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El barco se llamaba Cocodrilo II y era un viejo velero de ocho metros y un solo palo. En tiempos debía de haber sido una auténtica joya, pero cuando Viktor y yo nos acercábamos remando en una chalana, comprobamos que tenía un aspecto bastante deteriorado. Su dueño original era seguramente un enamorado del mar, y había mimado a conciencia aquella embarcación, cosa que aún se notaba en los acabados de teca o en los elegantes y funcionales winches de acero, pero largos meses sirviendo como barco de pesca en manos menos cuidadosas habían pasado una gran factura al buque.

El aparejo estaba mal enjarciado y los cabos enrollados de una manera tan chapucera que arrancarían gritos de espanto a un navegante de verdad. Toda la parte de proa estaba sepultada baja una espesa capa de redes de distinta malla y grosor, y del barco se desprendía un penetrante tufo a pescado podrido. Si Lucía había decidido refugiarse allí, no me cabía la menor duda de que había sido una solución excelente. Cualquiera pasaría de largo antes de subirse a aquel montón de basura flotante.

Con un golpe de remo, abarloamos el bote junto al velero y subimos a bordo. El desorden era terrorífico. Habían transformado la mitad delantera de la cabina en una bodega para acumular las capturas. Desde la puerta sólo se veían un montón de cajas blancas de plástico apiladas de cualquier manera y un colchón mugriento tirado en el suelo.

—Aquí no hay nadie —dijo Prit con desaliento—. No creo que…

Antes de que pudiese acabar la frase, Lúculo saltó a bordo del Cocodrilo II y se coló como una flecha entre las cajas de plástico situadas al fondo. Sonó un gemido ahogado de sorpresa y de repente, una mano que conocía muy bien empujó uno de los montones de cajas.

De pie delante de nosotros, y con un alborozado Lúculo en el regazo, Lucía nos contemplaba con lágrimas de alivio en los ojos.

Busqué con mis manos las de Lucía y ella me devolvió el apretón con fuerzas y en silencio. Nos mantuvimos así unos segundos, demasiado emocionados para decir nada, hasta que Prit carraspeó para llamar nuestra atención.

—Lamento interrumpir el reencuentro, pero tenemos muchas cosas que hacer —dijo el ucraniano con cierta urgencia en la voz—. Nos están buscando, y aún no sabemos cómo está sor Cecilia. Quizá deberíamos…

—Oh, Viktor. —Lucía soltó mis manos y abrazó al ucraniano. Había auténtico dolor en su voz, que se quebró cuando empezó a llorar—. Viktor, lo siento tanto… Ellos la mataron, delante de mí… Ha sido horrible…

—Tranquila… tranquila —acertó a decir Pritchenko, mientras le daba unos torpes golpecitos en la espalda. El ucraniano había palidecido intensamente, y sus pupilas parecían dos canicas negras. Si conocía bien a mi amigo, quienquiera que fuese el que había matado a la monja se había ganado un enemigo mortal.

Lucía se desasió de Viktor y entre sollozos nos contó atropelladamente la odisea que había vivido durante los dos últimos días, desde que entró en el hospital hasta que, huyendo de forma atolondrada, se le ocurrió refugiarse en un barco del puerto.

—¿Cómo sabías que nadie te encontraría aquí? ¿Y la tripulación del barco? —le pregunté mientras la abrazaba con fuerza.

—Están ingresados en el hospital por botulismo. Comieron conservas en mal estado —contestó Lucía entre hipidos—. Eran pacientes de mi ala. Sabía que hasta dentro de quince días por lo menos, no volverían por aquí.

—¿Y si no te hubiésemos encontrado? ¿Qué habrías hecho?

Lucía dejó de llorar y una triste sonrisa iluminó su cara. Mientras me cogía de las manos me plantó un largo beso en los labios.

—Estaba segura de que vendríais —dijo con serenidad, mientras me miraba de hito en hito—. Era de lo único de lo que no dudaba. No hay nada en el mundo que pueda acabar con vosotros, ni vivos ni No Muertos. Sabía que llegaríais.

Abracé con furia a mi chica, mientras una tormenta de emociones se disparaba en mi interior. No permitiría que nada le pasase, bajo ningún concepto. Haría lo que fuera necesario para protegerla.

Me volví hacia Viktor. El ucraniano estaba sentado en el borde de las escaleras de la cabina, con los brazos caídos y una expresión derrotada en el rostro. No sólo había perdido a su mejor amiga, sino que además le habían robado la posibilidad de la venganza. Para él, la partida había tenido un amargo final.

—Viktor —dije, mientras me arrodillaba a su lado—. No te derrumbes ahora. Te necesitamos, viejo amigo. Somos camaradas, ¿recuerdas?

El ucraniano levantó sus ojos vidriosos hacia mí. Vi cómo una chispa de vida renacía en el fondo de su mirada cuando le di un fuerte apretón de manos.

Fatalizm —dijo, con una sonrisa amarga en la boca—. Es lo que hay.

Fatalizm —respondí yo, también con media sonrisa—. Pero te prometo que haremos que eso cambie dentro de muy poco, te lo juro.