Tenerife
—¡Eh! ¿Qué diablos sucede ahí abajo? —Era el soldado con acné quien se formulaba esa pregunta en voz alta, mientras nuestro avión realizaba la maniobra de aproximación a la terminal de Los Rodeos, en Tenerife.
El vuelo había transcurrido sin sobresaltos, y un día esplendido de principios de verano nos había acompañado mientras tomábamos tierra. Sonrientes, aunque cansados, Viktor y yo nos abrazamos antes de que el aparato se detuviese, cuando aquella frase lanzada al aire llamó nuestra atención.
—¿Qué pasa? —pregunté mientras soltaba mi cinturón de seguridad y me acercaba a la ventanilla del otro lado del avión.
Nadie me respondió. Todo el mundo estaba demasiado absorto contemplando el panorama que se ofrecía ante nuestros ojos. Todo el aeropuerto parecía un hormiguero después de que un niño travieso le hubiese dado una patada. Docenas de hombres corrían de aquí para allá, mientras que una larga hilera de camiones militares con las cajas abiertas salía ordenadamente de las instalaciones. En cada uno de los vehículos, apretados como estorninos, docenas de soldados con expresión tensa y armados hasta los dientes le daban un último repaso a su equipo.
—Esto no tiene buena pinta —murmuró una voz conocida a mi oído. Me giré hacia Viktor Pritchenko que, a mi lado, observaba con aire preocupado todo el movimiento del exterior.
—Puede que sólo sea un ejercicio, o unas maniobras —comenté, con aire casual.
—No lo creo —replicó el ucraniano—. Fíjate en todos esos camiones. Con la escasez de combustible que tiene la isla, mover tantos vehículos a la vez es una sangría para las reservas. No, esto sólo puede obedecer a algo. Algo gordo de verdad.
No tuvimos mucho más tiempo para divagar, ya que en aquel instante la escalerilla exterior se adosó al Airbus y se abrieron las puertas. Antes de que pudiésemos salir, un grupo de soldados cubiertos con trajes bacteriológicos y fuertemente armados entró dentro de la cabina.
«Oh, no, joder, otra vez no», pensé instantáneamente, pero enseguida me calmé. La actitud de los soldados no era hostil, sino más bien amigable. Tras escrutar atentamente a todos los presentes (y comprobar que no había una pandilla de No Muertos babeando en el interior del compartimiento de carga), bajaron las armas y se despojaron de las capuchas de los trajes. Todo el mundo se relajó ostensiblemente.
—Bienvenidos de vuelta, chicos —dijo el oficial al mando del grupo, mientras se pasaba el dorso de la mano sobre la frente—. Habéis escogido un día complicado para volver. Hace un calor de cojones y encima estamos en alerta máxima.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó Prit.
—Por lo visto los froilos han atacado el hospital del centro de Tenerife o algo así —comentó el oficial, como de pasada—. Según he oído, la cosa ya está controlada, pero al parecer hay docenas de muertos.
—¡Viktor! —Sujeté por los brazos a mi amigo mientras palidecía—. ¡El hospital! ¡Lucía y sor Cecilia!
—¿Qué ha sucedido exactamente? —preguntó el ucraniano, mientras me hacía un leve gesto para que me calmase—. ¿Cuántos son?
—Nadie parece saberlo muy bien, al menos por aquí —replicó el oficial, visiblemente perplejo por aquel interrogatorio en toda regla—. Hay quien dice que el objetivo podría ser el laboratorio bacteriológico del hospital, pero yo creo que lo más probable es que hayan intentado asaltar la farmacia. Todo el mundo sabe que hoy en día los medicamentos valen una fortuna.
Su mirada se posó en ese momento en las mochilas repletas que descansaban en medio del pasillo y automáticamente un brillo codicioso apareció en sus ojos.
—¿Qué tal os ha ido a vosotros, chicos? ¿Sólo traéis estos dos bultos? ¿Dónde está ese viejo cabrón de Tank?
Por toda respuesta, guardamos silencio. La expresión del oficial pasó de la codicia a la incredulidad.
—¿Tank? ¿Muerto? —balbuceó atónito, mientras meneaba la cabeza—. ¿Y el resto…? Entonces sólo quedáis… ¿vosotros? ¡Joder! Pero ¿qué diablos ha pasado ahí fuera?
—Los froilos —respondió quedamente Viktor—. Como aquí.
—¡Mierda! —maldijo el oficial, pegando un puñetazo en uno de los mamparos del avión—. Esta jodida guerra civil va a acabar con los pocos restos que dejaron los No Muertos. ¿Quién coño necesita una infección para exterminar a la raza humana? ¡Nosotros solos nos bastamos, gracias!
—Escuche, oficial —me adelanté, mientras sus hombres escoltaban al resto del equipo de Tank fuera del aparato—. Tenemos que ir a casa lo antes posible. Mi novia trabaja en ese hospital y tenemos además una amiga allí ingresada, y queremos saber…
—Hay un procedimiento que debemos seguir —replicó el oficial, tajante—. Siete días de cuarentena para todo el equipo, lo sabéis muy bien. Fuisteis informados antes de salir.
Traté de contener mi impaciencia. No podía esperar siete días en cuarentena, ni tan siquiera una hora. Tenía el presentimiento de que algo iba terriblemente mal y necesitaba reunirme con Lucía y sor Cecilia cuanto antes.
—Escuche —le dije, apartándolo a un lado—. Simplemente necesito una hora para estar seguro de que ella está bien. Una cochina hora. Antes de que nadie se dé cuenta, estaré de vuelta en la zona de cuarentena, se lo juro por Dios.
—Sabe que no puedo hacerlo —replicó—. Nos meteríamos en un lío horrible, usted y yo, si alguien se enterase.
—Nadie se enterará, se lo prometo —le dije ansiosamente, mientras rebuscaba en uno de los bolsillos de mi guerrera.
Finalmente encontré lo que buscaba, media docena de cajas de antibióticos, del paquete que había embutido en mis bolsillos a toda prisa cuando salíamos del depósito de Madrid. Aquel pequeño alijo valía una fortuna en Tenerife, y los ojos del oficial se abrieron con codicia cuando vio lo que le ofrecía de manera disimulada. Mi idea original había sido venderlos en el mercado negro, pero salir de allí cuanto antes era mucho más urgente.
—Una hora, ni un minuto más —musitó quedamente el oficial, mientras se metía los paquetes en sus bolsillos de forma disimulada—. Si dentro de una hora no están de vuelta, daré parte de que se han fugado y el problema será plenamente suyo. Dispararán a matar, ya lo sabe.
—Correré ese riesgo —repliqué, mientras cogía una de las Glock y me la colgaba a la cintura.
—Correremos ese riesgo —apuntó Prit, mientras agarraba uno de los HK y se ponía a mi lado.
—Prit, muchas gracias, pero no tienes por qué venir —le dije—. Esto es asunto mío. Es un pálpito, y a lo mejor no tengo razón, pero creo que Lucía me necesita ahora mismo, y no dentro de una semana. Si nos pillan fuera, nos meteremos en un lío, y vive Dios que tú ya tienes bastantes problemas como para…
—¡Acaba con ese parloteo de una puñetera vez! —me cortó, tajante, el ucraniano—. Voy contigo y se acabó. Y ahora, corre, si quieres que nos dé tiempo a estar aquí en una hora.
Miré agradecido al ucraniano y contuve las ganas de darle un fuerte abrazo. Aquel pequeño tipo era un gran hombre, y sobre todo un amigo leal hasta la muerte. Tenía suerte de contar con él.
Salimos atropelladamente del avión, mientras el oficial se alejaba trotando hacia la terminal convertida en zona de cuarentena. Ignoraba qué excusa daría para justificar nuestra ausencia, pero no me cabía la menor duda de que tendría el asunto controlado, al menos durante la hora prometida. Ese tipo de personas siempre se las apañan, de una forma u otra.
Tras cinco minutos de furiosa negociación (y el gasto de dos cajas adicionales de antibióticos que desaparecieron rápidamente en los bolsillos indicados), Viktor y yo nos encontramos sentados sobre una montaña de metal reciclado apilada en la caja trasera de un asmático camión que rodaba hacia Tenerife, con su conductor terriblemente contento por la repentina e inesperada fortuna que le había sonreído.
El viaje se me hizo interminablemente largo. Cuanto más nos acercábamos al centro de la ciudad, más intenso era mi pálpito. El número de controles militares era abundante, pero los pasábamos sin ningún problema. En uno de ellos, el suboficial al mando nos confesó que estaban en plena caza de una mujer, una agente de los froilos que había participado en el asalto al hospital, pero no nos dio más detalles.
—¿Qué opinas, Viktor? —le pregunté a mi leal amigo, que súbitamente parecía cansado.
—No me gusta. No me gusta nada —respondió el ucraniano—. Espero que encontremos a tu chica cuanto antes. Toda esta gente está paranoica y por si no te has dado cuenta todo el mundo va armado hasta los dientes. En el momento menos pensado algún chiflado va a perder los nervios y va a empezar a disparar, y entonces se va a liar gorda.
—Opino lo mismo que tú —contesté—. Espero que al menos Lucía se encuentre en un lugar seguro.
Cinco minutos después el camión llegó a una barrera más guarnecida que los anteriores controles. En aquel check-point, además de una compañía de soldados y guardias civiles, había aparcadas un par de tanquetas e incluso un nido de ametralladoras.
—El viaje se acaba aquí —nos dijo el conductor del camión, tras conversar brevemente con uno de los oficiales al mando del control—. Toda la zona alrededor del hospital en un radio de mil metros ha sido evacuada y no permiten pasar más allá.
—¿Por qué? —pregunté mientras bajábamos del camión—. ¿Qué diablos ha pasado?
—Ni idea —replicó el conductor, con expresión asustada—. Por lo visto los froilos han asaltado un laboratorio médico, o algo por el estilo, y creen que se puede haber liberado algún germen o algo así. ¿Es que esa gente no ha aprendido nada de lo que nos ha pasado? ¡Sólo a un imbécil se le ocurriría asaltar un laboratorio después de lo del TSJ, por Dios!
El conductor encendió un cigarrillo con manos temblorosas, mientras seguía murmurando por lo bajo. Al hacerlo, apoyó sobre el asiento de la cabina un pasquín que el oficial de la barrera le había entregado. Con una terrible sensación de déjá-vu, estiré la mano y cogí aquel papel.
Era una fotocopia algo borrosa de la fotografía de un carnet, hecha de manera apresurada. Bajo la fotografía, en caracteres gruesos, ponía SE BUSCA, y debajo aparecía una advertencia en la que se conminaba a quien viese a aquella persona que no se acercase a ella y avisase a las fuerzas militares.
De forma mecánica le pasé el pasquín a Viktor. Un sudor frío me resbalaba por la espalda mientras una sensación de fatalidad me envolvía.
La persona que aparecía en aquel cartel era Lucía.