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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Ay, muchachos, les dije, qué bueno que hayan venido, pásenle no más, como si estuvieran en su propia casa, y mientras ellos enfilaban pasillo adentro, más bien tanteando porque el pasillo es oscuro y la bombilla estaba fundida y no la había cambiado (todavía no la he cambiado), yo me adelanté dando saltitos de alegría hasta la cocina, de donde saqué una botella de mezcal Los Suicidas, un mezcalito que sólo hacen en Chihuahua, producción limitada, no crea, y del que hasta 1967 recibía por paquete postal dos botellas al año. Cuando volví los muchachos estaban en la sala contemplando mis cuadros y examinando algunos libros y yo no pude evitar decirles otra vez lo feliz que me hacía esa visita. ¿Quién les dio mi dirección, muchachos? ¿Germán, Manuel, Arqueles? Y ellos entonces me miraron como si no entendieran y luego uno dijo List Arzubide y yo les dije pero siéntense, tomen asiento, ah, Germán List Arzubide, mi hermano, él siempre se acuerda de mí, ¿sigue tan grandote y tan buenazo? Y los muchachos se encogieron de hombros y dijeron sí, claro, no iba a haber encogido, ¿verdad?, pero ellos sólo dijeron sí y entonces yo les dije vamos a catar este mezcalito y les pasé dos vasos y ellos se quedaron mirando la botella como si temieran que de ésta pudiera salir disparado un dragón y yo me reí, pero no me reí de ellos, me reí de pura felicidad, del contento que me producía estar allí con ellos, y entonces uno me preguntó si el mezcal se llamaba así, tal como sus ojos estaban viendo y yo le pasé la botella, todavía riéndome, sabía que el nombre los iba a apantallar, y me separé digamos un par de pasos para verlos mejor, Dios los bendiga, qué jovencitos eran, con el pelo hasta los hombros y cargados de libros, qué de recuerdos me traían, y entonces uno de ellos dijo está usted seguro, señor Salvatierra, que esto no mata, y yo le dije qué va a matar, esto es puritita salud, agua de la vida, éntrenle sin desconfianza, y para dar ejemplo me llené mi vaso y me lo bebí de un solo trago hasta la mitad y luego les serví a ellos y al principio, muchachos del carajo, sólo se humedecieron los labios, pero luego les pareció bueno y empezaron a beber como hombres. Eh, muchachos, ¿qué tal?, les dije, y uno de ellos, el chileno, dijo que jamás había oído hablar de un mezcal llamado Los Suicidas, como un poco presuntuoso me pareció, en México debe de haber unas doscientas marcas de mezcales, tirando por lo bajo, así que es muy difícil conocerlas todas y menos no siendo de aquí, pero claro, eso el muchacho no lo sabía, y el otro dijo está bueno y dijo yo tampoco lo había oído mentar y yo les tuve que decir que me parecía que ya no se hacía ese mezcal, la fábrica quebró, o la quemaron, o la vendieron a una embotelladora de Refrescos Pascual o a los nuevos dueños les pareció que ese nombre no era muy comercial que digamos. Y durante un rato nos quedamos en silencio, ellos de pie, yo sentado, bebiendo y paladeando cada gota del mezcal Los Suicidas y pensando vaya uno a acordarse de qué. Y entonces uno de ellos dijo señor Salvatierra, queríamos hablar de Cesárea Tinajero. Y el otro dijo: y de la revista Caborca. Pinches muchachos. Tenían las mentes y las lenguas intercomunicadas. Uno de ellos podía empezar a hablar y detenerse en mitad de su parlamento y el otro podía proseguir con la frase o con la idea como si la hubiera iniciado él. Y cuando nombraron a Cesárea yo levanté la vista y los miré como si los viera a través de una cortina de gasa, gasa hospitalaria para ser más precisos, y les dije no me llamen señor, muchachos, llámenme Amadeo como mis amigos. Y ellos dijeron de acuerdo, Amadeo. Y volvieron a nombrar a Cesárea Tinajero.

Perla Avilés, calle Leonardo da Vinci, colonia Mixcoac, México DF, enero de 1976. Voy a hablar de 1970. Yo lo conocí en 1970, en la prepa Porvenir, en Talismán, los dos estudiamos un tiempo allí. Él desde 1968, que fue cuando llegó a México, yo desde el 69, aunque hasta 1970 no nos conocimos. Por causas que no vienen al caso ambos dejamos de estudiar un tiempo. Él creo que por razones económicas, yo porque de repente sentí pavor en la conciencia. Pero luego volví y él también volvió o lo obligaron a volver sus padres y entonces nos conocimos. Hablo de 1970 y yo ya era la mayor de mi clase, la más vieja, tenía dieciocho años y debía estar en la universidad, no estudiando prepa, pero allí estaba, en la prepa Porvenir, y una mañana, ya entrado el curso, apareció por allí, me fijé en él de inmediato, no era un alumno nuevo, tenía amigos, y era un año más joven que yo aunque también había repetido un curso. Por aquella época él vivía en la colonia Lindavista, pero al cabo de unos meses sus padres se cambiaron de casa y se fueron a vivir a la colonia Nápoles. Me hice su amiga. Los primeros días, mientras reunía valor para hablarle, lo miraba jugar a fútbol en el patio, le encantaba jugar, y yo lo miraba desde las escaleras y me parecía el muchacho más hermoso que jamás había visto. En la prepa el pelo largo estaba prohibido, pero él tenía el pelo largo y cuando jugaba al fútbol se sacaba la camisa y jugaba con el torso desnudo. A mí me parecía igualito que un griego de esos de las revistas de mitología griega y también, en otras ocasiones (en clase, cuando él parecía dormir), un santo católico. Yo lo observaba y no pedía más. Él no tenía muchos amigos. Conocía a muchos, eso sí, se reía con muchos (siempre se estaba riendo), hacía bromas, pero sus amigos eran más bien pocos o ninguno. No era un buen estudiante. En las clases de química y de física estaba perdido. A mí eso me extrañaba porque tampoco eran tan difíciles, basta con un poco de atención para superarlas, basta con estudiar un poco, pero él se ve que apenas estudiaba o que no estudiaba en absoluto y que en las clases su cabeza estaba en otra parte. Una vez se me acercó, yo estaba en la escalera leyendo al Conde de Lautréamont, y me preguntó si sabía quiénes eran los dueños de la Prepa Porvenir. Me quedé tan asustada que no supe qué responderle, creo que abrí la boca pero no me salió ninguna palabra, mi cara se descompuso y posiblemente hasta me puse a temblar. Él iba sin camisa, la llevaba en una mano, en la otra llevaba un morral con sus cuadernos, un morral lleno de polvo, y me miraba con una sonrisa en los labios y yo miraba el sudor que había en su pecho y que el viento o el aire (que no es lo mismo) del atardecer le estaba secando a una velocidad vertiginosa, la mayoría de las clases se habían acabado, no sé qué hacía yo en la escuela, esperaba a alguien, un amigo o una amiga, aunque es improbable pues yo tampoco tenía muchos amigos o amigas, tal vez me había quedado sólo para verlo jugar al fútbol, recuerdo que el cielo era de un gris húmedo, brillante, y que hacía frío o que yo entonces sentí frío. También recuerdo que lo único que se escuchaba eran unos pasos lejanos, risas en sordina, la escuela vacía. Seguramente él creyó que yo no lo había oído la primera vez y volvió a hacerme la misma pregunta. No sé quién es el dueño, le dije, no sé si la prepa tiene dueño. Claro que tiene dueño, dijo él, es del Opus Dei. Mi respuesta debió de parecerle la típica de una imbécil, pues le dije que no sabía qué era el Opus Dei. Una secta católica que hace pactos con el diablo, dijo él riéndose. Entonces comprendí y le dije que a mí la religión no me importaba gran cosa y que ya sabía que la Prepa Porvenir pertenecía a la Iglesia. No, dijo él, lo importante es a qué sector de la Iglesia pertenece. Al Opus Dei. ¿Y quiénes son los del Opus Dei?, le pregunté. Entonces él se sentó junto a mí en la escalera y estuvimos hablando durante mucho rato y yo sufría porque no se ponía la camisa y cada vez hacía más frío. De aquella primera plática recuerdo lo que dijo de sus padres: dijo que eran unos ingenuos y que él también era un ingenuo y probablemente también dijo que eran unos ignorantes (sus padres y él) y unos simples por no haberse dado cuenta hasta ahora que la escuela era del Opus. ¿Tus padres saben quién manda aquí?, me preguntó. Mi madre murió, dije yo, y mi padre no lo sabe y no le importa. A mí tampoco me importa, añadí, sólo quiero acabar la prepa y entrar a la universidad. ¿Y qué vas a estudiar?, dijo él. Letras, dije yo. Entonces fue cuando me dijo que él era escritor. Qué casualidad, dijo, yo soy escritor. O algo así. Sin darle importancia. Por supuesto, yo pensé que me tomaba el pelo. Así nos hicimos amigos. Yo tenía dieciocho años y él acababa de cumplir los diecisiete. Desde los quince vivía en México. Una vez lo invité a montar a caballo. Mi padre tenía unas tierras en Tlaxcala y se había comprado un caballo. Él decía que sabía montar muy bien y yo le dije este domingo acompaño a mi padre a Tlaxcala, si quieres puedes venir con nosotros. Qué tierras más desoladas eran aquéllas. Mi padre había construido un chamizo de adobe y eso era todo lo que había, el resto eran matorrales y tierra reseca. Cuando llegamos él lo miró todo con una sonrisa, como si dijera ya me imaginaba que no veníamos a un rancho elegante, a un latifundio, pero esto es demasiado. Hasta yo me avergoncé un poco de las tierras de mi padre. Por no tener, no tenía ni siquiera una silla de montar y el caballo se lo cuidaban unos vecinos. Durante un rato, mientras mi padre iba a buscar el caballo, estuvimos caminando por esos secadales. Yo intentaba hablarle de libros que había leído y que sabía que él no conocía, pero él apenas me escuchaba. Caminaba y fumaba, caminaba y fumaba y el paisaje siempre era el mismo. Hasta que sentimos la bocina del coche de mi padre y luego llegó el hombre que cuidaba el caballo, sin montarlo, llevándolo de la brida. Cuando volvimos al chamizo mi padre y el hombre se habían marchado en el auto, a resolver unos negocios y el caballo estaba amarrado esperándonos. Monta tú primero, le dije. No, dijo él (se notaba que tenía la cabeza en otro sitio), monta tú. Preferí no discutir, monté y me puse a galopar enseguida. Cuando volví él estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared del chamizo y fumaba. Montas muy bien, me dijo. Luego se levantó, se acercó al caballo, dijo que no estaba acostumbrado a montar a pelo, pero igual lo montó, de un salto, y yo le indiqué una dirección, le dije que por allí había un río o mejor dicho el lecho de un río, que ahora estaba seco pero que cuando llovía se llenaba y era bonito, después echó a galopar. Cabalgaba bien. Yo soy una buena amazona, pero él era tan bueno como yo o tal vez mejor, no lo sé, entonces me pareció mejor, galopar sin tener estribos es difícil y él galopaba pegado al lomo del caballo hasta que lo perdí de vista. Mientras esperaba estuve contando las colillas que él había apagado junto al chamizo y me dieron ganas de aprender a fumar. Horas después, cuando regresábamos en el coche de mi padre, él iba adelante, yo atrás, me dijo que probablemente debajo de aquellas tierras yacía enterrada alguna pirámide. Recuerdo que mi padre desvió la vista de la carretera para mirarlo. ¿Pirámides? Sí, dijo él, el subsuelo debe estar lleno de pirámides. Mi padre no hizo ningún comentario. Yo, desde la oscuridad del asiento trasero, le pregunté por qué creía eso. Él no me contestó. Después nos pusimos a hablar de otras cosas pero yo me quedé pensando por qué diría lo de las pirámides. Me quedé pensando en las pirámides. Me quedé pensando en el pedregal de mi padre y mucho tiempo después, cuando yo ya no lo veía, cada vez que volvía a esas tierras yermas pensaba en las pirámides enterradas, pensaba en la única vez que lo vi montando a caballo por encima de las pirámides y también lo imaginaba en el chamizo, cuando se quedó solo y se puso a fumar.

Laura Jáuregui, Tlalpan, México DF, enero de 1976. Antes de conocerlo a él fui novia de César, César Amaga, y a César me lo presentaron en el taller de poesía de la Torre de Rectoría de la UNAM, allí conocí a María Font y a Rafael Barrios, allí también conocí a Ulises Lima que por entonces no se llamaba Ulises Lima, no sé, tal vez ya se llamaba Ulises Lima pero nosotros le llamábamos por su nombre verdadero, Alfredo no sé qué, y también conocí a César y nos enamoramos o creímos que nos habíamos enamorado y los dos colaboramos en la revista de Ulises Lima. Esto ocurrió a finales de 1973, no lo podría precisar con más exactitud, fueron unos días en que llovía mucho, lo recuerdo porque siempre llegábamos mojados a las reuniones. Y luego hicimos la revista, Lee Harvey Oswald, vaya nombre, en el estudio de arquitectura donde trabajaba el papá de María, unas tardes deliciosas, tomábamos vino y siempre alguna de nosotras llevaba unos sándwiches, Sofía o María o yo, los muchachos nunca llevaban nada, aunque sí, al principio sí, pero luego los que llevaban cosas, es decir los más educados, fueron abandonando el proyecto, al menos ya no se presentaban a las reuniones, y luego apareció Pancho Rodríguez y todo se fue al garete, al menos en lo que a mí respecta, pero yo seguí en la revista, o seguí frecuentando al grupo de la revista, sobre todo porque César estaba allí, sobre todo por María y por Sofía (de Angélica nunca fui amiga, lo que se dice amiga), no por querer publicar mis poemas, en el primer número no se publicó nada, en el segundo iba a aparecer un poema mío, Lilith se llamaba, pero al final no sé qué pasó y no lo publicaron. El que sí publicó un poema en Lee Harvey Oswald fue César, el poema se llamaba Laura y César, qué tierno, pero Ulises se lo cambió (o lo convenció para cambiarlo) y al final se llamó Laura & César, ésas eran las cosas que hacía Ulises Lima.

Bueno, el caso es que primero conocí a César y Laura & César se hicieron novios o algo parecido. Pobre César. Tenía el pelo castaño claro y era bastante alto. Vivía con su abuela (sus padres vivían en Michoacán) y con él tuve mis primeras experiencias sexuales adultas. O mejor dicho, con él tuve mis últimas experiencias sexuales adolescentes. O las penúltimas, bien pensado. Íbamos al cine, en un par de ocasiones fuimos al teatro, por aquella época me matriculé en la Escuela de Danza y a veces César me acompañaba. El resto del tiempo lo dedicábamos a dar largos paseos, a comentar los libros que leíamos y a estar juntos sin hacer nada. Y esto se prolongó durante unos meses, tal vez tres o cuatro o nueve meses, no más de nueve meses, y un día rompí con él, de eso sí que estoy segura, fui yo la que le dije que se había acabado, aunque el motivo exacto lo he olvidado, y recuerdo que César se lo tomó muy bien, estuvo de acuerdo conmigo, él estudiaba entonces segundo de Medicina, yo me acababa de matricular en Filosofía y Letras, y esa tarde no fui a clases, me fui a casa de María, tenía que hablar con una amiga, quiero decir personalmente, no por teléfono, y cuando llegué a Colima, a la casa de María, encontré la puerta del jardín abierta y eso me extrañó un poco, esa puerta siempre está cerrada, manías de la mamá de María, y entré y toqué el timbre y la puerta se abrió y un tipo al que nunca había visto me preguntó a quién buscaba. Era Arturo Belano. Tenía entonces veintiún años, era delgado, llevaba el pelo muy largo y usaba gafas, unas gafas horribles, aunque su miopía no era exagerada, apenas unas pocas dioptrías en cada ojo, pero las gafas igual eran horribles. Sólo cruzamos unas palabras, él estaba con María y con un poeta llamado Aníbal que por entonces iba loco por María, pero cuando yo llegué ellos ya se iban.

Ese mismo día lo volví a ver. Me pasé toda la tarde conversando con María y después nos fuimos al centro a comprar un pañuelo, creo, y seguimos conversando (primero de César & Laura, después de todo lo habido y por haber) y terminamos tomando capuchinos en el café Quito en donde María había quedado citada con Aníbal. Y a eso de las nueve de la noche apareció Arturo. Esta vez iba con un chileno de diecisiete años llamado Felipe Müller, su mejor amigo, un tipo muy alto, rubio, que casi nunca abría la boca y que seguía a Arturo a todas partes. Y se sentaron con nosotras, claro. Y después llegaron otros poetas, poetas un poco mayores que Arturo, ninguno miembro del realismo visceral, entre otras razones porque todavía no existía el realismo visceral, poetas que habían sido amigos de Arturo antes de que él se marchara a Chile, como Aníbal, y que por lo tanto lo conocían desde que él tenía diecisiete años, en realidad periodistas y funcionarios, esa clase de gente triste que nunca sale del centro, de ciertas zonas del centro, titulares de la tristeza en la zona comprendida por la avenida Chapultepec, al sur, y Reforma, por el norte, asalariados de El Nacional, correctores del Excelsior, tinterillos de la Secretaría de Gobernación que cuando dejaban sus chambas se desplazaban a Bucareli y allí extendían sus tentáculos o sus hojitas verdes. Y aunque eran tristes, como ya he dicho, esa noche nos reímos mucho, de hecho no paramos de reírnos. Y después nos fuimos caminando hasta la parada de camiones, María, Aníbal, Felipe Müller, Gonzalo Müller (el hermano de Felipe que muy pronto se iba a marchar de México), Arturo y yo. Y todos como que nos sentíamos muy felices, yo ya ni me acordaba de César, María miraba las estrellas que milagrosamente habían aparecido sobre el cielo del DF como proyecciones holográficas, y nuestro mismo paso era grácil, el recorrido lentísimo, como si avanzáramos y retrocediéramos para prolongar el momento en que inevitablemente tendríamos que llegar a la parada de camiones, hubo un trecho en que todos caminamos mirando el cielo (las estrellas que María nombraba), aunque mucho después Arturo me dijo que él no había mirado las estrellas sino las luces encendidas de algunos departamentos, departamentos pequeñitos como buhardillas en la calle Versalles, o en Lucerna, o en la calle Londres, y que en ese momento supo que su máxima felicidad hubiera sido estar conmigo en uno de esos departamentos y cenar un par de tortas con crema que hacía un vendedor ambulante de Bucareli. Pero entonces no me dijo eso (lo hubiera tomado por un loco), me dijo que le gustaría leer poemas míos, me dijo que adoraba las estrellas, las del hemisferio norte y las del hemisferio sur, me dijo que le diera mi número de teléfono.

Y yo le di mi número de teléfono y al día siguiente me llamó. Y quedamos para vernos, pero no en el centro, le dije que no podía salir de mi casa en Tlalpan, que tenía que estudiar, y él dijo perfecto, te voy a ver, así conozco Tlalpan, y yo le dije no hay nada que conocer, vas a tener que tomar el metro y luego un camión y luego otro camión, y entonces no sé por qué pensé que se iba a perder y le dije espérame en la parada del metro, y cuando fui a buscarlo lo encontré sentado sobre unas cajas de fruta, la espalda apoyada contra un árbol, vaya, el mejor sitio que uno hubiera podido encontrar. Qué suerte tienes, le dije. Sí, me dijo, tengo mucha suerte. Y esa tarde me habló de Chile, no sé si porque quiso o porque se lo pregunté yo, aunque dijo más bien cosas incoherentes, y también habló de Guatemala y El Salvador, había estado en toda Latinoamérica, al menos en todos los países de la costa del Pacífico, y nos besamos por primera vez, y luego estuvimos juntos bastantes meses y nos pusimos a vivir juntos y después sucedió lo que sucedió, es decir nos separamos y yo volví a vivir en casa de mi madre y me matriculé en Biología (algún día espero ser una buena bióloga, espero especializarme en biología genética) y a Arturo se le empezaron a ocurrir cosas raras. Fue entonces cuando nació el realismo visceral, al principio todos creímos que era una broma, pero luego nos dimos cuenta que no era una broma. Y cuando nos dimos cuenta que no era una broma, algunos, por inercia, creo yo, o por que de tan increíble parecía posible, o por amistad, para no perder de golpe a tus amigos, le seguimos la corriente y nos hicimos real visceralistas, pero en el fondo nadie se lo tomaba en serio, muy en el fondo, quiero decir.

Por entonces yo ya estaba haciendo nuevos amigos en la universidad y cada vez veía menos a Arturo, a sus amigos, creo que a la única que llamaba por teléfono o con la que a veces salía era María, pero incluso mi amistad con María comenzó a enfriarse. De todas formas siempre estaba más o menos al tanto de lo que hacía Arturo, y yo pensaba: pero qué imbecilidades se le pasan por la cabeza a este tipo, cómo puede creerse estas tonterías, y de pronto, una noche en que no podía dormir, se me ocurrió que todo era un mensaje para mí. Era una manera de decirme no me dejes, mira lo que soy capaz de hacer, quédate conmigo. Y entonces comprendí que en el fondo de su ser ese tipo era un canalla. Porque una cosa es engañarse a sí mismo y otra muy distinta es engañar a los demás. Todo el realismo visceral era una carta de amor, el pavoneo demencial de un pájaro idiota a la luz de la luna, algo bastante vulgar y sin importancia.

Pero lo que quería decir era otra cosa.

Fabio Ernesto Logiacomo, redacción de la revista La Chispa, calle Independencia esquina Luis Moya, México DF, marzo de 1976. Llegué a México en noviembre de 1975. Venía de otros países latinoamericanos, en donde había vivido más bien a salto de mata. Tenía veinticuatro años y mi suerte empezaba a cambiar. Las cosas en Latinoamérica ocurren así, yo prefiero no buscarle más explicaciones. Mientras vegetaba en Panamá me enteré que había ganado el premio de poesía de Casa de las Américas. Me alegré mucho. No tenía un clavo y con el dinero del premio pude comprarme el boleto para México y pude comer. Bueno, lo curioso era que yo aquel año no había concursado en Casa de las Américas. Ésa es la verdad. El año anterior les había enviado un libro y el libro no obtuvo ni una triste mención honrosa. Y en el año en curso de repente me entero que he ganado el premio y los dólares del premio. A la primera noticia pensé que estaba alucinando. Pasaba hambre. Ésa es la verdad y cuando uno pasa hambre a veces le da por ahí. Luego pensé que tal vez se tratara de otro Logiacomo, pero como que eran muchas coincidencias, otro Logiacomo argentino como yo, otro Logiacomo de veinticuatro años como yo, otro Logiacomo que había escrito un poemario con el mismo título que el mío. Bueno. En Latinoamérica pasan estas cosas y es mejor no quebrarse la cabeza buscando una respuesta lógica cuando a veces no existe una respuesta lógica. Era yo, afortunadamente, el que había ganado el premio y eso era todo, después me dijeron los de Casa que el libro del año anterior se había traspapelado y esas cosas.

Así que pude llegar a México y me instalé en el DF y poco después recibí una llamada telefónica de este pibe diciéndome que quería hacerme una entrevista o algo por el estilo, yo entendí entrevista. Y claro, le dije que sí, la verdad es que me encontraba más bien solo y perdido, no conocía a ningún poeta joven mexicano y una entrevista o lo que fuera me pareció una idea estupenda. Así que nos vimos ese mismo día y cuando llegué al lugar de la cita vi que no era un poeta sino cuatro los que me esperaban y lo que querían no era una entrevista sino un conversatorio, un diálogo a tres bandas para publicar en una de las mejores revistas mexicanas. El diálogo iba a ser entre un mexicano, uno de ellos, un chileno, otro de ellos, y un argentino, yo. Los otros dos que sobraban iban de orejas. El tema: la salud de la nueva poesía latinoamericana. Buen tema. Así que les dije perfecto, cuando quieran empezamos, buscamos una cafetería más o menos tranquila y nos largamos a hablar.

Venían con la grabadora preparada, pero a la hora de la verdad el cachivache resultó fulero. Vuelta a empezar. Así estuvimos como media hora, yo me tomé dos cafés con leche, pagaron ellos. Se notaba que no estaban acostumbrados a esas cosas, quiero decir a la grabadora, quiero decir a hablar de poesía delante de una grabadora, quiero decir a ordenar las ideas y exponerlas con claridad. Bueno, lo intentamos un par de veces más, pero no salió. Decidimos que era mejor que cada uno escribiera lo que le saliera y que luego juntáramos lo que cada uno había escrito. Al final el conversatorio sólo lo hicimos entre el chileno y yo, no sé qué le pasó al mexicano.

El resto de la tarde lo dedicamos a pasear. Y me pasó una cosa curiosa con estos pibes, o con el café con leche que me invitaron, yo les notaba algo raro, como si estuvieran allí y al mismo tiempo no estuvieran, no sé cómo explicarme, eran los primeros poetas jóvenes mexicanos que conocía y tal vez eso era lo que me parecía raro, pero el caso es que en los últimos meses había conocido a poetas jóvenes peruanos, a poetas jóvenes colombianos, a poetas jóvenes de Panamá y Costa Rica y no había sentido lo mismo. Yo era un experto en poetas jóvenes y allí ocurría algo raro, faltaba algo, la simpatía, la viril comunión en unos ideales, la franqueza que preside todo acercamiento entre poetas latinoamericanos. Y en un momento de la tarde, lo recuerdo como se recuerda una borrachera misteriosa, me puse a hablar de mi libro y me puse a hablar de mis propios poemas y no sé por qué les conté lo del poema aquel sobre Daniel Cohn-Bendit, un poema que no era ni más bueno ni más malo que los otros que componían mi poemario galardonado en Cuba pero que al final no había sido incluido en el libro, seguramente estábamos hablando de la extensión, del número de páginas, estos dos (el chileno y el mexicano) escribían poemas larguísimos, eso decían, yo no los había leído todavía, y tenían creo que hasta una teoría acerca de los poemas largos, los llamaban poemas-novela, creo que la idea era de unos franceses, no lo recuerdo con claridad, y me largo yo y les cuento, francamente no sé a santo de qué, lo del poema a Cohn-Bendit y uno de ellos me pregunta cómo es que no está en tu libro y voy yo y digo es que los de Casa de las Américas decidieron quitarlo y va el mexicano y me dice pero te pedirían permiso, supongo, y yo le digo no, no me pidieron permiso, y va el mexicano y me dice ¿te lo sacaron del libro sin decirte nada?, y yo le digo sí, la verdad es que yo estaba ilocalizable, y el chileno me pregunta ¿y por qué te lo sacaron?, y yo le cuento lo que los de Casa de las Américas me habían contado, que poco antes Cohn-Bendit había efectuado unas declaraciones en contra de la Revolución Cubana, y el chileno dice ¿sólo por eso?, y yo le digo me imagino que sí, aunque el poema tampoco era muy bueno (pelotudo, ¿pero qué me habían hecho beber esos tipos para que largara de esa manera?), extenso sí que era, pero no muy bueno, y el mexicano dice qué hijos de puta, pero lo dice dulcemente, no crean, sin resentimiento, como si en el fondo comprendiera el mal trago que tuvieron que pasar los cubanos antes de mutilarme el libro, como si en el fondo no se tomara ni la molestia de despreciarme a mí y de despreciar a los compañeros de La Habana.

La literatura no es inocente, eso lo sé yo desde que tenía quince años. Y recuerdo que eso pensé entonces, pero no recuerdo si lo dije o no lo dije. Y si lo dije, en qué contexto lo dije. Y entonces el paseo (pero aquí he de precisar que ya no íbamos cinco personas sino sólo tres, el mexicano, el chileno y yo, los otros dos mexicanos se habían esfumado a las puertas del Purgatorio) se convirtió en una especie de paseo por los extramuros del Infierno.

Los tres íbamos callados, como si nos hubiéramos quedado mudos, pero nuestros cuerpos se movían como al compás de algo, como si algo nos moviera por ese territorio ignoto y nos hiciera bailar, un paseo sincopado y silencioso, si se me permite la expresión, y entonces tuve una alucinación, no la primera de ese día, ciertamente, no la última: el parque por el que íbamos se abrió a una especie de lago y el lago se abrió a una especie de cascada y la cascada formó un río que fluía por una especie de cementerio, y todo, lago, cascada, río, cementerio, era de color verde oscuro y silencioso. Y entonces yo pensé una de dos: o me estoy volviendo loco, cosa difícil porque siempre he tenido la cabeza bien puesta, o estos fulanos me han drogado. Y entonces les dije deténganse, deténganse un ratito, me siento enfermo, tengo que descansar, y ellos dijeron algo pero yo no los oí, sólo vi que se me acercaban y noté, tuve conciencia de que yo miraba para todos lados como buscando gente, buscando testigos, pero no había nadie, estábamos cruzando un bosque, y recuerdo que les dije qué bosque es éste, y ellos me dijeron es el bosque de Chapultepec y luego me llevaron a un banco y durante un rato estuvimos sentados, y uno de ellos me preguntó qué era lo que me dolía (la palabra doler, tan justa, tan bien utilizada) y yo hubiera debido decirles que lo que me dolía era todo el cuerpo, toda el alma, pero en cambio les dije que seguramente era la altura, a la que no terminaba de acostumbrarme, la que me afectaba, la que ponía visiones en mis ojos.

Luis Sebastián Rosado, cafetería La Rama Dorada, colonia Coyoacán, México DF, abril de 1976. Monsiváis ya lo dijo: Discípulos de Marinetti y Tzara, sus poemas, ruidosos, disparatados, cursis, libraron su combate en los terrenos del simple arreglo tipográfico y nunca superaron el nivel de entretenimiento infantil. Monsi está hablando de los estridentistas, pero lo mismo se puede aplicar a los real visceralistas. Nadie les hacía caso y optaron por el insulto indiscriminado. En diciembre del 75, poco antes de navidad, tuve la desgracia de coincidir con unos cuantos de ellos, aquí, en La Rama Dorada, su dueño don Néstor Pesqueira no me dejará mentir, fue muy desagradable. Uno de ellos, el que los comandaba, era Ulises Lima, el otro era un tipo grande y gordo, moreno, llamado Moctezuma o Cuauthémoc, al tercero le decían Piel Divina. Yo estaba sentado aquí mismo, esperando a Alberto Moore y a su hermana y de improviso esos tres energúmenos me rodean, se sientan uno a cada lado y me dicen Luisito, vamos a hablar de poesía o vamos a dilucidar el futuro de la poesía mexicana o algo por el estilo. Yo no soy una persona violenta y por supuesto me puse nervioso. Pensé: qué hacen aquí, cómo han dado conmigo, qué cuentas vienen a saldar. Este país es una desgracia, eso hay que reconocerlo, la literatura de este país es una desgracia, eso también hay que reconocerlo, en fin, estuvimos hablando unos veinte minutos (nunca como entonces odié tanto la impuntualidad de Albertito y de la presumida de su hermana) y al final llegamos incluso a coincidir en varios puntos. En el fondo estábamos de acuerdo en un noventa por ciento en lo que atañía a nuestras fobias. Por supuesto, en el panorama literario yo defendí en todo momento lo que hacía Octavio Paz. Por supuesto, a ellos sólo parecía gustarles lo que hacían ellos mismos. Menos mal. Digo: entre lo malo, lo menos malo, peor hubiera sido que se declararan discípulos de los poetas campesinos o seguidores de la pobre Rosario Castellanos o adláteres de Jaime Sabines (con Jaime ya hay suficiente, creo yo). En fin, lo que decía, hubo puntos en donde pudimos coincidir. Y luego llegó Alberto y yo todavía estaba vivo, había habido un par de gritos, un par de expresiones indecorosas, una cierta actitud que desentonaba en el ambiente de La Rama Dorada, don Néstor Pesqueira no me dejará mentir, pero nada más. Y cuando llegó Alberto yo creía que había salido airoso del encuentro. Pero entonces Julia Moore va y les pregunta a bocajarro quiénes son y qué piensan hacer esa tarde. Y el que llamaban Piel Divina ni tardo ni perezoso va y le dice que nada, que si tiene alguna idea que la diga y que él está puestísimo para lo que sea. Y entonces Julita, sin percatarse de las miradas que su hermano y yo le echamos, va y dice que podríamos ir a bailar al Priapo’s, un local descabelladamente vulgar en la colonia 10 de Mayo o en Tepito, sólo he ido una vez y esa única vez he intentado con todas mis fuerzas olvidarla, y como ni Alberto ni yo somos capaces de decirle que no a Julita, allá vamos, en el coche de Alberto, con éste, Ulises Lima y yo en el asiento delantero y Julita, Piel Divina y el tal Cuauhtémoc o Moctezuma en el trasero. Con sinceridad, yo estaba temiéndome lo peor, esa gente no era de fiar, una vez me contaron que a Monsi lo habían arrinconado en Sanborns, en la casa Borda, pero, bueno, Monsi fue a tomar un café con ellos, les concedió una audiencia, se podría decir, y parte de culpa la tenía él, todo el mundo sabía que los real visceralistas eran como los estridentistas y todo el mundo sabía lo que Monsi pensaba de los estridentistas, así que en el fondo no se podía quejar de lo que le pasó, que por otra parte nadie o muy pocos saben qué fue, en alguna ocasión estuve tentado de preguntárselo, pero por discreción y porque no me gusta remover en las heridas no lo hice, en fin, algo le había pasado en su cita con los real visceralistas, eso todo el mundo lo sabía, todos los que querían y todos los que odiaban a Monsi en secreto, y las cábalas y suposiciones eran para todos los gustos, en fin, eso pensaba yo mientras el auto de Alberto se desplazaba como un bólido o como una cucaracha, dependía de los tramos de circulación, en dirección a Priapo’s, y en el asiento trasero Julita Moore no paraba de hablar y hablar y hablar con los dos caifanes real visceralistas. Ahorraré la descripción de la mencionada discoteca. Juro por Dios que pensé que de allí no saldríamos con vida. Sólo diré que el mobiliario y los especímenes humanos que adornaban su interior parecían extraídos arbitrariamente de El Periquillo Sarniento, de Lizardi, de Los de abajo, de Mariano Azuela, de José Trigo, de Del Paso, de las peores novelas de la Onda y del peor cine prostibulario de los años cincuenta (más de una fulana se parecía a Tongolele, que entre paréntesis creo que no hizo cine en los cincuenta, pero que sin duda mereció hacerlo). Bueno, como decía, entramos al Priapo’s y nos sentamos en una mesa cerca de la pista y mientras Julita bailaba un chachachá o un bolero o un danzón, no estoy muy al día en el acervo de la música popular, Alberto y yo nos pusimos a hablar de algo (por mi honor que no recuerdo de qué) y un camarero nos trajo una botella de tequila o matarratas que aceptamos sin más ni más, tal era nuestra desesperación. Y de repente, en menos tiempo del que uno se tarda en decir «otredad», ya estábamos borrachos y Ulises Lima recitaba un poema en francés, a santo de qué, no sé, pero el caso es que lo recitaba, yo ignoraba que supiera francés, inglés, puede, me parece que había visto en alguna parte una traducción suya de Richard Brautigan, pésimo poeta, o de John Giorno, que vaya a saber uno quién es, tal vez un heterónimo del propio Lima; pero francés, en fin, me sorprendió un poquito, buena dicción, pronunciación pasable, y el poema, cómo diré, me sonaba, me sonaba, pero tal vez debido a la borrachera en ciernes, a los boleros implacables, no lograba identificarlo. Pensé en Claudel, pero ni yo ni ustedes nos imaginamos a Lima recitando a Claudel, ¿verdad? Pensé en Baudelaire, pensé en Catulle Mendès (algunos de cuyos textos yo traduje para una revista universitaria), pensé en Nerval. Me avergüenza un poco reconocerlo, pero ésos fueron los nombres en los que pensé; a mi favor debo decir que rápidamente, entre las brumas del alcohol, me pregunté a mí mismo qué tenía que ver Nerval con Mendès, claro, y que luego pensé en Mallarmé. Alberto, que al parecer jugaba a lo mismo que yo, dijo: Baudelaire. Por supuesto, no era Baudelaire. Éstos eran los versos, a ver si ustedes lo adivinan:

Mon triste coeur bave à la poupe,

Mon coeur couvert de caporal:

ils y lancent des jets de soupe,

Mon triste coeur bave à la poupe:

Sous les quolibets de la troupe

Qui pousse un rire general,

Mon triste coeur bave à la poupe,

Mon coeur couvert de caporal!

Ithyphalliques et pioupiesques

Leurs quolibets l′ont depravé!

Au gouvernail on voit des fresques

Ithyphalliques et pioupiesques.

Ô flots abracadabrantesques,

Prenez mon coeur, qu’il soit lavé!

Ithyphalliques et pioupiesques

Leurs quolibets l′ont depravé!

Quand ils auront tari leurs chiques,

Comment agir, ô coeur volé?

Ce seront des hoquets bachiques

Quand ils auront tari leurs chiques:

J’aurai des sursauts stomachiques,

Moi, si mon coeur est ravalé:

Quand ils auront tari leurs chiques

Comment agir, ô coeur volé?

El poema es de Rimbaud. Una sorpresa. Quiero decir, una sorpresa relativa. La sorpresa era que lo recitara en francés. Bueno. Me dio un poco de coraje no haberlo adivinado, conozco la obra de Rimbaud bastante bien, pero no me lo tomé a mal, otro punto de coincidencia, tal vez pudiéramos salir con vida de aquel antro. Y después de recitar a Rimbaud contó una historia sobre Rimbaud y sobre una guerra, no sé qué guerra, la guerra es un tema que no me interesa, pero había algo, una ligazón entre Rimbaud, el poema y la guerra, una anécdota sórdida, seguramente, aunque para entonces mis oídos y luego mis ojos registraban otras pequeñas anécdotas sórdidas (juro que mataré a Julita Moore si vuelve a arrastrarme a un antro similar al Priapo’s), escenas dislocadas en donde jóvenes maleantes sombríos danzaban con jóvenes sirvientas desesperadas o con jóvenes putas desesperadas en un torbellino de contrastes que, lo confieso, acentuó si eso es posible mi borrachera. Después hubo una pelea en alguna parte. No vi nada, sólo oí gritos. Un par de matones emergieron de las sombras arrastrando a un tipo con la cara ensangrentada. Recuerdo que le dije a Alberto que mejor nos fuéramos, que aquello podía empeorar, pero Alberto estaba escuchando la historia de Ulises Lima y no me hizo caso. Recuerdo haber contemplado a Julita bailando en la pista con uno de los amigos de Ulises, después me recuerdo a mí mismo bailando un bolero con Piel Divina, como si fuera un sueño, pero bien, tal vez sintiéndome bien por primera vez esa noche, seguro que sintiéndome bien por primera vez esa noche. Acto seguido, como quien despierta, recuerdo haberle susurrado al oído a mi pareja (de baile) que nuestra actitud seguramente iba a enardecer a los demás bailarines y espectadores. Lo que siguió a continuación es confuso. Alguien me insultó. Yo estaba, no sé, como para meterme debajo de una mesa y quedarme dormido o como para meterme en el pecho de Piel Divina y quedarme, igualmente, dormido. Pero alguien me insultó y Piel Divina hizo el ademán de dejarme y encararse con el que había proferido el insulto (no sé qué me dijeron, zaraza, puto, me cuesta acostumbrarme, aunque debería, lo sé), pero yo estaba tan borracho, mis músculos estaban tan desmadejados que no pudo dejarme solo —si me deja me hubiera derrumbado— y se limitó a devolver el insulto desde el centro de la pista. Yo cerré los ojos tratando de sustraerme de la situación, el hombro de Piel Divina olía a sudor, un olor ácido muy extraño, no un olor rancio, ni siquiera un mal olor, sino un olor ácido, como si acabara de salir indemne de una explosión en una fábrica de productos químicos, y luego lo escuché hablar, no con una, con varias personas, al menos más de dos, y las voces eran de riña. Entonces abrí los ojos, Dios mío, y no vi a los que nos rodeaban sino a mí mismo, mi brazo en el hombro de Piel Divina, mi brazo izquierdo en su cintura, mi mejilla en su hombro, y vi o adiviné las miradas aviesas, miradas de asesinos natos, y entonces saltando aterrorizado por encima de mi borrachera quise desaparecer, tierra trágame, supliqué ser fulminado por un rayo, deseé, en una palabra, no haber nacido nunca. Qué bochorno más grande. Estaba rojo de vergüenza, tenía ganas de vomitar, había soltado a Piel Divina y mi equilibrio era precario, me di cuenta de que era objeto de una broma cruel y de una afrenta, todo a la vez. Mi único consuelo era que el bromista también era objeto de la afrenta, que era más o menos como si, tras ser derrotado a traición en el campo de batalla (¿de qué batallas, de qué guerras hablaba Ulises Lima?), le suplicara a los ángeles de la justicia o del Apocalipsis la aparición, el milagro de una gran ola que nos barriera a ambos, a todos, que pusiera fin al escarnio y a la injusticia. Pero entonces, a través del lago helado que eran mis ojos (la metáfora no es buena, la temperatura en el interior del Priapo’s era altísima, pero no encuentro nada mejor para decir que estaba a punto de llorar y que en ese «a punto» me había arrepentido, había reculado, pero sobre mis pupilas había quedado una capa líquida distorsionadora), vi aparecer la figura mirífica de Julita Moore enlazada con el tal Cuauhtémoc o Moctezuma o Netzahualcóyotl, y entre éste y Piel Divina se enfrentaron a los que armaban el mitote, mientras Julita me cogía de la cintura y me preguntaba si me habían hecho algo esos gandallas y me sacaba de la pista y del espantoso antro. Ya afuera caminé, guiado por Julita, hasta el coche y en medio del camino me puse a llorar y cuando Julita me instaló en la parte trasera le dije, no, le rogué, que nos fuéramos solos, que nos fuéramos Alberto, ella y yo y dejáramos a los otros aquí, en compañía de los demonios de su misma calaña, por tu mamacita, Julita, le dije, y ella dijo carajo, Luisito, me chingas la noche, no te pongas pesado, y yo entonces recuerdo que dije o grité o aullé: lo que me han hecho a mí es peor que lo que le hicieron a Monsi, y Julita me preguntó qué demonios le habían hecho a Monsi (y también me preguntó a qué Monsi me refería, dijo Montse o Monchi, no recuerdo) y yo le dije: Monsiváis, Julita, Monsiváis, el ensayista, y ella dijo ah, no pareció en absoluto sorprendida, qué fuerza interior tiene esta mujer, Dios mío, pensé, y entonces creo que vomité y me puse a llorar o me puse a llorar y luego vomité, ¡dentro del coche de Alberto!, y Julita se puso a reír y ya para entonces salían los otros del Priapo’s, vi sus sombras recortadas por la luz de un farol, y pensé qué he hecho, qué he hecho, tanta era la vergüenza que sentí que me derrumbé sobre el asiento y me ovillé y me hice el dormido. Pero los oí hablar. Julita dijo algo y los real visceralistas respondieron, en sus tonos había algo jovial, nada agresivo. Luego Alberto entró al coche y dijo pero qué chingado es esto, cómo apesta, y yo entonces abrí los ojos y buscando sus ojos en el espejo retrovisor le dije perdona, Alberto, ha sido sin querer, me siento muy mal, y luego entró Julita en el asiento del copiloto y dijo por Dios, Alberto, abre las ventanas, esto hiede, y yo le dije perdona, Julita, no seas exagerada, y Julita dijo: Luisito, parece como si llevaras una semana muerto, y yo me reí, no mucho, ya me empezaba a sentir mejor, en el fondo de la calle, bajo el letrero luminoso del Priapo’s se movían sombras errátiles, pero no en dirección a nuestro auto, y entonces Julita Moore bajó su ventana y les dio un beso a Piel Divina y a Moctezuma o Cuauhtémoc, pero no a Ulises Lima, que se mantenía apartado del coche mirando el cielo, y luego Piel Divina asomó su cabeza por la ventana y me dijo qué tal te encuentras, Luis, y yo creo que ni respondí, hice un gesto como diciéndole bien, me encuentro bien, y luego Alberto puso en marcha el Dodge y dejamos atrás Tepito con todas las ventanas bien abiertas, en dirección a nuestros barrios.

Alberto Moore, calle Pitágoras, colonia Narvarte, México DF, abril de 1976. Lo que dice Luisito es verdad hasta cierto punto. Mi hermana es una loca perdida, sí, pero es encantadora, sólo un año mayor que yo, tiene veintidós, y además es una mujer muy inteligente. Está a punto de acabar la carrera de Medicina, quiere especializarse en Pediatría. No es una ingenua. Esto que quede claro desde el principio.

Segundo: yo no conducí como un bólido por las calles del DF, el Dodge azul cielo que llevaba ese día es el de mi madre y en tales ocasiones suelo ser un piloto prudente. Lo de la vomitada es imperdonable.

Tercero: el Priapo’s está en Tepito, que es como decir zona de guerra, o zona de Charlys, o territorio al otro lado del Telón de Acero. Al final hubo un conato de pelea, en la pista de baile, pero yo no me di cuenta de nada porque estaba sentado en una mesa hablando con Ulises Lima. En la colonia 10 de Mayo, que yo sepa, no existe ninguna discoteca, mi hermana no me dejará mentir.

Cuarto y último: yo no dije Baudelaire, fue Luis el que dijo Baudelaire y Catulle Mendès y creo que hasta Víctor Hugo, yo me quedé callado, me sonaba a Rimbaud, pero me quedé callado. Eso que quede bien claro.

Los visceralistas, por otra parte, no se portaron todo lo mal que nos temíamos. Yo no los conocía más que de oídas. El DF es una aldea de catorce millones de personas, ya se sabe. Y la impresión que me causaron fue relativamente buena. El llamado Piel Divina quiso, pobre ingenuo, seducir a mi hermana. El tal Moctezuma Rodríguez (no Cuauhtémoc) también lo pretendió. En determinado momento de la noche incluso parecían creerlo de verdad. Era triste verlo, aunque el cuadro no estaba desprovisto de cierta ternura.

En lo que respecta a Ulises Lima, da la impresión de ir siempre drogado y su francés es aceptable. Además, contó una historia bastante singular acerca del poema de Rimbaud. Según él, Le Coeur Volé era un texto autobiográfico que narraba el viaje de Rimbaud desde Charleville a París para unirse a la Comuna. En dicho viaje, realizado ¡a pie!, Rimbaud se encontró en el camino con un grupo de soldados borrachos que tras mofarse de él procedieron a violarlo. Francamente, la historia era un poco sórdida.

Pero aún había más: según Lima, algunos de los soldados o al menos el jefe de éstos, el caporal de mon coeur couvert de caporal, eran veteranos de la invasión francesa a México. Por supuesto, ni Luisito ni yo le preguntamos en qué se basaba para hacer tal afirmación. Pero a mí me interesó la historia (Luisito no, él más bien se interesaba por lo que pasaba o dejaba de pasar a nuestro alrededor) y quise saber más. Entonces Lima me contó que en 1865 la columna del coronel Libbrecht, que tenía que ocupar Santa Teresa, en Sonora, dejó de enviar noticias, y que un tal coronel Eydoux, comandante en la plaza que servía de depósito de suministros de las tropas que operaban en esa zona del noroeste mexicano, envió un destacamento de treinta jinetes en dirección a Santa Teresa.

El destacamento iba al mando del capitán Laurent y de los tenientes Rouffanche y González, este último monárquico mexicano. Dicho destacamento, según Lima, llegó a un pueblo cercano a Santa Teresa, llamado Villaviciosa, al segundo día de marcha, y nunca pudo encontrar a la columna de Libbrecht. Todos los hombres, menos el teniente Rouffanche y tres soldados que murieron en el acto, fueron hechos prisioneros mientras comían en la única fonda del pueblo, entre ellos el futuro caporal, entonces un recluta de veintidós años. Los prisioneros, atadas las manos y amordazados con cuerdas de cáñamo, fueron llevados ante el que fungía como jefe militar de Villaviciosa y un grupo de notables del pueblo. El jefe era un mestizo al que llamaban indistintamente Inocencio o el Loco. Los notables eran campesinos viejos, la mayoría descalzos, que miraron a los franceses y luego se retiraron en conciliábulo a un rincón. Al cabo de media hora y tras un breve tira y afloja entre dos grupos claramente diferenciados, los franceses fueron llevados a un corral cubierto en donde los despojaron de ropas y zapatos y poco después un grupo de captores se dedicó a violarlos y torturarlos durante el resto del día.

A las doce de la noche degollaron al capitán Laurent. El teniente González, dos sargentos y siete soldados fueron llevados a la calle principal y a la luz de las antorchas fueron lanceados por sombras que montaban sus propios caballos.

Al amanecer, el futuro caporal y otros dos soldados consiguieron romper sus ligaduras y huir a campo traviesa. Nadie los persiguió, pero sólo el caporal logró sobrevivir y contar su historia. Al cabo de dos semanas de vagar por el desierto llegó a El Tajo. Fue condecorado y aún permaneció en México hasta 1867, fecha en que regresó a Francia con el ejército de Bazaine (o de quien comandara a los franceses por entonces), que se retiraba de México abandonando a su suerte al Emperador.

Carlos Monsiváis, caminando por la calle Madero, cerca de Sanborns, México DF, mayo de 1976. Ni encerrona ni incidente violento ni nada de nada. Dos jóvenes que no llegarían a los veintitrés, los dos con el pelo larguísimo, más largo que el de cualquier otro poeta (y yo puedo dar fe de la longitud de la cabellera de todos), obstinados en no reconocerle a Paz ningún mérito, con una terquedad infantil, no me gusta porque no me gusta, capaces de negar lo evidente, en algún momento de debilidad (mental, supongo), me recordaron a José Agustín, a Gustavo Sainz, pero sin el talento de nuestros dos excepcionales novelistas, en realidad sin nada de nada, ni dinero para pagar los cafés que nos tomamos (los tuve que pagar yo), ni argumentos de peso, ni originalidad en sus planteamientos. Dos perdidos, dos extraviados. En cuanto a mí, creo que fui excesivamente generoso (aparte de los cafés). En algún momento incluso le sugerí a Ulises (el otro no sé cómo se llama, creo que era argentino o chileno) que escribiera una crítica del libro de Paz del que estábamos hablando. Si es buena, le dije, pero remarqué la palabra buena, yo te la publico. Y él dijo que sí, que lo haría, que me la llevaría a mi casa. Entonces yo le dije que a mi casa no, que mi madre podía asustarse de verlo. Fue la única broma que les hice. Pero ellos se lo tomaron en serio (ni una sonrisa) y dijeron que me la mandarían por correo. Todavía la estoy esperando.