Cinco horas más tarde, coincidiendo con el alba, la flota pesquera de Tenerife levó anclas en dirección a los calderos situados a tan sólo unas cuantas millas náuticas. Desde la orilla, la imagen de cientos de veleros desplegando sus velas sobre un mar tenuemente iluminado constituía una estampa inolvidable.
Un observador avezado podría haberse dado cuenta de que uno de los veleros navegaba con el aparejo bastante ceñido, por el lado de sotavento, como si estuviese a punto de participar en una regata, mientras que sus tripulantes se afanaban por la cubierta tensando cabos.
Cuando al cabo de dos horas los barcos llegaron al caladero, aquel velero no largó las redes, como el resto. En vez de eso, soltó más trapo y con la brisa matutina hinchando el spinaker de proa, puso rumbo hacia la isla de Gran Canaria. Nadie en la flota pareció darse cuenta mientras el velero se alejaba.
Poco a poco, fue haciéndose más pequeño en el horizonte. Hasta que, por fin, desapareció.