias, «igual que si estuviera delante de mí, viva». Es posible conservar esa clase de recuerdos (todo el mundo lo sabe) incluso de una edad más temprana, hasta de los dos años, pero después esos recuerdos se nos presentan a lo largo de la vida únicamente como puntos luminosos en medio de las tinieblas, como fragmentos arrancados de un cuadro inmenso que, salvo por ese pequeño fragmento, se ha apagado y extinguido. Ése era su caso: recordaba una tranquila tarde de verano, una ventana abierta, los rayos oblicuos del sol poniente (esos rayos oblicuos era lo que mejor recordaba), un icono en un rincón de la habitación, una lamparilla encendida delante de él y su madre arrodillada ante el icono, sollozando como en un ataque de histeria, entre gritos y lamentos, agarrándolo a él con ambos brazos, abrazándolo con fuerza hasta hacerle daño y rogando por él a la Virgen, liberándolo después de su abrazo y elevándolo con ambas manos hacia el icono, como si lo pusiera bajo el amparo de la Madre de Dios… De pronto, entra la niñera corriendo y, asustada, arrebata al niño de las manos de la madre. ¡Ése era el cuadro! Aliosha recordaba también el rostro de su madre en aquel instante: decía que, a juzgar por lo que podía recordar, era un rostro alterado, aunque muy hermoso. Pero muy raramente se animaba a compartir estos recuerdos. En su infancia y juventud fue poco comunicativo y hasta poco hablador, no por desconfianza, no por timidez, no por culpa de un lúgubre retraimiento; más bien al contrario, por otros motivos, por una especie de inquietud interior, estrictamente personal, que no concernía a nadie más que a él, pero tan importante para él que, por lo visto, le hacía olvidarse de los demás. Pero amaba a la gente: se diría que vivió toda su vida creyendo ciegamente en los hombres, sin que, por otra parte, nadie lo tuviese nunca ni por un simplón ni por un hombre ingenuo. Algo había en él que te decía y te hacía sentir (y así fue en lo sucesivo, durante toda su vida) que no pretendía ser el juez de los demás, que no quería cargar con el peso de condenar a nadie, que no lo haría por nada del mundo. Parecía incluso que lo admitía todo, sin censurar nada, aunque a menudo se entristeciera muy amargamente. Es más, fue tan lejos en este sentido que, ya desde su más temprana juventud, nadie era capaz de sorprenderlo ni asustarlo. Después de presentarse, casto y puro, con veinte años, en casa de su padre, un verdadero antro de la más sórdida depravación, Aliosha se limitaba a apartarse en silencio cada vez que veía algo insoportable, pero sin el menor aire de desprecio o de censura. En cuanto a su padre, que había vivido en otros tiempos a costa de los demás y era, en consecuencia, una persona recelosa y susceptible, al principio lo recibió con desconfianza y hostilidad («mucho calla —decía—, y mucho medita»); sin embargo, no tardó en empezar a abrazarlo y besarlo con notable frecuencia, sin dejar que pasaran más de dos o tres semanas. Es verdad que lo hacía con lágrimas de borracho, con el enternecimiento propio de la ebriedad, pero se notaba que lo quería sincera y profundamente, como nunca, por descontado, aquel hombre había sido capaz de querer a nadie…

Adondequiera que fuese, todo el mundo apreciaba a aquel joven, y eso era así desde su más tierna infancia. Cuando fue a parar a casa de su benefactor y educador, Yefim Petróvich, se ganó de tal modo el cariño de la familia que todos lo consideraban un hijo más. Pero él había entrado en esa casa cuando no era más que un crío, a una edad en la que es imposible esperar de un niño astucia calculada, malicia o habilidad para adular y engatusar, mañas para hacerse querer. Por tanto, aquel talento para ganarse un singular afecto lo llevaba en su interior, en su naturaleza misma, por así decir, de forma genuina y espontánea. Lo mismo le ocurría en la escuela, y ello a pesar de que cualquiera habría dicho que era, precisamente, uno de esos niños que despiertan el recelo de sus compañeros, suscitando en ocasiones sus burlas y acaso su odio. Solía, por ejemplo, quedarse pensativo, como si tratara de aislarse. Desde muy pequeño le gustaba retirarse en un rincón a leer libros; sin embargo, sus compañeros llegaron a tomarle tanto aprecio que podría muy bien decirse que fue el favorito de todos ellos mientras estuvo en la escuela. Pocas veces hacía travesuras, tampoco solía divertirse, pero todos, al mirarlo, veían enseguida que no era cuestión de tristeza; al contrario, era un muchacho equilibrado y sereno. Nunca quiso destacar entre los chicos de su edad. Tal vez por eso mismo nunca tuvo miedo de nadie, si bien los demás niños se daban cuenta de inmediato de que él no se jactaba de su valor, sino que parecía no ser consciente de su arrojo y su coraje. Nunca se acordaba de las ofensas recibidas. En ocasiones, apenas una hora después de que se hubieran metido con él ya respondía al ofensor o era él mismo quien le dirigía la palabra con tal confianza y franqueza que cualquiera habría dicho que no había habido nada entre ellos. Y en esos casos no daba la impresión de haber olvidado la ofensa por casualidad ni de haberla perdonado deliberadamente, sino que, sencillamente, no consideraba que se tratase de ninguna ofensa; eso era algo que, decididamente, cautivaba y rendía a los otros niños. Solo había un rasgo de su carácter que, en todos los cursos del gimnasio, desde los más elementales hasta los superiores, despertaba en sus camaradas un deseo constante de reírse de él, pero no como una burla maliciosa, sino porque les hacía gracia. Se trataba de un pudor y una castidad inconcebibles, asombrosos. Era incapaz de escuchar determinadas palabras y determinadas conversaciones en torno a las mujeres. Por desgracia, es imposible extirpar esa clase de palabras y de conversaciones de los colegios. Muchachos puros de alma y corazón, siendo aún casi unos niños, se complacen a menudo en hablar entre ellos en las clases, incluso en voz alta, de asuntos, cuadros e imágenes de los que a menudo no se atreven a hablar ni los propios soldados; es más, los soldados ignoran y no aciertan a comprender mucho de lo que en este terreno ya es conocido por los retoños, jovencísimos aún, de nuestra alta y cultivada sociedad. Probablemente no se trata aún de depravación moral; tampoco de auténtico cinismo, libertino, interior, sino de algo externo, considerado por los mismos chicos incluso como algo delicado, fino, propio de valientes y digno de imitación. Viendo que, cada vez que se ponían a hablar «de eso», Alioshka Karamázov se tapaba de inmediato los oídos con las manos, los compañeros se dedicaban a acorralarlo de vez en cuando y, apartándole a la fuerza las manos de las orejas, le gritaban obscenidades al oído, mientras él procuraba zafarse, se tiraba al suelo, se quedaba tendido, se cubría, y todo ello sin decirles una sola palabra, sin insultar a nadie, soportando la humillación en silencio. Al final, no obstante, acabaron por dejarlo en paz y se cansaron de meterse con él llamándolo «niña»; es más, a este respecto lo miraban con compasión. Por cierto, en los estudios siempre estuvo entre los mejores de la clase, pero nunca destacó como el primero.

Cuando murió Yefim Petróvich, Aliosha siguió dos años más en el gimnasio provincial. La inconsolable viuda de Yefim Petróvich, casi inmediatamente después de la muerte de éste, emprendió un largo viaje a Italia con toda la familia, compuesta en exclusiva por mujeres, y Aliosha fue a parar a la casa de dos damas a las que no había visto en su vida, dos parientes lejanas de Yefim Petróvich, si bien no sabía en qué condiciones iba a residir allí. Era otro de sus rasgos, y muy característico, el de no preocuparse jamás por saber a costa de quién vivía. En eso, era el polo opuesto de su hermano mayor, Iván Fiódorovich, que tantos apuros pasó en sus dos primeros años de universidad, alimentándose merced a su trabajo, y que desde su infancia ya había sentido amargamente que vivía del pan ajeno, en casa de su bienhechor. Pero, por lo visto, no convendría juzgar con excesiva severidad este extraño rasgo del carácter de Alekséi, pues cualquiera que lo hubiese tratado mínimamente, en cuanto se planteaba esta cuestión, llegaba a la conclusión de que Alekséi era, indudablemente, uno de esos jóvenes que tanto recuerdan a los yuródivye[9], de modo que, si hubiera caído de pronto en sus manos un gran capital, no habría tenido el menor reparo en entregarlo para una buena obra a las primeras de cambio o, sencillamente, en dárselo a cualquier taimado pícaro que se lo hubiera solicitado. Hablando en términos generales, era como si no conociese en absoluto el valor del dinero, aunque no en el sentido literal de la expresión, como es natural. Cuando le daban algo de dinero para sus gastos, aunque él nunca lo pedía, o bien se pasaba semanas enteras sin saber en qué emplearlo, o bien se despreocupaba por completo y el dinero le desaparecía en un santiamén. En cierta ocasión, Piotr Aleksándrovich Miúsov, un hombre sumamente escrupuloso en lo tocante al dinero y la integridad burguesa, después de haberse fijado en Alekséi, pronunció a propósito de éste el siguiente aforismo: «Se trata, posiblemente, del único hombre en el mundo a quien uno podría dejar solo y sin dinero en mitad de una plaza de una ciudad desconocida de un millón de habitantes, sabiendo que en ningún caso va a perderse, ni va a perecer de hambre o de frío, porque al instante habrá alguien que le dé de comer, alguien que lo ayude a colocarse, y, si no, él mismo se colocará en un abrir y cerrar de ojos sin el menor esfuerzo, sin someterse a ninguna humillación, sin representar ninguna carga para quien lo ayude, siendo, por el contrario, incluso un motivo de satisfacción para éste».

No concluyó los estudios en el gimnasio; le faltaba aún un año completo cuando de pronto anunció a las damas que cuidaban de él que se marchaba a casa de su padre por una cuestión que le había venido a la cabeza. A ellas les dio mucha pena y les habría gustado poder retenerlo. El viaje no era nada caro, y aquellas mujeres no le permitieron que empeñara su reloj —un regalo que le había hecho la familia de su benefactor antes de partir para el extranjero— y lo abastecieron generosamente, proporcionándole incluso un traje y mudas nuevos. Sin embargo, Aliosha les devolvió la mitad del dinero, declarando que, en cualquier caso, pensaba viajar en tercera. Llegado a nuestra ciudad, no respondió de inmediato a las primeras preguntas de su progenitor —«¿Cómo te ha dado por venir antes de terminar los estudios?»—, pues estaba, según dicen, más pensativo de lo habitual. Pronto se supo que buscaba la tumba de su madre. Llegó a confesar en aquel momento que había venido solo por eso. Pero es dudoso que aquella fuera la única razón de su viaje. Lo más verosímil es que ni él mismo lo supiera entonces ni pudiera explicar de ningún modo qué era exactamente aquello que de pronto había brotado de su alma y lo había arrastrado con una fuerza irresistible hacia un nuevo camino, desconocido pero, a esas alturas, inevitable. Fiódor Pávlovich no fue capaz de indicarle dónde había enterrado a su segunda mujer, porque nunca había visitado su sepultura desde el día en que habían cubierto de tierra su ataúd; habían pasado tantos años ya que se había olvidado por completo del lugar donde la había enterrado…

A propósito de Fiódor Pávlovich: antes de todo esto, había estado viviendo mucho tiempo fuera de nuestra ciudad. Tres o cuatro años después de la muerte de su segunda mujer, se dirigió al sur de Rusia y finalmente acabó en Odesa, donde pasó varios años seguidos. Conoció al principio, según sus propias palabras, «a muchos judíos, judías, judezuelos y judiazos»[10], y al final no solo los simples judíos, sino «hasta los hebreos lo recibían en casa». Hay que pensar que fue en este período de su vida cuando desarrolló esa peculiar habilidad suya para sacar dinero de debajo de las piedras. Regresó definitivamente a nuestra ciudad tan solo tres años antes de la aparición de Aliosha. Quienes lo conocían de antes lo encontraron terriblemente envejecido, a pesar de que aún estaba lejos de ser un anciano. Y no solo no actuaba con mayor nobleza, sino con más insolencia aún. Apareció, por ejemplo, en el bufón de antaño una descarada necesidad de dejar en ridículo a los demás. No solo le gustaba portarse indecentemente con las mujeres, como en otros tiempos, sino que se mostraba incluso más repulsivo. Pronto se convirtió en el fundador de numerosas tabernas nuevas en el distrito. Era evidente que tenía, quizá, del orden de cien mil rublos o poco menos. Muchos vecinos de la ciudad y del distrito empezaron bien pronto a pedirle dinero prestado, con las garantías más estrictas, desde luego. En los últimos tiempos había engordado de un modo alarmante, parecía haber perdido el equilibrio, la capacidad de responder de sus actos; actuaba incluso con cierta ligereza: empezaba una tarea y terminaba otra, sin concentrarse en ninguna, y cada vez eran más frecuentes sus borracheras. De no haber sido por el criado Grigori, bastante envejecido también por entonces, que estaba pendiente de él, a veces casi como si fuera su preceptor, difícilmente se habría librado Fiódor Pávlovich de serios contratiempos. La llegada de Aliosha pareció influir sobre él también en el plano moral, como si en aquel viejo prematuro despertase algo que llevaba mucho tiempo acallado en su alma. «¿Sabes —empezó a decirle con cierta frecuencia a Aliosha, mientras se le quedaba mirando— que te pareces a ella, a la enajenada?» Así llamaba él a su difunta esposa, la madre de Aliosha. Finalmente fue el criado Grigori quien le indicó a Aliosha dónde estaba la tumba de la «enajenada». Lo guió hasta el cementerio de nuestra ciudad y allí, en un apartado rincón, le mostró una losa de hierro, barata pero cuidada, en la que había incluso una inscripción con el nombre, el estado, la edad y el año de la muerte de su madre; en la parte inferior hasta habían grabado una especie de cuarteto con unos viejos versos funerarios, de esos que solían figurar en las tumbas de la clase media. Sorprendentemente, aquella losa resultó ser obra de Grigori. Él mismo, corriendo con los gastos, la había colocado sobre la tumba de la pobre «enajenada» después de que Fiódor Pávlovich, a quien tantísimas veces había importunado mencionándole la tumba, se hubiera marchado finalmente a Odesa, mandando a paseo no solo la tumba, sino, además, todos sus recuerdos. Aliosha no manifestó ninguna emoción especial ante la tumba de su madre; se limitó a escuchar el grave y juicioso relato de Grigori sobre la colocación de la losa, estuvo un rato con la cabeza gacha y se alejó sin pronunciar palabra. Desde entonces, puede que durante todo un año, no volvió a pisar el cementerio. Pero este pequeño episodio también influyó sobre Fiódor Pávlovich, y de un modo bastante original. De buenas a primeras tomó mil rublos y los entregó en nuestro monasterio para que rezaran por el alma de su mujer, pero no de la segunda, la madre de Aliosha, la «enajenada», sino de la primera, Adelaída Ivánovna, la que le zurraba. Aquella misma tarde bebió hasta emborracharse y echó pestes de los monjes en presencia de Aliosha. Estaba muy lejos de ser una persona religiosa; seguramente no había colocado en toda su vida una vela de cinco kopeks ante un icono. En esta clase de sujetos suelen darse extraños arrebatos de sentimientos repentinos y de ocurrencias repentinas.

Ya he dicho que había engordado mucho. Su fisonomía en aquella época era un vivo testimonio del carácter y la esencia de todo lo vivido. Además de las largas y sebosas bolsas que tenía bajo los ojillos, siempre descarados, suspicaces y burlones; además de las numerosas y profundas arrugas que surcaban su rostro menudo, pero grasiento, por debajo de la barbilla puntiaguda le colgaba una enorme nuez, carnosa y alargada, como un saquito, que le daba un aspecto repelente y rijoso. Añádase a todo eso una boca ancha y lasciva de labios rollizos, bajo los cuales asomaban los restos diminutos de unos dientes negros, casi completamente carcomidos. Cada vez que empezaba a hablar se ponía perdido de saliva. El caso es que le gustaba bromear a propósito de su propia cara, aunque parecía satisfecho con ella. En particular, se refería a su nariz, no muy grande, pero muy afilada, con una curvatura pronunciada: «Una auténtica nariz romana —decía—; junto con la nuez, tengo una genuina fisonomía de antiguo patricio romano de la época de la decadencia». Por lo visto, le hacía sentirse orgulloso.

Y ocurrió que, poco después de haber descubierto la tumba de su madre, Aliosha le anunció de pronto que quería ingresar en el monasterio y que los monjes estaban dispuestos a acogerlo como novicio. Manifestó, además, que se trataba de su mayor anhelo y que solicitaba de él, como padre, su aprobación solemne. El padre ya sabía que el stárets Zosima, que vivía retirado del mundo en el asceterio del monasterio, había causado una notable impresión en su «tranquilo muchacho».

—Sin duda, ese stárets es el monje más honrado de todos ellos —declaró, después de haber escuchado, silencioso y pensativo, a Aliosha, sin sorprenderse apenas de su petición—. Hum, ¡así que eso es lo que quiere mi tranquilo muchacho! —Estaba algo bebido, y de repente sonrió con su amplia sonrisa achispada, en la que no faltaban la astucia y la picardía de los beodos—. Hum, el caso es que yo ya presentía que acabarías así, ¿puedes creértelo? Que harías todo lo posible por entrar allí. Bueno, allá tú; tú ya dispones de ese par de miles, ésa es tu dote, y yo, ángel mío, nunca te voy a abandonar; puedo aportar en tu nombre lo que haga falta, si es que piden algo. Claro que, si no piden nada, para qué vamos a complicarnos la vida, ¿no crees? Porque, lo que es gastar, tú gastas menos que un canario, un par de granos por semana… Hum. No sé si sabes que hay un monasterio que posee un caserío en los arrabales de cierta ciudad, y todo el mundo está al corriente de que allí solo viven las «mujeres de los monjes», así es como las llaman, habrá unas treinta mujeres, creo… He estado allí y, ¿sabes?, es algo interesante; en su estilo, claro, solo para variar… Lo único malo es su excesivo rusismo, no hay ni una sola francesa, y bien podría haberlas, dinero no les falta. Si se enteran, vendrán. Aquí, en cambio, no hay nada, aquí no hay esa clase de mujeres, no hay más que monjes, unos doscientos serán. Llevan una vida honrada. De ayuno. Lo reconozco… Hum. ¿De modo que quieres hacerte monje? Lo siento por ti, Aliosha, de verdad te lo digo, puedes creerme, te he tomado afecto… De todos modos, se trata de una buena oportunidad: así podrás rezar por nosotros, pecadores; estando aquí, hemos pecado más de la cuenta. Nunca he dejado de pensar en eso: ¿habrá alguien que rece alguna vez por mí? ¿Existirá esa persona? Querido muchacho, en ese sentido, yo soy un terrible ignorante, ¿acaso no lo crees? Terrible. Verás: aunque sea un ignorante, no dejo de pensar en esas cosas; de vez en cuando, claro, no voy a estar pensando continuamente. Y pienso que es imposible que los demonios, cuando me muera, se olviden de arrastrarme con sus ganchos, llevándome consigo. Pero entonces me pregunto: ¿ganchos? Y ¿de dónde los sacan? ¿De qué están hechos? ¿De hierro? Y ¿dónde los forjan? ¿Acaso tienen allí alguna fábrica? Porque los monjes, en los monasterios, probablemente creen que en el infierno, por ejemplo, hay un techo. Pero yo solo estoy dispuesto a creer en un infierno sin techo; eso resulta algo más delicado, más ilustrado, al estilo de los luteranos, me refiero. Y ¿no da lo mismo, en el fondo, con techo o sin techo? ¡Ésa es la maldita cuestión! Bueno, pues si no hay techo, tampoco puede haber ganchos. Y, si no hay ganchos, entonces todo se va al traste, y eso tampoco hay quien se lo crea: ¿quién iba entonces a arrastrarme a mí con ganchos? Porque, si a mí no me arrastran, ¿qué pasaría entonces? ¿Qué justicia habría en el mundo? Il faudrait les inventer,[11] esos ganchos, expresamente para mí, para mí solo, porque ¡si tú supieras, Aliosha, qué clase de sinvergüenza soy!

—Pero si allí no hay ganchos —dijo Aliosha con calma, mirando a su padre muy serio.

—Ya, ya, solo son sombras de ganchos. Ya lo sé. Así es como describió el infierno un francés: J’ai vu l’ombre d’un cocher, qui avec l’ombre d’une brosse frottait l’ombre d’une carrosse.[12] ¿Y tú cómo sabes que no hay ganchos, querido mío? Cuando lleves un tiempo con los monjes, ya no cantarás igual. En todo caso, ve allí, descubre la verdad y ven después a contármela: siempre será más fácil marcharse al otro mundo si uno sabe a ciencia cierta lo que allí le espera. Y también para ti será más conveniente vivir con los monjes que vivir en mi casa, con un vejestorio borracho y entre jovencitas… Aunque a ti, como si fueras un ángel, nada te afecta. Es posible que allí tampoco te afecte nada; por eso mismo te doy mi consentimiento, porque confío en eso. A ti el diablo no te ha sorbido los sesos. Arderás, te apagarás, te curarás y volverás aquí. Yo te esperaré: me doy cuenta de que eres el único hombre en la tierra que no me ha condenado, querido hijo mío, vaya si me doy cuenta, ¡cómo no iba a darme cuenta!

Y hasta empezó a gimotear. Era un sentimental. Era malvado y sentimental.

V. Los startsy

Tal vez piense alguno de mis lectores que mi joven tenía una naturaleza enfermiza, extática, escasamente desarrollada, que se trataba de un soñador pálido, de un hombre demacrado y consumido. Por el contrario, Aliosha era en aquel tiempo, a sus diecinueve años, un apuesto mozo rebosante de salud, de rosadas mejillas y mirada luminosa. De hecho, era muy atractivo, esbelto, más bien alto, castaño, con un óvalo facial bien proporcionado, aunque ligeramente alargado, con unos ojos brillantes, de color gris oscuro, suficientemente separados, muy reflexivo y, en apariencia, siempre sereno. Dicen que, por lo visto, las mejillas rubicundas no excluyen ni el fanatismo ni el misticismo; pero a mí me parece, incluso, que Aliosha era tan realista como el que más. Sí, por supuesto, en el monasterio tenía que creer a pie juntillas en los milagros, pero, en mi opinión, los milagros nunca confunden a un realista. Al que es realista los milagros no lo inclinan a la fe. El verdadero realista, si no es creyente, siempre encuentra en su interior la fuerza y la capacidad para no creer tampoco en el milagro y, si se le presenta como un hecho innegable, antes estará dispuesto a no dar crédito a sus sentidos que a admitir el hecho. Pero, si llega a admitirlo, lo admitirá como un hecho natural, aunque desconocido por él hasta ese momento. En el realista la fe no nace del milagro, sino el milagro de la fe. Una vez que cree, precisamente en virtud de su realismo ha de admitir sin falta el milagro. El apostol Tomás declaró que no creería sin haber visto antes y, una vez que hubo visto, dijo: «¡Señor mío y Dios mío!»[13]. ¿Fue acaso el milagro lo que lo llevó a creer? Lo más probable es que no fuera así, sino que creyó tan solo porque deseaba creer, y tal vez creyera ya plenamente, en lo más recóndito de su ser, incluso en el momento en que pronunció: «No creeré mientras no vea».

Puede que alguien diga que Aliosha era torpe, poco espabilado, que no había terminado sus estudios y todo eso. Es cierto que no había terminado sus estudios, pero sería tremendamente injusto afirmar que era torpe o que era tonto. Me limitaré a repetir lo que ya he dicho antes: si se adentró por ese camino fue exclusivamente porque en aquel tiempo fue lo único que le impresionó, y porque se le presentó, súbitamente, como un ideal, como una salida para su alma, que ansiaba abandonar las tinieblas y ascender hacia la luz. Habría que añadir que, en parte, ya era un joven como los de los últimos tiempos, es decir, honrado por naturaleza, alguien que reclama la verdad, una verdad que busca y en la que cree, y que, por haber creído, exige participar de inmediato en ella con toda la fuerza de su alma; alguien que exige la realización urgente de una proeza y que desea imperiosamente sacrificar todo lo que sea necesario, hasta la vida, en aras de esa proeza. Pero, por desgracia, estos jóvenes no comprenden que, en la mayor parte de estos casos, el sacrificio de la vida es, posiblemente, el más sencillo de todos los sacrificios, mientras que consagrar, por ejemplo, cinco o seis años de su vida, rebosante de juventud, a un estudio difícil y pesado, a la ciencia, aunque solo sea para multiplicar las propias fuerzas y ponerlas al servicio de dicha verdad y de la proeza con la que se han encariñado y que se han propuesto llevar a cabo, es casi siempre, para muchos de ellos, un sacrificio superior a sus fuerzas. Aliosha se había limitado a seguir el camino opuesto a todos ellos, pero compartía su afán de llevar a cabo un sacrificio inmediato. Después de haberlo meditado seriamente, impresionado por la convicción de que existe la inmortalidad y existe Dios, se dijo sin tardanza, con toda naturalidad: «Quiero vivir para la inmortalidad, no estoy dispuesto a aceptar un compromiso a medias». Exactamente del mismo modo que, si hubiera llegado a la conclusión de que ni la inmortalidad ni Dios existen, se habría hecho enseguida ateo y socialista (ya que el socialismo no consiste únicamente en la cuestión obrera, o del llamado cuarto estado, sino que consiste, ante todo, en la cuestión del ateísmo, la cuestión de la encarnación contemporánea del ateísmo, la cuestión de la torre de Babel, que se construye expresamente sin Dios, no para alcanzar los cielos desde la tierra, sino para bajar los cielos a la tierra). A Aliosha incluso le parecía extraño e imposible vivir como antes. Se ha dicho: «Reparte todos tus bienes y sígueme si quieres ser perfecto». Aliosha se dijo: «No puedo dar dos rublos en lugar de darlo todo, ni limitarme a ir a misa en vez de seguirlo». Entre los recuerdos de su infancia, tal vez conservara alguno relativo al monasterio de las afueras de nuestra ciudad, adonde su madre bien podía haberlo llevado a misa. También es posible que hubieran influido los oblicuos rayos del sol poniente, delante del icono hacia el cual lo elevaba su madre, la enajenada. Puede que hubiera venido entonces, pensativo, con la única intención de comprobar si todo estaba allí o si solo se trataba de los dos rublos, y… encontró en el monasterio a aquel stárets…

Como ya he explicado anteriormente, aquél era el stárets Zosima; pero convendría decir aquí algunas palabras relativas a lo que son, en general, los startsy de nuestros monasterios, y es una pena que yo no me sienta suficientemente competente y seguro en este terreno. Intentaré, no obstante, explicarlo en pocas palabras, mediante una somera exposición. En primer lugar, los especialistas, las personas autorizadas, aseguran que los startsy y el stárchestvo[14] surgieron entre nosotros, en nuestros monasterios rusos, muy recientemente, no hace ni cien años, mientras que en todo el Oriente ortodoxo, especialmente en el Sinaí y en el monte Athos, existen hace ya bastante más de mil años. Afirman que el stárchestvo también existió aquí, en la Rus[15], en los tiempos más remotos, o que debería haber existido indudablemente, pero que, a consecuencia de las desgracias de Rusia, del dominio tártaro, de los disturbios[16], de la interrupción de las antiguas relaciones con el Oriente tras la caída de Constantinopla, esta institución cayó en el olvido y desaparecieron los startsy en nuestro país. Resurgió a finales del siglo pasado, gracias a uno de nuestros grandes ascetas (así es como lo llaman), Paísi Velichkovski[17], y a sus discípulos; aún hoy, sin embargo, casi cien años después, está presente en muy pocos monasterios e incluso, en ocasiones, ha sido objeto poco menos que de persecución, al ser visto como una novedad inaudita en Rusia. Entre nosotros, ha conocido un singular florecimiento en un célebre eremitorio, la Óptina de Kozelsk[18]. No sabría decir cuándo ni quién estableció el stárchestvo en el monasterio situado a las afueras de nuestra ciudad, pero se estimaba que en él se habían sucedido ya tres startsy, de los que el último era el stárets Zosima, si bien éste estaba ya en las últimas, a causa de la debilidad y las enfermedades, y no se sabía quién podría sustituirlo. Se trataba de un problema importante para nuestro monasterio, que hasta entonces no había destacado en ningún sentido: no había en él reliquias de santos venerables ni iconos aparecidos de forma milagrosa; por no haber, ni siquiera había leyendas gloriosas asociadas a nuestra historia, ni podía presumir el monasterio de hazañas históricas o de servicios a la patria. Si floreció y gozó de fama en toda Rusia fue, precisamente, gracias a los startsy: para verlos y oírlos acudían en masa los peregrinos desde miles de verstas de distancia. En definitiva, ¿qué es un stárets? Un stárets es alguien que toma vuestra alma y vuestra voluntad en su alma y en su voluntad. Al elegir un stárets, renunciáis a vuestra voluntad y se la entregáis en un acto de absoluta obediencia, renunciando por completo a vosotros mismos. El predestinado acepta de buena gana este noviciado, esta terrible escuela de vida, en la esperanza de vencerse a sí mismo tras la larga prueba, de dominarse hasta el punto de ser capaz de alcanzar finalmente, por medio de la obediencia de por vida, la libertad perfecta, esto es, la libertad frente a uno mismo, evitando la suerte de quienes han vivido toda la vida sin haberse encontrado a sí mismos. Esta invención, o sea, el stárchestvo, no es algo teórico, sino que surgió en Oriente a partir de una práctica que es ya milenaria en la actualidad. Las obligaciones hacia el stárets no se limitan a la habitual «obediencia», que siempre ha regido en nuestros monasterios rusos. Se acepta la confesión permanente al stárets de todos sus adeptos y el vínculo inquebrantable entre el que ata y el que es atado. Cuentan, por ejemplo, que una vez, en los primeros tiempos del cristianismo, uno de esos novicios, tras incumplir cierta obligación que le había impuesto el stárets, huyó de su lado y abandonó el monasterio, marchándose a otro país, de Siria a Egipto. Aquí, después de prolongados y enormes sacrificios, se hizo digno de afrontar grandes padecimientos y morir como mártir por la fe. Mas, cuando en la iglesia estaban enterrando su cuerpo, venerándolo ya como a un santo, al proclamar el diácono: «¡Que se adelanten los catecúmenos!», el ataúd donde yacían los restos del mártir cayó de su sitio y salió despedido del templo. Y así hasta tres veces. Por fin descubrieron que aquel santo que había sufrido martirio había roto la obediencia y había abandonado a su stárets, por lo que sin permiso de éste no podía ser absuelto, a pesar incluso de sus enormes proezas. Solo cuando el stárets, al que habían llamado, lo dispensó de su obediencia, fue posible proceder a su entierro. Desde luego, todo esto no es más que una antiquísima leyenda, pero he aquí un suceso reciente: un monje contemporáneo nuestro se había retirado al monte Athos, y de pronto su stárets le ordenó que abandonara aquel lugar, que amaba con toda su alma como santuario, como refugio seguro, y que marchara en primer lugar a Jerusalén, a honrar los Santos Lugares, y regresara después a Rusia, dirigiéndose al norte, a Siberia: «Allí está tu sitio, no aquí». Desconcertado y abatido por la tristeza, el monje se presentó en Constantinopla ante el patriarca ecuménico y le rogó que lo dispensara de la obediencia, pero el arzobispo le respondió que no solo él, patriarca ecuménico, no estaba en condiciones de concederle esa dispensa, sino que en toda la tierra no había ni podía haber autoridad capaz de liberarlo de tal obligación, toda vez que le había sido impuesta por su stárets, salvo la autoridad del propio stárets que se la había señalado. Así pues, el stárchestvo está investido, en determinados casos, de un poder ilimitado e inescrutable. De ahí que, al principio, en muchos monasterios rusos fuera objeto casi de persecución. Por el contrario, entre el pueblo los startsy gozaron desde muy pronto de un gran respeto. A ver a los startsy de nuestro monasterio acudían, por ejemplo, tanto las gentes sencillas como las personas más distinguidas, con intención de postrarse ante ellos, confesarles sus dudas, pecados y padecimientos y pedirles consejo y exhortación. Al ver aquello, los detractores de los startsy, entre otras acusaciones, clamaban que así se degradaba arbitraria y caprichosamente el sacramento de la confesión, y ello a pesar de que las ininterrumpidas confesiones, en las que desnudan su alma, de los novicios o de los laicos al stárets se producen al margen de cualquier carácter sacramental. En todo caso, el stárchestvo pudo preservarse y poco a poco se va asentando en los monasterios rusos. Aunque también es posible que este instrumento probado y ya milenario de regeneración moral del hombre, a quien hace pasar de la esclavitud a la libertad y al perfeccionamiento espiritual, llegue a convertirse en un arma de doble filo, llevando a algunos, no a la humildad y al dominio perdurable de sí, sino al más satánico de los orgullos; es decir, a las cadenas, no a la libertad.

El stárets Zosima tenía unos sesenta y cinco años, y procedía de una familia de terratenientes; en otro tiempo, en su juventud, había sido militar y había servido en el Cáucaso como oficial. Indudablemente, alguna de las cualidades peculiares de su alma había impresionado a Aliosha. Éste vivía en la celda del propio stárets, que le había tomado mucho afecto y lo admitía a su lado. Hay que señalar que Aliosha, aunque residía entonces en el monasterio, aún no estaba atado en ningún sentido, podía ir a donde quisiera, incluso durante días, y, si llevaba hábito, lo hacía de forma voluntaria, para no destacar en el monasterio. Aunque, evidentemente, era algo que le complacía. Es posible que en la imaginación juvenil de Aliosha hubieran ejercido una poderosa influencia la fuerza y la gloria que envolvían sin descanso al stárets. Muchos contaban de él que, habiendo admitido durante años a cuantos se acercaban hasta él para confesarse, sedientos de consejo y de consuelo, eran tantas las revelaciones, las muestras de congoja, las confidencias que había acogido en su alma que había acabado por adquirir una perspicacia extraordinariamente sutil, de modo que le bastaba con una simple mirada al rostro del desconocido que se presentaba ante él para adivinar qué era lo que lo había llevado hasta allí, qué era lo que necesitaba e incluso qué clase de tormento desgarraba su conciencia; así, asombraba, desconcertaba y casi asustaba al recién llegado haciéndole ver que conocía su secreto antes de que pronunciara una sola palabra. Pero, además de eso, Aliosha pudo advertir casi siempre que una gran parte, por no decir la totalidad, de quienes se acercaban al stárets por primera vez, con ánimo de hablar con él a solas, acudían temerosos e inquietos, pero se marchaban casi siempre radiantes y dichosos, y hasta el rostro más lúgubre se tornaba en un rostro feliz. A Aliosha también le llamaba poderosamente la atención el hecho de que el stárets no fuera nada severo; al contrario, casi siempre se mostraba afable en el trato. Los monjes decían de él que, precisamente, se sentía espiritualmente más unido a quienes más pecaban, y era al mayor de los pecadores a quien amaba por encima de todos los demás. Entre los monjes, no faltaban quienes odiaban al stárets y le tenían envidia, incluso cuando se hallaba ya próximo al final de su vida, pero su número había menguado y preferían guardar silencio, si bien había entre ellos algunos individuos de notable fama e importancia en el monasterio; era el caso de uno de los monjes más veteranos, el cual observaba con todo rigor el voto de silencio y era un estricto ayunador. De todos modos, la inmensa mayoría había tomado partido, sin duda alguna, por el stárets Zosima, y eran muchos quienes lo querían de todo corazón, fervorosa y sinceramente; algunos, incluso, lo veneraban casi con fanatismo. Éstos decían abiertamente, aunque en voz no muy alta, que era un santo, que no cabía al respecto la menor duda, y, previendo su muerte ya cercana, esperaban sus milagros en cualquier momento y contaban con que en un futuro muy próximo el monasterio alcanzaría una fama inmensa gracias al difunto. El propio Aliosha creía ciegamente en la fuerza milagrosa del stárets, del mismo modo que creía ciegamente en la historia del ataúd que había salido despedido de la iglesia. Veía cómo muchos de los que acompañaban a niños o a parientes enfermos, y que le suplicaban que les impusiera las manos y rogara por ellos, regresaban al poco tiempo, algunos incluso al día siguiente, y, cayendo de rodillas ante él con lágrimas en los ojos, le daban las gracias por la sanación de sus enfermos. Si se trataba de una auténtica sanación o solo de una mejoría natural en el curso de la enfermedad, eso era algo que Aliosha no se cuestionaba, pues él creía ya sin reparos en la fuerza espiritual de su maestro, y la gloria de éste era como un triunfo propio. Pero el corazón le temblaba con especial intensidad y todo él parecía radiante cuando el stárets salía al encuentro de la multitud de peregrinos que esperaba su aparición junto al portal del asceterio, gente humilde que acudía de toda Rusia con el único propósito de verlo y recibir su bendición. Se postraban ante él, lloraban, le besaban los pies, besaban la tierra que pisaba, gritaban; las mujeres le tendían a sus pequeños, le acercaban a las pobres enajenadas. El stárets hablaba con todos ellos, les rezaba una breve plegaria, les daba su bendición y los despedía. En los últimos tiempos, debido a los embates de la enfermedad, se encontraba a veces tan débil que apenas tenía fuerzas para salir de su celda, y los peregrinos llegaban a pasarse varios días en el monasterio esperando su aparición. Aliosha no se cuestionaba por qué lo amaban de tal modo, por qué se postraban ante él y lloraban enternecidos con solo verle el rostro. Sí, él comprendía perfectamente que para el alma humilde del pueblo llano de Rusia, agotado por el trabajo y la amargura y, sobre todo, por la injusticia incesante y el pecado incesante, tanto propio como del mundo, no hay mayor necesidad ni consuelo que hacerse con una reliquia o tener acceso a un santo, caer a sus pies y venerarlo: «Aunque el pecado, la mentira y la tentación habitan entre nosotros, no deja de haber en la tierra, en algún lugar, un hombre santo, un ser superior; al menos en ese hombre reside la verdad; al menos él conoce la verdad; así pues, la verdad no ha muerto en la tierra y, por lo tanto, alguna vez vendrá a nosotros y reinará en todo el mundo, tal y como se nos ha prometido». Aliosha sabía que eso era exactamente lo que sentía el pueblo, que así razonaba incluso; era capaz de comprenderlo. Tampoco albergaba ninguna duda de que el stárets era precisamente uno de esos santos, un custodio de la verdad divina a los ojos del pueblo; estaba tan seguro como aquellos campesinos llorosos y aquellas aldeanas enfermas que tendían a sus hijos hacia el stárets. La convicción de que éste, tras su fallecimiento, proporcionaría una gloria inaudita al monasterio reinaba en el alma de Aliosha con más fuerza, incluso, que en ningún otro miembro de la comunidad monástica. Y, en general, en los últimos tiempos se iba avivando, con fuerza creciente, un entusiasmo profundo y ardiente en su corazón. No le inquietaba en absoluto el hecho de que el stárets fuera, a pesar de todo, un caso único: «De todos modos, es un santo; en su corazón se oculta el misterio de la renovación para todos, el poder que instaurará, finalmente, la verdad en la tierra, tras lo cual todos seremos santos, todo el mundo amará al prójimo, no habrá ni ricos ni pobres, ni exaltados ni humillados; todos seremos como hijos de Dios y llegará el verdadero reino de Cristo». Con esto soñaba el corazón de Aliosha.

Al parecer, un suceso que impresionó vivamente a Aliosha fue la llegada de sus dos hermanos, a quienes no había conocido hasta entonces. Con su hermano Dmitri Fiódorovich, a pesar de ser el último en llegar, se entendió antes y mejor que con su otro hermano (de padre y madre), Iván Fiódorovich. Aliosha había mostrado un enorme interés en conocer a su hermano Iván, pero el caso es que éste llevaba ya dos meses viviendo allí y, a pesar de que se veían con bastante frecuencia, seguían sin intimar: Aliosha era poco hablador y parecía estar siempre esperando algo, avergonzado por algo, mientras que Iván, cuyas largas y curiosas miradas advirtió al principio su hermano, pronto dejó incluso de pensar en él. Aliosha se dio cuenta con cierta turbación. Atribuyó el desinterés de Iván a la diferencia de edad y, en particular, de formación. Pero también pensó otra cosa: tan escasa curiosidad e interés por él tal vez obedeciera, en el caso de Iván, a alguna circunstancia de la que no tenía noticia. Tenía siempre la vaga sensación de que Iván estaba ocupado en algún asunto importante, estrictamente personal, de que deseaba a toda costa alcanzar algún fin, presumiblemente alguno muy difícil, y que por eso mismo no tenía tiempo para estar pendiente de él, y ésa debía ser la única causa de que lo mirara con aire distraído. También se preguntaba Aliosha si no habría cierto desprecio por el cándido novicio por parte del ateo bien informado. Sabía perfectamente que su hermano era ateo. Aliosha no podía sentirse ofendido por tal desprecio, si es que existía, pero de todos modos esperaba, con un desasosiego que ni él mismo acertaba a explicarse, que su hermano intentase un mayor acercamiento. El otro hermano, Dmitri Fiódorovich, se refería a su hermano Iván con el más profundo de los respetos, hablaba siempre de él con especial veneración. Con su ayuda conoció Aliosha todos los detalles del importante asunto que había unido en los últimos tiempos a sus dos hermanos mayores, creándose entre ellos un vínculo tan estrecho como llamativo. Las entusiastas manifestaciones de Dmitri en relación con su hermano Iván resultaban especialmente significativas para Aliosha, teniendo en cuenta que, en comparación con Iván, Dmitri era un hombre escasamente instruido y que, puestos el uno al lado del otro, formaban una pareja tan opuesta, lo mismo en personalidad que en carácter, que seguramente habría sido imposible imaginar a dos individuos menos parecidos.

Precisamente en aquel tiempo se celebró la entrevista o, mejor dicho, la reunión de todos los miembros de esa familia mal avenida en la celda del stárets, reunión que ejerció una extraordinaria influencia sobre Aliosha. El pretexto fue, en realidad, una falacia. Las discrepancias entre Dmitri Fiódorovich y su padre, Fiódor Pávlovich, con respecto a la herencia y la valoración de los bienes habían llegado por entonces, al parecer, a un punto insostenible. Sus relaciones se habían deteriorado y se habían vuelto insoportables. Fue Fiódor Pávlovich quien, por lo visto, había dejado caer, medio en broma, la idea de que deberían reunirse todos en la celda del stárets Zosima y, aun sin recurrir a su mediación directa, llegar a pesar de todo a alguna fórmula de entendimiento más aceptable, ya que además la dignidad y la personalidad del stárets podrían ejercer cierta influencia conciliadora. Dmitri Fiódorovich, que nunca había estado con el stárets y ni siquiera lo había visto, pensó, naturalmente, que lo que querían, en cierto modo, era intimidarlo con su presencia; pero, como él mismo se reprochaba, en su fuero interno, sus frecuentes salidas de tono, especialmente destempladas, en las discusiones que venía teniendo con su padre en los últimos tiempos, aceptó la invitación. Conviene señalar, por cierto, que Dmitri no residía en casa de su padre, como Iván Fiódorovich, sino que vivía por su cuenta, en el otro extremo de la ciudad. Se dio la circunstancia de que Piotr Aleksándrovich Miúsov, que se encontraba por aquel entonces entre nosotros, secundó con particular entusiasmo la idea de Fiódor Pávlovich. Aquel liberal de los años cuarenta y cincuenta, librepensador y ateo, ya fuera por aburrimiento, ya por un frívolo afán de diversión, desempeñó un papel excepcional en este asunto. De pronto sintió deseos de ver el monasterio y conocer al «santo». En vista de que continuaban sus viejos litigios con el monasterio y aún se arrastraba el pleito relativo al deslinde de sus respectivas propiedades, así como a ciertos derechos de tala en el bosque y de pesca en el río y esa clase de cosas, se apresuró a declarar, valiéndose de ese pretexto, que él también desearía llegar a un acuerdo con el padre higúmeno[19]: ¿no sería posible poner fin de forma amistosa a sus diferencias? Como es natural, a un visitante con tan nobles intenciones podrían recibirlo en el monasterio más atentamente, con más deferencia, que a un simple curioso. Es posible que, en virtud de todas estas consideraciones, en el monasterio procuraran apremiar al stárets enfermo, que en los últimos tiempos apenas abandonaba su celda y hasta se negaba a recibir, a causa de su enfermedad, a los visitantes habituales. En definitiva, el stárets dio su consentimiento y se señaló una fecha. «¿Quién me puso por juez o partidor sobre vosotros?»[20], se limitó a decirle a Aliosha, con una sonrisa.

Al enterarse de la entrevista, Aliosha se sintió muy confuso. Si había alguien entre los litigantes, entre quienes participaban en la disputa, que pudiera tomarse en serio aquella reunión, ése era, sin duda, su hermano Dmitri y solo él; los demás acudirían con propósitos frívolos y hasta puede que ofensivos para el stárets; así era como lo veía Aliosha. Su hermano Iván y Miúsov irían movidos por la curiosidad, acaso de lo más zafia, y su padre, probablemente, en busca de alguna escena chusca y teatral. Oh, sí, Aliosha, aunque no decía nada, ya conocía bastante a fondo a su padre. Insisto en que este muchacho no era ni mucho menos tan ingenuo como se creía. Esperó con angustia la llegada del día señalado. Indudablemente, deseaba de todo corazón que todas aquellas desavenencias familiares se zanjaran de un modo u otro. No obstante, estaba aún más inquieto por el stárets: temblaba pensando en él, en su fama, temía las posibles ofensas, especialmente las burlas sutiles y corteses de Miúsov y las orgullosas reticencias del docto Iván; así se imaginaba él el encuentro. Quiso incluso correr el riesgo de prevenir al stárets, de comentarle algo acerca de las personas que podían presentarse, pero, después de pensárselo, no dijo nada. Tan solo la víspera del día señalado hizo saber a Dmitri, a través de un conocido, que lo quería mucho y que esperaba de él que cumpliera lo prometido. Dmitri se quedó pensativo, pues era incapaz de recordar que le hubiera prometido nada; se limitó a responderle por carta, asegurando que intentaría con todas sus fuerzas dominarse y evitar «una bajeza», y que, aunque respetaba profundamente al stárets y a su hermano Iván, estaba convencido de que o bien se le había tendido una trampa o se trataba de una comedia indigna. «En cualquier caso, estoy dispuesto a tragarme la lengua antes que faltarle al respeto a ese santo varón que tú tanto veneras», añadía Dmitri como conclusión de su breve misiva. Aliosha no se sintió excesivamente aliviado.